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Testigos excepcionales de su tiempo, Marx y Engels fueron periodistas natos. Sabían crear un estilo periodístico incisivo, culto y antisolemne, cuyo sarcasmo solía ser prácticamente demoledor para aquello o aquellos que eran objeto de sus críticas. Su realismo político en el análisis de los hechos es en ambos inflexible; no se permiten concesión alguna frente a la realidad. Reproducimos aquí una apretada selección de sus escritos periodísticos, considerando en lo fundamental aquellos que trataron directamente los movimientos revolucionarios de 1848.
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Seitenzahl: 1428
Veröffentlichungsjahr: 2013
CARLOS MARX / FEDERICO ENGELS
TraducciónWENCESLAO ROCES
Selección de artículosde la Nueva Gaceta Renana
PrólogoALBERTO CUE
Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2006Primera edición del FCE, 1989Primera edición electrónica, 2013
D. R. © 1989, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1400-1
Hecho en México - Made in Mexico
Prólogo,
La Asamblea de Francfort,
Hüser
La última hazaña de la casa de Borbón,
Cuestiones de vida o muerte,
El ministerio Camphausen,
La comedia de la guerra,
La reacción,
Comité de Sûreté Générale,
Programas del partido demócrata-radical y de la izquierda, en Francfort,
Los debates en torno al pacto, en Berlín,
La cuestión del mensaje,
Nuevo reparto de Polonia,
El escudo de la dinastía,
Colonia en peligro,
El debate de Berlín sobre la revolución,
La Asamblea del Pacto del 15 de junio,
La insurrección de Praga,
Caída del ministerio Camphausen,
Primera hazaña de la Asamblea Nacional de Francfort,
[La revolución de Junio en París],
La revolución de Junio,
La Gaceta de Colonia sobre la revolución de Junio,
La política exterior de Alemania,
La política exterior de Alemania y los últimos acontecimientos de Praga,
La supresión de los clubes en Stuttgart y Heidelberg,
El proyecto de ley sobre la abolición de las cargas feudales,
La Gaceta de Colonia y las condiciones de Inglaterra,
La nota rusa,
Un discurso de Proudhon contra Thiers,
El debate sobre Polonia en la Asamblea de Francfort,
La guerra italiana de liberación y la causa de su actual fracaso,
La Gaceta de Colonia acerca de Italia,
Mediación e intervención. Radetzky y Cavaignac,
Las condenas a muerte en Amberes,
La crisis y la contrarrevolución,
La libertad de deliberación en Berlín,
La insurrección en Francfort,
El ministerio de la contrarrevolución,
Revolución en Viena,
El Réforme y la insurrección de Junio,
La mediación anglo-francesa en Italia,
Llamamiento del Congreso democrático al pueblo alemán,
Triunfa la contrarrevolución en Viena,
La crisis de Berlín,
La contrarrevolución en Berlín,
[Cavaignac y la revolución de Junio],
¡¡No más impuestos!!,
El movimiento revolucionario en Italia,
El golpe de Estado de la contrarrevolución,
La burguesía y la contrarrevolución,
La contrarrevolución y la judicatura prusiana,
El movimiento revolucionario,
Un documento auténtico de la burguesía,
La lucha de los magiares,
El primer proceso de prensa contra la Nueva Gaceta Renana,
El proceso contra el Comité Demócrata Renano,
La guerra en Italia y Hungría,
La derrota de los piamonteses,
Las hazañas de la Casa de los Hohenzollern,
[Elberfeld],
Supresión de la Nueva Gaceta Renana por disposición de la ley marcial,
A los obreros de Colonia,
LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 a 1850
[Nota],
I. La derrota de junio de 1848,
II. El 13 de junio de 1849,
III. Consecuencias del 13 de junio de 1849,
IV. La abolición del sufragio universal, en 1850,
Introducción [a “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850”, de C. Marx (1895)],
LA CAMPAÑA ALEMANA EN PRO DE LA CONSTITUCIÓN DEL IMPERIO
La campaña alemana en pro de la Constitución del Imperio,
I. La Prusia renana,
II. Karlsruhe,
III. El Palatinado,
IV. ¡Morir por la República!,
Índice bibliográfico,
Índice biográfico,
LOS MOVIMIENTOS DEMOCRÁTICOS DE 1848 EN EUROPA FUERON acontecimientos decisivos en la formación de las ideas sociopolíticas en Marx y Engels, así como en el desenvolvimiento de su teoría política, centrada en la revolución de la clase obrera. De hecho, estos acontecimientos, que abarcaron desde Italia hasta cerca de los Cárpatos, poniendo en jaque ya fuese el orden semifeudal de ciertos territorios o el orden francamente burgués y desarrollado, como en Francia, de toda Europa, casi sorprendieron a los autores del Manifiesto cuando este famoso escrito apenas comenzaba a circular entre unos pocos trabajadores exiliados en Londres. De pronto, se hacía necesario enfrentar el hecho de la revolución, poner a prueba su táctica y su verdad haciendo del llamado “partido comunista” algo más que una corriente ideológica mal definida. Así, la teoría de la revolución tenía que ser propagada, aplicada de distinta forma según las condiciones de lucha en lo político, en lo social y en lo económico. Era en sí una ardua tarea. El espectro de la revolución parecía extenderse hacia muchos puntos. Toda Francia, Prusia, Austria, Baviera, Sajonia y algunos Estados de la Confederación germánica; los territorios polacos ocupados por Prusia; Bohemia y Hungría, en su lucha contra el cetro austriaco; el norte de Italia (Lombardía), ocupado por los austriacos, así como el resto de los Estados italianos: reino de Cerdeña (Piamonte), los territorios papales y el reino de Nápoles. A todo esto, habíase esperado el inicio del movimiento en Inglaterra, o cuando menos en el conjunto de los países europeos más desarrollados.
Las fuerzas de la Santa Alianza, las monarquías, el papado, las clases reaccionarias ven, todos, levantarse las primeras filas de los insurrectos en París y Berlín, en Viena y Milán. El gran combate se escenificó en París, durante el mes de junio de 1848, entre las fuerzas de la burguesía y las del proletariado.
Pero ¿qué era entonces esa Europa que de pronto se puso en lucha contra sus monarquías? Era, en cierta forma, representativa de la época del Antiguo Régimen. Intentaremos un bosquejo general de esa Europa de mediados del siglo XIX abordando diversos aspectos de su desarrollo histórico, al analizar cuál era la situación económica y social en el campo; el avance económico y político en las ciudades y territorios; las corrientes del pensamiento sociopolítico y, en términos generales, la posición de Engels y Marx ante la crisis económico-política de 1847-1848; y, finalmente, los resultados políticos más importantes derivados de estos procesos.
En efecto, es una Europa predominantemente rural, y es la economía rural la que suministra la mayor parte de los medios de subsistencia. El avance tecnológico de la agricultura se halla notablemente avanzado, pero está en muchos puntos irregularmente distribuido. Es Europa occidental donde se encuentran los campos mejor cultivados; allí, la agricultura es más regular y la alimentación básica está mejor asegurada. Pero existe un elevado índice de crecimiento demográfico, hay que extender la superficie cultivada, y el mejor método para ello es la roturación. Así es como de Norfolk a Flandes, hasta las regiones prusianas y Bohemia, se multiplican los cultivos forrajeros, las praderas recién conquistadas, la rotación de cultivos sin barbecho, la cruza intensiva de ganado y el empleo de fertilizantes industriales. El periodo de 1815 a 1865 ve duplicarse la superficie cultivable, pues en esta época tiene lugar el punto culminante de la sobrepoblación europea y la utilización extensiva del suelo en el siglo XIX. Ahora bien, los sistemas de propiedad y explotación son extremadamente diversos. Existe ya un gran sector de pequeños propietarios, arrendatarios y colonos acomodados, sobre todo en Francia y los Países Bajos. Pero a su lado se erige aún la gran propiedad tanto en Francia como en Inglaterra, en España y en los territorios italianos. En Inglaterra el antiguo movimiento de los enclousers (sistema de cercados) y la subsecuente “revolución agraria” condujeron a un exorbitante acaparamiento de tierras, consolidando el régimen de los landlors: tan sólo en el periodo de 1843 a 1875 cuatro mil de ellos llegaron a poseer la mitad de los territorios agrícolas y ganaderos de su país. En el resto de Europa gran parte de la propiedad territorial permanece en manos de la nobleza terrateniente tradicional o de formación burguesa reciente, lo cual reduce a una difícil situación de subsistencia a las capas populares más extensas: jornaleros y agricultores sujetos a caducas servidumbres, aparceros, medieros y trabajadores agrícolas asalariados. Italia, ciertos cantones suizos y España, para no hablar de las regiones de Europa oriental, adolecen de las estructuras más arcaicas y gravosas, que someten al miserable pueblo al hambre y las enfermedades. En Alemania dos regímenes agrarios dividen los territorios rurales. Si bien la servidumbre de la gleba ha desaparecido formalmente en las regiones occidentales, meridionales y centrales, la Grundherrschaft resiste sin embargo al movimiento de liberación campesina, teóricamente otorgada mediante unas reformas que se han mantenido inaplicables en virtud de las antiguas trabas del endeudamiento personal y la sobreexplotación. Por otro lado, el sistema de la Guterherrschaft, más arcaico en apariencia, que domina al este del Elba, permite a la clase de los Junkers obtener algunas ventajas a partir de ciertas leyes de “regularización” promulgadas desde 1807, ya que les facilita el acaparamiento, concentración y explotación intensiva y extensiva de la tierra. La masa de los agricultores, si bien ha recibido libertad personal, ha evolucionado en distintos sentidos —ahora que puede llegar a ser propietaria y que con facilidad, también, puede dejar de serlo ante la voracidad de los más grandes—. En suma, si el campesino alemán no es ya un siervo, el complejo régimen de “feudalismo” envilecido y de capitalismo ávidamente explotador (el capitalismo de los “destiladores alemanes de aguardiente”, como le llamara Marx), que sigue a un movimiento vacilante de reformas nunca del todo aplicadas, hace siempre de él un dependiente, sujeto a restricciones que impone la gran producción agrícola y, más tarde, la gran producción industrial a través de la agricultura. Éste es el subsuelo de lo que desde los clásicos de la economía hasta Marx se llamó el sector de la renta de la tierra, que formó, junto con el salario y la ganancia industrial, la llamada fórmula trinitaria. Pero hay que añadir algo más: el burgués advenedizo, haciéndose eco de ese símbolo de seguridad, de estabilidad y de respetabilidad, ve en el acaparamiento de la tierra un desenlace normal de su ascensión social. Esta situación refuerza no sólo un estado económico de cosas, sino también una situación política favorable para los gobiernos de la época: de este modo se mantiene el monopolio del poder local entre los grandes señores de la tierra, quienes se erigen a su vez como puntales del poder central autárquico.
Para 1848, es Inglaterra el país económicamente más desarrollado. A él corresponde la mitad de las vías férreas de toda Europa; es allí donde tienen lugar los cambios técnicos esenciales que acabarán por imponerse, poco a poco, en todo el continente: el uso generalizado del carbón y de la máquina de vapor, la mecanización de la hilatura y el tejido, la fundición a gran escala a base del coque y el pudelado, la producción acerera y de gran maquinaria, la instalación de vías telegráficas, el uso de alumbrado de gas en las ciudades, etc. Siguen a este movimiento Francia y Bélgica, y ciertas regiones alemanas como Sajonia y Renania-Westfalia, donde llega a concentrarse el 90 por ciento de las máquinas de vapor alemanas. Siguen luego Italia (el Piamonte, Lombardía y la Toscana) y España, aunque es verdad que en esta última sólo puede mencionarse la región de Cataluña, donde se desarrolla la industria textil española más importante. Incluso surgen de manera aislada algunos centros industriales en los territorios del Imperio austriaco: Estiria-Carintia y Bohemia. Pero habrá de notarse sin embargo que, aun cuando se ha extendido esta “gran industria” mecanizada, no se han eliminado del todo, ni mucho menos, los modos artesanales o el sistema del trabajo domiciliario con que se habían iniciado las viejas manufacturas desde principios del siglo XVII. Este avance, a su vez, se ve acompañado de un desarrollo de las instituciones y sistemas financieros, remodelados en Inglaterra a partir de las reformas de 1826 y, en el continente, sobre todo en Francia y Bélgica, donde ya funcionaban las societés générales. Esta es la época en que da comienzo la implantación de nuevas formas de actividad, cuando se gestan los mercados nacionales y se va rompiendo el aislamiento. Son los comienzos de la gran producción en masa. No es aún la época del mercado mundial, de la absoluta universalidad de la hegemonía político-económica de Occidente sobre el resto del mundo. Es más bien el periodo en que se prepara la llamada “época de los imperialismos”. Para estos años, el gran espacio mundial está todavía insuficientemente controlado; se han penetrado lejanos países y mercados enteros: territorios de China, India y el Oriente Medio así como los países latinoamericanos, pero la navegación transoceánica y la comunicación terrestre aún no permiten el dominio adecuado para una completa cohesión monopólica. Falta aún consolidar ciertos poderes imperialistas y la exploración del continente africano y Australia, etc. De este modo las relaciones entre Europa y los demás continentes presentan aún cierta ambigüedad ante la supervivencia de enormes territorios como terra incognita. Puede decirse que la idea de Marx respecto a que “la gran industria ha creado el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América” (Manifiesto del Partido Comunista) resulta, en términos generales, un tanto apresurada, aunque el desarrollo que señala se encuentra ya muy avanzado.
Más confusa es la situación política de entonces. Al margen de la gran diversidad de formas de gobierno —entre las de hecho y las puramente teóricas—, el régimen monárquico había sufrido sensibles cambios. La monarquía pertenecía a aquello que denominamos genéricamente como Antiguo Régimen, pero ni aun entonces —como sí a mediados del siglo XIX— se pretendía como un régimen tan exclusivo y tan conceptualizado. El periodo que va de 1815 a 1848 es un tiempo agitado en que se confunden las diversas formas políticas heredadas de un pasado rico en experiencias y contradicciones —incluidos los teóricos del siglo XVIII— alrededor del movimiento de la Gran Revolución en Francia. Más tarde, la época napoleónica, de por sí ya preñada de contradicciones, traía a la memoria esos negros años en que, con aparente facilidad, un incontenible vendaval lo arrasaba todo: fronteras, ciudades libres, pequeños reinos, leyes centenarias, caducas soberanías. La tormenta napoleónica pareció limpiar de impurezas a todo el continente. Incluso el movimiento de Restauración en Francia no hizo sino amoldarse a una situación de hecho, al parecer irreversible.
Lo cierto es que —pese a la sobrevivencia de grandes y pequeñas monarquías, principados, ducados, etc.— surge una nueva división política continental. Y sin embargo la mayor parte de la población parece aceptar a sus nuevos soberanos con esa misma lealtad de súbditos. La adhesión a las iglesias, la unión del trono y el altar, la ideología tradicionalista, etc., siguen siendo piezas clave del edificio, pero ello no impide el peligro de conflictos y recelos que lo hacen inseguro.
Lo más importante es que la monarquía puede y tiene que avenirse a una limitación del absolutismo, a una distribución y equilibrio de poderes que ya Inglaterra había practicado desde mucho antes. Ante esta transformación de la monarquía, mediante la cual no se altera aparentemente el fundamento teórico de su soberanía —recuérdese cómo Luis Felipe de Orleáns, el llamado “rey de las barricadas”, tuvo que legitimar su poder integrándose al círculo de los monarcas “respetables”—, el derecho de voto, en cuanto institución constitucional, se afirmaba frente al príncipe como una función vinculada a la capacidad económica —reservada a la nobleza y a un cierto sector de la burguesía— y no en cuanto atributo del homme o del citoyen. Así pues, las capas aristocráticas u oligárquicas se afirmaban frente a estas monarquías, surgidas después de la Viena de 1815, como la cabeza de una pirámide social basada en un régimen de igualdad muy relativo si no es que nulo. Los órganos constitutivos de la sociedad están destinados a representar los órdenes y estamentos subsistentes otorgándoles, no obstante, una función meramente consultiva, sin que se reconociera ninguna separación de poderes como contrapartida a una mayor injerencia económica de la burguesía en la sociedad.
Legitimidad monárquica y estatuto privilegiado, de hecho o de derecho, hacen de la sociedad europea de mediados del siglo XIX un cenáculo de notables más o menos abierto, más o menos rejuvenecido. Ésta es la sociedad que hace frente en su momento a las violentas sacudidas del año 48.
Caen Guizot, Luis Felipe y la monarquía censataria. Se confirma por segunda vez después de 1789 —la primera fue en 1830— que, desde los acuerdos de Viena en 1815, la vida de la monarquía europea es inestable e insegura. Al parecer, no bastan su fuerza centralizadora, su poderío militar y administrativo, su rejuvenecido despotismo ilustrado —que, en muchos casos, se perfila patéticamente degradado—. Su control sobre la sociedad es cada vez más aparente que real. Mayor fragilidad e inestabilidad hubo en Grecia, Italia, España, Portugal. Pero las sacudidas finales de 1848 parecen más definitivas que las de años anteriores. Metternich acusaba con dedo flamígero la propagación de las ideas subversivas, la fiebre revolucionaria que invadía a toda Europa. La Gran Revolución de 1789 es el pecado de soberbia cometido por los europeos de ese siglo; las causas de la caída de las monarquías se deben, según él, a un siglo irreligioso que alardea de sus “pedantes filósofos” con sus “falsas doctrinas” que han producido una “espantosa catástrofe social” engendrada por la crítica, los códigos del tiers état, los supuestos derechos del hombre y, sobre todo, por Napoleón, esa terrible “Revolución encarnada”. El liberalismo, el constitucionalismo, las libertades públicas, la proclamación de igualdad de derechos ante la ley surgieron, en efecto, en Francia gracias al movimiento iniciado en 1789. La ola no había podido ser contenida. No sólo Francia y el Reino Unido, incluso diversos territorios alemanes, gozaban de una legislación moderada o francamente liberal, aunque en buena medida en provecho del soberano y de las clases tradicionalmente dominantes, y que a la postre se sacudiría de ese absolutismo patriarcal evolucionando hacia un orden de libertades públicas más definido. Monarquías constitucionales fueron también Bélgica, España, Portugal, aunque las libertades allí reconocidas fueron recortadas tras altibajos políticos en las décadas de los años treinta y cuarenta. En fin, el problema de la democracia, implícito en todo este movimiento, es ya inquietante por cuanto encierra el advenimiento de esa nueva y peligrosa “cuestión social” que pocos hasta entonces se atrevían a tocar. El año de 1848 va a poner en claro este desplazamiento de problemas con una violencia y rapidez desconocidas. Parece surgir un desequilibrio de fuerzas imposible de contener en los términos de un régimen de liberalismo insuficientemente desarrollado. La organización del trabajador fabril parece ser la punta de lanza de este desplazamiento y del subsecuente desequilibrio que introduce. Fuera de los estrechos márgenes que la intervención estatal ofrece o de las dudosas garantías de que la antigua organización gremial dispone, la protesta socialista se perfila como el único recurso ante la explosiva “cuestión social” que comienza a ventilarse.
El inicio del siglo XIX coincidió con el brote de los primeros pensadores socialistas modernos: Saint-Simon, Fourier, Cabet, Leroux y Owen, principalmente. En 1802 Saint-Simon publicó sus famosas Cartas de Ginebra, en 1800 Owen se hizo cargo de la dirección de la fábrica de hilados de New-Lanark, donde puso en práctica sus ideas sociales, y en 1808 Fourier publicó su Théorie des quatre mouvements et des destinées générales. Caracterizados por Marx y Engels como “socialistas utópicos”, estos pensadores, de personalidades tan divergentes entre sí, al mismo tiempo que iniciaban las ideas socialistas modernas, esbozaron todas y cada una de sus propuestas de reforma social como soluciones aplicables al conjunto de la sociedad, proyectando un cuadro detallado acerca del futuro universal inmediato y, no pocas veces, fueron apreciados por sus seguidores como profetas.
Herederos en cierta forma de la Ilustración francesa, todos ellos se rigieron, en general, por el criterio de la perfectibilidad del ser humano y de la sociedad en su conjunto. La base de su pensamiento descansaba en la idea de que hasta ese momento la humanidad había ignorado su propio orden de coexistencia y, por tanto, había vivido sometida a un orden artificial dañino, llamado civilización, contrario a la naturaleza del ser humano, postrándolo, así, en un estado de miseria material y espiritual y en un desorden generalizado capaz de conducirlo a su ruina. Creían en el poder de la razón y el pensamiento para descubrir un régimen natural que extinguiera las discordias y procurara los beneficios imaginables de toda sociedad racionalmente organizada. Con una orientación principalmente filosófica, echaron mano de la economía —entonces una ciencia relativamente joven— y la historia para descubrir las leyesclave del desarrollo social. Descreían de todo individualismo y cifraban sus esperanzas de regeneración en una saludable vida institucional según los modelos ofrecidos —particularmente en el orden civil— por la Revolución francesa, pero ahondando, de acuerdo con sus fines constructivos, los conceptos fundamentales —igualdad, libertad, fraternidad— que la animaron, a fin de suprimir la desigualdad económica, basada en el mal uso (o abuso) de la propiedad privada. En conjunto, estos pensadores tenían la firme creencia de que el paso de la necesidad a la libertad, el acceso al reino de la felicidad y la armonía, se daría casi automáticamente, tan sólo ajustando el ejercicio de la razón, a través de la regulación de las instituciones para que éstas fueran efectivas, con los adelantos hasta entonces alcanzados en el orden de la técnica y la ciencia. En un principio, decían, esta tarea se vería facilitada por la propagación, entre los hombres, de la verdad incontestable de su teoría (de allí deriva, como elemento inherente al propio discurso utópico-socialista, la tendencia a asociarse y a formar sectas de adeptos). Sin embargo, no parecen sentir la más mínima necesidad por unir sus ideas socialistas a una práctica similarmente orientada allí donde se forman, casi naturalmente, los núcleos de trabajadores que, para entonces, se encuentran en una incipiente etapa gremial. Asimismo, en relación con lo anterior, adoptan una actitud apolítica basada en la fe que tienen en el filantropismo, lo cual les alejaba de cualquier posición teórica o práctica respecto a las posibilidades específicas de la clase trabajadora dentro de la sociedad capitalista.
Más que ninguno de estos teóricos, Saint-Simon fue visto como un auténtico profeta. Él fue quien primero destacó el hecho de que la causa fundamental de la explotación humana —y, en consecuencia, de la desigualdad y la miseria entre los hombres— era la propiedad privada. (El pensamiento utópico en su conjunto prolongó su vida y su desarrollo incluso más allá de Marx y el anarquismo de Proudhon y Bakunin.) Saint-Simon postuló a lo largo de sus numerosos escritos una filosofía social capaz de aglutinar los conocimientos de cada ciencia particular en forma de una síntesis metódica orientada hacia la historia y lo que más tarde habría de ser la sociología. Soñó con forjar el método positivo para el estudio de la sociedad humana y señaló las diversas fases de su desarrollo hasta detenerse en el análisis de la futura sociedad industrial, cuyo principio rector, la economía, ya dejaba sentir su influencia en el cuerpo social.
Fourier, por su parte, pensó que se podía reflexionar acerca del orden social del mismo modo que podía interpretarse la naturaleza, descubriendo sus leyes propias, a cuya “aplicación deben dedicarse los hombres para su felicidad”. Pensó que toda formación social, así como sus valores y principios rectores, eran transitorios y perecederos, que el perpetuo cambio de las sociedades humanas responde al régimen económico y a la industria humana y, finalmente, que las contradicciones que sacuden a las sociedades son inherentes a todo progreso aun cuando son susceptibles de armonizarse. Fourier fue el más meticuloso exponente de las supuestas fases por las que, de acuerdo con él, atravesaría la sociedad humana, hizo un detallado inventario de las posibles instituciones sociales y fue un implacable crítico de la moral de su tiempo, por la cual sentía un enorme desprecio.
Fueron numerosas las sectas de discípulos. La escuela sainsimoniana llegó a tener hacia la tercera década del siglo XIX decenas de miles de adherentes y contó con influyentes órganos de prensa, como Le Globe y Le Producteur. Por su parte, los adeptos de Fourier, no obstante que llegó a ser el pensador francés más conocido fuera de Francia, no fueron tan numerosos como los sainsimonianos.
Los pensadores más importantes directamente relacionados con la filosofía social de los utopistas fueron Comte y Spencer, principalmente. Éstos acentuaron aun más la distancia que separaba al pensamiento positivista-utópico del movimiento de los trabajadores, concentrándose en el desarrollo puramente teórico de las leyes históricas de la sociedad. La otra vertiente social del siglo XIX que postulaba leyes de la historia, que estableció un sistema crítico de la sociedad basado en la nueva clase social, el proletariado, proviene precisamente de Carlos Marx y Federico Engels.
Pero los sistemas sociales surgidos de la confianza ingenua y la ilusión romántica no hacían sino revelar sus flaquezas congénitas. Sin abandonar nunca el reino de la Utopía, se ofrecían revoluciones que o bien ponían delante un mundo idílico inaccesible, sólo realizable por virtud de la razón, o, en un extremismo desesperado, degeneraban en conspiraciones fraguadas por una camarilla de revolucionarios, totalmente al margen de la sociedad y de las propias clases beneficiadas. Una especie de romanticismo impregna este “espíritu del 48”. Sin duda, hay detrás una genuina dimensión social irresuelta, más o menos marcada según cada país o región, pero que rebasa, de cualquier modo, todo planteamiento anterior respecto a las sociedades y los hombres. El impulso social de este nuevo espíritu consiste la mayoría de las veces en insertar una concepción espiritual y cultural en la historia general de las sociedades. Pero este movimiento generalizado es tan complejo y vasto que resulta difícil dibujar sus contornos, enfrentar sus ambigüedades, definir sus términos extremos. En Francia, podemos recordar a Joseph de Maistre, Chateaubriand, Vigny, Lamartine, Hugo y otros en cuanto auténticos legitimistas, católicos y teocráticos. En Inglaterra, el conservadurismo militante contaba con la adhesión de Walter Scott y de Coleridge, teniendo en Thomas Burke a un ilustre antecesor. En Alemania, los Naturphilosophen —aun cuando no tomasen en cuenta la política— y Goethe fueron enemigos de la Ilustración y de la Gran Revolución y sus secuelas del Terror. Pero ya antes de 1848 Lamartine y Victor Hugo se declaran partidarios de un humanitarismo democrático. Por su parte, Keats, Byron y Scheller eran, en el más pleno sentido de la expresión, unos inconformistas irreductibles al orden reinante. El espíritu romántico de estos hombres tenía las mismas raíces, e incluso, como llega a ser frecuente, sus razonamientos ante los hechos sociales e históricos se sostienen en una misma o parecida lógica, pero sus propósitos, en cambio, llegan a ser radicalmente opuestos.
Lo cierto es que los ánimos se hallan más o menos preparados para aceptar la revolución no sólo por simpatía, sino incluso por el ansia de participar en ella: la revolución se hace drama, celebración, evocación, representación de los grandes recuerdos. Incluso podría acusarse la percepción de un ethos en que, ramificado socialmente, se rendía un doble culto al cual ni Marx ni Engels, que pretendían desde entonces establecer las leyes de la sociedad y de la historia, pudieron sustraerse: el acceso hacia un ideal y la instauración del progreso y la justicia social.
El análisis de ambos acerca de la situación política apuntaba ya al supuesto de la proximidad de la revolución. Para ellos, y esto era lo más importante, el elemento revolucionario fundamental era el proletariado. Tenían a la vista indicios de que se avecinaba una etapa de profundos cambios: la insurrección polaca de 1846, la victoria de los cantones democráticos sobre los clericales en la guerra civil suiza de 1847, la victoria electoral belga en ese mismo año, la creciente agitación en los diversos territorios italianos a mediados de 1847 y la rápida evolución política de Alemania. Todo ello les hizo ver la posibilidad de la recomposición del cuadro político europeo, lo que efectivamente sucedió en la primavera de 1848. Alentaron con grandes esperanzas las luchas de liberación nacional, surgidas en 1847-1848: italianos, húngaros y checos contra el yugo austriaco, los polacos contra la dominación de Rusia, Austria y Prusia, los irlandeses contra la dominación inglesa, etc. Alemania, y Francia, sobre todo, encaran cambios que parecen intensificarse en el corto lapso de unos meses.
Pero ¿por qué la rapidez y amplitud de los hechos? Hay que apuntar que la crisis económica de 1847 hizo posible en buena medida la crisis política europea, de tal manera que el movimiento insurreccional se generalizó por toda Europa. Ahora no se trataba de conjuras tramadas, como en décadas anteriores, por camarillas secretas o conspiradores sectarios, ni fueron tampoco movimientos aislados de limitada importancia local que, como hasta entonces, eran fácil y rápidamente aplastados por los gobiernos despóticos.
Inglaterra fue el núcleo vital de las fuertes sacudidas que, por medio de crecientes oleadas, afectaron al continente europeo. Esta situación se había anunciado en forma de crisis agrícolas semiaisladas a partir de 1845. Primero en Irlanda y Flandes, donde escasez y epidemias diezmaron a la población, suscitando fuertes corrientes migratorias. En 1846, la crisis se agudizó extendiéndose hasta el punto de observarse una drástica reducción de las cosechas —principalmente de subsistencias—, difícil de compensar mediante la importación de granos debido a un fuerte gravamiento de los precios y a una difícil situación de las finanzas públicas y el crédito. Los desórdenes, asaltos y motines se reprodujeron a granel por todo el territorio inglés; se acentuaron la penuria, el desempleo y la mendicidad, mientras que, como contraparte, se multiplicaban las maniobras especulativas en diversas ciudades y poblaciones. El sistema del workhouse (como medida contra el desempleo) y la asistencia en las casas de pobres, que constituían los métodos paliativos tradicionales, resultaban ya insuficientes para contener los profundos desajustes a que se veía sometido todo el sistema económico y social.
El año de 1847 pareció proporcionar un respiro; el aumento de las cosechas, el restablecimiento de su distribución y de su nivel anterior de precios superaron temporalmente la crisis. Sin embargo, las olas cíclicas abarcaban a todo el continente y la crisis había ya traspasado las fronteras del campo.
En realidad el inicio de la crisis se manifestó inicialmente en el campo, provocando una reacción en cadena: un brusco descenso de la producción agrícola provocó una severa disminución de los productos alimenticios; el mercado, de pronto, resentía un alza súbita de los precios en especial de los productos de consumo popular (alimentos); a su vez, el consumo de ramas industriales —sobre todo de la industria textil y de la construcción— se replegó dando lugar a una menor producción, subempleo de la fuerza de trabajo, disminución de los salarios y una contracción masiva de las rentas precisamente en el momento en que el costo de la vida —tanto en la ciudad como en el campo— alcanzaba su más alto nivel. Al parecer se trataba de una crisis similar a la de 1837 o a la de 1842, una crisis típica del joven capitalismo industrial, cuyos caracteres eran más bien conocidos en Inglaterra que en el continente. Sin embargo, el año 1847 vio extenderse una crisis más profunda que estas anteriores, cuyos inicios databan de los primeros años del siglo XIX y eran calculadas en periodos cíclicos de más o menos diez años. Así, la crisis de 1847 no parece haber sido una crisis agrícola, sino más bien comercial que contemplaba ya los primeros síntomas de una crisis industrial y financiera, rasgos que se acusarían cada vez más en los ciclos posteriores. Era pues desconocida la magnitud de esta nueva depresión económica europea. El rápido desarrollo industrial y tecnológico empujó a una febril especulación bursátil. Se crearon numerosas compañías, las cuales ampliaron el mercado de bienes de capital, maquinaria y equipo, el mercado metalúrgico y la industria siderúrgica. Pero esta rápida expansión se detuvo; los ciclos de recuperación de capital no aseguraban una rotación favorable a las continuas inversiones industriales, por lo que el mercado de dinero se vio notablemente restringido para poder sostener el ritmo anterior de expansión, particularmente en lo que se refiere a la construcción del transporte ferroviario. A su vez, las dificultades subsistentes en el campo —la crisis agrícola— restringían la capacidad de empréstitos públicos, que era entonces el principal renglón de la banca inglesa. En el transcurso del año sobrevino una segunda fase de la crisis con la caída del mercado bursátil y bancario, la paralización industrial, el cierre de empresas en quiebra, una nueva extensión del desempleo y la generalización de la miseria.
Engels creía (como puede verse en un artículo publicado en el diario La Réforme, 26 de octubre de 1847) que el paso siguiente en esta situación sería la crisis política directa entre el proletariado y la burguesía, y manifestó un gran optimismo ante ello. Pensó que la crisis provocaría “una agitación extraordinaria entre los obreros, que ahora se veían despedidos a montones después de haber sido explotados por los industriales durante el periodo de auge comercial”. Advertía que en Lancashire, Ashton, Manchester y otros centros industriales algodoneros tenían lugar reuniones de delegados obreros (tradeunionistas) y asambleas en que podría exigirse una huelga general de todas las fábricas, la cual se uniría a la de los obreros metalúrgicos y mineros de Birmingham. Es claro que, tanto para Engels como para Marx, Inglaterra representaba el país más desarrollado —lo cual implicaba la máxima extensión de las fuerzas productivas y la burguesía políticamente más sólida— y, en consecuencia, el proletariado inglés, la clase trabajadora con mayores posibilidades organizativas y revolucionarias. En este sentido, Inglaterra jugaba a sus ojos un papel central en cuanto al planteamiento estratégico de la revolución. Allí el antagonismo entre la burguesía y el proletariado había alcanzado su etapa más alta. Un triunfo del proletariado inglés sobre la burguesía inglesa significaba prácticamente un triunfo del proletariado sobre todas las burguesías y opresores de Europa. Ambos pusieron grandes esperanzas en el triunfo del movimiento cartista y el avance de la clase obrera inglesa. El movimiento cartista inglés, la lucha irlandesa de liberación (repeal) y la organización tradeunionista aseguraban una posibilidad de triunfo revolucionario. Sin embargo, el gran movimiento estaba por declinar y no sería Inglaterra el país más afectado por los movimientos revolucionarios del año 48.
En febrero de ese año se produjo en Francia el primer indicio de la crisis política. La monarquía de Julio, la monarquía burguesa de Luis Felipe de Orleáns, agonizaba. El viejo compromiso establecido en 1830 entre las capas oligárquicas, gracias al cual se había contenido todo intento de insurrección radical, se hallaba agotado. Se había prolongado una situación en la que se negó reiteradamente cualquier reforma significativa, en particular la reforma electoral. El inmovilismo y el despotismo de Guizot habían alternado pacientemente con el autoritarismo de Luis Felipe. Ambos cooperaron, junto con los sectores más privilegiados de Francia, en la tarea de sostener una diplomacia desprestigiada, que había traicionado a la causa liberal, de solapar innumerables escándalos políticos y de corrupción, sobre todo en los últimos años, y de articular una política de desprecio (Lamartine hablaba, con vistas al año de 1847, de una “revolución del desprecio”) por las clases populares de la nación. Los mayores peligros a la vista eran el estado cada vez más crítico de las finanzas públicas, una creciente depresión comercial y el surgimiento de coups d’etats cada vez más radicales y que podían acarrear la expresión general del descontento popular.
La “campaña de los banquetes” en el verano de 1847 ofrecía la posibilidad de que una oposición política se organizara con sus propios jefes a la cabeza. Esta oposición en su conjunto representaba una proporción considerable del electorado francés, con Thiers dirigiendo la fracción centro-izquierda y Odilon Barrot al frente del ala izquierda. Al ser prohibido un banquete parisino —en los departamentos de la provincia una larga campaña de banquetes políticos había logrado reunir una nutrida asistencia militante— se provocó una manifestación popular celebrada el 22 de febrero de 1847. La manifestación pasó a ser motín y la Guardia Nacional, al contrario de otras veces, no ejecutó las órdenes de reprimirlo. Cuando Guizot estaba prácticamente al mando de las acciones, tuvo lugar un sangriento choque entre las fuerzas del gobierno y la muchedumbre. El motín pasó a ser insurrección, tan generalizada, que el día 24 las tropas no podían ya controlar la ciudad. El rey abdicó, se impidió la instalación de una regencia y los republicanos tomaron la Cámara de Diputados, adueñándose de la situación. Se proclamó un Gobierno provisional.
El anuncio de este hecho provocó en el resto del continente una súbita e incontrolable agitación. Siguen entonces los dominios de los Habsburgos, la Confederación alemana y los territorios italianos.
El 3 de marzo, en la Dieta húngara, instalada en Presburgo, Kossuth lanza un programa autonomista y democrático; el día 11 los liberales de Bohemia lanzan otro en la ciudad de Praga; del 13 al 15 un motín en las calles de Viena provoca la huida de Metternich abriendo la posibilidad de un gobierno de coalición y el establecimiento de un orden constitucional; el 18, en Milán, el mariscal austriaco Radetzky halla amenazado su poder militar a causa de los levantamientos; el 22 son expulsados los austriacos de la ciudad de Venecia, y los duques de Parma y Módena son expulsados de sus palacios; el 23, el príncipe Carlos Alberto de Cerdeña decide luchar por la independencia de la península y a él se unen, de grado o por fuerza, Leopoldo I de Toscana, Fernando II de Nápoles y el papa Pío IX; el 22 se instala un nuevo gobierno de Hungría que otorga, el 11 de abril, una reforma electoral limitada y una Asamblea Legislativa, aun cuando no se decide a reconocer ninguna autonomía étnica y mantiene su dependencia en relación con la monarquía habsburguesa; el 13 de abril se crea un Comité Nacional en Bohemia con vistas a la instalación de una Dieta Constituyente y Legislativa.
En Alemania el movimiento se inicia en Mannheim y Heidelberg, Hessen, Nassau, Francfort, las ciudades hanseáticas, Brunswick y los Estados de Turingia. En todas partes se observa la presión popular en contra de sus soberanos con objeto de arrancarles derechos civiles y políticos, libertades públicas y separación de poderes. El 18 de marzo Federico Guillermo IV aceptó el compromiso, ante los representantes de la alta burguesía renana, de establecer una Constitución y un orden político acorde con ella. El 19 de marzo Luis I se ve obligado a abdicar en sus territorios de Sajonia, Hanover y Baviera.
Contagio o incendio fulminantes, lo cierto es que en unas cuantas semanas el panorama político europeo está totalmente transformado. Ahora presenta una fisonomía de carácter democrático y nacionalista en algunos casos. Las estructuras estatales parecen mágicamente transformadas. Semeja en verdad otra Europa, muy distinta desde aquel lejano año de 1815 en que el Congreso de Viena, bajo la alianza de las potencias, había decretado la represión de todo intento democrático y contrario a la monarquía. Después de esta primera crisis, sin embargo, surge el difícil periodo que obliga a sostener este nuevo orden, así como las recientes alianzas que, inseguras, acusarán pronto signos de debilidad. Por otro lado, el conflicto latente que estimula la situación social imperante suscita recelos y conflictos de acuerdo con las partes que entonces actúan en la escena política.
En Francia el conflicto político, aparentemente superado con la creación de un Gobierno provisional, cede pronto ante el problema de la crisis económica, aún sin solución. Toma cuerpo la pugna entre los propietarios y los campesinos sin tierra, entre la burguesía y el proletariado y tiene lugar una eclosión de socialismo (que es una amalgama de corrientes y partidos muy diversos allegados práctica o doctrinalmente al ámbito obrero de las ciudades). No tarda en cundir el pánico en la Bolsa, las finanzas, el comercio, el crédito y en la actividad industrial. El Gobierno provisional es una coalición de diversas tendencias muy desequilibradamente representadas: republicanos moderados —mayoría—, demócratas socializantes, un teórico socialista —Louis Blanc— y un obrero —el mecánico Albert, más tarde internacionalista y partidario de la línea de Marx—. Este Gobierno provisional provoca fuertes resistencias entre los vencedores de Febrero —la burguesía—. La vaga y estrecha tendencia obrerista —caracterizada por un tímido reglamento laboral (la “organización del trabajo”) y la instauración de la Jornada de Diez horas— es sistemáticamente obstaculizada ante la seria amenaza social que representa. Como dirá Marx, poco después de estas jornadas, en su célebre folleto Las luchas de clases en Francia, la República no hizo más que “adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa”. Se instala una Asamblea Constituyente ante una débil fracción de representantes demócratas y socialistas. El gobierno en Francia se asume plenamente como republicano moderado.
En los Estados alemanes la situación es más incierta aún. Por lo pronto, la participación de los obreros y artesanos se limita a su lucha en las calles durante los días de revuelta contra el régimen; su oposición organizada casi no existe si la comparamos con Francia. La concesión de derechos por parte de los Parlamentos locales sólo beneficiaba a ese sector de la sociedad alemana mediante la abolición de los derechos señoriales y la aplicación de libertades públicas. De hecho, como diagnosticaba el Manifiesto del Partido Comunista, el conflicto principal se halla entre la aristocracia terrateniente y la joven burguesía industrial y mercantil. La rebelión de las clases inferiores se manifiesta autónomamente y mediante sublevaciones de tipo arcaico —en una especie de jacquerie no tan sangrienta ni cruel— en contra de los señores, administradores, guardabosques, justicias locales y usureros judíos.
La primera Asamblea sesiona en Francfort del 31 de marzo al 3 de abril de 1848 con una mayoría de representantes moderados —en realidad monarquistas constitucionales— y se limita a proclamar la “soberanía” de la próxima Asamblea, a ser elegida por sufragio universal y directo; decide reunirse hasta la apertura de esta segunda Asamblea. Mientras tanto, el partido republicano, que hace las veces de la oposición frente al partido moderado, sufre casi de inmediato la derrota decisiva tanto dentro como fuera de la Asamblea, con el aniquilamiento de la insurrección armada (encabezada por Hecker, Struve y Herwegh, ex miembros de la Liga de los Comunistas), que había penetrado con muy pocas fuerzas y pertrechos desde Francia. La Asamblea, reunida en los meses de abril y mayo, delibera inútilmente sobre proyectos incoherentes que debilitan progresivamente toda oposición real frente a la Corona. Otra serie de golpes acabará por debilitar a la Asamblea. En los territorios dominados por Prusia, los liberales desembocan en una lucha nacionalista. Los líderes Palacky y Rieger se niegan a enviar representantes a la Asamblea de Francfort y convocan en Praga a un Congreso eslavo con la pretensión de unirse a una Austria federal. Toma auge el movimiento de los nacionalismos eslavos: los rumanos de Transilvania luchan por una Hungría unificada; los croatas por un reino de Croacia, Eslovania y Dalmacia, directamente asociado también a una Austria federal; los servios reivindican su autonomía. El propio Imperio de los Habsburgos se halla impedido de intervenir. No obstante el otorgamiento de una Constitución austriaca el 25 de abril, los estudiantes vieneses, organizados en la llamada “Liga académica”, instigan nuevos motines el 15 y 16 de mayo que obligan a la Corte a huir. El gobierno formado en la capital por el archiduque Juan se halla a su vez dividido y semiparalizado en medio del enfrentamiento de las distintas nacionalidades.
A partir de junio el movimiento se repliega. Los Habsburgos son los primeros en rehacer sus fuerzas para controlar la situación en sus dominios. Primero en Praga, que es bombardeada por las tropas del príncipe Windischgrätz durante los llamados “motines de Pentecostés”, del 12 al 17 de junio.
Luego sigue Italia, ante la vacilación y traición de Carlos Alberto de Cerdeña, pues las olas revolucionarias que él mismo había suscitado lo rebasaban con un movimiento nacionalista y de unificación contrario a sus intereses dinásticos. Carentes de unidad para enfrentar el poder austriaco (Lamartine había ofrecido un auxilio francés al Piamonte que ya no era posible debido a la mayoría moderada y la desaparición del Gobierno provisional), las fuerzas piamontesas y de Lombardía fueron prácticamente aniquiladas por los austriacos al mando del príncipe Radetzky en la batalla de Custozza, el 25 de julio. No obstante, Roma y Florencia parecen evolucionar contra la corriente reaccionaria y se proclaman repúblicas en febrero de 1849. Luego de una nueva derrota, Carlos Alberto abdicará el 23 de marzo de ese año y el Piamonte abandonará a su suerte la Lombardía, sobre la que se abate la feroz represión de Radetzky y de su lugarteniente Haynau, conocido como la “hiena de Brescia”.
La corte vienesa había podido instalarse en su capital el 12 de agosto de 1849, luego de los triunfos de Radetzky y Windischgrätz. Desde Viena, se lanza un ataque contra el movimiento autonomista encabezado por Kossuth. Estalla la guerra a fines de septiembre entre Austria y Hungría. En tanto, el movimiento demócrata vienés —estudiantes, burgueses radicales, militares obreros— no se muestra muy favorable al Reichstag constituyente surgido de la Constitución del 25 de abril e intentan una nueva insurrección. Las tropas, al mando de Windischgrätz y Jelacic —el jefe propuesto por la Corte para el mando en Hungría—, reprimen la rebelión vienesa (23-31 de octubre).
En Francia han cambiado mucho las cosas. Para julio de 1848 el orden se había restablecido. El 4 de mayo la Comisión ejecutiva del Gobierno provisional había prescindido de Blanc y de Albert, depurando así su composición. El 15 de mayo, ante el apoyo parisino de la causa polaca, Lamartine y Ledru-Rollin prefieren mantenerse en actitud de espera sin ganar la confianza del gobierno burgués. Los Ateliers Nationaux son suprimidos por los moderados que dominan la Asamblea y ahora también la Comisión ejecutiva del gobierno. De los barrios obreros parisinos se levantó una insurrección. Investido de plenos poderes por la Asamblea Constituyente, el general Cavaignac deja levantarse las barricadas para aplastar de un solo golpe a todas las fuerzas revolucionarias. Después de tres días de encarnizados combates, derrota a la revolución el 26 de junio. Muchos prisioneros capturados fueron exterminados peor que enemigos extranjeros. De este modo, la reacción acababa no sólo con los sueños de organización y emancipación de los trabajadores, surgidos de los acontecimientos de febrero, sino con los proyectos de nacionalización, que tanto preocupaban a la burguesía y a la pequeña burguesía. Cambios como la reforma fiscal, la asistencia social y la educación gratuita se vieron frustrados y, en resumen, la revolución de Febrero se limitaba provisionalmente a la forma del régimen republicano y al sufragio universal.
El 12 de noviembre de 1848 quedó establecida la segunda República francesa. Los poderes se dividieron entre una Asamblea única y el presidente. Los jefes conservadores de la nueva república deciden dar su apoyo a la candidatura de Luis Napoleón. Así se retribuyó a los servicios de Cavaignac, el vencedor de junio. Elegido por aplastante mayoría, Luis Napoleón asume el cargo y cinco meses después de las elecciones presidenciales tienen lugar las elecciones mediante las cuales se sustituye a la Asamblea Constituyente con una Legislativa. En lugar de la mayoría de los moderados, surge en la nueva legislatura un bloque considerable (la tercera parte de los diputados) de los llamados de “la Montaña” o “rojos”. Así, la derrota de la República social se ve acompañada, a su vez, de una radicalización de la opinión. Por una parte, aparecen los propietarios —moderados y reaccionarios— y, por otra, la democracia urbana y rural —avanzados y radicales—, cuyo enfrentamiento es un exponente de la profundidad que ha alcanzado la lucha de clases en Francia. Más tarde, el 2 de diciembre de 1852, sobrevendrá el golpe de Estado de Luis Napoleón. Sin embargo, Francia era el país donde se habían logrado mayores conquistas.
En Alemania tiene lugar también un retroceso significativo durante el año de 1848. La llamada “soberanía” de la Asamblea sigue siendo quimérica por cuanto el ejército, la marina, la diplomacia y la administración —todo lo cual podía haberla hecho posible— no han llegado a sus manos. Los conflictos daneses y poznianos, principalmente, la hacen caer en ridículas contradicciones. Los demócratas radicales, que no han encontrado eco en esta Asamblea, son cada vez eliminados en la lucha callejera. Para septiembre, la burguesía se halla en perfecta armonía con los intereses de la causa conservadora. La Corona desgasta más y más la supuesta independencia de los burgueses cambiando un gabinete tras otro bajo su fiel custodia, mientras que la política del reino, a través de estos gabinetes colaboracionistas, se ve afincada en posiciones más conservadoras y reaccionarias. No hay prácticamente oposición real al régimen entre los demócratas y los obreros. Surgen manifestaciones populares en contra de la política del reino, pero no se puede lograr una organización más cohesionada; por el contrario, poco a poco se va extinguiendo. La Constitución del rey, “impuesta” u “otorgada”, sanciona la victoria del principio monárquico por más que presente ciertos rasgos liberales. En Francfort las discusiones se eternizan en torno al problema de la “Gran Alemania” o la “Pequeña Alemania”. Las fronteras del futuro Reich con Austria es un conflicto pendiente de primer orden. La “Pequeña Alemania” significaba la unificación alemana sin incluir los territorios alemanes del Imperio austriaco, la “Gran Alemania” la anexión de dichos territorios al nuevo Reich unificado. Federico Guillermo IV de Prusia se muestra indeciso a convertirse en emperador de Alemania. Finalmente, decide disolver la Cámara prusiana (la Asamblea de Berlín), elegida de acuerdo con la Constitución de diciembre de 1848, cerrando así el paso al sufragio universal, que no se implantará hasta 1918.
En la primavera de 1849 se agita un movimiento democrático de intelectuales, pequeña burguesía, obreros, artesanos y demócratas, pero el rey prusiano se siente fortalecido. Las tropas aplastan a los insurrectos sin la menor consideración. La Asamblea de Francfort se traslada a Stuttgart, donde los demócratas intentan un levantamiento contra el absolutismo para después dispersarse, el 18 de junio. Luego de estas victorias sobre los últimos reductos opositores, la Corona reemprende el proyecto de unificación, pero en completo provecho suyo y bajo el régimen de un constitucionalismo inspirado en la tradición monárquica y conservadora. Se opta por una “unión restringida” que posibilita, hasta marzo-abril de 1850, el establecimiento de una Asamblea federativa en Erfurt, que votará una nueva Constitución para el Reich, en tanto que se va modificando el estatuto prusiano en un sentido cada vez más conservador. De cualquier manera, Prusia y Austria se encuentran enfrentadas en un conflicto sumamente complicado y la situación, después de todo, no resulta tan favorable a Prusia. Baviera y Wurtemberg buscan su propia independencia frente a Prusia con el apoyo de Austria. La política austriaca, que va dominando cada vez más la situación en Hungría e Italia, con el apoyo de Rusia y la habilidad de su gobierno, dirigido por el príncipe Schwarzenberg, logra aislar al cabo de confusas negociaciones a Federico Guillermo IV, quien tiene que acceder a una humillante retirada acordada en Olmütz.
Éstos son los resultados fundamentales de los movimientos revolucionarios de 1848.
Europa se transformó sensiblemente, aunque el restablecimiento del absolutismo no permitiera ir más allá de los meros intentos por establecer regímenes democráticos o que, habiendo logrado establecerlos, éstos fueran más tarde sustituidos. Como quiera, era una Europa compleja, contradictoria. De ello da ejemplo la campaña bonapartista de junio-julio de 1849 contra la República romana con objeto de restaurar el poder pontificio. Puede decirse que muchas regiones del continente apenas si experimentaron leves agitaciones, cuando no ninguna. Inglaterra veía extinguirse, en 1848, la agitación cartista, concluyendo así diez años de oposición frente a la burguesía. España, por su parte, sólo vio recrudecer las medidas policiacas de prevención, pero no conoció ninguna agitación relacionada con los demás movimientos revolucionarios. Los Países Bajos se acercaron, pacíficamente, a un régimen constitucional. Suiza estableció su Constitución federal el 12 de septiembre de 1848 como consecuencia de la lucha cantonal de un año antes.
Definitivamente, la clase que salió más fortalecida fue la burguesía. Las burguesías europeas, muy diversamente desarrolladas, pudieron amoldarse en los distintos casos sin ser excesivamente requeridas por parte de unas monarquías que, después de todo, ya se habían visto ellas mismas en la necesidad de amoldarse a las exigentes condiciones. Esta convivencia no supone una continuidad estricta, pero toda sospecha entre sí ha sido superada: la real amenaza contra las clases dirigentes está representada por las clases plebeyas. Las constituciones, tan sólo parcialmente liberales, terminan no obstante por imponerse incluso en los reinos más conservadores, y si bien no son del todo satisfactorias para la burguesía en su conjunto, cuando menos le permiten compartir lo mínimamente necesario el poder político. Las transformaciones sociales y jurídicas —y, por supuesto, las económicas— facilitan a fin de cuentas el desarrollo de las fuerzas productivas y del régimen capitalista, si no igual que en una república constitucionalmente establecida, sí de modo que le fue favorable.
Ahora bien, el centro de atención de Marx y Engels era por supuesto Alemania. Pese a advertir la diversidad de luchas posibles en los distintos frentes según se lo habían planteado en el Manifiesto, estimaban, como allí mismo claramente lo expresaron, que el objetivo central era muy claro: constitución de los obreros en clase, derrocamiento de la dominación burguesa y conquista del poder político por parte del proletariado. Se trataba de impulsar un movimiento hacia estos objetivos, no de crear dicho movimiento al margen de la lucha de las demás clases ni por encima de la clase trabajadora. Tal empresa, consideraban, sólo podía ser llevada a cabo por los comunistas, “que no forman un partido aparte”, sino que se han constituido en el sector más consciente de la clase obrera misma. Habían previsto una táctica específica de acuerdo con la cual era necesario desarrollar el partido de los comunistas alemanes.
La cuestión de cómo intervenir en la revolución alemana divide a los grupos de la Liga de los Comunistas. Unos se proponen internarse en pie de lucha contra los regímenes establecidos. Otros, apoyados y dirigidos por Marx, se niegan a cualquier movimiento que pueda fácilmente convertirse en una aventura riesgosa e inútil, que pusiera en peligro el movimiento en su conjunto así como a las organizaciones revolucionarias y el triunfo de la revolución. Siguiendo los principios del Manifiesto y su interpretación aplicada al caso de Alemania en la hoja que contenía el Programa de acción del partido obrero alemán, evitando despertar los prejuicios nacionales y reaccionarios “contra el pueblo francés”, condenan la vía aventurera y deciden, junto con sus compañeros de la Liga, volver como ciudadanos a las distintas ciudades alemanas, y desde allí, mezclados en el movimiento ya en marcha, luchar por la estrategia revolucionaria. Tarea fundamental de los miembros de la Liga que marcharon a Alemania fue fortalecer las organizaciones existentes o crearlas allí donde no existían, haciendo uso de la propaganda legal, los comités de correspondencia y la distribución del Programa de 17 puntos.
Este programa de la sección alemana de la Liga, distribuido en una hoja impresa en diversas partes del territorio alemán, lanzaba un programa político para la lucha de los comunistas al lado de las demás fuerzas revolucionarias. Se reivindicaban los siguientes puntos de lucha: una amplia reforma electoral, la instalación de un Parlamento popular, una administración general de justicia, la abolición de las cargas y tributos feudales, la confiscación por parte del Estado de las grandes propiedades, la abolición de las cargas impositivas sobre la mediana y pequeña propiedad, el establecimiento de una banca pública que regulara el curso legal de la moneda así como el movimiento crediticio en favor de la producción social y fomentara el proceso de producción y de cambio, confiscación de los medios de transporte y comunicación de acuerdo con el interés público, redistribución racional de todos los servidores y funcionarios públicos, separación de la Iglesia y el Estado, restricción del derecho de herencia, equilibrio impositivo entre la producción y el consumo, nacionalización de la industria e instrucción pública y gratuita. Era un programa avanzado supeditado al periodo de transición, es decir, un programa que representaba los intereses de las clases trabajadoras frente a la burguesía después de que ésta tomara el poder. Éste era el programa estratégico de las clases trabajadoras de Alemania. Pero la táctica implicaba una alianza con esa misma burguesía en su lucha contra la monarquía y las clases de la nobleza. En la Alocución de marzo de 1850 de la Liga de los Comunistas, acorde con el Manifiesto y los lineamientos fundamentales de 1848, Marx y Engels expresaron que la época de las conspiraciones había sido ya superada. La tarea fundamental de los comunistas consistía, de acuerdo con ello, en crear el partido democrático de los trabajadores, en oposición a los partidos burgueses y pequeño burgueses que, cuando mucho, aspiraban a un orden burgués más o menos democrático, pero que carecían de los instrumentos reales para resolver la cuestión social que afectaba a Alemania. Así pues, se declaraba como principio básico la independencia de este partido obrero, aunque tuviese que luchar, durante cierto periodo, al lado de la burguesía.
Para entonces, Marx y Engels iban llegando a varias conclusiones de carácter político. Consideraban que la situación en que se encontraban en la sociedad moderna las clases enfrentadas en lucha dependía en gran medida de la coyuntura económica. Tenían en mente la posibilidad de un progresivo debilitamiento y posible aislamiento de la burguesía como producto de las crisis comerciales inherentes al régimen capitalista; y que su fortalecimiento dependía siempre de la prosperidad industrial y comercial, cada vez más difícil mientras no se transformaran las relaciones de producción imperantes. Pensaban, asimismo, que el éxito de la revolución proletaria no dependía tan sólo de la clase trabajadora industrial sino que también dependía de su capacidad para establecer una alianza efectiva con las clases campesinas empobrecidas en su lucha ante la burguesía y el Estado. Por otra parte, creían que toda su fuerza debía dirigirse contra el aparato del Estado en la medida en que éste era el instrumento por excelencia de toda dominación y el garante de las condiciones imperantes de explotación. En buena medida, la estrategia y la táctica impulsadas por la Liga Comunista suponía una intensificación de las contradicciones burguesas y, en consecuencia, un paulatino debilitamiento de su hegemonía.
Pero la derrota y sus consecuencias dejaron en pie varias lecciones. Primeramente, la coyuntura económica, que tanta importancia tenía para Marx y Engels, representaba para el capitalismo una severa prueba que, sin embargo, no lo hizo sucumbir ni aislarse bajo la presión de sus contradicciones; por el contrario, era evidente que la dictadura del capital sobre los ejércitos de obreros salía fortalecida en todos los frentes. Contra lo que supuso Marx, esta crisis no hizo imprescindible el remplazo de las relaciones sociales capitalistas por aquellas nuevas que configuraría el proletariado. Asimismo, se puso de manifiesto que las alianzas del proletariado eran hasta entonces inseguras e inestables, sobre todo con el sector agrícola, tan diversificado e impredecible, pues o bien respondía a posiciones reaccionarias o bien se dejaba arrastrar, como en Francia, por ideologías ya consagradas que pretendían reavivar viejas luchas fácilmente capitalizables para quienes tenían el mando militar y político. Por otra parte, el papel de la pequeña burguesía de las ciudades contribuyó en mucho a enrarecer la contradicción básica entre la burguesía y la nobleza, por un lado, y la burguesía y el proletariado, por el otro.
Lo cierto es que después de la derrota cabía suponer el futuro del partido de los trabajadores. Al menos en Alemania cabía esperar una cosa: una muy lenta institucionalización democrática. Más aún: las condiciones obligaban a pensar en la estrategia revolucionaria como un proceso largo, complicado y difícil. En Alemania, la clave de la situación se sustentaba en el entendimiento surgido entre la burguesía y las clases privilegiadas y el incipiente desarrollo de la clase obrera. Así pues, la burguesía alemana no sólo abandonó rápidamente toda posible alianza con la pequeña burguesía y los obreros, sino que consolidó ella sola su poder preservando el orden político existente, ya entonces avenido con un régimen social capitalista. Además, durante la etapa de una extensiva industrialización, consolidó su acceso al mercado mundial en la segunda mitad del siglo XIX. La política restauradora aplicada por la burguesía y la nobleza de las potencias de la Alemania Central, Austria y Prusia dio paso, más tarde, a la política de Bismarck, partidario de la unificación alemana bajo la hegemonía de Prusia y diseñador de una política exterior basada en el criterio de “la conveniencia”, la cual finalmente consolidó un fuerte Estado alemán. Representaba la apertura de un periodo de prosperidad económica para la burguesía alemana, periodo que se prolongó a lo largo de veinte años hasta 1872 o 1873. Durante ese periodo, Alemania fue convirtiéndose en una potencia industrial con mayor población urbana, una floreciente pequeña burguesía, mayor empleo de maquinaria y vías férreas y una renta nacional considerablemente más elevada. La creación de sociedades industriales por acciones, el surgimiento de un nuevo sistema financiero y la ampliación de los créditos venían a sustituir al viejo y anárquico sistema proteccionista de los diversos territorios alemanes y hacían notar un nuevo sistema de concentración vertical auspiciado por el propio Estado. La burguesía alemana no tenía, a partir de los años cincuenta, ya nada que envidiarle a la vieja nobleza; se sentía cada vez más segura de su poder, y ha de reconocerse que, en su afán de dominio, cuando supo conquistar paulatinamente su libertad y su independencia económica, no incurrió en la tentación de derrocar violentamente a los viejos estamentos, con los cuales decidió compartir el poder político.
Marx había iniciado el estudio de la economía política y desarrollado una destacada actividad política en el ámbito de las organizaciones obreras en Alemania, en París, en Bruselas y en Londres. Era, sin duda, junto con Engels, uno de sus teóricos más capaces. Entendía la economía política desde el punto de vista del proletariado —con lo cual rompía el esquema burgués de un “orden natural” de la economía y la sociedad—, por lo que había adoptado más bien la crítica de la economía política burguesa. Así, en un principio concebía las leyes básicas del modo de producción capitalista en cuanto tal y no en cuanto ejemplar histórico y concreto —esto último, que podía dar pie a un análisis coyuntural de sus leyes básicas luego de este estudio inicial abstracto, lo completó muchos años después en los manuscritos del tercer tomo de El capital—. En 1848, pues, Marx no contaba con los suficientes elementos para fundar un análisis que proyectara todas las posibles condiciones de una revolución por parte de las clases trabajadoras. Parecía necesario que el proletariado, en su lucha, prefigurara él solo las relaciones sociales cualitativamente nuevas que no respondieran a las condiciones
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