Leí que esto era amor - María José Moreno Fernández - E-Book

Leí que esto era amor E-Book

María José Moreno Fernández

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Beschreibung

En busca de un nuevo comienzo, Lucía deja atrás su vida en Valencia para instalarse como bibliotecaria en un encantador pueblo, donde el tiempo discurre más lento y el corazón tiene espacio para sanar. Allí, entre estantes de libros, un peculiar club de lectura y calles serenas, conoce a Gabriel, un escritor que también carga con sus propias heridas. A medida que sus caminos se entrecruzan, Lucía descubrirá el poder de la amistad y la posibilidad de un nuevo amor que podría cambiarlo todo. Pero, entre risas, secretos y decisiones difíciles, ¿será capaz de abrir su corazón y confiar en un futuro que nunca había imaginado? Llena de emociones, esperanza y giros inesperados, esta novela te invita a creer en los nuevos comienzos y en la magia de los libros que nos transforman. «Dicen que la vida está formada por las pequeñas decisiones que tomamos. Y eso es lo que tenía que hacer ahora, tomar una decisión que cambiará mi vida, escribir un nuevo capítulo. Pero uno que fuera un cambio radical, que cambiara por completo el curso de una novela, como cuando estás leyendo una historia y te sorprende. Y esta vez iba a ser yo la protagonista. No iba a quedar relegada a que mi vida se catalogara como una entrada secundaria. Mi abuela Ana siempre decía: "Lucía, no dejes que apaguen tu luz". Y eso es justo lo que iba a hacer: recuperar mi luz, recuperar mi vida».

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Leí que esto era amor

© 2025, María José Moreno Fernández

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Arte de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: Shutterstock

 

SBN: 9788419809582

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

No hay ni un solo libro que no me haya enseñado algo

en la vida. En todos encuentro algo de lo que aprender,

sobre todo a distinguir lo que me gusta de lo que no.

 

A Gabriela y Andrea, por ser mis estrellitas más brillantes.

 

A todas las personas que alguna vez me ayudaron,

gracias por hacer mi vida más feliz.

 

Y a quienes no lo hicieron, gracias por hacerme más fuerte.

Capítulo 1

 

 

 

 

Por fin empezaba a inventar mi vida. Iba a ser bibliotecaria en una biblioteca propia. Tenía treinta años y una carrera universitaria, Grado de Documentación, cuya orla cogía polvo en la pared de mi habitación.

Dicen que la vida la conforman las pequeñas decisiones que tomamos. Y eso es lo que me proponía hacer ahora, tomar una decisión que cambiara mi vida, escribir un nuevo capítulo. Pero uno que supusiera un vuelco radical, un plot twist que cambiara por completo el curso de la novela dramática en la que se había convertido mi existencia.

Y esta vez iba a ser yo la protagonista y el encabezamiento principal. No quería que mi vida se catalogase con una entrada secundaria, ni quedar relegada, convirtiéndome en una mera espectadora que se perdía todo lo bueno.

Mi abuela Ana siempre decía: «Lucía, no dejes que apaguen tu luz», y eso era justo lo que iba a hacer, recuperar mi luz, recuperar mi vida.

Llevaba viviendo en un apagón continuo varios años. Con razón, mi libro favorito se había convertido en La biblioteca de la medianoche. Era, eso sí, una biblioteca peculiar, en la que cada noche la protagonista podía escoger un libro en busca de una nueva oportunidad con la que cambiar su vida. Lo había deseado con todas mis fuerzas y ahora que lo tenía entre mis manos no debía desaprovecharlo.

¿Cuántas veces pensamos en lo que pudo ser? ¿En ese «y si…» que aparece cuando menos lo esperamos? Si hubiera estudiado otra cosa, si no me hubiera quedado dormida, si hubiera dicho que sí a ese plan, si hubiera respondido esa llamada… A veces basta un pequeño detalle para imaginar una vida completamente distinta. Nos repetimos esas preguntas en silencio, como si alguna vez fuéramos a encontrar la respuesta. Pero la verdad es que no la sabemos. O tal vez, en el fondo, una parte de nosotros sí la intuye.

En mi particular biblioteca de la medianoche, hacía dos semanas que se había caído de un anaquel un libro repleto de nuevas oportunidades. Sus primeras páginas comenzaban con una llamada de teléfono.

—¿Lucía Guerrero, por favor? —preguntaron al otro lado del teléfono.

—Sí, soy yo —respondí con algo de recelo, pensando en la teleoperadora de turno que quería venderme un seguro de vida a mí, que llevo un año sumida en una crisis existencial y económica.

—Verá, la llamo del Ayuntamiento de Ontúrbula, en Albacete. Usted estaba en una bolsa de trabajo de la Biblioteca Pública, y la llamaba para saber si estaría interesada en la plaza —siguió diciendo una aguda voz al otro lado del móvil.

—Perdón, ¿de dónde dice que me llama? —pregunté con cierta incredulidad.

Esa fue la llamada telefónica que podía hacer que mi vida empezara a tener un futuro luminoso, no en plan brillos artificiales, sino algo más modesto, pero luz al fin.

 

 

—Lucía, esto es justo lo que necesitas, ¿no te das cuenta? ¿Cuántas veces te han llamado de una bolsa de trabajo de una biblioteca en los últimos años? —me dijo Clara emocionada cuando la llamé por teléfono—, ¿tienes alguna otra oferta de trabajo que te permita seguir en Valencia? Además, es toda una aventura y es justo lo que necesitas en tu vida, un poco de emoción que te saque de ese bucle oscuro en el que estás —concluyó animosa para tratar de convencerme.

Clara era mi mejor amiga, nos conocimos en la universidad. Nada más terminar los estudios, encontró trabajo como guía en un museo cerca de su casa, en el que de vez en cuando hacía talleres para los visitantes. Allí conoció a su chico, que era guardia de seguridad. ¿Se podía pedir algo más? Ella decía que era feliz así y no se planteaba otro trabajo. A mí, lo confieso, me daba un poco de «asquito sano», y siempre le comentaba: «Es que lo tienes todo, hija, y encima te ha venido sin buscarlo». Yo quería lo mismo, no iba a negarlo: un trabajo cerca de casa que me gustara y, ya puestos, un novio apañado con el que compartir mi vida.

Si hiciese un resumen de mi vida amorosa, tendría que ser muy breve, de apenas unos renglones. Sería como un haiku, una poesía mínima que versa sobre fenómenos efímeros. Mi radar amoroso ha sido siempre un desastre, digamos que no sé leer las señales y las que logro descifrar están escritas en un lenguaje que no termino de entender. En mi época de instituto me fijaba en quien no me correspondía. Luego, cuando fui universitaria, viví el amor como si fuera un trabajo de Paleografía, sin lograr desentrañarlo. Muestra de esto es lo que me ocurrió con mi última pareja. Después de una cena romántica por mi cumpleaños, cuando yo pensaba que íbamos a dar otro paso y cerrar más nuestra relación, lo que me propuso fue justo lo contrario: abrirla y montar un trío. Me quise morir en ese momento. Por eso pienso que, si existiera un tesauro para términos amorosos, sin duda tendría que restaurarlo, después de ojear cientos de veces en sus páginas para entender qué es una relación de pareja. Está visto que al destino le gusta ponerme continuamente a prueba, dejándome al borde de pozos oscuros y, encima, con el corazón roto.

Pero, volviendo al asunto de aquel trabajo, no todos opinaban igual que mi amiga Clara. Álvaro, mi hermano, me dijo que era una locura irme a un pueblo olvidado de Albacete y hacerme cargo de una biblioteca pueblerina, donde no se me había perdido nada. Que me quedara en casa. ¡Como si me estuvieran llamando todos los días por teléfono ofreciéndome un trabajo como bibliotecaria!

Bien sabía yo que mi situación no era nada envidiable: ya en la treintena, con una carrera universitaria que me ofrecía cero perspectivas de futuro en empresas privadas por no tener experiencia y alguna posibilidad de ser funcionaria, pero siempre y cuando aprobase una maldita oposición para la que debería prepararme a conciencia.

Vivía en la casa de mis padres de prestado, en la misma habitación pintada de rosa con la cama de noventa de siempre. Era como si compartiera cuarto en un piso de estudiantes, con la diferencia de que tenía la cocina, el salón y el baño a mi completa disposición. Todo un lujo, según se mire. Pero a expensas de que, si algún día mi padre fallecía o terminaba en una residencia y mi hermano decidía vender el piso, me quedaba literalmente en la calle.

De ese modo, mis posibilidades de trabajo, sin moverme de mi ciudad, tal como Álvaro me aconsejaba, se resumían en trabajos esporádicos y precarios, mal remunerados, para los que empezaba a ser mayor.

Por suerte, mi padre, aunque fuera tan práctico como Álvaro, estaba del lado de Clara. Y el consejo de mi madre, las que fueron sus últimas palabras, se resumía en que aprovechase las oportunidades de la vida. Así que debía decidir mientras en mi cabeza revoloteaban la emoción de la que me habló Clara, el apoyo de mi padre, la oportunidad que mi madre me pidió que no desaprovechase y ese pueblo olvidado en el que acabaría, según mi hermano.

¿Qué iba a hacer? ¿Iba a aprovechar la oportunidad? ¿Saldría del pozo que era mi vida en busca de la luz o acabaría hundiéndome más en él?

Echando cuentas, vencía por tres a uno la opción de irme.

 

 

Hacía casi un año que había muerto mi madre y mi padre continuaba con su vida como si nada, como si ella se hubiera evaporado mucho tiempo atrás. Y con mi hermano, que me lleva diez años, nunca había tenido una relación muy fluida. Mi abuela decía que había dos tipos de personas, las que se quejan y las que actúan. Digamos que él pertenecía al segundo grupo, y, para equilibrar la saga familiar, yo debía estar en el primero. La novela de Tolstoi Ana Karenina comienza con una frase lapidaria: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera». Mi familia no iba a ser menos. Mi padre, transportista internacional, llegaba a casa cada quince días, siempre un viernes por la noche, para irse el domingo por la tarde (y eso con suerte). Mi madre trabajaba de dependienta a media jornada y mi hermano salió de casa con dieciséis años para no volver, salvo en Navidades y en alguna que otra celebración, siempre, eso sí, acompañado de algún problema que no era culpa suya, pero con el que debíamos lidiar todos en casa. Cuando cumplí los once años, mi madre pidió ampliar de nuevo su jornada laboral, pues, como se dice, yo ya estaba criada y no necesitaba tanto tiempo para estar conmigo.

Los padres tienen la falsa apreciación de que cuando sus hijos van cumpliendo años no necesitan de ellos, de su calor, de sus arrullos, de todo lo que supone estar a su lado. Piensan que ya son mayores, o suelen caer en esa falsa creencia y, erróneamente, van cortando ese hilo de conexión mucho antes de que les toque. Así es como desaparecen esos cuentos que dejan de narrarse al pie de la cama cuando el niño ha cumplido los diez años.

Siempre fui consciente de esto, tanto en la teoría como en la práctica. Mi adolescencia fue complicada, por decirlo de forma aséptica. He llevado la timidez como una marca silenciosa, una seña de identidad que me ha seguido paso a paso. Recuerdo que, de pequeña, cuando mi madre me llevaba al médico, no era capaz de expresar el dolor que sufría, no me salían las palabras y apenas podía mirar al doctor a los ojos. A la salida de la consulta, como era de esperar, tampoco encontraba el consuelo de mi madre, que de lo disgustada que estaba apenas me hablaba. Durante mi infancia no era capaz de expresar mis sentimientos y emociones, si acaso solo a unos pocos elegidos, entre los que, por supuesto, no estaban los médicos. Esa timidez aumentó con los años e hizo que prefiriera estar sola a estar con gente con la que me daba pavor intercambiar una conversación. La barrera que me había autoimpuesto para esconderme de todos se convirtió en un letrero luminoso y empecé a ser objeto de burlas por parte de mis compañeros en mi etapa de adolescente. Una chica solitaria siempre es más llamativa que una chica dentro de un grupo.

Estaba sola en el instituto y sola en casa, por lo que, por suerte, busqué compañía en los libros y en las bibliotecas. Allí no tenía que hablar con nadie, solo dejarme llevar por las palabras que otros habían dejado escritas para que personas como yo pudieran evadirse de la realidad y tener un espacio seguro.

Siempre me han gustado la lectura, los libros y las bibliotecas. De hecho, han sido mi refugio en muchos momentos de mi vida, y siendo una buena estudiante, era lógico que acabara en la universidad y estudiara algo relacionado con ese mundo. En Valencia lo tenía fácil, estaba el Grado de Documentación y me lo saqué con poco esfuerzo, todo sea dicho. Luego dediqué un tiempo a prepararme oposiciones, y eso sí que fue complicado. Me hace gracia la gente que pregunta que si para trabajar en una biblioteca hace falta estudiar algo. Es una profesión que requiere de formación técnica y que, además, cuenta con una titulación universitaria específica para formarte. Es como si para ser enfermero, médico o maestro no te pidieran titulación. Así que sí, sí hay que estudiar para ser bibliotecaria.

A veces me pregunto si las bibliotecas no tendrán algún tipo de hechizo que detiene el tiempo… porque, fuera de ellas, el reloj no perdona. Que el tiempo comenzó a volar fue lo que sentí cuando me enfrenté al miedo y a la incertidumbre de mi futuro. Después de una interminable lista de oposiciones fallidas, conseguí una beca de un año en una biblioteca de Valencia. ¡Bendita suerte! O eso pensé… Era bibliotecaria, o, mejor dicho, era becaria bibliotecaria, lo que suponía un popurrí de tareas: monitora de club de lectura, catalogadora, vigilante, community manager, persona que «alquila libros»… Justo cuando empezaba a adaptarme a este caos de funciones y a los turnos rotatorios, ¡adiós, beca! Y ahí estaba, otra vez, ese oscuro pozo esperando a engullirme.

Meses después de terminar la «beca efímera» le diagnosticaron a mi madre un cáncer y ella, que se encontraba sola para afrontarlo, se apoyó en mí. Al principio me pidió que siguiera con mi vida, pues lo que tenía apenas era un pequeño guisante que podría extirparse. Que siguiera estudiando para sacarme una oposición decente, me dijo. De verdad que lo intenté, pero cuando al año siguiente nos informaron de que los resultados de las pruebas no eran los esperados no pude continuar. Mi mundo se vino abajo. ¿Cómo iba a encerrarme en una habitación ocho horas y concentrarme, sabiendo que al otro lado mi madre se estaba muriendo?

Yo solo quería gritarle al mundo que no era justo, que no podía llevársela tan pronto. No ahora que habíamos vuelto a conectar. Porque tras mi solitaria adolescencia, cuando ella retomó su vida laboral, ahora que éramos dos adultas, volvía a tener la conexión natural que debía haber entre una madre y una hija. Comenzaba a dejar de lado mi caparazón de soledad y de timidez para empezar a sentir que también era una persona que necesitaba expresar mis sentimientos y sentirme querida. Acudimos mi madre, mi padre y yo a una asociación de apoyo para enfermos y familiares de cáncer. Allí recibimos ayuda psicológica y asesoramiento acerca del tratamiento que le iban a poner. Incluso participamos, cuando los descansos nos lo permitieron, en un club de lectura y durante un tiempo fui voluntaria en él. Fue un soplo de energía positiva entre tanta devastación y, por primera vez, fui consciente de la mirada de orgullo de mi madre.

Mi padre se refugió todavía más en su trabajo. Con la excusa de que era quien aportaba económicamente para solventar los gastos extra que nos sobrevinieron con la enfermedad, no podía dejar de trabajar. Decía que apenas tenía tiempo para nada más, aunque yo intuía su verdadero motivo: que no podía ver como mi madre cada vez se iba empequeñeciendo más. Mi hermano tampoco supo hacerse cargo de la situación, no se presentó a ninguna sesión de quimio. Ellos, a su modo, habían tirado la toalla.

Así que tuve que abandonarlo todo para hacerme cargo de ella, llevarla a los diferentes tratamientos, estar pendiente de sus cuidados, comidas, revisiones, recaídas, ingresos…, un bucle infinito que duró cerca de tres años, con el covid-19 como parte de ese escenario. Y tengo que decir que no me arrepentí ni un solo día. Cuando se recuperaba de la quimio, salíamos al cine, a tomar un café en invierno y una horchata en verano, como si quisiera recuperar el tiempo perdido que se nos escapaba de las manos. Mi madre, como si temiera que la vida se deslizara entre sus dedos, se lanzaba sobre cada oportunidad con hambre de eternidad. Fue una batalla dura contra una enfermedad, un cáncer a priori controlado, que terminó por extenderse. Aunque fuimos derrotadas, hubo una victoria silenciosa: redescubrí a mi madre y rescaté momentos que creía irrecuperables. Aprendí una lección que no se borraría de mi mente: a veces, incluso en la derrota, la vida entrega sus regalos más profundos. Una dura y triste lección que no olvidaré jamás.

Ese golpe, combinado con la inestabilidad laboral que me sobrevino y la soledad a nivel emocional, después de volcarme en mi madre y en una relación frustrada, hizo que me sintiera perdida y rota. Fue entonces cuando recibí «la llamada». Ese inesperado rayo de esperanza.

 

 

Había tenido dos semanas para pensarlo y en ciertos momentos había sentido un agujero en el pecho ante la decisión que tomaba. Fueron mi padre y Clara quienes me animaron a seguir adelante. Mi amiga me prometió que vendría a visitarme en cuanto pudiera. Mi padre me ayudó con las maletas y me arropó con un abrazo enorme, de esos de oso que solo él podía darme a modo de despedida y que me calentó el cuerpo y el corazón durante el viaje a mi nuevo capítulo.

Así emprendí rumbo a Ontúrbula, un pequeño pueblo de Albacete, dejando atrás mi Valencia natal, mi ciudad. Comenzaba una nueva vida: iba a ser bibliotecaria rural.

Mentiría si dijera que no sentía miedo. Pero estaba cansada de hacer listas de propósitos que no se cumplían, de hacer planes que luego el destino se encargaba de borrar, de ver cómo pasaba todo a mi alrededor y apenas me tocaba a mí, de leer sobre historias de amor ajenas. El destino se había olvidado de mí y no quería seguir en el pozo oscuro. Ni estar en el rincón de una biblioteca, como esos libros que nunca habían sido prestados, esperando a ser rescatados del olvido por un usuario despistado que no sabe exactamente lo que quiere. Sabía que era una idea muy romántica, una biblioteca de libros olvidados, pero yo no quería eso, no quería permanecer en un depósito agonizando, esperando a un destino incierto.

Además, me invadían de nuevo las palabras de mi abuela: «El mundo necesita de tu luz, no te dejes apagar». Ella fue siempre mi faro, un espejo donde mirarme y mi ayuda para salir de los pozos oscuros que me habían perseguido a lo largo de mi vida. Pero hacía mucho que ella tampoco estaba. Imaginaba lo feliz que sería de saber que su nieta volvía a brillar y que por fin había conseguido trabajar en una biblioteca. Con lo que ella adoraba los libros. Hasta llegó a formar parte de un club de lectura en una biblioteca durante sus últimos años de vida. Ahora debía salir yo misma de esos pozos oscuros.

Con esas palabras resonando en mi mente y el cuerpo ya tibio, iba atravesando el paisaje manchego, cargada con tres maletas llenas de ropa de abrigo, libros y algunas fotos en el maletero de mi Toyota rojo, pues suponía que me recibiría un frío invierno, propio de los sitios de interior. Dejaba atrás los campos de frutales para adentrarme por una carretera plagada de viñedos y olivos, ahora plateados. El sol se ocultaba lentamente, de forma tímida, bañando los campos en una cálida luz morada. Sentía una mezcla de nerviosismo y anticipación al acercarme a mi destino final: el pequeño pueblo de Albacete, situado sobre una montaña, donde un imponente castillo dominaba toda la llanura.

Conforme me iba aproximando, la imagen del castillo me iba atrapando, y ese nerviosismo se transformó en calma, sentí cómo los latidos de mi corazón se iban acompasando. Atravesé la primera entrada que indicaba Ontúrbula y me dirigí al centro del pueblo, con sus calles empedradas, sus farolas cálidas y su ritmo tranquilo. Nada tenían que ver con el asfalto, las luces y el bullicio de la ciudad que dejaba atrás.

Por curiosidad, pasé por la puerta del edificio donde estaba la biblioteca. Mi corazón dio un pequeño brinco de emoción al pensar en todo lo que podría hacer allí. El edificio se alzaba al final de una calle principal, frente a una pequeña plaza central con algunos árboles, una fuente, bancos y columpios donde un grupo de niños jugaban bajo la atenta mirada de una estatua antigua que presidía el lugar. La Casa de Cultura, como rezaba el cartel de hierro forjado en la entrada, era un edificio de piedra que irradiaba historia. Las paredes exteriores, de un tono grisáceo oscuro, mostraban signos del paso del tiempo, con algunas enredaderas trepando por las esquinas y pequeñas grietas que hablaban de años de soportar inviernos duros y veranos abrasadores.

La fachada principal poseía una gran puerta de madera maciza, oscurecida por el tiempo pero bien conservada, flanqueada por dos grandes bombines de cristal que todavía daban una cálida bienvenida al caer la noche. Encima de la puerta se sostenían dos pequeños balcones, coquetos, de los que pareciera que de un momento a otro saldría Romeo a declarar su amor a Julieta. El edificio albergaba dos plantas y las ventanas, que estaban cerradas, mostraban contraventanas de madera pintadas de un marrón desvaído. Un letrero en un lado de la pared, escrito en azulejos antiguos, indicaba que albergaba la Biblioteca Municipal. Las letras azules sobre el fondo blanco relucían a pesar de los años, evocando un aire de tradición y de solemnidad. El edificio entero emanaba una atmósfera de calma y de solidez, como si las paredes mismas estuvieran impregnadas de las historias y los conocimientos de generaciones pasadas.

Me bajé del coche y caminé hacia la puerta principal. Desde allí pude ver mejor los detalles que hacían del lugar algo especial. En el costado del edificio, un pequeño jardín cerrado por una verja de hierro forjado albergaba algunos bancos de piedra y un olivo centenario. Era fácil imaginar a los habitantes del pueblo sentados allí, leyendo o simplemente disfrutando de la tranquilidad de ese paraíso. Era difícil entender que durante tanto tiempo un lugar tan espléndido hubiera permanecido cerrado al público.

El sol ya se había ocultado y empezaron a caer unos copos de nieve; imaginé que era algo normal durante los meses de invierno en Albacete. La escena era casi idílica, y por primera vez en mucho tiempo me sentí en paz, lista para comenzar esta nueva etapa en un lugar donde el tiempo parecía detenerse y donde los libros y las historias simulaban ser tan importantes como la vida misma. Digo casi idílica, porque empecé a congelarme y volví a mi coche buscando refugio. En el asiento del copiloto, hecho un ovillo junto a mi bolso, estaba un pañuelo que años atrás me había regalado mi abuela y del que no me separaba. Lo cogí y me lo puse al cuello, aspirando su dulce aroma. «Voy a por ello, mamá. Ya casi lo hemos logrado, abuela».

Llevaba la dirección que Nieves me había pasado por WhatsApp guardada en Google Maps. Ella iba a ser mi casera y alguien importante para mí, aunque yo por entonces lo desconocía. Puse la dirección en el móvil y dejé que me guiara por esas calles que todavía no conocía, pero que pronto esperaba me resultaran familiares.

El trayecto me llevó a través de un laberinto de calles empedradas, donde las casas parecían competir entre sí en encanto y antigüedad. Mientras las recorría, me hicieron gracia sus nombres: calle Milagros, calle Juego de Bolos, calle del Infierno, calle Virgen de las Nieves y calle Desesperación. Balcones de hierro forjado con ventanales de madera que sobresalían de las fachadas, muchas de piedra y otras encaladas. Algunas lucían lo que imaginé que serían blasones antiquísimos. Finalmente, giré en una esquina y llegué a la calle que sería mi nuevo hogar. Apagué el motor y bajé del coche, llevándome como pude las tres maletas a la puerta de la casa.

La casa que Nieves me había alquilado estaba situada dos calles detrás de la suya, en un rincón pintoresco y lleno de encanto; era la calle de la Corredera —con el tiempo descubrí por qué se llamaba así—. Consistía en una construcción de dos plantas, como casi todos los edificios que estaban en el casco antiguo, según comprobé en mi primer recorrido por Ontúrbula. Todos ellos se integraban perfectamente con el resto de las viviendas del barrio del centro. A primera vista, la casa me transmitió una sensación acogedora como si estuviera hecha a la medida de una vida tranquila y sosegada. Una lágrima explotó por fin y rodó por mi mejilla, mezcla de los nervios y la tensión de las últimas horas con la paz que me transmitían el pueblo, la biblioteca y ahora la casa.

El exterior era sencillo pero lleno de detalles que hablaban de cuidado y tradición. Las paredes eran de un blanco luminoso a la luz de las farolas, y el zócalo de piedra gris daba al conjunto un toque de robustez. Me fijé en que en lo alto de la fachada se mostraba un escudo nobiliario algo desgastado por el paso del tiempo. La puerta de entrada, de madera maciza, era de un color castaño profundo, con una aldaba de hierro forjado en forma de león que parecía vigilar el acceso. A un lado de la puerta, un pequeño azulejo azul y blanco llevaba inscrito el número de la casa en letras elegantes.

Al tocar la aldaba, escuché unos pasos ligeros al otro lado. La puerta se abrió con un leve crujido, y allí estaba Nieves, recibiéndome con una sonrisa cálida en una noche fría de invierno.

Nieves tenía un aspecto delicado y regio al mismo tiempo. Vestía unos vaqueros y un grueso jersey de ochos. Me fijé en que el jersey llevaba la etiqueta de una marca de moda bastante cara. Llevaba el pelo cano cortado a media melena, con un tono grisáceo perfectamente cuidado, y adornaba sus orejas con unos pendientes de perlas. Sus ojos eran pequeños, apenas se distinguía en ellos su color, me pareció ver que eran de un azul grisáceo, ojos de hielo en una mirada cálida. Imaginé que era de familia adinerada por su porte digno y por el estilo que transmitía.

—¡Lucía! Qué alegría verte —dijo, extendiéndome la mano para saludarme con un apretón firme pero amistoso—. Espero que no hayas tenido problemas para encontrar la casa.

—Ninguno en absoluto, Google Maps es una maravilla —contesté, sintiéndome inmediatamente a gusto—. Es un lugar encantador, Nieves. Muchas gracias por todo.

—Ah, las nuevas tecnologías son estupendas, pero si alguna vez fallan el mundo se acabaría —sentenció—. Me alegra que te guste el pueblo. Ven, pasa, te enseñaré todo —dijo con un brillo de satisfacción en los ojos.

—Siempre nos quedarán las bibliotecas y los libros —respondí, dirigiéndole una sonrisa mientras entraba a la casa.

Al cruzar el umbral, me encontré en un pequeño vestíbulo del que partían unas escaleras hacia la planta de arriba, que suponía que eran de otro apartamento, y una puerta que daba acceso al mío. Aunque modesto en tamaño, era acogedor y estaba perfectamente equipado. Las paredes estaban pintadas de un suave color crema. Los muebles eran de madera clara, con cojines de colores terrosos que añadían un toque de vitalidad al ambiente. En una esquina, una estantería contenía algunos libros y objetos decorativos que parecían haber sido seleccionados con esmero.

—Aquí tienes un pequeño salón —dijo Nieves—. Es perfecto para relajarse después de un día en la biblioteca. Además, cuenta con chimenea, que viene muy bien para estos meses duros de invierno.

—Ya me estoy dando cuenta —musité titiritando de frío.

Me condujo hacia la cocina, que estaba separada del salón por una barra de desayuno. Era un espacio luminoso, con muebles blancos y una encimera de granito oscuro que contrastaba elegantemente con los azulejos blancos de las paredes. Las ventanas vestían unas cortinas de lino preciosas, con un calado vegetal que le daba al espacio un toque chic rural.

—Es una cocina pequeña pero muy funcional —comentó Nieves—. Además, tienes todo lo que necesitas aquí, y si falta algo solo tienes que decírmelo. Por supuesto, todo el apartamento cuenta con calefacción. Me imagino que no habrás cenado, por lo que te he traído dos táperes con algo de comida. Hoy contaba con la visita de mi sobrino, y siempre que viene aprovecho para, según mi marido, hacer un festín. Al final se le ha complicado la cosa y me gustaría que tú pudieras disfrutarlo.

—¡Oh!, muchas gracias —dije con una sonrisa mientras me daba una vuelta por la cocina para tratar de disimular el rugido de mis tripas, que con los nervios todavía se alteraban más.

Desde la cocina, una puerta de cristal se abría al patio trasero. Al salir, me encontré en un espacio encantador, rodeado por un muro de piedra lleno de musgo. El suelo estaba cubierto de baldosas de terracota, y en el centro, una pequeña fuente de agua proporcionaba un suave sonido que invitaba al relax. Había un naranjo en una esquina, que no sé cómo hacía para sobrevivir con ese tiempo en Albacete. Y tapadas con unas mantas, lo que supuse que eran un par de sillas de hierro forjado dispuestas alrededor de una mesa redonda.

—Este patio es una joya —exclamé, admirada por la tranquilidad que irradiaba—. Es perfecto para leer o tomar un café por la mañana.

—Lo sé —respondió Nieves sonriendo—. Me imaginé que te gustaría. Este es uno de mis rincones favoritos. Es un lugar donde se puede encontrar paz y tranquilidad para relajarte y leer.

Regresamos al interior y Nieves me mostró el dormitorio. Un precioso y mullido nórdico estaba colocado con esmero en la cama, y en la mesilla de noche reposaba una lámpara con pantalla de encaje. Al lado de la cama, una pequeña ventana daba al patio, permitiendo que la brisa y el aroma del naranjo entraran en la habitación. El coqueto baño con una bañera estaba dentro de la habitación, decorado con azulejos que imitaban los antiguos azulejos hidráulicos, dándole un toque vintage al espacio. En ese momento, me imaginé tomando un baño calentito con una copa de vino blanco y leyendo; hacerlo en el patio tendría que esperar para una época más cálida.

—Es una casa muy bonita —dije emocionada—. No sé cómo agradecértelo, Nieves.

—No hay necesidad de agradecer nada, Lucía —me respondió, colocando una mano reconfortante en mi brazo—. No has llegado a tiempo para conocer a tu vecina de edificio. Verás, en la planta de arriba tengo otro apartamento alquilado a Celia, una maestra del colegio para este curso. Me dijo que se iba este fin de semana fuera. Aunque ya tendrás ocasión de conocerla, ¿verdad? Estoy segura de que haréis buenas migas, es más o menos de tu edad. Estoy feliz de que estés aquí. Sé que este pueblo es muy diferente a lo que tú estás acostumbrada, por lo que me comentaste por teléfono. Necesitamos que la biblioteca vuelva a abrirse al público, ha estado cerrada ya muchos años, y siempre es bueno darse nuevas oportunidades, ¿no crees? Además, estoy convencida de que este lugar te va a dar todo lo que necesitas. Recuerda, mi casa está solo a dos calles. Si necesitas cualquier cosa, o si simplemente quieres charlar, siempre estaré cerca.

Tras esas palabras, Nieves me dejó sola para que pudiera instalarme y familiarizarme con mi nuevo hogar. Mientras abría las maletas, no pude evitar sonreír. Aspiré profundamente llenando los pulmones y cerré los ojos durante unos segundos. Cuando los volví a abrir de nuevo y exhalé, una sonrisa asomó en mi cara. La casa, con su acogedor interior y su encantador patio, me hacía sentir que había tomado la decisión correcta. No solo había encontrado un lugar donde vivir, sino un refugio, una biblioteca con su paraíso y un rincón del mundo que ya comenzaba a sentir como mío.

Y en Nieves intuía que había encontrado algo aún más valioso: una amiga y aliada en esta nueva etapa de mi vida.

Mi futuro no resplandecía con los brillos artificiales de las grandes ciudades, pero sin duda comenzaba a centellear con luz propia.

Capítulo 2

 

 

 

 

La noche de mi llegada llamé a mi padre para contarle lo bonito que me había parecido el pueblo, cómo me había recibido con una pequeña nevada nada más llegar y el detalle de los táperes de Nieves, mi casera.

—Un copo de nieve nunca cae en el lugar equivocado, cariño —me dijo con ternura.

—¿Desde cuándo te has vuelto tan espiritual, papá? —le contesté en tono jocoso.

—Es un proverbio zen —respondió obviando mi pregunta—. La nieve, de todos los fenómenos naturales que hay, es quizá el más bello. Que te la encontraras nada más llegar es un buen presentimiento. Hija, estoy muy orgulloso de ti, has sido muy valiente —terminó por decirme mientras se me iluminaba la cara al escuchar sus palabras de aliento.

Así era él. Cuando quería mostrarme su afecto, primero empezaba con una frase reflexiva e iba preparando su entrada para después confesar sus sentimientos.

—Tras lo ocurrido con tu madre pensé que no levantarías cabeza y me sentí muy culpable por dejarte sola con ella. Sabes que tenía que seguir trabajando y tú, bueno, no hace falta que te recuerde tu sacrificio; tú dejaste de lado tu carrera profesional para ayudarla… —En ese momento se le quebró la voz.

—Papá, lo sé. Como dices, esta es una nueva etapa, un nuevo capítulo en mi vida. Justo lo que necesitaba y haré lo posible por aprovecharlo —confesé.

—Aprovéchala, y si por cualquier motivo no estás cómoda o no salen las cosas como te imaginabas, vuelve a casa.

—Por ahora solo puedo decirte que tanto el pueblo como el apartamento me han enamorado, papá.

—Me alegro tanto, cariño. Un beso y descansa.

Con esas palabras terminaba mi padre una de las conversaciones más emotivas que había tenido con él. Menos mal que los wasaps divertidos que me llegaron de Clara justo después hicieron que cambiara completamente mi estado, que ya se había vuelto tan melancólico como una noche triste.

«¿Sabes lo que es ser el centro de atención del pueblo? Eres la nueva bibliotecaria, ¡todo el mundo querrá conocerte!».

«Prepárate para conocer a toda la fauna local: gallinas, vacas y esa vecina que siempre sabe todo de todos».

«Te veo rodeada de chicos en plan granjero busca esposa, haciéndose el carné de la biblioteca. Podrías montar un club de lectura de novela erótica con ellos».

Me envió los tres mensajes seguidos en apenas un minuto. Clara, además de mi mejor amiga, era una rubia divertida y muy decidida. Todo lo tenía muy claro y, cuando algo le gustaba, no dudaba en ir a por ello. En cierto modo quería ser un poquito como ella, tener su arrojo y su valentía. No pude parar de sonreír releyendo sus mensajes, a los que contesté con un simpático emoji.

Dormí fatal y para mi primer día necesité una buena dosis de cafeína, así que fui en busca de un café bien cargado, de esos que le gustaban a mi madre y que me tomé en un bar cerca de casa. Antes de salir, revisé mi aspecto: iba ligeramente maquillada para tener buena cara y disimular las ojeras, y me vestí con ropa informal, vaqueros, jersey y una coleta alta, un estilo muy alejado del de una señora bibliotecaria con rebeca, gafas y moño.

Mi primera cita era en el ayuntamiento. Debía presentarme, firmar la documentación del contrato y recoger las llaves de la biblioteca.

No fue difícil encontrar la calle Mayor, donde el edificio destacaba por su fachada de piedra, en cuyos balcones ondeaban varias banderas. Al atravesar la entrada había una pequeña recepción con un mostrador en el que, tras un ordenador, intuí la figura de una mujer. Esta escuchó el sonido de mis pasos y asomó la cara por un lado del monitor. Una señora con el pelo largo y canoso y cara poco amable me observó descaradamente mientras se bajaba las gafas del puente de la nariz, afinaba la mirada y levantaba levemente el rostro.

—Buenos días, soy Lucía Guerrero —me presenté, estrechándole la mano en un amago de la profesionalidad que empezaba a poner en práctica—. Me llamaron para el puesto de bibliotecaria hace unos días.

—Así es. Te llamé yo —replicó mientras se miraba su perfecta manicura y apenas me dirigía la vista.

—Pues aquí estoy —le respondí en un tono firme, con una media sonrisa y esperando más indicaciones.

—Qué bien, ¿y…? —Se giró y siguió tecleando en el ordenador.

La miré sin dar crédito. Me lo estaba poniendo difícil, y eso que era mi primer día. Desde luego, la hospitalidad se la había dejado en casa… Si hubiera llevado el manual de la CDU en el bolso, se lo hubiera metido por la boca.

—Pues si me dice con quién más tengo que hablar se lo agradecería —le contesté.

Mientras más la observaba, más me recordaba a una figura legendaria. Sí, eso era. Tenía el aspecto de un dragón lleno de arrugas, con ojos pequeños, garras, mirada escrutadora y una boca que solo abría para escupir fuego…

Siguiendo sus escuetas instrucciones, subí una escalinata de mármol blanco, donde localicé el despacho de Óscar, el responsable de personal, con el que había intercambiado alguna llamada. Al contrario que su compañera, él me saludó de forma risueña, estrechándome la mano con energía y dándome la bienvenida. Su despacho, luminoso, tenía un enorme ficus junto a la ventana, lo que daba sensación de amplitud. En cambio, su mesa se veía ridículamente pequeña, llena de carpetas que amenazaban con sepultarlo. Era moreno, llevaba gafas y vestía de manera informal; me fijé en que al sentarse de nuevo su barriga tocaba el borde la mesa y me resultó cómico. En cuanto a su edad, la definiría como indeterminada.

—Verás, cuando me llamaste y me dijiste que vivías en Valencia y que no tenías muy claro si aceptarías el puesto, me quedé algo preocupado. Ya habíamos perdido la esperanza de encontrar a alguien. Eras la tercera persona a la que recurrimos y la última. Las anteriores renunciaron. Que si tenían cargas familiares, que si el sueldo era bajo, y, en fin, pues que Ontúrbula está lejos de cualquier ciudad grande, además de que, como sabrás, la jornada es partida e incluye los sábados.

—La distancia no es problema para mí. Como le digo, ya me he instalado y el pueblo me parece, por lo que he visto, precioso. La jornada partida tampoco, pero el hecho de trabajar todos los sábados sí es algo que me molesta. Verá, pensaba irme algún fin de semana a mi casa, y si trabajo los sábados la cosa se me complicará. Son casi seis horas entre la ida y la vuelta. Necesitaría librar algún sábado, la verdad —le confesé mientras le miraba a los ojos, esperando su comprensión.

—Por favor, no me llames de usted, ¿de acuerdo? Y sobre la jornada, lo entiendo, pero yo hago el contrato que me mandan, la decisión última es del alcalde. Como me pidió conocerte, te aconsejo que lo hables con él. La verdad es que ahora mismo eres la última persona de la bolsa de trabajo y la biblioteca tiene que abrirse lo más pronto posible. Ahora mismo tú eres la única solución…, no sé si me entiendes —remarcó esta última palabra guiñándome un ojo y girando los dedos índice y pulgar.

—Perfectamente —le dije, imitando el gesto.

—Por cierto, me encanta la novela negra y el cómic, así que me gustaría pasarme en cuanto te pongas al día por la biblioteca para echar un vistazo a los libros que hay. Mis hijos están fuera estudiando y ahora dispongo de mucho tiempo libre por las tardes.

—Encantada, Óscar, estoy deseando descubrir si la biblioteca por dentro es tan bonita como por fuera. En cuanto la vea y me ponga al día con ella, te espero para que investiguemos qué novelas negras y cómics albergan sus misteriosas estanterías.

—Pues, teniendo estos puntos claros, te entrego la llave de la biblioteca. Verás, te cuento que ha estado cerrada varios años. Trini, su anterior y única bibliotecaria, se jubiló justo un mes antes del covid. Entre la pandemia y la dejadez no volvió a abrirse.

Óscar siguió dándome un montón de instrucciones y poniéndome al día. No recuerdo cuánto tiempo llevaba escuchando sus explicaciones cuando llamaron a la puerta.

—Buenos días. Abajo me han informado de que ya tenemos a la nueva bibliotecaria. Encantado de conocerte, soy Fermín, el alcalde.

Quien sería mi jefe supremo me saludó de forma educada y diplomática estrechándome la mano. Vestía un traje de chaqueta gris, olía a loción de afeitado, tenía el pelo ya muy canoso, la cara marcada por unas facciones llenas de arrugas y su voz grave le daba un aspecto de señor algo mayor.

—Buenos días, encantada de conocerlo —respondí, estrechándole la mano de forma enérgica con una amplia sonrisa. Nunca en mi vida había estrechado tantas manos seguidas en menos de una hora.

—Menudo cambio de bibliotecaria, ¿eh, Óscar? —soltó, dejando de lado la diplomacia, que parecía guardar solo de puertas para afuera—. Cuando me han avisado te he imaginado de otra forma, más mayor, con gafas, moño… ¿Te ha puesto al día Óscar de las condiciones y de la situación de la biblioteca?

—Estaba en ello. —Fue lo único que pude contestarle, manteniendo una sonrisa educada pero fingida.

Me hubiera encantado explicarle que los estereotipos ya estaban pasados de moda, aunque había estado tentada de aparecer con chaqueta y moño. Pero esos detalles preferí dejarlos de lado, y más tratándose de la persona que iba a decidir mi futuro. Luego medité unos segundos y agradecí haber ignorado su comentario, pues era ahora o nunca, y envalentonada con una energía que no sabía de dónde me salía, le solté:

—Por cierto, me gustaría hablarle sobre la apertura de los sábados. Necesitaré librar dos sábados al mes.

—Vaya con la bibliotecaria nueva, ¡qué valiente viene! —aseveró el alcalde, mirándonos de forma alterna a Óscar y a mí, tratando de que este se uniera a su broma.

—Verá, sé que me necesitan para poner a punto la biblioteca y abrir de nuevo. Y yo necesito algo de libertad para los fines de semana. Como sabrá, soy de fuera, y si quiero visitar a mi familia necesito tener libre algún sábado. —No sabía cómo, pero estaba saltando otra muralla más en mi vida. No me paré a pensar que era una verdad a medias: mi familia se reducía a un padre al que apenas veía algún fin de semana, a un hermano ausente y a una amiga a la que consideraba como una hermana y cuya ajetreada vida social en raras ocasiones encajaba con la mía.

—Me parece correcto, pero me gustaría que te pusieras cuanto antes al día con la biblioteca, ¿de acuerdo, Sofía? —dijo con condescendencia.

—Lucía, mi nombre es Lucía —le corregí.

—Claro, lo que yo decía, Lucía. Ya nos veremos por la biblioteca, estoy seguro. Soy una persona a la que le gusta pisar la calle. Y ahora, a trabajar. —Y sin esperar respuesta, desapareció por la puerta. Óscar y yo cruzamos nuestras miradas y noté cómo sostenía la mía dándome ánimos.

Salí del edificio con las llaves de la biblioteca en mi bolsillo. Me sentí como Gollum de El señor de los anillos con su tesoro. Hacía tanto frío que la plaza estaba completamente vacía. Ni rastro de niños en el parque, ni abuelos en los bancos. Solo un silencio interrumpido por el leve aleteo de los pájaros buscando un refugio calentito, el paso de algún coche y el rumor de unos vecinos recorriendo los comercios.

Entré al edificio de la Casa de Cultura y no vi a nadie por el pasillo. Ninguna persona que me recibiera. No es que esperara una pancarta de bienvenida del tipo Bienvenido, Míster Marshall