Las nueve pruebas de la Casa Melgar - Francisco J. Plou Gasca - E-Book

Las nueve pruebas de la Casa Melgar E-Book

Francisco J. Plou Gasca

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Beschreibung

Un grupo de adolescentes. Un juego de escape científico como excusa para disfrutar de un fin de semana sin padres en una mansión regentada por un extraño profesor. Puertas que no se abren, mensajes encriptados, experimentos domésticos, libros escondidos… disfrutar de la Casa Melgar tiene un peaje. Los desafíos que enfrentarán los protagonistas no solo pondrán a prueba sus conocimientos de Física, Biología, Matemáticas y Química, sino que destaparán su manera de afrontar las encrucijadas que ofrece la vida. Esta novela para jóvenes y no tan jóvenes saca a relucir las preocupaciones de la juventud actual: el miedo al futuro, la dependencia tecnológica, el consumo de alcohol, la sexualidad. Y también es una historia de amor en el ocaso de la adolescencia.

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LAS NUEVE PRUEBAS DE LA CASA MELGAR

Francisco J. Plou Gasca

© Francisco J. Plou Gasca

© Las nueve pruebas de la Casa Melgar

Corrector: Carlos Pérez Casas

Imagen de portada: istocks

Primera edición: enero 2023

Cuarta reimpresión: julio 2023

ISBN papel: 978-84-685-7326-7 ISBN ePub: 978-84-685-7325-0

Depósito legal: M-2347-2023

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Los derechos de autor obtenidos por la venta de esta novela se destinan a la Asociación Ma’kwebo (https://www.makwebo.org) para la construcción de un quirófano en el Hospital Católico de Tonga (Camerún).

Los hechos y personajes que aparecen en este libro son todos ficticios; cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Los hechos científicos que se citan son todos reales.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A todas las mujeres científicas

Índice

— 1 — Los seis magníficos

— 2 — Las normas de la casa de la sierra

— 3 — Entre genes anda el juego

— 4 — En el ágora

— 5 — El color púrpura

— 6 — Mujeres y hombres al borde de un ataque de nervios

— 7 — Desde el Titanic

— 8 — Historias de miedo para contar en casa

— 9 — El visitante

— 10 — Seis almas

— 11 — Arsénico por infusión

— 12 — Los diez elementos

— 13 — Bailando con lobas

— 14 — El chico con el pijama de Batman

— 15 — Resacón en la sierra

— 16 — No mires abajo

— 17 — Las chips prodigiosas

— 18 — Cita a oscuras

— 19 — La fórmula del agua

— 20 — Mientras dure la siesta

— 21 — Atracción brutal

— 22 — Regreso al presente

— 23 — Doctor no hay más que uno

— 24 — Seis tontos muy tontos

AGRADECIMIENTOS

La imaginación es más importante que el conocimiento; el conocimiento es limitado, mientras que la imaginación no.

—Albert Einstein

— 1 — Los seis magníficos

Estaba claro que me tocaría atrás. El monovolumen del padre de Altea dispone de siete plazas, pero las dos traseras están más pensadas para niños de primaria que para estudiantes de bachillerato como nosotros. Menos mal que algunas de las maletas viajan en el cofre del techo, porque de lo contrario no sabría dónde colocar mis piernas.

Nada más abandonar la ciudad y entrar en carretera, Altea, que va de copiloto, conecta al panel de mandos el bluetooth de su teléfono. El reguetón fluye por todos los rincones del vehículo, un método eficaz para marcar territorio frente a su padre. Este le pide que baje el volumen y nos pregunta cómo pueden gustarnos estas canciones con letras tan ridículas.

—Y tan machistas —enfatiza.

Yo también odio el reguetón —me produce dolor de cabeza—, pero nunca me atrevo a decirlo, porque ir contracorriente en plena adolescencia implica que te tachen de raro, la mejor garantía para el acoso escolar.

Borja, que ocupa el asiento detrás de Altea, acompaña al cantante con su voz ronca. Es el líder de la clase, el macho alfa, y casi todo lo hace bien. Aparte de ser el capitán del equipo de fútbol del instituto, destaca en cualquier disciplina que practique. Al nacer lo equiparon de serie con el kit multideporte. Por si fuera poco, el tío es guapo de verdad. Moreno, piel bronceada, con unos ojos oscuros que hipnotizan a las chicas y unos hombros que parecen sacados de la NBA. Yo, a su lado, soy la marca blanca del ser humano. Mi único consuelo llega a la hora de los exámenes, en los que siempre quedo uno o dos peldaños por encima.

En el interior del monovolumen se palpa cierta excitación. Esta noche dormiremos solos, sin padres, tutores ni profesores. En los campamentos de verano, o durante los cursos de inglés en Irlanda, siempre había un monitor pendiente del jaleo en las tiendas de campaña o en los pasillos de la residencia. Hoy no será así. Aunque solo sea una noche, representa un paso más en nuestro largo camino hacia la independencia. Nuestro particular procés.

En el asiento central, a la izquierda de Borja, viaja Inés la Fantástica. Abducida por la pantalla de su móvil, solo levanta la vista para hacerse algunos selfis, eso sí, sin que aparezcamos ni Dafne ni yo de fondo, porque la foto perdería su glamur. Inclina la cabeza hacia Borja —¡ese sí que es buen salvapantallas!—, o se desabrocha el cinturón para girarse y compartir la instantánea con Altea, su amiga del alma. Cada dos por tres, Inés realiza un movimiento sensual en el que aparta su cabello lacio de los ojos y lo acomoda detrás de la oreja. Ese gesto enfermizo me pone de los nervios. Más que atraerme, Inés me intimida; no sé si es por su arrogancia o por esos labios y ojos tan pintados.

Con su nariz pegada a la ventanilla de la izquierda, Parra contempla el paisaje. De los seis, es el único al que todos llaman por el apellido. Sus ojos achinados me recuerdan a uno de los protagonistas de Los Goonies, una antigua película que mi madre me obligó a ver. La especialidad de Parra son las Matemáticas; es más, vive obsesionado por los números, las operaciones aritméticas y las estadísticas.

—Ya hemos recorrido la sexta parte del viaje —sus palabras se funden con el ritmo de la música, como si rapeara.

Parra es un personaje simpático que goza de una gran popularidad en el instituto. Con su labia infinita y sus acertijos matemáticos, encandila a las chicas. Al despedirse de ellas, les da «pi» besitos, que equivalen a tres completos y uno más corto. Ese último beso en miniatura lo reciben sus fans con tal expresión de placer que hasta cierran los ojos. Me recuerda a los besos de mariposa que les daba de pequeño a mis padres, rozando sus mejillas con mis pestañas en movimiento. Era la mejor manera de que olvidaran mis travesuras.

Junto a mí, compartiendo incomodidades, viaja Dafne. Es una chica con una imaginación desmedida, a quien le encantan los fenómenos paranormales. Con su voz rasgada atrapa a todo aquel que se acerca a escuchar sus historias. Mimetizada con su mundo, Dafne viste casi siempre de oscuro. Su pelo corto al estilo chico deja al descubierto unos aros esotéricos que cuelgan de sus orejas, a juego con un piercing que atraviesa de lado a lado su nariz. Ella dice que no lo lleva por estética sino por su sentido espiritual. A mí me produce grima y por eso evito mirarla de frente. Su madre y la de Altea son amigas íntimas, además de vecinas. Creo que la invitación al cumpleaños ha sido algo forzada; las hijas se llevan bien pero no son, ni mucho menos, uña y carne.

Durante los últimos días me he preguntado infinidad de veces qué hago yo aquí, por qué soy uno de los elegidos para acompañar a Altea en esta celebración. Nuestra relación es cordial, de eso no hay duda, pero formar parte de su selecto club de amigos son palabras mayores. Altea y yo nos disputarnos con frecuencia la mejor nota de los exámenes, excepto en Matemáticas, donde Parra siempre nos supera. A pesar de nuestra disputa para alcanzar el primer puesto de la clase, compartimos con naturalidad las dudas de las distintas asignaturas. ¿Y si mi presencia en este vehículo se deba a que fui el primero en hablarle sobre la casa Melgar? O tal vez le caigo mejor de lo que creo. Desconozco la verdadera razón, pero espero resolver el enigma durante el fin de semana.

Nuestro destino no es una casa cualquiera en la sierra. Mi madre me habló hace unos meses acerca de este curioso lugar, una especie de escape room científico con alojamiento incluido. La hija de una compañera suya había ido con unos amigos y regresó entusiasmada. Cuando se lo comenté a Altea a la salida de clase, ella empezó a rumiar algo.

Ignoro si mi amiga ha decidido celebrar su aniversario en la casa Melgar porque le apetece enfrentarse a un juego de escape científico, o por ser la excusa perfecta para que le dejen pasar un fin de semana en completa libertad. Un cóctel de ciencia y diversión a partes iguales era un anzuelo perfecto para que sus padres picaran. Y vaya si picaron, aunque la colección de sobresalientes que ha acumulado este curso también ayuda.

En mi caso, no ha tenido demasiado mérito convencer a mi madre. Ser hijo de una investigadora es un salvoconducto para asistir a cualquier actividad relacionada con la ciencia. Además, ella siempre se queja de que mi grupo de amigos es muy cerrado e insiste en que me vendría bien relacionarme con otros compañeros. Echaré de menos a Daniel, mi mejor amigo, otro bicho raro como yo, un friki en toda regla. Su principal afición son los cómics y las series fantásticas, mundos paralelos que alimentan su imaginación. Cuando se enteró de que Altea me había invitado a su cumpleaños, no se lo podía creer.

—Martín, qué envidia me das. Con lo buena que está.

Daniel no sabe que estoy enamorado de Altea, aunque supongo que lo sospecha. El mío no ha sido un flechazo reciente, ni mucho menos; la flecha ya abandonó el arco en tiempos de la ESO. De haber acudido al mismo colegio en Primaria, el disparo se habría producido incluso antes. Me cuesta explicar por qué, pero desde que la conocí tuve un crush con ella. Hace poco soñé que volvía a tener nueve o diez años y me elegían para representar a San José en el belén viviente del colegio; al llegar al portal, la Virgen María era ella. Estaba preciosa, rodeada por un halo de luz como si la acabaran de descender del cielo.

Mis posibilidades de salir alguna vez con ella son mínimas, por no decir nulas. Altea es la empollona que cae bien a casi todo el mundo, la eterna delegada de la clase, y yo el empollón friki. Para colmo, mi cuerpo ha sido uno de los últimos de todo el curso en desarrollarse. La semana pasada fue la primera vez que me afeité el bigote, más por aparentar que por eliminar cuatro pelos mal alineados. Muchas noches recé para que mis huesos dieran el famoso estirón, incluso me alegraba cuando me subía la fiebre, porque cada vez que enfermas dicen que creces un par de centímetros.

En cambio, las hormonas de Altea hicieron su trabajo en el momento preciso. Más allá de su cuerpo de mujer, lo que más me atrae de ella son esos ojos claros que desprenden vida, incluso desde la distancia. Su sonrisa deja al descubierto una dentadura perfecta fruto de muchas horas de brackets. Su tez es más clara de lo común, como si al sol le diera vergüenza mirarla. Una melena castaña, bastante ondulada, le aporta un toque sugerente. Altea siempre ha sido una chica echada para adelante, espontánea, lo contrario que yo, que le doy demasiadas vueltas a todo. Altea no es, ni mucho menos, la chica perfecta, porque su lado oscuro es casi negro; cuando se enoja, o si las cosas no se desarrollan como a ella le gusta, pierde el control, se vuelve histérica y no hay quien la calme. En esas ocasiones me recuerda a la niña de El exorcista. Daniel cree que es bipolar, como la protagonista de uno de sus cómics favoritos sobre vampiros. A mí todo lo referente a la salud mental me genera mucho respeto y por eso me enfado con mi amigo cuando bromea sobre ello.

****

Parra nos avisa de que ya hemos alcanzado el ecuador de nuestro viaje. El padre de Altea toma un desvío para llenar el depósito. Nada más aparcar en la gasolinera, la música se interrumpe de golpe.

Inés parece preocupada.

—¿Sabéis si hay wifi en la casa? Estoy casi sin datos.

—Supongo que sí —la tranquiliza Borja—. Ahora hay wifi en todos los sitios.

—¿Qué tipo de pruebas tendremos que resolver en el juego de escape? —pregunta Dafne.

—Según las opiniones en Internet, no deben de ser muy complicadas —responde Altea, al mismo tiempo que abre la ventanilla. La cierra al instante, porque el calor de la calle devora el aire acondicionado.

—Mejor así, porque no tengo ninguna gana de pensar. Este curso ha sido horrible. —Inés siempre exagera—. Lo que me apetece es bailar y desmadrarme un poco.

El padre de Altea regresa de la tienda con un botellín de agua para cada uno y reanudamos la marcha. El reguetón recupera su espacio. A medida que nos acercamos a nuestro destino, la expectación va in crescendo.

Altea, Borja, Inés, Parra, Dafne y yo, seis estudiantes de primero de bachillerato a punto de compartir un fin de semana en la sierra. Durante el viaje no he parado de pensar lo poco que nos parecemos unos a otros. Como si de la furgoneta de Scoobie-Doo se tratara, el monovolumen azul transporta a un grupo de personajes variopintos rumbo a una aventura desconocida.

****

—Según la aplicación, nos encontramos a tan solo mil trescientos cuarenta y dos metros de nuestro destino —apunta Parra, que durante los viajes se transforma en la versión intelectual del burrito de Shrek.

Apenas he abierto la boca a lo largo del viaje, tan solo para intercambiar algunas frases con Dafne. Nuestra posición es privilegiada para contemplar la estela de polvo que deja el vehículo, y que apenas permite entrever los pinos que flanquean la carretera. El navegador repite una y otra vez el famoso «recalculando» y el padre de Altea farfulla algunos tacos. Nos hemos internado en una zona sin rastro alguno de vida humana y, lo que es peor, sin apenas cobertura; hasta la aplicación de Parra ha dejado de funcionar. A punto de desesperarnos, un cartel de madera con forma de flecha acude a nuestro auxilio. En él se lee «Casa Melgar» y nos manda por un camino aún más angosto que la vía principal. El padre de Altea se queja de los cantos de piedra que asoman sobre la tierra; lo que menos desea en este momento es pinchar. Está desesperado por soltarnos en la casa y escuchar durante el camino de vuelta el programa deportivo de la radio. Si antes odiaba el reguetón, ahora ya lo aborrece.

La pista desemboca en una inmensa explanada cubierta de hierbas bajas. Allí se alza majestuoso nuestro destino; más que una casa, parece una mansión, por algo es tan cara. Una puerta metálica se desliza a cámara lenta para que podamos atravesar el recinto vallado, revestido con unos espesos setos que intimidan al visitante. Nuestro chófer aparca bajo una marquesina de chapa oxidada y abandonamos a toda prisa el vehículo, como si hubiera una bomba dentro del coche.

La emoción se percibe en el ambiente. Con los pies clavados en el suelo, contemplamos admirados la casa Melgar. A pesar de ser una construcción antigua, ha resistido con dignidad el paso del tiempo. Al natural impresiona más que en la página web, con sus tres pisos y una fachada rosácea que te invita a entrar. El jardín y la zona de juegos parecen cuidados; a un lado de la casa, una amplia piscina invita al baño.

Bajo el porche de la entrada, un señor bajito, calvo y con gafas nos espera con los brazos en jarra. El edificio es tan descomunal y el hombre tan pequeño que me recuerdan a esos belenes donde las figuras y los decorados están desproporcionados. Embutido en una bata blanca de laboratorio, nos mira con desdén. Con el calor que hace hoy a estas primeras horas de la tarde, me imagino su piel llena de sarpullidos. El extraño personaje que nos observa con cara de pocos amigos debe de ser el famoso doctor Melgar.

— 2 — Las normas de la casa de la sierra

Habíamos leído en la página web que el dueño te recibía en persona, pero me esperaba a un hombre más joven, con más glamur, no uno de apariencia tan ordinaria como este. Mi madre sigue siendo muy atractiva y no sé por qué supuse que todos los científicos y científicas tendrían que ser como ella.

El doctor Melgar nos da la bienvenida con su semblante rígido y el cachondeo que traíamos del viaje se desvanece al instante. Las batas blancas siempre imponen respeto. Protegidos por la sombra del porche, rodeamos a nuestro anfitrión hasta formar un semicírculo y él comienza su discurso.

—Buenas tardes, soy el doctor Melgar, especialista en química y biología. —Su primera frase desprende cierta prepotencia—. Espero que el viaje fuese de su agrado y hayan disfrutado del paisaje. —El trato de usted y la forma de expresarse me recuerdan al típico mayordomo de las películas de terror—. La casa que tienen delante está situada a mil doscientos tres metros de altitud. —Todos volvemos la mirada hacia Parra, que sonríe complaciente. El dueño de la vivienda pone cara de póker, sin entender nada, y luego continúa—: Durante su estancia deberán cumplir ciertas normas. Todas están estipuladas en el contrato que les entregaré y que la persona responsable firmará.

—Me parece bien que se imponga cierta disciplina —dice el padre de Altea, que se ha dado por aludido, a la vez que recibe un cariñoso codazo de reprobación por parte de su hija.

—La primera regla es que durante esta experiencia están prohibidos los teléfonos móviles. —Antes de terminar la frase, Inés sufre un espasmo como si la hubieran pellizcado en el culo—. Los custodiaré en la caja fuerte y mañana por la tarde se los devolveré.

—Pero… —protesta Inés.

—No hay «pero» que valga, señorita —el doctor la interrumpe con autoridad—. Si no les retirara los teléfonos, las redes sociales se inundarían esta misma tarde de fotografías con la solución a las distintas pruebas. Y adiós a mi negocio. ¿Acaso cuando van al teatro o a un musical no les prohíben tomar imágenes? Pues aquí ocurre lo mismo. Como no dispongo de acomodadores y ustedes se quedan solos, mi única opción es requisarles sus aparatos.

—Pero esto no es justo —insiste Inés—. Necesito estar en contacto con mis padres; si no respondo a sus llamadas y mensajes, se asustarán.

Todos sabemos que las verdaderas razones para no desprenderse de su teléfono no son precisamente esas, sino que más bien responden a un chico de segundo de bachillerato con el que ha empezado a tontear. Y, por supuesto, a su actividad frenética en las redes sociales.

El doctor ni se inmuta y se dirige ipso facto al padre de Altea.

—¿Podría usted informar a las familias de los visitantes que han llegado sanos y salvos a la casa y que hasta mañana no dispondrán de los teléfonos?

—No hay problema, yo me encargo. Hemos creado un grupo de WhatsApp de padres y madres para estar al corriente de cualquier…

—¿Y qué hacemos si surge una emergencia? —le interrumpe su hija.

—En el salón hay un teléfono fijo —aclara el doctor—. Pero les recomiendo que solo lo utilicen en caso de extrema necesidad.

Borja toma la palabra.

—Hay algo que no me cuadra. Se supone que en este lugar tenemos que resolver distintas pruebas, como en un escape room. Cuando haya que consultar algo, ¿cómo lo hacemos? Porque yo sin la Wikipedia no soy nadie…

—Para eso está la biblioteca —responde tajante el doctor.

La primera de las normas de la mansión del doctor Melgar ha supuesto un jarro de agua fría para nosotros, en especial para Inés, cuya dependencia tecnológica raya lo insano. Yo también estoy enganchado al teléfono móvil, como todos los de la clase, pero no supondrá una tragedia griega sobrevivir un fin de semana sin él.

—Antes de la segunda norma, les comunicaré una noticia que seguro les agradará. —El dueño pone de cara de buena persona, pero no cuela—. En el interior de la casa no hay cámaras de seguridad, así que siéntanse tranquilos de ser ustedes mismos. Seré más preciso: existe una única cámara, pero su campo de visión está muy acotado. Solo proporciona imágenes de la chimenea, por cuestiones de seguridad.

—No se preocupe, nosotros no vamos a encender la chimenea. —Parra acompaña su broma con una risa estentórea, que al señor Melgar no le causa ni pizca de gracia.

—Al hacer la reserva se indicó que la comida y la bebida estaban incluidas —le recuerda el padre de Altea al profesor. La mayor preocupación de los mayores es siempre la misma: que no pasemos hambre—. Los chicos solo han traído unas galletas y unas tabletas de chocolate…

—¡Y la tarta, papá! —Su hija reivindica el motivo principal de nuestra estancia aquí.

—Pueden estar tranquilos —responde el científico—. En la nevera y en los estantes de la cocina hay víveres suficientes para alimentar a un regimiento. Como se imaginan, la segunda norma es la prohibición de fumar dentro de la casa. Y la tercera, no beber alcohol, ni dentro ni fuera. Este no es sitio para botellones.

—No se preocupe, estos jóvenes son muy formales —el padre de Altea sale a defendernos con rapidez.

Nuestras caras se congelan de repente. La realidad no es tan simple como la describe el padre de mi amiga. Que yo sepa, Inés y Dafne llevan un par de años fumándose algún pitillo en los recreos y a la salida del instituto. Y con relación al alcohol, los primeros botellones clandestinos ya tuvieron lugar durante las fiestas del barrio y en ellos participaron varios de mis acompañantes. En concreto, todos excepto Dafne y yo, aunque por mi amiga esotérica tampoco pondría la mano en el fuego, porque no me extrañaría que alguno de sus rituales incluyese unos chupitos de licor de hierbas. Además, circula por los pasillos una leyenda urbana sobre la primera cogorza de Parra. Según cuentan, el futuro matemático vomitó pi veces; tras expulsar en tres sacudidas todo lo bebido, arrojó un último esputo que contabilizó como 0,1416.

A mis compañeros se les ha quedado la garganta seca, así que me toca tomar la palabra por primera vez.

—Las pruebas científicas, ¿son muy difíciles? Nuestro nivel es de primero de bachillerato.

—Ustedes parecen muy inteligentes. —El doctor Melgar posa su mirada unos segundos en cada uno de nosotros, como si jugara a quién pestañea antes. Su semblante frío, casi amenazante, impone un gran respeto—. Estoy convencido de que las superarán, aunque será fundamental que activen sus cerebros.

—Y si no lo conseguimos, ¿qué ocurrirá? —pregunta Dafne.

—Ustedes mismos lo comprobarán en sus propias carnes. —Al pronunciar esta última palabra, deja escapar una inquietante sonrisa.

Salvo la renuncia a los teléfonos móviles, las demás normas de la casa de la sierra no nos sorprenden. Nuestro anfitrión nos recuerda que debemos cuidar el mobiliario, dejar todo recogido antes de salir, colocar las toallas usadas en el plato de ducha… vamos, lo habitual en cualquier hotel. E insiste en una premisa: lo que se rompe, se paga. Todos desviamos la mirada hacia Altea, y luego hacia su padre.

A diferencia de otros juegos de escape, en este no habrá cámaras de vigilancia, lo que nos hará sentirnos menos cohibidos. Si alguna de las pruebas se complicase, disponemos de una biblioteca para encontrar la solución. Y nada de preocuparse por la comida; según el doctor, la nevera está repleta. Tal como lo pinta, nos va a costar encontrar un hueco para meter la tarta.

El doctor Melgar saca un bolígrafo del bolsillo de su bata y entrega el contrato al padre de Altea para que lo firme. Este lo lee a toda prisa y estampa su rúbrica con cara de satisfacción, como si vislumbrara el fin de semana que le espera. Altea nos ha contado que su hermano, un año más joven, se ha ido a jugar un torneo de baloncesto, así que los padres disponen de vía libre para organizar una velada romántica esta misma noche.

Justo al darnos la vuelta para recoger los equipajes del coche, el hombre de la bata blanca llama nuestra atención con un potente silbido digno del mejor pastor, un sonido vulgar que contrasta con su lenguaje refinado.

—Olvidé decirles una cosa. Por lo que más quieran, no se les ocurra bajar al sótano.

Si deseas que un grupo de adolescentes haga algo en concreto, nada mejor que prohibírselo.

El padre de Altea se despide de nosotros con un apretón de manos y reserva para su hija un abrazo entrañable. La forma de decirse adiós denota la confianza que existe entre ellos. Yo apenas recuerdo cuándo fue la última vez que me abrazó el mío, tal vez unos meses antes de la separación.

Cargados con las maletas, atravesamos el umbral de la casa con la curiosidad de quien estrena colegio. En el amplio salón, una mesa de madera circular nos da la bienvenida. Tiene el tamaño ideal para un grupo de seis personas como el nuestro. Justo encima del sofá hay un reloj donde las horas las marcan elementos químicos en lugar de números. Sería un buen regalo para el Día de la Madre. Los muebles rústicos, los cuadros de familia distribuidos por la pared, la vieja chimenea… todos ellos parecen ocultar antiguas historias. Es como si la casa tratara de hablarnos y no fuéramos capaces de entender su idioma. Los jóvenes no estamos acostumbrados a convivir con el pasado, preferimos el aquí y ahora.

Amontonamos los equipajes junto a la mesa y nuestro anfitrión, que no disimula su impaciencia, nos pide los teléfonos. Obedecemos al instante, excepto Inés, que nos reúne para un último selfi. Es tan veloz con su móvil que casi antes de apretar el disparador ya ha subido la foto a su Instagram. Dafne, la alegría de la huerta, compara la instantánea con esa típica imagen de los pasajeros de un avión antes de tomar su último y fatídico vuelo, y que aparece por todos los telediarios. Altea la reprende por ser tan morbosa, pero ella se ríe. Su tema preferido es la frontera que existe entre la vida y la muerte.

La caja de seguridad se oculta tras un cuadro de caza abarrotado de galgos. Antes de que el doctor guarde los teléfonos, Inés se restriega el suyo por la camiseta —a la altura del corazón— y le estampa un sinfín de besos. El señor Melgar la observa con desdén y luego le arranca el móvil de las manos. Mientras teclea la combinación secreta de la caja fuerte, inclina su cuerpo hacia delante para evitar cualquier filtración. Finalmente recoloca el cuadro y se aleja con cierta prepotencia. Inés se queda petrificada delante de la pintura, con la mirada perdida en algún galgo. A partir de ahora habrá que apañarse sin Wikipedia, Google ni nada que se les parezca. Todo un reto al que ninguno está acostumbrado.

El doctor abandona la casa y por fin nos quedamos solos. Al escuchar el rugido del motor de su coche, Altea estira los brazos en señal de triunfo y suelta el típico «Vamos», jaleado por el resto, excepto por Inés, de penitencia aún frente al cuadro. Creo que le ha dado tiempo a contar los galgos que hay sobre el lienzo.

****

El esperado momento del reparto de habitaciones ha llegado. Subimos con entusiasmo la escalera de caracol que conduce al primer piso y allí nos encontramos con la primera sorpresa: las puertas de los cuartos están tuneadas. Cada una de ellas muestra la caricatura de un científico famoso con su nombre impreso en una tipografía muy original. Echamos un vistazo rápido al interior de las habitaciones; como son todas muy parecidas, elegimos en función de nuestra afinidad con los personajes. Borja se saca de la chistera el caballero que lleva dentro y le pide a Altea que sea la primera en escoger, no en vano «el que paga, manda».

—Me quedo con la de Marie Curie. —Su elección no sorprende a nadie; si existe una científica famosa, esa es Marie Curie.

Borja se queda con la habitación de Albert Einstein, no tanto por su admiración hacia el genial físico que desarrolló la teoría de la relatividad, sino porque es la más próxima a la de Altea, y de todos es sabida la atracción que siente el guaperas de la clase por la delegada. Mi gran duda es si a ella también le gusta él, espero resolverlo durante el fin de semana. ¡Menudo rival me he buscado en la batalla del amor! Si David venció a Goliat, ¿por qué no lo puedo conseguir yo? Tendré que utilizar mis armas secretas, o sea, mis conocimientos científicos. Si en algún momento se presenta la oportunidad, más vale que deje atrás mis incertidumbres y miedos, y me lance directo a la lucha.

Tampoco me sorprende que Parra se aloje en la habitación dedicada a Alan Turing. La película que narra la vida de este matemático, Descifrando Enigma, es una de sus favoritas. Turing estableció las bases de la computación y su máquina era capaz de resolver problemas matemáticos muy complejos. Una vez fui a casa de Parra para hacer un trabajo y vi en la pared de su habitación un póster de la película.

—Lástima no tener el móvil para hacerme una foto con uno de mis ídolos —se lamenta Parra. No ha pasado ni un cuarto de hora desde que el doctor Melgar secuestrara nuestras máquinas diabólicas y ya las echamos de menos.

Llega el turno de Inés. Recorre el pasillo de lado a lado un par de veces como si desfilara por una pasarela y al final opta por la habitación que homenajea a Rosalind Franklin, que además está enfrente de la de su mejor amiga.

—Es mona, ¿no? —suelta con gran desparpajo. Se nota a la legua que nunca había oído hablar sobre la reputada investigadora.

—Es la autora de la primera imagen del ADN. —Altea demuestra su pasión por la biología—. La famosa fotografía cincuenta y uno. —Su amiga se queda boquiabierta; ella es capaz de hacer más de cincuenta y una fotografías por minuto con su móvil, pero la célebre instantánea de Franklin le suena a chino.

—Lástima que muriera tan joven y no pudieran galardonarla con el premio Nobel —añado—. Mi madre dice que Watson y Crick no la mencionaron en su discurso al recibir el premio.

—¡Qué suerte tener una madre científica! —dice Dafne mientras escudriña las habitaciones que quedan libres—. Me imagino que te contará muchas historias.

Yo asiento con la cabeza y la imagen de mamá, como me gusta llamarla, aterriza en mi mente. Desde que se separó de mi padre, nuestros lazos se han estrechado y me transmite día a día su pasión por la investigación científica. Incluso ha montado un sencillo laboratorio en la caseta que usaba mi padre para almacenar trastos. Vivir a las afueras de la ciudad tiene sus ventajas e inconvenientes. A cambio del largo trayecto diario en autobús para ir al instituto, disponemos de un coqueto jardín que nos permite sentirnos más cerca de la naturaleza. Nos gusta salir al campo a recoger flores y plantas con nombres extraños, de las que mi madre extrae las sustancias naturales con varios disolventes. También me enseña algunos experimentos que realiza con su compañero Isidro en el centro de investigación. Mi madre me deja cacharrear en el cobertizo y así he aprendido a separar compuestos químicos por cromatografía en capa fina y a extraer sustancias con el Soxhlet. Pero lo que más me gusta es destilar los disolventes en el rotavapor; contemplar cómo las gotas condensan una tras otra sobre el matraz colector me parece algo mágico. Ella me dice que es la versión moderna de los antiguos alambiques que empleaban los árabes para obtener esencias.

La cautivadora voz de Dafne interrumpe mi torbellino de recuerdos.

—Decidido, me quedo con la habitación de Margarita Salas.

—Estupendo, una científica española. —Altea saca pecho—. Hay que defender lo nuestro y las mujeres que se abrieron camino en la ciencia.

Como gran aficionada a la biología, Altea nos explica que Margarita Salas descubrió una enzima capaz de replicar a gran velocidad el ADN. Se llama ADN polimerasa y actúa como una fotocopiadora del material genético. Al finalizar su emocionado discurso, las miradas se desvían hacia mí. Fui el último en subir al monovolumen y vuelvo a ser el último en escoger dormitorio. Quedan tres habitaciones disponibles. Una es la de Stephen Hawking; a pesar de mi admiración por él, sobre todo a raíz de la película La teoría del todo, paso de largo. También está libre la de Ada Lovelace; fue la pionera en desarrollar un código de computación, la base de los ordenadores actuales. Tampoco me instalo allí, porque una barba blanca tira de mí con fuerza hacia la habitación del fondo. Es la dedicada a Dimitri Mendeléyev, el científico ruso que elaboró la primera tabla periódica de los elementos, base de la actual. Mi madre, como la mayoría de los químicos, siente admiración por esa tabla, de la que afirma que es «uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad, la piedra de Rosetta del universo». Inés comenta que esa barba inmensa y las greñas le dan mucho yuyu.

Antes de acceder a mi recién estrenada habitación, con la maleta a rastras, detengo la mirada en el dibujo de la puerta y saludo al viejo Dimitri. No sé si son imaginaciones mías, pero me ha parecido verlo sonreír. Como si me conociera de toda la vida.

— 3 — Entre genes anda el juego

El reparto de baños siempre es una de las cuestiones más controvertidas cuando se comparte una vivienda. Aquí resulta fácil, el más grande se lo quedan las chicas. Aun así, el nuestro es un señor baño y hay espacio de sobra en el estante para los tres neceseres. Todo en esta casa está sobredimensionado: las habitaciones, las camas, los muebles, la bañera, los grifos, los pasillos… Hasta el eco retumba de una manera especial. Nos sentimos como los pasajeros de un crucero de lujo sobre una mar en calma.

Dafne nos recuerda que la tarta sigue en la mesa del salón y que convendría guardarla en el frigorífico, no vayamos a coger una salmonelosis. Es hora de visitar la cocina y el resto de las estancias de la vivienda. Junto a la tarta hay una bolsa de plástico con varios paquetes de galletas y unas chocolatinas, pequeños caprichos para complementar los menús.

La casa Melgar es tan extensa que un plano nos ayudaría a orientarnos. Por fortuna, en la puerta de cada estancia hay un cartel magnético que indica lo que guarda en su interior. Borja es el primero en localizar la cocina, pero al girar la manivela descubre que está bloqueada. Tras varios intentos, al final desiste: la cocina está cerrada con llave. El llavero que nos entregó el doctor Melgar solo incluye la llave blindada de la entrada y otra más pequeña que abre el portón exterior. La probamos por si acaso en la cocina, pero no encaja.

Buscamos la llave por todos los lados, primero en los estantes más cercanos y luego a ras de suelo. Ni rastro del preciado trozo de metal. De repente, una lámina colgada junto a la puerta llama mi atención. No es la imagen de un bodegón, ni un paisaje de los Alpes suizos, ni el retrato de algún antepasado del doctor Melgar, tan solo contiene una extraña secuencia de letras, puro arte abstracto. La palabra «Clave», escrita con una preciosa caligrafía, encabeza una colección de caracteres sin sentido.

AUGAUUCGUGCUGAU GAAAAU UUAGCC  UGUGAGUUGGAAUCUACUAUCAACGCA  UAG

—¡Vaya cuadro tan extraño! —exclamo.

Altea se acerca para comprobarlo y su rostro se congela al momento.

—Es una secuencia genética —dice con voz firme—. Creo que esconde una pista para acceder a la cocina.

—Se supone que estamos en un escape room, ¿no? —interviene Dafne—. Nuestro anfitrión quiere ponernos las cosas difíciles desde el principio.

—¡Estoy del doctor Melgar hasta las tetas! —grita Inés—. Primero nos esconde los móviles y ahora nos pone un acertijo de biología para entrar en la puta cocina. —Corre hacia la chimenea, se coloca en cuclillas y estira el cuello para centrar la cabeza en el plano de la cámara de seguridad, que cuelga del techo. Se aparta el pelo hacia los lados y le habla al dueño de la casa con voz sensual—: Por favor, díganos dónde está la llave de la cocina, necesitamos guardar la tarta en la nevera.

—¿Te crees que te va a oír? —le dice Borja—. No hay micrófono.

—Eso es lo que tú te piensas. Ese tío es un enfermo y estará escuchando todo lo que decimos. Me juego lo que sea a que la casa está trufada de micrófonos ocultos.

—Se debe de estar descojonando de ti —añade Parra—. Se estará preguntando qué coño dice esa loca.

—A lo mejor puede leer mis labios. —Inés repite su súplica, pero esta vez marca las palabras con más énfasis para hacerse entender. Está tan ridícula que nos partimos de risa.

—No hemos venido a un hotel, esto es un juego de escape —nos recuerda Altea—. Es el peaje que hay que pagar para celebrar el cumpleaños.

—Pues dejamos la tarta en el salón y nos la comemos esta noche —propone Inés—. Tampoco hace tanto calor aquí dentro.

—Sí, claro, y nos alimentamos de galletas y chocolate hasta mañana —añade Parra, famoso también por su saque, no precisamente de tenis.

—Anda, Martín, tú que eres el listo de la clase —me suelta Borja—, resuelve el enigma de las letras, que para eso te hemos traído.

Las palabras del macho alfa caen sobre mí como un arpón ballenero. Su efecto es demoledor sobre mi frágil autoestima. De súbito comprendo cuál es mi verdadera misión aquí. Altea no me ha invitado por una cuestión de afinidad, sino porque necesitaban una mente lúcida capaz de superar las pruebas científicas. Qué iluso soy: ellos han venido para divertirse y yo haré el trabajo sucio. Quieren que me convierta en el Señor Lobo de Pulp Fiction, una de las películas favoritas de mi madre.

Impactado por la cruda realidad, me vengo abajo y salgo al jardín para despejarme. En mi camino hacia al exterior escucho cómo Altea reprende a Borja por sus palabras. «Te has pasado tres pueblos». Pero él ni contesta.

Y yo que pensaba que Altea me había escogido por ser uno de los chicos que mejor le caían de la clase. Vaya pardillo estoy hecho. Absorto en mis pensamientos negativos, escucho el sonido de la puerta blindada a mis espaldas y alguien que se aproxima muy despacio. La reconozco por el olor de su perfume: es Altea.

—Martín, no hagas caso a Borja. Te he invitado porque he querido. Me caes muy bien.

Sus palabras tan directas me reconfortan. Suenan sinceras. Tengo dos alternativas: acobardarme y seguir así durante el resto del fin de semana o, por el contrario, dar un puñetazo encima de la mesa y sacar el Martín que llevo dentro, ese que apenas emerge en público. Mi madre siempre me ha inculcado que en esta vida no hay que rendirse y que lo importante es luchar.

—No te preocupes, vamos dentro. No quiero amargarte el cumpleaños.

—Gracias. —Pasa su brazo por encima de mi hombro—. Por cierto, me tienes que ayudar a resolver el jeroglífico. —Y me regala una sonrisa de complicidad.

Al regresar a la casa, nuestros colegas nos reciben en el sofá junto al televisor con caras largas. Borja y yo evitamos cruzar la mirada. Se respira más tensión que en la hoguera de La isla de las tentaciones. Yo me acomodo en el brazo del sofá, al otro extremo de Borja. Altea se acerca hasta nosotros con la lámina entre las manos y comienza así su discurso:

—En las clases de biología nos enseñaron que el código genético estaba formado por cuatro letras, cada una asociada a una base nitrogenada del ADN.

—Me acuerdo perfectamente. La A de adenina, la T de timina, la G de guanina y la C de citosina —recita Dafne, cuya excelente memoria queda una vez más en evidencia.

—Ese código —continúa Altea— esconde la secuencia de aminoácidos de las proteínas que se producen en nuestro organismo.

—Pero en esa lámina no hay ninguna T —advierte Parra.

—Porque se trata de una secuencia de ARN, no de ADN. —Son mis primeras palabras desde el incidente con Borja. Si he decidido luchar, cuanto antes empiece, mejor—. Para convertir la información del ADN en proteínas, es necesario el ARN como intermediario, el famoso ARN mensajero.

—La transcripción, la ARN polimerasa… ¿os acordáis? —pregunta Altea.

—A mí la genética me parece muy complicada —reconoce Inés—. ¿De verdad es necesaria esta clase de biología para guardar una puñetera tarta en la nevera?

—Ya me acuerdo. La T de timina en el ADN se convertía en la U de uracilo. —A Borja siempre le gusta dárselas de listo, aunque sea con retraso.

Altea agarra un folleto turístico de la repisa de la chimenea, saca un bolígrafo de un diminuto bolso que siempre lleva encima —por el que asoma un paquete de pañuelos de papel— y copia la secuencia de ARN de la lámina. Luego traza una línea vertical cada tres letras, a la vez que explica el proceso:

—Los nucleótidos que conforman el ARN se leen en grupos de tres, los famosos codones.

—Como los condones, pero sin «n». —Inés tiene de fina y educada lo que yo de guaperas de discoteca.

Parra arruga el entrecejo.