Las siete fiestas de Jehová - Eduardo Cartea Millos - E-Book

Las siete fiestas de Jehová E-Book

Eduardo Cartea Millos

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Las siete fiestas de Jehová, el nuevo libro escrito por Eduardo Cartea Millos, es un estudio basado en Levítico, un libro de una gran importancia y trascendencia en el que el autor explica las celebraciones de las siete fiestas y ayuda al lector a entender la interrelación que existe en la cultura Judía, el Dios del Antiguo Testamento, Jehová y su relación con el Nuevo Testamento. El libro amplía el tema para estudiar y explicar esas celebraciones de las siete fiestas y entender la interrelación que existe en la cultura Judía, el Dios del Antiguo Testamento, Jehová y su relación con el Nuevo Testamento. También analiza sus simbolismos, el propio carácter de Dios; y así mucho otros temas que aparecen en las 7 fiestas solemnes de Jehová. Las siete fiestas de Jehová de Eduardo Cartea Millos basado en Levítico, es un estudio amplio de las siete fiestas solemnes de la cultura Judía; su simbolismo, tipología y la interrelación con el Nuevo Testamento. Eduardo Cartea Millos es Licenciado en Teología, pastor, profesor y director del Instituto Bíblico Jorge Müller, y responsable junto a otros escritores del Tratado de Estudios Bíblicos y Teológicos en cuatro tomos del IBJM y también ejerce el ministerio de la enseñanza en su iglesia, iglesias en Argentina y en otros países. Ha ejercido por años un ministerio musical como organista y director de coros. Está casado con Ma. Ligia Pérez, viven en Buenos Aires, Argentina, y tienen un hijo, Mariano Sebastián

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Seitenzahl: 451

Veröffentlichungsjahr: 2021

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LAS SIETE

FIESTAS

de JEHOVÁ

Un estudio basado en Levítico 23

Eduardo Cartea Millos

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS

(Barcelona) ESPAÑA

E-mail: [email protected]

http://www.clie.es

© 2021 por Eduardo Cartea Millos

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)».

© 2021 por Editorial CLIE

Las siete fiestas de Jehová

ISBN: 978-84-17620-40-0

eISBN: 978-84-17620-41-7

Estudios bíblicos

Antiguo Testamento

Acerca del autor

EDUARDO CARTEA MILLOS, Licenciado en Teología, es uno de los pastores y enseñadores en su iglesia y las iglesias en Argentina. Profesor del Instituto de Educación Superior Juan A. Comenio, del Instituto de capacitación misionera CeCaBiM; asimismo Profesor y director del Instituto Bíblico Jorge Müller, y responsable, junto a otros escritores del Tratado de Estudios Bíblicos y Teológicos en cuatro tomos del IBJM. Ha ejercido por años un ministerio musical como organista y director de coro. Es escritor de varios libros, entre ellos, “Que nadie tome tu corona”, un estudio sobre el Tribunal de Cristo. Está casado con Mª Ligia Pérez y tienen un hijo, Mariano Sebastián, casado con Gianinna Vallejo, todos radicados en Buenos Aires, Argentina.

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

1.Las fiestas

2.El mensaje de las fiestas

3.El Sábado

4.La Pascua

5.Los Panes sin levadura

6.Las Primicias

7.Pentecostés

8.Al son de las Trompetas

9.El día de la Expiación

10.Los Tabernáculos

Apéndice I: Las fiestas de los judíos

Apéndice II: Las fiestas en la actualidad

Apéndice III: Calendarios judíos

Apéndice IV: Esquema de las fiestas de primavera y otoño

Apéndice V: Las fiestas del señor. Su proyección profética

Apéndice VI: La fiesta de la Pascua en la actualidad

Glosario de términos

Bibliografía

Las citas bíblicas, salvo indicación contraria,son extraídas de la versión RV 1960.

En algunas referencias al pie faltan datoseditoriales, títulos y ubicación de las fuentesconsultadas. En unos casos, por ser libros queno contienen todos los datos y, en otros, por nocontar el autor con ellas. Pedimos disculpas porello, pero damos fe de su autenticidad.

PRÓLOGO

Nuevamente, Eduardo Cartea Millos vuelca su muy amplio y reconocido conocimiento de las Escrituras en este trabajo que lleva el título de “Las siete fiestas de Jehová”.

Este libro nos conduce por sendas poco transitadas. Invita al lector a bajar el ritmo de su paso normal y a veces detenerse, asombrarse y aun emocionarse al considerar la belleza que las rodea.

La consideración de este tema del Antiguo Testamento se asemeja a encontrar un tesoro cubierto de polvillo, poder quitarlo y verlo brillar como en su estado original.

Vivimos en un mundo donde lo más valioso es lo más nuevo, lo más vistoso, lo más rápido, lo más potente. No es así, o no debe ser así con las Escrituras. Lo antiguo tiene mucho valor. Romanos 15.4 justifica el estudio y la enseñanza del Antiguo Testamento como se aprecia en este libro, pues tiene mucha relevancia en la vida cotidiana del creyente en la actualidad: “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza”.

Una frase del autor resume el estudio de Las siete fiestas de Jehová de esta manera: “Aunque no tengan valor de precepto para guardar, tienen un hondo mensaje espiritual para dejarnos, pues, “toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir... (2 Ti. 3:16).

En junio de 1836 el renombrado pastor escocés Robert Murray McChane, siendo un estudiante de veintidós años de edad, dijo a un amigo, también escocés: “Sería un estudiante mediocre el que limitara su vista a los campos fructíferos y las huertas bien regadas de la tierra cultivada. No podría tener un concepto completo del mundo si no ha estado sobre las rocas de nuestras montañas, o no ha visto los lugares desérticos; si no ha caminado por la cubierta de un barco en medio del vasto océano cuando no hay vista de la costa sobre el horizonte. De la misma manera, sería un estudiante mediocre de la Biblia, el que no quisiera conocer todo lo que Dios ha inspirado; el que no indagara en los capítulos más “desérticos” para recoger el bien para el que fueron escritos; el que no intentara entender todas las sangrientas batallas que en ella se registran, para descubrir que “del devorador salió comida y del fuerte salió dulzura”.

Quizás el libro de Levítico sea clasificado por muchos como un libro “desértico”. En reuniones donde he pedido la lectura de este libro, les he dicho a los presentes: “¡Lo van a encontrar en la parte limpia de sus Biblias!”. Pero, ¡cuánta riqueza hay en él! Bueno, Eduardo nos conduce a descubrir esa riqueza y nos despierta el apetito para seguir descubriendo más aún.

Una de mis primeras experiencias después de ser bautizado a los trece años fue la de asistir a una serie de reuniones sobre el Tabernáculo. Huelga decir que lo disfruté mucho. Quedé atrapado por ese tema. Bueno, la misma sensación experimentará el adolescente, el joven y también el adulto al descubrir la riqueza del Antiguo Testamento que el autor presenta en “Las siete fiestas de Jehová”.

El autor de la presente obra ha puesto en evidencia su don de exposición clara y concisa. La explicación de cada fiesta es el resultado de una investigación personal meticulosa y regada con oración. La bibliografía amplia enriquece su arduo trabajo. Por otra parte, encontré una transparencia loable en el método adoptado de colocar las obras citadas al pie de la página correspondiente. Resulta ser mucho más cómodo que una larga lista al final, que pocas veces se lee o se consulta.

Eduardo ha logrado de forma magistral que “Las siete fiestas de Jehová” no sea un libro técnico. Es expositivo, pero intercaladas prácticamente en cada página encontramos palabras prácticas de exhortación, de aliento o de consuelo. El lector podrá respirar lo eterno junto con lo necesario para la vida moderna actual.

Es evidente que el escritor no decidió escribir un libro por el solo hecho de hacerlo. En la lectura de “Las siete fiestas de Jehová” se percibe una preocupación santa por la condición personal y congregacional del pueblo de Dios. A través de ella, el autor nos toma de la mano para hacernos subir unos escalones en la santidad y madurez espiritual. El lector sentirá la necesidad de expresar —igual que el himnólogo— aquellas sentidas palabras: “Cerca, más cerca, ¡oh Dios de ti! Cerca yo quiero mi vida llevar”.

Felicitamos, pues, a Eduardo Cartea Millos por esta obra que llega a cubrir una necesidad en el mundo de habla hispana. Sin lugar a dudas, este libro, escrito para esta generación, recompensará ampliamente su estudio también para sucesivas generaciones, pues, el contenido del mismo no caduca.

Jaime G. Burnett

Pastor, misionero, reconocido conferencista yescritor escocés, radicado en la ciudad de Panamá,provincia de Entre Ríos, Argentina.

INTRODUCCIÓN

Seguramente has contemplado muchas veces paisajes preciosos. También yo lo he hecho. Pero ¿no es cierto que algunos te han dejado extasiado? En mi caso, en este maravilloso país que es Argentina, las cataratas del Iguazú, el glaciar Perito Moreno, la incomparable belleza de los cerros jujeños de siete colores de Purmamarca, las imponentes alturas de la cordillera de los Andes, y tal vez un par más, son para mí paisajes supremos. Su contemplación me dejó pasmado y me hizo elevar himnos de alabanza al Creador. Así nos pasó junto a mi esposa más de una vez, y no hay forma de impedir que brote del corazón aquella antigua canción: Cuán grande es El...

Así también ocurre con la Biblia, ese libro fascinante, único, que contiene tesoros insondables que asombran a todo aquel que aborda sus páginas. Toda ella es maravillosa. Pero hay ciertos capítulos, ciertos fragmentos que son sublimes. Este libro trata de uno de ellos.

Cristo es el cumplimiento del eterno plan de Dios. En él Dios escogió a los que habían de ser salvos (Ef. 1.4; Hch. 13.48; 2.47); en él realizó la obra de la redención (2Co. 5.19); en él unió a judíos y gentiles en uno, reconciliando con Dios a ambos en un solo cuerpo, y “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1.20; Ef. 2.13-16); en él, la plenitud de la iglesia, cuando el último salvo sea agregado (Ro. 11.25); en él, su recogimiento en las nubes, cuando venga a buscar a los suyos y sean con él glorificados (1Ts 4.14-18); en él, todos los juicios sobre hombres y ángeles (Jn. 5.22; Hch. 10.42); en él, la consumación de todas las cosas, cuando “entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia”, cuando “el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1Co. 15.24, 28).

De modo que toda la Escritura, toda la revelación, todos los eternos propósitos de Dios tienen su cumplimiento en Cristo, en el hombre Jesús, en el Mesías, en el Señor y Rey. Bien lo expresa el Apóstol Pablo en Efesios 1.7-10: “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra”.

Las verdades de Dios escritas en el Antiguo Testamento están muchas veces escondidas detrás de tipos, de figuras, de símbolos, cuya realización se explica conociendo la revelación del Nuevo Testamento. Indudablemente, nosotros somos bienaventurados por acceder a verdades a las cuales los santos de la antigüedad no podían. La revelación de Dios ha sido progresiva y nos ha tocado a nosotros, los santos del “nuevo pacto”, recibir la Palabra de Dios en forma completa, que, por efecto de la iluminación del Espíritu Santo en nuestras mentes espirituales, nos llegan haciéndonos conocer los grandes misterios de Dios, las cosas profundas de Dios.

Así lo dice el Apóstol Pablo en 1 Corintios 2.7-13: “Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de gloria. Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre (ninguna mente humana ha concebido), son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual” (“interpretando verdades espirituales a mentes espirituales”, o bien, “explicando cosas espirituales con palabras espirituales”).

Así que los tipos o figuras del Antiguo Testamento tienen su concreción, su realidad, su “anti-tipo” en las verdades del Nuevo Testamento, muchas de ellas en la Persona de Cristo y en su Iglesia. Colosenses 2.17 dice: “todo lo cual es sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo es de Cristo”. Hebreos 10.1 agrega: “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas...”. El cuerpo, la realidad, cuya sombra es proyectada en el Antiguo Testamento anticipando tipológicamente lo que habría de venir, está en el Nuevo Testamento. Así pues, el Nuevo Testamento es la explicación y la aplicación del Antiguo.

Entendemos con sincero convencimiento que la Biblia ha de ser interpretada literalmente, siguiendo el método de hermenéutica literal, o histórico-gramatical, que proporciona una interpretación llana de las Escrituras, pero teniendo en cuenta, a su vez, las figuras del lenguaje que en ella se utilizan. Así que, dentro del marco de una sana hermenéutica, es necesario dar valor —entre otras figuras— a la rica tipología y simbología bíblicas.1

Sin caer en la espiritualización del texto, es decir, en una caprichosa alegorización y misticismo, es necesario y muy provechoso descubrir en la Biblia su tipología, particularmente desplegada en el Antiguo Testamento pues, como dice E. Trenchard “la verdad encarnada en Cristo aún no se había manifestado”, pues los tipos más prominentes son aquellos que tienen su realización en la Persona y la Obra de Jesucristo.

El estudio de los tipos bíblicos es una fuente de conocimiento doctrinal que maravilla al alma sensible a la Palabra de Dios. Dice Sir Robert Anderson:

“La tipología del Antiguo Testamento es el alfabeto del lenguaje en el cual el Nuevo Testamento está escrito; y, como muchos de nuestros grandes teólogos son admitidamente ignorantes acerca de la tipología, necesitamos no sorprendernos si ellos no son siempre los exponentes más saludables de las doctrinas”.

Las grandes verdades de la Palabra no están en la superficie. Las perlas, las piedras preciosas o los tesoros tampoco lo están. Es necesario profundizar, penetrar en las entrañas de la roca, bucear en el océano insondable de la sabiduría divina expresada en la Revelación. ¡Y allí están! ¡Allí podemos encontrar esos tesoros! ¡Vale la pena hacerlo!

Lo importante es la lección que los tipos dejan y la profunda aplicación espiritual para la vida cristiana y la iglesia del Señor.

El libro de Levítico

Es probable que este sea un libro muchas veces salteado al leer la Biblia. Tal vez porque es algo difícil de entender. O porque se puede pensar: ¿qué tiene para enseñarnos una serie de leyes ceremoniales y morales dadas a Israel hace tres mil quinientos años?

¿Quieres sorprenderte? Ora al Señor y comienza a leer este breve libro de la Palabra de Dios. Recuerda lo que dice el apóstol Pablo en 2 Timoteo 3.16: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir —reprender— para corregir, para instruir en justicia —para mostrar cómo se debe vivir— a fin de que el hombre de Dios sea perfecto —maduro— enteramente preparado para toda buena obra”.

Levítico, el tercer libro del Pentateuco, cuyo título en español derivado de la Septuaginta o traducción al griego de las Escrituras significa “acerca de los levitas”2, es una colección de instrucciones ceremoniales para el sacerdocio aarónico, proveniente de la tribu de Leví, y morales para todo el pueblo, que Dios dio a Moisés después de que Israel construyera el tabernáculo en el desierto (Éx. 40.17; Lv. 1.1). No solo fue escrito para que los sacerdotes supieran cómo debían celebrar el culto, sino para conocer el estado espiritual que ellos y el pueblo necesitaban para adorar a Dios.

Así que, el gran tema de Levítico es la santidad de Dios (Lv. 11.44). Por un lado, la provisión que Él hizo para que el pecador pueda tener acceso a Su presencia santa, y por otro, los requisitos que Su pueblo tiene para acercarse a Él, para tener comunión con Él, para adorarle en “la hermosura de la santidad” (Sal. 110.3).

Es un libro lleno de tipos y símbolos cuya aplicación espiritual está desplegada en las grandes verdades para la Iglesia del Señor en el Nuevo Testamento, donde existen de él unas noventa menciones. El sacerdocio, los sacrificios, el culto del santuario, etc., contienen profundas enseñanzas espirituales para el creyente, y su mejor comentario explicativo es la epístola a los Hebreos.

Antes de seguir adelante, permíteme un consejo: lee el libro de Levítico. Léelo con oración, pidiendo que el Señor abra tus ojos y te muestre las maravillas de su ley. Léelo con mente espiritual, tratando de aprender las lecciones que contiene, léelo a la luz del Nuevo Testamento. Léelo con un corazón dispuesto a obedecer los mandamientos del Señor. Tal vez, muchos de ellos pertenecen a la ley ceremonial para el Israel bíblico, pero su valor moral y espiritual, permanecen inalterables para la vida cristiana. Finalmente, léelo con deseos de que Dios te hable profundamente. Él lo hará y cada lección de este bendito fragmento de la Sagrada Escritura será para ti una fuente de bendición y progreso espiritual para conocer al Señor. Para amarle más. Para servirle mejor.

Los grandes capítulos de Levítico, del 1 al 7 —las leyes de los sacrificios— del 8 al 10 —la consagración y pureza de los sacerdotes—; el 16 —el día de la expiación— el 23 —las fiestas solemnes de Jehová— etc., son caudales de riquísima enseñanza que solo el creyente iluminado por el Espíritu Santo es capaz de comprender, pero que requieren al mismo tiempo humildad, interés y dedicación para apreciar lo que la mente del Soberano ha vertido a través de la pluma inspirada de su siervo Moisés.

Justamente el capítulo 23 es la base temática de este libro. Un capítulo que recorre el propósito divino “de eternidad a eternidad”. Es el capítulo que trata sobre las fiestas de Jehová, el Señor. Y el contenido tipológico y alcance profético de cada una de ellas es tal, que comprende todo el proyecto de Dios, desde la designación del Cordero de Dios en el consejo trinitario, antes de la fundación del mundo —del universo— hasta la consumación de todas las cosas en su Reino milenial, preludio de su Reino eterno.

¡Un solo capítulo resume sus eternos designios! Un solo capítulo para permitirnos contemplar el pensamiento de esa Mente excelsa, a la cual, a pesar de nuestra abrumadora limitación, nos permite penetrar por la iluminación que el Espíritu Santo produce en nuestras mentes.

Un fascinante viaje por los siglos, contemplando la sabiduría y la gracia de Dios. No podemos por menos que decir con el apóstol Pablo en Romanos 11.33-36: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero?

¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?

Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén”.

Oro al Señor para que pueda transmitir al lector el mismo entusiasmo que produjo —y sigue produciendo— en mí este tema, y del que, sinceramente, solo puedo extraer un puñado de verdades sublimes que llenan el alma de admiración, alabanza y adoración.

Permíteme dar unos agradecimientos:

–A María Ligia, mi incomparable esposa, sin cuya ayuda, sostén y estímulo cariñoso ningún aspecto del ministerio que el Señor, en su gracia, me permite desarrollar para su sola gloria sería posible.

–A mi querido hermano y amigo Jaime G. Burnett por las palabras tan amables con las cuales prologa esta obra, y cuyo ministerio y enseñanza siempre he admirado.

–A los queridos hermanos de la amada iglesia en Munro, Buenos Aires, donde el Señor me ha permitido congregar desde siempre, y ejercer el pastorado junto a otros hermanos, por el apoyo en oración que siempre recibo.

–Al Señor, por darme el privilegio de escribir humildemente algo sobre Su inmensa y asombrosa revelación.

1El tipo es una figura de dicción y constituye una analogía ordenada por Dios para significar algo más elevado en el futuro, su anti-tipo. Es algo que se ve “como en un espejo, oscuramente”, pero que tiene perfecta explicación de su significado en el anti-tipo que aparece en el futuro.

“En griego, typos (tipo) aparece catorce veces en el NT, y en algunas de ellas se destaca el sentido que estamos estudiando: Ro. 5.14; 1Co. 10.6, 11 (traducida como “figura” y “ejemplo”, respectivamente). Los tipos, en general, tienen una conexión entre determinadas personas, acontecimientos, cosas, animales, instituciones, etc., del Antiguo Testamento con personas, hechos, cosas, etc. del Nuevo Testamento, cuyo tipismo y significado están provistos por Dios mismo y corresponden al desarrollo de la revelación progresiva y a la unidad esencial de la teología de las Escrituras. Los símbolos son seres u objetos que representan conceptos abstractos, invisibles, por alguna semejanza o correspondencia. Así, el perro es símbolo de fidelidad; la balanza, de justicia; el cetro, de autoridad; la bandera, de la patria; la rama de olivo, de la paz, etc.” (J. M. Martínez, Hermenéutica, Clie, 1984, pág. 181). Existe una gran cercanía entre tipo y símbolo, a tal punto que a veces pueden confundirse uno con el otro. Podemos decir que todo símbolo es un tipo, ya que siempre es figura de algo o de alguien. La diferencia radica —dice J. M. Martínez— en que el tipo tiene su confirmación y frecuentemente su explicación en el Nuevo Testamento, requisito que no distingue necesariamente al símbolo.

2En hebreo el libro se titula “Vayikra”, que significa “y Él llamó”, y deriva de las primeras palabras del libro (cp. 1.1): “Llamó Jehová a Moisés... ”.

CAPÍTULO 1

LAS FIESTAS

“Habla a los hijos de Israel y diles: Las fiestas solemnes de Jehová,las cuales proclamaréis como santas convocaciones...”

Lv. 23.2.

¿Cómo nos imaginamos a Dios? Para muchos es un ser indolente, ajeno a la problemática de la humanidad. Para otros, es un ser adusto, que está siempre dispuesto a juzgar y castigar al hombre por sus pecados. Para otros, un anciano venerable y tolerante, que pasa por alto los errores, las maldades. Y así podríamos seguir discurriendo lo que es para la filosofía, la religión, ese Dios místico, mítico, lejano, implacable. Pero, ¿ese es el Dios de la Biblia? ¿Ese es el Dios que nos presenta la única fuente que nos habla la verdad sobre Su Persona? ¿Nos podemos imaginar un Dios feliz, dichoso, bondadoso, lleno de gracia y misericordia; de amor, porque es amor; de paz, porque es Dios de paz; de luz, porque habita en luz y es luz? ¿Podemos imaginar —y más que imaginar— aquellos que le conocemos como Padre, pensar en Dios como Aquel que es bendito, bienaventurado, feliz, en el sentido más amplio y profundo del término, y que busca la bendición y esa misma felicidad que el pecado se encargó de empañar, para aquellos que redimió, que salvó y que son suyos para siempre?

¡Ese es el Dios de la Biblia! ¡Ese es el Dios de Israel! ¡Ese es el Dios de los cristianos! ¡Ese es nuestro Dios personal!

El capítulo 23 del libro de Levítico —junto con otras Escrituras paralelas que analizaremos oportunamente— está dedicado íntegramente a presentar a este Dios, un Dios festivo que instituyó para Su pueblo un programa de celebraciones para que el gozo y la bendición fueran su permanente experiencia.

Es un capítulo extraordinario; sin duda, uno de los grandes capítulos de la Biblia. Contiene la enseñanza sobre varios eventos que afectaban las costumbres y la cultura de Israel, pero que cuando el lector se interna más en su contenido, puede ver a través de él un desarrollo profético que atraviesa el tiempo, y abarca de eternidad a eternidad, exhibiendo gloriosamente los propósitos de un Dios sabio, soberano e inefable.

Las fiestas de Jehová, o “en honor al Señor”, no solo eran fechas, periodos del calendario anual hebreo, en las cuales se celebraban distintos acontecimientos que eran parte de la vida del pueblo de Dios, sino que, además, tienen un trasfondo espiritual profundo, una proyección histórico-profética y una tipología cristológica maravillosa.

Dios las instituyó para el pueblo de Israel por medio de Moisés mientras andaba por el desierto antes de llegar a la tierra prometida, cosa que Dios daba por hecho (Lv. 23.10). El orden de ellas y la ley de los sacrificios se mencionan una vez más en Números 28 y 29. Y en Éxodo 34 y Deuteronomio 16, Dios establece las tres principales fiestas anuales, en las cuales todo varón debía ir a presentarse a la casa de Dios.

¿Qué significado tenían para Israel las fiestas de Jehová? Cuando Dios las instituyó lo hizo para que su pueblo se gozara con sus bendiciones y recordara siempre con gratitud su misericordia, bondad y gracia para con ellos. Sin duda, eran un motivo de recuerdo permanente. Dios quería que Su pueblo tuviera siempre presente lo que había sido antes de que les libertara “con mano fuerte y con brazo extendido”de su opresión y esclavitud; de cómo les había sostenido, guardado, alimentado, guiado y aun disciplinado en el desierto y cómo les había prometido vez tras vez la tierra a la cual les introdujo finalmente. Por eso leemos repetidas veces la expresión “acuérdate”, “te acordarás” (Éx. 32.13; Nm. 15.40; Dt. 5.15; 7.18; 8.2, 18; 9.7, 27; 15.15; 16.3, 12; 24.9; 24.18, 22; 32.7).

Como ellos, también nosotros somos propensos a olvidar. Nuestra mente frágil se entretiene muchas veces con las circunstancias del presente y olvida el pasado en el cual Dios intervino en nuestra vida, librándonos del yugo de esclavitud y trasladándonos al reino de su amado Hijo (Col. 1.13). ¡Cómo deberíamos tener siempre presentes aquellas palabras sublimes del Salmo 103.2!: “¡Bendice alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios”.

Levítico 23.1-3 presenta varias características de estas fiestas que nos permiten apreciar su verdadera dimensión espiritual y que veremos en el capítulo 2 de este libro. Pero consideremos el nombre que Dios les da. Son las fiestas de Jehová (v. 2).

La traducción podría ser también “festividades” o “festivales”. El carácter de ellas era festivo. Podían tener el propósito de hacerlos sentir afligidos (Lv. 23.27) o de estar alegres (v. 40), pero siempre significaban eventos para que el pueblo estuviera unido en gozosas celebraciones en comunión unos con otros y con Dios.

La palabra “fiesta solemne” (heb. mo ’ed) significa “una cita, un tiempo señalado1, un ciclo o año, una asamblea, un tiempo determinado, preciso”2, y se aplica a todas las ocasiones festivas, entre las cuales se incluyen los sábados.

Las citas de Dios

Dios siempre ha establecido citas (heb. moadim) con los hombres para el cumplimiento de Sus soberanos propósitos (Gá. 4.2, 4, 5; Hch. 17.31). El pecado interrumpió aquella cita que Dios tenía con su criatura, cuando —como bellamente lo expresa Gn. 3.8— “se paseaba en el huerto, al aire del día”. Y hasta consumar su cita con Su pueblo al fin de los tiempos, cuando lo llamará a Su presencia para “entrar por las puertas en la ciudad” (Ap. 22.14) y estar para siempre con Él en gloria, su intención fue siempre estar en medio de Su pueblo. Así fue, teniendo estrecha comunión con sus siervos los patriarcas (Gn. 17.1; 18.17; Stg. 2.23); acompañándoles en su travesía por el desierto con la nube y la columna de fuego (Éx. 13.21,22; 14.19); morando en medio de ellos en la Shekinah —la nube de gloria— sobre el lugar Santísimo del Tabernáculo (Éx. 30.6; 40.34-38); y en el Templo (2Cr. 7.1-3); haciendo su “tienda” entre los hombres en la Persona de Su Hijo (Jn. 1.14); habitando en Su iglesia y en cada creyente (2Co. 6.16; Ef. 3.17); morando finalmente en medio de los suyos para siempre (Ap. 21.3).

Así que estas fiestas eran ocasiones en las cuales Dios se gozaba en medio de Su pueblo. Nos parece oír Su voz en el Salmo 50.5: “Juntadme mis santos, los que han hecho conmigo pacto con sacrificio”. O en Proverbios 8.31: “Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los hombres”.

El versículo 6 de Levítico 23 contiene otra palabra hebrea, también traducida como “fiesta solemne”, pero con una connotación diferente. Es la palabra hag, o chag. Una vez más, Chumney nos dice: “La palabra hebrea chag, que significa “festival”, se deriva de la raíz hebrea chagag, que, a su vez, encierra la idea de “moverse en círculos, marchar en una procesión sagrada, celebrar, danzar, celebrar una fiesta solemne”3. También incluye el concepto del gozo que reinaba en la mayoría de las fiestas. En Deuteronomio 16.15, dice: “Estarás verdaderamente alegre”. ¡Y era un mandamiento de Dios para Su pueblo! Y ¿cuál era la razón? “Porque te habrá bendecido Jehová, tu Dios”. Por cierto, “la bendición de Dios es la que enriquece y no añade tristeza con ella” (Pr. 10.22). La RVC traduce: “La bendición del Señor es un tesoro; nunca viene acompañada de tristeza”.

Pero esta palabra solo se aplica a las tres fiestas en las cuales anualmente todo varón debía presentarse para adorar, es decir, la Pascua, Pentecostés y la de los Tabernáculos o las Cabañas (Dt. 16). Dios quería tener contacto con Su pueblo de forma permanente y reiterada año a año.

Cuando el pueblo asistía a las fiestas, cosa que debían hacer “en sus tiempos” (Lv. 23.1), es decir, “en las fechas señaladas para ellas”, al menos tres veces al año, iban recitando lo que nuestras Biblias titulan como el “Cántico gradual” y que comprende quince salmos: del 120 al 134. Eran canciones entonadas por los peregrinos a medida que iban saliendo en procesión de sus aldeas; y atravesando montes y valles se decían uno al otro: “Yo me alegré con los que me decían; a la casa de Jehová iremos” (Sal. 122.1). Al fin, llegaban a Sión para celebrar las fiestas y al llegar, en un clima de gozosa festividad recitaban las palabras del salmo 133: “Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía... allí envía Jehová bendición y vida eterna”.

Un Dios feliz

Decíamos que hay un concepto en la Escritura que muchas veces olvidamos: Dios es un Dios festivo. Esto no admite de ningún modo el menor atisbo de frivolidad. Dios es festivo porque es un Dios feliz. Puede parecer un concepto extraño, pero, a la luz de las Escrituras, podemos ver que es así.

El término bíblico para “feliz” es en el original griego la palabra makários (que corresponde a su equivalente hebreo ashré, u ósher, Gn. 30.13), y nada tiene que ver con el concepto superficial y pasajero con que el mundo entiende la felicidad, sino que significa bienaventurado, dichoso, supremamente bendecido, bendito, feliz en sí mismo y aun, glorioso.

Referido a Dios, makários aparece en el NT solo en dos versículos: 1 Timoteo 1.11 y 6.15; en el primero traducido como “bendito” y en el segundo como “bienaventurado”.

Esta última palabra —bienaventurado— se repite más de cincuenta veces en el Nuevo Testamento aplicada a los hombres, especialmente en los Evangelios Sinópticos (por ejemplo en Mateo 5 y 6; en Lucas 1.48). También en Santiago 5.11 y en Apocalipsis 1.3; 14.13; 16.15; 19.9; 20.6; 22.7, 14.

Pero “bienaventurado”, aplicado a los hombres, es mucho más que ser “feliz” o ser “dichoso”, sino que más bien tiene que ver con la vida de la persona que alcanza las bendiciones de Dios por mantener una relación correcta y obediente hacia Él4. Y esta relación es a través de la Persona de Jesucristo.

Pero Dios es el único que es eternamente y permanentemente dichoso en sí mismo. Dice S. Pérez Millos:

“Cuando se le califica de bienaventurado se está expresando que ninguna cosa le afecta en Su absoluta e infinita felicidad. A pesar de las circunstancias y rebeldía del hombre, del deterioro que el pecado ocasiona en la creación, nada altera o afecta la intimidad de Dios. Los hombres son bienaventurados cuando son escogidos por Dios (Sal. 65.4); cuando son justificados sin tener en cuenta sus obras (Ro. 4.6-9); los que obedecen la Palabra (Stg. 1.25). Dios, en cambio, no necesita nada que le haga bienaventurado porque lo es esencialmente, es decir, forma parte de Su misma naturaleza”5.

Dios es la felicidad suprema, no en el concepto limitado, superficial, pasajero y aun carnal en el que comúnmente se utiliza ese término, sino en la esfera de comunión íntima, de santidad, luz y pureza. De modo que la felicidad verdadera es algo provisto por Dios, y recibido de parte de Dios.

El concepto de makários es interesante, pues es una de esas palabras a las cuales el cristianismo llenó de contenido, sublimando y dignificando su significado. En su origen se aplicaba a alguien grande, materialmente próspero; así que era sinónimo de rico. Era aplicado a los dioses que adoraba Grecia, pero, justamente por ello, esa riqueza no era esencialmente moral. Poco a poco fueron incorporándose en su contenido los valores íntimos del hombre, las virtudes, el conocimiento, que, para los griegos, eran las bases de la felicidad humana, según la filosofía griega, para la cual era desconocido el concepto de pecado. Así que la bienaventuranza, llegó a significar “el alegre reconocimiento del hecho maravilloso de que una persona está en un estado de felicidad”6.

En la Biblia, especialmente en el Nuevo Testamento, el término adquiere un valor más elevado, pues tiene que ver con la vida espiritual, no temporal.

Aunque el Salmo 32.1-2 expresa gozosamente que es bienaventurado el hombre cuya transgresión ha sido perdonada y cubierto su pecado, pues recibirá el favor de Dios (v. 3, 4, 10), en el Antiguo Testamento el concepto tiene que ver fundamentalmente con la posesión o, al menos, el estar alcanzado por la promesa de prosperidad en la familia, los bienes, el dinero, la honra, la sabiduría.

Dice M. R. Vincent7:

“En el Antiguo Testamento significa más la prosperidad material que en el Nuevo Testamento, donde generalmente ocurre enfatizando, como su principal elemento, un sentido de aprobación divina fundada en la justicia que descansa finalmente en el amor de Dios. Así que esta bienaventuranza tiene que ver con la bendición que proviene del evangelio y con la pureza de carácter”.

Agrega Vincent:

“La palabra cristiana bendecido está llena de la luz del cielo”.

Y esto es así porque se goza en Dios aun en las tribulaciones, esperando alcanzar la corona de gloria. Así que, la bienaventuranza, la felicidad de los creyentes del Nuevo Testamento es fundamentalmente de carácter escatológico, y aunque en la vida presente sean pobres y perseguidos, les aguarda la bendición indescriptible de la casa de Dios en el cielo (cp. Mt. 5.3-6, 10).

El gozo, la alegría, son sentimientos que anidan en el corazón de Dios y que desea transmitir a los suyos. Dios no es un ser adusto, circunspecto, como lo presenta muchas veces la religión humana. Como alguien dijo: “Dios no es un aguafiestas”. El Dios de la Biblia es un Dios afable, feliz, gozoso, alegre, festivo.

Dios se goza en su propia gloria: “Por amor mío, por amor mío, lo haré, porque ¿cómo podría ser profanado mi nombre? Mi gloria, pues, no la daré a otro.” (Is. 48.11); se gozó contemplando su creación, viendo que todo era bueno en gran manera (Gn. 1.31); se goza bendiciendo a su pueblo: “Jehová volverá a gozarse sobre ti para bien...” (Dt. 30.9); se gozó viendo a su Hijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3.17); se goza y se gozará estando en medio de los suyos: “Jehová está en medio de ti, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos” (Sof. 3. 17) 8.

Cristo, el reflejo del carácter de Dios

Pero el carácter de Dios no lo podemos ver mejor revelado que en la Persona de su Hijo, aquel que es el resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia —la exacta representación de la esencia, de la naturaleza de Dios (Heb. 1.3). Por eso el Señor dijo a Felipe: “El que me ha visto, ha visto al Padre”.

Jesús era un hombre festivo. De él decían: “Este a los pecadores recibe y con ellos come” (Lc. 15.2). Los hipócritas escribas y fariseos le preguntaron con malicia: “¿Por qué los discípulos de Juan ayunan muchas veces y hacen oraciones, y asimismo los de los fariseos, pero los tuyos comen y beben?”. A lo cual el Señor les respondió: “¿Podéis acaso hacer que los que están de bodas ayunen, entre tanto que el esposo está con ellos?” (Lc. 5.33-34). Y agrega en Mt. 11.19: “Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: He aquí un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores”. Muchas veces vemos a Jesús en cenas, recepciones, bodas, banquetes. En Caná, en casa de Mateo, de Zaqueo, de Simón el leproso, en Betania, etc. Él no rehuía estar con aquellos que tenían motivos para celebrar. Los circunspectos religiosos de su tiempo, a quienes el Señor tildó de “sepulcros blanqueados”, vivían la áspera superficialidad de una religión vacía de contenido y juzgaban con su mezquina mirada la vida abundante y gozosa de Aquel que dijo a la mujer en el brocal del pozo de Jacob: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva”, porque “el que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente que salte para vida eterna” (Jn. 4.10, 14). De Aquel que dijo en el último y gran día de la fiesta: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Jn. 7.37-39).

¿Qué es el gozo del Señor? Es fruto del Espíritu Santo, cuando Él tiene plenitud en la vida del creyente: “El fruto del Espíritu es amor, gozo...” (Gá. 5.22); es la fuerza del cristiano que le vigoriza para la vida y la lucha espiritual: “el gozo de Jehová es vuestra fuerza” (Neh. 8.10); es la fuente de bendición que halla todo lo que necesita en el Señor, que es para él el motivo, el modelo y la meta: “Regocijaos en el Señor siempre; otra vez os digo: ¡Regocijaos!” (Fil. 4.4). Así que Dios, como dice el Salmo 147.11: “se complace en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia”.

Es notable el capítulo más breve de la profecía de Isaías, el 12, por el gozo que trasunta. Es un verdadero himno de alabanza a Aquel que es la fuente de gozo y salvación del creyente:

“En aquel día dirás: Cantaré a ti, oh Jehová, pues aunque te enojaste contra mí, tu indignación se apartó, y me has consolado.

He aquí Dios es salvación mía; me aseguraré y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí.

Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: Cantad a Jehová, aclamad su nombre, haced célebres en los pueblos sus obras, recordad que su nombre es engrandecido.

Cantad salmos a Jehová, porque ha hecho cosas magníficas; sea sabido esto por toda la tierra. Regocíjate y canta, oh moradora de Sion; porque grande es en medio de ti el Santo de Israel”.

El gozo del creyente siempre es el fruto de la salvación, del perdón, de las magníficas obras que Dios ha hecho en su vida, y de la presencia santificadora del Señor por su Espíritu en su ser. Y esta es una experiencia gloriosa que no puede ocultarse, que brota como las aguas de un manantial de vida (Jn. 4.14; 7.37-39) y que se proyecta en bendición a otros.

Las fiestas instituidas por Dios para su pueblo no eran tiempos de melancolía y tristeza, salvo, lógicamente, el día de la expiación. Eran fiestas alegres, llenas del gozo del cielo, de la bendición derramada por Dios sobre los suyos. Cuando Israel oyó en tiempos de Nehemías las palabras de la ley, y entendieron y lloraron sus pecados, el siervo de Dios les dijo:

“Id y comed grosuras, y bebed vino dulce, y enviad porciones a los que no tienen nada preparado; porque día santo es a nuestro Señor; no os entristezcáis, porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza... Y todo el pueblo se fue a comer y a beber y a obsequiar porciones, y a gozar de grande alegría” (Neh. 8.10-12).

El pecado trae tristeza y llanto. No es de extrañar ver a los cautivos en Babilonia colgar las arpas en los sauces, mientras los que les habían llevado les pedían alegría diciendo: “Cantadnos algunos de los cánticos de Sión”. A lo que ellos respondían: “¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños?” (Sal. 137.3-4).

Pero la vida perdonada, vivida en comunión estrecha con Dios y plena en el Espíritu conduce a la alegría verdadera, espiritual, a la felicidad de Dios, del Dios bienaventurado, bendito, feliz. No extraña ver como resultado inmediato de la llenura del Espíritu en Efesios 5.18-20 lo que expresa el apóstol Pablo:

“Hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo al Dios y Padre...”.

¿Cuándo canta el creyente? Santiago responde:

“¿Está alguno alegre? Cante alabanzas” (Stg. 5.13).

Siendo joven, tuve la oportunidad de visitar muchas veces a una anciana de nuestra congregación, Doña Julia; una hermana pequeña de estatura, pero grande en carácter y santidad, que llevó muchas almas a los pies de Cristo. Doña Julia vivía en una casita —si se la puede llamar así— o mejor dicho, en un pasillo cubierto que más parecía una casa de muñecas. Una pequeña cama, una pequeña mesa, un pequeño armario, una cocinita y una pequeña biblioteca con varios libros cristianos, muy gastados por el uso. Era muy pobre, de verdad. Pero nunca recuerdo haberla visto triste. Nunca quejosa. Nunca desagradecida a Su Señor. Leíamos la Biblia y orábamos juntos y siempre había en su conversación motivos de alegría y de gratitud a quien la había salvado y le sostenía en sus últimos años. Cantaba, testificaba, alentaba. ¡Una verdadera fuente de agua viva! Doña Julia vivía la gracia de la vida; ella celebraba la fiesta. Pronto la veré en el cielo, en las amplias moradas de Dios. Y estoy seguro que mantendrá fresca y para siempre aquella misma sonrisa gozosa...

Celebremos la fiesta

Sí; la vida cristiana debería ser una continua festividad sagrada. Pablo dice en 1 Corintios 5.8: “Así que, celebremos la fiesta”. El apóstol no se refiere a que debemos celebrar nosotros también la Pascua judía. Tampoco se refiere exactamente a la celebración de la Cena del Señor, aunque esta es una explicación espiritual de lo que la Pascua era para Israel, a la cual alude el apóstol en el v. 7. Se refiere más bien a la vida gozosa que el creyente debería vivir sabiendo que es un hombre perdonado, libre en Cristo, viviendo ahora en obediencia a la voluntad de Dios. El tiempo del verbo celebremos indica permanencia: es una fiesta continua, permanente. No porque no haya motivos para tristeza, no porque se viva en un clima de frivolidad y continua diversión. Es celebrar la fiesta en sentido espiritual. En una vida gozosa, llena de confianza en las promesas de Dios. En una vida santificada, dedicada a Dios en una actitud de permanente sacrificio de adoración (Ro. 12.1).

Dice Gordon Fee9:

“Sobre la base de la crucifixión de Cristo, el pueblo de Dios debe mantener una fiesta continua de celebración del perdón de Dios mediante una vida santa”.

Sabiamente también, agrega Ch. Swindoll10:

“Me parece trágico que personas religiosas que matan la alegría, tengan un éxito tan grande en arrebatar la libertad y el gozo de la fe. La gente necesita conocer que la vida cristiana es algo más que entrecejos fruncidos, dedos acusadores y expectativas utópicas. Ya hemos sido acosados por demasiado tiempo. Es hora de que demos lugar al despertar de la gracia”.

Agrega A. C. Thiselton que “parece ser una referencia al sacrificio diario de nuestra vida”11.

Que el Señor nos ayude y el Espíritu Santo nos llene de tal modo que podamos, personal y congregacionalmente, alcanzar y vivir este gran concepto:

¡ Celebremos las fiestas de Jehová!

1. La palabra “señales” en Gn. 1.14 es mo’ed.

2. EDWARD CHUMNEY, The Seven Festivals of the Messiah.

3. EDWARD CHUMNEY, op. cit.

4. New International Dictionary of Old Testament Theology and Exegesis - Vol. I, citado por E. Carballosa, Mateo T. I., Ed. Portavoz, 2007, pg. 168.

5. SAMUEL PÉREZ MILLOS, Comentario Exegético al Texto Griego del NT, 1a. y 2a. Timoteo, Tito y Filemón, CLIE, 2016, pg. 354.

6. F. J. POP, Palabras Bíblicas y sus Significados, Ed. Escatón, 1972, pg. 28.

7. M. R. VINCENT, Word Studies in the New Testament - Vol. I, Hendrickson Publish., pg. 35.

8. Justamente, la NVI traduce este versículo de esta manera: “se alegrará por ti con cantos, como en los días de fiesta”.

9. GORDON FEE, Primera Epístola a los Corintios, Ed. Nueva Creación, 1994, pg. 248.

10. CH. R. SWINDOLL, El Despertar de la Gracia, Ed. Bethania, 1995, pg. 11.

11. A. C. THISELTON, The First Epistle to the Corinthians, NIGTC, Grand Rapids MI, Eerdmans, Carlisle, Paternoster, 2000, pg. 406.

CAPÍTULO 2

EL MENSAJE DE LAS FIESTAS

“Estas son las fiestas solemnes de Jehová, las convocacionessantas, a las cuales convocaréis en sus tiempos”

Lv. 23.4.

Las fiestas solemnes del Señor eran siete, a la que se les agregaba el sábado. El capítulo 23 del libro de Levítico nos las presenta en el orden en que las consideraremos: el Sábado, que era una fiesta semanal y luego las siete fiestas anuales: la Pascua, los Panes sin levadura, las Primicias, las Semanas (Pentecostés), las Trompetas, el día de la Expiación (o del Perdón) y la de los Tabernáculos (o cabañas). Algunas características de estas fiestas anuales: Eran siete. Además del sábado —que era una fiesta semanal— las celebraciones anuales eran siete. Aunque en Éxodo 23.14 dice: “Tres veces en el año me celebraréis fiesta”, se trata de las tres veces en que, dentro de sus posibilidades, todo israelita —estuviera en Israel o en el extranjero (cp. Hch. 2.5-11)1— debía asistir a Jerusalén a celebrar las fiestas del Señor (Dt. 16.16). De todos modos, las fiestas se celebraban:

–En el mes primero: Pascua, día 14; Panes sin levadura, días 15 al 22 y desde ese día, las Primicias.

–En el mes tercero: Pentecostés.

–En el mes séptimo: Trompetas, día 1; de la Expiación, día 10 y Tabernáculos, día 15.

Observamos que en torno a las festividades de Israel hay una serie de “sietes” muy notable, de modo que deben tener, sin duda, un significado singular.

Notemos: se contaban siete semanas desde el comienzo del año eclesiástico y se celebraba la fiesta de Pentecostés. El mes séptimo era el mes más sagrado, comenzando con la Fiesta de las Trompetas y concluyendo con la de los Tabernáculos. Cada año séptimo era llamado “año sabático” y después de siete series de siete años, se llegaba al año del Jubileo. Por otra parte, durante el año había siete días que eran los más festivos, y en los cuales no estaba permitido realizar “ninguna obra de siervos”2

Indudablemente, el siete es un número prominente en las Escrituras, y es el que más se menciona.3Siete es el número de la perfección espiritual.

El significado del término siete —heb. Shevah— proviene de una raíz hebrea —savah— que significa “estar satisfecho, tener algo de forma suficiente”. Así que está asociado a la idea de consumación, cumplimiento y perfección. El siete, pues, encierra la idea de algo completo, perfecto, pleno. Como en los colores, como en la música, por ejemplo. Pero, sobre todo, puede verse claramente en el hecho de que en el séptimo día Dios descansó de la obra de la creación. Esto se verá más claramente cuando estudiemos el sábado. Dios descansó porque quedó satisfecho de su obra. Génesis 1.31: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera”.

Es notable que la semana de siete días es observada universalmente e históricamente en todas las naciones y en todo tiempo.

A través de toda la Sagrada Escritura, maravillosamente se puede ver el número siete repetido en innumerables tipos y símbolos, nombres, títulos, milagros, doxologías, etc.4

De este concepto deriva el término hebreo shavath, que significa cesar, reposar, estar satisfecho, y de este tenemos Shabbath o Sabbath, es decir, sábado o día de reposo, de descanso.

Dentro de este panorama de fiestas anuales, dice A. Edershe:5

“Se pueden distinguir dos o hasta tres ciclos festivos. El primero comenzaría con el sacrificio de la Pascua y terminaría en el día de Pentecostés, para perpetuar la memoria del llamamiento de Israel y de la vida en el desierto; el otro, que ocurre en el mes séptimo (de reposo), señalando la posesión por parte de Israel de la tierra y su homenaje reconocido a Jehová. Puede que deba distinguirse el Día de la Expiación de estos dos ciclos, como intermedio entre ambos, pero poseyendo un carácter peculiar, tal como lo llama la Escritura: “un Sabbath de Sabatismo”, en el que no solo estaba prohibido hacer “obra servil”, sino que, como el sábado semanal, estaba prohibido el trabajo de todo tipo”.6

Las fiestas, esencialmente, eran “sabáticas” en su carácter. La exclusividad de esos días se demuestra por los enfáticos términos hebreos con que se señalan: sabbath sabbathon. Equivale a decir: un “sábado de sabatismo”, o, un “sábado de solemne descanso”. No se permitía absolutamente ningún trabajo.

La santidad de este concepto responde a dos razones:

- Eran un recuerdo del descanso de Dios. Cuando Dios hizo al hombre, como cumbre de su actividad creadora, descansó (Gn. 2.2, 3). El pecado interrumpió ese descanso “sabático”. La creación fue sujeta a vanidad (Gn. 3.17, 28; Ro. 8.20). Dice S. H. Kellogg7:

“En ese estado de cosas, el Dios de amor no pudo descansar y se vio envuelto en el trabajo de una nueva creación que tenía por objeto la completa restauración del hombre y la naturaleza, recordando que el estado de reposo de todas las cosas en la tierra se había quebrado por el pecado. Ello significó que el sábado semanal no solo miraba hacia el pasado, sino también hacia el futuro; y hablaba no solo del descanso que proporcionaba, sino también del gran descanso del futuro, a ser provisto a través de la promesa de redención”.

- Justamente, la segunda razón incluía un concepto de redención, como se ve claramente en Éxodo 31.13. Era una señal a través de las generaciones futuras de que Jehová, el Señor, había santificado para sí a aquel pueblo, a través del cual extendería su salvación a todas las naciones. También se lee en Deuteronomio 5.15, donde dice: “Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido; por lo cual Jehová tu Dios te ha mandado que guardes el día de reposo”.

El librarles de la esclavitud de Egipto fue para aquel pueblo un verdadero descanso. Así como para aquellos que somos de Cristo, su redención y liberación del yugo del pecado y Satanás significa un verdadero descanso (Mt. 11.28-30).

Como ya comentamos arriba, aunque son siete las fiestas,8 en Deuteronomio 16 encontramos detallada la ordenanza divina tocante a las tres grandes fiestas anuales a las cuales debían concurrir todos los varones al lugar donde Dios era adorado. Estas son: la Pascua y los panes sin levadura (las dos eran consideradas como una sola), la de Pentecostés y la de los Tabernáculos. Dice G. A.9: “La Pascua recordaba la aflicción de Egipto; Pentecostés preanunciaba el gozo compartido con los gentiles (los dos panes); y los Tabernáculos, el gozo completo: “estarás ciertamente alegre”. Y agrega, como aplicación espiritual: “El israelita como el cristiano ahora, no se presentaba ante Dios para adquirir una bendición o un mérito, sino para dar gracias, según la bendición recibida”.

La vigencia de congregarse

Dice J. Burnett10:

“En realidad eran meses en que estaban muy ocupados en sus tierras, pero era necesario ser obedientes primero a los reclamos de Dios. Sus planes anuales, y también de forma perpetua sus vidas enteras giraban alrededor de los compromisos con Dios y su casa. Estos compromisos establecieron sus prioridades y la mayordomía de su tiempo y sus bienes”...

“Los encuentros tres veces por año promovieron el espíritu de unidad en la nación y de esta manera evitar los peligros del aislamiento y la fragmentación en el pueblo de Dios”.

Y agrega:

“Los peligros del aislamiento y de la fragmentación son evidentes en la actualidad. Las reuniones de células, o las de los grupos pequeños pueden ser provechosas, muy especialmente para los creyentes nuevos y el pastoreo general, pues permite un mayor acercamiento de las personas. Deben ser un suplemento pero no un reemplazo de las reuniones congregacionales”.

Sin duda, en la Escritura tenemos clara referencia a la necesidad de que la iglesia local esté reunida en un solo lugar. Esta práctica, no solo era la que el pueblo de Dios mantenía en el principio (Hch. 2.44; 1Co. 11.18; 14.23), sino que además, promueve el orden (1Co. 14.40), la unidad armoniosa y la bendición de la congregación (Sal. 133.1-3). No dejemos de congregarnos (Heb. 10.25).

Eran solemnes. Llamadas fiestas solemnes o solemnidades