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¡Cuidado, este libro que tienes en tus manos te puede hacer morir de risa! ¿Recuerdas esas travesuras que marcaron tu infancia? ¿Los momentos inolvidables de tu adolescencia? Las chuches, el recreo, las cintas de casete o El coche fantástico… Con su característico humor y una buena dosis de nostalgia, el Monaguillo te invita a un viaje que te transportará al pasado y te hará conectar con el niño que fuiste y esos grandes momentos vitales con los que te sentirás identificado. Prepárate para una lectura divertida, con anécdotas desternillantes, reflexiones disparatadas, recuerdos entrañables y esas situaciones marcadas por el «tierra trágame» de las que solo puedes salir airoso riendo.
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Seitenzahl: 149
Veröffentlichungsjahr: 2025
ÍNDICE
VOLVER A SER UN NIÑO
1 INFANCIA Y ADOLESCENCIAEran otros tiempos
2 COSAS DE CASAUna familia muy rara
3 TIERRA, TRÁGAMEEsto solo me puede pasar a mí
4 REFLEXIONES Y PARANOIASYo, yo mismo y mis pensamientos
5 EXPERTO EN MALAS IDEASVaya pedrada tengo en la cabeza
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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Leña al Mona... que es de goma. Historias del día a día para morirte de risa
© 2025, Sergio Fernández Meléndez
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta: Rudy de la Fuente - Diseño Gráfico
Ilustraciones de cubierta e interiores: Luis Doyague Ilustración
Fotografía del autor: @Joselrun_fotografia
Diseño y maquetación de interiores: Raquel Cañas
ISBN: 978-84-1064-218-8
Composición digitial: www.acatia.es
A Sheila, que cambió mi vida
Un día me llamó mi querido Pablo Motos y me dijo: «Tenemos que seguir entreteniendo, la gente necesita reír, la gente necesita que le lancemos una tabla para surfear esta realidad tan jodida que estamos viviendo, a lo mejor al principio piensan que estamos locos, pero el tiempo nos dará la razón», y así hicimos, allí estábamos la pandilla de la risa: Luis Piedrahita, Marron, Pablo Motos, las hormigas Trancas y Barrancas y yo, cada noche en El Hormiguero en plena pandemia del Covid.
Cada noche durante una hora nos reinventamos, en aquella mesa empezamos a trabajar con nuestra mejor materia prima, los recuerdos, nuestra infancia, nuestra propia vida fragmentada en los mejores y más locos momentos. Aquello fue un éxito, es verdad que los primeros momentos fueron raros para todos, incluso algunos nos tomaron por locos, pero fue una bonita locura la que ahora recuerdo. Aún por la calle me paran personas, y sobre todo personas mayores, dándome las gracias por aquellos días, y me dicen: «Dales las gracias a tus compañeros, era el mejor momento del día».
De aquellos días surge este libro, mi décimo libro (quién me iba a decir hace 20 años cuando publiqué el primero que vendrían muchos más), madre mía, qué de cosas le han pasado a ese chaval de Marbella que era botones de un hotel y que un día un cabeza loca se lo llevó a la radio a molestar en un micrófono y consiguió engañarlos a todos y quedarse ahí para siempre.
Me llamó hace poco mi editora de toda la vida, Olga Adeva, que conmigo no tiene el cielo ganado, lo tiene a su nombre. La verdad es que todos los libros los hemos creado juntos y seguramente también los próximos que me queden. Y me preguntó si tenía alguna idea para que trabajáramos juntos de nuevo y ahí se me encendió la bombilla y le dije: «Voy a empezar a escribir mi biografía porque ya la he estado contando estos años en televisión», y dicho y hecho, me puse a recopilar todas las historias que me habían pasado de niño, de adolescente y ya de mayor, y que muchas de ellas habían sido aplaudidas en la tertulia que hacemos en El Hormiguero.
Pero como antes decía, sobrevivimos a la pesadilla del Covid con el mejor humor posible y contando cada noche nuestras historias de la mejor manera posible, para intentar que durante esas horas, tanto nosotros como toda la gente que sigue el programa, pudiéramos olvidarnos de nuestros problemas. Muchas de esas historias están en este libro, les tengo un gran cariño porque nacieron en un momento difícil en mi vida, en un momento de ruptura, y me sirvieron un poco de salvavidas. Ahora las leo con una sonrisa desde mi nuevo hogar desde hace dos a?os en Barcelona, enamorado y rodeado de amigos y una familia bonita.
Solo deseo que durante los ratitos que os acompañen mis historias desconectéis de vuestra realidad cotidiana y volváis a ser esos niños y niñas que fuisteis; seguramente muchos os sentiréis reconocidos en ellas.
Y no me olvido de mi compañero de batallas Luis Salvador, con el que durante estos años le hemos dado forma a muchas de esas anécdotas que habéis podido oír en El Hormiguero. Gracias, Luisito.
Los críos de mi generación éramos de gustos sencillos, pero muy locos. No había casi nada con lo que entretenernos, solamente teníamos dos canales, así que nos buscábamos la vida de maneras tan extrañas que no podríais ni imaginar. A mí, por ejemplo, me gustaba oler pintura —niños, no lo hagáis nunca—. Me daba igual el color, era acercar la nariz al bote y me ponía gracioso. No tenía wifi, pero tenía pintura. ¡Qué infancia más increíble! Así he salido.
Yo abría un bote de pintura y a los diez minutos estaba haciendo el robot. Se me iban los ojos para atrás, me quedaba oliendo hasta que se acercaba un gnomo montado en un unicornio. Se me olvidaba hasta la tabla del uno.
La pintura, la gasolina y el disolvente eran mi ruta del bacalao. Eran otros tiempos. Unos tiempos un poco más salvajes.
Dicen que los cómicos corremos el peligro de perdernos en el mundo de la noche y la farándula. De eso nada, mi perdición habría sido meterme a pintor de brocha gorda.
De pequeño solía estar muy nervioso la noche de Reyes. Imaginaos, si de normal soy nervioso, pues esa noche era un gremlin mojao.
Por la tarde íbamos a ver la cabalgata de los Reyes Magos, que tiraban unos caramelos más duros que la uña de un abuelo. La uña de abuelo es mejillón tigre, te pide chorro de limón. Además, los caramelos te los tiraban tan fuerte al cuerpo que luego tu madre te tenía que dar mejunje para la inflamación. Yo creo que practicaban desde noviembre a una diana con todas sus fuerzas. En una ocasión me pareció ver a Melchor usando un tirachinas con mira telescópica. Una vez me pegaron con uno en la cabeza y se me olvidó el nombre de mi hermano. Desde ese día le llamo Antonio, me da igual que en su DNI ponga Alejandro.
Lo que más me asombraba era la capacidad de las abuelas de aquella época para coger caramelos del suelo. Nuestras yayas eran boinas verdes de recolectar caramelos. Si las hubieran grabado con un dron desde el cielo, hubieran parecido los supervivientes del accidente de La sociedad de la nieve. Parecía que no habían comido nunca.
Y cuando llegaba la noche, me acostaba más nervioso que el mánager de Miguel Ríos, que se ha jubilado doce veces en el último año. Me advertían:
—Duérmete, que, si no, no vienen los Reyes Magos.
¿Qué queréis que os diga? A mí la idea de que tres señores desconocidos se fueran a colar en mi casa en cuanto cerrara los ojos tampoco me dejaba muy tranquilo. Aunque me gustaba pensar que Gaspar era un tío abuelo lejano; si era familia, no me haría daño. Al final conseguía dormirme.
Al día siguiente llegaba el momento más bonito: cuando me despertaba y descubría los regalos que me habían traído. El único problema que teníamos la mañana del 6 de enero era que en mi casa dormíamos todos mis primos: unos ocho niños. Claro, cuando nos levantábamos e íbamos al salón aquello era El juego del calamar, solo podía sobrevivir uno. Agarrábamos las cajas y salíamos corriendo cada uno con nuestro regalo y aquí llegaba un momento un poquito triste.
Los Reyes Magos me traían el regalo que les había pedido en la carta..., pero no era exactamente el juguete original, siempre era la marca blanca, el falso. Me sentía como cuando vas a ver a Los Secretos y debajo del cartel pone «banda tributo», que llega el cantante con el traje de un comercial de Tecnocasa y por edad podrían ser los nietos de los músicos originales. También os digo que está muy feo montar una banda tributo en homenaje a un grupo que sigue en activo. ¿Qué cuesta esperar un poco?
Todavía recuerdo el año que les pedí a los Reyes Magos que me trajeran un Transformer y ese robot se transformaba en un Seat Panda. Era el Transformer pobre.
Hubo una época, hace muchísimos años, allá por la era mesozoica, en la que yo fui joven. Y, claro, muchas cosas eran distintas a las de ahora. Por ejemplo, los parques acuáticos.
Acababan de construir uno de los primeros en Andalucía y todavía no estaban muy homologados del todo. Los toboganes estaban hechos de uralita y no funcionaba muy bien la depuradora. Lo cierto es que el agua olía un poco a vinagre de cooperativa.
Como ya sabéis, yo soy una persona muy valiente que vive al límite. Así que ¿qué idea se me ocurrió la primera vez que fui? ¡Tirarme del tobogán más peligroso! Era uno que parecía que lo había hecho el mismo del tobogán de Estepona. Aquel tan polémico que se inauguró en 2019 y que en menos de veinticuatro horas tuvo que ser clausurado. Costó más de veintiocho mil euros, una rampa de acero inoxidable que te dejaba más moratones que si te enfrentas a Ilia Topuria. Medio Estepona se partió el culo metafóricamente y el otro medio se lo partió literalmente.
A lo que voy. En el tobogán del parque acuático tuve que hacer una cola de una hora a pleno sol y cuando llegué arriba tenía la piel de un tono colorao como el cangrejo Sebastián. Estaba más rojo que un semáforo. Me esperaba un socorrista con gorra que me dio un flotador redondo de esos que parecen un dónut. Cuando lo cogí, noté que estaba un poco blandito, no me dio tiempo a quejarme cuando el tío me empujó y, como decían los romanos: alea iacta est. La suerte estaba echada, y en esa partida mis cartas eran malísimas.
A mitad de tobogán empecé a ir lento, cada vez más lento, hasta que me quedé parado en medio de un túnel. Pero en ese momento lo peor aún estaba por llegar. Un sonido con eco me avisó de que algo se acercaba a toda pastilla. Miré hacia atrás y vi a un señor del tamaño de un muñeco de nieve viniendo a toda velocidad. Me metió un empujón que bajamos haciendo la croqueta. Por si fuera poco, cuando impactamos en el agua a la velocidad del AVE, el señor se cayó encima de mí.
Salí del fondo más mareado que Isabel Preysler en el tren de la bruja, pero el señor salió mucho peor que yo, con la cara más hinchada que Kiko Matamoros, y cuando cogió aire y abrió la boca..., ¡qué horror! había perdido una paleta.
Desde aquel día siempre que voy a un parque acuático me quedo con los chiquillos en la piscina infantil, que, además, suele estar más calentita por una razón que prefiero no imaginar. Aun así, me quedo cerca del borde, tengo miedo a que vuelva a venir el señor otra vez detrás a toda velocidad.
De niño no podía parar de hacer maldades, a mi lado la niña del exorcista era Taylor Swiſt.
Un día le preparé la broma del papel film a mi hermano. Me levanté más temprano que nadie y le puse al váter papel film en la taza para que cuando él hiciera pipí se salpicara y se mojara entero. Yo me escondí en la bañera detrás de la cortina y me puse a esperar. El que tenga hermanos sabe que esperar incómodo durante horas para hacer una broma SIEMPRE merece la pena. Sin embargo, no contaba con un giro de guion: que alguien pudiera adelantar a mi hermano en esta hazaña y levantarse antes que él. Y cuando digo alguien, me refiero a MI PADRE —ruido de truenos—.
Mi padre se hizo un café de los que no hacen noche, de esos que bajan pegando voces, y, a continuación, se fumó un cigarro Winston, dándole unas caladas largas como si fumara con una cuenta atrás. Se conoce que le dio un apretón de esos con escalofríos, porque mi padre regulaba muy bien…, y entró al baño —ruido de truenos—.
Esos segundos de mi padre entrando al baño y sentándose en el váter se me hicieron más largos que un Blablacar con Revilla. Cuando rompió a cagar, cerré los ojos y empecé a rezar. El grito de mi padre se escuchó como la explosión de Oppenheimer.
Saltó del váter y se quitó el pantalón para entrar en la ducha y, al abrir la cortina, ahí estaba yo. Solo recuerdo su mano viniendo hacia mí a velocidad de crucero. Me desperté una semana después con el cuerpo raro.
Yo de pequeño era más malo que cenar melón, no tenía ni una idea buena. Además, vivía en una barriada en la que hasta Chuck Norris hubiera pasado miedo. Al lado de mis amigos del barrio los personajes de Perros callejeros eran Los chicos del coro.
Con doce años ya tenía la cabeza de Nicolás Maduro, parecía un chupachups de seis euros. Si me ponían una gorra azul, Google Earth me marcaba como piscina. Al tener la cabeza tan grande en las fotos siempre parecía que estaba más cerca. Era el niño zoom.
En mi barrio, para jugar al balón, nos colábamos en un residencial de vecinos que tenía un portal con rejas a la entrada. Solo podían disfrutarlo los vecinos que vivían allí, pero a nosotros nunca nos gustaron las normas y aprendimos a colarnos dentro. Entre los barrotes de la verja metíamos primero una pierna, luego un brazo y a continuación la cabeza. Luego solo había que introducir el cuerpo restante, hasta que un día… un día mi cuerpo dijo hasta aquí hemos llegado y no quiso seguir entrando en la urbanización privada, ni mi pechito entraba ni mi cabeza quería volver a salir. Medio cuerpo en la urbanización y el otro medio en mi barrio. Me puse más nervioso que una jaula de conejos, me quedé completamente encajado. Me veía allí para siempre como el niño del pijama de rayas.
Una vecina de mi calle bajó con un bote de champú y me lavó la cabeza a ver si resbalaba mi cabezón por los barrotes oxidados de aquella verja. Madre mía, tenía las orejas más calientes que el queso de un sanjacobo. Pasaban las horas y aquello no mejoraba. Ya no tenía miedo por quedarme a vivir en la reja, mi miedo era saber que en algún momento llegaría mi padre y encima no podía correr de él. Mi padre me iba a dar un tortazo que me iba a cambiar el reloj al horario de verano.
Un cartero que pasaba por allí me salvó la vida. Se conoce que había visto películas de Bruce Lee o de ninjas y me cogió la cabeza suavemente con las dos manos, me dio un giro seco hacia la reja y me sacó tan rápido como los chiquillos chinos hacen el cubo de Rubik.
Ese día me hice mayor de repente. Asumí que ya no tenía el cuerpo de reja y que me iba a tocar ver a los demás niños jugar al balón desde fuera de la urbanización. Pero lo más duro fue asumir que tampoco me iba a poder escapar de un edificio por los tubos del aire acondicionado como hacía Bruce Willis en La jungla de cristal.
Una noche llegué a mi casa a las cuatro de la madrugada después de pasar el rato con mis amigos tomando unos digestivos. La verdad es que iba una mijita croqueta y con más hambre que el hijo de un poeta.
Cuando abrí la nevera me encontré una fuente de albóndigas con tomate y casi me pongo a llorar de la emoción. Me senté y hasta que no me comí la última no me levanté. Me puse apretao. Era un huevo Kinder relleno de albóndigas, no podía ni andar. Me tiré en la cama como Liberad a Willy y perdí el conocimiento.
Vaya nochecita. Tuve pesadillas de todos los colores. Soñé que me apuntaban a gimnasia rítmica, soñé que salía a cantar con Rosalía y no me sabía las letras, soñé que bailaba en la boda de Almeida, soñé que me escapaba de España en un maletero… Las mayores pesadillas que un ser humano puede tener. El problema vino al día siguiente, cuando descubrí que las albóndigas eran la comida que había preparado mi madre porque se iba con unas amigas al gimnasio.
Me levantó mi padre a las ocho de la mañana más cabreado que el inventor del saco de boxeo, me llevó a la cocina y me dijo:
—Se ve que estás pasando hambre, así que he ido a comprarte porras.
Tenía frente a mí una bolsa de porras que chorreaban más aceite que la campana de un bufet wok.