Las tecnologías sociales del estado en un mundo fracturado - Carlos Manuel Jiménez Aguilar - E-Book

Las tecnologías sociales del estado en un mundo fracturado E-Book

Carlos Manuel Jiménez Aguilar

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Uno de los grandes retos de Occidente para sobrevivir en un siglo que luce desafiante y amenazador en todos los ámbitos es asumir con rigor, realismo, profundidad histórica, introspección espiritual y una gran imaginación las categorías políticas con las cuales se ha concebido política y económicamente el mundo en los últimos 200 años. En el mundo occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial y de manera muy profunda después de los años ochenta, con un escenario geopolítico altamente favorable a los Estados Unidos, los dos referentes conceptuales y sus relatos ideológicos y valorativos para pensar el mundo han sido la democracia y el liberalismo de mercado. Estos dos pilares no solo han servido para generar un nivel de riqueza, bienestar y paz únicos en la historia de la humanidad. También permitieron concebir un orden cognitivo de tipo racional, legal y ahistórico para sostener un conjunto de supuestos legales, racionales y valorativos para pensar el sistema político y económico en un mundo democrático y liberal. Una de las ventajas y limitaciones de ambos conceptos es que remodelan la historia y el pasado, restándole importancia a todos los legados espirituales, orgánicos, sociológicos e históricos que modelaron a lo largo de milenios y siglos diferentes órdenes políticos. Sobre estos imperativos legales y racionales, las democracias liberales modelaron el mundo a su imagen y semejanza, para que este sirviera a sus intereses y respondiera conmovida a sus valores

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LAS TECNOLOGÍAS SOCIALES DEL ESTADO EN UN MUNDO FRACTURADO

Jiménez Aguilar, Carlos Manuel, autor

Las tecnologías sociales del Estado en un mundo fracturado / Carlos Manuel Jiménez Aguilar. -- Chía: Universidad de La Sabana, 2023

(Colección Estudios, Escuela Internacional de Ciencias Económicas y Administrativas)

Incluye bibliografía

ISBN: 978-958-12-0647-6

e-ISBN: 978-958-12-0648-3

doi: 10.5294/978-958-12-0647-6

1. Sociedad Innovaciones tecnológicas 2. Cambio social 3. Ciencias sociales y estado I. Jiménez Aguilar, Carlos Manuel. II. Universidad de La Sabana (Colombia). III. Tit.

CDD 320.1

CO-ChULS

RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Universidad de La Sabana,

Escuela Internacional de Ciencias

Económicas y Administrativas

© Carlos Manuel Jiménez Aguilar

EDICIÓN

Dirección de Publicaciones

Campus del Puente del Común

Km 7, Autopista Norte de Bogotá

Chía, Cundinamarca

Tels.: 861 5555-861 6666 Ext. 45101

www.unisabana.edu.co

https://publicaciones.unisabana.edu.co

[email protected]

Primera edición: abril de 2023

ISBN: 978-958-12-0647-6

e-ISBN: 978-958-12-0648-3

doi: 10.5294/978-958-12-0647-6

Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

Hecho en Colombia

Made in Colombia

CORRECCIÓN DE ESTILO

Angélica María Olaya Murillo

DIAGRAMACIÓN Y MONTAJE DE CUBIERTA

María Camila Torrado Suárez

IMPRESIÓN

Imagen Editorial

HECHO EL DEPÓSITO QUE EXIGE LA LEY

Queda prohibida la reproducción parcial o total de este libro, sin la autorización de los titulares del copyright, por cualquier medio, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático. Esta edición y sus características gráficas son propiedad de la Universidad de La Sabana.

Autor

Carlos Manuel Jiménez Aguilar

Docente en la Universidad de La Sabana, en la Escuela Internacional de Ciencias Económicas y Administrativas (EICEA). Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional de Colombia. https://orcid.org/0000-0002-0812-648X

CONTENIDO

INTRODUCCIÓN

I. EL DERECHO Y EL PLURALISMO JURÍDICO

La revolución luterana y el nuevo Estado de derecho

II. LAS ELITES POLÍTICAS

Las elites políticas de la Europa Latina

Richelieu y Olivares: personalidades, Estados y sociedades en confrontación

La invención de la burocracia

El ocaso de la burocracia

III. EL EJÉRCITO

Francia y el absolutismo burocrático militar

Las Guerras del Norte y el ascenso de Rusia

El escenario de la guerra y su trascendencia histórica

IV. LA BANCA Y LAS CORPORACIONES COMERCIALES

La banca en Gran Bretaña

Las tecnologías corporativas de un imperio mundial

El patrón oro y el elitismo financiero del Estado liberal

La FED y el privilegio exorbitante del dólar

V. EL ESTADO PATRIMONIAL Y EL ESTADO CORPORATIVO EN EL NUEVO MUNDO

Los Imperios de Nueva España y Nueva Inglaterra

La monarquía en el Nuevo Mundo

El Estado corporativo

El ocaso del modelo corporativo

Las patologías del modelo corporativo

Los Estados patrimoniales y sus mercados jerárquicos

Empresas patrimoniales y los andamiajes del Estado

VI. LOS DESAFÍOS DE LA RAZONABILIDAD COMUNICACIONAL EN LOS ESTADOS CONTEMPORÁNEOS

El mundo de la vida vs. subsistemas autopoiéticamente cerrados

Las matrices morales de una sociedad polarizada y tribal

La heteronomía digital de un Prometeo vigilado y moldeado conductualmente

CONCLUSIONES

REFERENCIAS

INTRODUCCIÓN

Uno de los grandes retos de Occidente para sobrevivir en un siglo que luce desafiante y amenazador en todos los ámbitos es asumir con rigor, realismo, profundidad histórica, introspección espiritual y una gran imaginación las categorías políticas con las cuales se ha concebido política y económicamente el mundo en los últimos 200 años. En el mundo occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial y de manera muy profunda después de los años ochenta, con un escenario geopolítico altamente favorable a los Estados Unidos, los dos referentes conceptuales y sus relatos ideológicos y valorativos para pensar el mundo han sido la democracia y el liberalismo de mercado. Estos dos pilares no solo han servido para generar un nivel de riqueza, bienestar y paz únicos en la historia de la humanidad. También permitieron concebir un orden cognitivo de tipo racional, legal y ahistórico para sostener un conjunto de supuestos legales, racionales y valorativos para pensar el sistema político y económico en un mundo democrático y liberal. Una de las ventajas y limitaciones de ambos conceptos es que remodelan la historia y el pasado, restándole importancia a todos los legados espirituales, orgánicos, sociológicos e históricos que modelaron a lo largo de milenios y siglos diferentes órdenes políticos. Sobre estos imperativos legales y racionales, las democracias liberales modelaron el mundo a su imagen y semejanza, para que este sirviera a sus intereses y respondiera conmovida a sus valores.

En los inicios del siglo XXI, estos dos baluartes se han visto amenazados desde múltiples frentes de naturaleza financiera, epidemiológica, tecnológica, militar, digital y existencial. Esta asonada global de disrupciones, cierres, rupturas, amenazas y violencias desbordadas de todo tipo reventaron cualquier posibilidad ideal de recobrar la antigua plenitud del multilateralismo y su simplificada imagen de un mundo globalizado. Ante esta dura realidad, la historia vuelve con todas sus tradiciones, reivindicaciones y arcaísmos, que ya habíamos olvidado y creíamos superados. Este doloroso espasmo global revivió y estimuló todas las pulsiones nerviosas y defensivas del sistema interestatal. Este sistema no puede pensarse exclusivamente desde las pautas westfalianas y europeas del siglo XVII. El mundo cambió y el sistema interestatal se está transformando de manera aceleradísima. Hoy, está conectado y en tensión con antiguos, poderosos y soberbios Estados civilización que, desde Rusia hasta China, pasando por India, Irán y Turquía, pugnan por alcanzar sus reivindicaciones imperiales y sus relatos civilizatorios. Esta es una novedad que el mundo moderno nunca antes había vivido con esa intensidad. La creciente tensión internacional está teniendo de manera inevitable implicaciones en la política doméstica, profundizando fisuras que amenazan desde sólidos sistemas democráticos, como los Estados Unidos, hasta consolidados regímenes políticos, viables y funcionales como Colombia, Perú o Chile.

La democracia como referente único para tramitar y organizar de manera racional y legal las diferencias políticas, ideológicas y programáticas luce desvencijada y en crisis. Las antiguas certezas racionales, deliberativas y argumentativas, desde las que los antiguos maestros de la dialéctica y la política pensaron el ethos democrático, se encuentran hoy en una profunda y aparentemente irreversible crisis en un ágora digital desbocada. La racionalidad deliberativa, pieza medular del debate democrático y de la construcción de consensos, está cada vez más más permeada y degradada por la analítica de datos, logaritmos, inteligencia artificial y matrices valorativas que han profundizado el ruido, la polarización, el tribalismo y el delirio colectivo. Así mismo, el liberalismo, que en otro tiempo permitió especializar mercados y alcanzar equilibrios económicos que beneficiaron al mundo entero, hoy experimenta varias fracturas a raíz de agudas crisis financieras, modelos de negocios insostenibles, exuberancias monetarias, riesgos geopolíticos y fisuras digitales de empresas y redes controladas por corporaciones y Estados en pugna.

A pesar de estas incuestionables debilidades y amenazas de los sistemas políticos y económicos occidentales, en un mundo cada día más hostil y complejo, las antiguas certezas y la vieja superioridad moral con que Occidente defiende sus únicas verdades como incuestionables son difícilmente sostenibles a nivel global, por más sesgados y altisonantes que sean sus medios de comunicación y todos sus voceros. Mas allá de tomar una facilista y simplificada posición ideológica y exacerbar la inocultable tensión entre Occidente y Asia, hay un profundo olvido del Estado en el mundo occidental. Esta vieja verdad de la política luce hoy desfigurada y marginada, derivando en una profunda confusión e incomprensión de la realidad y de la necesidad vital del Estado para cualquier sociedad, en términos de su imprescindible defensa del interés general.

Es entendible que un Occidente envanecido por todos los triunfos globales de la democracia y el libre mercado haya falsificado la historia y haya impuesto su visión geográfica y civilizacional idealizada del mundo helénico como cuna exclusiva de la democracia, sin conexión alguna con un mundo asiático periférico, que siempre fue percibido como fanático, despótico, autoritario y subdesarrollado. Además de una perspectiva sistemática de rechazo ante cualquier conexión con el mundo Oriental. Esta exclusividad fue construida a partir de la reivindicación de las “raíces” y del etnocentrismo occidental, profundizada por la expansión del Islam a partir del siglo VII, las derrotas de los cruzados y la perdida de Bizancio por parte de los cristianos. En aquella época, la oposición entre Europa y Asia asumió la forma de una colisión entre una Europa cristiana y una Asia islámica, heredando los antiguos estereotipos de “democrática” y “despótica”, respectivamente. El islam fue concebido como una amenaza militar, moral y ética. En la Divina Comedia, Dante condenó a Mahoma al octavo círculo del infierno y a un castigo repugnante y atroz. A esta irreconciliable contraposición religiosa gran parte de la historiografía occidental de raigambre marxista, así como otro tipo de trabajos, le añadió la disyuntiva entre un Occidente heredero de la cultura griega y de un humanismo exclusivamente europeo que floreció en ese continente, en oposición al excepcionalísimo asiático y despótico de un mundo no europeo.

La muy larga historia de Eurasia no se caracterizó por la oposición irreconciliable entre griegos y bárbaros, renacentistas y súbditos, demócratas y déspotas, o cualquier otra incompatible rotulación. Por el contrario, el común denominador fue el desarrollo de civilizaciones urbanas paralelas, el incremento del intercambio de mercancías e ideas a lo largo del tiempo y la consiguiente aparición de un capitalismo mercantilista en toda Eurasia, junto con el desarrollo de mercados, actividad financiera y producción de manufacturas con diferente grado de elaboración. Uno de los grandes problemas analíticos de esta falaz contraposición entre demócratas y déspotas, o cualquier otra de la misma clase, es que suprimió la categoría del “Estado tributario” que, según revisiones historiográficas más recientes, sería la categoría central que permite identificar las convergencias y relaciones entre dos regiones que tuvieron múltiples líneas de contacto y comunicación de ideas, tecnologías y aportes de todo tipo (Goody, 2011).

En un ámbito económico y global, el capitalismo comercial y los mercados monetarios que trajeron consigo la expansión de las potencias europeas en los siglos XVI y XVII han sido siempre interpretados como el amanecer de un nuevo mundo económico de alcance global. Esta visión de Europa como centro de una economía global y cuna del capitalismo, sistematizada por la obra de Braudel sobre el mediterráneo, omitió las redes comerciales globales del mundo asiático e islámico anteriores a este periodo. La historiografía económica más reciente ha reivindicado la enorme complejidad y riqueza de esta geografía económica, destacando las interconexiones entre el mundo islámico, la dinastía china Song y el Sudeste asiático entre los siglos VII y XIII. Este orden global giraba en torno al imponente desarrollo agrícola, manufacturero, metalúrgico, tecnológico, militar, urbano y mercantil de un poderoso Estado gobernado por la dinastía Song, antes de la llegada de los mongoles (Findlay y O’Rourke, 2007; Gernet, 1991). Estos olvidos, entre muchos otros, no solo son lagunas de la historiografía y de los estudios económicos y culturales, son también deformaciones que le han impedido a Occidente, durante décadas, tener una visión más holística y compleja del mundo más allá de sus fronteras espaciales y temporales. Esto ha traído como consecuencia que idealice sus sistemas políticos y económicos como únicos, exclusivos y superlativos.

En un ámbito civilizacional y cultural, el mundo ha sido profundamente modelado por la impronta anglosajona, geopolíticamente impuesta a través de la pax británica y la pax americana. Ambas naciones, herederas del common law, con fuertes sociedades constitucionales, reacias al absolutismo, con una profunda vocación comercial determinada por sus geografías insulares y atlánticas, además de profundamente imperiales, establecieron un legado político y económico absolutamente favorable a la democracia y al libre mercado con el que han modelado el mundo, muy especialmente desde los años ochenta gracias a la hegemonía de Washington y de sus aliados atlánticos a nivel mundial. Un lugar común de este legado, una vez culminada la Segunda Guerra Mundial y finalizada la Guerra Fría, fue el conseso global sobre el multilateralismo promovido por EE. UU. y la Unión Europea. Así como una clara reivindicación intelectual y moral de rechazo al Estado como referente de autoridad nacional, a la lógica interestatal y a la autonomía burocrática como engranaje de planeación y desarrollo.

El olvido, el rechazo y la marginación intelectual del Estado como categoría central del análisis político es evidente. En un ámbito exclusivamente historiográfico y conceptual, el análisis y la diferenciación tipológica necesarios sobre los autoritarismos del siglo XX ha sido muy escaso y ha sido marginado académica e ideológicamente como una manifestación censurable y odiosa bajo el rótulo del fascismo. Esta simplificación extrema impidió reconocer los diferentes tipos y matices del autoritarismo: de derecha autoritaria, conservadora, católica, corporativa y elitista, entre otros. Esta compleja realidad se esclarece a través de la obra del hispanista y consagrado historiador del autoritarismo Stanley Payne (1980). Tal simplificación extrema impide discutir, diferenciar y analizar intelectualmente gobiernos autoritarios, elitistas, corporativos o nacionalistas en un mundo en el que las fronteras vuelven a cerrarse y en el que se vuelven a defender posiciones políticas legítimas, aunque contrarias a la globalización y al cosmopolitismo.

Esta marginación intelectual sobre el Estado, además de historiográfica y teórica, ha sido predominantemente disciplinar. Las dos disciplinas hegemónicas de las últimas décadas han sido la economía neoclásica y el managment financiero. Muy especialmente en el caso de la economía, esta ha dado lugar a una serie de certezas morales y políticas sobre cualquier alusión al Estado como institución reguladora por excelencia de la sociedad. Estas verdades incuestionables han sido promovidas por la filosofía moral y por las certezas religioso-seculares acuñadas por la ilustración escocesa, la escuela de Viena y por la recepción de su ideario en el Manhattan Institute, la escuela de Chicago, el Reader’s Digest y el mundo entero. La fuerza de este ideario tiene su origen en la visión de Smith acerca de ese artilugio divino que toma actos individuales de egocentrismo y los transforma en resultados ocasionalmente beneficiosos, dando lugar a un orden económico producto de las consecuencias no deseadas para muchas personas, cada una buscando su propio interés. Hasta la erudita y milenaria posición de Hayeck en su libro: El camino a la servidumbre, en el que invocando los cimientos griegos, romanos y cristianos, y citando a Tucídides, Pericles, Tácito, Cicerón, Montaigne, Hume y Smith, realizaba una defensa a ultranza de la libertad en contra de todo tipo de colectivismo. En este relato histórico de exhortación de la libertad, no había mucha diferencia con el rechazo de Churchill, Hitler y el New Deal de Roosevelt (Cassidy, 2021). El corolario de este relato simplificado e ideológico, bajo el rótulo de “defensa de la libertad”, no es otro que la marginación y supresión intelectual, histórica y moral del Estado. En este orden de ideas, cabe la pregunta: ¿dónde dejaron al Estado?

En este sentido, la intención de este libro no es otra que hacer una reivindicación del Estado a partir de sus diferencias históricas, sociológicas, jurídicas y espirituales, las cuales dieron lugar a diferentes manifestaciones orgánicas estatales. Por tal razón, se distancia de las explicaciones racionales e individualistas, que vieron en el individuo el objeto central de la sociedad, por el simple de hecho de ser lo único real. Puesto que si la sociedad no fuera más que un conglomerado de individuos, esta no podría tener otro fin más que el de desarrollarlos a través de un órgano artificial como el Estado, encargado de velar por el mantenimiento de los derechos e impedir el tropiezo ilegitimo de los individuos entre sí, para mantener intacta la esfera a la que tienen derecho (Durkheim, 1974; 2011). Por el contrario, siguiendo a este importante sociólogo francés, las manifestaciones históricas y orgánicas del Estado se analizarán como representaciones colectivas, denominadas tecnologías en su acepción sociológica, colectiva y espiritual. Estas tecnologías sociales son pensadas como representaciones colectivas, fuerzas sociales y causales de tipo moral, impersonal y colectivo. Son estas fuerzas colectivas las que terminan dando forma al poder y a las ideas de ascendiente, señorío y dominación, que son centrales para pensar cualquier tipo de Estado.

Analíticamente, desde una perspectiva histórica y comparada, se pretende realizar un aporte para pensar el Estado y diferenciarlo de otras fuerzas políticas, con el objetivo de comprender su complejidad y la naturaleza de sus diferencias y particularidades. Muy en la línea del trabajo del profesor Fukuyama en su libro: Orden político y decadencia política, en el que se planeta el problema central de diferenciar las tres fuerzas del desarrollo político: el Estado, el Estado de derecho y la rendición de cuentas democrática. En este valiente y portentoso libro, se analiza no solo el surgimiento del Estado desde una perspectiva histórica y comparada, sino que se identifican categorías centrales para su medición, como es el caso de la burocracia, la imparcialidad, la autonomía y la capacidad de hacer las cosas (Fukuyama, 2015).

Bajo la estela que deja el trabajo de Fukuyama, se aborda, desde una perspectiva institucional y comparada más amplia, las especificidades históricas y los desarrollos orgánicos del Estado. Este esclarecimiento histórico y sociológico de las diferentes formas y tecnologías estatales adquiere mucha relevancia actualmente, en medio de un océano digital teñido de ignorancia, de delirantes gestas ideológicas y de tergiversaciones políticas que se limitan a una simple polarización de referencias vacías de sentido: democracia versus dictadura; capitalismo versus socialismo; libertad versus populismo; progresismo versus fascismo, y otras tantas de este estilo. La más reciente y absolutamente polarizante es la de Occidente versus Moscú y sus innombrables aliados.

Sin querer ofender la sensibilidad de nadie sobre temas difíciles y obviamente censurables y dolorosos que están fracturando la opinión global, es importante ir más allá de estas disyuntivas polarizantes, que suelen enmarcar los vacíos y emocionales debates de los medios y plataformas tecnológicas de un mundo cada día más digital y superficial. Esto permite introducir un tema central que suele omitirse, a saber, si en efecto el Estado, tanto actualmente como a futuro, logrará o no establecer las condiciones para promover el desarrollo, junto con el sector privado y con un alta calidad regulatoria o planificadora, según sea el caso. Esto quiere decir, para efectos prácticos: tener la capacidad institucional para reducir los niveles de pobreza, la desigualdad y ofrecer educación pertinente y de calidad; así como, brindar seguridad pensional, infraestructura básica, bienestar ciudadano, formalización laboral, productividad para sus empresas, competitividad nacional, seguridad ciudadana y defensa nacional, entre otras. Esta constatación sobre el imprescindible papel del Estado cobra más fuerza cuando la comparación no se realiza entre países occidentales, sino que se amplía a países asiáticos en los que el papel del Estado ha sido mucho más notorio y eficaz, en un mundo irreversiblemente posoccidental y posamericano. En este ámbito de comparación, analíticamente hoy ineludible, el papel del Estado y las particularidades de modelos de desarrollo y pautas civilizadoras diferentes a las occidentales cobran relevancia y ameritan un análisis objetivo, más allá de los lugares comunes con los que Occidente siempre marginó a sus periferias culturales y civilizadoras.

Esta simplificación es más preocupante aún por el simple desconocimiento del reacomodo de fuerzas internacionales y de la incuestionable emergencia asiática bajo el liderazgo del imperio chino, que es principalmente una civilización. En este sentido, la convergencia entre China y EE. UU. es muy clara, incluso en el exclusivo ámbito tecnológico. Para poner solo algunos ejemplos: Weibo, una plataforma de microblogging inicialmente inspirada en Twiter, fue mucho más rápida para expandir la funcionalidad multimedia y ahora vale más que la compañía estadounidense. Didi, la compañía que se asoció con Uber, amplió drásticamente su oferta de productos y ofrece más viajes cada día en China que Uber en todo el mundo. Shenzhen, como epicentro tecnológico de altísima aglomeración, supera hoy día en producción de hardware a Silicon Valley en tecnologías relacionadas con inteligencia artificial. Estos éxitos son una clarísima muestra de los logros alcanzados a partir de la despiadada competencia de empresarios chinos dentro de un ecosistema empresarial impulsado por estratégicos planificadores estatales, y cuyo mercado emergente no puede seguir siendo malinterpretado como el producto de simples imitaciones y de la protección de Beijín (Lee, 2018).

La inercia de la confusión mental señalada en párrafos anteriores, que en este caso se plantea entre capitalismo y comunismo, libertad y colectivismo, conduce una vez más a perder de vista el problema real a nivel internacional, el cual fue enunciado muy claramente en el libro escrito por los profesores Wooldridge y Micklethwait, con el muy perentorio título: The Fourth Revolution. The Global Race to Reinvent the State. En este texto, se plantea que el mundo se encuentra en una cuarta y desafiante etapa revolucionaria, en términos de una carrera por reinventar el Estado a nivel internacional. De acuerdo con los autores, la primera etapa fue la creación hobbesiana del Estado; la segunda fue la eficiencia liberal introducida por J. S. Mill; la tercera la socialización desarrollada por la Sociedad Fabiana de Sidney Webb y la última es la que estaría gestándose hoy en Asia, y no en un Occidente desilusionado por la revolución fallida de los neoclásicos y liberales de finales del siglo XX del Manhatttan Institute, entre otros. En esta desafiante carrera, un país como China está mirando a Singapur y no a Washington o a New York. Esta pequeña ciudad Estado, si bien puede ser pequeña, está ofreciendo a sus habitantes la mayoría de las cosas que los chinos quieren del gobierno —escuelas de clase mundial, hospitales eficientes, ley y orden, y planificación industrial— con un sector público que es, proporcionalmente, la mitad del tamaño de los Estados Unidos y uno de los más eficientes del mundo, al mismo nivel que el danés (Micklethwait y Wooldridge, 2014)

En suma, una obsesiva e hipersimplificada fijación en las dinámicas y valores domésticos occidentales como internacionales, en un mundo en plena y disruptiva transformación social y política, nos están impidiendo una comprensión real del Estado en sociedades cada vez más distantes del orden y del interés general, presas de elucubraciones falaces de todo tipo, que no nos están dejando apreciar los problemas reales. Si bien hay sólidas, eruditas y elocuentes advertencias como las mencionadas, en el caso hispanoamericano la confusión y el olvido es mucho mayor y más preocupante, a causa de la debilidad estructural del Estado en la región. En el Nuevo Mundo, la tragedia de nuestros procesos de independencia y la precocidad de nuestra inserción en el concierto internacional nos han impedido una discusión serena sobre la naturaleza, forma y funciones de la monarquía y el Estado. Este desfase en el proceso de evolución histórica adquiere connotaciones trágicas hoy día, en medio de la escalada revolucionaria de la región, ingenuamente interpretada desde la óptica democrática como una primavera latinoamericana, que tiene más posibilidades de convertirse en un largo y oscuro invierno, así como en una irreversible descomposición del tejido social.

Es en este amplio margen de comparación en el que se retoma el problema de las tecnologías sociales del Estado. En primer lugar, la noción del Estado que se busca reivindicar, explorar e investigar en este libro hay que situarla dentro de una irrestricta crítica a todas las posiciones individualistas y racionalistas sobre el Estado. Estas fueron las soluciones predominantes en el mundo occidental, profundamente influenciado por el pensamiento racionalista, economicista y por la filosofía materialista y mecánica de los ingleses. Para algunos autores como Hobbes y Rousseau, hay una ruptura de continuidad entre el individuo y la sociedad. En la medida que el individuo es considerado como la única realidad del reino natural y humano, la sociedad aparece como una organización o una institución externa que solo puede concebirse como algo artificial —una creación humana, cuya finalidad es obligar, confinar y someter al individuo, impidiéndole a su naturaleza que obre contra la sociedad. Esta doctrina, desde una perspectiva sociológica, es falaz e ideológica. Sin duda la coacción es un elemento característico de todos los hechos sociales, así como la solidaridad. Pero la coacción, como elemento característico del Estado, no resulta de un mecanismo más o menos efectivo. Resulta simplemente del hecho de que el individuo se encuentra en presencia de una fuerza superior a él y ante la cual se inclina. Sin embargo, se trata de una fuerza natural, no deriva de un acuerdo convencional de las voluntades humanas sobre la realidad natural. Estas fuerzas provienen de una realidad interior y son el producto necesario de una causalidad social dada.

Así, recurrir al artificio es innecesario para que el individuo se someta a ellas con voluntad enteramente libre: basta que se vuelva consciente de su estado de dependencia e inferioridad naturales, ya que se forme una representación tangible y simbólica de ello a través de la religión, ya que llegue a una adecuada y definida de ella por medio de la ciencia. Como la superioridad de la sociedad sobre él no es simplemente física, sino intelectual y moral, no hay nada que temer de su examen crítico, mientras se lo realice correctamente. Al realizarlo, el hombre entiende cuánto más rico, más complejo y permanente es el ser social que el ser individual; la meditación reflexiva simplemente le revelara las razones inteligibles de la subordinación que se le exige y de los sentimientos de pertenecía y respeto que el habito ha fijado en su corazón. (Durkheim, 1993, p. 103)

Para este tipo de sociología, metodológicamente lo primero que se debe definir es la sociedad política. El hecho definitivo es que no existe sociedad política que no contenga en su seno a una pluralidad de familias diferentes o a grupos profesionales distintos. Puesto que se forma a partir de cierto número de sociedades domésticas, el conglomerado así formado es más que cada uno de sus elementos. Es algo nuevo que debe ser designado por una palabra diferente. Es un agregado de profesiones diversas, de distintas castas —sí, las hay— y de distintas familias. Esta diversidad y reunión de grupos secundarios, sometidos a una misma autoridad que no depende ella misma de ninguna otra autoridad superior regularmente constituida, es la realidad central del Estado. Esta claridad conceptual la tuvo también el sociólogo francés Montesquieu cuando afirmaba que la forma social más altamente organizada era la monarquía. Esta implicaba, sociológicamente, poderes intermedios, subordinados y dependientes, los cuales no solo son necesarios para la administración de intereses particulares, domésticos, profesionales y sectoriales que son su razón de ser, sino también la condición fundamental de toda organización más elevada. El Estado, que incluye a la sociedad política, se convierte así en un grupo de funcionaros sui generis, en el seno del cual se elaboran representaciones colectivas y resoluciones que comprometen, involucran y guían a la colectividad (Durkheim, 1974).

En el Estado siempre hay deliberación o, por lo menos, su apariencia, así como una aprensión del conjunto de las circunstancias que necesitan resolución. Puesto que es en este complejo y diferenciado ámbito en el que el Estado, como un órgano interior, toma esas deliberaciones. De ahí la importancia de los consejos, las asambleas, los discursos, los reglamentos, que obligan a este tipo de representaciones a elaborarse con cierta lentitud. En suma, el Estado es un órgano especial encargado de elaborar ciertas representaciones que valen para la colectividad (Durkheim, 1974). De ahí la importancia de este proceso histórico y sociológico de construcción de estas representaciones estatales, en las que todos los poderes intermedios —en su condición de intermediarios, subordinados o dependientes— participan en su construcción y en la representación colectiva. Es principalmente desde esta perspectiva que se quieren pensar las tecnologías estatales.

Las tecnologías sociales, como fuerzas y causalidades, son concebidas como representaciones de un estado de la colectividad. Son dependientes del modo como son constituidas y organizadas, así como de su morfología, de sus instituciones religiosas, morales, económicas y políticas. En efecto, estas categorías expresan la totalidad y dominan toda nuestra vida intelectual.

Pues, si en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre estas ideas esenciales, si no tuvieran una noción homogénea del tiempo, de la causalidad, de la cantidad, etc., todo acuerdo entre las inteligencias se haría imposible y, con ello toda vida común. Además, la sociedad no puede abandonar al arbitrio de los particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder vivir, no solo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para prevenir las disidencias. (Durkheim, 1983, p. 25)

Con esta acepción sociológica e histórica de las representaciones colectivas, se aborda en este libro el estudio de las tecnologías sociales estatales. Estas no serían otra cosa más que morfologías sociales determinadas colectivamente, las cuales dan forma a rasgos y tipos particulares de Estado. En suma, lo que se quiere es pensar el Estado desde una perspectiva histórica, comparada, orgánica y social, y no solo como una simple elucubración filosófica, ideológica o legal; de tipo individualista, racionalista y mecanicista, siempre al margen de la historia, la sociedad y la geografía.

Se pretende identificar y analizar comparativamente estas fuerzas causales que definieron la morfología del ascendiente, el señorío, la dominación, la dependencia y el poder estatal en el mundo occidental, para establecer funciones específicas para el mantenimiento del orden y el equilibrio político. La adopción de estas tecnologías no sucede en la atmosfera de las ideas y las utopías, se concreta dentro de un contexto de incrustación social y cultural determinado por procesos históricos diferentes y sometidos a pautas de dependencia propias. La matización del análisis comparado impide idealizar cualquier tipo de tecnología estatal, por el contrario, permite contextualizar sus incrustaciones a partir de pautas de configuración institucional diferenciadas entre regiones nórdicas y latinas; entre absolutismos burocráticos y patrimoniales; entre burocracias constitucionales y absolutistas; entre monarquías centralistas y plurales; entre Estados burocráticos modernos, corporativos y patrimoniales; entre el Viejo y el Nuevo Mundo.

En suma, toda una red de morfologías y tecnologías sociales estatales más o menos funcionales, pero todas testeadas por la realidad histórica y el paso del tiempo. Es a través de esta realidad que los Estados han adquirido su funcionalidad y su vigencia, pues solo el paso de los años los valida ante una mirada realista que permite analizarlos como una compleja red interestatal. En sociedades hiperconectadas por la tecnología, hipercapitalistas e hiperfragmentadas por las redes, las identidades y el tribalismo, muchos Estados en Occidente y, muy especialmente, en América Latina están siendo amenazados por la fractura y la disolución. Es en este retador momento en el que vale la pena discutir y elucubrar sobre esas viejas tecnologías que le dieron forma a una red diversa y compleja de Estados en un mundo que siempre buscó el orden y la negociación sobre la libertad y la igualdad absoluta.

El objetivo central de este libro es el estudio de estas grandes tecnologías sociales que modelaron a lo largo de los siglos una compleja y diferenciada red de mecanismos del orden e instrumentos de negociación política, que dieron lugar a una compleja y diferenciada red de eslabones estatales en el mundo occidental. En la parte final del texto, se vislumbra y especula sobre el futuro rol y el sentido del Estado en un mundo digital, así como su papel como garante de la comunicación, de la deliberación moral y del encuentro entre personas humanas. Las tecnologías mencionadas, que son desarrolladas en los capítulos subsiguientes, pueden ser sucintamente resumidas en el siguiente orden.

Primero, el pluralismo jurídico. La sistematización del derecho canónico como uno de los dispositivos tecnológicos más novedosos y revolucionarios de Occidente, que permitió erigir a la Iglesia en el siglo XII como el primer Estado burocrático y dio lugar a una compleja red de negociación con otros órdenes jurídicos emergentes, como el real, el mercantil, el urbano, el señorial y el feudal, en una sociedad jurídicamente plural y moderna. La tensa transformación derivada de los movimientos de reforma y disidencia religiosa vehiculó nuevas concepciones religiosas y conceptuales que convergieron con el common law, para dar lugar a formas de organización constitucional, o derivaron en sistemas jurídicos racionales y unitarios como el alemán. En toda Europa, la modernización de diferentes órdenes legales desembocó en un sistema interestatal diferenciado, predominantemente absolutista y bajo formas de organización y representación estamental de tipo patrimonial, burocrático o constitucional. En todos los casos, y con importantes diferencias, excepciones y circunstancias atenuantes, siempre primó la negociación política con los cuerpos intermedios de la monarquía.

Segundo, las elites políticas y sus desarrollos bajo diferentes estructuras estatales y el papel que estas lograron desempeñar en la modernización del Estado a partir de la creación de burocracias modernas. El objetivo central del Estado giraba en torno a su esfuerzo continuado por reclutar y garantizar la lealtad de un grupo de funcionarios que, frecuentemente, provenían de grupos plebeyos o de miembros de la baja y media nobleza para lograr imponerse sobre los poderosos privilegios locales de elites muy arraigadas. Sobre este cuerpo de funcionarios integrado por nuevas elites, se configuró una nueva lealtad y un nuevo conjunto de valores y responsabilidades de tipo público que fueron definitivas para darle forma a las tecnologías burocráticas estatales. El declive y falta de prestigio intelectual de esta tecnología estatal es hoy evidente, y se encuentra actualmente en medio de una profunda decadencia en sociedades en las que predominan las lógicas de mercado y la meritocracia de tipo privado como los Estados Unidos.

Tercero, el ejército nacional y la burocracia militar fueron el producto de la novedosa implementación de mecanismos de reclutamiento militar en un sistema interestatal europeo altamente competitivo. En medio de la inclemente competencia militar, se movilizaron y cooptaron nuevos sectores sociales bajo la figura de las infanterías modernas, transformando la estructura social de Estados anteriormente elitistas, que habían optado de manera exclusiva por el uso de las caballerías. En medio de esta transformación doméstica de estructuras militares y de gestión defensiva ante amenazas internacionales, se originaron los Estados modernos, rodeados por desafiantes enemigos. El absolutismo burocrático francés logró destacarse y configurar un sistema de comisión estatal, diseñado por Luis XIV, en contrapartida al antiguo modelo imperial de los contratos agregados, que finalmente entró en decadencia después del reinado imperial de Carlos V, sentando las bases del ejército moderno. Esta pauta de modernización militar se desenvolvió siguiendo otros cauces y otros tipos de Estados lograron imponer sistemas más autoritarios y burocráticos de servicio, como aconteció durante las guerras del Norte y con la emergencia de Rusia como potencia militar en Europa oriental.

Cuatro, la banca, una de las tecnologías más importantes del capitalismo occidental. Una innovación tan particular solo podía provenir de un sistema burocrático constitucional como Inglaterra, que, a diferencia del mundo latino, no heredó las pautas administrativas romanas y concibió muy tempranamente comunidades políticas participativas que dieron lugar a una asamblea representativa nacional. Esta original pauta administrativa permitió un novedoso sistema de finanzas publicas basado en el mercado, capaz de resistir los brutales desafíos militares y políticos, y concebir un banco nacional eficiente, que le permitió finalmente a la isla imponerse sobre sus competidores. Bajo este consolidado andamiaje doméstico, eficiente y altamente elitista, se logró financiar a la novedosa Compañía Británica de las Indias Orientales, que jugó un papel medular en sus éxitos mercantilistas y en su posterior consolidación imperial bajo la cual dio forma a un sistema de comercio liberal. Esta experiencia, en circunstancias caracterizadas por la ausencia de una pauta absolutista y de condiciones geográficas y sociales sumamente favorables, permitió a los nacientes Estados Unidos replicar y mejorar muchas tecnologías de la metrópoli en su emergente país. La negociación política e implementación del patrón oro dio lugar al Sistema de Reserva Federal y a la hegemonía del dólar a nivel global. Engranaje fundamental para garantizar la consolidación de su naciente y poderoso Estado corporativo.

Quinto, el Estado patrimonial y el Estado corporativo. Por su longitud y extensión, en razón del análisis comparado, este capítulo es más largo que el promedio del libro, sin embargo, se ha decidido mantener en uno solo capítulo la exposición. Ambas dinámicas estatales se reinventaron y fortalecieron en el Nuevo Mundo: Hispanoamérica y América anglosajona. En ambas regiones, ante un océano de distancia y gozando de una enorme autonomía por parte de sus elites coloniales, se dieron las condiciones para una reinvención poderosa y perdurable de ambos tipos de Estado. En América Latina, los territorios americanos fueron concebidos como reinos en posesión de la Corona de Castilla, habitados por los conquistadores y sus descendientes, donde la monarquía capitulaba ante un comandante o caudillo. Por el contrario, en América anglosajona predominó la pauta comercial, lo que permitió que la organización por empresas de capital compartido con sede en Londres financiara a las compañías que recibían de la metrópoli la constitución para la fundación de nuevas colonias. En estas circunstancias, los intereses corporativos acabaron por imponerse, debido al desinterés económico y a la incapacidad de los Tudor y Estuardo para imponer una burocracia similar a la hispánica sobre sus pobres colonias. Estos rasgos institucionales tienen ecos reveladores en el análisis institucional del Estado en Latinoamérica y en los Estados Unidos. En América Latina, prevaleció durante el siglo XX un capitalismo de tipo jerárquico y con lógicas patrimoniales que han favorecido a los grandes conglomerados económicos familiares. En contrapartida, en los Estados Unidos predominó una lógica corporativa burocrática y eficiente, sometida a imperativos de libre mercado, que se encuentra hoy en franca decadencia ante el poder de un mercado informal y creciente de grandes corporaciones y en razón de la debilidad de un Estado que no logra regularlas.

Por último, el más desafiante escenario para proyectar un entorno comunicativo viable, deliberativo, crítico y constructivo es el de delimitar escenarios de comunicación humana que vayan más allá de los códigos binarios de sociedades hipercomplejas y fracturadas. Así como el de poder superar las fracturas morales e ideológicas en entornos comunicacionales sesgados, cerrados y fisurados por matrices morales en pugna que impiden una comunicación cada vez menos real y humana. En medio de este desasosiego comunicativo y espiritual, los colectivos buscan con ansiedad formas y rituales de encuentro, mediados por tecnologías cada vez más invasivas, disolventes y manipuladoras a una a escala cada vez más inhumana.

I. EL DERECHO Y EL PLURALISMO JURÍDICO

El pluralismo jurídico, la reivindicación y defensa jurisdiccional, así como la deliberación legal para defender privilegios, valores e intereses, y naturalizarlos jurídicamente para alcanzar consensos políticos o establecer pautas de obediencia y subordinación de una jurisdicción sobre otra, ha sido uno de los rasgos medulares y transversales de todos los Estados occidentales. Esto se ha manifestado tanto en sus versiones más burocráticas, como las que se lograron desarrollar en Francia, Alemania o los países del norte de Europa occidental; como en las constitucionales, como en el caso del Reino Unido, Holanda y los Estados Unidos; o bien en los Estados patrimoniales, que se consagraron en la mayoría de los países latinoamericanos, e inclusive en el muy particular caso corporativo de los Estados Unidos. En todos estos casos y regiones, el desarrollo orgánico y científico de la sistematización legal y de la organización jurisdiccional de las diferentes sociedades políticas fue determinante para darle forma a las diferentes tecnologías sociales estatales que se decantaron en Occidente.

El desarrollo, la sistematización y la gran ruptura jurídica en una civilización como la occidental tienen una importante determinación geográfica, espiritual y religiosa. En primer lugar, el mundo occidental se desenvolvió predominantemente al margen o en medio de un rechazó acérrimo a toda influencia islámica o de cualquier otra manifestación cultural asiática, dada la marginalidad de su geografía y su belicosidad general. El protagonismo de la Iglesia católica como institución superlativa que encarnó y modeló la cultura clásica y romana, para cristianizarla y expandirla por el mundo, será central. De ahí la importancia suprema de la sistematización del derecho canónico alcanzada por la Iglesia en los siglos XI y XII, y su posterior revolución jurídica al definir las primeras bases institucionales, legales y políticas de los Estados occidentales. Finalmente, la reforma protestante del siglo XVI marcará un punto de inflexión definitivo en la formación de nuevas tecnologías sociales estatales.

Una de las innovaciones más perdurables y significativas de Occidente fue la revolución jurídica entre los siglos XI y XII, en la que un nuevo mundo emergió a través de una novedosísima concepción del derecho como un conjunto de reglas y conceptos que devino en una original institución política y en la emergencia de una nueva jerarquía y un orden intelectual y moral. En 1075 el papa Gregorio VII declaró la supremacía política y legal del papado sobre toda la Iglesia, y la independencia del clero de todo control secular imperial. El partido papista también reivindicó su potestad última en asuntos seculares, la cual incluía la facultad de deponer a emperadores y reyes. Esta situación desembocó en un enfrentamiento militar contra el partido imperial. Esta querella, más allá del Canal de La Mancha, se resolvió siguiendo la misma pauta con el martirio del arzobispo Tomas Becket en el año 1170. En conjunto, en Europa, un nuevo orden estaba surgiendo, sentando las bases de la Iglesia como Estado, en medio de un mundo jurídicamente fragmentado y pluralista, que estaba siendo transformado por el comercio y la apertura de sus fronteras otrora herméticas.

Durante el siglo X y comienzos del XI surgió una poderosa corriente de reforma que pretendía depurar a la iglesia de todas sus influencias feudales y locales, y de la corrupción que estas prácticas habían generado. La abadía de Cluny logró que todas las órdenes religiosas dispersas por Europa se subordinaran a una sola cabeza, bajo la jurisdicción del abate Cluny, cuyo centro se encontraba en la Francia meridional, dando lugar a un gobierno más allá de lo local, jerárquico y corporativo, que luego serviría como modelo para la Iglesia católica romana en conjunto. En la década de 1070, el papa Gregorio VII, encabezó el movimiento reformista de la iglesia contra la autoridad imperial a la cual se hallaba sujeta, y por la que era vilipendiada debido a las prácticas de corrupción de la época. En esta ocasión, el partido papal llegó mucho más lejos que sus antecesores cluniacenses, puesto que proclamó la supremacía legal del papa sobre todos los cristianos y la supremacía jurídica del clero y decretó que todos los obispos tenían que ser ungidos por el papa y quedarían subordinados solo a su jurisdicción clerical. Los concordatos dejaron al papa con una autoridad sumamente extensa sobre el clero, sin su aprobación no se podía ordenar a ningún clérigo. Establecía las funciones y poderes de obispos, sacerdotes, diáconos y otros dignatarios de la Iglesia. Igualmente, podía crear nuevos obispados, dividir o suprimir otros, transferir o deponer obispos. A la máxima autoridad de la Iglesia se le llamaría el “principal dispensario” de toda propiedad de la Iglesia, concebida como “patrimonio de Cristo” (Berman, 1996).

La separación, competencia e interacción de las jurisdicciones espiritual y secular fueron fuente principal de la tradición jurídica occidental. Esta fluida mecánica política y de negociación jurisdiccional le dará una impronta particular a Occidente, a través de un margen de negociación jurídica entre diferentes órdenes y corporaciones jurídicas. Este carácter transaccional característico del mundo occidental es absolutamente medular para entender la naturaleza del Estado, ya que su configuración es producto de sociedades jurisdiccionalmente complejas y sometidas a dinámicas de negociación entre diferentes grupos y elites plenamente conscientes y defensoras acérrimas de sus privilegios y de sus “mundos” de vida. Con esta escisión entre el Estado y la Iglesia, los poderes sociales logaron una plena significación en la vida pública, a través de múltiples formas de notable importancia como corporaciones profesionales y gremios, uniones estamentales, ligas municipales y caballerescas, entre otras, que fueron fundamentadas por romanistas y canonistas medievales (Hintze, 1968).

Detrás de este acelerado proceso de juridificación de privilegios y de órdenes sociales, subyacía la exitosa introducción de una idea sumamente antigua sobre la estratificación social trifuncional, contextualizada para la dinámica europea por los arzobispos de York y por el obispo francés Aldabéron de Laon en el año 1000. Este tipo de organización social se encuentra en numerosas sociedades no europeas y en la mayoría de las religiones, en particular en el hinduismo. El historiador francés George Dumézil (1941; 1971), así como el filólogo alemán Max Müller (1988) abordaban bajo distintos enfoques cómo estos sistemas de tripartición social observados en Europa se remontaban al legado indoeuropeo de tres funciones. En primer lugar, la administración de lo sagrado, el poder y el derecho. En segundo lugar, la fuerza física. Y, por último, la abundancia y la fecundidad, convertidos en un acervo común de diferentes pueblos en sus manifestaciones teológicas y míticas. Así como en expresiones de sus estructuras lingüísticas, profundamente interconectadas a partir del sanscrito y de una edad mitológica con el latín, el griego, el eslavo, el céltico y el teutónico.

En este nuevo orden estatuido en toda la sociedad cristiana, se prescribía una organización de toda la sociedad en tres grupos: los que rezan (el clero), los que hacen la guerra (la nobleza) y los que trabajan (el pueblo llano). Este tipo de organización, que se encuentra en toda Europa occidental, en un plano estrictamente político manifestaba los débiles lazos que las elites locales tenían con los poderes centralizados, ya fuera en su forma estatal o imperial. En este tipo de sociedades, el orden social se estructuraba en torno a instituciones locales, altamente descentralizadas y con una coordinación limitada entre distintos centros de poder. Este tipo de régimen solo es sostenible en la media de una compleja y exitosa mezcla de coerción y consentimiento, en la que cada grupo cumple funciones indispensables para los otros grupos, prestando servicios vitales para su funcionamiento orgánico.

La Iglesia pensó el modelo más allá de un mecanismo productor de desigualdad, verlo desde esta exclusiva y recurrente posición sería anacrónico, como lo han hecho estudios contemporáneos sobre la desigualdad, pero que han logrado entender la trascendental importancia política y civilizadora de este esquema para las sociedades occidentales. Su objetivo central estaba en el ámbito político, como mecanismo para domeñar y civilizar el corazón de elites poderosas y brutales, para que gobernaran con sabiduría y se sometieran a los consejos del clero. Además, se formulaba una prescripción al clero para que renunciara a las armas. Y se pretendía pacificar a las elites para poder unir al pueblo más allá de diferentes estatus de tipo servil (Piketty, 2019). En efecto, la pacificación de las elites se logrará muy parcialmente gracias a la negociación jurídica y política permitida por esta poderosa tecnología estatal que es el derecho, que en cabeza del papado logró convertirse en un poderoso mecanismo que superaba las fronteras de lo local bajo una unidad política y legal.

La revolucionaria emergencia del derecho en sociedades jerárquicamente estatuidas permitió que conceptos medulares para los sistemas jurídicos occidentales, como jurisdicción, procedimiento, delito, contrato y propiedad, aparecieran y moldearan de manera estructural la forma de percibir el orden jurídico y político de un mundo en pleno proceso de transformación social y económica. De la misma manera, permitió la emergencia de elaboradas teorías acerca de las fuentes del derecho y de su relación entre el derecho divino, el derecho eclesiástico, secular, feudal y urbano.

En el ámbito político, surgieron por primera vez autoridades centrales poderosas, tanto eclesiásticas como seculares, cuyo dominio se ejercía a través de sus delegados y se extendía y se hacía sentir hasta las más pequeñas localidades. Como resultado de esto, surgió una clase especializada de juristas profesionales que reivindicaron un profundo y muy duradero sentido de identidad corporativa al interior del clero, así como su responsabilidad de reformar el mundo y desarrollar un nuevo sentido del tiempo histórico, que incluía los conceptos de modernidad y progreso, leídos en clave clerical. En el año 1099, caballeros occidentales entraron en Jerusalén y fundaron allí un reino nuevo, que estaría en teoría subordinado al papado (Berman, 1996).

En el ámbito intelectual, se crearon las primeras escuelas de derecho, el ordenamiento sistemático de bastos materiales jurídicos que se remontaban al Código de Justiniano de la Roma imperial, así como la creación del derecho como un cuerpo autónomo, soportado y desplegado a través de principios y procedimientos jurídicos. Cambios que dieron lugar a la creación de las primeras universidades, al desarrollo de la escolástica, de la teología y de la jurisprudencia, las cuales fueron sometidas a una exigente sistematización, propia de los inicios del pensamiento científico moderno. El legado más universal y perenne de esta transición intelectual fueron las grandes catedrales góticas de Occidente: San Dionisio, Nuestra Señora de París, Canterbury y Durham; símbolos del nuevo orden que moldearía a Occidente por siglos, a través de bóvedas y juegos de luz escolásticos que inmortalizarían al orden eclesiástico.

En esta convergencia de revolucionarias transformaciones, aparece en Chartres el gran centro científico del siglo: el intelectual moderno. La síntesis más poética y universal de estas fuerzas en tensión portentosamente creativas fueron encarnadas y eternizadas en el siglo XIII en la persona de Dante Alighieri y en su inmortal obra la Divina comedia. En esta epifanía cósmica y espiritual, Dante es acompañado por Virgilio —un pagano defensor del Imperio romano y sensible a la revelación cristiana—, quien lo guía por los nueve círculos del infierno y lo acompaña hasta el final del purgatorio, para que pueda reconocer finalmente por sí mismo la luz reveladora del amor primigenio. Para este intelectual moderno, el cosmos es un conjunto organizado y racional, y el universo una urdimbre de leyes, que no son desorden y absurdo, sino armonía. La necesidad de orden en el universo llevó a los intelectuales de la época a negar la existencia del caos primitivo. Por esta vía, se asiste a la desacralización de la naturaleza y, por consiguiente, al rechazo progresivo del simbolismo, arribando, así, al preámbulo necesario para toda ciencia.

Esta fuerza intelectual solo se hizo posible gracias al reconocimiento de la corporación universitaria, de sus estatutos oficiales y de sus privilegios, concedidos por el papado, su gran aliado, en cabeza de Celestino III, Inocencio III y Gregorio IX. Este último, concedió estatutos a la Universidad de París, en virtud de la famosa bula Parens scientiarum, reconocida como la carta magna de la universidad. Con este gesto político, que se repite en Oxford y Bolonia, se concebirá, sin lugar a dudas, a los intelectuales de Occidente como agentes pontificios (Le Goff, 1993).

En medio de este sísmico movimiento político, en el que el derecho canónico replanteaba nuevas jurisdicciones, dominios y lealtades investidas de una nueva y portentosa legitimidad, los antiguos reinos y otras entidades empezaron a crear sus propios sistemas jurídicos seculares. Esta proliferación de esporas jurídicas fue posible en un periodo de rápida transformación socio-económica, caracterizado por el aumento de la productividad agrícola y la comercialización de sus excedentes, así como por la proliferación de ferias y mercados que se convirtieron en eslabones de un creciente comercio a larga distancia. En este reciente escenario, modelado por disruptivas innovaciones como el crédito, la banca y los seguros, las nuevas ciudades libres se dotaron a sí mismas de sus propias instituciones gubernamentales y jurídicas. La proliferación jurídica de este proceso condujo a que las instituciones feudales y señoriales concibieran una sistematización similar y, a su vez, los centros comerciales y los puertos, que redactaron para sí nuevos sistemas de derecho mercantil, para responder a las exigencias de un mercado comercial en ascenso.

La esencia de Occidente y la razón de ser de su carácter único reside en esta reivindicación señera de la Iglesia como corporación jurídica y de su capacidad para imponerse sobre el Estado, al punto de erigirse históricamente en el primer Estado universal y en la primera burocracia de alcance occidental. De ahí la importancia de esta novedosa tecnología jurídica, impuesta a través del Dictatus Papae de 1075, en el que la cabeza de la Iglesia no solo declara abolido el anterior orden político y jurídico, sino que se reivindica como “único juez de todo” y con el poder exclusivo de “hacer nuevas leyes para enfrentarse a las necesidades de los tiempos”. La revolución papal fue el primer movimiento trasgeneracional de Occidente, el cual se llevó a cabo a través de un programa revolucionario durante más de una generación, para que pudiera ser parcialmente realidad y se pudiera definir las jurisdicciones penal y civil de los poderes eclesiástico y secular (Berman, 1996).

El poder de la Iglesia y el papado pretendía ser absoluto, buscaba gobernar como legislador universal, únicamente limitado por el derecho natural y el divino. Los concilios universales, por esta razón, serían convocados y presididos por la máxima autoridad en Roma. A través de sus decretos se allanarían controversias, puesto que la Iglesia operaría como intérprete de la ley, otorgando privilegios, dispensas y mercedes, y, además, sería supremo juez y administrador. En suma, se asistía a la invención del orden en Occidente bajo la figura de un Estado clerical, en medio de una sociedad jurídicamente plural. De acuerdo con la imagen de Harold J. Berman en La formación de la tradición jurídica en Occidente, se estaba liberando una inusitada capacidad de energía similar a una colisión atómica (1996, p. 42).

Con posterioridad a las reformas papales introducidas por Gregorio VII, la Iglesia adoptó la mayoría de las características del Estado moderno. Se erigió como una autoridad independiente, jerárquica y pública. Desde Roma se podía legislar y los sucesores de Gregorio promulgaron una serie de nuevas leyes, bien invocando su propia autoridad bien a través de concilios eclesiásticos. La Iglesia concentró en su cabeza poderes legislativos, ejecutivos y judiciales, bajo un sistema racional de jurisprudencia canónico. Además, fijó impuestos a través del diezmo e implementó lo que sería un registro civil a través de los certificados de bautismo y defunción, así como una expresa reivindicación para influir sobre la política secular en todos los países, reclamando la supremacía de la espada espiritual sobre la temporal (Berman, 1996).

No obstante, esta fuerza revolucionaria y sus voces radicales fueron neutralizadas en el clamor de sus expectativas ante la ponderación de la realidad y las necesidades por alcanzar un orden más equilibrado y transaccional. Finalmente, se alcanzará toda una gama de compromisos más allá de la relación entre la Iglesia y el Estado, que incluían la interrelación de las comunidades del orden secular entre el sistema señorial, feudal, mercantil, provincial y urbano. Además de los compromisos de una red de privilegios y obligaciones entre los condados, ducados, reinos y el mismo Imperio. En suma, se estaba inaugurando el orden corporativo y patrimonial de la política occidental, siempre transaccional y predominantemente político. Esta visión pluralista y política le dará forma a todo el milenio por venir, alejándose de los viejos legados de la tradición como la estructura de castas, el legado imperial y la figura milenaria de los reyes sacerdotes, que terminarían diluyéndose y finalmente olvidándose. El sueño gibelino del imperio universal paulatinamente entraría en ocaso y abriría un nuevo mileno al mundo del Estado y la Iglesia.

Este singular carácter transaccional se tradujo en una competencia de jurisdicciones entre tribunales eclesiásticos y seculares, obligando a una sistematización y racionalización del derecho secular, que además era imperativa para sus autoridades, obligadas a imponer la paz y la justicia dentro de sus jurisdicciones. Desde entonces, el derecho en Occidente fue concebido como un sistema en orgánico desarrollo, un cuerpo creciente y vivo de principios y procedimientos, construido a lo largo de generaciones y de siglos, al igual que las vertiginosas y aladas catedrales góticas. Esta comprensión del derecho y del Estado como un producto orgánico de la historia es esencial para entender las tecnologías estatales no como simples funcionalidades o fórmulas jurídicas al margen del tiempo, sino como realidades históricas complejas y diferenciadas.

El derecho temporal o secular expresa con claridad esta complejidad y diferenciación, en un mundo de múltiples ordenes jurídicos, en el que el derecho real y los Estados se encontraban aún en germen de expansión y consolidación frente a otros tipos de derecho secular. Esta diseminación jurídica tiene como cauce la pauta previamente establecida por el papado y su sistemática organización del derecho canónico. Esta mimesis institucional y jurídica era inevitable por motivos de precedencia orgánica de la Iglesia como institución universal, así como por sus recursos disponibles, en términos de juristas, jueces, asesores y funcionarios especializados en el derecho canónico. Esta situación generó una retroalimentación y tensión caracterizada por la emulación y la confrontación, ya que los nuevos órdenes emergentes requerían cohesión y refinamiento para mantener su autonomía y evitar intervenciones innecesarias en sus jurisdicciones.

Además, las nacientes jurisdicciones reales se encontraban sometidas a profundas fuerzas centrífugas que dispersaban la imprescindible y necesaria lealtad al poder central. Esta fragmentación era producto de la naturaleza local de los intereses y lealtades, casi siempre circunscritos a la familia, el vecindario y el condado. Los funcionarios reales, que en este libro llamamos —las elites políticas— duques, condes, vizcondes y missi dominici, tendían a convertirse en líderes de comunidades locales autónomas en lugar de agentes de la autoridad central.

La pieza medular para que emergiera el Estado demandaba un paulatino desplazamiento de estas arraigadas inercias locales hacia una nueva lealtad estatal, así como a su autoridad moral para respaldar su estructura institucional y su teórica supremacía legal. Únicamente a través de una nueva lealtad se conseguirá la necesaria estabilidad política y la continuidad espacial y temporal necesaria para el surgimiento del Estado. Mayor seguridad, controles más estrictos y conexión organizada con las comunidades locales a través de sus propios tribunales incrementaban el prestigio estatal de la Iglesia como garante y distribuidor de justicia, con miras a aumentar la posibilidad de transmitir su poder y posesiones a sus herederos. La revolución papal, si bien convirtió a Europa en una unidad religiosa, no logró construir una unidad política. Los reinos y principados van a ser tratados como entidades separadas, sentando las bases de un sistema multiestatal (Strayer, 1998).

Es en medio de esta enconada lucha jurisdiccional y política por conquistar e imponer lealtades en la que surgen las raíces de los primeros Estados seculares durante el siglo XII: el reino normando de Sicilia de Rogerio II; la Inglaterra de Enrique II; la Francia de Felipe Augusto; el Flandes del conde Felipe, así como Suabia y Baviera gobernado por Federico Barbarroja. Esta eclosión de fuerzas reales estuvo enmarcada en reivindicaciones intelectuales, simbólicas, litúrgicas y teóricas que, a la luz de obras revolucionarias como el Anónimo normando y el Policraticus, de Juan de Salisburry, cimentaron la preeminencia y divinidad del rey: sacerdote de su pueblo, y sentaron los fundamentos de la teoría divina de los reyes. El título del gobernante se derivaba directamente de Dios. A través de esta última obra, escrita en la Inglaterra normanda bajo el poderoso monarca Enrique II, quien estaba empeñado en asegurar su dinastía, el autor se anticipaba a una discusión sobre los derechos y deberes de los príncipes, más allá de la atención preminente de su tiempo sobre la teoría de las dos espadas.

El Policraticus introdujo en el pensamiento europeo por vez primera una teoría orgánica del orden secular: fue la primera obra europea que elaboró la metáfora de que cada principado, es decir, cada entidad territorial encabezada por un gobernante es un cuerpo…. La metáfora orgánica implica que el gobierno, es decir, el régimen político, es natural en el hombre. No es algo necesariamente impuesto por la fuerza a la sociedad ni se origina en un contrato o convención. (Berman, 1996, p. 300)

La centralidad y trascendencia de esta metáfora del cuerpo político fijará una visión y una lógica territorial de la comunidad política sobre la cual se erigirán los poderosos gobiernos centrales de los siglos por venir. La idea del Estado secular que emerge de estas agudas transformaciones y tensiones entre jurisdicciones es la de un Estado de derecho: el Rechtsstaat. Esta nueva visión jurídica y política implicaba que las cabezas de cada cuerpo implementarían y desarrollarían sistemas legales propios, y que gobernarían mediante el derecho, sujetándose simultáneamente a la ley que habían promulgado. El Estado se basaba en la ley y existía para hacer cumplirla. No obstante, en la medida que cada Estado existía dentro de un sistema de jurisdicciones plurales y debían respetarse todas las jurisdicciones, muy especialmente los derechos inviolables de la Iglesia, solo era viable la coexistencia pacífica entre Iglesia y Estado a través de un difícil reconocimiento compartido de la soberanía del derecho. Para los nacientes Estados, ser un Estado de derecho se convirtió en un ideal que, si bien no siempre lograron cumplir, fue un factor importante para ganarse la lealtad y el apoyo de sus súbditos.