Las Patriotas - Patricia Frías - E-Book

Las Patriotas E-Book

Patricia Frías

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Beschreibung

María Loreto Sánchez de peón de Frías, la Loreto, fue pieza fundamental en la magnífica red de espionaje organizada por las mujeres que acompañaron a Martín Miguel de Güemes durante la gesta de la Independencia argentina. Juana Moro, Martina Silva de Gurruchaga, Macacha Güemes, Gertrudis Medeiros… , desde la esclava hasta la matrona de la familia más tradicional participaban en la intriga cumpliendo funciones de correo o espionaje. Las mujeres plegadas al movimiento revolucionario, pese a la resistencia de los españoles y corriendo riesgo de ser descubiertas, se encolumnaron para defender la igualdad de derechos y la libertad.   Con las tropas regulares asentadas en Tucumán y los realistas adueñados de la ciudad de Salta, supieron prestar un servicio de excelencia a la causa. Declinaron resguardarse en otras provincias; renunciaron a su seguridad para desafiar los peligros de una ciudad sitiada.   Practicaron espionaje en el mismo cuartel enemigo. Con métodos propios, se convirtieron en la ruina y destrucción de cada una de las invasiones. Su tarea, que día a día subía en celo y empeño, fue tan eficaz como discreta. ¿Será tal vez por eso que no se las conoce? Hoy, doscientos años después, la Loreto alza su voz para contarnos esa parte de la historia en primera persona.

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PATRICIA FRÍAS

Viajera incansable, sostiene que a los lugares se los conoce a través de sus historias y de sus personajes.

Es una acuariana de ley por lo que necesita compartir sus hallazgos. Para hacerlo recurrió a la narración oral y luego a la escritura.

La curiosidad la condujo a la investigación, primero dentro de su carrera profesional y luego en su aplicación a la docencia. Su amor por las palabras la llevó a ser no solo contadora de números sino también de cuentos.

Conmover a su «niña interior» fue el puntapié inicial para que sintiera que esta historia merece ser contada.

María Loreto Sánchez de Peón de Frías, la Loreto, fue pieza fundamental en la activa red de espionaje organizada por las mujeres que acompañaron a Martín Miguel de Güemes durante la gesta de la Independencia.

Juana Moro, Martina Silva de Gurruchaga, Macacha Güemes, Andrea Zenarruza, Emeteria Pacheco y Melo, Juana Manuela Torino, Toribia, la China, Gertrudis Medeiros… Desde la esclava hasta la matrona de la familia más tradicional, cumpliendo funciones de correo o espionaje; con las artes de la seducción o en el combate cuerpo a cuerpo; recorriendo los caminos a caballo o halagadas y cortejadas en salones de fiestas y recepciones, con sus maridos o en contra de ellos…, fueron parte central en el plan continental ideado por San Martín y acompañado por los generales patriotas, entre ellos, fundamentales, las figuras de Belgrano y Güemes.

Hoy, doscientos años después, la Loreto alza su voz para contarnos esa parte de la historia en primera persona.

LAS PATRIOTAS CON ELLAS FUE POSIBLE

LAS PATRIOTAS CON ELLAS FUE POSIBLE

PATRICIA FRÍAS

Frías, Patricia

Las patriotas : con ellas fue posible / Patricia Frías. - 1a ed. - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2023.

Libro digital, EPUB - (La corriente infinita)

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-135-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Históricas. I. Título.

CDD A863

© 2023, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)

Colección La corriente infinita

ISBN: 978-950-851-135-5

Depósito Ley 11.723

Arte de tapa de la colección Flavio Burstein STEREOTYPO

(www.stereotypo.com.ar)

Adaptación para este título: Fabio Viale ([email protected])

[email protected]

@edicionesbtu

Teléfono: (+54) 387 4450231

Todos los derechos reservados.

Digitalización: Proyecto451

Índice de contenidos

Portada

Comienzo de lectura

Apéndice

Los faros no se tambalean cuando hace mal tiempo, simplemente se quedan allí brillando…

Ellas escribieron la historia con letra de mujer y hoy la Loreto nos presta su voz para poner luz sobre el pasado. Es tiempo de recuperar una pieza fundamental en el rompecabezas de la historia de la patria, que fue posible con ellas.

¿Cuándo había comenzado esa necesidad imperiosa de escribir? Ella de niña amaba sentarse detrás de su pequeño escritorio, levantar la tapa, sacar a relucir hojas, lápices de colores y cuentos. Las muñecas habían sido testigos de esos tesoros que guardaba celosamente en él. Ese que ella había elegido en lugar de una bicicleta. Su padrino, conocedor de sus debilidades, le había ofrecido la opción casi como una gracia. Pero Paula, para sorpresa de la familia, sin dudarlo se inclinó por el pequeño escritorio rojo.

Habían pasado tantos años y ahora… ¿escribir un libro? ¿Alguna vez lo había pensado antes de su llegada a Salta? Tal vez un texto de ingeniería, pero esto era otra cosa. Definitivamente jamás se le hubiera ocurrido antes de conocerla. A esta altura ya no estaba segura de haber sido ella quien había tomado la historia, o si la historia la había tomado a ella. Desde el día en que la vida había confabulado para dirigir sus pasos hacia el norte, supo que alguna otra razón la había llevado hasta allí más allá de lo laboral.

Nunca se había alejado de sus hijos. Tampoco de sus propios padres. Varias veces le habían ofrecido proyectos dentro y fuera del país, que sistemáticamente rechazó. Había asumido, sin dudarlo siquiera, que su rol era ocuparse en forma personal de la prole. Esta vez era diferente. No podía explicarse por qué, pero sintió que el momento había llegado. Los hijos tenían ya edad suficiente para desplegar sus alas y ella debía guiar el vuelo de bautismo. Siempre había estado allí para que ellos se animasen. Ahora, mientras su hija menor la llevaba al aeropuerto, se recordó empujando la bicicleta ya sin rueditas para que hiciera equilibrio. La miró, atenta al tránsito, toda una mujer. Rememoró aquella conversación con la pediatra: «No recordarán lo que escuchen sino lo que vean, ellos la están mirando todo el tiempo». Hoy les estaba mostrando que había que ser capaz de perseguir los sueños y atreverse. 

—¡Mamá! —le gritó con la puerta abierta para sacarle una foto que, instantes después, subiría a las redes con la leyenda: «Empiezan los cambios». 

Ya en el sector de embarque, se observó en el vidrio espejado desde donde se podía ver la pista y los aviones prontos al despegue. Sus ojos claros le devolvieron una mirada de aprobación. Impecable traje y tacos altos, la imagen ejecutiva que la acompañaba en su vida laboral, lista para tomar el cargo. El presidente de la compañía había viajado el día anterior y la presentaría al personal para respaldar el proyecto. Pero ella estaba convencida de que el propósito de su viaje era otro. Aún no sabía cuál. Presentía que se avecinaban cambios en su vida. Y, sin demasiadas preguntas, estaba dispuesta a aceptarlos.

Un rato más tarde, desde su asiento en el avión, sintió que despegaba con rumbo hacia un destino incierto. Estaba preparada para que la vida la sorprendiera. El vuelo fue amable. Desde el aeropuerto la condujeron a la empresa. Allí la esperaba el grupo directivo. Más tarde, en el anfiteatro, presentaron la ponencia que respaldaba una nueva mirada sobre los recursos humanos. Se le acercaron muchos de los empleados a agradecer su incorporación. Las más entusiastas fueron, como siempre, las mujeres.

En camino hacia el departamento que había alquilado, tuvo la sensación de llegar a casa. Los cerros verdes parecían darle la bienvenida. Por fin apoyó las maletas, cerró la puerta y se dirigió al balcón. El cerro San Bernardo se le presentó majestuoso. No había estado antes allí, pero sentía que nunca se había ido. Conexión reconfortante. Familiaridad y cobijo. Estaba en casa.

Su llegada coincidía con el aniversario de la muerte de Güemes. Desde las alturas del departamento pudo divisar un centenar de ponchos rojo sangre que, como olas, se desplazaban a caballo hacia el monumento al héroe. No pudo con su curiosidad. Cambió sus tacos por unas botas bajas y salió de caminata. El sol desaparecía a sus espaldas dando al paisaje tintes dorados. Los cerros se tornaron azules y las hogueras comenzaron a encenderse. El gauchaje pasaría la noche alrededor de los fogones en «la guardia bajo las estrellas» para rememorar la agonía del caudillo. El frío empezó a sentirse. Paula se ajustó la campera y se colocó los guantes. Recorría las calles sin más rumbo que la luz y el calor del fuego. No quería perderse detalle del despliegue de los gauchos sobre la ciudad. A medida que avanzaba por el Paseo Güemes, sintió que la figura del héroe a caballo se agigantaba desde lo alto. Con el fondo del cerro San Bernardo, un mar de ponchos, banderas y fuegos se arremolinaban bajo los pies del líder. La emoción le nubló la mirada. Se cruzó con un grupo de jóvenes que, con ponchos borravino, acudían al homenaje. Caminando junto a ellos sintió el amor y la admiración transmitidos de generación en generación. Contagiada por ese clima de respeto y de fervor patriótico, no pudo evitar que una lágrima tibia se deslizara por su mejilla. En ese momento tuvo la certeza de que ese era el lugar donde tenía que estar en ese preciso momento de su vida.

Por la mañana llegó el desfile. Frente al monumento del héroe, sobre la Avenida del Bicentenario, se enco­lumnaron un sinnúmero de fortines de gauchos a caballo, escuelas, agrupaciones civiles, el gobernador y las autoridades, junto con miles de personas que rendirían honores. 

Paula caminó siguiendo a las agrupaciones, hasta el lugar donde hacían su última parada. Le llamó la atención la delegación de la Biblioteca Macacha Güemes, que se encolumnaba tras un estandarte con la imagen de la hermana del general. Ese retrato movió su curiosidad. Quería conseguir un cuadro de ella para su oficina. El frío intenso le congeló los pies y la hizo recluir en un café, ubicado sobre la avenida, desde donde no se perdería detalle. Los fortines se sucedían unos a otros. Cuando superaron los cien ya perdió la cuenta. Los gauchos desfilaban orgullosos, con su mejor traje, muchos de ellos llevando en la grupa a sus hijos pequeños. No pudo evitar salir nuevamente a la calle cuando pasó un grupo de mujeres jinetes con silla lateral, esa tradicional y femenina forma de montar de lado para no arruinar los vestidos. 

Apenas terminó el desfile, caminó por la avenida reviviendo en cada cuadra alguna de las fotos mentales que había recogido esa mañana. Casi sin darse cuenta llegó al Museo de Bellas Artes. Una amiga de Buenos Aires, conociendo su pasión por las historias, le había hecho llegar una publicación con la convocatoria: una charla conmemorativa sobre las mujeres destacadas de la Guerra de la Independencia. Llegó diez minutos antes. Quería conseguir un buen lugar para ubicarse. La recibieron con afecto. Todas las presentes se conocían y se mostraron interesadas en la forastera. Estaba convencida de que le iban a hablar de Macacha, a la que había descubierto unos años atrás y por quien sentía una profunda admiración.

La historiadora inició la disertación y para su sorpresa comenzó hablando de muchas mujeres que no conocía. Su curiosidad fue en aumento. Al parecer, durante el período de las guerras por la independencia, había existido en el norte un colectivo de mujeres del que ella no tenía noticia. Algunas de ellas habían operado como «la inteligencia» de Güemes. En su cartera nunca faltaban una agenda y una lapicera. Tomó nota de cada uno de esos nombres que escuchaba por primera vez. No podía dar crédito a lo que oía. Terminada la charla se acercó al grupo para seguir indagando con la historiadora y las organizadoras. La invitaron a tomar un café. A partir de ese momento nada volvería a ser lo mismo.

Registró los teléfonos de todas. Sabía que su descubrimiento no terminaría allí.

Volvió caminando. Un montón de preguntas se agolpaban en su cabeza: «¿Por qué no se las conocía? ¿Por qué la historia no les rendía honores? ¿Cómo era posible que nunca hubiera escuchado siquiera sus nombres?» No reparó, hasta ese momento, en que se había olvidado las llaves en el bar. Volvió sobre sus pasos a buscarlas, diciéndose que tenía que estar más atenta, pero a la cuadra siguiente regresaron las preguntas: «¿Quiénes escribieron la historia? ¿Qué nos contaron?» Llegó de regreso a su departamento. Mientras se hacía un té, mordió una manzana que lucía brillante sobre la mesa. Ya había anochecido. Desde el piso superior podía ver cómo la ciudad comenzaba a encenderse. Cientos de luces fueron apareciendo a sus pies. Como si pudiera sobrevolar la ciudad divisó la Catedral, la Basílica de San Francisco y, un poco más allá, la de la Candelaria. La oscuridad de la noche contrastaba con la habitación blanca y minimalista. La pared de vidrio frente a su cama le mostraba a lo lejos el cerro San Bernardo. Entrecerró los ojos y casi podía imaginar la ubicación del monumento donde había estado esa mañana.

Se recostó, cansada del trajín de esos dos días y se durmió. Las cortinas habían quedado descorridas y desde el gran ventanal se filtraba la luz de la luna. En medio de la noche, se despertó con una silueta sentada a los pies de su cama. La figura se recortaba en el contraluz. Era una anciana de cabello blanco recogido con un moño. Aguzó la vista. La figura se dio vuelta y sus ojos celestes se cruzaron con los de Paula. Mismos ojos, misma mirada. La Loreto con una voz que no se correspondía con la imagen le habló:

—Te estaba esperando.

Doscientos años había estado esperando encontrarse con alguien dispuesto a contar sus historias.

Cuando despertó no sabía si el encuentro había sido real o si lo había soñado. Pero ella casi nunca recordaba lo que soñaba. Sin embargo, podía rememorar cada una de las palabras, los diálogos exactos. Hasta miró a los pies de su cama y le pareció percibir un doblez en la colcha donde esa figura había estado sentada y un aroma a nardos, esos que adoraba su abuela y ella amaba desde pequeña. Sin siquiera desayunar se vistió y bajó a la librería. Se alegró de no tener que ir a la oficina hasta el día siguiente. Compró un cuaderno: tenía que registrar cada palabra. 

No sabía por qué, pero la jefa de la inteligencia de Güemes la había visitado esa noche y ella debía honrar esa visita dando cuenta de lo que le había relatado. Se sentó detrás de un café con leche y comenzó a desgranar cada línea escuchada. Cuando escribió la última palabra recién pudo percibir la calidez del sol del mediodía que inundaba el espacio. Se sintió satisfecha al releer lo escrito, sin que faltara detalle. Pagó y caminó las dos cuadras que la separaban de la biblioteca que estaba frente al Museo, sosteniendo el cuaderno entre sus manos como un tesoro. La historia no contada estaba allí. ¡Qué responsabilidad! Pero ¿acaso no la habían educado así a ella? Como si toda la vida se concentrara en ese instante. Su madre le había enseñado, ante todo, a ser responsable. Un día, su padre, hablando del propósito de la vida, se quedó pensando y, luego de un silencio, llegó a decirle que tal vez el suyo había sido tenerla a ella. ¿Cómo escapar? Hacerse cargo estaba escrito en sus genes y en su historia. 

Se hizo socia de la biblioteca. Le prestaron tres libros. Necesitaba investigar. Quería acercarse a ese colectivo femenino y, fundamentalmente, a esa mujer que había irrumpido en su vida sin permiso. 

La noche siguiente esperó con ansiedad la aparición, pero nada sucedió. Pasaron los días, y comenzó a intranquilizarse. Mil preguntas se le cruzaban por la mente y la confundían. Ese día, antes de acostarse, se sentó en el sillón de la sala, frente al balcón, con una taza de té. Tomó el cuaderno en el que había registrado ese primer encuentro nocturno y releyó: 

Le dije a Jacinta que se ocupara de Pedrito, porque era jueves y estaba retrasada. Apenas traspasé la puerta, percibí mi tensión. Estaba atenta a todos los movimientos de la calle. En estado de alerta permanente. A medida que avanzaba, con cada paso, sentía escalar mi propia indignación: «¿A qué nos habíamos acostumbrado?» Esa voz interna que me interpelaba acentuaba la fuerza de mi marcha. Todo llega a su debido momento, me respondía, y nosotras estábamos colaborando para que ese momento llegara… Las cavilaciones se detuvieron frente al portón de madera torneada que, para cualquier vecino era la casa de Macacha, pero que para nosotras se había convertido en «el cuartel». 

Con la taza vacía en la mano, casi podía verla, en los pies de la cama, endureciendo el gesto al pronunciar esas palabras: «el cuartel». Las había subrayado varias veces. Intuía por el tono de su voz que era muy importante. Paula dejó la taza sobre la mesa y continuó:

Enseguida se asomó a recibirme Manuela, me condujo hasta el salón de costura donde ya estaban en plena tarea Juana, la Lunareja, Petrona y Toribia. Escucharon mis pasos y levantaron la vista para ofrecerme una sonrisa… Juana me dijo que me apurara, que algunas no habían llegado y nos faltaban doce uniformes. Apremiaba el tiempo. Acababan de servir el té con pastelitos en la mesa y, cuando se cerró la puerta, Juana volvió a hablar. El Marqués de Yavi le había pedido que lo esperara a las diez de la noche en el patio del aljibe… La noticia no podía ser mejor: ella había logrado su objetivo.

—¡Esto merece un brindis! —dijo Toribia levantando su taza.

Brindemos, dije alzando la mía. Todo estaba saliendo según lo planeado. Esos pequeños logros nos sumaban confianza. Íbamos por el camino correcto, cada una con un objetivo. Dios estaba de nuestro lado. Entonces les conté mi última incursión al cuartel, vestida de vendedora de panes:

Aquel día me levanté temprano. Había dormido por intervalos. Habían llegado refuerzos. La criada de Juana lo había escuchado cuando fue a lavar la ropa. En la calle se notaba la efervescencia. Las realistas estaban preparando una recepción. Se percibía una algarabía que me preocupaba. Necesitábamos certezas, yo misma tenía que ocuparme. 

Jacinta se sorprendió cuando irrumpí en la cocina y le pedí una de sus polleras y una blusa. Me divertían sus caras de desconcierto. Y eso que me conocía desde pequeña. Se podría decir que me había criado. La tía había depositado en ella el rol de mi cuidado desde la muerte de mi madre. Sabía de mis arranques. Lo que para mí era normal, otros juzgaban como excentricidades. Pero muchas veces, por un instante, sus ojos revelaban temor. Cuando me miraba con las cejas arqueadas, mezcla de sorpresa y preocupación, tenía la sensación de que para ella había enloquecido. Me hacía reír y no podía más que abrazarla.

—Ay, amita, usted tiene esas cosas —decía con mezcla de vergüenza y agrado.

Adoraba a esa mujer silenciosa y presente. Siempre presente… Raudamente pusimos manos a la obra, entre las dos nos dedicamos a cocinar, necesitaba hacer panes. Mientras se horneaban, me ayudó con la producción de mi personaje… Iba a entrar en el cuartel y no podía fallar. Pasé revista a los detalles frente al espejo. Apenas me reconocía. Miré a Jacinta y ella desde lo lejos aprobó con un simple movimiento de cabeza. Abrió el portón de la calle. Levantó su mano como señal y salí, canasta en mano, con paso acelerado hacia el cuartel. Ya más confiada me deslicé por el patio sin llamar la atención. La soldadesca conversaba. De pronto escuché una voz que me dijo: «¡Eh, usted!» El corazón golpeaba tan fuerte en mi pecho que temí que lo escucharan. Casi sin mirarlo me di vuelta. Cuando me preguntó si vendía pan, el alma me regresó al cuerpo; se acercó, pagó mi mercancía y se retiró satisfecho. Caminé hacia un lateral, me ubiqué contra el muro donde podía escuchar con claridad el pase de revista sin despertar sospechas. No podía fallar. No quería distraerme. El insomnio me había ayudado a idear un preciso sistema de conteo: había colocado maíz en el bolsillo central del delantal. Por cada presente de los soldados un maíz pasaría de ese bolsillo al derecho, y por cada ausente, uno al izquierdo. Cuando terminaran de alistarse, el recuento sería perfecto. El maíz que Jacinta seleccionaba en los tarros de la cocina para entretener en la tarde a los niños participaba ahora de otro juego. Cuando terminé de contarles mi peripecia, todas rieron a carcajadas de mis ocurrencias. Podíamos seguir celebrando.

Cerró el cuaderno y tuvo la certeza de que no había sido un sueño. La Loreto, en primera persona le había contado esos episodios que ella pudo ver como si hubiese viajado en el tiempo. La había elegido para contar «la historia» pero, después de esa primera noche, había desaparecido. ¿Qué había pasado? Una semana y no tenía noticias. Con cierta frustración se dirigió a la habitación, la recorrió con la vista, como buscándola. Miró el paisaje. Desde esas alturas le resultaba tan hipnótico como el fuego. Se concentró en el cerro, testigo de tantos acontecimientos. Vio las luces de la catedral que en la época de la Loreto llamaban iglesia matriz. Pensó en la vida de las mujeres en aquellos años. Se las imaginó moviéndose por esa ciudad entre las «casas de altos» que aún se conservaban y que esa tarde había recorrido casi como en complicidad. Esas paredes habían sido espectadoras silenciosas de aquellas que ahora necesitaban su voz. Cuando iba a cerrar las cortinas, decidió no hacerlo. Se acostó, respiró profundo imaginando los vestidos, las tertulias y se quedó dormida. Al rato volvió a verla. A Paula se le ensanchó el corazón. Comenzó a hacerle preguntas. La Loreto posó su mano traslúcida sobre la boca en señal de silencio.

—Cuando me llames, estaré aquí para contarte lo que sucedió. Las conclusiones son tuyas.

Tenía ganas de abrazarla, pero temía que se desvaneciera, así que se quedó inmóvil, dispuesta solo a escuchar y a registrar:

Había llegado media hora antes de lo acordado para nuestra reunión de los jueves. En esa oportunidad me abrió la puerta Arminda, hacía rato que no la veía. En esos tiempos estaba instalada en la finca y rara vez aparecía por la ciudad. Creo que de tanto en tanto se buscaba alguna excusa para acercarse a ver a Macacha. La fuerza de los años las había unido en un lazo de hermandad. Era hija de un sirviente de los Güemes Montero, se podía decir que habían crecido juntas. Doña Magdalena se había encargado de enseñar a sus hijos cómo relacionarse. Habían crecido con las costumbres de esa casa. Tratar a todos por igual, independientemente de su rango social. Varias veces fui testigo del trato de Macacha con el gauchaje. Un día que cabalgamos juntas para acercar unas provisiones a La Cruz, los niñitos de la peonada, apenas nos divisaron en el camino, corrieron hacia nosotras con los brazos extendidos y a los gritos: «Mamitaaaaaa, mamitaaaaaa», decían felices por su llegada. 

Para mí Jacinta era especial, pero mi trato hacia ella no lo aprendí de nadie, es más, en mi caso creo que nacía de mi rebeldía. La tía, con todo su ceremonial y estructura acartonada, provocó en mí un cuestionamiento profundo a sus formas, y desató mi insurrección. Haberme quedado huérfana a los siete años a su cuidado había fomentado mi comportamiento más indomable. Los modales que a ella le parecían correctos, decía de la «gente decente», yo me encargaba de ponerlos en tela de juicio. Le decía todo el tiempo que no conocía otro tipo de gente. Así me forjé: salvaje, indócil. Con modos que la tía desaprobaba porque entendía que no correspondían a una señorita de sociedad. Pedro, quien terminó convirtiéndose en mi esposo, me conoció trepada a un árbol. No sé si eso lo enamoró más que mi actitud contestataria. A él le causaban gracia mis rebeldías.

—Lore querida, sos un personaje… —solía decirme a poco de conocerme. Años después, en la intimidad, cuando hacía alguna de las mías, con una sonrisa en los labios y meneando la cabeza, repetía: «¡Mi personaje, mi personaje!»

En otros hogares salteños no se manejaban con tanta cercanía con los sirvientes. Juana, sin ir más lejos, en varias ocasiones me llamó la atención sobre mi «desacertada» proximidad con Jacinta. Para Macacha, en cambio, resultaba natural, y aquí mucho tenía que ver su madre, doña Magdalena. En una oportunidad la escuché decir a la pequeña Eulogia, su nieta, con firmeza y mirándola a los ojos: «No hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan…», frente a un desplante de la niña a su nana. Así, con esos códigos, había criado a sus nueve hijos. El trato de los niños con la peonada siempre fue familiar. Alguna vez me contó Macacha que con Martín habían aprendido a tomar mate con ellos. El devenir de los sucesos provocó que Martín Miguel de Güemes formara un escuadrón de gauchos para luchar contra los realistas, «los Infernales», dispuestos a morir por lealtad a su líder, y las mujeres de todos los rangos sociales participaríamos en el servicio de inteligencia más apasionado y comprometido que jamás hubiera imaginado ejército alguno. 

Paula se acostumbró a trabajar en la empresa por la mañana. Tomaba una siesta a la tarde para estar más lúcida durante la noche, aunque varias veces había dejado de hacerlo para ir hasta la biblioteca: su vocación de investigadora la llevaba a buscar todo material que la acercara a aquellas mujeres. Desde entonces, cada noche, al entrar en su habitación, dejaba las cortinas descorridas antes de acostarse. El cuaderno crecía en volumen. Coser y bordar, reflexionó Paula esa mañana, después de registrar el último encuentro nocturno donde con ojos pícaros esa anciana que ya comenzaba a querer le contara:

Me encontré en misa en la iglesia matriz con Martina. Me miró antes de comulgar y supe que quería decirme algo. A la salida se acercó y me dijo que tenía unas telas que José, su esposo, había traído y quería que viéramos. Arreglé para tomar el té con ella esa tarde en Cerrillos. Le dije a Jacinta que le avisara a Juana que a las cuatro estaba por su casa para ir juntas, mientras escribía en un papel: 

«Té con Martina en Cerrillos

Cuatro de la tarde salimos,

Lore»

Llegamos unos minutos antes de las cinco a la casa de Martina. La vivienda ostentaba la distinguida opulencia que correspondía a la familia de su esposo: los Gurruchaga, una de las más ricas de Salta. Fervientes defensores de los ideales libertarios. Martina nos esperaba en un cuarto donde, sobre una larga mesa, se encontraban dispuestos varios rollos de paño azul añil.

—Señoras, he aquí los ponchos de los paisanos —nos dijo con un ademán, señalándolos cual invitación a un baile.

Nos miramos con Juana y estallamos de risa. Necesitábamos muchas manos laboriosas para la faena. Pero no nos íbamos a amilanar, los desafíos potenciaban nuestros ánimos. Esa misma tarde, tijera en mano las tres, arremetimos con los rollos mientras les dábamos indicaciones a varias criadas y mujeres de la finca que había convocado Martina. Finalizado el día, regresamos cargadas con cortes que culminaríamos en nuestro «taller de los jueves», previa convocatoria a su refuerzo por parte de las asistentes habituales. Al día siguiente, Andrea, deteniendo su aguja, dijo sonriente que parecíamos una colmena a pleno. «Nadie se llame colmenero si no lleva sus abejas al romero», fue mi respuesta mientras remataba el cuello de un poncho. 

Antes de salir hacia el trabajo, Paula recordó que su mamá la había enviado a «corte y confección» cuando tenía once años. Las mujeres debían saber ciertos quehaceres. Hasta en la escuela primaria había una materia que se llamaba «Labores». Todo parecía tan lejano. Ella no les había transmitido esa necesidad a sus hijas. Su generación había venido a cambiar las cosas, una bisagra hacia la posteridad, pero a veces se preguntaba si no se les había ido la mano. También tenía hijos varones. Muchas veces sentía que debía reconciliar un enorme y poderoso árbol femenino de mujeres solas. Muertes y abandonos las habían empoderado como jefas de hogar que se hicieron cargo de sus familias. Pero, por otro lado, contaba con una presencia masculina tan potente que equilibraba a toda esa legión femenina. Un padre amoroso, incondicional y presente que, desde pequeña, había fomentado su amor por las historias. Hoy los hilos y las agujas servían para hilvanar aquellos relatos que se iban convirtiendo en los retazos faltantes para completar la «gran Historia».

Esa tarde Paula leyó en la biblioteca, en uno de los tomos de Bernardo Frías, que Juan José Fernández Campero, el marqués de Yavi, jefe de caballería del ejército realista, a cargo del ala izquierda enemiga, luego de acometer contra los cazadores de Dorrego en el contraataque patriota, abandonó las filas enemigas. En plena «batalla de Salta», mientras Apolinario Saravia atacaba a Pío Tristán por el flanco derecho, el marqués, encabezando su tropa de caballería se retiraba hacia las lomas de Medeiros, dejando avanzar a Dorrego, en una maniobra de señuelo… ¡Así lo habían acordado con Juana!, se dijo. Cumplía su compromiso de la noche anterior. Los relatos de la Loreto coincidían con los registros históricos. Pero se hacían más vívidos. Podía comprender las circunstancias que atravesaban cuando le contó con lujo de detalles cómo su amiga «la Moro», con lágrimas en los ojos, trepó las escaleras hacia los altos, para espiar a través del dosel la partida, por la puerta del Zanjón del Tineo hacia el frente de batalla, de ese hombre que había seducido por estrategia, pero que, a fuerza de dulzura, había logrado un lugar en su corazón. Largas noches de charla a la luz del candil en que él la observaba embelesado por la pasión que Juana imponía en su discurso. «La oratoria era uno de sus fuertes», le había señalado. «Su presencia y su palabra lo cautivaron, el amor brillaba en sus ojos cuando ella aparecía». 

Todo sucedió en un instante, la retirada del marqués y la aparición de Martina con su partida de gauchos distinguidos con ponchos azules fueron providenciales. La tela donada por el esposo, convertida en ponchos en el taller de costura por las hábiles manos femeninas, sirvió para ataviarlos. Las lomas de Medeiros fueron coronadas por aquellos valientes conducidos por una mujer; los realistas sintieron que un nuevo ejército se les venía por la espalda. El golpe de efecto fue determinante. Tris­tán se retiró bajo el compromiso personal y de cada uno de sus oficiales de no acometer nunca más contra los libertarios, entregando las armas y banderas. 

Día a día lograba poner en valor la importancia del papel de aquellas mujeres y entender el compromiso que habían asumido frente a los hechos de su tiempo. Comenzaba a plantearse si acaso alguna vez había sido distinto; Loreto la interpelaba: «El compromiso y la pasión no entienden de sexos». Lo registró en la última hoja, dando vueltas el cuaderno, en el lugar que reservaba para esos hallazgos que no debía olvidar.

Esa noche, en un encuentro que pocos tuvimos el privilegio de presenciar, Belgrano, alzando su copa, se dirigió a Martina:

—Señora, si en todos los corazones americanos existe la misma decisión que en el vuestro, el triunfo de la causa por la que luchamos será más fácil.

Los asistentes aplaudieron el reconocimiento. Nosotras, aún más. Pero una batalla ganada no era garantía de triunfo, y el jueves nos encontramos como siempre. Allí, firmes, cada una con detalles frescos de la jornada. Comenzó el relato Celedonia, apenas se sentó la última de nosotras. Estaban en la iglesia terminando de comulgar cuando escucharon ruidos. Los sonidos se hicieron cada vez más fuertes, se acercaban…, caballos, espuelas, gritos. La imagen de un soldado ensangrentado se recortó sobre la puerta; jadeando gritó: «¡Ayuda!», justo antes de desplomarse. Algunas corrieron hacia afuera, otras asustadas se replegaron hacia el atrio. En la calle el espectáculo era tremendo. Los heridos se acumulaban por todas partes en el templo de La Merced, en San Francisco y en la iglesia matriz. 

—Tal vez buscaban en la iglesia la ayuda de Dios… —reflexionó Celedonia mientras la escuchábamos con la respiración contenida.

El aire se había cargado de tensión. Nos contó que muchas mujeres los atendían y los curaban. Estaban allí también algunas de las nuestras. Mientras Juana en el piso intentaba contener la sangre de la pierna de un español con su propia enagua, Cesárea y Fortunata llevaron a uno que parecía inconsciente hacia la sombra para atenderlo. Todo era un caos. Nuestras caras reflejaban la angustia frente al dolor que nos provocaba el relato, pero se transformaron abruptamente cuando mencionó a Pío Tristán: «Apareció sobre su caballo gritándoles para que volvieran al frente de batalla. Su caballo giraba entre los soldados mientras él profería órdenes que nadie acataba», decía Celedonia. Hizo una pausa en la vorágine del relato para tomar aire; ninguna de nosotras profirió palabra, entonces continuó con los hechos. Tristán se apeó en la puerta de la iglesia y entró. Allí se habían refugiado algunos heridos. Parecía un hospital de campaña. Al verlo, Pascuala, más realista que el mismísimo Pío, corrió hacia el púlpito. Trepó las escaleras y desde allí, en tono exaltado, comenzó con un sermón a los soldados: «¿Cómo es posible que abandonen el campo de batalla a los herejes, a los traidores ante Dios y su majestad sin defender hasta el último trance y sacrificio la santa causa del soberano? ¿Cómo abandonan a su Rey y Señor? ¿Dónde está el honor de las armas españolas? La protección del cielo es el seguro que los acompaña si no desisten…», agregaba con voz pastoral y piadosa que Celedonia actuaba a la perfección, mientras se llevaba las manos al pecho en una teatralización completa que mostraba cómo trataba de conmoverlos. Si no hubiera sido por el dramatismo de la situación hubiera felicitado a Celedonia por la perfecta imitación de Pascuala. Volvió a hacerse silencio, algunas caras denotaban fastidio, otras, tristeza. Se nos hacía presente que las de siempre daban la nota. Celedonia, sin esperar respuesta, continuó con la escena. Parece ser que como los soldados no reaccionaban, ni ante las órdenes de su general ni frente a la arenga de la Balbastro, ella comenzó a subir el tono y su retórica. Ya roja de rabia y con medio cuerpo asomado desde la altura, comenzó a gritarles que eran viles, infames, cobardes…, poco hombres y que iban a la iglesia a esconderse. El profundo silencio inicial fue entonces sustituido por el trajín que ocupaba la atención de los heridos. Cuando levantó la mirada vio cómo el sacerdote y dos mujeres ayudaban a Pascuala a bajar del púlpito mientras se revolvía furiosa. Terminó el relato casi agotada. Su interpretación de Pascuala Balbastro nos había hecho tomar dimensión del zanjón que nos dividía con algunas, pero también del amor y la caridad que nos unía frente al dolor. En eso se escucharon ruidos en la puerta e ingresó Fortunata con mala cara y nos sacó del clima en que habíamos quedado, la miré y me rehuyó la mirada. Le pregunté qué le pasaba. Al parecer Gregorio le había contado que habían visto a Belgrano entrar en la casa de Liberata. Entonces, entre confusa e indignada, preguntó cómo podía ser que se fuera a reunir con Pío, que estaba allí.

Macacha, con infinita paciencia hacia su joven prima, le explicó que el sábado, después de tres horas de batalla, cuando se logró completar el cerrojo sobre las tropas de Tristán y apareció en escena Martina, se sintieron perdidos. Enviaron a Felipe de La Hera a entrevistarse con Belgrano. Llegó todo embarrado en un estado deplorable como todos los soldados que se agolpaban en la iglesia matriz. Lo llevaron ante el General con los ojos tapados, hablaron un rato y a voz en cuello don Manuel le indicó frente a los nuestros que dijera a su general que se despedazaba su corazón al ver derramar tanta sangre americana, que estaba pronto a otorgar una honrosa capitulación, que ordenara cesar inmediatamente el fuego en todos los puntos que ocupaban sus tropas como él iba a mandar en todos los que ocupaban las suyas. No hicieron más que recibir el mensaje y se acallaron todos los cañones y fusiles. A la tarde se firmó la capitulación acordándose que el domingo a las diez el ejército vencido saldría desde la plaza con todos los honores de la guerra y que en la loma rendirían las armas. Cada uno de ellos podría regresar a sus casas previo juramento de no volver a tomar las armas contra las Provincias Unidas del Río de la Plata, aseguró Macacha. Y en seguida agregó que, ante el respetuoso silencio por parte de los nuestros, se vio desfilar a los soldados del rey, como un ejército humillado, algunos conteniendo las lágrimas y otros llorando abiertamente. Después de completada la rendición, Belgrano entró vencedor por la calle de La Merced e hizo flamear la bandera en el cabildo, dando vivas a la patria mientras repicaban las campanas de la Iglesia. Quinientos muertos de ambos bandos fueron depositados en la fosa común sobre la que se colocó una gran cruz de madera con la inscripción «A los vencedores y vencidos en Salta el 20 de febrero de 1813».

Belgrano y Tristán se conocían desde la época de estudiantes en España, ambos eran americanos y muchas veces, antes de movilizarse, Belgrano había intentado convencerlo de su equivocación… Como decía Belgrano: «No es lo mismo vestir el uniforme militar que serlo. Método no desorden, disciplina no caos, constancia no improvisación, firmeza no blandura, magnanimidad no condescendencia». Es preciso contener la venganza, hay que evitar el derramamiento de sangre entre hermanos. El objetivo: la unión de los americanos y la prosperidad de la Patria. Su objetivo, nuestro objetivo…