3,99 €
Mudarse a Alaska era lo mejor que había hecho Dalton Saunders en toda su vida. Trabajaba como piloto, haciendo lo que quería y cuando quería. No había aventura que no hubiera probado… Hasta que la doctora Skye Shanahan llegó a la ciudad. Skye Shanahan no sabía cómo había podido terminar en Good Riddance. Era cierto que necesitaba tiempo para valorar hacia dónde iba su vida, pero haber ido allí era ridículo. Por suerte, sólo iba a estar dos semanas, así que sería capaz de manejar la situación. Aunque, en realidad, lo que quería era manejar a Dalton. El sexy piloto hacía que se sintiera incómoda… y desesperada por probar su cama. Y, una vez en ella, ya no quiso salir.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2010 Jennifer LaBrecque
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasiones de hielo, Elit nº 440 - agosto 2024
Título original: Northern Exposure -Ant
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410744073
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Unos días la suerte estaba de tu parte, y otros, ni siquiera se molestaba en aparecer. Al parecer, ese día no iba a volar con él.
Dalton Saunders, que había sido un chupatintas más de una gran empresa y en esos momentos trabajaba de piloto en Alaska, había planeado ir a pescar con Clint Sisnuket en aquel estupendo día de otoño. En su lugar, iba a pasarse el domingo por la tarde haciendo un vuelo que no había programado.
—¿Necesitas que vuele a Anchorage?
Merrilee Danville Weatherspoon, una belleza sureña, alcaldesa y fundadora de Good Riddance, Alaska, y propietaria del Aeródromo de Good Riddance y también de su hostal, asintió.
—Lo siento, Dalton. Los peces van a tener que pasar sin ti hoy. Iba a hacerlo Juliette, pero ha tenido problemas con el motor.
Juliette trabajaba cuando él tenía el día libre y se encargaba de los vuelos extra, pero si no podía volar, no merecía la pena discutir. A no ser que quisiera quedarse sin trabajo, como Jeb Taylor y Dwight Simmons, que se pasaban el día sentados en una mecedora y jugando al ajedrez.
—Cuando hay un problema de motor, no se puede hacer nada —dijo Dalton, a pesar de saber que quedaban pocos días tan buenos como aquél—. ¿Qué voy a recoger?
—A quién. Vas a recoger a la doctora que va a reemplazar al doctor Morrow durante un par de semanas, la doctora Shanahan.
Dalton había llevado al doctor de Good Riddance, Barry Morrow, a Anchorage el viernes por la noche, así que era normal que tuviese que ir a recoger a su sustituta. Aunque si ésta hubiese llegado también el viernes, le habría ahorrado un viaje.
Se sirvió una taza de café de la cafetera que había encima de la pequeña mesa de madera en la que estaba instalado todo el equipo de radio y asintió.
—Supongo que es una suerte haber encontrado a alguien que quiera reemplazarlo.
Merrilee asintió.
—Cierto —dijo sonriendo—. Aunque yo pensaba que tendríamos un montón de solicitudes de doctores deseosos de pasar un par de semanas en nuestro querido pueblo.
Dalton se echó a reír, aunque sabía que Merrilee tenía razón. Los pocos visitantes que iban por Good Riddance, se enamoraban inmediatamente de aquel lugar.
El pueblo estaba igual que ocho años antes, cuando había llegado él después de marcharse de Michigan.
La vida de Dalton había cambiado al ver a su padre morir un par de semanas antes de jubilarse. Su padre había esperado a la jubilación para disfrutar de la vida e, irónicamente, no había podido hacerlo. Él había jurado no cometer el mismo error, había dejado su trabajo, su piso y a su prometida y se había dedicado a lo que le gustaba de verdad: ser piloto especializado en zonas difíciles en Alaska.
Su padre y él siempre se habían sentido fascinados por aquella zona y, cuando Dalton había cumplido los dieciséis años, su padre y él habían pasado cuatro días pescando en Alaska. Desde entonces, habían hablado muchas veces de volver allí, cuando su padre se jubilase, por supuesto. Alaska había sido su sueño compartido. Y a pesar de que no había podido hacer ese viaje con su padre, se sentía más cerca de él en Good Riddance que en Michigan.
Good Riddance era un buen lugar para olvidarse de muchas cosas. Intentó no pensar en Laura, la que había sido su prometida. Se consideraba muy afortunado por haber podido deshacerse de ella, de ese tipo de mujer, movida básicamente por la ambición. La ambición era lo que la había llevado a acostarse con el jefe de él. Al principio, el golpe había sido muy duro, pero después se había dado cuenta de que había sido lo mejor.
—Así que la doctora Shanahan, ¿eh? —comentó.
—Sí, hasta te he preparado un cartel y todo —le dijo Merrilee, dándole una tarjeta para que la doctora supiese que había ido a buscarla.
Él suspiró y salió a la pista. Hacía un día estupendo. Si hacía el viaje con rapidez, tal vez todavía le diese tiempo a ir a pescar un rato con Clint.
Nada más bajarse del avión en Anchorage, la doctora Skye Shanahan volvió a preguntarse qué había ido a hacer allí.
Lo sabía muy bien, estaba en Alaska porque se sentía culpable. No podía olvidarse de que había decepcionado a sus padres. Era médico, sí, pero su madre, su padre y su hermano eran neurocirujanos. Y su hermana había hecho la siguiente mejor cosa del mundo, casarse con uno. Así que en semejante familia, ella era sólo un médico de familia. Soltera, y con la capacidad innata de salir siempre con hombres que no le convenían. Después de que su último novio la hubiese dejado, Skye había decidido hacer un paréntesis. Por desgracia, su madre y hermana habían querido intervenir, y ella había decidido salir corriendo.
Le habían presentado a neurocirujanos, traumatólogos y hasta a un podólogo. Y cuando su madre y la de Barry Morrow habían querido emparejarlos, ella había accedido a viajar a Alaska a conocerlo, a condición de que después la dejasen en paz.
Y por ese motivo estaba allí en vez de estar en el Caribe tomando el sol. Era una chica de ciudad, nacida y crecida en Atlanta, y no le gustaban los lugares perdidos, pero allí estaba.
También era cierto que llevaba aproximadamente un año sin sentirse a gusto. Había estado tan centrada en terminar la carrera y hacer la residencia que no había pensado qué haría después. Y con todos sus sueños cumplidos, se sentía casi decepcionada. Aunque eso fuese ridículo. ¿Cómo no iba a estar contenta con su vida? «A lo mejor porque estás aburrida», le dijo la insidiosa voz de su conciencia.
Pero si su problema era el aburrimiento, Alaska no iba a ser la solución.
Contuvo el repentino pánico que surgió en su interior al pensar que iba a tener que pasar dos semanas en Good Riddance. ¿Y si no era capaz de soportarlo? Entonces, se puso recta. Lo haría. Los Shanahan nunca fracasaban.
Encontró el cuarto de baño y entró en él. Había sido un vuelo largo y no había utilizado el baño del avión porque le daba claustrofobia.
Utilizó el váter, se lavó las manos, se metió un mechón de pelo en el moño y se estaba retocando el pintalabios cuando alguien le tocó el hombro. Sorprendida, se volvió y vio a una mujer de corta estatura y rasgos nativos que le sonreía.
—¿Sí?
—Esto es para usted —le dijo la mujer, dándole algo en la mano.
—¿Qué…?
Instintivamente, Skye dejó caer el objeto encima del lavabo y vio una piedra con la palabra «Sí» escrita en ella.
—Ahora es suya —le dijo la extraña—. La he visto y he sentido su malestar, por eso me he dado cuenta de que la piedra era suya. Todo lo que necesite saber está en esa piedra. Es su piedra de las respuestas.
Skye era una científica, pero a una parte de ella le gustó la posibilidad de que hubiese una piedra llena de respuestas universales. Y esa parte hizo que tomase la piedra y cerrase los dedos a su alrededor.
—Gracias.
La mujer se dio la vuelta para marcharse y miró por encima de su hombro.
—Bienvenida a casa.
Skye abrió la boca para decirle que no era de Alaska, pero la mujer ya se había marchado. Metió la piedra junto con el pintalabios en su bolso y se lo colgó del hombro. A pesar de que había sido un encuentro un tanto extraño, había hecho que se relajase.
Salió del cuarto de baño y miró a su alrededor, pero no vio a la mujer. Qué curioso, ya había sabido que no estaría allí.
Entonces se centró en encontrar a la persona que iba a llevarla a Good Riddance. Atravesó la zona de seguridad, fue hacia la salida y, una vez allí, tardó sólo dos segundos en ver a un hombre moreno, de hombros anchos, con un cartel en el que estaba escrito su nombre.
Sus miradas se cruzaron y Skye se sintió rara y dejó de respirar, le temblaron las piernas. No, no y no. Aquélla era su peor pesadilla. Era evidente que aquél volvía a ser el hombre equivocado. Sacudió la cabeza y avanzó.
—Hola, soy Shanahan —le dijo.
Era el hombre más sexy que había visto en toda su vida y Skye notó cómo se le subía el corazón a la boca al hablar con él. Notó un cosquilleo donde no debía, o donde sí habría debido si no hubiese estado en el aeropuerto de Anchorage, en Alaska. Al parecer, sentía debilidad por los tipos duros, sin afeitar y morenos, pero, no, en esa ocasión no iba a cometer ningún error.
—¿Es la doctora? —preguntó él sorprendido.
Y ella pensó que también tenía una voz muy sexy.
—Skye Shanahan —le confirmó ella, tendiéndole la mano—. Encantada de conocerlo.
—Dalton Saunders —respondió él, agarrándole la mano con firmeza.
Skye notó como una especie de sacudida que recorría todo su sistema nervioso y apartó la mano.
—Encantada de conocerla —añadió él—. Seré su piloto en la última parte de su viaje a Good Riddance. Y el que la lleve por la zona en caso de emergencia.
Sin saber por qué, a Skye se le aceleró el corazón sólo de pensar en subirse en un avión pequeño con aquel hombre. Y eso no era normal. Se sintió incómoda.
—Pensé que los pilotos de por aquí serían mayores —comentó, sintiéndose como una tonta nada más hablar.
Él la miró desconcertado un segundo y luego se puso tenso.
—Le aseguro que está en buenas manos —le dijo con los ojos brillantes—. Tengo un currículum excelente, doctora.
Y ella notó mucho calor.
—Es sólo que esperaba a alguien mayor —le contestó.
—Yo también.
Skye aparentaba los veintinueve años que tenía, pero para algunos pacientes no parecía ser suficiente. Por eso había decidido ponerse unas gafas con montura negra. Porque al final se ganaba a sus pacientes con su trabajo, pero hacía mucho tiempo que había aprendido que las gafas, ir vestida de manera seria y una conducta elegante eran de gran ayuda.
—Pues soy extremadamente competente —le advirtió muy seria.
Él sonrió.
—Lo mismo digo, doctora.
Ella se frotó la sien con un dedo. Aquella sonrisa era letal para cualquier mujer.
—Lo siento. Es una batalla que llevo luchando desde la residencia. Es difícil conseguir que te tomen en serio cuando eres mujer.
—Ya me he dado cuenta, doctora Shanahan —le respondió él, haciendo que se ruborizase.
—Quiero disculparme, estoy segura de que es usted muy competente —le dijo Skye.
Él asintió.
—Por supuesto que sí. Si no, no estaría aquí.
Skye rió. Era evidente que los pilotos incompetentes no volaban en Alaska. Estaban en tierra o bajo tierra.
Él volvió a sonreír y a ella se le olvidó respirar por un segundo.
—¿Es ésa su maleta, doctora? —le preguntó, señalando un bolso de viaje—. Podemos marcharnos.
Pero ella pensó que debía de estar de broma. Siempre llevaba una bolsa de mano con los artículos de tocador y dos cambios de ropa por si se le perdían las maletas.
Al parecer, no era una broma, porque el señor Saunders ya se había girado para marcharse.
—No, no podemos marcharnos, tengo que ir a buscar mis demás maletas.
—¿Maletas?
—Nunca se me ha dado bien lo de viajar sólo con lo imprescindible —sobre todo, teniendo en cuenta que donde iba a estar no podría comprar nada—. Será mejor que vaya a por un carro.
—No sé si sabe que mi avión tiene un límite de peso —comentó Dalton mientras ponía otra maleta igual que la anterior, en tonos verdes y azules, en el carro.
Parecía que fuese a alojarse en el Ritz, y no en el hostal de Good Riddance.
Desde que la había visto, vestida de traje, con un peinado elegante y maletas de diseño, había sabido que era de las ambiciosas.
¿Se había ruborizado? No. Debía de ser sólo el reflejo de su increíble pelo rojizo. Al menos, sería increíble cuando se lo dejase suelto sobre los hombros, en vez de llevarlo recogido en un elegante moño a la altura de la nuca.
Deseó alargar la mano y quitarle un par de horquillas para ver de qué color se volvían sus ojos entonces. Una tontería, teniendo en cuenta que era justo la clase de mujer a la que debía evitar.
Tenía unos ojos azules preciosos. El nombre de Skye no le pegaba… No, era la doctora Shanahan de los pies a la cabeza, pero sus ojos eran del color del cielo que él surcaba y estaban enmarcados por unas pestañas también rojizas, lo que quería decir que el color de su pelo era natural y no de bote. Aunque sólo había una manera de asegurarse y Dalton no pudo evitar imaginársela desnuda, con la melena suelta sobre los hombros, la piel pálida y llena de pecas y un triángulo de rizos rojos entre sus piernas.
Se maldijo, ¿qué hacía allí, soñando despierto con la doctora? Los hombres de Alaska tenían fama de estar desesperados, pero él no lo estaba. De vez en cuando se acostaba con Janice, una camarera muy mona de Juneau. No, no estaba desesperado y, sobre todo, no era tonto. Aunque le gustase la idea de ver a la doctora desnuda, no iba a hacerlo. Que Dios lo librase de tener ninguna relación, ni física ni de ningún otro tipo, con una mujer ambiciosa.
—Eso es todo —sentenció Skye por fin.
—Me alegro. Si hubiese traído el fregadero de la cocina, habría tenido que hacer dos viajes.
—O yo hubiese tenido que leer las instrucciones de su avión.
—En ese caso, habría estado perdida, doctora. Mi avión no trae instrucciones.
—En ese caso, es una suerte que me haya dejado el fregadero en casa en el último momento.
Dalton estaba seguro al cien por cien de que la doctora Skye Shanahan no se alegraba de estar allí. De tanto llevar y traer a personas a las que no conocía, había aprendido a leer su lenguaje corporal. Y el suyo decía a gritos que había ido obligada.
—Pues sí, una suerte —repitió, mirando de nuevo la montaña de equipaje—. ¿Cuánto tiempo ha dicho que iba a quedarse?
—No quería olvidarme de nada que después pudiese necesitar.
Dalton vio salir a un grupo de hombres que debían de ir a cazar, a juzgar por las fundas de los rifles, y pensó que hubiese preferido llevarlos a ellos que a la doctora, pero le iban a pagar por el viaje y eso era lo que importaba. Y, aunque la doctora fuese una pesada, era cierto que era mucho más agradable a la vista que los cazadores.
—Yo no traje tantas cosas ni cuando me mudé a vivir aquí —comentó, fingiendo que no podía con las maletas de lo mucho que pesaban.
—En ese caso, supongo que se llevaría un premio.
—Lo tengo en la repisa de la chimenea.
—Buen sitio para un premio.
—Se equivoca, doctora, me refería al equipaje.
—¿Tiene el equipaje en la repisa de la chimenea? —preguntó ella confundida—. Qué… bohemio.
—Sí. Hace que tenga los pies en el suelo. Me recuerda que no hace falta mucho espacio para guardar todo lo que necesito de verdad.
Ella lo miró como si hubiese eructado en público y luego volvió a mirar el carro con su equipaje.
—Sólo espero haberme acordado de todo lo que voy a necesitar.
Él fue hacia la salida.
—Doctora, apuesto a que, cuando se marche, no habrá utilizado ni la mitad de las cosas que ha traído.
Skye se estremeció y se cerró la chaqueta de lana que llevaba puesta. No supo si lo que tenía era frío o aprensión. Tal vez una combinación de ambas cosas. Levantó la barbilla.
—Pero las tendré si las necesito.
—Sí, señora, eso, seguro —contestó él, abriendo la puerta del avión y empezando a meter maletas dentro—. Ya estamos.
Ella retrocedió.
—¿Eso es un avión?
Y Dalton pensó que había líneas que no se podían cruzar. Se podía insultar a la inteligencia de un hombre, a su madre, a su hermana, al tamaño de su sexo, pero jamás, jamás se podía insultar al avión de un piloto especializado en zonas difíciles.
—Tiene alas. Propulsor. No es sólo un avión, es un magnífico avión —respondió, dándole una palmadita a Belinda.
Skye lo miró con el ceño fruncido.
—¿Y espera que me suba a ese avión?
Dalton pensó que, llegados a aquel punto, lo más sencillo sería llevar el equipaje a Good Riddance y dejar que ella llegase allí haciendo autoestop, pero eso no formaba parte de su contrato.
—Sí, esa es la idea.
—Pero es tan… pequeño.
—¿No esperaría un 747? —le preguntó él, haciendo un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.
—Nadie me dijo cómo sería el avión, sólo que tenía que hacer un transbordo en Anchorage —le dijo ella, encogiéndose de hombros.
Y a Dalton casi le dio pena. Parecía tan sorprendida. Tal vez fuese una de esas personas muy inteligentes, pero carentes de sentido común.
—¿No le extrañó que le dijeran que el piloto estaría esperándola?
—A veces los médicos recibimos tratos especiales —admitió ella en tono vulnerable—. No es que yo lo espere, ni que lo exija, pero ocurre a veces. Así que no sabía nada. Me preocupaba más encontrar tan poca información acerca de Good Riddance en Internet.
—¿No le han dicho que es el secreto mejor guardado de Alaska, doctora?
—Ya puede abrir los ojos.
Skye oyó la voz del señor Saunders a través de los cascos que éste le había dado antes de poner en marcha el avión.
Seguramente, él no se había dado cuenta de que los estaba cerrando porque le daba pánico la idea de morir al chocar contra un matorral. O porque no quería vomitar la comida. Si cualquiera de esas cosas ocurría, lo mataría.
—Relájese, doctora. No he perdido a ningún pasajero… todavía.
Ella abrió los ojos y parpadeó para contemplar el esplendor de las montañas.
—Muy gracioso, señor Saunders. Además de piloto, cómico.
—La comedia es gratis —respondió él, señalando un pico cubierto de nieve—. Es el monte Hood.
Y ella volvió a sentir la atracción, cosa que no le gustó.
Era el tipo de hombre que sólo le causaría problemas. Y ella había ido a Good Riddance a trabajar, a conseguir que su madre la dejase en paz y a intentar vivir a la altura de las expectativas de su familia. Meterse en líos no entraba dentro de sus planes, así que lo mejor que podía hacer era ignorar al hombre que tenía al lado.
—Muy bonito. Alquilé un vídeo de National Geographic. Estamos demasiado al oeste para pasar por la cordillera montañosa de Wrangell St. Elias, ¿verdad?
Él la miró de reojo y Skye leyó en sus ojos una mezcla de admiración y sorpresa.
—Verdad.
—He hecho los deberes, señor Saunders. No obstante, no sé nada de Good Riddance. ¿Puede informarme usted?
—El pueblo fue fundado por Merrilee Danville Weatherspoon hace más de veinte años. Desde entonces, la población ha crecido más o menos hasta los setecientos cincuenta habitantes.
Skye pensó que aquello era todavía peor de lo que había imaginado. Sólo en su hospital había más de setecientos cincuenta trabajadores.
—Casi me da miedo preguntarlo, pero, ¿con qué tipo de servicios cuenta?
—Tenemos todo lo que necesitamos. Si no lo hay es porque no es necesario. Se ahorra uno muchas tonterías.
A ella no le gustaba la gente que presumía de saber cómo debían vivir los demás.
—Lo que para un hombre es una tontería, para otro puede ser necesario —contestó, volviendo a dar las gracias de haberse llevado tanto equipaje.
Él se encogió de hombros.
—Tenemos un bar restaurante al lado de la casa de Merrilee. Así es fácil llegar cuando hay nieve.
—¿Eso es todo? ¿Dos edificios juntos?
Skye se preguntó dónde se había metido.
—Por supuesto que no —respondió él sonriendo con cierta satisfacción—. Hay una tienda con artículos de pesca y caza. Una lavandería. Está al lado de la taxidermia/barbero/salón de belleza/depósito de cadáveres.
Instintivamente, Skye se tocó el pelo. Seguro que el taxidermista-barbero no cobraba un ojo de la cara, como en las peluquerías de Atlanta.
—¿El barbero y el salón de belleza están dentro de la taxidermia? ¿Y comparten espacio con el depósito de cadáveres?
—Sí, a veces tiene que esperar uno una semana entera o más para que le corten el pelo si es temporada alta de caza.
—Oh, Dios mío —dijo ella, estudiando su perfil y dándose cuenta de que sonreía. Eso la alivió. Era una broma—. Ah. Ya lo entiendo. Se está riendo un poco de la médico sustituta.
Él volvió a encogerse de hombros y señaló con un gesto de cabeza hacia su izquierda.
—Ése es el río Sitnusak, donde se puede pescar el mejor salmón y la mejor trucha arcoíris del mundo. ¿Ha probado alguna vez la trucha arcoíris, doctora?
—Fresca, no.
—Podrá probarla en Gus’s.
Ella no tenía muchas esperanzas, pero intentó sonreír.
—Estoy deseándolo.
—No sabe mentir muy bien, doctora.
Ella ignoró aquel comentario.