Limusina al paraíso - Jennifer Labrecque - E-Book
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Limusina al paraíso E-Book

Jennifer LaBrecque

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Beschreibung

Lo único que preocupaba a Delia Fitzgerald era que le quedara bien el vestido de novia... hasta que se enteró de que su prometido había recibido un estupendo regalo de Navidad a cambio de casarse con ella. En ese momento decidió marcharse de allí y pronto se encontró pasando la luna de miel ella sola... con Mick MacDougal, el guapísimo conductor de la limusina.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Jennifer Labrecque

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Limusina al paraíso, n.º 1678 - octubre 2019

Título original: Jingle Bell Bride?

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-643-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

EL SÚBITO timbrazo del teléfono sacó a Mick de su ensimismamiento. Descolgó el auricular, aliviado al poder apartar la vista un momento de las preocupantes cifras que mostraba el programa de contabilidad del rancho. No iba a ser fácil pagar las nóminas del mes.

–Aquí MacDougal.

–¿Mick? Mick, tienes que ayudarme. Voy con Lucy hacia el hospital. El niño se ha adelantado –la voz de su hermano pequeño iba subiendo de tono peligrosamente.

–Vamos, tranquilo, Eric –dijo Mick intentando calmarlo–. Has visto parir a las vacas, sabes que no habrá ningún problema.

Eric se había criado en el rancho, y no podía ser tan diferente. Aunque su hijo llegaría al mundo sin pezuñas.

–Mañana tenía un trabajo muy importante. Iba a tomarme unos días libres, pero necesitamos el dinero. Además, es la hija de Frank Fitzgerald. Se casa mañana en Hades.

–Y no quieres dejar colgado a Frank –Mick lo entendía muy bien. Todos los rancheros de Texas conocían a Frank Fitzgerald. Su mal genio y su semental, Igor, un toro de concurso, eran legendarios.

–¿Crees que podrías ayudarme? Teniendo en cuenta que no hay mucho trabajo en el Lazy J…

Desgraciadamente, hacía demasiado tiempo que había poco trabajo en el Lazy J. Al padre de Mick y Eric le faltaba poco para hundir por completo el rancho cuando él y su madre descubrieron el Viagra y la autocaravana y lo dejaron en manos de Mick. El sacrificio de tres años de su vida y su matrimonio habían puesto el negocio a flote, pero los problemas aún no habían desaparecido. No estaría mal un milagro de Navidad.

–Mira, Mick, solo tendrías que presentarte con la limusina y llevar a la pareja feliz a donde van a pasar la luna de miel, y me habrás salvado el pellejo –Eric parecía desesperado. Llevaba un año intentando hacer despegar su agencia de limusinas, pero las cosas no iban bien del todo.

–Puedo estar allí en ocho horas –dijo Mick tras una mirada al reloj. Eran las doce de la noche pasadas. Enfrascado en las cuentas del rancho había perdido la noción del tiempo. Tendría que conducir toda la noche. ¿Y qué? Eric y Lucy necesitaban ayuda, y si había algo a lo que Mick nunca había dado la espalda, era a la responsabilidad.

El grito de alegría de Eric le dejó zumbando el oído.

–Eres el mejor, Mick. Dejaré la limusina en el aparcamiento del hospital. Estaremos en la sección de críos.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PUEDES apretar un poco más?

Delia Darlene Fitzgerald, «Dilly», se miró una vez más en el espejo. Y lo que vio eran demasiados sundaes de helado. Demasiados kilos. Demasiada carne.

–No sé por qué me empeñé en intentar meter el trasero en una talla tan pequeña –exhaló un suspiro e inspiró profundamente.

–La revista Novias de este mes dice que las novias suelen cometer el error de creer que van a adelgazar cinco kilos antes de la boda –comentó Carla, su dama de honor, mientras luchaba con la cremallera desde atrás mientras la madre de Dilly tiraba de la tela.

–¿Estás bien, cielo? –preguntó su madre preocupada–. La semana pasada, en la prueba final, no te estaba tan justo. ¿No estarás un poco hinchada? Tengo unas pastillas que van muy bien… No, déjalo. No funcionaría porque tendrías que ir corriendo al baño, y no queda tiempo. ¿Y si luego tienes que ir durante la ceremonia?

Hablar con su madre siempre la mareaba un poco. Y Dilly no estaba hinchada. Estaba gorda. Su apetito había ido aumentando según se acercaba la fecha de la boda. Era un milagro que cupiera en aquel vestido.

–No pasa nada. No respiraré en las próximas horas.

La diminuta Carla se subió a una silla para ponerle el velo adornado con muérdago que sostenía su madre.

–Cariño, cuánto me alegro de que decidierais casaros en Navidad. Las rosas blancas y las flores de Pascua de la iglesia han quedado ideales, y el muérdago en el velo me encanta. Creo que tú y yo formamos un buen equipo –dijo su madre resplandeciente mientras Carla le sujetaba el velo a Dilly entre sus largos rizos rubios.

Por primera vez en su vida la campechana y directa Dilly tenía algo en común con su frágil y delicada madre: la boda. Y aquello le gustaba.

–Sí, formamos un buen equipo, pero si la boda es en Navidad es gracias a Richard. Él se empeñó en que fuera ahora.

Después de dos años de relaciones, Richard había insistido en que se casaran antes de Navidad, sin motivo aparente.

Dilly se miró al espejo. Desde luego tenía un aspecto muy diferente al habitual. Pero normalmente estaba sobre un caballo. El vestido blanco demasiado apretado y los dos litros de laca en el pelo eran todo un cambio. Y no le parecía que fuera para mejor. Arrugó la nariz y miró con ojos entrecerrados a la desconocida del espejo.

–Parezco una alienígena, pero gracias.

–Vamos, eres la alienígena más guapa que he visto en mi vida –sentenció su madre. Carla inspiró sonoramente con los ojos llenos de lágrimas. Dilly le dio unas palmaditas en el hombro.

–No llores –le aconsejó–. Se te correrá el rímel y parecerás un mapache, y todo el mundo mirará a la novia alienígena y a su dama mapache cuando vayamos hacia el altar.

Carla lloraba hasta con los anuncios de papel higiénico, pero Frank Fitzgerald había enseñado a su hija desde pequeña que no había que llorar.

–Y a Richard le encantarás, aunque no lo demuestre –dijo Carla.

–Supongo –respondió Dilly. A veces sospechaba que Richard no la conocía en absoluto. De repente las paredes parecieron venírsele encima y empezó a pasear por la habitación como un animal enjaulado. Carla frunció el ceño.

–Llevas unos días muy callada. Y eso es muy raro en ti.

Sí. Dilly llevaba un par de semanas como deprimida, pero lo achacaba a la proximidad de la Navidad y la boda. Se encogió de hombros.

–Se me pasará después de la ceremonia.

Su madre se detuvo con el ramo en la mano.

–Si no estás segura de esto, no tienes por qué seguir adelante.

Dilly hizo girar el anillo de compromiso de dos quilates que llevaba en la mano izquierda.

–Richard será bueno para mí. Me mantiene con los pies en el suelo –Dilly suponía que aquella era la forma de Richard de demostrar que la quería–. Es un hombre serio y lo admiro por eso. Además, reconozcamos que esto es lo más cerca que he estado del altar.

–Delia Darlene –dijo su madre muy seria–. Hablas como una mujer desesperada.

–¿Tú te has oído? –intervino Carla–. Cuando una se casa es por una razón. Que hayas conseguido echarle el lazo a un macho y tumbarlo en tierra no significa que tengas que casarte con él.

¿Por qué demonios su madre y su mejor amiga tenían que hacerle replantearse su decisión de casarse con Richard Barr diez minutos antes de la ceremonia?

–Carla, te recuerdo que ya he cumplido los treinta. Una buena edad para criar –puntualizó Dilly. Su madre asintió esperanzada.

–Me gustaría tanto tener nietos…

Carla las miró a las dos con severidad.

–Eres una mujer, no una vaca.

–Gracias por recordármelo.

–Dilly, tu padre ha acabado contagiándote su obsesión por tener un heredero. No puedes casarte con Richard solo por complacerlo.

–Quiero a Richard. Seremos felices juntos.

–Tápese los oídos, Maggie –aconsejó Carla. La madre de Dilly se llevó las manos a las orejas–. ¿Qué hay del sexo?

–El sexo, bien –dijo Dilly secamente. O mejor dicho, imaginaba que iría bien, cuando lo hicieran. Richard había sugerido que esperasen a la luna de miel. Y a pesar de los intentos de Dilly de hacerle cambiar de idea, él se había mantenido en sus trece. Tenía que reconocer que no era una mujer que despertase pasiones desatadas.

–¡Ajá! –saltó Carla.

–¿Ajá, qué?

–Vas a casarte con ese hombre, y lo mejor que puedes decir es que «el sexo, bien»? Mira, hay muchas cosas que están «bien», el tiempo, tu salud, una copa de vino… Pero si el sexo solo está «bien», tienes un grave problema.

–¿Puedo destaparme los oídos? No hago más que leer en vuestros labios la palabra «sexo» y quiero saber qué pasa –dijo la madre de Dilly bajando las manos–. ¿Qué me he perdido?

–Nada, mamá.

–Cariño, olvídate de los nietos. Tu padre y yo queremos que seas feliz.

–Mamá, Richard es un hombre atractivo, acomodado y moderado. Y voy a casarme con él dentro de unos minutos. Aunque este vestido me aprieta tanto que me estoy mareando –dijo Dilly enjugándose el sudor de la frente. Estaba enamorada de Richard. ¿Verdad? En otros tiempos había soñado con un apasionado y gran amor, pero los novios no crecían en los árboles del este de Texas. Su relación con Richard florecería y maduraría–. Voy a tomar un vaso de agua.

Dilly dejó a Carla y a su madre en la sacristía, que hacía las veces de vestidor, y se dirigió hacia el final del pasillo, donde había un surtidor de agua. El sonido del órgano llegaba hasta ella. Cuando estaba a pocos pasos del surtidor, oyó claramente la voz de su padre tras el recodo del pasillo.

–Richard, hijo, estás a punto de cumplir con tu parte del trato. Me aseguraré de que tengas el regalo de Igor en cuanto tú y mi princesa volváis de la luna de miel.

¿El trato? ¿El regalo de Igor? ¿Qué tenía que ver el semental de su padre con la boda?

–Gracias, Frank. Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo. Después de todo, recuerda que te he ofrecido mucho dinero desde hace años por el semen de Igor –respondió Richard.

–Las vacas están esperando –resonó la voz de su futuro suegro.

–Un trato es un trato –dijo Frank–. Se os entregará antes de fin de año, así todo entrará en este año fiscal. Tú encárgate de hacer feliz a mi Dilly. Y recuerda que los pastos del sur serán tuyos cuando llegue mi primer nieto –añadió.

La verdad cayó encima de Dilly como un carro de estiércol. Y apestaba todavía más.

¿Admiración y respeto? ¿Amarás, honrarás y protegerás…? Richard iba a casarse con ella a cambio de semen de toro y unos pastos. Y su maravillosa boda se celebraba en Navidad para conseguir ventajas fiscales.

Nunca se había sentido tan traicionada. Un fogonazo de ira recorrió todo su cuerpo, y el sentimiento de humillación avivaba el fuego. Iba a nevar en Hades antes de que ella entregase su corazón a cambio de semen de toro.

Dilly se detuvo justo cuando iba a doblar el recodo para decirles a los hombres lo que podían hacer con su esperma bovino. En el último momento decidió conservar la poca dignidad que le quedaba. Desandó en silencio el pasillo y volvió a entrar en la sacristía.

–No puedo hacerlo.

–Cariño, ¿qué te ocurre? –preguntó su madre.

–Oh, Dios. Esto es culpa mía –sentenció Carla muy pálida.

–No. No. Ahora no puedo explicarlo, pero no puedo casarme con él –curiosamente el nudo de su estómago se aflojó un poco. Se quitó el diamante del dedo y se lo dio a su madre–. Haz lo que quieras con eso –dijo, y sin más explicaciones agarró su maleta y se dirigió a la puerta, pero su madre le cerraba el paso.

–No vas a irte de aquí hasta que me digas qué ha pasado. Estás furiosa, y normalmente una novia se echa atrás por miedo –siempre calmada y serena, su madre le acarició la mejilla.

–Papá me ha comprado un marido con esperma de toro.

–¿Cómo dices? –exclamó Carla.

Un relámpago de fuego brilló en los ojos de su madre, algo nada habitual. Sus labios se apretaron mientras se hacía a un lado.

–¿Dónde piensas ir?

–Ahora mismo… fuera de aquí –respondió Dilly, incapaz de pensar en otra cosa que en salir de la iglesia. Abrazó a su madre fuertemente con el brazo libre–. Gracias, mamá.

–Vete –dijo su madre acompañándola al pasillo.

Dilly abrió la puerta trasera. Por un momento el brillante sol de diciembre le impidió ver nada.

¿Y ahora qué? Una limusina blanca aguardaba en el aparcamiento. Para una chica sin plan, aquello era un regalo. Además, era para ella. Simplemente llegaba un poco antes y sin acompañante.

Por la ventanilla vio que el chófer dormitaba con la gorra sobre los ojos. Dilly abrió la puerta trasera, lanzó su maleta dentro y subió al coche rápidamente. El chófer dio un respingo.

–¿Pero qué…?

–Vámonos –ordenó Dilly.

–¿No falta alguien? –una ceja oscura se alzó en el espejo retrovisor.

–No. Ponga esto en marcha y vámonos.

–¿Adónde vamos, señora? –preguntó el chófer con cierta insolencia.

–Lejos de aquí.

–Muy bien, señora.

Según la limusina salía del aparcamiento, la puerta trasera de la iglesia se abrió de par en par. Los dos padres y Richard salieron al exterior. ¿Era incredulidad o ira lo que mostraban sus rostros? A Dilly le daba exactamente igual. Se hundió en el asiento y suspiró. «Que se metan su semen de toro en la pipa y que se lo fumen».

 

 

La novia le había dicho que arrancara, así que Mick MacDougal arrancó. Vio con alivio que ella subía el cristal que los separaba. Así era mucho mejor. No quería saber qué había pasado, pero una novia sin novio significaba llanto, y Mick no soportaba a una mujer llorando.

Aventuró una mirada al asiento de atrás y vio que aquella mujer no tenía aspecto de ponerse a llorar. Era grande, rubia y parecía tener un cuerpo de infarto. Mick la observó con una mezcla de innegable deseo y fascinación. La hija de Frank Fitzgerald era una belleza. Y sería una malcriada insoportable. En aquel momento mascullaba algo para sí. Entonces sonó el teléfono del coche. Mick accionó el manos libres.

–Aquí MacDougal.

–Da media vuelta ahora mismo y trae a mi hija a esta iglesia o estarás despedido antes de que te dé tiempo a escupir.

Mick miró atrás y captó un comentario no muy halagüeño acerca del novio.

–No pienso que sea buena idea volver ahora mismo.

–Maldita sea, no te pago para que pienses. ¿Cómo demonios se te ocurre llevarte de aquí a mi niña?

La «niña» de Frank acababa de descorchar una botella de champán helado y bebió un buen trago a morro.

–Subió al coche y quería irse. Solo he obedecido.

Se oyeron voces al otro lado del teléfono.

–Un momento –ordenó Frank–. ¿Cómo que Maggie se ha ido? ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Qué ha dicho? –su voz cada vez sonaba más fuerte–. ¿Que esta vez he llegado demasiado lejos? ¡Un momento! ¿Tú sigues ahí?

–Aquí estoy –dijo Mick.

–Condenadas hembras. Ahora su madre también ha salido de estampida. Mira, lleva a Dilly a donde quiera ir, pero tenme informado de su paradero. Te pagaré el doble de lo que acordamos, pero no pierdas de vista a mi hija.

Mick pensó que a su hermano le vendría bien el dinero. Aceleró y echó un vistazo al asiento trasero. ¿Solo tenía que conducir y no perder de vista a Dilly Fitzgerald? Ningún problema.

 

 

Dilly dio otro sorbo a la botella. El frío y cosquilleante burbujeo en la garganta le sentó bien. Miró hacia delante y volvió a hundirse en su infierno particular. Ella había soñado con una gran pasión, y Richard solo pensaba en un gran semental. ¿Realmente era una mujer tan patética que Richard no la quería por sí misma? Por desgracia sabía muy bien la respuesta.

Tomó un nuevo sorbo y miró la botella. Por suerte era un buen champán. De lo contrario la resaca habría sido monumental.

¡Hombres! Creían que podían dominar el universo y cambiar las vidas de los demás con sus negocios y contratos. De repente se fijó en su compañero de viaje. El chófer. Moreno. Capaz. Imponente. Masculino. Apretó un botón e hizo bajar el cristal que los separaba.

–¿Con quién estaba hablando?

Unos ojos negros como una noche sin luna la observaron a través del espejo. Abrasadores, sensuales, seductores. Un relámpago de excitación sorprendió a Dilly.

–Con su padre.

–¿Eh? –Dilly había olvidado la pregunta.

–Hablaba con su padre.

–No me lo diga. Quería que me llevara de vuelta –dijo ella. Otro hombre más a sueldo de su padre.

–Bingo –dijo el chófer, y sus ojos de obsidiana no parpadearon. ¿Se estaba burlando de ella?

–¿Y piensa hacerlo? –su padre siempre se salía con la suya. Nadie con dos dedos de frente decía que no a Frank Fitzgerald.

–Le he dicho que no era buena idea.

Dilly miró a aquel hombre con renovado interés. Se había opuesto a su padre. Se había puesto del lado de ella. Notó que se le iba la cabeza. De repente respirar empezó a costarle demasiado.

–¿Adónde vamos? –preguntó, y pensó que sus propias palabras sonaban extrañamente lejanas. Un instante después un manto negro caía sobre Delia Darlene Fitzgerald.

 

 

Madre de Dios. Aquella mujer se había desmayado. Mick clavó los frenos y paró la limusina en la cuneta. Salió y abrió la puerta trasera a toda velocidad.

Al ver cómo su pecho ascendía y descendía se tranquilizó. Parecía simplemente dormida. Su mirada se detuvo en las curvas insinuantes de aquellos labios, carnosos y tentadores. Una pena que no hubiera que hacerle el boca a boca. Aunque con el genio que tenía, igual lo mordía al despertar.

Mick se preguntó si no debería dejarla estar. Pero probablemente Frank no pensase que eso era cuidar de ella. Vio la botella de champán, cada vez más inclinada, entre los muslos de Dilly. Se había tomado más de un tercio, pero no era razón suficiente como para que se desvaneciera así. Tenía que reanimarla y averiguar qué le pasaba.

Tomó un trozo de hielo del cubo del champán. Manteniendo las distancias, empezó a pasarle el hielo por la suave piel del cuello. Una gota de agua resbaló hasta su pecho cubierto de satén. Mick observó fascinado cómo desaparecía por su incitante escote. Otra gota siguió a la primera.

En aquel momento abrió los ojos. Unos ojos asombrosamente claros, enmarcados por largas pestañas. La botella se inclinó peligrosamente. Mick dejó caer el hielo e intentó alcanzar el cuello de la botella que sobresalía entre sus muslos.

–¿Pero qué se cree que está haciendo?

Mala idea. Debería haberla dejado en paz. Casi le gustaba más inconsciente.

–Intentaba reanimarla… y evitar que el champán le estropease un vestido probablemente muy caro.

–Gracias –dijo ella, y su indignación pareció desvanecerse–. El vestido me aprieta tanto que no podía respirar.

¿Por qué las mujeres hacían cosas tan absurdas como ponerse vestidos tan apretados que hacían que se desmayaran? Pero Mick sabía que era mejor no hacer en voz alta esa pregunta. Y eligió un camino más seguro.

–¿Puedo ayudarla en algo?

–Tengo aquí la maleta. Necesito cambiarme. ¿Podría ayudarme con la cremallera? Perdón. Ni siquiera sé cómo se llama. ¿Cómo se llama?

Aquello era bastante más divertido que el Lazy J. Estaba en el asiento trasero de una limusina, en medio de una carretera en el desierto de Texas, y una vampiresa le pedía que la ayudara a bajarse la cremallera del vestido.