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Este libro busca entender los efectos del choque entre el mundo digital y el mundo de las cosas. Profundizar sobre las consecuencias que trajo el advenimiento del mundo híbrido, entendido como un proceso que impactó (e impacta aún) en todas las dimensiones de nuestras vidas. Este fenómeno que nos obligó a replantear la forma en la que trabajamos, estudiamos, y hasta la forma en la que nos relacionamos con los demás, causó una fuerte conmoción en las empresas, y con ello colocó a la gestión de las personas en el tope de sus agendas. El libro analiza el surgimiento del mundo digital para desde allí comprender el impacto de la tecnología en el mundo del trabajo. Propone una serie de herramientas claves para el presente y el futuro de la gestión del talento, el cambio cultural, la transformación personal y del liderazgo; focos de atención para abordar los desafíos que presenta este complejo contexto que vivimos en las organizaciones. "Gabriel, desde su alma de explorador, navegando entre dos mundos –el analógico y el digital–, nos lleva inadvertidamente a hacernos preguntas profundas acerca de quiénes somos, qué queremos y qué estamos dispuestos a cambiar para que la tecnología sea el habilitador de la construcción colectiva de un mundo mejor" (Azucena Gorbarán).
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GABRIEL PEREYRA
Pereyra, Gabriel Liderazgo en clave digital : una historia en Modo Beta / Gabriel Pereyra ; ilustrado por Andy Migenz ; prólogo de Azucena Gorbarán. - 1a ed revisada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Temas Grupo Editorial, 2022.
Libro digital, Amazon Kindle
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8387-59-8
1. Liderazgo. 2. Medios Digitales. 3. Estrategias. I. Migenz, Andy, ilus. II. Gorbarán, Azucena, prolog. III. Título. CDD 658.4092
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
© Pereyra, Gabriel © TEMAS Grupo Editorial SRL. 2022 Cerrito 136 Piso 3º A, CABA (1010) Argentina Teléfonos: (5411) 4381.1182 o 4383.6336 www.editorialtemas.com www.editorialtemasdigital.com Diseño de cubierta: María Inés Nethol Corrección general: Julieta Berardo Ilustraciones: Andy Miguens Prólogo: Azucena Gorbarán Comité TEMAS Grupo Editorial Dirección: Jorge Scarfi Supervisión general: Betiana Cabutti Diagramación editorial: Editorial Autores de Argentina .
PrólogoAzucena Gorbarán
Introducción
Capítulo 1: Entre dos mundos paralelos
Un encuentro con el pasado
El mundo de antes
Mientras tanto, en algún lugar de Ciudad Gótica…
Una araña que da vuelta el mundo
Una nube en el fondo del mar
Que veinte años no es nada
Capítulo 2: Un virus de dos mundos
¿Y estos quiénes son?
La trampa de las redes
Las tribus subterráneas
Algo está viniendo de China
La virtualidad, un puente entre ambos mundos
Capítulo 3: Bienvenidos al mundo híbrido
Un problema complejo
En medio de un puente colgante
Analógico (cosas) versus digital (no cosas)
Presencial versus remoto
Laboral versus personal
Individual versus colectivo
Intimidad versus extimidad
Homo faber versus Homo ludens
Posesión versus experiencia
Economía material (escasez) versus economía digital (abundancia)
Mundo del metal versus mundo cripto
Mentalidad tradicional versus mentalidad ágil
Y seguimos en el puente
Capítulo 4: + rápido + furioso
El ritmo del petróleo no es el de la tecnología
La velocidad es Dios, el tiempo es el diablo
El ritmo de las emociones no es el ritmo de la tecnología
El ritmo de la sociedad no es el ritmo de la tecnología
El ritmo de la tecnología no es el ritmo de las leyes
Hacer una pausa y descubrir el propio ritmo
Capítulo 5: Las competencias digitales
Una historia de torpezas
Saltando entre dos mundos
¿Qué son las competencias digitales?
Cambiando el medio de pago
La reversibilidad es para ambos lados
Capítulo 6: Permiso para sentir
Y un día nos dimos cuenta
Las emociones, okupas en la sala de reunión
En esta filial tenemos un problema
Es verdad, aunque usted no lo crea
¿Y por casa cómo andamos?
¿Qué son las emociones?
1, 2, 3, arriba, 1, 2, 3, ¡¡¡arriba y vamos!!!
Cultivar la gratitud
El humor es la clave
Ponernos en movimiento
Comer lo más sano posible
Recapitulando
Capítulo 7: Ser, tener, experimentar, ser
Experiencias fallidas
Momentos memorables
La experiencia llega a la gestión de personas
Del tener al experimentar
Otro choque de planetas
Capítulo 8: Tradicionalmente ágiles
Sobre asfalto…
Sobre tierra…
¿Con cuál pelota jugamos?
A partidos complejos, mentes abiertas
¿Qué le hace un adjetivo más al mindset?
Capítulo 9: La clave para cruzar el puente
Una historia de ingenieros
Complicado y aturdido
Y un día pateamos el tablero
La potencia del talento no mirado
Reconstruyendo el juego
Lo digital, un bastón para seguir caminando
Capítulo 10: El trabajo híbrido y el cambio cultural
Historias híbridas
No se vuelve al lugar en el que nunca se estuvo
Oxitocina y serendipia: dos víctimas de la virtualidad
La hoguera: el fogón de los encuentros
Reconfigurando la organización híbrida
Capítulo 11: Algunas herramientas para el camino
No me cuentan nada de lo que hacen
Depende de uno mismo
Conciencia en el presente
Lo que mata no es la humedad, sino las inferencias
Rompé la burbuja y hackeá los algoritmos
Mezclando las generaciones
Foco en los hábitos
Epílogo
Y un día nos volvimos a encontrar
Agradecimientos
Bibliografía
Sobre el autor
En El liderazgo en clave digital Gabriel nos invita a ser sus compañeros de viaje en una travesía entre dos mundos, el analógico y el digital, donde comparte en primera persona sus saberes, sentires y emociones.
Nos propone reflexionar sobre el paradigma en el que habitamos. Vuelve la atención sobre cómo pensamos lo que pensamos y hacemos lo que hacemos; sobre la manera en que nuestras creencias determinan la realidad que vemos. Nos induce a salirnos del “patrón” para entenderlo; a encontrar las relaciones más allá de las cosas.
Los paradigmas reflejan las creencias predominantes de cada época, dejan de servir cuando no logran explicar fenómenos nuevos. La transición entre paradigmas es lo que Gabriel describe tan bien en este libro. La convivencia entre lo viejo y lo nuevo, los tipping points que marcan la irreversibilidad de los fenómenos.
Y allí estamos nosotros, los seres humanos, que no somos ajenos a lo que pasa. No somos ni víctimas ni objetos del cambio. Somos sujetos hacedores de nuestro propio destino. Siempre que algo cambia, se abre la posibilidad de elección. Lo que nos hace esencialmente humanos es la capacidad de discernir, de elegir la vida que queremos vivir ejerciendo la libertad de espíritu intrínseca a nuestra condición.
El viaje de los inmigrantes digitales al que nos invita Gabriel es un viaje hacia nosotros mismos. Queda claro, a lo largo del libro, que el mundo que emerge es mucho más que tecnológico. Es exploración, descubrimiento y construcción. Un mundo “supuestamente nuevo”, dice Gabriel, el mundo paralelo de la virtualidad que se hace omnipresente durante la pandemia. Un mundo que estaba ahí, con toda su diversidad y complejidad. El cambio de paradigma supone un alumbramiento de algo que ya existía, traerlo al nivel de la conciencia y crear –dar a luz– una nueva manera de ver y estar en el mundo.
Lo que era invisible a nuestros ojos no era solo el mundo digital que comenzó a plasmarse en los últimos cincuenta años, sino también la trama que nos atraviesa y define como seres vivos. Esa trama de la vida (la web) que está constituida por redes dentro de redes. Relaciones, conexiones e interdependencias. Co-evolución y colaboración. Fenómenos emergentes que surgen de esas relaciones sin que nadie los direccione ni controle.
Así es como la vida ha evolucionado siempre. De la escasez a la abundancia, creando novedad. Gabriel dice: “todo está en la superficie y al alcance de cualquiera”, y citando a Baricco: “la insurrección digital arrebataba el núcleo de la experiencia de la garra de la élite, […] lo dejaba en libertad sobre la superficie del mundo”.
La tecnología capturó el andamiaje y se ofreció como vehículo y facilitador para migrar a un mundo nuevo donde prima la virtualidad, pero que también abre la oportunidad para alcanzar un nivel más alto de integración entre la razón y la emoción, el ser y el hacer, la contribución individual y la inteligencia colectiva.
El incremento de la complejidad nos obliga a pensar más arriba, pero también a hacernos cuestionamientos más profundos. No es la tecnología, es desde qué visión del mundo, al servicio de quién y para qué la usamos.
La revolución digital, dice Gabriel “implicaba un gran cambio en la forma de hacer […] las cosas, en el acceso al conocimiento y en la distribución del poder, un cambio que va de la verticalidad a la horizontalidad, un cambio que requiere un nuevo posicionamiento del ego, un menos ‘yo’ para un más ‘nosotros’”.
Algunos cambios son graduales e imperceptibles, otros implican un verdadero cambio de cualidad, pero ambos nos mueven hacia un mundo de mayor complejidad al tiempo que demandan apertura y capacidad de entrega.
¿Hacia dónde vamos corriendo ligero? La velocidad se transformó en nuestro verdugo, dice Gabriel, nos saca de la familiaridad de lo conocido, pero no nos deja tiempo para elaborar lo que deja de ser y empezar a apropiarnos de lo nuevo.
¿Hay que aminorar? –cita Gabriel a Virilio–. “No, hay que reflexionar”. Reencontrarse con el propio ritmo, con el ritmo que funcione, como en la música. Hacer una musicología de la vida.
El liderazgo en clave digital parece responder a esa búsqueda; a la búsqueda del ritmo que funcione en la melodía y la armonía, que en música significa “saber combinar los sonidos y el tempo”. El tempo es el ritmo, el nombre musical del tiempo. Produce el sentido, la dirección la extensión y la duración de la música. Es un organizador que nos permite distinguir un orden de sucesión, sincronización, de una manera que convierte a una organización en una forma de tiempo expresada en forma de existencia: pasa, comienza, se proyecta, se expande, triunfa, termina, comienza nuevamente.
El tiempo es el que organiza el espacio. Es cronos como sucesión de tiempo espacial y es kairós como intención y dirección, como sentido de oportunidad. El ritmo y no las métricas crean el patrón de relacionamiento de diferentes personas para celebrar su trabajo conjunto en una relación de confianza y entendimiento mutuo. Capacidad de vivir, trabajar, soñar y producir de acuerdo a diferentes tiempos.
La melodía es el nombre musical del argumento, la creación de significado. Produce estructura, coordinación de espacio y tiempo. El argumento (o el significado de la melodía) es intencional y posible de ser interpretado. La interpretación es, sobre todo, respuesta emocional y disposición moral.
Las cualidades musicales nos permiten interpretar argumentos que son melódicos al expresar sus contenidos emocionales e intencionales en una narrativa que facilita nuestra propia experiencia creativa. Significado, sentido, valor. Lo que subyace, las creencias, las percepciones de la realidad. Historias y sus interpretaciones, razones para hacer o no hacer.
La armonía es, según el maestro Yehudi Menuhin, “lo que mantiene juntas todas las partes del alma”. Es lo que unifica y genera significado en toda la construcción, incluye la unidad y la diversidad, la autonomía y la dependencia, la individualidad y la colaboración, uno mismo y los otros, estabilidad y cambio, orden y caos, cálculo y confianza, razón y fe. Equilibrio inestable, tensión, contradicción y paradoja. En cualquier caso, significa múltiples voces, múltiples perspectivas, múltiples trabajos realizados en conjunto, niveles superiores de sentido.
La armonía nunca resulta solo de esfuerzos intelectuales. Requiere, más bien, de deseo y todo criterio que define no la exclusión racional, sino la inclusión personal. Los tonos se transforman en música solo por la manera en que son organizados, y esa organización supone un acto humano consciente.
La colisión de los mundos que describe Gabriel abre una transición evolutiva con todos esos matices. Gabriel, desde su alma de explorador, navegando entre dos mundos –el analógico y el digital–, nos lleva inadvertidamente a hacernos preguntas profundas acerca de quiénes somos, qué queremos y qué estamos dispuestos a cambiar para que la tecnología sea el habilitador de la construcción colectiva de un mundo mejor.
En este sentido, el “liderazgo en clave digital” es musical, integra el ritmo a la melodía y busca la armonía para “poner juntas todas las partes del alma”.
Espero que muchos de ustedes su sumen a su viaje y disfruten este libro como lo disfruté yo.
“Mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá un vacuna que previniera la aparición de casos de futuro, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar ulteriores contagios que, de verificarse se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. […] Se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredara de los tiempos del cólera y la de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días. […] Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas o cuarenta meses o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí”.
Ensayo sobre la ceguera, José Saramago
Y de golpe se paró el mundo, ¿sorprendido? Algunos lo esperaban, otros no se dieron por enterados; sea como sea, la pandemia nos enfrentó a situaciones jamás imaginadas.
Nos obligó a encerrarnos en nuestras casas, hizo que el trabajo, la educación y la familia convivieran en el mismo espacio durante un período prologado. Nos conectó con el dolor de la pérdida en un sentido amplio, tanto de seres queridos como de un pasado que ya no volvería a ser el mismo.
Fue un sismo que sacudió a toda la sociedad, cuyas consecuencias en lo social y en lo económico tendrán un efecto prolongado, y el impacto en nuestras vidas cotidianas será difícil de medir a lo largo del tiempo.
Y de golpe, entramos en un frenesí por buscar herramientas que nos permitieran seguir con nuestras vidas, con el trabajo cotidiano, con la educación de nuestros hijos y mantenernos en contacto con nuestros seres queridos.
Y de golpe, nos replanteamos nuestras vidas; la pausa forzada nos llevó a repensar el sentido de lo que hacemos, en muchos casos nos condujo a cuestionamientos profundos sobre nuestros valores y sobre prácticamente todo lo que nos rodea.
Y así fue como se aceleraron los tiempos, y así fue como descubrimos un mundo paralelo que se venía forjando hace ya muchos años, que sin darnos cuenta se había introducido en nuestras vidas, pero que hasta ese momento no teníamos real conciencia de su existencia.
Y así fue como tuvimos que acudir a la tecnología para poder seguir con el trabajo, con la educación y con todas aquellas cosas que nos permitieran mantener nuestra cotidianeidad a pesar de las restricciones que el mundo exterior nos presentaba.
Descubrimos la virtualidad, el poder de las redes, los espacios colaborativos y un sinfín de palabras que se introdujeron en nuestro acervo popular.
Y de golpe, descubrimos un mundo supuestamente nuevo, con su dinámica, reglas y lógica propia; un mundo que, sin embargo, venía desarrollándose en forma subterránea hace por lo menos cincuenta años. Un mundo que silenciosamente había penetrado en nuestras vidas y en el que interaccionábamos cotidianamente, pero del que no teníamos real dimensión de su existencia.
Sin saberlo, a lo largo de estos años, nos convertimos en ciudadanos digitales; casi sin darnos cuenta, fuimos cambiando nuestra forma de divertirnos, de viajar, de comer e, inclusive, de encontrar el amor que tantas veces buscamos. El teléfono dejo de ser el teléfono para convertirse en una extensión de nosotros mismos y la puerta de entrada a un mundo de aplicaciones, redes y notificaciones incesantes. Solo tuvimos un problema, no entendimos muy bien dónde nos estábamos metiendo.
Lo paradójico es que, a pesar de estar “conectados” en forma constante, persistíamos en no reconocernos como sus ciudadanos y mirábamos la digitalización como algo de otro mundo. Como si se tratara de un continente desconocido, al que le temíamos, plagado de misterios y muy difícil de explorar.
Solo forzados por la situación inesperada, abrazamos herramientas que tenían más de veinte de años de existencia, como el trabajo en forma remota, el comercio electrónico y las videoconferencias, y descubrimos una tierra prometida, un lugar llamado “nube”, al que, de un día para el otro, trasladamos nuestra residencia huyendo de la peste, buscando la protección salvadora, como si se tratara de la nueva Roma, la capital del imperio digital.
Y de golpe, buscamos convertirnos en ciudadanos digitales, pero, del mismo modo que un grupo de inmigrantes en una barcaza, nos instalamos en campamentos en las costas, esperando recibir la ciudadanía, sin comprender muy bien dónde habíamos llegado.
La velocidad de los acontecimientos nos hizo pasar por alto los cambios necesarios en nuestra forma de pensar y hacer en este nuevo mundo. Ignorábamos que la virtualidad exige cambios en la forma de gestionar las relaciones; acostumbrados a la presencia física y a la ilusión del control sobre todo los que nos rodea, tuvimos que recurrir a la confianza para gestionar nuestros trabajos. Avasallados por la nueva realidad y sin libreto para transitarla, tuvimos que recurrir a la horizontalidad y comenzar a buscar desesperadamente soluciones entre todos para los nuevos problemas que día tras día comenzaban a surgir.
Y de golpe, la velocidad se transformó en nuestro verdugo, sufrimos la exponencialidad en carne propia, pero como si fuera en dos tiempos: aquel de los acontecimientos vertiginosos de nuestras organizaciones y el mundo exterior y el tiempo de las personas dentro de nuestras casas, aquella espera interminable que angustia y desespera, un paréntesis, que nos privó, entre otras cosas, de clásicos rituales y momentos significativos en nuestras vidas.
Y de golpe, entramos en la vorágine, y nos agarramos de donde pudimos, y la casa se confundió con la oficina y la oficina con la casa. El jefe ya no era el jefe, sino un padre de familia que tenía que interrumpir una reunión porque su hijo lo reclamaba; y la maestra no era la maestra, sino una señora que se enojaba y decía palabrotas porque el perro ladraba en medio de su discurso en un acto escolar virtual. Nos acostumbramos a los memes y a los videos virales de algún cónyuge paseándose en ropa interior mientras se llevaba a cabo una videoconferencia. Y descubrimos que las organizaciones estaban formadas por personas, con sus diferencias y particularidades, y tuvimos que ajustar los horarios e ir acomodando nuestra agenda a las de todos, y comenzamos a hablar de trabajo asincrónico. Y nos dimos cuenta de que gastábamos mucho tiempo en transportarnos a nuestras oficinas, pero que también ese tiempo nos servía como dique para separar los temas del trabajo en el hogar y viceversa. Y entendimos la importancia del contacto físico en lo cotidiano, y extrañamos un apretón de manos, un abrazo o la charla cotidiana en un pasillo. Y encontramos en ciertas herramientas tecnológicas la posibilidad de suplir nuestras angustias y temores. Nos llenamos de reuniones virtuales, mensajes de texto, correos electrónicos o cualquier cosa que nos pudiera dar la seguridad de que el otro estaba ahí, como un reaseguro de nuestra propia existencia.
Y descubrimos que en el trabajo no solo había personas, sino que también había emociones, y que ellas atravesaban todo nuestro quehacer; apareció el miedo como un gran protagonista, sobre todo para aquellos que tenían que seguir estando en forma presencial en sus trabajos.
Y otra vez la velocidad nos castigaba, todo pasaba muy rápido para poder procesarlo; los tiempos de la tecnología no son los tiempos de nuestras emociones.
Y de golpe, comenzamos a hablar de burnout y bienestar en el mundo del trabajo, sin entender por qué, pero salimos en búsqueda de un supuesto equilibrio, y así las aplicaciones de mindfulness, yoga y vida sana se volvieron más que necesarias y formaron parte de nuestras conversaciones.
Y paradójicamente, nos dimos cuenta de la importancia de volver a lo natural, nos pusimos a cocinar, a buscar aquellas cosas que se hacían en el pasado, y aparecieron la masa madre y los alimentos orgánicos. Como en lo digital, también descubrimos otro mundo de conciencia ecológica que se venía gestando en forma subterránea hacía ya bastante tiempo.
Y nuevamente, la velocidad nos interpelaba, nos propusimos parar, bajar la marcha, como si cada uno de estos mundos tuviera su propio tempo.
Lo que no percibimos es que la pandemia hizo que estos mundos colisionaran y la migración masiva hacia el mundo digital funcionara como un big bang, facilitando la formación de algo diferente, como si fuera un nuevo planeta todavía en formación que llevaría muchos años consolidar. Sin darnos cuenta, estamos forjando un cambio de era donde los límites entre lo personal y lo laboral y entre lo individual y lo colectivo y entre lo humano y la máquina son muy difusos y cambiantes.
El mundo híbrido es un espacio donde interactúan nuevos equilibrios entre lo nuevo y lo supuestamente viejo, como si fuera una de esas ciudades fronterizas en las que la vida cotidiana obliga a sus habitantes a trasladarse de un país a otro en forma constante y los obliga a cambiar de idioma, de costumbres y de leyes de manera tan frecuente que nadie percibe ni siquiera el cambio de idioma mientras habla.
Se trata de un nuevo mundo cuyas reglas todavía desconocemos, pero necesitamos transitar, que nos exige desarrollar nuevas habilidades, nuevas formas de trabajar, nuevos modelos organizacionales y nuevas formas de liderar.
Las organizaciones y las personas en general se han visto muy afectadas por estos cambios. El síndrome del burnout es una verdadera preocupación en las empresas y, al igual que un nuevo fenómeno llamado “la gran renuncia”, constituyen problemas emergentes que se han instalado en nuestra sociedad haciendo necesaria una reflexión al respecto.
En la supuesta pospandemia, y en la vuelta a una "vida normal", muchas personas y organizaciones pretenden volver a la vida anterior como si nada hubiera ocurrido, como si anuláramos el contenido del paréntesis del tiempo transcurrido en cuarentena. Como en una oración, rezan: “Aquí no ha pasado nada, todo el mundo vuelva a ser como antes”, rezo que estalla frente a la realidad de un nuevo orden que exige un replanteo de cómo hacemos las cosas, de cómo nos relacionamos con los demás y, por sobre todo, de los valores que nos guían en este porvenir.
En este libro buscaremos pensar en algunas preguntas: ¿cómo es este nuevo mundo híbrido?, ¿qué reglas lo gobiernan?, ¿qué resulta de la colisión entre el mundo analógico o de las “cosas” y el mundo digital o el de las “no cosas”, como los llama el filósofo Byung-Chul Han?
Nos preguntaremos acerca de cuál es su impacto en el mundo del trabajo y qué cambios conlleva en la forma de liderar organizaciones, equipos de trabajo y nuestras vidas mismas. ¿Cómo la tecnología está transformando nuestras vidas y formas de trabajo? ¿Cómo es el pasaje del Homo faber al Homo ludens? ¿Cómo impacta este movimiento en las organizaciones? ¿Cómo pueden coexistir generaciones tan diversas en un entorno laboral? ¿Cómo juega la velocidad de los acontecimientos y nuestra capacidad para procesarlos tanto cognitiva como emocionalmente?
¿Qué son las competencias digitales y qué habilidades tenemos que desarrollar para movernos en este contexto? ¿Cómo gestionamos las emociones y nos conectamos mejor con los demás? ¿Cómo diferenciar cuándo conviene usar la lógica del mundo analógico y recurrir al conocimiento y expertise y cuándo la del mundo digital y abrazar la agilidad y explorar nuevas soluciones? ¿Cómo desarrollar una mentalidad digital? ¿Cómo nos podemos reconvertir aquellos que nacimos en un mundo diferente?
Es un recorrido por el mundo digital y su impacto en las formas en que hacemos las cosas que requiere explorar nuevas herramientas para poder gestionar lo inesperado apoyándonos en nuestros valores y propósito personal.
En definitiva, es una búsqueda para descubrir cómo podemos vivir en un entorno tan complejo y cambiante y cómo transitamos de la mejor manera posible esta migración a un nuevo mundo.
“De golpe, todo había caído, exactamente igual que un decorado”.
Paul Virilio
Ahí está, sentado en su sillón, solo, en su oficina, con la puerta cerrada. Me ve, se alegra, me hace señas para que entre.
Su rostro mostraba mucha preocupación, era evidente que hacía varias noches que no estaba durmiendo bien, su mirada estaba perdida y un tanto desorbitada. Había tomado una decisión, estaba aterrado. Hacía ya rato que lo venía pensando, desde que había iniciado su retorno de Brasil, le habían ofrecido ir a Europa, le esperaba una carrera muy ascendente y condiciones económicas muy favorables. Lo había rechazado, no quería estar lejos de sus hijas; tres horas de avión era la máxima distancia que podía soportar, y, aun así, cada vez le costaba más la distancia.
Sabía que rechazaba una gran oportunidad, pero, por primera vez en la vida, se preguntó de qué le valía todo esto, si no lo podía compartir con sus seres queridos. Se hizo preguntas muy raras, como cuál era el sentido de todo esto, para qué quería el dinero si eso le valía estar catorce horas en una oficina haciendo política en un clima muy pesado. Se empezó a preguntar por el sentido de la vida.
Después de un nuevo cambio de jefe, comenzó a plantear sus ganas de irse de la compañía, pero los “cantos de sirenas”, los consejos de sus amigos y una interesante propuesta económica lo convencieron para que siguiera, aunque se aburriera, nada como la comodidad de saber que podés pagar las cuentas.
Dentro del paquete económico, había algo que él había pedido, una suma de dinero disponible para realizar formaciones en el exterior. Hacía poco que había vuelto de un foro de gestión de talento en Miami, donde había escuchado una ponencia que le quitaba el sueño. En una empresa de Argentina, se había dejado de usar el mail corporativo, la comunicación era a través de nuevas plataformas. Después de la presentación, se zambulló a hablar con su colega argentino que contó la novedad, se sorprendió al ver en su laptop cómo habían cambiado la forma de comunicarse. En ese instante sintió una sensación espantosa, cómo un gran dinosaurio bajaba del cielo y se apoderaba de su cuerpo. Él se estaba convirtiendo en lo que tanto temía.
Varios años de trabajo duro en Brasil le hicieron perder de vista algunas transformaciones que estaban pasando, justo a él que se la pasaba buscando cosas nuevas y siempre estaba al tanto de lo que ocurría, esta vez no estaba teniendo ni idea.
Sabía que había algunas empresas habían empezado a transformar el mundo del trabajo, Google, Facebook; ya había visto los peloteros en esas oficinas, pero para él eran espejitos de colores para que los jóvenes se quedaran más tiempo en las oficinas. Sin embargo, esto que había visto en la presentación era otra cosa y marcaba un cambio muy grande.
Así fue como se decidió a recomenzar por completo su formación, pero lo haría de forma diferente, no se trataba de hacer un máster nuevo o un programa de desarrollo directivo de los que había hecho varios. Buscaría otra forma, aprovecharía sus nuevos beneficios y se dedicó a explorar nuevos métodos de capacitación, viajó a Silicon Valley, molestó a cuanto amigo colega o quien sea que le pudiera abrir una puerta en las empresas para ver directamente qué era lo que estaba pasando. Así descubrió un cambio muy grande que se estaba llevando a cabo, le recordaba a las transformaciones similares al tiempo del advenimiento de Internet, en su juventud, cuando con algunos amigos armaron un portal para psicólogos en Internet, cuando ni siquiera había llegado la red a Argentina y los psicólogos no tenían ni idea de computación.
Intentó llevar las novedades a su empresa, todavía era muy temprano, resultaba difícil para una organización entender la transformación que se venía. Su jefe temía convertirse en el hazmerreír de la compañía, por lo que gentilmente cajoneó una vez más las propuestas para implementar nuevas acciones. Ya le había pasado esto antes, pero esta vez fue diferente, el ruido del cajón lo golpeó más fuerte que otras veces.
Y otra vez vino la angustia, el preguntarse qué estaba haciendo ahí. Ya había vuelto a Argentina, se reencontró con muchos amigos que lo trataban de frenar: “¿Vos estás loco? ¿Vas a dejar ese puestazo? ¿De qué vas a vivir?”. Pero cada vez toleraba menos las cosas dentro de la compañía, muchos soldados con los que había peleado grandes batallas se habían ido y cada vez había menos testigos de sus logros y hazañas. Tenía que estar explicando quién era, qué había hecho ante cada jefe nuevo. La corporación estaba atravesando muchos cambios, y siempre caía alguien nuevo con pretendidas novedades de cómo resolver los problemas, sin tener en cuenta que eran todas acciones que habían sido probadas previamente. A la quinta vez que se escuchó decir “Esto ya lo hicimos y no funcionó”, se dio cuenta de que se tenía que marchar, esta vez no se dejaría convencer por nadie. Se estaba volviendo una persona malhumorada, irascible, que poco tenía que ver con él, no cabía duda de que el fantasma del dinosaurio lo estaba acechando.
Y fue así que una mañana, se sentó con su nueva jefa, otra más, y selló un acuerdo para salir al año próximo. Tendría todo un año para trabajar en sus nuevos planes y comenzar una nueva vida. Claro que estaba aterrado, tal vez no suficientemente consciente de lo que estaba haciendo y, por qué no, con una cuota de ingenuidad que lo había ayudado a decidirse.
No sabía que, al poco tiempo de salir, estallaría la pandemia más grande que azotó al mundo.
Ni era consciente de lo que significaba la coraza corporativa que lentamente había estado envolviendo su vida, no tenía idea de que la carroza se convertiría en calabaza y que su equipo de trabajo, en ratones. Tendría que aprender muchas cosas nuevas, cambiar varios hábitos, reconstruirse completamente, reinventarse –como se empezaba a decir en esa época–. No era la primera vez que lo haría, ya había pasado por eso, pero esta vez estaba más viejo, con la mochila más pesada y con muchas obligaciones que cumplir.
No sabía que le tocaba un arduo camino por delante, que se preguntaría muchas veces mientras lo recorría si le llevaría el mismo tiempo que a los judíos en el desierto.
Menos sabía que, como Gandalf the Grey, en El señor de los anillos, bajaría hasta lo más profundo del averno a pelear contra sus demonios ni que después de esa gran pelea resucitaría muy distinto a su versión anterior.
Por momentos se sentía como una hoja al viento, dejándose llevar por la corriente. A veces, como decía Tom Hanks en Náufrago, solo trataba de respirar hasta que la corriente pudiera traer algo que lo ayudara en la travesía.
Tendría un camino muy duro por delante, pero de un aprendizaje inmenso, de un redescubrimiento de valores y propósitos muy grande.
Volvería a recuperar la sonrisa y la pasión por el trabajo, conocería a mucha gente nueva, y la vida le pondría nuevos guías para el camino.
Pero ahí está mi yo del pasado en su oficina, pensando en cómo era que todo estaba cambiando tanto, qué era eso de la transformación digital que prometía poner patas para arriba todo por lo que había trabajado y luchado durante prácticamente toda su vida. Sentía que todo lo que había aprendido le estaba sirviendo poco en estos nuevos tiempos.
Él, que había sido criado en la búsqueda de la perfección, la autoexigencia y hacer lo que Dios manda sin importar si era lo que deseaba; en donde solo se trataba de seguir el camino marcado. Esta vez estaba muy confundido; las señales se habían borrado y tenía que seguir caminando.
Me mira fijo y me pregunta: “¿Qué pasó para que todo cambiara tanto?”.
1El autor adhiere y trabaja para fomentar la idea de un mundo inclusivo donde todas las personas, independientemente de su género y capacidades tengan las mismas posibilidades en cualquier orden de la vida. Los artículos y pronombres utilizados en este libro engloban a todos ellos.
El mundo material, analógico o, si se prefiere, el mundo de antes tiene su lógica y sus valores.
Las cosas nos dan identidad y nos estabilizan plantea Byung-Chul Han (2021, p. 13) en su libro No-Cosas: “El orden terreno, el orden de la tierra, se compone de cosas que adquieren una forma duradera y crean un entorno estable donde habitar. […] Ellas les da un sostén. El orden terreno está siendo hoy sustituido por el orden digital. Este desnaturaliza las cosas del mundo informatizándolas”.
Y ahí estamos sintiendo que se nos escurren las cosas de las manos, atacadas por esa onda digitalizadora que las disuelve y las transporta a un lugar llamado nube, que no sabemos muy bien de qué se trata.
En el mundo de las cosas nos criaron nuestros padres, un mundo basado en una economía de extracción y, como tal, basada en insumos fungibles producto de la explotación de la tierra, donde su valor más preciado era el oro y el petróleo, cosas tangibles y escasas.
Se trataba de un mundo finito donde la economía de extracción generaba la idea de escasez, donde primaba el tener más que el ser, y la posesión funcionaba como un reaseguro de la existencia.
Era un mundo donde prevalecía la ilusión de lo eterno y donde las cosas duraban para siempre, no solo las materiales, sino que las instituciones como el matrimonio, las profesiones y las apariencias eran de por vida. Era un mundo bastante lineal y opaco donde los galanes de Hollywood fingían casamientos para esconder su verdadera sexualidad.
Un mundo donde la intimidad era un valor sagrado, donde el nexo entre la vida laboral y la personal se recubría con un manto de opacidad; donde el trabajo se asociaba al sacrificio y el pan lo ganabas con el sudor de tu frente. Prevalecía la idea del hombre productor sacrificado por la tarea, atado a una línea de producción siguiendo el ritmo de las máquinas. Era el mundo de Charles Chaplin en Tiempos modernos, el mundo del hombrefaber.
El saber era otro hijo dilecto del sacrificio, de complejidad creciente; se asociaba el conocimiento a horas de estudio y a mucho esfuerzo, al conocimiento se accedía excavando en las profundidades, donde luego de mucho trabajo se conseguía el premio final que consistía en ser el experto o gurú en una determinada materia, medalla identificatoria que duraba para toda la vida. Alessandro Baricco (2018) plantea en The Game: “El núcleo de la experiencia estaba sepultado en profundidad, que era accesible solo con el esfuerzo y gracias a la ayuda del algún sacerdote”.
Y así el conocimiento era poder; el saber daba prestigio y reconocimiento. En el marco de la economía de escasez, el conocimiento no se compartía, se acumulaba, como un reaseguro de la propia identidad y de la existencia misma dentro del mundo laboral.
Y en ese contexto, se forjaron las organizaciones y el management moderno, con sus teorías sobre la organización del trabajo, la verticalidad del conocimiento y el poder. El foco estaba en la productividad y en el control como efecto maximizador de la eficiencia de los trabajadores.
El conocimiento y la experiencia implicaban un orden superior y marcaban una diferencia con el resto de la organización; no casualmente las corporaciones reservaban sus pisos más altos del headquarter para sus equipos directivos y los rodeaban de beneficios diferenciales que marcaban el estatus de cada quien en una compañía.
Y el trabajo estaba organizado en procesos, los que incluían la idea de un futuro lineal y concreto, y, por lo tanto, esta ilusión de linealidad hacía aflorar los planes de negocios a largo plazo, los planes de carrera para el personal, planes para un mundo supuestamente estable y predecible. Planes, planes y más planes, convertidos en objetivos en sí mismos, muchas veces perdiendo el sentido de su existencia, fetiches devenidos en objetos de culto.
Son tiempos de juegos finitos, aquellos como los que plantea Simon Sinek (2020), donde lo que se juega es ganar o perder, y lo importante es el resultado, no importa el cómo o a qué precio, lo que importa es ganar.
Y mientras tanto, el mundo empezó a vibrar, surgieron el rock, Vietnam, la carrera espacial, los hippies, la imaginación al poder, el feminismo, se cayó el Muro de Berlín, la globalización. La hiperindustrialización trajo el calentamiento global y la deforestación de los bosques; los movimientos ecologistas denunciaban el peligro de la economía extraccionista, y el cambio climático emergió como claro síntoma del agotamiento de este modelo. El terrorismo también se transformó en global y un día derribaron las Torres Gemelas, una catástrofe cuyas consecuencias todavía estamos sintiendo al momento de subir a un avión en cualquier parte del mundo. Nacieron los millennials y los centennials, también los tiempos líquidos (Bauman, 2009), se masificaron las marchas del orgullo gay, la Primavera Árabe, la revolución de las hijas y la demanda por un mundo más sustentable. La globalización puso en juego estas y otras tantas variables y todo se volvió complejo.
En este torbellino de cambios que vivíamos, la velocidad comenzó a tener un rol protagónico debido al incremento del ritmo en que se aceleraban los sucesos. Ya a fines del siglo XX Paul Virilio (2009) nos hablaba de la “dictadura de la velocidad”: “El factor de todo esto ha sido la velocidad: la velocidad domina, la velocidad de la luz, de las ondas se impusieron sobre la velocidad de los móviles, del transporte, de los medios de transmisión tradicionales. Es imposible comprender la realidad del mundo sin esta configuración. En los años ’40 se hablaba de la aceleración de la historia, hoy estamos ante la aceleración de lo real, la aceleración de la realidad. Todos los sectores de nuestra civilización están afectados por la aceleración de lo real”.
Y en este mundo acelerado y complejo, crecimos y nos desarrollamos llenos de historias, mandatos y prejuicios, y ahora maduros estamos repletos de conocimientos, valores y tradiciones pensados para el pasado, muy poco útiles en los tiempos de hoy.
Sin embargo, a pesar de los profundos cambios, muchas cuestiones del pasado siguen manteniendo cierta vigencia; la economía de extracción sigue funcionando, y con ella, algunos valores propios de épocas pasadas.
Vivimos en una época de transición, por lo que no se trata de descartar todo lo anterior, sino más bien de saber cuándo operar con una lógica relacionada con los tiempos anteriores, que podríamos llamar mentalidad tradicional, y cuándo operar con la lógica más adecuada a los problemas de estos tiempos, que podríamos llamar mentalidad digital, quedándonos con ciertos conocimientos y actitudes, descartando otros y adquiriendo nuevos.
Se trata de entender qué partido estamos jugando, cuál es el deporte y cuáles son las reglas.
Los cambios son tan rápidos que muchas veces jugamos creyendo que estamos en un partido de fútbol y no nos dimos cuenta de que nos cambiaron la cancha y la pelota; todo es tan vertiginoso que corremos y corremos sin percibir que nos cambiaron las reglas.
Se torna imprescindible, entonces, aprender a diferenciar y comprender cuál es el juego que estamos jugando, aunque antes de zambullirnos en este entendimiento, nos conviene dar una vuelta por otro mundo.
En los años setenta, la cibernética era un hecho y, entre otras cosas, permitió que el hombre llegara a la Luna. Los humanos habían logrado delegar en grandes máquinas algunas funciones ya no de su fuerza bruta, sino de su pensamiento, lo cual hizo posible acelerar procesos y aumentar su capacidad de producción, cálculo y pensamiento.
Mientras el mundo se sacudía entre revoluciones, una diferente se comenzaba a gestar, liderada por un grupo de jóvenes ingenieros, una mezcla rara de nerds y hippies que impulsaban cambios cuyas consecuencias nunca alcanzaron a dimensionar.
Encerrados en garajes, comenzaron a trabajar en la posibilidad de trasladar la potencia de estas enormes máquinas reservadas para grandes organizaciones a dispositivos más pequeños que permitiera el uso individual en los hogares, y con ello nació la computadora personal (PC). Se trababa de distribuir esa potencia de procesamiento y cálculo por todos lados, soñando con poder transformar el mundo a partir de diseminar en todos los hogares esos extraños aparatos nuevos que todavía no se sabía muy bien para qué servían.
En su origen, las computadoras personales hablaban distintos idiomas, estaban basadas en sistemas muy complejos que dificultaban el acceso a poder manejar esos equipos y, por lo tanto, se hacía imposible su masificación. Surgió la necesidad de tener un sistema que hiciera más simple el uso y que, en lo posible, sea común a todas ellas.
Aparece Bill Gates, un joven estudiante universitario, quien junto a su amigo Paul Allen, detectan esa oportunidad e inventan un lenguaje que pudiera ser usado por las diferentes computadoras sin importar quién la había fabricado. Así nace Microsoft, un jugador que cambió las reglas.