Legendarium I - Varios Autores - E-Book

Legendarium I E-Book

Autores varios

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Beschreibung

La cultura tradicional española está llena de cuentos de asesinos y de fantasmas, esta obra recopila y actualiza los más terroríficos. Las leyendas españolas son diversas y manifiestan la pluralidad del acervo cultural español ya que tienen origen celta, judío, visigodo o musulmán, pero en su origen todas estaban al servicio de las creencias de la época. Legendarium I. Cuentos de fantasmas, asesinos y sacamantecas actualizan estas leyendas y nos las presentan sin fines socializadores, solamente con la lúdica intención de hacernos pasar miedo. El libro está compuesto de siete relatos escritos por jóvenes promesas del género fantástico nacional con una prosa que se sitúa entre Poe y Lovecraft y que, permaneciendo fiel al canon, nos ofrecen unos relatos frescos y renovados. Rubén Serrano y Javier Pellicer son dos escritores reconocidos en el género fantástico y de terror de nuestro país pero, en esta ocasión, se encargan de recopilar estos cuentos entre cuyos autores encontramos psicólogos, periodistas, guionistas y profesores universitarios de todas las partes del país. Esta variedad de profesiones y procedencias geográficas de los autores dota a la recopilación de gran originalidad en sus planteamientos literarios y de un estilo heterogéneo que la hace apta para cualquier lector. Al final de cada relato encontramos un texto breve en el que los autores dan cuenta de sus razones para elegir cada relato. Razones para comprar la obra: - Es una reescritura de las leyendas españolas en clave contemporánea y con fines lúdicos dando cuenta de la riqueza de nuestra cultura. - Recopila los cuentos de fantasmas y asesinos de todas las partes de nuestra geografía, algunas de ellas muy extendidas por todo el país. - Los distintos autores tienen una trayectoria prometedora en el panorama del fantástico nacional y eso se nota en el estilo de los relatos.

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Legendarium I

Legendarium I

Cuentos de fantasmas,asesinos y sacamantecas

ANTOLOGÍA COMPILADA PORJAVIERPELLICER YRUBÉNSERRANO

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Colección: Tombooktu Terror

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Titulo: Legendarium I

Autores: ©2012 Ivan Mourin, ©2012 David Jasso, ©2012 Ángel Villán,

©2012 Pedro L. López ©2012 Nuria C. Botey, ©2012 Tony Jiménez,

©2012 Anna Morgana Alabau

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN Papel: 978-84-9967-383-7

ISBN Digital: 978-84-9967-384-4

Depósito legal Papel: M-16920-2012

Fecha de publicación: Mayo 2012

Realización de e-Pub:produccioneditorial.com

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Prólogo

¿Quién duerme bajo tu cama?

El teléfono

El loco del bisturí

La masía

La Virgen de la Paloma

La estaca

Mariquilla

Sobre los autores

Fragmento de Monólogo de un canalla

Fragmento de Desafiando a Hitler

Fragmento de Redes de pasión

Prólogo

Un legendarium o legendario es un compendio de leyendas, es decir, un repertorio de esas historias fantásticas o imaginadas que se cuentan como si hubieran ocurrido de verdad y que forman parte de la cultura popular. La leyenda es una narración tradicional que incluye elementos ficticios, a menudo sobrenaturales, la cual se transmite de generación en generación, sufriendo con frecuencia en ese proceso supresiones, añadidos y modificaciones, especialmente para adaptarse al espacio y al tiempo al que pertenecen el narrador y su audiencia.

La leyenda suele estar ligada a un elemento preciso, que se integra en el mundo cotidiano o la historia de la comunidad a la que pertenece. A diferencia del cuento, la leyenda sucede habitualmente en un lugar y un tiempo reales, reconocibles por el oyente o lector, aunque eso no quita para que se incluyan elementos fantásticos.

Las leyendas nacen con el hombre primitivo y su necesidad de dar una explicación a los misterios del universo de una forma inteligible para su mentalidad. A tal fin, aparecieron leyendas que eran expresiones de las creencias y sentimientos humanos, y no una mera invención recreativa. Al igual que los mitos, tenían un sentido religioso. No se relataban para entretener ni divertir, sino para transmitir un conocimiento fundamental.

Fruto de la invención de un individuo, las leyendas eran adoptadas posteriormente por otros y ampliadas con nuevos detalles para llenar los huecos. Si se extendían y eran importadas por otros pueblos, se adaptaban a su medio hasta acabar considerándose como propias.

Pero el término legenda no aparecería hasta la Edad Media, y sería para designar las vidas de santos, más o menos fantaseadas, que habían de ser leídas en los círculos monásticos. Y sólo más tarde, con el romanticismo, se identificaría la leyenda y su formación popular con su particular idea de la historia, entendida esta como «manifestación del espíritu de un pueblo que ennoblece su edad heroica».

En la actualidad, la leyenda constituye un género narrativo concreto que actualiza —o inventa— una mentira literaria preexistente.

Las leyendas son testimonio vivo de la historia y del saber popular que integran el acervo folclórico.

Hay temas recurrentes dentro de las leyendas, que se repiten en relatos de diferentes culturas, como es el caso del diablo, tesoros o determinado tipo de personaje, sufriendo algunas variaciones en su contenido.

En el caso concreto de las leyendas en España, estas mezclan tradiciones muy disímiles, de procedencia celta, ibérica, romana, visigoda, judía, árabe... Por ello, se trata de uno de nuestros más importantes bienes culturales, herencia de la memoria de un pueblo multicultural como es el español.

La abundancia y variedad de las leyendas de nuestro país es tal que sería absolutamente imposible recogerlas todas en un único volumen. No obstante, diferentes autores hemos querido hacer nuestro particular homenaje al legendarium español a través de diferentes relatos basados en leyendas tradicionales de nuestra piel de toro.

Así, en el presente trabajo ofrecemos nuestras propias versiones —y visiones— de diversas historias pertenecientes a diferentes regiones de España, recogidas de punta a punta, desde Cataluña hasta Andalucía y desde Galicia hasta Baleares, abocándonos no sólo a las leyendas populares sino también a aquellas narraciones que se escuchan cotidianamente en la ciudad. Y es que también hemos querido tocar alguna que otra leyenda urbana, esas historias que forman parte del folclore contemporáneo y que, a pesar de contener elementos sobrenaturales o inverosímiles (generalmente emparentados con algún tipo de superstición), se presentan como crónica de hechos reales sucedidos en la actualidad.

Con todo ello hemos compilado una antología de relatos que pretende seguir alimentando el imaginario popular con historias fabulosas, cargadas de misterio. Pero, a diferencia de las auténticas leyendas, las nuestras no pretenden explicar nada ni están al servicio de las creencias de la sociedad. Sólo buscan proporcionar una nueva vuelta de tuerca a algún tema ya existente, trastocando deliberadamente la historia original en la que se asienta para dar paso a una nueva versión. Y todo ello con un fin meramente recreativo, para entretener y divertir al lector con nuevas mentiras literarias que, sin embargo, recobran el verdadero origen etimológico de la palabra leyenda: obras para ser leídas.

En este pequeño muestrario hay historias de fantasmas y espíritus atormentados, de brujas y vampiros, de seres malvados, de lugares encantados y sucesos sobrenaturales, de misterio y horror, de amores imposibles… Son relatos fantasiosos cargados de elementos imaginativos, cubiertos de matices y siempre adornados con el fino velo de la fantasía, en los que cada autor, abriendo la puerta a la inventiva, ha sabido dotar a su texto de su propia impronta personal. Esa es la magia de la literatura.

Ojalá que estas narraciones sobrevivan igualmente al paso del tiempo y, algún día, sean también leyenda.

Hasta entonces, sólo esperamos que las disfrutéis.

Javier Pellicer y Rubén Serrano

¿Quién duerme bajo tu cama?

Ivan Mourin

El llanto del niño inundó la noche, y el grito que lo acompañó desgarró a esta, como el siseo de la hoja mellada de acero que había cercenado su garganta, bañándola de un fluido cálido y negro. El gorgoteo que manó de su boca fue aún peor que el chillido, y aun así, nadie en el edificio escuchó nada. Dormían, aunque siempre habrá quien dijo que se hicieron los dormidos.

—Esto es una mierda —protestó Elena, dejando caer una caja a la entrada del piso.

—Cuida esa boca, niña —le reprendió Haritz, cruzando el umbral de lado, cargando otras tres cajas el doble de grandes que la que ella llevaba encima.

—Lo siento —puso los ojos en blanco, resoplando—. Estoy cansada, y las manos se me están llenando de mier…

—¿Esa es la única palabra que te han enseñado en el colegio? —Reprimió una sonrisa, abandonando la carga junto a la cocina—. No necesitas protestar más; estas son las últimas.

—Papá, tienes que prometerme que no nos mudaremos más —se rebeló ella—. Luego te quejarás si tengo problemas de espalda.

—A mí tampoco me hace gracia estar cambiando de piso cada dos por tres. Pero creo que este es el definitivo. Me da buenas vibraciones. —Alzó los brazos, entusiasmado—. Es todo lo que necesitamos: céntrico, acogedor, y grande, que es lo más importante. ¿Has visto lo bien que ha quedado el despacho? Los pacientes se sentirán mucho más cómodos que en aquel cubículo donde los atendía. ¿Te acuerdas que a uno le entró claustrofobia?

—Pero eso es normal, papá. —Empujó el embalaje con el pie hacia el interior y cerró la puerta, una pesada pieza de madera maciza de casi tres metros con filigranas modernistas y una gran mirilla corredera de metal dorado—. Tratas con tarados.

—Si alguna vez estudias psicología, cambiarás tu forma de ver las cosas.

—Lo que tú digas. —Pasó la cadenilla del cerrojo. Eso le extrañó; nunca lo habían tenido en ninguna de las viviendas anteriores, pero lo hizo impulsivamente. Se encogió de hombros—. Me voy a mi cuarto —carraspeó—, el nuevo.

El hombre no respondió. Desenvolvía el papel marrón que protegía a un cuadro, un óleo sobre tabla, la réplica de una pintura de Goya, Casa de locos. Esbozó una sonrisa al entrar en lo que sería la consulta en pocos días. La pintura naranja con efecto óxido de las paredes le daba una nota vanguardista, con el escaso mobiliario oscuro haciendo contraste: un escritorio de principios del diecinueve con tapete de piel verde, ribeteado con hilo dorado, un sillón de piel marrón con tachuelas forradas del mismo material, dos sólidas sillas tapizadas en terciopelo negro, una estantería estrecha, pero alta hasta el techo, decorada con tratados a los que apenas echaba mano, y un diván de teca y piel gris, de patas combadas, que había comprado en una casa de antigüedades de la calle Avinyó y restaurado con un cariño especial, y la velocidad de un patoso.

El timbre de la puerta interrumpió su decisión de dónde colgarlo.

—Ya voy yo —voceó él, sabiendo de sobras que su hija no haría el esfuerzo de adelantársele. Debía de ser el transportista de la colchonería, que había llegado antes de tiempo.

El estómago se quejó de hambre ante el aroma a vainilla y limón del bizcocho esponjoso que sostenían unas manos de dedos nudosos sobre un plato de vidrio amarillo. En el rellano aguardaba una anciana menuda con una cordial sonrisa que estiraba las arrugas de la papada y marcaba la de los pequeños ojos acuosos, cuyo color era difícil de reconocer. La redecilla negra que le cubría la cabeza protegía tres hileras de rulos rosas sujetos al pelo cano con pinzas de metal, a juego con la bata afelpada de cuadros bordados y las zapatillas de talón descubierto.

—Buenos días —saludó la mujer con voz aguda y pausada—. Soy Catalina, la vecina del piso de abajo.

—Buenos días. —Pensó en darle la mano, pero temió por el bizcocho. Sería una lástima si el plato se volcase y aquel dulce se deshiciera en miles de partículas tiernas que se pegarían al terrazo marrón—. Me llamó Haritz.

—Encantada —le entregó el plato—. Le traigo esto como bienvenida. Le he escuchado varios días mientras traía cosas, pero no he podido acercarme antes. Ya sabe, la salud de una, con la edad que tengo, es como una lotería: el día que te levantas de la cama, puedes sentirte afortunada.

—No tenía que haberse molestado —agradeció el hombre, pero sus tripas decían todo lo contrario—. Respecto a la mudanza, si hay alguna hora en especial en que le moleste…

El rostro de la mujer cambió de repente. La sonrisa desapareció, descolgándose la piel del cuello como el pellejo de un pavo. Ahora sí que era reconocible el color de los ojos, un finísimo aro verde desvaído rodeando la pupila grande y negra, y escudriñaban por encima del hombro de Haritz.

—Ah, ella es mi hija, Elena —le presentó él a la anciana.

La sonrisa regresó a la boca de Catalina, ampliándose hasta mostrar el borde de la raíz de la dentadura postiza.

—Qué hija más guapa tiene —apuntó, estudiando con los pequeños ojos el anguloso rostro de la niña, su cabello negro, largo y liso.

—Muchas gracias —dio un leve toque con el dorso de la mano a Elena, y susurró—: Saluda.

—Oh, no se preocupe —se adelantó la vecina, volviéndose hacia el antiguo ascensor enrejado—. Bueno, no les molesto más, que tendrán faena.

—¿No le apetece tomar un café? —Haritz alzó el bizcocho hasta la barbilla.

—Otro día lo aceptaré. —Abrió la cabina del aparato, y dijo desde el interior—: Tengo la comida en el fuego.

—¿Qué clase de educación te he enseñado? —le reprochó el padre a la niña una vez cerrada la puerta del piso.

—Me ha pillado por sorpresa —se excusó ella—. Daba un poco de repelús, ¿eh?

—Elena —la regañó, camino de la cocina.

—¿No lo has notado?

—¿El qué?

—Cómo me ha mirado. —Se sentó en uno de los dos taburetes de la barra americana—; y olía raro.

—Era lavanda —respondió él, tomando un cuchillo y hundiendo la punta en el centro del postre—. A mucha gente mayor le gustan los aromas suaves y naturales.

—Sé cómo huele la lavanda; la abuela tiene los armarios llenos —cogió una miga desperdigada del primer tajo del bizcocho y se la llevó a la boca—. Y esa vieja apestaba a algo más fuerte, a rancio.

—¡Qué cabrona es esa tía! —renegó Jessi, sacando un paquete de cigarrillos de la mochila—. Nos ha cargado bien la semana de deberes.

—Ya te digo. —Elena cogió uno y esperó a que su amiga le diera fuego—. La muy guarra se ceba de lo lindo. Me molaría ver si ella sabría hacerlos, porque lo único que hace es copiarlos de los libros.

—Y le pagan por eso. —Soltó una bocanada de humo que ascendió por las escaleras hasta perderse en la oscuridad, pocos peldaños por encima de ellas—. ¿Has visto qué guapo está el Luismi? Sería una pasada poder liarse con él.

—Es de segundo. —Elena también dejó escapar el humo. En realidad, no se lo tragaba; más bien le repugnaba eso de fumar, pero había empezado el primer año de instituto, y era integrarse o morir con los pardillos.

—¿Y?

—Que es muy grande para ti.

—Sí, claro. Como si meterse la lengua tuviese edad. Elena, eres…

La niña chistó, haciéndola callar. Tenía la cabeza asomada entre los barrotes de la baranda.

—¡Mierda! —Elena se levantó de un salto. El cigarro se le escapó de los dedos y voló por el hueco del ascensor, dejando una estela de cenizas y espirales de humo.

—¿Qué pasa? —Se extrañó su amiga, dando una calada, echada hacia atrás sobre un codo.

—Que está subiendo alguien —susurró—. Tenemos que ir más arriba.

—¿Y?

Elena odiaba aquella afición de Jessi por los monosílabos.

—Que vivo aquí, tengo doce años y estoy fumando. ¿Te sirve? —soltó, cogiendo la mochila—. Levántate, coño. Tenemos que escondernos.

Jessi le hizo caso y la siguió escaleras arriba con una risita tonta, el pitillo entre los labios. Elena reprimió el deseo de darle un buen tirón de pelo para ver si seguía teniendo ganas de reír. El corazón le molestaba en el pecho, tal vez por el esfuerzo, pero sabía que era por miedo a que su padre se enterara. No era un tipo agresivo, pero no soportaría verle decepcionado.

El motor del ascensor se accionó, y a Jessi se le escapó un grito ridículo, pero suficiente para que rebotara por las paredes. La niña se volvió hacia ella y la recriminó con la mirada, aunque dudaba que la hubiera visto en aquella penumbra. Las correas y los pesos de la maquinaria eran más sigilosos de lo que podía esperar, aunque también podía ser aquel pánico a que la pillaran el encargado de reducir el sonido.

—Me está entrando un poco de cague —avisó Jessi, aferrándose a su brazo.

—Será sólo un momento —trató de tranquilizarla.

—Con un poquito de luz…

Y antes de que acabara la frase, el teléfono móvil que llevaba en la mano iluminó el pequeño cuarto. Elena se lo iba a quitar de las manos, incluso si era necesario le sacaría la batería para que dejara de hacer la tonta, hasta que vio su cara, el horror que perfilaba cada sombra de su expresión.

Entre vigas de acero, telarañas y herramientas olvidadas, una silueta agrietaba la pared desconchada con trazos de carbón que alargaban su cuerpo delgado hasta encorvarlo contra el techo, portando lo que bien podía ser un enorme saco decorado con anzuelos y ganchos que arrastraba por el suelo. Pero lo realmente aterrador era la cabeza de ojos vacíos y enorme boca de lobo, que aullaba a la nada, y los dedos, largos y con afiladas cerdas, como un cepillo metálico, que parecían estirarse hacia ellas.

—¿Va a quedarse mucho tiempo? —preguntó Catalina, removiendo el café con un suave tintineo.

La anciana, dos días después de obsequiarle aquel delicioso bizcocho, se había acercado hasta el piso de Haritz y Elena con un pastel de merengue, el cual no parecía menos apetitoso. El hombre no podía permitir que la mujer volviera a marcharse, con aquellos buenos gestos que estaba teniendo hacia ellos, y ella no renunció al café que le ofreció.

—Esa es mi intención —respondió él—. El piso es maravilloso; es muy difícil encontrar una ganga como esta en un lugar tan bien comunicado. —Se le escapó un gemido de placer al probar un trocito de tarta—. Y como siga trayendo estas delicias, le aseguro que de aquí no me mueven ni aunque arda el edificio.

La mujer sonrió, alagada.

—Sí, pero la finca es antigua, y usted es demasiado joven. Se desmoronará el día menos pensado. Sólo la habitamos viejos que no tardaremos demasiado en mudarnos a un nicho. —Aproximó la nariz a la taza, pero la retiró al notar que el vapor aún era demasiado caliente—. Ver a su hija por aquí es como un soplo de vida.

—Gracias. Debo reconocer que es un poco raro que…

—No lo es —corrigió Catalina.

—¿Por qué no? —La observó desde el sillón. Muchas veces, sin darse cuenta de ello, volvía a su rol de psicólogo y adquiría una pose de piernas y manos cruzadas, analizando cada palabra y cada expresión.

—¿No lo sabe? —Esperó, y al no ver respuesta, continuó—. Veo que no le han informado. Es normal, sino no venderían ningún piso.

—¿A qué se refiere? —preguntó como lo haría con cualquiera de sus pacientes.

—Aquí murió alguien. —Se echó hacia adelante, como si no quisiese que nadie más escuchara.

—En todas las casas muere gente, alguna vez —señaló sin importancia.

—Asesinado. —Consiguió captar su atención—. Como usted, el matrimonio que vivió anteriormente tenía una hija, una criatura preciosa de diez años, si no recuerdo mal. Le cortaron el cuello.

—¿A la niña? —El siguiente trozo que comió le supo amargo.

—Sí. Comentaron que la chiquilla veía cosas, creo que fantasmas y esas paparruchas. Como es normal, sus padres pensaron que eran producto de la imaginación de la criatura. Hasta que llegó aquella noche —dio un pequeño sorbo a la taza para aclararse la garganta—. Yo sólo me enteré del alboroto que hizo la policía al entrar en el bloque.

—¿Fueron los padres? —preguntó él, frotándose la yema de los dedos.

—No lo sé —Catalina negó con la cabeza—. No los encontraron nunca, ni a ellos ni a la niña. Sólo un montón de sangre en su habitación.

—Entonces, ¿cómo puede saber que le cortaron el cuello?

—Porque le sucedió lo mismo que a los otros —respondió, apurando la taza y sirviéndose otra con dos terrones de azúcar moreno.

—¿Cómo que «los otros»? —Haritz había perdido totalmente el apetito. Ahora la tarta con sus montes de merengue más bien le daba asco.

—Todos los niños que han vivido en este edificio, durante generaciones, han perdido la vida, incluso antes de que se construyera, cuando había sólo una casa, hace ya unos siglos. —Cortó una porción de tarta y la colocó, con ayuda del cuchillo, en su plato—. Al primer niño, la primera víctima, dos mujeres le engañaron con darle unas monedas para que saliera al patio, y allí le cortaron el gaznate, llevándose el cadáver.

—¿Para qué? —Quiso saber el hombre con la garganta cada vez más seca.

—¿Para qué va a ser? —Se indignó ella como si fuese tonto—. Para venderlo a los brujos. Del cuerpo de un infante se saca mucho dinero: grasa, sangre, vísceras, huesos… Toda clase de materiales para crear brebajes y potingues. Y los hechiceros más poderosos provenían del Born, de la escuela de La Seca, la reina de las brujas de Barcelona, la más amada por el diablo, la apodada por todos como La Madre Oscura.

—Es imposible —rechazó él, negando con la cabeza.

—No lo es, por eso siguen los asesinatos. Quien los empezó continúa con su tarea, porque los brujos no han dejado de existir. Por si acaso —mordió el dulce, y prosiguió con la boca llena—, vigile la cama de Elena.

—La cama —repitió Haritz, entornando los ojos. Aquella mujer no regía bien.

—El rastro de la sangre de los niños siempre se perdía bajo sus camas.

Elena se cansó de esperar que bajara el ascensor. Aquel viejo trasto—viejo como el edificio entero y sus inquilinos— no se había movido de la tercera planta, y tendría que subir hasta la quinta. ¿Quién le mandaría a su padre comprar el último piso en un lugar como aquel? Cargó la mochila a la espalda y comenzó a ascender, protestando en voz baja. No sabía si era mejor soportar todo el follón de una nueva mudanza o tener que quedarse allí para siempre. A lo mejor se le pegaba algo de la señora que les llevaba postres «¿Cómo se llama? ¿Carmen? ¿Cándida?»—. Se veía con quince años y la cabeza cubierta de rulos, una horrenda bata de los chinos y frotándose el cuerpo entero con lavanda para quitarse el olor a jamón pasado. Hasta podía bajar a comprar el pan así; cómodo debía de ser no tener que cambiarse de ropa. O que se lo preguntaran a la vieja, que se la había encontrado tres veces y siempre llevaba la misma bata y zapatillas. Ah, y los rulos en el pelo, que a aquellas alturas debía de estar acartonado.

—¡Coño, qué susto! —Se llevó la mano al pecho.

En el descansillo, entre la primera y la segunda planta, había una niña más pequeña que ella, dos o tres años, no más. Vestía un anticuado uniforme escolar de falda a cuadros verdes y negros, y camisa blanca con los bajos metidos por la cintura de esta. El pelo castaño largo le hacía sombra en media cara.

—Hola —saludó Elena, reponiéndose del sobresalto.

La pequeña no respondió. Comenzó a caminar hacia ella, de una manera extraña, como si temblase, algo arqueada. Y lo más extraño, chasqueó los dedos con la mano en alto, canturreando.

¿Qui dorm sota el teu llit? El Peladits, el Peladits1… fue lo que pudo entender Elena, y le costó. La voz era cascada, seca, demasiado. También consiguió ver aquella parte del rostro que no cubría el cabello: la piel blanca y terrosa, como la voz, como la cal que se acumulaba en las lavadoras, la sonrisa amplia y prieta, y el ojo clavado al suelo, como ido. Continuó con su cantinela escaleras abajo, con aquella inquietante convulsión en cada paso.

«Qué simpática de mierda», renegó mentalmente, retomando el ascenso hacia el piso. Aquella niña debía de padecer un retardo. ¿Quién si no se ponía a cantar así porque sí, y una canción que sonaba a párvulos?

Abrió la puerta, dejó las llaves en un cuenco de la mesa del recibidor y fue a saludar a su padre. La luz que este había instalado sobre la entrada del despacho estaba encendida. La dañina luz roja de la bombilla destellaba por todo el pasillo como en una casa de putas. Estaba con algún paciente.

—Quite ese cuadro de ahí —ordenó Marcelí Penya, removiendo su amplio trasero en el diván, obligando a que el cuero protestara.

—Primero dígame qué le molesta —instó Haritz, haciendo anotaciones en un cuaderno de cubiertas granates—. Lo ha visto decenas de ocasiones y nunca ha dicho nada. ¿Cuándo ha vuelto la ansiedad?

—¡Qué ansiedad ni que tres cuernos! —Trató de incorporarse, pero el peso de su barriga se lo impidió—. ¡Quite ese cuadro o lo haré yo!

—Dígame qué le molesta, sólo eso —insistió.

—Un cuadro de locos en un sitio donde usted nos considera locos.—Entre los pliegues del cuello asomó una vena, un gusano que luchaba por moverse bajo capas de grasa—. Es ofensivo.

—No quiero insinuar nada con este; sólo es un cuadro que me gusta…

—¡Que lo quites de una puta vez! —berreó, liberando una salva de perdigones, que regreso a la cara enrojecida—. ¡No quiero que me miren más!

«¿Paranoia?», dudó el doctor, levantándose. Penya sólo presentaba brotes de ansiedad que controlaba cada día con más facilidad gracias a unos ejercicios de respiración. Pero ese día estaba descontrolado; en más de un año que llevaba tratándolo, jamás había tenido un brote tan violento, ni siquiera al principio, y menos aún alucinaciones.

—¡No lo soporto más! —rodó hacia la derecha.

El batacazo contra el suelo fue brutal. Haritz se agachó y le agarró por el brazo. Le palpitaron las sienes al ver la sangre. El paciente levantó la cabeza, aturdido, la nariz rota. Aún así, no pareció darse cuenta del golpe; permanecía con la vista clavada en el cuadro, los ojos desorbitados y la boca balbuceante.

—Quema a ese monstruo de ojos blancos —farfulló, apoyándose en el diván, logrando erguirse. Se tambaleó hacia atrás, temiendo el doctor que todo el peso pudiera caer sobre él.

—Vuelva a estirarse —trató de tranquilizarle, poniendo la mano sobre el pecho de Marcelí. El corazón de este estaba descontrolado y, lo peor, las pulsaciones tenían saltos irregulares—. Llamaré a una ambulancia.

El hombre se zafó de un empujón y corrió fuera del despacho, chocando contra el marco de la puerta, a punto de ser derribado.

—¡Queme al monstruo de garras negras! —exclamó con un sonsonete agudo, ahogado, alcanzando la salida. Los gritos siguieron hasta después de abandonar el edificio.

Haritz se quedó inmovilizado, contemplando la sangre que absorbía la alfombra con glotonería. No le preocupaba una posible denuncia; no se le había pasado por la cabeza. Penya había recaído hasta degenerar a un estado cercano a la esquizofrenia. Hacía menos de diez minutos le había saludado afablemente, como siempre, preguntado por Elena, se estiró en el diván y, sin más, estalló.

Estudió el cuadro, los cuerpos desnudos apiñados en aquella celda claustrofóbica de escasa luz. ¿Quién le observaba? ¿El salvaje emplumado, el Papa estirado lanzando su bendición? Entonces creyó descubrirlo. Tomó una pequeña lupa del escritorio y pasó la lente por detrás del bárbaro. Allí había un hombre encapuchado, un fraile seguramente, con ojos brillantemente blancos, cabizbajo. Pero siempre había estado allí, aún sin haberse fijado en aquel detalle, aunque, ¿desde cuándo sus manos se habían vuelto negras?

El Peladits… El Peladits…

Elena se revolvió en la cama. Aún era de noche. Estiró el brazo hacia la mesilla. Alcanzó el móvil. Las cuatro y treinta y siete de la madrugada; soltó un suspiro de placer, estirando las piernas y tirando el nórdico hasta la barbilla. Un extraño olor le produjo picazón en la nariz, a lavanda y a rancio, como la vieja de abajo. Se rascó con la manga del pijama, y se quedó con el brazo ahí, inmóvil.

La luz blanquecina del teléfono iluminaba la habitación lo suficiente para ver la sombra pegada al lado izquierdo de la cama. Las pulsaciones se le instalaron en los oídos y el cuello, impidiéndole pensar, pero logró reconocerla. Era la niña que había encontrado en el rellano, la retrasada. Aquel ojo tocado la escrutaba a la altura de su rostro, como el otro, con la comisura rajada en un arco ascendente, descubriendo el hueso grisáceo en la lobreguez, como la sonrisa, que se ampliaba más en ese lado gracias a otro corte que le mostraba el final de la quijada.