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Un ancestral hechicero amenaza un bosque sagrado. Los guerreros y druidas que lo habitan optan por enfrentarlo, a pesar de que su rey, temiendo un desenlace terrible, rechaza la idea de combatir. Las Plegarias de los Árboles nos ofrece una épica colisión –ideológica y material– llena de sangre y misterios en la que los bandos enfrentados contarán con una única certeza: si desean triunfar, deberán estar dispuestos a sacrificarlo todo.
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Seitenzahl: 466
Veröffentlichungsjahr: 2021
Berger, Joaquín Las plegarias de los árboles : crónicas del guardián del bosque / Joaquín Berger. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-1980-1
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Para Adriana, que creyó en mí.
“¿De qué mejor manera puede morir un hombre que enfrentándose a un destino terrible, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?”.
Horacio Cocles
Al filo de un bosque de árboles y tiempo, un grupo de guerreros se despedía de sus familias.
—No vayas, padre –rogó el hijo–. Deja la guerra a otros, a quienes la deseen. Tú quédate aquí, conmigo. Permite que sean los espíritus del bosque quienes nos libren de la maldad que acecha. Permite que sea la bella Aveleth quien le haga frente a quien nos amenaza con muerte y destrucción.
—No –repuso el padre, varón erguido de mirada firme y mejillas curtidas por el viento–. Mi deber como rey me invoca, y a él respondo. Los espíritus del bosque no luchan en nombre de los mortales, nunca lo han hecho ni nunca lo harán. Es pecado del hombre enemistarse con el hombre, y es el hombre quien debe responder por sus fallas.
Sedian no insistió. La voz sólida y decidida de su padre le hizo entender que sus palabras, si bien agradecidas, no torcerían su decisión.
El rey Sarbon despidió al infante con un beso en la frente.
—Adiós, hijo, te amo más que a los ríos y a los árboles.
Sedian contempló a su padre alejarse, era solo un niño y el dolor caló profundo en sus entrañas, contuvo el llanto.
Seguido por Nial, el gran campeón de Eirian, Baris, el primer druida del Clan de las Cenizas, y otra horda de valientes nórdicos, el monarca se internó en el bosque de Eloth. Todo el reino contempló, con las manos apretadas y los ojos vidriosos, a los valientes marcharse. Excepto Sedian, él no quiso mirar. Con la frente sobre el muslo de la reina, despidió a su padre en silencio.
Los héroes marchaban a la guerra, a enfrentarse a Maki y a sus esbirros malditos. Maki era un hechicero oscuro, un maestro de las artes ocultas. Había llegado a los bosques de Eloth maquinado por la ambición y siguiendo una vieja leyenda que prometía que, entre aquellos milenarios árboles, yacía oculto un formidable poder. Los guerreros de Eirian, negados a que su bosque fuese profanado por un alma maldita, partieron al crepúsculo a detenerlo. Y no fue hasta el crepúsculo siguiente que regresaron.
Con las montañas de Morth a sus espaldas y la fría luz matutina brillando sobre sus escudos, emergieron del bosque. Sus cuerpos abatidos y la drástica reducción en sus números evidenciaban lo cruenta que había sido la batalla.
Baris, el druida, alzó la voz y proclamó la victoria sobre el hechicero. Informó al resto del clan que, tras una larga contienda que se había prolongado toda la noche, Maki había sido satisfactoriamente repelido. A pesar del cansancio y las heridas, habló con voz clara y firme. También hizo saber que las bajas habían sido significativas, y que entre los caídos se hallaba el rey Sarbon.
—Algún día se cantarán canciones sobre este gran triunfo –agregó el sacerdote, abatido por la tristeza–. Pero hoy no.
Al escuchar la temida sentencia, Sedian sintió cómo su corazón se despedazaba dentro de su pecho. Pero aún entonces no lloró. Con movimientos mudos se alejó de su madre y sobre unos alejados pastizales se desplomó. Miró sin voluntad ni esperanza hacia el milenario bosque que su padre jamás abandonaría. Los años dulces habían terminado. Ya nunca se refugiaría debajo de su brazo protector en los inviernos, ni escucharía atento junto al fuego sus sabios consejos.
Su duelo fue interrumpido cuando una figura, abriéndose paso entre la hierba, se le acercó. Era alta, robusta y tenía sus vestiduras bañadas en sangre. Si bien notó la presencia, Sedian permaneció inmóvil y con la vigilia errante. Algo dentro de él se había marchado con la muerte de su padre y ya nunca volvería. El corpulento individuo introdujo las manos en sus vestiduras y extrajo dos magníficas espadas.
—Tuyas –exclamó Nial al momento que las enterraba en la tierra–. La Fría y La Divina, las espadas de tu padre. Llévalas con honradez o no las lleves nunca.
Tras haber hablado, el campeón se alejó por última vez. Sedian permaneció un largo rato inmóvil. Finalmente torció el cuello y volcó su atención sobre las espadas. Aún era un niño para muchas cosas, como el frío o el amor, pero ya era lo suficientemente hombre como para haber comprendido a la perfección las palabras de Nial. El joven príncipe se puso de pie lentamente y contempló las armas en absoluto silencio. Eran bellas como nada que hubiese visto antes. Se hallaba frente a una encrucijada de la cual no habría retorno, y era plenamente consciente de ello. Si las empuñaba en ese momento, ya nunca podría librarse de ellas ni del camino del guerrero. Desde la lejanía, su madre lo observaba. Ella no intervendría. Era él quien debía tomar la decisión: seguir la senda de su padre, o caminar otros rumbos, más pacíficos e insípidos. La luz del naciente sol impactaba contra los filos de las armas generando un espectáculo digno de un fresco. Sedian clavó su mirada en el verde perpetuo. Luego, arrancó las espadas de la tierra, la tierra que ahora estaría por siempre condenado a defender.
Los años pasaron en el reino de Eirian. Como bien había anticipado Baris, lo trágico de la gran batalla se fue desdibujando con el devenir de los veranos hasta convertirse en un recuerdo glorioso. Las heridas eran ahora hermosas cicatrices. En ese mismo lapso, Sedian se había convertido en un hombre. Tenía los cabellos negros como el núcleo de la noche y un rostro andrógino de facciones perfectas. Su cuerpo era delgado y compacto, de cintura estrecha y hombros anchos. Su piel, tersa cual porcelana. No era rey como su padre, pero su osadía batalladora y el respeto que mostraba por los ancianos le habían valido una posición de privilegio dentro del clan. Era uno de los hombres más respetados –y temidos– de aquellos bosques. Lo apodaban la sombra de la libélula.
Junto a él –a la vera de un lago– una hermosa mujer lo contemplaba hechizada. Su nombre era Zura. Ella estaba enamorada de sus ojos profundos, de su piel de marfil, de su inalterable templanza.
La mujer rodeó el pecho del nórdico con el brazo y le besó el cuello.
—Desnúdame –le dijo al oído–. Permite que el calor de mi carne consuma tus deseos y los convierta en cenizas.
Zura era dueña de un atractivo hipnótico. Su voluptuosidad, su piel, sus largos y rojizos cabellos, todo en ella encantaba. Su belleza era legendaria en el reino de Eirian. Solo comparable con la de Loredana, la proverbial dama de los sauces. Pero no solo eran sus atributos físicos los que cautivaban. Había algo más, un aura silente, un componente intangible o, quizás, un aroma secreto. Alguna variable inasible convertía a Zura en un anhelo dulce e impetuoso para la carne mortal.
Las pieles de los dos ya se conocían. Muchas veces se había perdido él en un juego lívido entre sus pechos. Muchas veces ella había hincado las uñas en las carnes de su espalda.
—Hoy no, mujer cintura de miel –repuso Sedian con tajante cortesía.
Zura, sorprendida, intentó encontrar con la mirada los ojos del guerrero, y descifrar el porqué de su inhabitual desinterés. Pero este parecía estar perdido en las aguas del lago.
—¿Qué ocurre? –inquirió sin temor a mostrarse vulnerable–. ¿Ya no soy la protagonista de tus fantasías?
Sedian se volteó, envolvió a la mujer en un firme abrazo y, acariciando sus cabellos, le dijo:
—Casi puedo oír a los espíritus del bosque burlarse de mí al verme rechazar a tan perfecta mujer. Pero hoy no me siento digno de ti. Una extraña sensación de ansiedad trunca mi calma y mi deseo.
Ella sonrió con ternura y lo besó en la mejilla.
—Entonces no me toques ni me hagas el amor. Pero te pido, sujétame y hazme sentir amada.
El hombre y la mujer permanecieron fundidos en un abrazo hasta que el sol comenzó a descender detrás de las aguas.
Creyéndolo prudente, y antes que la noche terminase de adueñarse del paisaje, se marcharon hacia la Ciudad Gris, capital y corazón del reino de Eirian.
Todavía no había terminado de oscurecer para cuando llegaron. Aquella pequeña y antigua urbe, edificada sobre las costas del río Kenom, no era imponente ni embelesaba la vista de los viajeros, pero a pesar de no destacarse por su sofisticación –que no podía ni compararse a la de los elaborados núcleos urbanos del oeste– la Ciudad Gris era un lugar de ensueño. Se sentía acogedora, incluso en el más crudo de los inviernos, y parecía estar siempre adornada por una esencia dulce y protectora. Un lugar que se podía jactar de ser inmune al paso del tiempo y hermético a los cataclismos del mundo exterior.
Ni bien se acusó su presencia, un muchacho delgado y muy joven –más joven que Sedian– se les acercó. Era dueño de un caminar errático y un cuerpo desgarbado. No tenía la presencia de un guerrero, pero aun así a su derredor se percibía un aura de maciza autoridad. Sedian lo conocía muy bien, era Owen, el hombre de cristal, su primo hermano.
Cuando estuvo frente a ellos, el muchacho saludó a Zura con una educada reverencia y se expresó.
—Primo –dijo con su voz profunda–, te estábamos esperando.
—Mi rey –replicó Sedian con tono inexpresivo al momento que agachaba levemente la cabeza–. ¿En qué puedo servirle?
—Se hace preciso tratar un tema de suma urgencia –repuso el muchacho–. Por favor, acompáñame. Un concilio se ha formado en el templo y tu participación es requerida.
Mientras el rey Owen avanzaba hacia el punto de reunión, su primo, tal y como la tradición dictaba, caminaba a sus espaldas. No era ningún secreto que muchos ciudadanos de Eirian admiraban esta escena con extrañeza y desencanto. La misma extrañeza y desencanto que habían sentido cuando la corte druida le había entregado a él, y no a Sedian, el legendario anillo del rey –el mismo que Sarbon, años atrás, y vaticinando su destino, había voluntariamente depositado sobre el altar del templo antes de partir a la batalla–. Este rechazo generalizado hacia la decisión tomada por los maestros no tenía nada que ver con Owen en sí mismo, quien no solo era el último eslabón de un linaje milenario, sino que también era considerado un líder justo y ecuánime. Pero Sedian, por su parte, con todo su poder y belleza, era el perfecto arquetipo del orgulloso guerrero nórdico. Además, su padre había sido Sarbon, rey guerrero por antonomasia. Por esto, muchos hubiesen preferido ver la insigne corona sobre sus oscuros cabellos. El actual rey no era ajeno a esta disconformidad, y poco después de su nombramiento, y tomándose el atrevimiento de desafiar la decisión de los druidas, había ofrecido el anillo a su primo. Para su sorpresa, este lo rechazó alegando que él, Owen, debido a su mente expeditiva y nobleza espiritual, era el indicado para gobernar aquellas tierras. Desde entonces, Owen había demostrado ser un digno monarca, ganándose el respeto de su pueblo.
Finalmente, Sedian y Owen llegaron al templo. Allí los estaban esperando todos los druidas del Clan de las Cenizas y varios ciudadanos ilustres, todos sentados alrededor de una hoguera en el centro del templo.
Aquella ancestral edificación, al igual que la ciudad que la precedía, no se distinguía por poseer una arquitectura eximia. Consistía simplemente en once pilares de piedra descansando bajo el cielo nocturno y acogiendo, de forma casi respetuosa, un altar de cuarzo. Aquellas columnas habían sido el núcleo del Clan de las Cenizas desde los albores del mundo. Alguna vez, se decía, habían sido estatuas de los once hijos de Titbiz, árbol gigantesco que había dado nacimiento al bosque de Eloth. Pero, razón de los vientos y los años, ya todos los detalles se habían lavado y solo quedaban pilares de roca desnuda con alguna que otra arista que invitaban a imaginar la silueta de aquellos exquisitos individuos. Pero si bien la belleza artística ya había abandonado el templo, no así su magia. Nunca un mortal lo había pisado sin sentir, cual relámpago invertido, el milenario poder trepando por sus huesos.
El Clan de las Cenizas era una arcaica orden druida a la que prácticamente todos los habitantes de Eirian respondían. Un sistema regido por una economía basada en sabiduría que –según narraban las leyendas y los pergaminos– había sido fundado por los primeros hombres que se atrevieron a abandonar la espesura de los bosques, los hijos de Titbiz, según los escritos. Su nombre nacía de la creencia de que un nuevo orden basado en las leyes naturales escritas por Gálcam debía ser edificado usando como piedra fundacional las cenizas de las eras del caos y la entropía a las que la virtud del druida había puesto fin. Era un clan muy antiguo, y con muchos secretos.
El poder del ente no solo yacía en los recursos de sus druidas, también tenía una fuerte influencia política dentro del reino. Eirian contaba con un rey reconocido por todos, incluso por el mismo clan, pero la verdadera autoridad estaba, y siempre había estado, en las manos de los sacerdotes. Esta concentración de poder nunca había catalizado conflictos. Los guerreros de Eirian confiaban ciegamente en la guía de los druidas y eran, a su manera, también parte del clan.
—Por favor, siéntense y pónganse cómodos –los invitó Baris, el amable y hermoso anciano que aún entonces ostentaba la influyente posición de primer druida y, por supuesto, el anillo ligado a dicho cargo–. Hay una terrible noticia que me veré obligado a comunicarles.
En la cima de una escarpada montaña, una figura alta y poderosa contemplaba el bosque de Eloth con inquebrantable atención. Los vientos andinos lo azotaban y hacían bailar su abundante y eléctrica cabellera. Si bien semejaba a un hombre a primera vista, hacía mucho que la humanidad lo había abandonado.
Presentaba un rostro sin tiempo ni edad, de pletórica firmeza. Sus pómulos eran prominentes y sus ojos completamente vacíos, sin iris ni pupila, permitían al desafortunado espectador contemplar un alma muerta.
Volviendo su ya terrorífica imagen aún más atroz, toda la piel que revestía su delgada constitución evidenciaba la herida del fuego, testificaba con deformaciones el eco de quemaduras infernales, el horror de haber sido quemado vivo.
Este ente maligno no estaba solo. A sus espaldas, un centenar de individuos de similares características lo observaban. Compartían muchos rasgos de su líder, pero sus semblantes eran menos atroces. Contemplaban a su señor a la distancia, sin atreverse a interrumpir su letargo.
Entre estos esbirros había dos que se destacaban sobre el resto. Sus posturas impávidas los diferenciaban de los soldados rasos y los señalaban como superiores. A mitad de camino entre los esbirros y su líder, estos dos individuos parecían haber sido esculpidos por la misma mano que este último. El primero de ellos, Megisto, vestía una túnica púrpura y cargaba elixires y polvos de todo tipo. El otro, conocido como Idris, el terrible, estaba completamente cubierto por un manto negro del cual solo asomaba un par de manos jóvenes y ansiosas. Los dos emanaban poder y soberbia mientras que, con miradas ebrias de admiración, contemplaban a su silencioso señor.
—La batalla será difícil –dijo Maki con la mirada perdida en el paisaje de piedra y bosques que yacía frente a él–, nos enfrentaremos a adversarios poderosos. Ya he experimentado sobre mi carne la potencia de su determinación. Hasta tal punto fui fustigado que sentí las manos de mi madre, suaves sobre mis mejillas, llamándome desde el otro lado de las puertas de piedra. ¿Pero qué victoria puede ser más dulce que la que fue edificada a partir de los escombros consecuentes de una derrota absoluta?
En el templo, Owen se sentó a la derecha de Baris, Sedian, a un costado. A pesar de que el rey se encontraba presente, sería el primer druida quien dirigiría el concilio.
—Camaradas y amigos, ahora que todos quienes fueron invocados se han hecho presentes, podemos iniciar –alzó la voz el sacerdote, su voz se oía quebrada y su semblante siempre amable estaba endurecido–. Les adelanto que las palabras que articularán mis labios esta noche no serán alentadoras ni optimistas. Y no sé siquiera cómo empezar a pronunciarlas.
Baris enderezó la espalda, alzó la frente y se dispuso a continuar. Pero no lo hizo. Un profundo malestar retuvo su discurso. Si bien se llevó la mano al pecho, fue claro para todos que no era dolor físico lo que lo aquejaba, sino espiritual. Era como si una daga ponzoñosa e invisible le estuviese atravesando el torso.
—Diga lo que tenga que decir, maestro –dijo Cruth, un druida joven y talentoso. Ni él ni ninguno de los sacerdotes del clan conocían el porqué del concilio que se había invocado, pero aun así apoyaban de forma incuestionable a su mentor–. Nunca han sido desalentadoras sus palabras, tampoco hoy lo serán.
El anciano se sintió confortado por las palabras de Cruth, le agradeció el respaldo con una leve inclinación de cabeza. Luego, habló con una templanza recuperada.
—Como muchos saben, hace veinticinco años Maki fue derrotado y expulsado de Eirian –dijo mientras juntaba sus poderosos puños–, hoy he recibido noticias de que ha vuelto a nuestro reino, y se encuentra en camino a la Ciudad Gris.
Un silencio macizo como roca plutónica se adueñó del templo. Las caras de los más ancianos empalidecieron, rememorando con horror aquel terrible nombre. Los más jóvenes, no tan familiarizados, se limitaron a fruncir el ceño y esperar más información. Poco sabían ellos de la sangrienta batalla librada veinticinco años atrás. Pero a pesar del desconocimiento de los novicios, Maki era un nombre que no le era completamente ajeno a nadie. Todos, alguna vez, habían oído hablar de él.
—¡Imposible! –alzó la voz un terrateniente–. ¡Usted y otros le dieron muerte a ese brujo!
—No fue así –replicó el druida casi con un susurro, como si lo avergonzaran sus propias palabras–. Maki fue derrotado, pero no conseguimos matarlo.
—Aun así –continuó el mismo hombre–, ¿acaso no basta un escarmiento para que ese viejo brujo comprenda que no es bienvenido en Eirian?
—Muchas veces, para individuos determinados, una victoria inconquistable se convierte en una obsesión. Temo que este pueda ser el caso de Maki.
—Pero ¿cómo es que le perdonaron la vida a tan horrendo individuo? –inquirió bruscamente Trout, uno de los hombres más ancianos del clan.
Trout era, quizás, el hombre más longevo de Eirian. Sus largos años habían hecho mella en su cordura y, por lo tanto, se le dejaban pasar ciertas actitudes y comentarios que a otros se les condenaría. Esto no por respeto a su longevidad, sino por temor. Contradecirlo o intentar silenciarlo implicaría arriesgarse a ser maldecido por un hombre que se hallaba en el ocaso de su existencia. En la cultura nórdica había pocas cosas más nefastas que ser injuriado por un moribundo, un terrible augurio con el que nadie quería cargar. Pero a pesar de este blindaje social que su vejez le otorgaba, intentar acorralar a Baris era imperdonable. Su comentario produjo que instantáneamente cayeran sobre él una lluvia de miradas sombrías.
—Señor Trout –le dijo Avon con firmeza, otro druida de relevante jerarquía–, opine y pregunte cuanto quiera. Pero cuide sus formas a la hora de dirigirse a nuestro primer druida.
El anciano, malhumorado, deslizó un gruñido y se echó hacia atrás.
—Está bien –calmó las aguas Baris mientras llamas emergentes de la crepitante madera le iluminaba el rostro–, tiene derecho a inquirir. Yo mismo me he preguntado muchas veces cómo es que permitimos que Maki saliese de Eirian con vida.
El silencio volvió a gobernar el templo. Mientras todos contemplaban al primer druida, una pesada lágrima comenzó a rodar por su mejilla. ¿Pero por qué? ¿Qué aquejaba a aquel noble anciano?
Otro hombre, de complexión abultada y también muy anciano, se inclinó hacia delante y lo miró con afecto. Era Eric, el único sobreviviente, aparte del mismo druida, de aquella legendaria batalla.
—Creo que es buen momento, amigo mío –le dijo– para que vuelvas a narrar lo ocurrido aquella noche. Cuéntales a estos jóvenes acerca de la valentía de sus padres.
Baris alzó la mirada y le devolvió la sonrisa al amigo.
—Como siempre, tu consejo es oportuno, Eric –contestó al momento que pasaba la mano por su abundante barba.
El druida echó los hombros para atrás, reposó sus manos sobre los muslos y habló.
—Fue una larga noche aquella –comenzó diciendo–. Habíamos dejado la Ciudad Gris temprano a la mañana. Recién cuando el sol comenzó a esconderse, y su semejante de plata a alzarse sobre el firmamento, dimos con el enemigo. Estaban en un claro, preparándose para pasar la noche, cuando los hallamos. Por aquellos tiempos nuestro poder combinado era sublime, contábamos con muchos guerreros y druidas de renombre. Pero ellos no se quedaban atrás. Más allá de Maki, su formidable líder, había varios guerreros temerarios en sus filas.
No hubo palabras ni demoras. Combatimos toda la noche. Mucha sangre se derramó sobre aquel claro. Matamos a docenas, pero también perdimos a muchos. Bajo la luna brillaron sus encantamientos, los nuestros y el metal de las espadas. Individuos recios y difíciles de matar resultaron ser aquellos hechiceros. No regalaban sus vidas ni mostraban piedad, aunque nosotros tampoco. Por las virtudes de soldados como Sarbon y Nial la batalla se desarrolló igualada las primeras horas de la noche. Pero con el pasar del tiempo el masivo poder de Maki comenzó a inclinar la balanza a su favor. Hacia la madrugada, solo dos de nosotros quedábamos en pie, Sarbon y quien les habla. Todos los demás estaban muertos o abatidos. Incluso el mismísimo Nial había sido doblegado por el brujo. Yo me encontraba rodeado por tres hechiceros. Su poder no era excelso, y además estaban agotados, pero también lo estaba yo. Hacía rato que mi enfrentamiento con ellos se hallaba estancado. Sarbon, por su parte, estaba combatiendo él solo contra Maki en una colina cercana. Nuestro difunto rey, como todos saben y al igual que su hijo aquí presente, era rápido y raudo. Razón por la cual, al hechicero negro, que para aquel momento también veía su poder mermado, se le hacía difícil conectarlo con sus artilugios. Moviéndose consistentemente errático y fundamentándose en la tracción de sus piernas, Sarbon conseguía evadir las ofensivas de su adversario. Pero la incomodidad era mutua. Él tampoco lograba acortar distancias y concretar ataques. Finalmente, y en uno de los actos más valerosos que le he visto realizar a un hombre, nuestro rey se abalanzó directamente sobre el brujo. Entendiendo que luchando a la defensiva no conseguiría nada, realizó un ataque frontal que lo expuso a los artificiosos que obviamente lo alcanzaron. Una centella de magia negra laceró el cuerpo de nuestro amado amigo y rey, liquidándolo en el acto. Pero no antes de que pudiese enterrar una de sus espadas en el plexo solar del hechicero. Recuerdo, como si hubiese sido ayer, la imagen del sagrado acero de La Fríapenetrando las blancas carnes de Maki. La estocada fue perfecta, tan profunda y potente que la hoja emergió por la espalda del brujo. El inesperado ataque suicida de nuestro rey quebró momentáneamente la concentración de mis adversarios. Lo que me dio la oportunidad de realizar una certera combinación de golpes y hechizos, y derrotarlos. Cuando alcé nuevamente la vista, observé que Maki, a pesar del terrible ataque de Sarbon, se estaba reincorporando. Les aseguro, mis queridos amigos, que nunca había visto a un hombre recibir tan demoledor castigo y no morir. El brujo arrancó la espada de su caja torácica y, sosteniendo sus propias tripas entre las manos, se puso de pie, dispuesto a seguir luchando. Le podrán, y con razón, señalar mil falencias al hechicero negro, pero jamás se atrevan a acusarlo de temeroso. Puesto que, a pesar de todo, no puedo sino admirar la tenacidad que demostró aquella noche. Por mi parte, viendo que mi enemigo se negaba a sucumbir, recurrí a mis últimas fuerzas y lo ataqué con un conjuro que lo envolvió en llamas. Aquel encantamiento casi me cuesta la vida, pero agradezco a los espíritus del bosque haberme regalado la vitalidad suficiente para, aún exhausto y herido, poder conjurarlo. Ya que fue ahí cuando se signó nuestra victoria. Maki ardió y chilló de dolor por más de un minuto antes de desplomarse calcinado. Unos instantes después se volvió a levantar. Pero en esta oportunidad, apenas vivo y con el cuerpo desecho, ya no mostró intención de perpetuar el combate. Sabía que había perdido. En ese momento me encontré frente a una disyuntiva. Y me declaro culpable de cualquier cargo del que ustedes, nobles ciudadanos, me quieran acusar. Pues opté por regresar al claro a atender a los heridos. Y, consecuencia directa de dicha decisión, permitir que Maki escape.
Todos quedaron enmudecidos tras las palabras de Baris. Por un dilatado instante, el crujido entonado por las maderas de la hoguera fue lo único que se pudo oír. Incluso Eric, quien había sido protagonista de aquella afamada batalla, se vio conmovido por el discurso de su amigo.
—Hiciste lo correcto –dijo Owen rompiendo el silencio mientras apoyaba su mano sobre el hombro del druida–. No temas de nadie juicios ni acusaciones. Porque no miento cuando digo que no conozco ni he oído de un hombre de tu integridad y valentía.
—Adhiero a las palabras del rey –se sumó Eric–, si no fuera por ti, hubiese muerto sin conocer a mis hijos más jóvenes y a mis nietos.
Baris asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa mecánica. Sus ojos perdidos y vibrantes evidenciaban que aquella decisión aún carcomía su conciencia.
—Señor druida –alzó la voz Leto, un bardo de rostro alegre muy versado en el uso del arco de cazador. Su modo despreocupado y fresco modificó la apesadumbrada tónica que se había generado–. Tengo una pregunta acerca de Maki.
—Pregunta con confianza, amigo –replicó Baris.
—¿Por qué ha vuelto? O, mejor dicho, ¿por qué vino en primer lugar? ¿Qué quiere? ¿Qué hay en este antiguo bosque que encarne en él tan fuerte obsesión?
Los labios del primer druida dibujaron una mueca de frustración y meneó la cabeza.
—Maki anhela lo que todo hombre con poder –contestó–, más poder. ¿Pero por qué viene hasta aquí buscando alcanzar dicho propósito? La respuesta a esa pregunta es trágica. Dime, Leto, ¿has oído alguna vez hablar de Aveleth?
—Aveleth –repuso el arquero mientras fruncía el ceño–, he escuchado ese nombre en algunas canciones, en las más añejas creo. Pero debo confesar que no estoy demasiado familiarizado.
—Eso es de esperar –continuó el primer druida mientras todos lo escuchaban–, es una divinidad de una mitología casi olvidada.
—Entiendo –replicó Leto mientras asentía con la cabeza–. ¿Y qué tiene que ver esta antigua diosa con Maki?
—Lo que ocurre –repuso Baris agravando la voz– es que existe una vieja profecía, leyenda mejor dicho, que afirma que Aveleth vive aquí en Eirian, más precisamente en los bosques de Eloth. Y que otorgará grandes poderes a quien consiga cortejarla. Maki ha prometido que carbonizará hasta el último de nuestros árboles con el fin de encontrarla.
—¿Y qué poder, cuenta la leyenda, obtiene quien consigue “cortejarla”? –preguntó un hombre robusto y de luenga barba que se encontraba recostado contra uno de los pilares.
—El de ser capaz de hablar con los árboles.
Ante aquella respuesta el hombre dejó escapar un largo suspiro y puso los ojos en blanco.
—Eso es difícil de creer –continuó Leto tras de una breve pausa y mientras murmullos y silenciosas risas se escuchaban por lo bajo.–Llevas razón –exclamó Avon con severidad al momento que se sumaba nuevamente a la conversación–. Pero ninguna importancia tiene lo que tú creas o no creas. Esa es, efectivamente, la razón por la que Maki insiste en invadir estos bosques.
—Ahora entiendo por qué dijo usted que la razón de su subyugación era trágica, gran druida –volvió a hablar Leto, obviando la agresión de Avon–. Resulta funesto que tantas vidas tengan que esfumarse por una fábula tan absurda. –Concuerdo contigo, bardo –le dijo Baris–. Se equivoca Maki al pretender adueñarse mediante la fuerza de un recurso que la naturaleza guarda para sí. Ignora que solo conseguirá dañarse a sí mismo, al total de su raza y a la madre de todo. Como habitantes del bosque hemos comprendido que los mortales debemos limitarnos a observar pacientes y aceptar el fruto que la naturaleza, desde su suprema sabiduría, considere el indicado para nosotros –el druida hizo una pausa, un aura guerrera lo adornó–. Pero la razón de la vuelta de Maki a Eirian resulta, a estas alturas, irrelevante. Lo importante es que él ya se encuentra cruzando las montañas de Mroth. Tus compañeros, los bardos, lo han visto. Y si sus dichos son ciertos, lo acompañan por lo menos cien hombres. Pronto llegará al bosque de Eloth, corazón de nuestro reino. No habrá emisarios ni intentos de negociación, él viene a destruir. Y nosotros debemos decidir qué haremos. He invocado este concilio con el fin de resolver si lucharemos contra él o si, por el contrario, abandonaremos la Ciudad Gris y partiremos hacia el norte, a los Bosques de Escarcha.
Mientras esquilaba sus ovejas, un anciano campesino de las montañas Morth contempló cómo de entre los pastizales emergía una centena de hombres vestidos de negro. El líder del grupo era alto como la estatua de un conquistador. El anciano se sintió encoger ante la presencia de aquel individuo.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor? –le preguntó el campesino, lívido de terror.
Maki analizó la precaria propiedad. Hubiese seguido adelante, sin invertir ni saliva ni tiempo en aquel insignificante individuo, pero vio algo que le hizo hervir la sangre.
—He notado que crece carqueja en esta zona –dijo el hechicero, quebrando la insoportable espera a la que había sometido al campesino–, prepare infusiones para mí y mis hombres.
El humilde anciano se puso de pie de un salto y caminó con paso rápido y nervioso hasta su cabaña. Su mujer, desconcertada, lo recibió.
—¿Quiénes son esos hombres?
—No tengo idea. Pero pon a hervir toda el agua que puedas y salgamos a recolectar carqueja.
Mientras los campesinos corrían de un lado al otro en el intento de saciar el deseo del hechicero, este permanecía inmóvil, con la vista fija en un escudo sobre la puerta de la cabaña.
—¿Qué seduce su atención, maestro? –le preguntó uno de sus esbirros–. Estos individuos no son eirianos. Aún no hemos llegado a sus bosques. Y no veo en ellos la estatura característica del guerrero, ni la insoportable paciencia que ilustran los druidas.
—Orienta tu mirada al escudo sobre su puerta –replicó Maki–, la mantis de once brazos representa a los once hijos de Titbiz, la semilla cósmica. Es el escudo del Clan de las Cenizas.
Unos minutos después, el campesino y su mujer comenzaron a traer ollas llenas con la infusión que el mago había solicitado.
—Solo poseemos cinco tazas –dijo, avergonzada, la mujer de anchas caderas y cabeza redonda–. Lo siento, es todo lo que tenemos. Deberán compartirlas.
Maki clavó sus ojos sobre la mujer. Entonces ella notó que aquel hombre no tenía iris ni pupila. Sus ojos, al igual que sus cabellos, eran blancos como la nieve.
—Verá –continuó, nerviosa–, dos de ellas pertenecen a mi esposo y a mí, las otras a nuestros hijos. Pero ellos ahora viven en la Ciudad Gris, por lo que no debe usted preocuparse. Pueden quedárselas.
—No se preocupe, serán suficientes –dijo Maki al momento que introducía su mano desnuda en el agua hirviente de una de las ollas y bebía un poco de infusión.
La mujer suspiró aliviada. El campesino dio un paso al frente y envolvió a su esposa con el brazo.
—¿Hay algo más que podamos hacer por usted o sus seguidores, buen señor? –preguntó.
—Nada –replicó Maki mientras bebía un poco más y le alcanzaba la olla a uno de sus esbirros–, no guardo asuntos con ustedes.
—Si ese es el caso, señor, mi mujer y yo nos retiraremos a descansar. Bendiciones en su viaje –dijo el hombre antes de hacer una reverencia y marcharse.
Maki, para sorpresa de sus seguidores, asintió inclinando levemente la cabeza.
—¿Quiere que les dé muerte a estos asquerosos aduladores de druidas? –preguntó un esbirro al momento que los campesinos ingresaban en su cabaña.
—No guardamos asuntos con ellos –replicó, tajante, el hechicero.
Cuando los mercenarios habían perdido toda esperanza de ver a su amo verter sangre nórdica, este extendió su largo brazo con la palma abierta. Unos segundos después, un gigantesco rayo de tormenta, negro, azul y plateado cayó sobre la cabaña de los campesinos. Su entera propiedad se redujo, en una fracción de segundo, a un cráter humeante sobre la roca andina, enrojecida por el impacto. Nada quedó de las ovejas, la cabaña o el humilde matrimonio.
En el rostro de Idris, delgado y lujurioso, se dibujó una sonrisa tan gigantesca como perversa. Nada le daba más placer que ver a su amo utilizar sus devastadores poderes. Megisto, por su parte, se indignó ante la maniobra. Qué forma tan necia de malgastar energía vital, pensó para sus adentros el alquimista, podría haberle pedido a cualquiera de sus esbirros que les corte el cuello a esos campesinos, no hacía falta destruir media montaña.
—No guardaba asuntos con ellos –volvió a decir Maki– pero, al igual que todos los miembros del Clan de las Cenizas, debían morir.
—¡¿Abandonar la Ciudad Gris?! –exclamó un leñador desde el fondo al momentoen que golpeaba el suelo con los pies–. ¡Eso nunca!
—Se respeta y agradece el amor hacia tus tierras –se apresuró a intervenir Cruth–. Se hace fácil adivinar la dirección de tu voluntad. Pero, como nos ha explicado Baris, hemos sido invocados para debatir y no para pregonar. Debemos abordar ambas posibilidades desde una perspectiva lógica. No es momento de dejarnos gobernar por las emociones.
—Maki puede ser muy poderoso –continuó diciendo el leñador, cuyo nombre era Blight, apretando el puño–, pero nosotros lo somos aún más. Eirian tiene entre sus filas a individuos extraordinarios. Entre los druidas, contamos con usted, joven y valiente Cruth, con el inexorable Avon y qué decir de Baris, el hombre de los puños de roble, el más poderoso de todos quienes aman la naturaleza. Entre los guerreros, hemos sido bendecidos con los talentos invencibles de Sedian y Vricio. ¡Podemos ganar!
Una intensa disputa se generó tras las palabras de Blight. Algunos mostraban ánimo de combatir, mientras que otros, entendiendo aquella opción como carente de sentido, consideraban que migrar a otros bosques era la decisión más sabia.
—¿Tú qué opinas? –le preguntó Owen a Baris después de haber silenciado el ferviente debate–. ¿Crees que puedes vencerlo?
El primer druida meditó unos instantes. Luego, habló:
—Maki es uno de los seres más poderosos de esta era. Desde su lejano y horrendo nacimiento se ha destacado como un gran talento en la nigromancia. Tiene profundos conocimientos de casi todas las áreas que conforman las artes mágicas. Incluso se dice que fue discípulo directo del mismísimo Amatamentus, lo que lo convierte en uno de los siete Inmortales –si bien nadie lo interrogó con respecto a aquel tema, y Baris optó por no explayarse, Amatamentus era un milenario hechicero considerado por la mayoría de los historiadores como el mismísimo inventor, o descubridor, del arcanísmo. El único hombre al que los dioses temían, y los Inmortales era un muy selecto grupo de siete individuos a los que este cuasiomnipotente ser había aceptado como aprendices. Individuos que, aunque humanos, consecuencia del profundo conocimiento arcano, habían trascendido su humanidad–. Era ligeramente superior a mí hace veinticinco años –continuó el druida– y temo que la brecha entre ambos se haya ampliado. Se cuenta en los caminos que sus poderes no han hecho sino aumentar. Mientras que yo siento que he perdido mucho del vigor de antaño. El tiempo no detiene su andar por ningún hombre, y yo no soy la excepción. Temo que, si lo enfrento, saldría derrotado –finalizó.
—Entiendo –replicó Owen con una mirada afligida–. ¿Y qué hay de Eirian en conjunto? ¿Nucleando a todos nuestros mejores druidas y guerreros, tendríamos oportunidad?
Baris meneó la cabeza.
—Lo dudo. Es verdad que a fin de cuentas Maki está hecho de carne y puede morir, y también es verdad que todas las batallas están atadas a la dinámica de lo impensado, mi pronóstico es negativo. Eirian es solo un pequeño país del norte. Muy lejanos en la eterna rueda del tiempo han quedado los días de Silan y Ecrod, cuando nuestro reino y su afamado Clan de las Cenizas eran respetados y temidos en todo el mundo. Al igual que mi persona, el poder de nuestra nación ha mermado. Y si bien aún hoy contamos con individuos destacables entre nuestras filas, dudo de que nuestro poder combinado sea suficiente para doblegar a tan formidable oponente. Tampoco podemos obviar el hecho de que Maki no viene solo, muchos hechiceros de distintas jerarquías lo acompañan. Entre ellos Idris, su aprendiz más diestro, y Megisto, su mano derecha. Aquellos individuos, si bien no cuentan con el poder de su mentor, son peligrosos y no lucharán con desidia. En mi opinión, declararle la guerra a Maki no es una decisión sabia. No podemos ganar.
—La guerra ya ha sido declarada –susurró una voz perdida entre la multitud.
—Disculpen la interrupción –exclamó un hombre canoso y delgado que trabajaba como escriba–. ¿Acaso no perteneció Avon a la misma orden que Maki en un tiempo pasado? Si es verdad que alguna vez viajaron juntos, que hable y nos narre las flaquezas de nuestro enemigo.
—¡Ya he desmentido aquella falacia en diversas oportunidades! –replicó Avon, beligerante–. No pertenecí nunca a la misma orden que él. De ser eso cierto, no se me habría aceptado dentro de este clan y mucho menos otorgado un cargo como el que poseo.
—La posición que ostentas te la has ganado en buena ley, querido Avon. Con disciplina y lealtad –lo respaldó Baris al momento que ponía una mano sobre su hombro e intentaba tranquilizarlo.
—Muchas gracias, mi señor –repuso este–. Volviendo a Maki, no creo que tenga una debilidad fulminante como la que esperan. Es un ser de naturaleza isotrópica y perfeccionista. Si en los días de antaño tuvo alguna flaqueza, estoy seguro de que a estas alturas ya la debe corregido. Y, en caso de que aún la poseyese, yo no tendría forma de saber algo al respecto. Porque a diferencia de lo que muchos por aquí creen, el único contacto que tuve con él fue el hecho de que estudiamos en la misma academia por un breve período de tiempo. Nunca pertenecimos a una misma orden o clan, ni fuimos amigos. En aquellos tiempos yo era muy joven y él poco interés mostraba por los novicios. Además, estudiábamos cosas muy distintas. Yo estaba dando mis primeros pasos en el conocimiento de las lenguas naturales y él solo se había involucrado en aquella institución porque estaba interesado en la alquimia sílica.
—Para los que se preguntan, –explicó Cruth, el joven druida– la alquimia sílica es una disciplina que estudia la fabricación y manipulación de cristales de silicio.
—Exactamente –asintió Avon, más calmado–, siempre se ha dicho que los hechiceros mediocres se limitan a replicar y orientar fenómenos naturales. Mientras que los más versados son aquellos que consiguen dominar los elementos. Maki amaestró el silicio en apenas una temporada y media.
—¡Antológico! –exclamó Cruth meneando la cabeza–. Eso es talento, puro y duro.
—Todos los elementos pueden ser amaestrados a excepción de, por supuesto, el carbono –acotó Baris–, pero la velocidad y la eficiencia con la que Maki es capaz de someterlos es el reflejo de un talento especial.
—Una vez que alcanzó su objetivo, Maki se marchó –concluyó su narración Avon– y nunca más volví a verlo. No llegamos a trabar amistad.
—¿Qué tipo de hombre era? –preguntó una de las mujeres.
—Un megalómano y un déspota. Detestado por su arrogancia. Pero admirado por sus inmensas condiciones.
—¿Y qué opinas tú? ¿Puede ser vencido? –le preguntó Owen.
—Mi opinión es irrelevante, yo era muy joven, apenas si lo conocí y definitivamente no lo enfrenté –replicó Avon volviendo a adoptar su inmanente y rigurosa postura–. Además, ya han escuchado las palabras de Baris, él lo conoce mejor que yo y considera que no es sabio enfrentarlo, por lo tanto, no lucharemos.
—Mi querido Avon, olvidas que no es mía la última palabra –le explicó gentilmente Baris–. Sino de nuestro rey.
—Acertada acotación –agregó Cruth–. Aunque sea Baris el más sabio y poderoso de entre nosotros, nuestros códigos dictan que debe ser el rey quien tome esta decisión. Solo el legítimo y auténtico monarca de Eirian puede dar la orden de entregar la Ciudad Gris. Owen –se pronunció dirigiéndose al joven rey–, ¿qué haremos? ¿Lucharemos contra Maki o no?
Owen tenía impresa sobre su rostro una expresión severa y su mirada se veía vacía. Tras la pregunta de Cruth, permaneció mudo por un largo rato, sumiendo a la audiencia en tensa espera. Finalmente, se puso de pie y, con la mirada fija sobre las llamas, alzó la voz.
—Antes de revelar mi decisión –dijo con firmeza– pido que me dejen expresar el porqué de esta. He considerado las opiniones de todos y dejando de lado la voluntad de mi sentimiento. Recurriendo a la inexorable lógica, he llegado a la siguiente conclusión: si luchamos y vencemos, habremos protegido nuestras tierras, aunque también inevitablemente perderíamos muchos druidas y guerreros.
—Y también protegeríamos nuestro honor –interrumpió groseramente Trout– que es más importante que cualquier otra cosa.
Frente a esta burda intervención, Avon estiró su brazo y aferró la muñeca del anciano, apretándola con tal vehemencia que el rostro del viejo se desfiguró de dolor.
—Cállese –le susurró con voz sombría.
—Ahora bien –continuó Owen haciendo caso omiso a las palabras del veterano–, si luchamos y perdemos, habremos perdido no solo nuestras tierras, sino a todos, o casi todos, nuestros guerreros. Y quedarían solo ancianos, enfermos y niños, sin tierra, sin hogar y sin nadie que los ampare. Si, por el otro lado, migramos a otros bosques, aunque estos sean menos fecundos que Eloth, tendremos la vitalidad intacta de nuestro pueblo para refundar Eirian y edificar una nueva Ciudad Gris. Soy consciente del desencanto que generaría en muchos de vosotros tener que abandonar su hogar. No se puede obviar el hecho de que muchas familias han vivido aquí desde tiempos inmemoriales. Pero considero que el alma de este reino no es la ciudad ni el templo ni siquiera este mismísimo bosque, sino su gente. Tomará trabajo empezar desde cero, pero con nuestros esfuerzos combinados, podremos hacerlo. Por todo esto –concluyó– es que mi decisión es la de abandonar la Ciudad Gris.
Tras la sentencia del rey, un silencio sepulcral invadió la sala. Se pudo ver en muchos rostros el dolor y el desencanto frente al fallo, pero nadie alzó la voz.
—Todos hemos escuchado la decisión de nuestro rey –dijo finalmente Cruth con serenidad–. Ahora les pediremos que informen el veredicto a sus familiares y amigos, y que descansen. En los próximos días se les comunicará cómo y cuándo partiremos.
Mientras todos lentamente comenzaban a estirar sus piernas y a incorporarse, una figura –que hasta entonces había permanecido silente– se puso de pie y alzó la voz.
—Antes que se dé por concluido este concilio, me gustaría hacer una declaración –dijo.
—Por supuesto, Sedian –replicó Cruth amablemente–, exprésate con libertad.
—Tendrán que perdonarme todos los individuos sabios y sagrados presentes en este templo –dijo el guerrero con una voz apagada–, pero de ninguna forma puedo acatar la decisión que ha sido tomada.
Todos posaron sus ojos sobre el hijo de Sarbon, algunos sorprendidos y otros furiosos. Pero Sedian permaneció imperturbable. Las miradas nocivas no lo alteraban y, si bien el rechazo a su desacato se podía sentir en el aire, nadie osó desafiarlo.
—Sedian, alma valiente –dijo finalmente Baris en tono conciliador–. Owen es nuestro rey y líder, tú mismo has reconocido su sabiduría en el pasado, ¿por qué no aceptas su fallo?
Había pocas personas a las que aquel solitario guerrero verdaderamente respetase, y Baris, el hombre de los puños de roble, era una de ellas. El anciano druida había probado su coraje y nobleza en muchas oportunidades. Al igual que su padre en el pasado, él le tenía un gran aprecio. Pero por primera y única vez en su vida, y con un gran pesar sobre su pecho, se atrevió a contradecirlo.
—Lo siento –le dijo esforzándose por sostener la mirada–, pero no puedo hacer tal cosa.
Avon, furioso, se incorporó de un salto. Pero antes que pudiese hablar, alguien se le adelantó.
—Yo lucharé contigo, Sedian– dijo una voz profunda.
Quien había hablado había sido Vricio, el primogénito de Nial. Gallardo y respetado guerrero. De entre todas las personas presentes, él era el último de quien Sedian hubiese esperado apoyo, pero el que más lo alegró tener. Vricio y él habían tenido innumerables disputas a lo largo de sus vidas. Sus caracteres orgullosos y obstinados los habían llevado incluso a cruzar espadas. Pero ahora, sorprendentemente, lo respaldaba.
—¡Y yo! –se sumó Leto, alzando el puño.
—¡Esto es inaudito! –vociferó Avon–. El rey y el primer druida llegan a una conclusión y ustedes se atreven a rechazarla. ¡Están olvidando su lugar! No lucharán contra Maki. Acatarán las órdenes de sus superiores o serán castigados.
—No –replicó Sedian al momento que desenvainaba sus espadas, La Fría y La Divina.
Ante aquella inesperada respuesta, todos los druidas se pusieron de pie de un salto. Vricio también se reincorporó y se paró junto a Sedian.
—Entonces morirán aquí –dijo Avon mientras su rostro se oscurecía y sus manos comenzaban a danzar por el aire y coloridas luces a brillar entre sus dedos. A diferencia de sus análogos de otras latitudes, los druidas del Clan de las Cenizas nunca habían dejado de cultivar su poder destructivo. Eran, además de estudiosos de la naturaleza, poderosos arcanístas.
—Tendrás que respaldar esas palabras –susurró Sedian mientras se abalanzaba sobre el druida.
La audiencia ahogó un gritó. Pero la colisión entre Avon y la sombra de la libélula no se concretó. Owen la evitó dando un salto hacia adelante y posicionándose entre los dos.
—¡Basta! –gritó colérico–. ¡Basta! Yo habré muerto mucho antes que dos miembros de mi reino se maten entre ellos. ¡Sedian, envaina tus espadas! ¡Y tú, Avon, aborta tu conjuro!
Los dos obedecieron, aunque continuaron intercambiando miradas hostiles.
—Sedian –preguntó el rey con severidad–, ¿por qué no quieres aceptar la decisión a la que hemos llegado?
—Nuestro bosque es la fuente de toda vida. La posteridad no nos perdonará si lo entregamos sin luchar.
—Yo opino igual –se sumó Vricio–. Hace veinticinco años las cenizas de mi padre y la de muchos otros fueron arrojadas a lo profundo del bosque tras entregar sus vidas por defenderlo. Prefiero morir aquí antes de abandonarlo sin dar batalla –sentenció el berserker clavando sus ojos sobre la multitud–. Si alguna vez nuestros hijos cuentan la historia de sus padres, será bajo la sombra de los árboles que sus abuelos y nosotros, con valentía y coraje, supimos proteger.
Owen suspiró y agachó la cabeza.
—Comprendo –dijo tras un momento de reflexión–, es su derecho poder luchar por defender lo que les es sagrado.
—Mi rey –se pronunció Avon acercándose por detrás–. No los escuche. No es su derecho, usted es nuestro soberano y la ley del clan dicta que su palabra no puede ser cuestionada.
Owen miró al druida, pero no le respondió.
—Quien tenga la intención de oponerse a Maki que lo haga –exclamó el rey rectificando la voz–. Nosotros partiremos en los próximos días hacia los Bosques de Escarcha, pero quienes quieran quedarse y pelear que lo hagan. No me considero con la autoridad de privar a alguien del derecho a defender su tierra.
Al terminar de decir aquello, Owen se retiró del templo, dando fin al concilio.
Maki y sus mercenarios llegaron a un acantilado que señalaba el principio y el final de las nieves eternas. Las montañas de Moth estaban prontas a concluir. Solo faltaba descender por el valle frente a ellos, atravesar la estepa Junkana y estarían en el bosque de Eloth.
—¡Idris, Megisto! –habló el brujo mientras contemplaba el paisaje que nacía tras el filo de la roca–. Ordenen a los exploradores que se adelanten. Estamos cerca del reino nórdico, es hora de empezar a atomizarnos.
—Sí, maestro –replicaron los dos al unísono al momento que se volteaban y comenzaban a dar indicaciones a los esbirros.
Los vientos andinos azotaban con violencia a los miembros de la horda, condenándolos a moverse con torpeza y refugiarse bajo pesados abrigos. Todos caminaban encorvados, protegiendo sus rostros de las ráfagas heladas y la arenilla que quemaban la piel. Todos, menos uno. El inmortal se paraba erguido, completamente inmune al impiadoso clima andino, vistiendo solo su habitual túnica de seda negra.
—Idris, acércate un momento –volvió a hablar Maki, ahora con una voz menos potente.
—Maestro –replicó rápidamente un sonrojado Idris al momento que daba un salto y se posicionaba junto a su maestro–. ¿En qué le puedo servir?
—Mira hacia el norte –le encomendó Maki–, dime qué ves.
—Un desierto sin vida y, tras este, un horrendo bosque que debe ser destruido –replicó, determinado, Idris.
En el rostro de Maki bailó una sonrisa.
—Llevas razón –asintió el mago–, el bosque de Eloth debe, y será, destruido.
—No habrá lugar donde su diosa pueda esconderse –continuó el joven hechicero envalentonado tras sentir la aprobación de su señor.
Hubo un momento de silencio.
—Dime la verdad, Idris, y habla desde la profundidad de tus entrañas –continuó el brujo–, ¿no piensas que el paisaje frente a ti, con todos sus ríos, bosques y montañas, es, de alguna manera, una visión que inspira poesía? Sin negar la misión que no hemos asignado, ¿no encuentras un momento para reconocer y admirar la belleza de aquello que estamos signados a fulminar?
—¿Qué dice, maestro? –preguntó un incrédulo Idris sorprendido por las palabras de su señor.
Maki, sin quitar los ojos del paisaje frente a él, permaneció silencioso por unos momentos.
—Olvídalo –dijo al fin al momento que se volteaba–. Vete, corrobora que los exploradores cumplan con las órdenes.
Idris, aún confundido, contempló a su maestro alejarse. Luego alineó sus pensamientos y se dirigió hacia los mercenarios que a sus espaldas aguardaban, y comenzó la asignación de tareas. Idris era extremadamente diligente a la hora de cumplir las órdenes que Maki le asignaba. Le aterraba la idea de, por efecto de algún descuido o falla, decepcionar a su maestro. Perder su favor. A nada temía más que el poderoso hechicero lo alejase de su lado. La aprobación de su amo era lo único que le importaba y aquello para lo cual vivía.
Mientras disertaba indicaciones, el joven hechicero notó algo que lo perturbó. En el interior de un pliegue de la pared andina Megisto, el alquimista, platicaba con uno de los exploradores. Pero lo hacía de forma excesivamente cautelosa, como si no quisiese ser oído. Acto seguido –acción aún más extraña– le entregó al esbirro un pequeño pergamino y este se marchó. Algo no estaba bien. Maki no les había dado material por escrito.
—¿Se puede saber qué demonios le diste y le dijiste a ese hombre? –exclamó Idris al momento que, con pasos largos, se acercaba al alquimista.
Megisto, imperturbable, torció el cuello y miró al joven hechicero con ojos desencantados.
—Nada que sea de tu incumbencia, muchachito –replicó con frialdad el anciano alquimista.
—¿Qué era ese pergamino?
—Como dije, nada de tu incumbencia. Ahora vete y no molestes, aún no he terminado de asignar órdenes a mis exploradores.
A pesar de que los modos misteriosos de Megisto y la idea –siempre presente y bien sustentada– de que su lealtad a Maki no fuese absoluta encolerizaban a Idris, había algo en la presencia del alquimista que lo hacía temblar de terror y lo incitaba a evitar tener contacto con él.
—Maki sabrá que andas entregando pergaminos misteriosos a los exploradores –sentenció Idris con un potente chillido que camuflaba su pavor.
—Esos pergaminos que entregué llevan las órdenes de nuestro señor –respondió el alquimista en el momento en que clavaba sus ojos fríos sobre el muchacho–. Y nada más.
Idris sentía su frente sudada. Pero sabía que, frente a aquel hombre, no podía exhibir flaquezas. Megisto se alimentaba de la debilidad ajena. Si demostraba la más mínima vacilación estaría perdido.
—¡No te creo! –gritó el muchacho simulando valentía.
—¡¿Y crees que eso me importa?! –repuso el alquimista, también con un grito.
—¡Le diré a Maki que tramas algo!
—¡Dile lo que quieras! –replicó el anciano mientras exhibía unos dientes afilados y amarillos–. Solo harás el ridículo, como siempre lo haces. Quizás tu estúpida ingenuidad no te permite verlo, pero no haces más que molestarlo con tus constantes fábulas. Él ya no te soporta.
—¡¿Qué dices?! –exclamó Idris con los dientes apretados.
—Él está harto de ti, me lo ha dicho. No soporta las ridiculeces con las que lo perturbas.
Idris sintió dolor en sus entrañas. ¿Sería eso cierto? ¿Acaso Maki ya no lo amaba?
—Si te vuelvo a ver comportándote de forma sospechosa, Megisto, ¡te mataré!¡Lo juro! –declaró Idris al momento que, con su dedo índice, señalaba la frente del anciano. Sus palabras lo habían herido, pero la lealtad hacia su maestro lo abastecía de coraje.
—Inténtalo, muchachito –lo desafió Megisto con el ceño fruncido–, te licuaré en ácido antes de que puedas pronunciar un verso. Soy mucho más poderoso que tú y lo sabes.
Idris apretó el puño. No estaba seguro acerca de qué hacer. ¿Acaso debía replicar a la amenaza? ¿Sería correcto atacar a Megisto en ese preciso momento? ¿Sería eso lo que su maestro desearía si hubiese visto lo que él vio? Probablemente sí. Había algo en los modos del alquimista que nunca le había gustado. Era demasiado enigmático. Demasiado misterioso. ¿Qué podía haber cuadrado con los exploradores? ¿Qué información llevaba aquel pergamino? Nada bueno seguro. Lo más probable era que fuese efectivamente un traidor, debía proteger a su señor.
—¡Idris! ¡Megisto! –exclamó Maki a la distancia, percibiendo la tensión que se había generado entre el alquimista y el joven hechicero–. Sepárense.
—¡Maestro! –replicó Idris–. Megisto estaba intentando…
—No me interesa, Idris –respondió, tozudo–, he dicho que se separen.
—Maestro, usted no entiende, vi a Megisto…
—Interrúmpeme una vez más y te mataré, Idris –declaró Maki, molesto–, les he ordenado que se separen y eso es lo que harán. Deben terminar de asignar las tareas a los exploradores.
Idris apretó los dientes y bajó la mirada.
—Así será, maestro –alzó la voz Megisto en el momento en que se alejaba y, desde la oscuridad de sus vestiduras, le enseñaba a Idris la más mefistofélica de las sonrisas–. Así será.