Libros en el Nuevo Reino de Granada: funciones, prácticas y representaciones - Alfonso Rubio - E-Book

Libros en el Nuevo Reino de Granada: funciones, prácticas y representaciones E-Book

Alfonso Rubio

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Beschreibung

Sostiene el profesor Alfonso Rubio que el paisaje de los estudios históricos colombianos dedicados a la "cultura escrita", es decir, al campo de lo manuscrito y lo impreso, y al universo de las prácticas de escritura y lectura, es minúsculo y plural y todavía carece de orientaciones conceptuales y metodológicas claras, pero –afirma también– es necesario conocerlo para dimensionar las líneas de trabajo existentes y encontrar cómo se abren otras nuevas. Por esta razón, en este volumen se da a la tarea de recoger información de fuentes documentales que van desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX, siendo la mayoría del XVIII neogranadino. Sin embargo, no prioriza continuidades temporales, sino temáticas concretas donde las relaciones sociales, la ideologización política y religiosa, el intercambio o la circulación comercial son asuntos que se muestran conectados con su contexto y evolución histórica y con el orden normativo que los ha disciplinado y legitimado.

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Rubio, Alfonso

Libros en el Nuevo Reino de Granada : funciones, prácticas y representaciones / Alfonso Rubio. – Medellín: Editorial EAFIT, 2022.

324 p.; 24 cm. – (Académica)

ISBN: 978-958-720-830-6

ISBN: 978-958-720-831-3 (versión EPUB)

1. Libros y lectura – Colombia – Historia - Colonia, 1550-1810 – 2- Libros y lectura – Ecuador – Historia - Colonia, 1550-1810 – 3. Libros y lectura – Venezuela – Historia - Colonia, 1550-1810. I. Tít. II. Serie

002.0986 cd 23 ed.

R896

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Libros en el Nuevo Reino de Granada Funciones, prácticas y representaciones

Primera edición: junio de 2023

© Alfonso Rubio

© Universidad del Valle. Programa Editorial

Ciudad Universitaria, Meléndez

Cali, Colombia

Teléfono: 602 3212100 ext. 7687

http://programaeditorial.univalle.edu.co

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 604 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial

Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-830-6

ISBN: 978-958-720-831-3 (versión EPUB)

DOI: https://doi.org/10.17230/9789587208306lr0

Edición: Marcel René Gutiérrez

Corrección de texto: Juan Carlos García M. (G&G Editores, Cali), Diana M. Suárez A.

Diseño original de colección: Alina Giraldo Yepes

Diseño y diagramación: Margarita Rosa Ochoa Gaviria

Imagen de carátula: Terra firma cum Novo Regno Granatense et Popayan (Sala patrimonial Biblioteca EAFIT)2007602057 ©shutterstock.com.

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Introducción

1. El control inquisitorial

2. Prácticas y actores del comercio de libros

3. Las librerías de la Compañía de Jesús. Un análisis descriptivo a través de sus inventarios

4. Las bibliotecas de los grandes hacendados en el tránsito del siglo XVIII al XIX. Hacia una mentalidad burguesa

5. Los tratados de práctica notarial en las bibliotecas de escribanos del siglo XVIII

6. La Recopilación de leyes de los reynos de las Indias. Un libro en el archivo: representaciones de poder

7. Un “librito de ortografía” en la Imprenta Real. Los inicios de la tipografía neogranadina, 1738-1782

8. La biblioteca de Juan José Delhuyar. Ciencia y utilidad de la Ilustración hispana

9. Conclusiones

Notas al pie

Fuentes documentales y bibliografía

Índice de figuras

Figura 1.1Index et Catalogus Librorum prohibitorum, de Gaspar de Quiroga, 1583

Figura 1.2Índice de libros prohibidos y expurgados, de Bernardo de Sandoval y Rojas, 1612

Figuras 1.3y 1.4 Registro de ida del navío “Nuestra Señora de la Candelaria”, de doscientas cuarenta toneladas. Maestre Pedro Romero, que salió del río Guadalquivir en el paraje de Borrego, con la flota del general Juan Flores Rabanal, para Tierra Firme, 1621

Figura 2.1Vista de la ciudad de Sevilla. Finales del siglo XVI

Figura 2.2 Plano de la ciudad de Sevilla a mediados del siglo XVI

Figuras 2.3y 2.4 Itinerario de las adquisiciones del Colegio de Misiones Franciscano Nuestra Señora de las Gracias, de Popayán

Figura 3.1Retrato de Juan de Ávila (1500-1569)

Figura 3.2De la imitación de Christo y menosprecio del mundo, Tomás de Kempis, 1666

Figura 3.3Exercicio de perfección y virtudes christianas, Alonso Rodríguez, 1675

Figura 3.4Memorial de la vida christiana, fray Luis de Granada, 1674

Figura 3.5Musei sive Bibliothecae tam privatae quam publicae extructio, instructio, cura usus. Libri IV, de Claude Clément, 1635

Figura 4.1La labranza española. Compendio de la agricultura, de Alonso de Herrera, compendiada por D. Francisco Mariano Nipho, 1768

Figura 4.2Pintura de la Inglaterra: Estado actual de su comercio y hacienda, infeliz situación, decadencia y próxima ruina de uno y otro ramo, y bancarrota a que se halla inevitablemente expuesta a causa de su espantosa deuda nacional, de George Grenville, 1781

Figura 4.3Arte de reloxes de ruedas para torre, sala y faltriquera, de Manuel del Río, 1759

Figura 4.4Viaje del comandante Byron, de John Byron, 1769

Figura 5.1Tratado de cláusulas instrumentales, útil y necesario para jueces, abogados y escribanos de estos reynos, de Pedro de Sigüenza, 1767

Figura 5.2Compendio de contratos públicos, autos de particiones executivos y de residencias, de Pedro Melgarejo Manrique de Lara, 1708

Figura 5.3Práctica de testamentos y modos de suceder, por Juan de la Ripia, 1718

Figura 5.4Instrucción de escribanos, en orden a lo judicial, escrita por don José Juan y Colón, 1756

Figura 6.1Recopilación de las leyes de los reynos de las Indias, edición de 1681

Figuras 6.2y 6.3 Real provisión sobre envío de confirmación de cargos, 1710

Figura 6.4 Arca de privilegios, Museo de Santa Fe de Antioquia. Siglo XVII

Figura 7.1Institución y origen del arte de la imprenta y reglas generales para los componedores, por Alonso Víctor de Paredes (c. 1680)

Figura 7.2Mecanismo del arte de la imprenta para facilidad de los operarios que le exerzan, por Juan José Sigüenza y Vera, 1822

Figuras 7.3y 7.4Manual del cajista y de la tipografía, por José María Palacios, 1861

Figura 8.1Juan José Delhuyar, retrato de Miguel Okina, 1974

Figura 8.2 Mariquita, Tolima: Minas de plata de Santa Ana, 1850-1859

Figura 8.3Traité des affinités chymiques, ou attractions électives, de Torbern Olof Bergman, 1788

Índice de tablas

Tabla 5.1 Obras especializadas de arte notarial en las listas presentadas a la Inquisición de la Nueva España

Tabla 5.2 Literatura jurídica y tratados de escribanos. Nuevo Reino de Granada, siglo XVIII

Tabla 8.1 Clasificación temática de la biblioteca de Juan José Delhuyar

Tabla 8.2 Clasificación de la biblioteca de Juan José Delhuyar por idiomas

Siglas

Archivo Central del Cauca (ACC)

Archivo de la Arquidiócesis de Popayán (AAP)

Archivo General de Indias (AGI)

Archivo General de la Nación de Colombia (AGN)

Archivo Histórico de Antioquia (AHA)

Archivo Histórico de Cali (AHC)

Archivo Histórico de Cartago (AHCar)

Archivo Histórico Cipriano Rodríguez Santa María (AHCRS)

Archivo Histórico de Medellín (AHM)

Archivo Histórico Judicial de Medellín (AHJM)

Archivo Santiago Arroyo y Valencia (ASAV)

Biblioteca Nacional de Colombia (BN)

 

 

Una pessada cruz que espinos guarnecían, un manojo de mimbres rojos en púrpura teñidos, un cilicio de azeradas puntas, algunos pocos libros, una pequeña messa con papeles y recaudo de escribir.

Pedro de Solís y Valenzuela, El desierto prodigioso y prodigio del desierto

 

La Inquisición cartagenera había suspendido todas las licencias para impresión de libros y llegó al extremo de incautar, por sospecha de heterodoxia, los Ejercicios devotos en que se pide a la Virgen su amparo para la hora de la muerte, de que era autor el prelado español Juan de Palafox y Mendoza, ello mientras Europa se regodeaba en la lectura de algunas de las obras más picantes y atrevidas de todos los tiempos.

Germán Espinosa, La tejedora de coronas

Introducción

Este libro trata de libros. La razón de ser y su identidad, tanto la del “libro” como la del “documento de archivo”, institucional o privado, como la de cualquier otro objeto portador de lo escrito, se manifiestan y circunscriben en el campo de lo manuscrito y lo impreso y, por lógicas razones que atienden al universo de la práctica de la escritura y de la lectura, podemos inscribirlos dentro del ámbito de la “cultura escrita”.

La historia del libro y de las bibliotecas proponían un discurso cronológico sobre acontecimientos relevantes en diversos periodos históricos. Esta historia, casi lineal, no tomaba en cuenta la ambivalencia cultural y sociológica de todo “artefacto escrito”. Tres hechos cambiaron esta dirección a mediados del siglo XX.1 El primero, la aparición de los estudios cuantitativos y seriados del libro en Francia, produciendo estadísticas en procesos de larga duración. El segundo, el surgimiento de la Historia Social preconizada por la Escuela de los Annales, que extiende su campo de actuación no solo a los sucesos políticos que hasta el momento se estaban considerando, sino a todas las actividades de los hombres en una determinada sociedad. La denominada “histoire totale” de los Annales, frente a la narración de los acontecimientos, se centra en analizar las estructuras sociales y se preocupa por la mirada de los sectores populares; al análisis tradicional de los documentos originales, incorpora testimonios orales y visuales; cuestiona el principio de objetividad en la tarea del historiador y centra su interés en una investigación interdisciplinar.

Y el tercero, la publicación en 1958 de dos obras: la Sociologie de la littérature, de Robert Escarpit; y L’apparition du libre, de Henri-Jean Martin y Lucien Febvre. La historia social cuantitativa de Escarpit fue influyente en los orígenes de la metodología de los Annales por su intento de separar los modelos de producción, difusión y recepción del libro. Casi una década después se publicó la obra Livre et société dans la France du XVIIIe siècle (2 volúmenes, 1965, 1970), de un grupo ligado de la VIe Section de la École Pratique des Hautes Études, donde la antropología cultural influyó notablemente en la historia de las prácticas de lo escrito con figuras como Clifford Geertz (La interpretación de las culturas, 1973) y Jack Goody y su consideración de la escritura como “tecnología del intelecto” (Cultura escrita en sociedades tradicionales, 1968 y La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, 1986).2

La obra de Henri-Jean Martin y Lucien Febvre, L’apparition du livre, estudia “la acción cultural y la influencia del libro” desde mediados del siglo XV hasta las últimas décadas del XVIII. Considerado como uno de los medios más poderosos de los que ha podido disponer la civilización de Occidente para “concentrar el pensamiento disperso de sus representantes” y “dominar sobre el mundo”, la obra, concebida por Febvre y desarrollada por Martin, define el alcance (siendo esta su novedad) de ese papel de dominio que desempeñó el libro, e intenta, al mismo tiempo, crear entre los estudiosos “nuevos hábitos de trabajo intelectual”.3

A partir de su publicación, el conocimiento histórico de las formas de la cultura escrita ha alcanzado una significativa evolución. Desde entonces, la variedad de planteamientos historiográficos sobre el “libro” y la “biblioteca”, así como sus resultados, han demostrado la relevancia de plantear nuevas preguntas y usar nuevos métodos; pusieron de manifiesto, además, el gran potencial que poseen las fuentes originales para contribuir a la comprensión de la historia cultural de una época que entraña una dificultad intrínseca, pues el mismo objeto de estudio es complejo de comprender desde su materialidad y sus relaciones en la historia en tanto mercancía producida dentro de un contexto comercial y como signo cultural, soporte de un sentido que transmite el texto o la imagen y que define a la sociedad y a su poseedor.4

Los trabajos de Henri-Jean Martin y François Furet y su equipo establecieron las bases de una historia cuantitativa del libro con las que todavía hoy se desarrollan rigurosos análisis para desentrañar los valores culturales de las sociedades en el Antiguo Régimen. Desde las décadas de los años ochenta y los noventa del siglo XX hasta hoy en día se ha mantenido una constante renovación de la historia de la cultura del impreso y autores cuyas obras son bien conocidas, como Roger Chartier, Martyn Lyons, Robert Darnton, especialista norteamericano en la historia cultural francesa del Antiguo Régimen; Armando Petrucci, Guglielmo Cavallo o Antonio Castillo Gómez y Fernando Bouza, analizan en sus investigaciones sociedades próximas entre sí de la Europa occidental, en países como Francia, Italia y España; una Europa que con los descubrimientos dejó en América una vasta impronta de raíz latina; y unas investigaciones que igualmente están teniendo una fuerte influencia en la historiografía de los países americanos.5

Estos autores han ejercido y siguen ejerciendo de modelos metodológicos en las investigaciones dedicadas al libro, la lectura y la edición y se han señalado a menudo como principales artífices de una orientación hacia una historia que entrelaza una red de múltiples y prestados paradigmas historiográficos: la Nueva Historia Cultural.6 Las reflexiones de Roger Chartier sobre lo que denomina “prácticas de la lectura”, partieron de la historia de las mentalidades y evolucionaron hacia un intento por situar la historia del libro como corriente alterna desvinculada de la Escuela de los Annales, como deja ver su artículo antes citado, “De la historia del libro a la historia de la lectura”, publicado por primera vez en 1987. Rechaza la caracterización de las “mentalités” como condicionante principal de la realidad histórica. La relación entre las estructuras mentales y las determinaciones materiales no sería así una relación de dependencia. Las relaciones sociales y económicas no son condicionantes de las culturales, son por sí mismas componentes de la realidad social y, por tanto, campos de práctica y producción cultural que no pueden ser explicados de manera deductiva en referencia a una dimensión extracultural de la experiencia.7 Los aportes conceptuales del historiador francés tienen raigambre en la historia de las mentalidades y todavía mantienen un uso muy desigual entre los investigadores. Utilizando conceptos como “configuración”, “apropiación diferenciada”, “producción de sentido”, acuña el término de Historia Cultural de lo Social, donde el concepto de “cultura” es entendido como un conjunto de prácticas y representaciones por las cuales el individuo forma el sentido de su existencia a partir de necesidades sociales concretas; prácticas y representaciones, que llevan a superar al autor una serie de dicotomías: el dualismo objetividad-subjetividad; la confrontación producción-consumo o la contraposición culto-popular.8

Siguiendo las sugerencias de Michel de Certeau (L’Invention du quotidien), el objetivo de Chartier como historiador es el de articular tres polos distintos bajo la asociación de la crítica textual, la bibliography y la historia cultural:9

1. El análisis de los textos descifrados en sus estructuras, motivos y alcances.

2. La historia de los libros, de todos los objetos y de todas las formas que vehiculan lo escrito. Una historia definida por la relación entre el texto, el libro y la lectura, que comprenda cómo los mismos textos pueden ser diversamente aprehendidos, manejados y comprendidos; que reconstruya las redes de prácticas que organizan los modos, histórica y socialmente diferenciados del acceso a los textos, poniendo atención particularmente en las maneras de leer; y teniendo en cuenta que no hay texto fuera del soporte que lo da a leer (o a escuchar) y que por tanto no hay comprensión de un escrito que no dependa en alguna medida de su materialidad.

3. El estudio de las prácticas que se hacen cargo de esos objetos o formas, produciendo usos y significaciones diferenciadas.

Los objetos de análisis son objetos culturales y, para Robert Darnton, no son objetos de la misma naturaleza que los datos seriados por la historia económica o la demografía histórica. La cultura no puede ser considerada como un nivel más de una totalidad social estructurada. El historiador contesta al método de tratar la historia cultural como historia económica que privilegia la fabricación de estadísticas, recusa la práctica de la historia de las mentalidades en su forma serial y cuantitativa que distingue los niveles de la cultura, la economía y la sociedad, y en el intento de cómo pensar el mundo simbólico del otro, de afrontar la alteridad (pensar el pensamiento del otro) y la opacidad que señalan los textos, recurre a la antropología cultural. Esto implica una noción de la cultura que nada tiene que ver con algo inerte y estancado, con un grupo de ideas y de actitudes del pasado que basta con desempolvar e inventariar. Prefiere considerar la cultura como una actividad: “el esfuerzo por explicarse y fabricar un sentido apropiándose de los signos y los símbolos puestos a nuestra disposición por la sociedad”.10

La influencia de la “nueva paleografía”, por otro lado, un movimiento de renovación conceptual y metodológica en la disciplina paleográfica, donde podemos situar a Petrucci, Cavallo y Attilio Bartoli Langeli, a fines de los años setenta del siglo XX dio forma al término Historia de la Cultura Escrita. Tuvo su origen en Italia, en el congreso que se realizó en Perugia en marzo de 1977, dirigido por Petrucci y Langeli, y en la publicación del primer número de la revista Scrittura e Civiltà, dirigida por Cavallo, Petrucci y Alessandro Pratesi. El congreso, cuyas actas se publicaron en 1978 con el mismo título, supuso ser el punto de inflexión en los estudios sobre escritura, lectura y alfabetización que hasta ese momento se limitaban al desciframiento, la lectura y la comprensión literal de la escritura y no al examen, como ahora se proponía, de sus usos y funciones, de las relaciones entre los procesos de producción de testimonios escritos y las estructuras económicas y culturales de la sociedad que los elabora, conserva y utiliza.11

La expresión “cultura escrita” aglutina una amplia diversidad de elementos y perspectivas de estudio alrededor de la escritura y la lectura, siendo ampliamente utilizada en los más recientes aportes para acoger conceptualmente propuestas totalizadoras. El término historia social de la cultura escrita es utilizado por historiadores españoles como Francisco Gimeno Blay y Antonio Castillo Gómez. Para el primero sería el campo donde confluyen dos líneas de trabajo: el estudio de las “prácticas de escritura y las prácticas de lectura”, preconizado por A. Petrucci; y el de la “historia cultural de lo social”, propuesto por Chartier.12 Gimeno Blay considera a la escritura como objeto de estudio que se inscribe dentro de un proyecto intelectual que supere los límites disciplinares de las denominadas ciencias auxiliares de la historia como la diplomática, la paleografía o la archivística.13

Antonio Castillo Gómez propone la superación de esa distinción convencional entre la historia de la escritura, por un lado, y la historia del libro y de la lectura, por otro, para hacerlas converger en un espacio común: el de la historia social de la cultura escrita, cuyo cometido sería el estudio de la producción, difusión, uso y conservación de los objetos escritos, cualquiera que sea su cronología, tipología documental o soporte material. La base metodológica de esta disciplina estaría determinada por tres conceptos: los discursos, las prácticas y las representaciones.14

La historia del libro, de las bibliotecas, de la lectura y de la edición, expuesto así, sintéticamente, convergiendo entonces en el espacio común de la “cultura escrita”. Estudios de la cultura escrita, historia de la cultura escrita, historia social de la cultura escrita, distintas denominaciones de una sola disciplina cuyo denominador común, el análisis del objeto escrito en determinados contextos socioculturales, podemos encuadrar en la óptica general de la Historia Cultural, un fenómeno que en los últimos años ha experimentado un notable desarrollo en la comunidad de los investigadores de las ciencias sociales. La historia cultural, propensa a utilizar una gran variedad de fuentes, ha ampliado su campo de acción bajo la influencia de la antropología cultural para tratar numerosas actividades que van mucho más allá de la “cultura”, tal como antes se entendía.

Dentro de este marco, los estudios de la cultura escrita, concebida como un proceso continuo que va desde el manuscrito al impreso y desde este al documento virtual, permiten profundizar en el conocimiento de la sociedad. Poseen una larga trayectoria en el ejercicio histórico de Europa y Norteamérica, pero es reciente su vinculación a un campo de investigación más complejo que supera los planteamientos iniciales ligados al mundo de la alfabetización para dedicarse a desvelar el funcionamiento de las relaciones entre dispositivos, sujetos e instituciones de una determinada sociedad que pone en marcha ciertas prácticas culturales, donde se inscriben las prácticas relacionadas con la circulación y la materialidad del libro y el ejercicio de la lectura.15

Desde los casos de estudio concretos que ahora presentamos, el acercamiento a estas prácticas y a sus actores, permite reconstruir las comunidades de lectores de una determinada época, quiénes y qué leían. La mercancía de los libreros o de quienes negociaban, entre muchos otros tipos de artículos, con libros; las bibliotecas formadas por particulares, instituciones públicas o privadas, civiles o religiosas, son reflejo de lo que se publicaba y circulaba, de los intereses de una concreta profesión a la que se dirigía la edición de textos, y de los intercambios culturales e intelectuales, nacionales e internacionales. Posibilita, igualmente, trazar un mapa del movimiento de las ideas y de las modas tipográficas, ya que el libro no solo es un objeto cultural, sino también un objeto comercial; y dan testimonio, además, de la formación de un espacio público y de su influencia sociocultural.16

El libro encierra, en definitiva, un potencial significativo como fuente de información para el investigador. Sus funciones, las prácticas editoriales, culturales y comerciales que lo envuelven y el marco político y legislativo que lo afectan conforman un asunto de múltiples y variadas posibilidades si tenemos en cuenta las diferentes posturas teóricas y metodológicas con que pueden abordarse las numerosas temáticas relacionadas con esas prácticas, y si tenemos en cuenta las frecuentes conexiones disciplinares. Por ello, más que de posibilidades, debemos pensar en complejidades, sobre todo cuando la “cultura escrita” forma parte de dinámicas y estructuras sociales y aún permanece inexplorada en un país de divergentes realidades geográficas y culturales como Colombia.

No es fácil, por otro lado, acercarse para preguntar, primero, al objeto escrito y a su poseedor particular o institucional y, luego, a la experiencia lectora de los individuos. Tal vez sea un imposible reconstruir en su totalidad y en su verdad los significados que proporciona la circulación, posesión y apropiación del libro, y tal vez tengamos que movernos siempre en el terreno de lo indiciario. Pero en ese terreno investigativo de pesquisas detectivescas, y en tanto podamos desenvolvernos en el plano de las abstracciones y representaciones, sí es posible dar cuenta mediante la constatación de la circulación y el uso de lo impreso, entre otros fenómenos, de los procesos que comportan la formación o cambios de mundos mentales y culturales en las sociedades modernas o contemporáneas, y de la construcción de nuevos órdenes.

Examinamos aspectos que se circunscriben al Nuevo Reino de Granada como jurisdicción territorial dependiente de la Corona española. El estado actual de las investigaciones manifiesta un predominio casi absoluto de la literatura de carácter religioso en las sociedades hispanizadas de los siglos XVI y XVII. Sociedades sacralizadas donde las manifestaciones de la vida humana estaban mediatizadas por la creencia religiosa. La religión dictaba las normas de convivencia y delimitaba las formas de relación con el poder. La formación del hábito de la lectura y de un público lector más amplio, por tanto, tiene orígenes religiosos entrelazados a factores jurídicos, sociales y económicos.

El estudio del mundo colonial es esencial no solo para que una historia de la cultura escrita no sea fragmentaria, sino para comprender el surgimiento de una “nueva sociedad” en la europeización del Nuevo Mundo. La legislación en torno al libro y sus controles inquisitoriales, el espacio y los actores del comercio del libro, la formación de bibliotecas en las órdenes religiosas y entre particulares y profesionales, el significado de la ley escrita en forma de Recopilación, o los inicios de la tipografía estatal, pueden esclarecer, precisamente, la comprensión de los mecanismos mediante los cuales comenzó a arraigarse una visión teológica del mundo que, con rasgos iniciales del feudalismo europeo, instituyó la estructura social y las formas de vida en la América hispana.17

No es fácil comprender la fuerza mimética del lenguaje figurativo que desempeñó el libro como objeto asociado a una presencia particular, tal vez “sobrenatural”, como también, según Serge Gruzinski, la desempeñaron en la sociedad colonial las pinturas, las estatuas o los grabados. En cualquier caso, el libro fue un elemento que se sumó al continuo deterioro o a la pérdida de las manifestaciones de identidad originales y a la elaboración aleatoria de otras nuevas:

Las cosas que pasaban de un mundo al otro eran arrancadas de la memoria y de la tradición que conllevaban. La ‘descontextualización’ caracterizó estas situaciones de contacto donde proliferaron fenómenos de distorsión y ruptura, lo cual fragmentó aún más las diferentes formas de recepción y comunicación entre los individuos.

De ser un artículo inicialmente de uso práctico-institucional y misional, el libro y la diversificación de sus contenidos que el paso del tiempo originó, fue extendiendo sus círculos de divulgación mediante ámbitos educativos y misionales. Así, la situación “fragmentada” produjo en los sobrevivientes una receptividad particular y una aptitud para la práctica cultural que conllevaría una movilidad de enfoque y percepción. Religión y política se entrelazaron para conseguir la integración de los pueblos indígenas y el uso del libro religioso, en su tradición del humanismo medieval y renacentista del siglo XVI, contribuyó a difundir el cristianismo, que era a la vez un modo de vida y un conjunto de creencias y ritos que comprendían la educación, la moral y hasta las manifestaciones más prácticas de la vida doméstica.18

El “mimetismo” del que habla Gruzinski, o la reproducción más o menos fiel, más o menos sistemática, de esquemas misionales, laborales, urbanísticos, institucionales (políticos, jurídicos) necesitaba de distintas herramientas técnicas e intelectuales cuyo uso y aplicación al mundo americano comportaba la imposición de un estilo de vida occidental. El mimetismo o la copia no solo suponía ser un traslado de las operaciones funcionales de control político-religioso del mundo hispano. La copia era casi técnicamente perfecta cuando intervenía la “máquina”, casos, en el siglo XVI, como los procedimientos que se dieron con el grabado y la impresión gráfica. La imprenta permitía la fiel o casi fiel reproducción de objetos textuales como los libros y, por tanto, primero desde el envío de España al Nuevo Mundo y, más tarde, desde este último, cuando ya comenzaron a funcionar las instalaciones tipográficas en él, la multiplicación o la copia de textos potenciaba el sentido mimético y concedía a la empresa colonizadora un mayor y más intenso poder de duplicidad y, por consiguiente, un mayor mantenimiento en el tiempo de su dominio. La introducción del libro europeo pudo acompañarse así, más fácilmente, de los efectos de la difusión del mercado.

Frente al mundo del traslado manuscrito, la posibilidad de contar con libros de texto uniforme, producidos –siempre en términos relativos– con mayor rapidez y a menor precio, permitió a la Iglesia concebir y desplegar de una nueva manera las tareas pastorales, las misionales, las administrativas y las publicitarias. En la Edad Moderna, el “consumo social” de libros de naturaleza religiosa hacía que estos fueran un medio mediante el cual se expresaban sentimientos, se difundían convicciones y, en buena parte, como nos dice Fernando Bouza, la sociedad “los leía para creer”. Claro que la novedad tecnológica de la imprenta no sirvió únicamente para difundir autores de la actualidad. La imprenta reforzó el conocimiento y la divulgación de las grandes “auctoritates” clásicas y medievales. Así, los padres de la Iglesia o los teólogos de la escolástica medieval multiplicaron su presencia en el panorama intelectual en un momento, además, en que había que defenderse del impulso inicial del protestantismo con la “correcta lectura de la Biblia”. El recurso a la tipografía fue especialmente indicado para las tareas normalizadoras que buscaban la confesionalidad y en las que se exigía conformidad.19

El historiador Renán Silva traslada el interrogante propuesto por Roger Chartier para las sociedades del Antiguo Régimen europeo al Nuevo Reino de Granada: ¿de qué modo en la sociedad colonial, entre los siglos XVI y XVIII, la circulación multiplicada de lo escrito impreso transformó las formas de sociabilidad, posibilitó nuevos pensamientos y modificó las relaciones con el poder? Para intentar resolverlo dibuja un panorama general del comercio y la circulación del libro en la sociedad colonial, a la vez que estudia algunos casos representativos de bibliotecas y lecturas de miembros de la élite cultural ilustrada de finales del siglo XVIII y principios del XIX.20 Advierte de ser su análisis un “cuadro general”, “aproximativo” o “parcial” por dos principales razones: la dificultad intrínseca del “libro” o el “impreso” como objeto de estudio y el estado “bruto” en que permanecen las fuentes que, a pesar de ser numerosas, todavía no se han investigado, careciendo de análisis preliminares y de indicadores cuantitativos que permitan un acercamiento al estudio de la presencia y funciones del impreso en la sociedad colonial neogranadina desde las proyecciones metodológicas que se propone.

La cuantificación en la historia del libro, por tanto, se hace todavía imprescindible en Colombia, pues el retraso de las investigaciones, sobre todo en relación con México y Perú, donde la circulación del libro respecto a otros virreinatos fue mayor, es evidente; aun siendo el libro en estos dos últimos países un elemento cultural del periodo colonial que todavía no ha logrado consolidarse como un campo propio de conocimiento. La construcción de indicadores cuantitativos que indiquen distancias culturales entre individuos y grupos sociales, y la clasificación temática de colecciones públicas y bibliotecas privadas son totalmente necesarias, por lo demás, entre los historiadores del libro. Reconocer las lecturas en la sociedad neogranadina es, antes de nada, construir series de datos cifrados y estadísticos que ayuden a acumular un saber sin el cual no es posible pensar en la posibilidad de formularnos preguntas.21

La tardía formación del Nuevo Reino de Granada como virreinato, que no se concretiza hasta 1739, y la tardía aparición, con un funcionamiento regular, de la imprenta en él a fines del siglo XVIII, son hechos que acentuaron sus diferencias con los virreinatos de México y Perú en cuanto a la variedad y el volumen de libros en circulación. Para mitad del siglo XVII, las capitales de México y Lima ya habían alcanzado las características propias de un gran centro cultural, contando con universidad, imprenta y un buen número de clérigos, funcionarios y profesionales que promocionaban el mercado de lecturas en la ciudad. Desde los aportes de distintas investigaciones, esta es una relación cronológica de la introducción de la imprenta en algunas ciudades americanas: México (1535), Lima (1581), Manila (1593), Guatemala (1660), Cambridge (1638), La Habana (1724), Bogotá (1738), Quito (1760), Buenos Aires (1780) y Santiago de Chile (1780).22 México obtuvo permiso para imprimir libros y establecer bibliotecas académicas bastante temprano, pero el desarrollo intelectual en el Perú resultó frenado por los desórdenes de las guerras civiles de los conquistadores y las campañas de represión originadas en el Concilio de Trento (1545-1563). Las instituciones educativas en Perú solo contaron con apoyo después de que las normas religiosas e ideológicas de la Contrarreforma se hubieran establecido con firmeza.23

A estas diferencias contrastadas, contra la circulación del libro y su difusión en esta época (los controles inquisitoriales siempre fueron laxos), hay que apuntar cautelosamente la gran barrera del analfabetismo en los grupos mayoritarios de la sociedad, donde estaban incluidos muchos de los españoles nacidos en el Nuevo Reino. Si a mitad del siglo XVI, aproximadamente la tercera parte de los conquistadores sabía leer y escribir, para fines de siglo, estos porcentajes pudieron disminuir. Los conquistadores se habían formado en España, mientras que ya a fines de siglo, numerosa población española nace en una sociedad de frontera donde hay urgencias mayores que la del aprendizaje formal. Esta disminución del alfabetismo correría paralela a una disminución del carácter urbano de la población, que irá concentrando el saber formal únicamente en la figura del clérigo y, en ocasiones, en la del abogado, marcando así a la sociedad que, en consonancia con el creciente aislamiento cultural de España, mantendrá al Nuevo Reino por fuera de las corrientes científicas de la Europa moderna.24

A mediados del siglo XVII la incipiente cultura neogranadina (religiosa, escolástica y filológica) se concentraba en la ciudad de Santafé de Bogotá, que apenas comenzaba su desarrollo urbano. De acuerdo con sus intereses, serán la Iglesia y las órdenes religiosas las que mayoritariamente pongan en circulación el libro y vayan formando con él sus bibliotecas en una ciudad que por aquel entonces contaba con tres mil vecinos (españoles y criollos), cerca de diez mil indios, una nutrida burocracia, tres colegios donde el estudiantado era poco dado al estudio de la medicina y las leyes, como sí sucedía, por el contrario, en Lima y en México, y mucho a la sagrada teología, la filosofía y las letras humanas; una catedral y más de doscientas ermitas, capillas y oratorios que demuestran el religioso afecto de sus moradores.25

Sin olvidar que la difusión de la cultura no se restringía únicamente a los libros (pensemos en las tertulias donde se leían en alta voz pasajes novelescos o en la instrucción de quienes no sabían leer a base de refranes, cuentos, coplas, romances o canciones), Máxime Chevalier ya habló del analfabetismo en la España de los siglos XVI y XVII (un 80% de la población: aldeanos y un enorme porcentaje de artesanos) como del gran problema que impedía a la mayoría de la población acceder directamente a la cultura libresca. El elevado costo del papel y de los libros limitaba igualmente a sectores capacitados para leer y escribir como artesanos, hidalgos, funcionarios de medio rango y sacerdotes comunes. Los coleccionistas y lectores de obras se reducían a una élite representada por miembros del alto clero, de la nobleza, los letrados y catedráticos y los ricos hacendados y mercaderes.26

Pero aun siendo notablemente menor la circulación del libro en el Nuevo Reino de Granada que en la Nueva España y el virreinato del Perú, las fuentes documentales para rastrear su presencia y sus implicaciones políticas, sociales y culturales, son, en todos los casos, numerosas y todavía, en el panorama historiográfico colombiano, están insuficientemente tratadas.27 Fuentes, en todo caso, que han de proporcionar en sucesivas investigaciones sistemáticas y en un amplio marco geográfico, una visión mucho más auténtica y precisa sobre el influjo que ejerció la divulgación de libros e ideas europeas en el desarrollo social y cultural del Nuevo Reino y toda la América hispana.

A lo largo de los apartados que presentamos vamos a encontrar listados de numerosos títulos de libros que circularon en la época. Su supervivencia, hoy en día, permite calificarlos como “libros antiguos”. Parece ya consolidada la denominación de “códice” para los manuscritos del periodo medieval, y de “incunables” para los impresos del siglo XV, pero es difícil establecer, salvo criterios normativos, una fecha que delimite el libro antiguo del que no lo es. Las fechas más coincidentes giran en torno al tránsito del siglo XVIII al XIX, momento en el que, desde el punto de vista material, se empieza a innovar en la producción y, desde el intelectual, se produce el paso del Antiguo al Nuevo Régimen.

Hay diversas periodizaciones posibles, según se siga una perspectiva material, intelectual, historicista o biblioteconómico-normativa. Lo habitual ha sido el establecimiento de una fecha límite arbitraria. Los impresos anteriores a 1801 son considerados libros antiguos y los posteriores a 1800 no, aunque en algunos casos hay justificaciones para adoptar otras fechas, como el año de 1810 en Francia, puesto que desde 1811 se empezó a publicar la Bibliographie de la France.28

La materialidad de los libros, en la que no nos detenemos en esta ocasión de manera concreta, es fundamental para enmarcarlos en el espacio cultural de una época y poder explicar el uso social que recibieron, entendido este siempre en relación con el contexto intelectual en el que los textos vieron la luz y participaron. En Colombia hay diversas instituciones que cuentan entre sus fondos bibliotecológicos con el denominado “libro antiguo”. Es en ellas donde podemos acercarnos a la fisicidad específica de algunas de las obras de la época que aquí, decimos, aparecen mencionadas.

En los depósitos documentales de la Biblioteca Nacional de Colombia (Bogotá), actualmente reposan parte de los fondos que componían las librerías del Colegio de la Compañía de Jesús de Santafé de Bogotá y el de Santa Fe de Antioquia, dos librerías a las que nos acercamos desde sus inventarios. Sus libros, como tales, son una fuente de información que nos mostró de manera directa la tipografía y las formas materiales con que se plasmaban los contenidos religiosos, legislativos, científicos, pedagógicos, que en forma de libro llegaban al Nuevo Reino. Aunque no se citan aquí, las colecciones de libros antiguos de la Biblioteca Mario Carvajal de la Universidad del Valle, y de la Biblioteca Central de la Universidad de San Buenaventura, ambas en la ciudad de Cali –esta última compuesta con más de cuatro mil ejemplares–, permitieron, igualmente, la consulta de algunas obras que referenciamos.

No es fácil aprehender la complejidad material del objeto de estudio y relacionarla con los contenidos ideológicos destinados a su lectura, a la intención utilitaria, en definitiva, con que los libros fueron producidos, pero es fundamental, siempre sorprendente, comenzar desde aquí, desde el propio sentido con el que el investigador se apropia, al contacto físico, visual y sentimental, de un artefacto comercial y cultural que desde los talleres tipográficos europeos se desplazó al continente americano y circuló en él haciendo parte de bibliotecas privadas o institucionales, de lecturas individuales o colectivas, espirituales o laborales.

Escarbar en la historia de la cultura escrita colombiana requiere métodos que todavía no han sido puestos en práctica sitemática por la investigación, pero antes de detenerse en ellos, se necesita información, se necesita desenterrar bibliotecas y archivos. El Archivo General de Indias en la ciudad española de Sevilla y, en Colombia, el Archivo General de la Nación (Bogotá) y los archivos del orden municipal de ciudades que fueron gobernadas en el Nuevo Reino por su respectivo Cabildo, Justicia y Regimiento, cuyos fondos se custodian ahora en los llamados Archivos Históricos, principalmente los de Medellín, Cali, Popayán y Cartago, han proporcionado la base documental en la que se asienta nuestro análisis histórico. Los archivos diocesanos ofrecen una valiosa información en cuestiones referidas a libros prohibidos y en ellos se hallan edictos inquisitoriales e instrucciones de distintas autoridades eclesiásticas ordenando la confiscación de ciertas lecturas heréticas. El Archivo de la Arquidiócesis de Popayán, que custodia los registros de la que fue Diócesis desde 1546 hasta 1900, fue un perfecto modelo para saber cuál fue la relación documental entre el Consejo de la Suprema y General Inquisición de Madrid y el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias.

Actas de cabildo, registros de mercancías en el nivel transatlántico y en el interior del Nuevo Reino, inventarios post mortem (IPM), expedientes judiciales, edictos e instrucciones inquisitoriales, son tipos documentales, entre otros, que hemos intentado tratar no tanto desde su información cuantitativa, sino desde lo que pueden representar como muestras o modelos metodológicos que, en algunos casos, nos llevan a generalizar las interpretaciones y, en otros, a particularizarlas; siempre, en cualquier caso, tomadas con la cautela que nos impone la imposibilidad de hacer, por el momento, análisis comparativos o análisis que puedan articularse de manera pertinente al contexto global neogranadino. Las manifestaciones de la cultura escrita en este contexto , sus prácticas y repercusiones siguen siendo desconocidas.

La mayoría de los investigadores dedicados a estudios relacionados con el mundo de los libros se ven obligados a comentar las variadas y complejas dificultades teóricas y prácticas que presenta el estudio de las fuentes documentales, pues las propuestas metodológicas están condicionadas por la documentación y sus índices de representatividad como fuente.29 Dificultades, entre otras, que pasan por cómo medir realmente la importancia del préstamo del libro o la utilización real que se hacía de las bibliotecas; por la no aparición de algunos catálogos en los protocolos notariales de bibliotecas que realmente existieron, por el reflejo fiel o no de relaciones de libros en los IPM, o por el problema de la exacta cuantificación y la identificación de las obras, pues a menudo los datos descriptivos de las obras se citan de manera incompleta o alterada.

Con la localización de libros en testamentos o inventarios de bienes, podemos generalizar algunas tendencias, pero sus análisis también conllevan ciertas dificultades como el problema de la representación en la población de los listados seleccionados. Aparecen libros que no se mencionan en los registros y los referidos a los menos acomodados, en ocasiones, hablan de “libros” en general, sin especificar títulos, haciéndose difícil así extraer conclusiones sobre la lectura en estos sectores. La posesión de ciertos libros en el momento de la muerte, por otro lado, ¿se corresponde con un interés constante por la lectura? Es complejo precisar la relevancia de los registros de libros particulares cuando cada vez se hacía más fácil el préstamo entre amigos, o en bibliotecas, tiendas y librerías particulares.

¿Podemos demostrar la influencia real de los libros? La cuantificación, en cualquier caso, como decimos, es necesaria como paso previo para ello, pero obviamente, insuficiente, para analizar el complejo mundo de las prácticas de lectura, por ello no hay que olvidar que “libro poseído no implica libro leído ni la lectura presupone la obligación de poseer el libro”, y primar, cuando las fuentes lo permitan, el estudio de la sociabilidad de la lectura y la circulación del libro sobre el de su posesión.30

La constatación de ciertas obras entre las bibliotecas personales o institucionales del Nuevo Reino de Granada que, previamente, circularon en los mercados de la época, facilita acercarnos a determinados ambientes culturales. El libro, el impreso en general, no solo es una fuente ideológica; como objeto cultural es también portador de relaciones que se establecen a partir de ciertas prácticas colectivas e individuales y ciertos sentidos simbólicos que la propia imagen del libro y su mera posesión establecen. Las cifras, las cantidades o la simple enunciación de títulos poseídos no pueden dar cuenta de esa construcción de sentidos que produce la apropiación particular de los textos por sus diferentes lectores. Pero su posesión por ciertos sectores sociales, puesta en relación metodológica con las clasificaciones temáticas de las obras y su correspondiente distribución cuantitativa, sí puede apoyar la reconstrucción de los intereses privados de individuos vinculados a una actividad laboral concreta, a una institución, a un gremio, a un negocio o una cierta posición social. El libro es un bien simbólico a través del cual también pueden determinarse preferencias culturales y distintos grados de acceso al saber intelectual o al saber práctico-utilitario que exige el desempeño de una profesión como la del clérigo, el abogado o el escribano.

El método cuantitativo permite tomar al libro como índice y factor de continuidades o cambios políticos, económicos o socioculturales, pero no desconocemos, como ya explicamos, sus limitaciones ante las dificultades de interpretar las peculiaridades de las muestras que entran a formar parte del examen investigativo, las dificultades de su representatividad y de su correspondencia con la realidad histórica. En los apartados dedicados a las bibliotecas de los jesuitas, de los grandes hacendados, de los escribanos, y a la biblioteca de Juan José Delhuyar, hemos utilizado propuestas metodológicas que tienen que ver con análisis cuantitativos basados en la verificación de obras en los llamados IPM.

La información resultante, por muy atractiva que sea en sí misma, hay que analizarla con precaución, pues tal vez solo nos dé una visión parcial de la compleja vida social, política y económica de las sociedades del pasado. En su deseo de abarcar toda experiencia humana que pueda ponerse en relación con el amplio mundo de lo escrito, que cada vez va siendo más extenso en sus formas y apropiaciones, la historia social de la cultura escrita navega por un mundo incierto de difícil aprehensión, que puede convertirse en un abigarrado cajón de sastre y fácilmente llevarnos a riesgos como el de privilegiar lo que puede no ser más que una visión parcial del mundo. Tal vez, no obstante, sea esta una connatural manera de actuar por la que nos conducen los estudios de la cultura escrita y tal vez nuestra difícil tarea sea la de recomponer con sentido los fragmentos que de ellos podemos encontrar.

Los especialistas que hacen uso de los IPM para el estudio de la historia social, material o cultural, son conscientes de sus limitaciones, pero también del hecho de que conviene utilizarlos, como aquí proponemos, con el carácter de alcanzar resultados estimativos y no resultados precisos y categóricos. Nuestro intento, de cualquier manera, a pesar de estas limitaciones metodológicas señaladas, ha sido el de indagar en las proporciones temáticas cuantitativas halladas como base significativa para una interpretación cualitativa de su significación cultural, no tanto para dar cuenta de la extensión social del libro.31

Aunque todavía insuficientemente tratadas, ni tal vez etiquetadas dentro del amplio campo de la “historia social de la cultura escrita”, la historia del libro y de la lectura en Colombia cuentan, desde muy diversos enfoques de análisis, con puntuales contribuciones cuyos antecedentes se remontan a la segunda mitad del siglo XX. Estos escasos antecedentes que ahora exclusivamente circunscribimos al periodo neogranadino, constituyen la base que, desde perspectivas historiográficas tradicionales, han ido fundamentando las reflexiones alrededor de la historia del libro, evolucionando hacia el estudio de las relaciones que unen el universo del libro y las prácticas de la lectura y de la escritura con el desarrollo de la historia de la educación, la historia intelectual o la historia, muy escasa todavía, institucional.32

Justamente por los años en que tiene lugar la edición de L’apparition du livre, pero desde perspectivas diferentes que todavía no entroncaban con la “Nueva Historia” francesa, en Colombia podemos citar los trabajos pioneros de Gabriel Giraldo Jaramillo sobre “libros y cultura” en la sociedad colonial, en 1957; o sobre una “bibliografía filosófica colombiana” en 1963, que abarca un vasto periodo que va de 1650 a 1957. Camilo Molina Ossa, en 1965, publica su Tesoros bibliográficos de los siglos XVI a XVIII que poseyeron los hacendados de Guadalajara de Buga. De “La literatura en la Conquista y la Colonia” nos interesa resaltar el aporte de María Teresa Cristina (1989), de título homónimo, en cuanto la cultura literaria fue un fenómeno común a la cultura del libro en general, que se daba durante ese periodo en los principales núcleos urbanos. La ciudad letrada, como señaló Ángel Rama, ejerció de centro dominante de civilización frente a la barbarie de los núcleos rurales.33

Rafael Martínez Briceño (1961) estudia la librería del general Santander; y Guillermo Hernández de Alba, la de José Celestino Mutis. Ambos, juntos, describen en 1960 la librería del canónigo y humanista tunjano del siglo XVII Fernando Castro y Vargas. En el campo de la inventariación y caracterización de bibliotecas particulares, más tarde, en 1990, Eduardo Ruiz Martínez se dedica a la biblioteca de Antonio Nariño y en 1993, a la de Francisco de Paula Santander. Son aportes cuantitativos que mediante clasificaciones generales en distintos géneros literarios evidencian preferencias personales influidas por las modas editoriales y lectoras del momento. Aportes válidos que en Colombia, sobre todo a partir de comienzos de nuestro siglo, van a ser retomados en nuevos trabajos influenciados por los estudios culturales dedicados a los públicos lectores y a la circulación de textos.

En cuanto a bibliotecas de instituciones religiosas, todavía no muy tratadas por la historia colombiana, de los numerosos inventarios de las librerías expropiadas a la Compañía de Jesús que podemos encontrar en archivos, nos detenemos brevemente en los dos que examinamos en el apartado dedicado a las bibliotecas de los jesuitas: el inventario de la Librería del Colegio de la Compañía de Jesús, de Santa Fe de Antioquia, fechado el 3 de agosto de 1767, que es transcrito en la obra Los jesuitas en Antioquia, 1727-1767. Aportes a la historia de la cultura y el arte, de José del Rey Fajardo y Felipe González Mora (2008); y el inventario de la Librería del Colegio de la Compañía de Jesús de Santafé de Bogotá, que comienza a realizarse el 28 de octubre y termina el 21 de noviembre de 1767. Respecto a los varios inventarios existentes de esta última librería, la cantidad de libros que registran, su clasificación y sus fechas, pueden verse las obras de Manuel Briceño Jáuregui (1983), Estudio histórico-crítico de “El desierto prodigioso y prodigio del desierto”, de Don Pedro de Solís y Valenzuela; y de Renán Silva (2008), Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808.34

En lo relativo al asunto del denominado “libro antiguo”, el libro editado antes del año de 1800, podemos mencionar algunos trabajos como los de José del Rey Fajardo (2001), sobre La biblioteca colonial de la Universidad Javeriana de Bogotá; el de Hans Peter Knudsen y otros autores (2003), centrado en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario; el dirigido por Benjamín Villegas (2010) sobre las bibliotecas javerianas; el de Jaime Restrepo (2014), La invención de la imprenta y los libros incunables; y el de José Luis Guevara Salamanca (2015), La fábrica del hombre. Historias de viajes y usos de los libros del Nuevo Reino de Granada en el siglo XVII. Este último título describe los aspectos que dominaban las formas del libro en el siglo XVII neogranadino y se interesa especialmente por el “libro manuscrito”, el gran olvidado frente a la consolidación de una cultura del libro impreso en los siglos siguientes.

Dedicados a los incunables de la Biblioteca Nacional son los de Juan B. Bueno Medina (1940); Carolina Bermúdez y Carolina Rojas (2003); y el de Robinson López Arévalo, titulado La colección de incunables de la Biblioteca Nacional de Colombia: tras las huellas y vacíos de su formación, de 2016. Otros son los dedicados a los incunables de la biblioteca de la Universidad de los Andes, de María Victoria Franco (1980); y a los de la Biblioteca Luis Ángel Arango, de Manuel Briceño Jáuregui (1982). Alberto José Campillo, tomando ejemplos prácticos de libros antiguos que se hallan en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y en la Biblioteca Nacional de Colombia, se dedica en Censura, expurgo y control en la Biblioteca Colonial Neogranadina (2017) a examinar distintas modalidades de censura y expurgo.

La mayoría de las referencias hasta ahora relacionadas dan cuenta de una evidente circulación de libros en la sociedad colonial. El asunto de las bibliotecas, por otro lado, es tratado también por Guillermo Hernández de Alba, quien, conjuntamente con Juan Carrasquilla Botero, publican en 1977 la Historia de la Biblioteca Nacional de Colombia. Jorge Orlando Melo, en el año 2007, se dedica a la formación de las bibliotecas colombianas con el paso de las bibliotecas eruditas a la Biblioteca Nacional.

Todavía siguen siendo desconocidas las fuentes que directamente podrían proporcionarnos un mayor y más exacto conocimiento de la cultura escrita neogranadina y colombiana. Como ocurre en otros ámbitos nacionales del espacio hispanoamericano, la sociología, la historia política, la historia social, la historia de la literatura o la historia intelectual han conseguido resultados donde aparecen los libros o las bibliotecas de instituciones civiles y religiosas, o de quienes representaban la llamada “república de las letras”, como índice de considerable posición económica, de consumo de determinados gustos, de cambios de sensibilidad o de cultura letrada en general. Historias, por lo demás, que hacen énfasis en el siglo XIX.

Podemos decir que solo a partir de 1998, con el texto de Renán Silva, Prácticas de lectura, ámbitos privados y formulación de un espacio público moderno. Nueva Granada a finales del Antiguo Régimen, comienza en Colombia a relacionarse la perspectiva francesa sobre la historia del libro y de la lectura, que además se vincula con la historia intelectual, un campo disciplinar que ya cuenta con un relevante espacio. Las tertulias y asociaciones literarias urbanas, las redes de lectores entre haciendas campestres y el interés creciente por la lectura de gacetas a mitad del siglo XVIII neogranadino son analizadas en este texto para hablar de las modificaciones que se producen en las prácticas lectoras, que repercuten en las relaciones entre lo público y lo privado y originan un “espacio público moderno” creando una “sociedad de opinión y de libre examen” en un proceso reducido, en principio, a los miembros de la nueva élite cultural.

Publicaciones posteriores de este autor como Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808 (2008), Saber, cultura y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII (2004), República Liberal, intelectuales y cultura popular (2005) y Cultura escrita, historiografía y sociedad en el Virreinato de la Nueva Granada (2015), demuestran la importancia que ha concedido en sus estudios al mundo de los libros y las prácticas lectoras para la reconstrucción histórica de dinámicas culturales.

A partir de ahí, en el comienzo de nuestro siglo y desde posturas cercanas a estas últimas señaladas, podemos hablar de referencias como las de Catalina Muñoz (2001), “Una aproximación a la historia de la lectura en la Nueva Granada: El caso de Juan Fernández de Sotomayor”; y la de la socióloga Catalina Ahumada (2010), que analiza las prácticas de lectura en la hacienda Coconuco de Tomás Cipriano de Mosquera entre 1770 y 1850. El “libro jurídico” del periodo colonial es estudiado por la profesora Mónica Patricia Fortich (2011) y su equipo de investigadores de la Universidad Libre de Colombia, bajo el proyecto denominado “Textos y discursos en la formación del Derecho colombiano, 1777-1815”. De libros, librerías, libreros, editores e impresores en la ciudad de Bogotá, desde tiempos coloniales hasta comienzos de nuestro siglo, nos habla también Gonzalo España en Letras en el fuego. El libro en Bogotá (2007), una historia dispersa, hecha a manera de anecdotario o recopilación de hitos y curiosidades, con fuentes informativas de todo tipo, refundidas, como dice el propio texto, en el “batiburrillo de esta historia”.

El paisaje de los estudios históricos colombianos dedicados a la cultura escrita, como vemos, es minúsculo y plural y todavía carece de orientaciones conceptuales y metodológicas claras, pero se hace necesario conocerlo para poder dimensionar cómo se van perfilando o asentando líneas de trabajo y cómo se abren otras nuevas. Buena parte de los textos que referenciamos en esta edición se han dado a conocer, bien en revistas académicas, bien como capítulos, haciendo parte de otras obras, propias o colectivas, de escasa difusión. Se presentan en segmentos temáticos que recogen información de fuentes documentales que van desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX, pero la mayoría de la información extraída del archivo proviene del siglo XVIII neogranadino y, en cualquier caso, no priorizan continuidades temporales, sino temáticas concretas que dan cuenta de cierta naturaleza cultural de una larga época.

Con carácter panorámico, en algunas ocasiones, se mencionan ciertas cuestiones que la historiografía española ha tratado con amplitud y aquí solo quieren servir de marco referencial introductorio, necesario por lo demás, para el entendimiento de los casos concretos tratados, que se ciñen a distintos espacios y distintas instituciones del Nuevo Reino de Granada. Tanto los ya publicados como los que permanecían inéditos, se han revisado y ampliado para fortalecer sus contenidos y, al mismo tiempo, concederles mayor unidad temática en su agrupación. La presencia del libro en el Nuevo Reino, sus funciones educativas, misionales o laborales; las prácticas lectoras o comerciales que giraron en torno a él; y, desde un punto de vista interpretativo, las significaciones sociales que pueden deducirse de sus sentidos simbólicos, es el objeto que da conformidad a los lazos de unión de estos textos que se reúnen ahora por primera vez.

Desde el siglo XVI hasta la segunda década del XIX, periodo en el que la jurisdicción territorial del Nuevo Reino de Granada perteneció al dominio español, el mercado del libro relacionó prácticas y actores que todavía desconocemos. Para comprender mejor su contexto cultural, es preciso conocer las condiciones que permitieron el intercambio mercantil de libros desde España hasta los puertos y ciudades neogranadinas. Son muchas las cuestiones que envuelven el comercio de libros y ellas no pueden olvidar asuntos como los que se tratan en los capítulos primero (El control inquisitorial) y segundo (Prácticas y actores del comercio de libros): el marco legal del libro, los dispositivos de control aduanero e inquisitorial, los libreros e impresores peninsulares, los agentes comerciales, los comerciantes del Consulado de Cartagena de Indias, o la distribución y venta de los libros por medio de intermediarios en ciudades del interior.

A través de los inventarios de dos librerías de la Compañía de Jesús expropiadas en la Nueva Granada a raíz de su expulsión en 1767 (el inventario de la Librería del Colegio de la Compañía de Jesús de Santa Fe de Antioquia, y el del Colegio de Santafé de Bogotá), en el capítulo siguiente (Las librerías de la Compañía de Jesús. Un análisis descriptivo a través de sus inventarios) damos cuenta de dichas librerías atendiendo a tres aspectos: a la presencia de algunas significativas obras utilizadas con fines pedagógicos y espirituales que contemplaban una determinada práctica de lectura; a su decoración, concebida por los propios jesuitas dentro de un fuerte pensamiento contrarreformista; y a los sistemas de clasificación que adoptaron sus inventarios en consonancia con su desempeño de formación humanística y religiosa.

En el capítulo cuarto (Las bibliotecas de los grandes hacendados en el tránsito del siglo XVIII al XIX. Hacia una mentalidad burguesa) constatamos la permanente presencia del libro religioso que, como vehículo de europeización, impregnó la vida colonial neogranadina y mantuvo determinados significados ideológicos relacionados con la cristalización de una visión teológica del mundo, con la determinación de una estructura social jerárquica y la formación de una mentalidad burguesa que adopta las convenciones aristocráticas. Una presencia que, a pesar del cambio intelectual propuesto por la élite ilustrada sustentado en el libro científico, nunca dejó de funcionar entre las clases sociales tradicionales y los particulares adinerados que, desde los primeros encomenderos y hacendados, se van convirtiendo en pequeños y grandes comerciantes. Para ello analizamos como fuente documental una representativa muestra de IPM que se centra en el ámbito privado de clérigos, burócratas y grandes hacendados de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Entre las bibliotecas particulares de escribanos numerarios y de cabildo que ejercieron durante el siglo XVIII en el Nuevo Reino, comprobamos la presencia de formularios, tratados o manuales prácticos que se inscribieron en la tradición europea de la literatura jurídica de los “ars notariae”. Sirvieron para ejercer un oficio fundamental para el desarrollo social y económico de las ciudades americanas; un oficio escasamente estudiado por la historiografía colombiana al que atendemos en el capítulo quinto (Los tratados de práctica notarial en las bibliotecas de escribanos del siglo XVIII) examinando los IPM de Jacobo Facio Lince, Mariano Bueno, Juan Andrés Sandoval y Joaquín Sánchez de la Flor, escribanos que ejercieron su oficio en las ciudades de Medellín, Cartago y Popayán. Los registros de sus bibliotecas particulares nos permiten caracterizarlas, para centrarnos luego en la descripción individual de los tratados notariales identificados y su circulación en Indias.

El capítulo sexto (La Recopilación de leyes de los reynos de las Indias. Un libro en el archivo: representaciones de poder) se detiene primero en el significado que la ley en forma de escritura adquirió en la Edad Moderna. Luego, relata el proceso de formación de la Recopilación como un libro de leyes, para ser interpretado como un instrumento de poder políticoadministrativo. Como depositarios de un conjunto documental originado por el desempeño de las funciones cotidianas de los cabildos, su archivo, el “archivo municipal” o el “archivo de la ciudad”, surge en la América colonial con la fundación de ciudades, pero hunde sus raíces en la romanización de la Península Ibérica y continúa su evolución histórica en ella hasta que con el Descubrimiento la misma legislación archivística que estaba rigiendo en España llegue a plasmarse en la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias de 1680. Una ley impresa, en forma de libro, que los cabildos coloniales estaban obligados, precisamente porque la ley así lo indicaba, a custodiar en su archivo o arca triclave.

Dentro de una concepción de racionalización y cálculo, propia de la Edad Moderna, se produce una tendencia a la formalización del Derecho. Aumenta la actividad legislativa escrita imponiendo en la vida jurídica las colecciones escritas emanadas del poder soberano con fuerza de ley. La profusión de cédulas y dispositivos legales enviados a las distintas autoridades de los territorios americanos, su pérdida y su desorganización traen consigo la necesidad de formar, publicar y luego distribuir en las colonias españolas la Recopilación.

Con una mentalidad excesivamente jurídica en las instituciones políticas de la Corona, con actos teatrales como la obediencia a las leyes y el pregón público de las mismas, la ley ostentaba un enorme poder simbólico entre los españoles, bien bajo la forma de tipologías documentales aisladas como Reales Provisiones o Reales Cédulas, o bien bajo su compilación impresa a través de los cuatro o tres tomos que conformaron la Recopilación de 1680 y que podríamos caracterizar como una “estructura típico-ideal” de las culturas del libro, culturas como la judía, cristiana o persa, que creen en una revelación recogida en un libro.

El periodo inicial de la tipografía neogranadina, desde que encontramos los primeros testimonios impresos en 1738 hasta que en 1782 la Imprenta Real comenzara una producción continuada, es fundamental en la historia de la edición colombiana para entender los sucesivos periodos que le siguen. Los tipos móviles, los cajistas y correctores, con la indispensable ayuda de tratados tipográficos, ejercieron un papel decisivo como mediadores culturales y productores de textos impresos en forma de libro y periódico que fueron reemplazando el valor de la escritura hacia la lectura. Personajes, tratados de tipografía, productos impresos concretos y un aparataje técnico material estuvieron presentes en la fundación de un nuevo sistema comunicativo de escritura al que se dedica el séptimo capítulo (Un “librito de ortografía” en la Imprenta Real. Los inicios de la tipografía neogranadina, 1738-1782).

Juan José Delhuyar fue Director de Minas del Nuevo Reino de Granada a partir de 1784. Desde una metodología que relaciona su trayectoria profesional con sus intereses intelectuales, en el octavo y último capítulo (La biblioteca de Juan José Delhuyar. Ciencia y utilidad de la Ilustración hispana), elaborado conjuntamente con el historiador Juan Camilo Galeano, ubicamos al científico español en el contexto de la ciencia moderna europea, identificamos algunas continuidades y cambios en la circulación del libro en la sociedad neogranadina y examinamos con detalle su librería desde una necesidad utilitaria enmarcada en los principios del pensamiento ilustrado español.

Las operaciones culturales poseen trayectorias insospechadas y marcan socialmente. La cultura como compendio extenso de códigos, de reglas, de significados, de prohibiciones o limitaciones y, al mismo tiempo, de desafíos o desviaciones a las convenciones, donde el libro, el objeto escrito, en general, un artefacto coral y orquestal en el que se encuentran las voluntades creadoras de muchos, actúa entrelazando esas voluntades o intereses con sus difusores y receptores en unas determinadas circunstancias sociales. Las relaciones sociales que generan lo impreso en diferentes conformaciones grupales, la ideologización política y religiosa en ámbitos burocráticos y educativos, el intercambio o la circulación comercial, son asuntos todos ellos que no pueden abordarse sin ser conectados con su contexto y evolución histórica y con el orden normativo que los ha dirigido y legitimado.