Leonor de Inglaterra, Reina de Castilla N.E. - Miguel Romero - E-Book

Leonor de Inglaterra, Reina de Castilla N.E. E-Book

Miguel Romero

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La dama inglesa, consorte de Alfonso VIII, que revolucionó la cultura de la Castilla medieval del siglo XIII Leonor de Plantagenet o de Inglaterra, reina consorte de Castilla, es un riguroso ensayo centrado en la vida y obra cultural de Leonor de Inglaterra, hija de Leonor de Aquitania, envuelta en la época medieval de una Castilla reconquistadora que intentaba configurar su propio mapa jurisdiccional, gracias a la gran labor de su esposo, el rey castellano Alfonso VIII. La que fuera reina de Castilla representó, para la Europa de la última mitad del siglo XII y la primera del XIII, un nuevo concepto del espacio femenino, heredado de su madre, Leonor de Aquitania, la que fuera reina de Francia y de Inglaterra, y prototipo de mujer universal. En esta Historia Incógnita, Miguel Romero afronta también los pasajes más importantes de la vida política de Alfonso VIII, su esposo, y un breve recorrido por la vida de su madre, personajes sin los que sería imposible entender adecuadamente la vida de la protagonista. Leonor, precursora del desarrollo de la lírica trovadoresca, procedente de la Occitania francesa, abrió la puerta al juglarismo más cortesano y al cultismo popular. Ayudó a potenciar las ideas constructivas del Cister y fue precursora de la aplicación del primer gótico en las catedrales de Sigüenza y Cuenca, promoviendo la construcción de las Huelgas y el Hospital del Rey en Burgos. La fascinante biografía de una mujer fuera de su tiempo que vivió la Castilla reconquistadora del siglo XIII con pasión y con amor.

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Leonor de Inglaterra,

Leonor de Inglaterra, reina de Castilla

MIGUELROMERO

Colección:Historia Incógnita

Título:Leonor de Inglaterra, reina de Castilla

Autor:© Miguel Romero

Copyright de la presente edición:

© 2021 Ediciones Nowtilus S. L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/ 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-1305-196-3

Fecha edición:Junio 2021

A mi hermana Dori a quien admiro por su compromiso y sus valores.

Índice
Prólogo
Justificación
A modo de prefacio
Introducción. La Europa del siglo XII
Francia
Inglaterra
Castilla
Capítulo 1. Ellinor de Aquitania, la madre
Burdeos, capital de la Occitania
El ducado de Aquitania y el reinado de Ellinor en Francia
San Bernardo de Claraval y la Orden del Císter
Reina de Francia. Amor y cruzadas
Ellinor de Aquitania, reina de Inglaterra
Ellinor ya es madre
La dama de Europa y las intrigas de poder
Ricardo Corazón de León, su hijo preferido
La abadía de Fontevraud, santo y seña de una cultura
Capítulo 2. Alfonso VIII, señor de Castilla, el esposo de Leonor
Su nacimiento y la muerte de su madre
Muerte de Sancho III, su padre
Los Castro y los Lara, sus tutores
El ataque a Huete
La mayoría de edad de Alfonso
La consolidación del Reino de Castilla
Capítulo 3. Leonor de Plantagenet, la dama inglesa
Las razones de una alianza matrimonial
El viaje de ida y vuelta
La Bella Durmiente
Tarazona de Aragón
Capítulo 4. La boda y la dote
Los esponsales reales
El contrato real
Caput Castellae: Burgos
La cancillería Alfonsina
Santo Tomás Becket
Caput Eclessiae: Toledo
Capítulo 5. La meseta castellana y la tierra de Cuenca bajo la media luna
Conca, Conka o Konca
La cora de Santaver o Santaberiya
La ceca de Conca y la influencia almorávide
Los almohades
Opta, Wabda o Huete
Tiempos de pactos y meditación
Capítulo 6. Conquista de Cuenca. Alfonso VIII y la Virgen del Sagrario
Soria, las Cortes castellanas y Cuenca
El asedio a la ciudad de las Hoces
Una Virgen, la del Sagrario
La conquista de Cuenca
La organización de la ciudad
Capítulo 7. La Corte alfonsina en sus primeros tiempos: entre Burgos y Cuenca
La Corte castellana en Cuenca
La organización eclesiástica conquense
El obispado de Cuenca
Alfonso VIII y las órdenes militares
Capítulo 8. El rey castellano reinicia sus conquistas al islam: Talavera, Plasencia, Alarcón, Iniesta, Cañete… y Alarcos
Toma de Alarcón
Comarca de Cañete y la tierra de Moya
Treguas castellanas
Alarcos
Capítulo 9. Del Real Monasterio de Las Huelgas burgalés a la catedral conquense. «Una llamada a Dios»
El románico, arte de la repoblación cristiana
Doña Leonor, albacea del Císter: Las Huelgas
El Real Monasterio de Las Huelgas en Burgos
El hospital del Rey
La catedral de Cuenca
Capítulo 10. Leonor, reina y madre: sufridora, mancillada, soñadora y culta
Los hijos de Leonor y Alfonso
San Zoilo y los esponsales de Berenguela
La desgracia en sus herederos varones
Alianzas y pactos matrimoniales
Doña Berenguela, reina de Castilla
El estudio documental y las dudas históricas
La judía de Toledo, ¿leyenda o realidad?
Capítulo 11. El proceso repoblador y la organización del territorio. Los fueros y el Forum Conche
La repoblación como sistema jurídico
La curia real
El Forum Conche, un modelo legislativo
Repoblación y órdenes militares. Las encomiendas
Los Estudios Generales de Palencia
Capítulo 12. Limosnas y Trovos en la Corte alfonsina
Ellinor de Aquitania y Ricardo Corazón de León. Juego de tronos
El viaje de Ellinor a Castilla
Ellinor y su nieta Blanca
Muerte de Ricardo Corazón de León
Leonor, mecenas de trovadores
Bertrand de Born, el gran trovador
Capítulo 13. Hacia las Navas de Tolosa y el final de sus días. De la victoria cristiana a la muerte de Alfonso y Leonor
Pueblas y ordenamientos concejiles
Pactos y ruptura de treguas
Hacia las Navas de Tolosa. El gran triunfo cristiano
Después de las Navas, otros tiempos para Castilla
La influencia de Leonor de Plantagenet y el regreso triunfal a casa. La conquista de Alcaraz
Al-Nassir y su fracaso
Enfermedad y muerte de Alfonso VIII
El entierro real en Las Huelgas
Muerte de Leonor de Plantagenet
Epílogo
Y acabóse de tal manera que:
Anexos
I. Cronología de hechos y acontecimientos históricos más importantes
II. Inicio y final
III. Primeros pasos de la poesía castellana en la corte de Alfonso VIII
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
Bibliografía consultada
Colecciones diplomáticas
Archivos

La sabiduría y prudencia de Leonor de Plantagenet están avaladas por las crónicas castellanas y los calificativos que recibió fueron muchos y siempre los mismos:

Nobilissimam moribus et genere, pudicam et ualde prudentem.

Chronica Hispana Saeculi XIII

Prudentissima, sagaci proudencia et sollerte rerum pericula atendebat […] pudica, nobilis et discrete.

Historia de rebus Hispaniae sive Historia GothicaRodrigo Jiménez de Rada

Muy sesuda e mucho entendida e muy buena e muy loçana […], e muy buena dueña, muy mesurada e muy enseñada.

Crónica de los Veinte Reyes

Prólogo

Miguel Romero Saiz, es el autor del libro «Leonor de Inglaterra, Reina de Castilla» libro interesante desde principio a fin por introducir al lector en esa Castilla nuestra tan amada, y a la vez tan desconocida en sus gestas y logros. Nadie como el autor para introducirnos a leer su obra, a descubrir el valor del rey Alfonso VIII por reconquistar ciudades y tierras a los musulmanes, repoblarlas y dotarlas bajo la sombra de la cruz cristiana y del legado cultural de Occidente, junto al amor de su esposa, Leonor de Inglaterra; reina y madre, e introductora en Castilla de la lírica y los trovadores. Mujer tan desconocida para la mayoría de nosotros, a la que tanto debemos los que amamos la poesía y la cultura. Impulsora e generadora de normas civilizadoras y cultivadas ayudando a la expansión de la Orden del Císter y a la construcción de monasterios y catedrales, abriendo a Europa y al Mundo ese maravilloso arte gótico, que iniciaría con la catedral de Cuenca y la catedral de Sigüenza.

Miguel Romero impregna con sus palabras el regreso al pasado, que en definitiva es el contenido minucioso y exhaustivo en datos históricos de este libro, que cautiva al lector ávido de conocer la historia auténtica desde donde venimos los castellanos.

Un libro que merece ser leído y tener en la biblioteca privada de cada uno, para acceder a leerlo pausadamente con placer y emoción, de no ser así no estaría escrito por este conquense de Boniches y Cañete, de Carboneras de Guadazaón, Motilla del Palancar y Cuenca..., viajero incansable por el ancho mapa del mundo llevando por equipaje su alma de ilustrado artista, ataviado de su amplia sonrisa y su mirada escrutadora. Porque le urge mirar todo para la vida que hay alrededor, y muchas otras vidas que incansablemente investiga y nos muestra en sus numerosas obras literarias, como cada uno de los personajes de este libro que vuelven a vivir de nuevo para el lector y para la historia.

Para este autor sin límites, hombre sencillo, el mundo histórico se achica por adecentar con su pluma los valores que lo impregnan.

Algunos comentaristas le han catalogado como hombre del Renacimiento en la modernidad, por su intensa actividad y por abarcar actividades creativas diversas; para mí es un avezado escritor que estudia con detenimiento los procesos históricos y las paradojas cotidianas, aplicando ese rigor crítico que todo historiador debe, transformándolos luego en relatos, novelas, ensayos, artículos y conferencias congregando en todo ello su amplio saber y sus profundos conocimientos.

Miguel Romero Saiz es uno de nuestros escritores castellano-manchegos más reconocidos sin otro artificio que el qué, da la tierra, con esa propiedad de quien conoce su naturaleza primera, que es el sello de donde se nace, y después de donde la persona, él como hombre, se hace y propaga en cuantos círculos sociales alcanza a conocer. Cuenca, esa ciudad de cumbres y sierras encantadas, donde no soñar es imposible, este español, peregrino de vivencias por la tierra, ha escrito este libro y lo ha reescrito, reeditado y estudiado, mejorando su primera pluma, y lo conforma como uno más de su amplia bibliografía. Éste y no otro, lo ha hecho girar en torno a la mujer en la Historia, a una en concreto, «Leonor de Inglaterra, reina de Castilla», o también Leonor de Plantagenet, donde esgrime sus conocimientos de investigador, narrador, ensayista y profesor en esta extraordinaria obra histórica. Su labor docente le ha hecho acreedor a los más altos reconocimientos, tanto por parte del Ministerio de Educación y Ciencia, como por las Instituciones académicas; así como por su labor investigadora siendo elegido académico correspondiente de la Real Academia Española de la Historia en 2012 y de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo en el 2014.

En estos últimos años, el destino le ha deparado grandes emociones al recibir títulos y distinciones que le llenan el corazón de encontrados sentimientos de gratitud difíciles de expresar, por el alto contenido de todas ellas, algunas de lugares amados desde su infancia. Y otras, por lo que supone ser reconocido en países lejanos, y a la vez unidos por la cultura y las letras profesionalmente, en marcos todos ellos, que nos llenan de orgullo por ser recibidos por un insigne castellano manchego en base a su trayectoria profesional y humana. Asociaciones de Castilla-La Mancha de Valencia, Alicante, Castellón, Madrid, Toledo, Barcelona, o lugares como Chile, Argentina, Colombia, Costa Rica, le han reconocido y le han admirado plasmando su presencia con títulos y diplomas. Su nombre está jalonado en bibliotecas como la de Valverde de Júcar, Cañete o Cuenca.

Este autor conoce la emoción frenética del investigador que emana todo de él, signándole con la catarsis de la fuerza creadora. Es, sin duda, un intenso buscador de ilusiones.

Nueva edición de la historia de Leonor de Plantagenet, nuevo estudio, nueva revisión y un apoyo incondicional de Nowtilus como Editorial, empresa que sabe arriesgar en proyectos que hacen de su trabajo un éxito compartido.

Su primera prologuista, la escritora reconocida Almudena de Arteaga ya dijo de esta mujer que «fue una reina discreta en sus maneras que apenas dejó rastro escrito, induciendo a la precaución a los historiadores rigurosos a la hora de evocarla de una manera más tangible. Quizá el haber sido hija de la gran Leonor o Ellinor de Aquitania y Enrique II de Inglaterra y hermana nada menos que de los mundialmente conocidos Ricardo Corazón de León o Juan sin Tierra, le perjudicase».

Y continúa diciendo ¿cómo semejante reina pudo pasar tan desapercibida? ¿Fue acaso eclipsada por las gestas de su madre, marido o hermanos? Sea por lo que fuere, es un imperdonable olvido que Miguel Romero enmienda en el libro que ahora tienen entre sus manos. Una obra más que loable si tenemos en cuenta todos los escollos que el autor ha tenido que soslayar. Disfruten de ella.

Natividad Cepeda

Escritora. Cátedra UNESCO. Tomelloso

Justificación

Las personas ven al mundo como desearían que sucedieran las cosas y no de la manera en que realmente suceden.

El alquimistaPaulo Coelho

Tal vez, el lector se pregunte: ¿por qué un libro sobre Leonor de Plantagenet? Y la respuesta es sencilla y clara. La historia debería haber sido más justa reconociendo los numerosos valores de una mujer inglesa, reina de Castilla, oscurecida en sus proyectos por su madre, la gran dama de Europa: Leonor de Aquitania.

Dice Marc Bloch en su The historian´s craft que «para las ciencias humanas, la individualidad histórica se construye con la elección de lo que es esencial para nosotros, es decir, en función de nuestros juicios de valor. Así, la realidad histórica cambia de una a otra época con modificaciones en la jerarquía de los valores».

En el devenir de una Edad Media, época donde la guerra definió los conceptos sociales, la figura de las mujeres estuvo siempre indefinida como baluarte de acción y capacidad de poder y sí, ajustada a esas normas preestablecidas, donde la familia y el deber del hogar condicionaban sus prerrogativas de ejercicio. Esa razón será la que determine a los cronistas de época no ser justos y realistas con la labor que Leonor realizase en Castilla, fortaleciendo más, si cabe, la estela de su esposo Alfonso VIII.

Y es que resulta verdaderamente preocupante como acontecimientos o personajes de alta trascendencia política o social apenas pudieron ser debidamente tratados por quienes tenían la posibilidad de hacerlo. Tal podría ser el caso de esta mujer, inmersa en los aconteceres del momento que le tocó vivir, decisiva para la propia evolución del desarrollo de los grandes hechos históricos de un momento clave para Castilla y, sin embargo, apenas ocupando ese lugar secundario, el mismo que su esposo, el gran monarca castellano Alfonso VIII, les ofreciese a los cronistas de la época.

Las llamadas fuentes históricas sólo registran los hechos que en su momento parecieron suficientemente interesantes para ser registrados, «[…] las fuentes, por regla general, sólo contendrán hechos ajustados a una teoría preconcebida. Y puesto que no hay otros hechos disponibles, por regla general no será posible contrastar esa o cualquier otra teoría subsiguiente».

Y uno, con la suficiente humildad que podrían exigir mis conocimientos, se acerca a la vida y obra de una mujer, encastrada entre el binomio poderoso del gran teatro del mundo donde la historia formularía sus premisas de gloria eterna y el advenimiento de la intrahistoria, la misma que predispone las prestaciones humanas como germen del desarrollo de la propia esencia personal del individuo. ¿Una mujer?

Sí, una mujer, protagonista de un tiempo en la Castilla henchida de poder entre fronteras, condicionantes nobiliarios, esencias generosas de alianzas e infortunios, aberraciones endogámicas y lucha por la religión que el Dios cristiano en sus leyes urdiese como costumbre tenebrosa del credo:

En las flores está el verdadero sentido del amor. Quien intente poseer una flor verá como su belleza se marchita; ahora bien, quien contemple una flor en el campo, la tendrá para siempre.

BridaPaulo Coelho

Sigamos, pues, justificando por qué escribir sobre Leonor de Plantagenet. Leyendo la historia del monarca castellano Alfonso VIII, descrito como muy lozano y apuesto, recto y esforzado en sus maneras, leal, de profunda fe religiosa, costumbres sencillas, generoso, valiente, «de comportamiento modélico en su vida familiar en contra de la leyenda de su supuesta relación amorosa con aquella joven judía toledana» –opinión compartida por algunos, los menos– y triunfador en su lucha contra el infiel, vemos que todos esos valores, hazañas y hechos, no tendrían sentido sin una esposa a su lado tenaz, complaciente, benefactora y, sobre todo, valiente. Vemos, por tanto, que esta mujer, Leonor de Plantagenet, fue sin duda, el ejemplo más fiel de una reina consorte. Dedicada por entero a educar a sus hijos en las más fieles esencias de los valores cortesanos, atendiendo con esa sutileza que los propios dones femeninos le impregnaron y segura de que, con «su gentil habilidad, ayudaría en la labor política a su esposo, al que tanto amó».

Este documento corresponde al siglo XIII y es el primer códice diplomático del Archivo General de la Orden de Santiago en el que se hace clara referencia a Uclés como cabeza de la propia orden. En esta lámina, se observa claramente a los reyes, Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet, y el castillo de Uclés, colocando a cada uno de sus lados al Maestre de la orden santiaguista y a un caballero de la misma. En el Tumbo Menor de Castilla se conserva una relación de las propiedades del priorato de Uclés anterior al año 1238. Es un documento magnífico. Fotografía del autor.

Decía –y perdonen la redundancia que agora prestaré a este texto– el ensayista Donoso Yáñez que «dicen… dicen, siguiendo los meandros de los años y quizá los siglos la repetición de la palabra dicen, quién sabe quién dice y a quién se lo dice y cuándo lo dice y cómo lo dice, pero, de decirlo, sí lo dicen…» y por eso, de decirlo, también lo digo yo, que Leonor de Plantagenet será la dama castellana perfecta, de rica cultura anglosajona bebida de las mismas fuentes de Aquitania y Gascuña (Gascoigne), la que hará cambiar el rumbo de una política castellana, anclada en el fango rugoso de la Baja Edad Media melancólica y sonámbula, henchida de fracasos reconquistadores y poblada de incultura, ávida de alianzas sin sentido y heredera de las maquiavélicas formas del pensamiento caduco impuesto por las reglas monásticas.

Alfonso VIII es el monarca castellano de más largo reinado: cincuenta y seis años, desde 1158 a 1214, a pesar de que el período de su reinado efectivo fuese algo menor, pues alcanzaría como tal los cuarenta y cinco años, al ser gobernado durante su minoría de edad por regentes.

Ocupó el largo período medieval de los llamados cinco reinos de la península ibérica (Portugal, Castilla, León, Navarra y Aragón), inmerso en una inestabilidad política como consecuencia de las luchas nobiliarias por controlar el poder y el proceso reconquistador para recuperar el territorio bajo el dominio musulmán, consolidando de esa manera fronteras y territorios.

Como consecuencia de ello, este hostil ambiente marcaría todo su tiempo, dedicará gran parte a consolidar el Reino de Castilla, heredado de su padre Sancho III y que, un año antes, su abuelo Alfonso VII había dividido –aquel gran imperio castellano-leonés– en los nuevos reinos de Castilla y León.

Será, por tanto, este mismo largo período el vivido por Leonor, a la que muchos llamarán de Inglaterra y otros, de Aquitania, de Gascuña, de Toledo, de Burgos, de Cuenca…, la que, por fortuna para Castilla, casó con Alfonso VIII. Y es, para mi propia ambición personal, la autora de mi historia, aprovechando de todo cuanto conlleva el proceso social revivido por considerar que su propio discurrir en una semblanza abierta y culta hizo grande a Castilla y abrió los horizontes humanistas hacia un mundo que aún tardaría en llegar, pero que su propia visión ilustrada –bien heredada de su madre, la augusta Leonor de Aquitania, reina de reyes– le hizo sentir la realidad como tal.

«Quien tiene la voluntad tiene la fuerza», estas palabras de Menandro bien aducidas por mi buen amigo Augusto Bruyel han servido para justificar el porqué de mi proyecto, como una idea continuista de mis anteriores trabajos, donde he buscado hacer historia a modo de ensayo novelado, exponiéndome al juicio del investigador riguroso y científico, o al mismo lector inseguro y oportunista que, a veces, daña con el sentido de discutir lo indiscutible.

Ser historiador me hace ser exigente con las normas de la historiografía, a veces dubitativa entre la subjetividad cuando las edades están en decadencia, u objetiva cuando las cosas están maduras. Porque nadie tiene la obligación de creer en el futuro de la historia ni en el futuro de la sociedad. Puede que nuestra sociedad sea destruida o se extinga al final de una lenta decadencia, y que la historia vuelva a caer en la teología –es decir, en el estudio, no de los logros humanos, sino del designio divino–, o en la literatura –es decir, en la narración de cuentos y leyendas sin propósito ni significado–. Pero esto no será historia en el sentido en que yo la interpreto.

Ser narrador por definición y vocación de vida, aplicando los conceptos decimonónicos de la lírica descriptiva a mi proceso verbal docente, me hace mantener el deseo de novelar los acontecimientos y, con ello, hacer contenido causal y casual.

De una u otra manera, lo que he pretendido y pretendo es relatar la historia, tal como los documentos me facilitan y me exigen, sin sacar más conclusiones que las generadas por el conocimiento y su apoyo bibliográfico, huyendo de eso que a veces nos distorsiona el sentimiento patrio o el desconocimiento opaco del devenir histórico: la divagación.

Y digo esto porque me viene a la cabeza un curioso anecdotario al que suelen dar vida irónicos investigadores que se apoyan en esa protohistoria que, sin el rigor de la ciencia ni el apoyo documental exigido, adulan con hipótesis poco loables, para aderezar el contenido de la duda. Cualquier historiador que se precie debe huir de ese ideario.

Aquí habrá investigación documental, opiniones rigurosas de historiadores reconocidos, interpretaciones causales y una buena dosis de historia contada con esa narrativa fácil en aderezos líricos para que hagan de este trabajo un proceso didáctico, entretenido y creíble.

Abramos, pues, con una anécdota que sigue la línea del teólogo de la historia, buscador de encantos y que, a veces, nos lleva a contribuir en esa historia contada sin el vértice adecuado de la investigación acertada. Pero esto –en su forma de expresión– también forma parte de la infinita curiosidad del lector, como necesidad de contenido y de consumismo imaginativo, aunque esté dentro del llamado «ideario indolente».

¿Por qué al pendón de Castilla se le atribuye el color morado?

Cierto es que, desde los años de la visión universal y patriótica que tuvo la historia en el siglo XIX, al pendón castellano se le ha asignado el color morado por «santo y seña», cuando como tal no existe ni ha existido nunca. El pendón de Castilla es rojo carmín, así lo fue y de esa manera hay que conceptuarlo.

Y ahí quería llegar, a cómo y por qué, a veces, la historia se deja llevar de una referencia subjetiva para hacerla universal. Ya lo dijo Lope de Vega en La Jerusalén conquistada:

Aquel Fernando venturoso espera que corone el alcázar de Sevilla de las rojas banderas de Castilla.

Libro XV, 22-24

Y como nota aclaratoria a bien digo, simple y llanamente como curiosidad, que tal confusión se produce por la primera referencia escrita sobre el tema, encontrada en las Memorias para la historia de las tropas de la casa real de España, Madrid, 1828, por Serafín María de Sotto, el cual aduce que el regimiento número uno o «Inmemorial del rey» tuvo por «primera bandera el pendón morado de Castilla, que debía rendir a la compañía coronela». Ese regimiento fue fundado en 1634 con pendón morado, pero en ningún caso se correspondía con los colores de Castilla, sino con los de su primer coronel, el conde-duque de Olivares, hecho por el que se le llamaría Tercio de los Morados. A partir de ahí, serán los Borbones españoles los que consagren con valor oficial para la casa real ese color morado en lugar de púrpura y le den por referido el color que siempre tuviera Castilla, aun cuando no fuera así.

Esta es la historia que deberíamos evitar, y esta es mi intención cuando, en cada proyecto que abordo sobre el tema de nuestro pasado, procuro ahondar con valentía pero con la mayor pericia posible, para llegar a exponer lo que los documentos desarrollan –con base justificativa y científica– sin hacer causa común y simplemente para reflejar, con el mayor criterio académico posible, sus afirmaciones y conclusiones.

Todos los trabajos que he podido leer o buscar hacen referencia a Alfonso VIII, sus hazañas y su vida política. Apenas aparecen unas simples notas sin más intencionalidad que referenciar el peso que su esposa Leonor de Plantagenet tuvo como consorte.

Buscando en los anales del tiempo, hallamos el Chronicon mundi, de León Lucas de Tuy; la Historia de rebus Hispaniae sive Historia Gótica, de Rodrigo Jiménez de Rada; la Crónica latina regum Castellae, atribuida a Juan de Osma; los Anales Toledanos I y II, editados por Julio Porres; más luego las grandes obras actuales: El Reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, de Julio González; la Historia para la leyenda: el caso de Alfonso VIII de Castilla (L’Histoire par la légende: le cas d’Alphonse VIII de Castille), de la francesa Stephanie Jean-Mari; Alfonso VIII, rey de Castilla y Toledo, de Gonzalo Martínez Díez; las colecciones diplomáticas, recopiladas y transcritas por Julio González González; y, por último, algunas de las biografías sobre este rey, como es el caso de Gaspar Ibáñez de Segovia, Alonso Núñez de Castro, Carlos Vara Thorbeck, Francisco García Fitz, Jesús de las Heras y Augusto Bruyel. Todas son obras excelentes –en su justa medida comparativa– sobre la vida y obra de Alfonso VIII, rey de Castilla.

En todas aparece Leonor como su esposa; lo acompaña en su vida, comparte los sinsabores del tiempo, cría y educa a sus numerosos hijos, atiende esa labores menesterosas del hogar y sigue siendo el ejemplo de mujer onerosa y católica como auténticos valores de la mujer medieval.

Muy pocos son los trabajos donde se reconocerá la gran labor que Leonor realizase en la sobria Castilla, sumergida en guerras de poder, enfrentamientos nobiliarios y reconquista del territorio, a excepción del minucioso estudio «Leonor de Plantagenet y la consolidación castellana en el reinado de Alfonso VIII» del autor chileno José Manuel Cerdá Costabal, publicado en el Anuario de Estudios Medievales, número 42/2, julio-diciembre 2012, pp. 629-652, posiblemente el más completo que se ha realizado con ella, como fiel protagonista.

He querido así, aprovechar mi ensayo para remarcar ese papel que tuvo que representar en tiempos de guerra y germen de naciones, esperando con esta idea, que su amado esposo, Alfonso VIII, pueda perdonarme ese segundo escalón en el que he querido, intencionadamente, colocarlo. Como dice Paulo Coelho: «solo entendemos la vida y el universo cuando aprendemos a amar».

La evolución del papel de la mujer a lo largo de la historia siempre ha estado condicionado a la religión como vínculo moral; por ello, el hombre lideró el contenido social desde la propia Prehistoria hasta la Edad Media, sin olvidar que su labor como tal, determinaba la propia existencia generacional, es decir, la vida humana. Tal vez, la Edad Moderna en base a su humanismo como pensamiento, abrió parte del mecanismo libertario de una igualdad que nunca llegaba. Sin embargo, en todas y cada una de las etapas que el devenir de la historia ha generado, la mujer tuvo que demostrar su condición aplicando sus grandes habilidades desde esas «bambalinas» que la escenografía machista le había proporcionado. Ahí estuvo el valor de muchas de ellas, al romper esas cadenas y ofrecer al mundo su verdadero espíritu libertario, clave para el acontecer de cada momento.

En este ensayo histórico quedarán diferenciados los dos personajes femeninos principales: la reina de Inglaterra -que antes lo fuera de Francia-, Leonor de Aquitania, su madre, y que aparecerá como Ellinor –su nombre inglés–; mientras que nuestra protagonista principal, Leonor de Plantagenet, de Inglaterra o de Castilla, aparecerá como Leonor, su nombre castellano.

Por último, quiero dar las gracias en especial a Almudena de Arteaga por su excelente prólogo en la primera y segunda edición y, sobre todo, por su amistad compartida entre la vocación histórica que nos une y esa admiración que le profeso.

A Augusto Bruyel, por su inestimable ayuda en la corrección estilística y de léxico, clave en el concepto adecuado de toda buena narrativa.

Y por último, a Ediciones Nowtilus y a su equipo de trabajo, en especial a Manuel de la Pascua, por la apuesta de esta reedición, revisada y ampliada, así como el exquisito trato dispensado.

A modo de prefacio

Leonor de Plantagenet, hija de reyes, ha sido poco tratada en los textos historiográficos por los cronistas del Medievo, sus coetáneos, aunque sí lo haya sido por algunos autores contemporáneos posteriores. Tal vez fuera ocultada por la gran sombra que desplegó la vida culta y longeva de su madre, Ellinor de Aquitania, la gran Dama de Europa. Una y otra vivieron la Europa del siglo xii, la misma que sintió el esplendor del arte románico y que abría las puertas al gótico en ese deseo de alcanzar a Dios. Durante ese tiempo, se desarrollará la caballería a la vez que se emanciparán las ciudades burguesas y, ¿cómo no?, algo que irá implícito en el propio germen de las Leonores: el desarrollo y cultivo de la lírica cortesana, gracias a la aparición y desarrollo de los trovadores -originarios de la Occitania francesa-, abriendo la página a lo que, desde ese siglo, será la literatura novelesca y «la poesía del amor cortés».

Leonor fue hija y hermana de reyes. Sus padres, Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra y Ellinor de Aquitania, su reina consorte ‒esposa que hubiera sido antes del rey Luis VII de Francia, entre los años 1137 y 1152‒. Sus hermanos, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra, reyes de la gran Inglaterra bajomedieval.

Se trata de una princesa inglesa que, por avatares del destino, llegaría a ser reina de Castilla. Las circunstancias de vida, las alianzas, los ejercicios de poder y expansión de linajes en la Europa caballeresca, propició para ella, un destino inesperado pero consecuente, siendo decisiva en los momentos claves de la política europea al lado de su esposo, el rey de Castilla.

Alfonso VIII y luego, como hija de una de las mujeres a la que la historia había concedido el privilegio de «ama y señora» del prehumanismo europeo, precursora y deudora de las letras y humanidades, cuya herencia asumiría con la grandeza propia de su tiempo y la humildad de su vida.

Tal vez, la estela larguísima dejada por su progenitora, Ellinor o Leonor de Aquitania, apenas dejase espacio en la historia para su protagonismo real, pues ser hija de quien fuese dos veces reina, madre de reyes, retadora del imperio, amenazadora del papado y locuaz gobernadora en tiempos de guerra constante pudo dejar marcado su camino en la reflexión consuetudinaria de su semblanza.

Pero, sin duda, además de su culto «enfermizo» por el arte y las humanidades, hubo otra cosa común en ambas mujeres, madre e hija, que las unió en el credo femenino como reinas: el gusto por la lírica trovadoresca. Era lógico. Según la tradición, el fundador de esta modalidad literaria fue Guillermo IX, conde de Poitiers y duque de Aquitania, a quien la historia llamaría Guillermo el Trovador. Casado con Felipa de Tolosa, fue el abuelo paterno de Ellinor de Aquitania y, por tanto, bisabuelo de Leonor de Plantagenet.

Los trovadores a los que Leonor apadrinó durante su reinado provenían también de la más diversa extracción: mercaderes o artesanos, por ejemplo. En cualquier caso, convertirse en trovador no era fácil para nadie, porque la nobleza de sangre, por sí sola, no bastaba. De hecho, era preciso tener nobleza de corazón o, para ser más exactos, demostrar habilidad cantando al amor puro.

Curiosamente, Guillermo IX, el primer trovador de quien se ha conservado su obra, fue considerado como «enemigo de todo pudor y de toda santidad». De hecho –bien dicen las crónicas del tiempo– fue un mujeriego impenitente y un valeroso guerrero que cabalgaba con el retrato de su amante pintado en el escudo y según sus palabras, «para tenerla a mi lado en la batalla, igual que ella me tiene a su lado en el lecho».

A los quince años «Guillermo heredó el ducado de Aquitania en 1086 y lo gobernó hasta su muerte en 1126 entre amores, combates y cruzadas». Su personalidad exuberante se refleja bien en el extenso poemario conservado, una decena de obras que revelan habilidad técnica y variedad de acentos. Guillermo compuso poesías sensuales, quizá incluso directamente obscenas. «Debo montar a dos caballos de raza», declara en una canción para sus amigos, revelando tan solo al final lo que ellos intuían, que los dos caballos eran en realidad dos muchachas1.

La poesía de los trovadores también versó sobre temas políticos y satíricos. Igual que los trovadores, hubo mujeres dedicadas a la lírica poética. En ellas, no solo se mostraba la pericia técnica, sino también un refinado conocimiento de la cultura de su época. Las jóvenes nobles recibían una cuidada educación literaria que, en el marco del siglo xii, les permitía componer poesía, así como proteger a los mejores intelectuales europeos de su tiempo, como hizo Ellinor de Aquitania. Esta mujer, reina de Francia y de Inglaterra, aprendió en un ambiente cortesano la cultura de su tiempo, gracias al esfuerzo de sus padres Guillermo X y Leonor de Châtellerault. Luego, ella haría lo mismo con sus hijos, primero con las dos hijas del matrimonio con Luis VII, rey de Francia, María y Alix; y luego, sobre todo, con los hijos concebidos con el rey de Inglaterra, Enrique II de Plantagenet, a los que educó en la paciencia del respeto, enseñándoles todos los saberes del momento. En su hogar era normal tocar la vihuela, desdoblando la melodía o introduciendo un interludio sencillo entre estrofas, evitando pavonearse con virtuosismos o crear armonías complejas. Eran, sin duda, estructuras sencillas, algunas medio improvisadas, que alternaban con la poesía oral. Es muy normal descubrir una poderosa influencia eclesiástica al analizar tales estructuras, muy comunes en la Aquitania en la que vivieron Ellinor y su familia, una región empapada de poesía latina y del gran repertorio gregoriano de la abadía de San Marcial de Limoges.

Leonor de Plantagenet, junto con sus hermanos Guillermo, Enrique, Matilde, Godofredo, Juana, Juan sin Tierra y, sobre todo, su querido hermano al que tan unido estuvo, Ricardo Corazón de León, aprendió y compartió las canciones más antiguas −en modo protus− que les pudo transmitir su bisabuelo Guillermo IX, además de las canciones de Marcabruno y el Códice Chigi, enmarcado dentro del misterio de santa Inés, un códice basado en el curioso misterio de esta santa dentro de la mística del Juicio Final, en ese pasaje de santa Úrsula por santa Inés, largo tiempo envuelto en el proceso teológico de los siglos X y xi. Este hecho dio lugar a canciones trovadorescas de alto contenido místico. De nuevo recogemos una cita de Paulo Coelho que en Veronika decide morir dice: «ciertas personas, en el afán de querer construir un mundo donde ninguna amenaza externa pueda penetrar, aumentan exageradamente sus defensas contra el exterior y dejan su interior desguarnecido».

Introducción

La Europa del siglo XII

Durante este período medieval, los países que componían la Europa occidental y que, por entonces, definían el poder mundial estaban inmersos en consolidar sus monarquías, estableciendo en todas ellas el principio de hereditariedad como fundamento de continuidad. Desde diversos puntos de vista y con procedimientos variados, asumirían los principios de organización política feudal y de raíz religiosa, utilizándolos para la construcción de su propio poder y ejerciendo éste sobre ámbitos territoriales limitados pero suficientes para sostener fuerzas reales y así llegar al siglo XIII dentro de un marco renacentista definido por el pensamiento jurídico-político romanista que marcaría el acontecer de toda Europa.

Se había pasado del feudalismo del siglo X ‒ese «año mil» como lo llaman en muchos tratados‒, en el que cada monarca había pretendido ser emperador de sus territorios, al siglo XIII, momento que muchos historiadores llaman «el de la plenitud medieval». Nacen las universidades, triunfa el gótico como arte medieval por excelencia, se da por finalizado el proceso de las monarquías feudales y aparecen esas nuevas ideas gracias a las cuales las ciudades podrán finalmente participar en la vida pública por medio de las Cortes y los parlamentos.

Sin duda, será un cambio fundamental que afectará a la supervisión en Europa de esa afirmación de las monarquías nacionales frente a los poderes universales imperantes hasta entonces ‒imperio y papado‒, proceso que veremos claramente en la evolución de los tres países en los que se desarrolla nuestra historia: Francia, Inglaterra y España.

Cierto es que será el siglo XII, es decir, casi cien años antes, cuando la vida de Ellinor de Aquitania tenga su pleno desarrollo y así sucederá también con su hija Leonor de Inglaterra, esposa de Alfonso VIII; y será, por tanto, ese siglo el momento trascendente para las monarquías de los Capetos en Francia, de Plantagenet en Inglaterra y de Alfonso VIII en Castilla.

La duquesa de Aquitania fue, sin duda, una adelantada a su época. Su capacidad y su visión de futuro la harían acreedora de las más aconsejadas virtudes en el plano cultural y social, llegando a ser una humanista en el campo intelectual y artístico, herencia que trasladaría a sus hijos, entre los que se encuentra la que luego sería la reina de Castilla.

Los cambios en el conjunto de la sociedad medieval se manifestarán plenamente en el campo cultural. La difusión de las ideas empezó a ser rápida en el momento en que las universidades van ocupando su espacio. Además, la adopción de las lenguas vernáculas que van sustituyendo el latín es fundamental en todos los campos del saber, pero sobre todo en la literatura.

Aunque las monarquías francesa, británica y castellana tuvieron algunos rasgos comunes en su evolución política, las profundas diferencias predeterminarán acontecimientos dispares, pues en muchos casos se asumen los principios de organización política feudal y de raíz religiosa, utilizándolos para la construcción de su propio poder y de su intento hegemónico en el continente europeo. Sin embargo, España presenta un puzle diferente. Aparece como un territorio compartimentado en varios y cambiantes reinos cristianos, con una tarea principal y común que obligará a constantes luchas y avances de frontera contra el islam peninsular.

En este contexto europeo, el protagonismo de Ellinor de Aquitania va a ser esencial y decisivo en la propia evolución política de los tres grandes países occidentales. Su personalidad y circunstancias de vida determinarán la esencia monárquica de alianzas y enfrentamientos, colocando su figura como eje conductor de convencionalismos medievales ante el cambio que exigía Europa.

La niña de Aquitania, de ojos azules, fue reina de Francia con los Capeto, luego casó con un Plantagenet, reinando en Inglaterra y, después, dejó como heredera a su propia hija, del mismo nombre, para ser reina de Castilla, el reino más poderoso de la España del momento. Los tres grandes países y los tres grandes reinos del Medievo. Es un acontecer curioso que la historia ofreció a la Europa occidental, por entonces, dominadora del mundo conocido2.

FRANCIA

En este país, la dinastía de los Capeto generará el incremento efectivo del poder regio. Este se iniciará en tiempos de Felipe I, en el último cuarto del siglo XI, y se consolidará con Luis VIII y Luis IX en el siglo XIII. Pero aquí, nuestra protagonista estará en medio de ellos. Luis VII (1137-1180), príncipe piadoso, débil, pusilánime y falto de carácter, supo rodearse de buenos consejeros, como fue el abad Súger de Saint Denis. Fomentó la autonomía de las ciudades, base para el desarrollo de la naciente burguesía, e impulsó la agricultura, el comercio y la industria. En su política internacional, supo acertar al contraer matrimonio con la duquesa de Aquitania, el ducado más importante de toda Francia. Ellinor compartió matrimonio con él durante quince años y del mismo nacieron dos hijas, María y Alix. Tras la anulación del matrimonio, en 1152, repudiada por no darle hijo varón, Leonor recobró su dote y estaría dispuesta a volver a casarse.

Con este rey se iniciará la gran rivalidad con Inglaterra que se prolongará hasta finales de la Edad Media. Esta rivalidad tuvo como principal protagonista a esta mujer.

INGLATERRA

En este país, primará la dinastía de origen francés, de los Anjou-Plantagenet, en la figura de Enrique II, hijo de Godofredo Plantagenet, conde de Anjou, que tomó el apellido Plantagenet por llevar siempre en su sombrero una rama de retama o genista, y de Matilde, hija de Enrique I Beauclerc, apellido este último que significa ‘buen clérigo’ y que anduvo durante gran parte de su vida dedicado a la vida eclesiástica. Convertido en rey tras la muerte de sus hermanos y la ausencia de otro, por entonces en las Cruzadas, siempre dio prueba de esmerada educación y capacidad de gobierno, valores que transmitiría a sus herederos.

Enrique II fue uno de los mayores monarcas de Inglaterra y el detentador de un vasto imperio, ya que en él se unían tres herencias: la normanda, la angevina y la aquitana. Por su madre Matilde, hereda Inglaterra; por su padre, Godofredo, el ducado de Normandía y el condado de Anjou; y, por su esposa Ellinor, el ducado de Aquitania.

Este monarca llevó a cabo la consolidación del territorio, eliminando la anarquía de los años anteriores, y una gran reforma judicial al imponer el sistema de juicio con jurado, aboliendo la famosa ordalía o juicio de Dios y elaborando unas leyes basadas en el Derecho Romano.

Su boda con Ellinor de Aquitania, que había sido repudiada en 1152 por el rey de Francia, Luis VII, engrandeció más su poder y alimentó su enfrentamiento a muerte con el que había sido el anterior marido de su esposa.

Enrique II se convirtió, así, en el vasallo más temible y poderoso de Luis VII y estableció el imperio Plantagenet, con sus reinos y sus feudos, que fue imposible de absorber en el esquema de jerarquías que los Capeto pretendían formar en torno a él.

Con Enrique de Plantagenet, Ellinor de Aquitania tendría ocho hijos: primero, Guillermo, que moriría antes de cumplir los tres años, en junio de 1156; luego, nacería Matilde a los pocos meses; después, en 1157, nació en Oxford el tercer vástago, Ricardo; y un año después, el 23 de septiembre de 1158, Godofredo. Luego vinieron dos hijas: una, nacida en 1161, a quien la madre le puso su mismo nombre, Leonor; y la segunda, Juana, nacida en 1165 en Angers. Finalmente, el octavo, de nombre Juan, nació en Oxford el 27 de diciembre de 1166.

Los últimos años del reinado de Enrique II estuvieron presididos por el enfrentamiento con sus hijos ‒especialmente con Ricardo‒ a los que alentaba el propio rey de Francia, enemigo acérrimo del inglés, que veía en él el mayor obstáculo para su expansionismo y su unidad como reino.

CASTILLA

Aquí, la situación era diferente, pues no en vano el enfrentamiento no venía determinado por ampliar sus fronteras en Europa o mantener las alianzas para ser árbitro del dominio occidental, sino por reconquistar los dominios frente a la civilización islámica.

La frontera entre los reinos cristianos y los musulmanes pesó con sus circunstancias durante siglos de historia hispánica. Obligó a crear una sociedad más guerrera aún que otras de Occidente y matizó tanto las diversas realidades de la feudalidad hispánica como el mayor grado de poder de la realeza, entendida como jefatura militar. La frontera promovió una mayor movilidad social, de modo que el acceso a los rangos de la aristocracia y las posibilidades de fortuna conseguida en la guerra fueron mayores, pero, sobre todo, el avance cristiano proporcionó territorios que habían de ser ocupados y organizados por una sociedad colonizadora en expansión. Hubo una sucesión de fronteras, conquistas y situaciones bélicas que establecería graduaciones internas en las realidades sociales hispánicas, según el territorio y la época en que nos situemos, diversificadas además en varios reinos.

La descomposición del califato de Córdoba proporcionará a los Estados cristianos del norte de la Península una etapa de tranquilidad que será aprovechada para invertir en la relación de fuerzas y conseguir grandes avances en la consolidación de los espacios ocupados y en la conquista de otros nuevos. El sistema de taifas en el que se había fragmentado el califato de Córdoba hizo que los reyes cristianos controlasen la situación e interveniesen activamente en la política interna musulmana.

En el siglo XI, Alfonso VI fue el principal beneficiado de esta situación, ya que vio coronada su actividad con la conquista de Toledo (1085), símbolo de la unidad de la vieja monarquía visigoda. Alfonso VI, por tanto, fijó la línea del Tajo como meta de una primera fase reconquistadora y repobladora para lo que será el Reino de Castilla. Dejó, así, la zona del Ebro como límite para el Reino de Aragón y la llamada Cataluña Nueva para el condado de Barcelona. Los almorávides derrotarán a Alfonso VI en la batalla de Uclés, donde morirá su hijo Sancho, el heredero a la Corona.

Este rey no consiguió mantener la unión de Castilla y Aragón ‒que había conseguido momentáneamente al casar a su hija Urraca con el rey aragonés Alfonso I el Batallador‒ para hacer frente a los musulmanes. Cuando murió, en 1109, las grandes líneas de su política estaban rotas.

Su sucesor Alfonso Raimúndez, que gobernaría como Alfonso VII de Castilla y León desde 1126, siguió en su lucha contra los almorávides y los derrotó en varios frentes. Se coronó emperador en 1135, sin que con ello pudiera apaciguar el aumento de los poderes nobiliarios y municipales, ni en Castilla ni en León. El debilitamiento de los almorávides hizo que aumentaran el poder y la extensión territorial en su última etapa real, pero el proceso volvió a debilitarse al separar Castilla de León dándolos a distintos herederos. Castilla sería regida por su nieto Alfonso VIII desde 1159, mientras que León pasaría a manos de Fernando II.

Es la llamada «época de los Cinco Reinos», momento en el que aparecerá Ellinor de Aquitania. En este período político, se distinguen algunos aspectos generales como el equilibrio militar con los almohades ‒en torno a los cursos altos del Turia, Júcar y Guadiana, en el Tajo extremeño y en el Almentejo portugués‒, en buena medida gracias a la aparición de nuevas fuerzas formadas por las milicias concejiles o municipales y, sobre todo, por los contingentes de las cofradías y órdenes militares (Calatrava, Alcántara y Santiago), que proporcionaron ayuda para recuperar los territorios a los musulmanes. Será, por tanto, un fuerte proceso colonizador interior y de repoblación, en el que se crearán mejores marcos organizativos. Además, la madurez de las instituciones comunales y el crecimiento del poder regio generarán ese gran orden, ya en el tránsito hacia el siglo XIII.

Un hecho notable lo proporcionará también la presencia en Castilla de la reina Leonor de Plantagenet quien beneficiará la relación y el aumento de los reinos españoles circundantes a su propio reino y el entorno europeo. Lo hace en función de su ascendencia inglesa y de sus contactos directos con la Gascuña francesa. De esta manera y, gracias a sus buenas relaciones, se organizará el espacio costero cantábrico, con vistas al comercio y la relación con la Inglaterra de Enrique II.

En consecuencia, Inglaterra se aliará con Castilla y mantendrá su equilibrio con Francia, siendo estos dos grandes países los que impondrán la hegemonía europea, mientras que en la península, los cinco reinos mantienen su estatus de independencia y de coaliciones. La llegada de Leonor a Castilla y su apoyo humanista ayudarán a acrecentar el poder de dicho reino y empezar a establecer los acuerdos y pactos de unión con el resto de los reinos peninsulares.

Leonor de Plantagenet, la historia…

Hija de reyes. Desde la Aquitania francesa, bajo el ducado de Gascuña, y como gran dama de Burgos, Soria, Cuenca, Plasencia y Toledo,

Capítulo 1

Ellinor de Aquitania, la madre

I como ya jurada por Princessa, isa eminente público tablado; que de fragante olor no cessa i sobre cedro se orna de brocado.

El vasauroPedro de Oña

Un domingo soleado y demasiado caluroso de julio, se oía tocar xanfainas –esas trompetas largas de cobre utilizadas para la llamada al homenaje– en lo alto de la pequeña torre que se encuentra adjunta a la gran catedral de San Andrés en Burdeos. Un bullicio de gente deseosa de ver el acontecimiento solemne se agolpaba en los aledaños de la misma, mientras numerosos limosneros, harapientos y mullidos empujaban a los soldados para ocupar los escalones de la entrada principal al gran templo cristiano.

Al momento, un sonido estremecedor obligaba al público, agolpado en la fachada este del edificio, a taparse los oídos. Eran las campanas de aquella torre que gemían heridas ante el volteo descontrolado, y su estruendoso repique advertía y aclamaba el anuncio de una buena nueva a golpe del tañido de sus cinco grandes moles de bronce: el matrimonio del heredero al trono francés. Luis, a sus dieciséis años se casaba con la joven Ellinor que no alcanzaba los quince y cuya templanza hacía honor a la herencia que la perseguía desde su nacimiento. Esta herencia no era otra que el gran ducado de Aquitania, ansioso y deseado trofeo para el poder real francés.

Un joven barbilampiño, de mirada perdida, cuidadoso en sus maneras, criado entre la educación ampulosa del mundo feudal y el sentimiento monástico del concepto altomedieval ofrecía su brazo a una niña, altiva en su mirada, refinada en sus encantos y nacida bajo el culto selectivo de la música y la poesía. Ella, sin conocimiento de causa, ofrecía su mano como moneda de cambio a la búsqueda del equilibrio dinástico sin que el amor pudiera condicionar las relaciones con el tiempo.

Leonor de Aquitania. De esta gran mujer, la llamada «reina de Europa», se han realizado numerosas ilustraciones, pinturas y esculturas, por la importancia que tuvo en la Europa medieval. En este caso, corresponde a una ilustración del códice medieval del beato de Provenza.

BURDEOS, CAPITAL DE LA OCCITANIA

Burdeos era una ciudad bulliciosa por entonces. Había nacido como villa, siglos atrás, con el nombre de Burdigala, creada por los bituriges vivisques, «una tribu gala de la región de Bourges». Pero el tiempo la había hecho crecer en demasía, convirtiéndola en el centro de un extenso territorio: en la capital de la región de Aquitania. Era un puerto anclado en el río Garona y fue llamada la Bella Durmiente, apelativo que la definía en admiración por todos los territorios de aquellos tiempos. Ellinor la despertaría de su infinito sueño. Esta ciudad era, a su vez, parte de Gascuña, territorio que, a finales del siglo X, formaría parte de la herencia de sus condes, los mismos que habían defendido la ciudad del ataque constante de los vikingos.

En el siglo XI, a finales, se comenzó la construcción de su magnífica catedral. Iniciada en un románico austero, fue evolucionando hacia un protogótico y pronto empezaría a deslumbrar por su belleza y majestuosidad. Fue concebida con una planta de cruz latina y una nave única muy grande que le daba solemnidad en cada acto. El propio papa Urbano II la consagraría para el culto en un acto lleno de júbilo y devoción, ya que necesitaría de una bendición especial por estar edificada sobre un suelo de marismas. Sus dos campanarios abrumaban con la elevación de sus agujas, camino del espacio divino, apenas dibujadas sobre el azul de un cielo inseguro pero, a la vez, majestuoso. El aire mecía cada una de ellas, como detalle del anuncio de un acontecimiento que mimbrearía las cestas de la historia de Francia. Las marismas sujetaban ansiosas los pináculos de sus dos torres, mientras que el arranque de sus arcos ojivales dejaba traspasar el suave viento que silbaba entre algún arbotante de doble vuelo. En la atmósfera reinante, el tañir de sus campanas amansaban al viento y sus sonidos metálicos llegaban hasta la desembocadura de su río en las aguas del Atlántico.

La tranquilidad de sus habitantes se había roto con la llegada de la joven reina Ellinor. Como nieta del rey trovador, había mamado desde sus primeros meses los desafíos musicales de aquellos trovadores que, cantando la excelencia del amor, rondaban constantemente a las damas, yendo de corte en corte.

En su boda, en el año 1137, un fluir de músicos llegados desde la Aquitania endulzaban las rudimentarias escenas de los burdigaleses. Mientras, las gentes sonreían ante la comitiva, buscando en ese gesto de aceptación la limosna que sanase tímidamente su pobreza de siervo. Las flores, producto de los campos del interior, cromatizaban los caminos al paso solemne de la comitiva presidida por banderas y estandartes dinásticos, mientras los atabales sonaban a su paso.

Los trovadores incitaban al baile. Los invitados quedaban maravillados del fluir constante de versos musicales que no dejaban oculto al vecino allí congregado ni un instante. Ellinor sonreía ante la música. Su cara rezumaba felicidad por sentirse rodeada de sus músicos, aquellos que desde su nacimiento habían aderezado su espíritu inquieto, gracias a los deseos de su abuelo Guillermo el Trovador. Tal fue así que Ellinor había aprendido a tocar la vihuela a los tres años, un instrumento ovalado de forma plana, de cinco cuerdas, y que se hacía sonar con un arco curvo que apenas podía desdeñar como niña que era. En la misma boda cogió uno de aquellos instrumentos que siempre llevaba consigo, heredado del padre de su padre, y se puso a tocar mientras varios iuvenes la acompañaban con sus letras. Estos caballeros jóvenes, hijos segundones de las familias nobles de entonces, dedicaban gran parte de su vida al mundo caballeresco y al de la música. Aquel día, había muchos invitados al convite real –procedentes de los territorios occitanos que habían formado parte de la dote de su madre– y, con suspicacia y habilidad, aprovechó el momento.

Con tan sólo quince años, Ellinor ostentaba los títulos de duquesa de Aquitania, condesa de Poitiers y duquesa de Gascuña, títulos que la adornaban desde el mismo momento de su boda con el futuro rey francés, y su vestido de escarlata le daba el aire de solemnidad que requería aquel acto, a pesar de su rostro infantil bien definido.

EL DUCADO DE AQUITANIA Y EL REINADO DE ELLINOR EN FRANCIA

Aquitania era la comarca francesa más grande en extensión. Estaba envuelta entre los Pirineos y el océano Atlántico; sus límites llegaban casi a los pies de París. El lugar que ocupaban sus bástidas y castillos entre bosques de landas y, ahora, extensos viñedos la hicieron paraíso del vino. En Poitiers, ciudad histórica situada entre la cuenca del Loira y el golfo de Aquitania, numerosos peregrinos a Santiago hacían escala obligada. Y Gascuña, al lado del río Garona, fue aquella gran comarca feudal que Carlomagno hiciera grande y que luego se uniese a Aquitania.

Era un convite majestuoso. El salón real estaba envuelto en cortinajes de raso y de seda, colgando entre sus muros las enseñas de las casas de los Capetos y del ducado de Aquitania. Las mesas, bien aderezadas con flores en el centro, estaban a rebosar de platos jugosos y bien presentados. Los reyes, en el centro, eran objeto de la mirada de nobles, obispos y abades, mientras los soldados vigilaban las dos puertas de entrada a la sala.

Los numerosos pajes y camareros servían un excelente vino de Guyena, tierras de ella, mientras la vihuela y la flauta sonaban cada vez con más fuerza. Los mil invitados no paraban de jalearse y gritar en un festín impensable. Todo fluía en un marco de alegría y distensión propio de aquellas cortes francesas, herederas de los merovingios.

El 8 de agosto de 1137, Ellinor fue proclamada reina consorte de Francia, al contraer matrimonio con el rey Luis VII, en París, donde residirían a partir de entonces. Ella añoraba su Gascuña, pero tenía que seguir el ritual por ser la mujer más poderosa de toda Francia. Sin embargo, supo adaptarse enseguida a los nuevos modos de la corte y a todos los gustos tan diferentes de su esposo.

Habían sido educados de forma muy distinta. La educación de Luis había sido casi monástica, con su conocimiento perfecto de las llamadas siete artes liberales, es decir, el conocimiento de la aritmética, geometría, música y astronomía, junto a las tres ciencias del pensamiento, gramática, retórica y dialéctica. Se enfrentaba a la educación más profana de Ellinor, perfecta conocedora del latín de Ovidio y adaptada al conocimiento de aquella lírica trovadoresca, cuyo canto hacía gala de una constante exaltación al amor, la belleza, las virtudes y sus veleidades.

Esta diferencia en los gustos también la llevó a un duro enfrentamiento con su suegra, la reina madre Adelaida de Saboya, quien vería cómo una mujer de carácter conseguía imponer su dominio sobre la timidez del rey, que estaba más vinculado a la vida monástica que al poder real.

Sin embargo, el amor de Luis hacia su esposa iba creciendo con el paso del tiempo, pero, a su vez, también los celos. Y así lo demostró en cuantas ocasiones tuvo. Recordaba la reina la llegada del trovador Marcabrú, un personaje conocido de la época, cuando éste, a solicitud de ella, se acercó a la corte parisina desde Aquitania para alegrar el buen convite de la celebración de la coronación real, algo que habitualmente hacía el rey Luis cuando la ocasión lo permitía. Ante la exposición de sus versos –recitados en tono jocoso y enamoradizo–, él se sintió herido en su devoción amorosa hacia la reina e, inmerso en una red de celos, expulsó repentinamente al alegre trovador3.

Pero los años pasaban y Ellinor, ya con veintidós años, seguía sin descendencia. Tal era la preocupación del reino que el propio Bernardo de Claraval, hombre santo canonizado por las multitudes, será quién, a petición de la propia reina, intervendrá en ese deseo, pidiendo a Dios con todas sus fuerzas la llegada de un vástago.

Notre-Dame-la-Grande, Poitiers. La iglesia parroquial más importante de esta ciudad, capital de la Aquitania francesa. Antigua colegiata de estilo románico del siglo XI. Posiblemente sea la más conocida de toda la región de Poitou-Charentes. Fue consagrada por el papa Urbano II. En ella, Ellinor de Aquitania solía orar durante toda su juventud. Fotografía del autor.

SAN BERNARDO DE CLARAVAL Y LA ORDEN DEL CÍSTER

Era una mañana fría del mes de febrero. El cielo estaba nublado y un gris oscuro intenso anunciaba tormenta. Fuera de las murallas, la abadía de Saint-Denis destacaba por su belleza. Era el primer templo de un gótico primigenio, adaptado a las exigencias de la Orden monástica del Císter, la misma que exigía rectitud y sobriedad.

La comitiva del fraile iba en silencio compartiendo la propia sintonía de un día triste por su condición invernal, pero, a su vez, era un día importante para la comunidad cristiana inducida a una petición divina. Entre la penumbra del camino, dejando atrás la ciudad de París casi a oscuras, uno de los soldados que acompañaban a fray Bernardo paró su caballo en seco y le preguntó con cierta timidez:

—Padre Bernardo, ¿por qué se la llama abadía de Saint-Denis?

El monje, pensativo en su peregrinaje hacia el templo, casi no oyó la pregunta del soldado, pero, inducido por el relincho del caballo que lo acompañaba, giró su cabeza y, mirándolo, contestó:

—Porque aquí murió martirizado san Dionisio, el primer obispo de París.

Tal vez era una propuesta del cielo. El monje hizo un ademán a toda la comitiva para que hiciese una parada en su camino y, aprovechando con ello la inesperada pregunta, debía adecuar la prerrogativa del buen discípulo y hacer apostolado de fe ante el devoto.

—Sabéis, en el siglo III d. C., los romanos, en su persecución sanguinaria a los cristianos, martirizaron a san Dionisio y a sus dos acólitos en esta pequeña colina donde se ubica la iglesia. Por esta razón, se hizo levantar un primer pequeño templo cristiano en honor del santo mártir hasta que, poco a poco, se ha ido transformando en abadía, la misma que tenéis frente a vuestros ojos –refrendó con voz armoniosa.

El soldado, perplejo por las explicaciones, miró hacia el edificio y levantó la mano para santiagüarse con devoción intensa. Lo hizo tres veces. El fraile –sonriendo ante el detalle– mandó continuar la marcha hasta su entrada.

Aquella iglesia era un templo culminado de una belleza sin igual. Construida en un nuevo gótico, elevada hacia el cielo, intentando llegar a rozar la divinidad celestial, reflejaba entre sus ventanas el resplandor que una simple abertura había resquebrajado en aquel oscuro cielo grisáceo, como presagiando el objetivo de la comitiva que allí se dirigía.

El abad Suger había roto los cánones cistercienses que indujeron a la creación del bello edificio. El rey Luis VII había exigido la construcción de ese templo sobre la primitiva iglesia y le había dado toda la libertad necesaria para hacerlo ostentoso y majestuoso. Era el año 1140 y consideró que debía ser la abadía del Reino de Francia, donde él y su estirpe perpetuasen su sangre. Debía ser el panteón de los reyes francos. Esa razón, y no otra, predeterminaría que el estandarte de la misma fuese la oriflama, el mismo de toda su dinastía.