Lo inmemorial - Andrea Cavalletti - E-Book

Lo inmemorial E-Book

Andrea Cavalletti

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Beschreibung

En un escenario dominado por la amnesia y el sonambulismo, las alucinaciones y las ensoñaciones, el sujeto burgués, cuya identidad parecía tan sólida, se revela habitado por máscaras que escapan a cualquier dominio, presa de un desdoblamiento que jamás podrá recomponerse. Al final, la identidad del sujeto occidental resulta ser una figura sombría y constitutivamente doble, que vive solo en sus carencias y sus olvidos, en sus pérdidas y sus distracciones. Inmemorial y, precisamente por eso, inolvidable.

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Cavalletti, Andrea

Lo inmemorial: el sujeto y sus dobles / Andrea Cavalletti

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:

Adriana Hidalgo editora, 2023

Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_filosofía)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: María Teresa D’Meza Pérez

ISBN 978-987-8969-68-8

1. Filosofía contemporánea. 2. Psicología. I. D’Meza Pérez, María Teresa, trad. II. Título.

CDD 195

Ensayo y teoría_filosofía

Título original: L’immemorabile. Il soggetto e i suoi doppi

Traducción: María Teresa D’Meza Pérez

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Paula Castro

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© Andrea Cavalletti

La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS

Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche

Via Val d’Aposa 7 - 40123 Bologna - Italia

[email protected] - www.seps.it

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-68-8

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
I. En Viena, en los primeros días de 1825...
II. El “sentimiento fundamental”
III. La primera resistencia
IV. El tiempo de la fuerza
V. Propiedad
VI. Panorama
VII. El sueño de nadie
VIII. Lo inolvidable
Acerca del libro
Acerca del autor
Otros títulos
Contratapa

Del pasado, lo que de veras importa es lo que no se recuerda. El resto, lo que la memoria conserva o puede encontrar, es solo un sedimento.

-Furio Jesi

I. En Viena, en los primeros días de 1825...

1. En Viena, en los primeros días de 1825, un joven llamado Meyer da mucho que hablar sobre sí mismo. Tiene catorce años, es de complexión escrofulosa, todavía tiene una voz infantil y no le gusta estudiar. El 17 de enero, de repente y sin causa aparente, cae en los pliegues de un sueño muy profundo. Los padres notifican inmediatamente al médico, quien después de un examen cuidadoso le indica darse un baño, que se le apliquen sanguijuelas en la cabeza y se le administre cloruro mercúrico. Un espasmo se apodera entonces del cuerpo dormido, una especie de trismo: el joven ahora tiene la boca cerrada, apretada, y se vuelve imposible hacerle tragar el preparado. “Antes morir que beber esa mala medicina...”. Al día siguiente, sin embargo, Meyer se despierta sano como un pez, se comporta como si no hubiese ocurrido nada, declara que ha dormido bien, come con apetito. Y luego vuelve a hundirse en su sueño.

Las cosas continúan así durante varias semanas. Luego, el sueño da paso al delirio. Aunque sus párpados siempre están cerrados, ahora el joven manifiesta una gran vivacidad, y expresa los deseos más ardientes: pide pasear en carruaje, a caballo, ir a bailar. En su singular sonambulismo puede, de hecho, dedicarse a estos ejercicios sin la menor dificultad. Por otro lado, responde con coherencia a las preguntas y, aunque nunca se le ve entrecerrar los ojos, lee, escribe o, preferiblemente, juega a las cartas mientras anuncia a los médicos las próximas recaídas o departe con ellos sobre los efectos de los medicamentos. Tras la crisis, Meyer no guarda ningún recuerdo de ella, ni subsiste en él rastro alguno de la afección.

Joseph Frank, el famoso patólogo de la Universidad de Vilna, el filántropo que inspiró el doctor Benassis a Honoré de Balzac, también examina el caso y descarta por completo el fraude. Pero ¿cómo definir entonces el extraño fenómeno? A la pregunta inevitable, el profesor responde con seguridad: ¿cómo lo habrían llamado si los ojos de Meyer hubieran permanecido abiertos? Delirio temporal, por supuesto. Pues es preciso atenerse a este diagnóstico, ya que el espasmo de los párpados no cambia en absoluto el estado de las cosas: se trata, de hecho, de una “enajenación mental periódica” (Frank, p. 36, nota 2).

2. Veinte años después, en un oscuro anochecer de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria escrita en un lenguaje esotérico, Théophile Gautier llega a la Île Saint-Louis, espèce d’oasis de solitude au milieu de Paris [una suerte de oasis de soledad en el centro de París]; cruza el umbral del Hôtel Pimodan, sube tímidamente la suntuosa escalera de Louis Le Vau vistiendo su miserable frac, es recibido con entusiasmo por los invitados y por el hospitalario médico, que inmediatamente le ofrece un platillo con un pâté verdoso. Luego se sienta a la mesa servida donde disfrutará de una comida exquisita y extraña: ahora se ha abandonado a sí mismo sans résistance aux effets de la drogue fantastique [sin resistencia a los efectos de la fantástica droga], e incluso el sublimado cáustico se convertiría en azúcar para él, al igual que el agua ahora se convierte en un excelente vino, la carne, en frambuesa, mientras que los comensales cobran formas cambiantes y aparecen en colores sobrenaturales.

“La alucinación, este extraño invitado, se había instalado en mí”, recordará Gautier. “La experiencia personal es el criterium de la verdad”, glosa Moreau de Tours por su parte. Antes de fundar el Club des Hachichins, el médico llevó a cabo su investigación viajando extensamente por Oriente, y en París repitió muchas veces los experimentos. Por lo tanto, puede hablar en primera persona: recopila observaciones minuciosas, las compara con otras opiniones y testimonios, luego, desafiando la incredulidad de sus colegas, redacta sus ideas en un libro dedicado al maestro Jean-Étienne Dominique Esquirol. Du hachisch et de l’aliénation mentale. Études psychologiques aparece en 1845, pronto se convierte en un pequeño clásico, por lo tanto, en una rareza para bibliófilos. A los ojos de Moreau, la alienación es un mode d’existence à part, una especie de vida interior que extrae elementos y materiales de la vie réelle ou positive, de la que no es sino un reflejo o un eco interno. Su expresión psicológica más típica y completa es el estado de sueño. Por supuesto, antes de que se formulara claramente este principio organicista, la antigua analogía entre las dos condiciones había despertado el interés de médicos como William Cullen y Pierre-Jean-Georges Cabanis, por un lado, y de filósofos como Maine de Biran, por el otro. También en 1845, Frédéric Dubois d’Amiens reunió ambas interpretaciones, reivindicando la importancia de la filosofía frente a sus colegas de la Académie nationale de médecine. Se refirió extensamente a las tesis biranianas, adaptándolas sin embargo a su propio eclecticismo: si durante el sueño el alma está despierta en un cuerpo dormido, la locura para Dubois era el sueño del pensamiento en un cuerpo despierto o incluso sobreexcitado. “El sueño imita la alienación en todos los aspectos”, se leerá cuarenta años más tarde en un lugar destacado de Matière et mémoire: aquí el mimetismo confunde sueño y locura, mucho después de René Descartes y mucho antes de que se discutiera si esta última es en Descartes distinta del estado onírico –de modo que la duda o el cogito excluirían la locura (Michel Foucault)– o en cambio tan solo omitida, y quien sueña sería en verdad “más loco que el loco” (Jacques Derrida).

Henri Bergson había leído Du hachisch et de l’aliénation mentale. Pero ciertamente la tesis de Moureau, tan conocida como radical, va más allá de todo paralelismo y semejanza: entre sueño y locura no hay relación sino indistinción, rêves et délire se confondent à leur origine [los sueños y el delirio se confunden en su origen]. Por tanto, si el pâté verdoso transforma cualquier alimento en otro, esta confusión es tan profunda que transforma, de ser necesario, cualquier alimento en pâté alucinógeno, y de forma igualmente sorprendente. Desde hace una década, y con un gesto raro, en pleno triunfo de la teoría organicista, Charles Lasègue ha separado el sueño de la locura, asignando solo al primero los fenómenos y las visiones producidos por el magnetismo, la droga o los licores, cuando Benjamin Ball (quien era también admirador suyo) transmite un recuerdo instructivo a sus alumnos: “Mi maestro Moreau (de Tours) me decía a menudo que al comienzo de su actividad en la Salpêtrière tuvo la idea de experimentar los efectos del hachís en las histéricas de la sala a su cargo, con reacciones sorprendentes. Sin embargo, presa de un escrúpulo razonable, reemplazó repentinamente las pastillas que solía administrar por pequeñas bolitas de miga de pan: quedó disgustado al notar que se reproducían los mismos síntomas, y con una intensidad aún mayor” (Ball, p. 641).

3. No se fíen de los cronómetros, advierte el escritor. Quince minutos, para él, habían durado tres siglos. Y añade el médico que una noche, en uno de los primeros experimentos con el hachís, tardó muchas horas en dar unos pocos pasos por el passage de l’Opéra. Para su mirada, la larga galería de reflejos parecía ser una extraordinaria sucesión de anuncios vagos y vibrantes, mientras que en lo alto la geometría del lucernario fluía lentamente a lo largo de la línea de las molduras, permitiendo que se filtraran rayos meridianos o inciertos y lunares. El tiempo es el accidente de los accidentes, decían los epicúreos. El tiempo mismo, la medida o la poésie du temps, avec ses illusions [la poesía del tiempo, con sus ilusiones], dirá un día Jean-Marie Guyau contra Immanuel Kant, no es más que un efecto de perspectiva y, sobre todo, de perspective spatiale représentée à l’imagination [de la perspectiva espacial representada en la imaginación] (Guyau, p. 106; Bergson 2, pp. 148-149): el tiempo-efecto cambia con el cambio de foco y de los puntos de distancia de la proyección, expuesto como cualquier sensación óptica a las distorsiones de la locura, a las perturbaciones de la alucinación. “El tiempo no existe sino en relación con la sucesión de nuestros pensamientos”, escribe Moreau de Tours por su parte. En 1855, vuelve a su ya para entonces famoso libro, responde a las críticas con un largo ensayo, precisa sus posiciones. De la sabiduría popular había extraído su primera verdad: La folie est le rêve de l’homme éveillé [La locura es el sueño del hombre despierto], y la ciencia de los contemporáneos la había rechazado. Pero la verdad es una batalla abierta y los aliados pueden venir de lejos. Moreau cita ahora a Baruch Spinoza: “El error es un sueño en estado de vigilia [est vigilando somniare], y si se manifiesta por completo se llama delirio” (Tractatus de intellectus emendatione, § 64, nota; Moreau de Tours 2, p. 386). Entonces, ¿qué pasaría, se pregunta el médico, si alguien recuperara la razón después de quince o incluso treinta años? “Exactamente lo que habría pasado si se hubiera despertado después de algunas horas de sueño: se sorprendería de no encontrar todo como estaba cuando la locura lo asaltó. Sus ojos buscarían los mismos objetos; sus afectos, a las mismas personas [...] Le costaría mucho reconocer a sus propios hijos en los adultos que encontraría ante sí; no estaría muy seguro de sí mismo: ¿De dónde salieron estas arrugas, estas canas, estos signos de vejez?” (ibíd., p. 393). Todo alienista ha sido testigo de semejantes resurrecciones, ya que, al igual que el sueño, la locura divide la vida en dos. O, mejor dicho, quien sueña o delira entra en un mundo aparte, accede a una existencia nueva, independiente, que toma el relevo de la otra y la reemplaza. Así, el mal multiplica las vidas de la persona alienada, ya que transforma y duplica su personalidad. Y la mutación debe ser integral, ya que el yo es uno y no múltiple, porque un cuerpo no se moverá simultáneamente en dos direcciones opuestas, ya que el ánimo afirma o niega, y no puede negar sin dejar de afirmar, no puede sufrir dos modificaciones ni vivir simultáneamente de maneras que se destruirían mutuamente: “O se razona o no se razona, o se está loco o no se está, y no se puede estar loco a medias, tres cuartos loco, de frente o de perfil” (ibíd., p. 403).

Donde el yo es idéntico a sí mismo, las personalidades, a diferencia de la comida, se multiplican pero no se confunden. Y su límite no podría ser más claro: la memoria, bien dice Moreau, renueva las relaciones interrumpidas sin llenar el vacío ahora ya abierto en la existencia. El yo es uno, y su vida debe dividirse al menos en dos: estará ya sea alerta, ya sea dormida, lúcida o ensoñada, será racional o irracional. La división entre lo normal y lo patológico se remonta aquí a la disyunción de la vigilia (actividad) respecto del sueño (pasividad), y la refleja disponiendo un orden coherente de valores. Aquí, donde las etapas se suceden sin confundirse, prevalece la asimetría y se establece de antemano una jerarquía. Por tanto, si se pasa en bloque de una vida a otra, es porque una vida –delirante o extática, presa de la locura o de los estimulantes– es solo una laguna de la otra, su tiempo es solo la suspensión de otro.

Aquí, donde el yo es uno, la alternativa y el orden se imponen juntos: la existencia siempre será “primera” o “segunda”, por lo tanto activa o pasiva, verdadera y sana o enferma y parasitaria, profunda y esencial o convencional, fiel a sí misma o cambiante.

Aquí, a la mesa en el salón del Hôtel Pimodan, el uno no puede dejar de multiplicarse y los múltiples se alternan y se amontonan en el uno: cada invitado ocupa su lugar mientras realiza o sufre las más extrañas metamorfosis, y es como si en él se alternaran o se fusionaran las voces del empirista, del espiritualista y del crítico, de quienes admiten solo la multiplicidad de los estados psicológicos y de quienes reconocen en cambio la unidad inalterable del yo, ya sea en la sensación o en la intuición intelectual.

4. Frank habla del joven Meyer, que vive con los ojos cerrados (Frank, p. 65, nota 1). Moreau llama la atención sobre el caso, tomado de Philippe Pinel, del cura atormentado por las peores pesadillas: este sueña que sus amigos más cercanos conspiran contra él, y los oye acercarse, ya decididos a matarlo, ve multiplicarse los asesinos, se cree el blanco de sus disparos mortales, y mientras sueña y sufre, tiene los ojos abiertos, escucha el sonido de las campanas, cuenta las horas de la noche. De hecho, las condiciones externas pueden cambiar, del sueño a la vigilia, pero el sueño, escribe Moreau, puede continuar, atravesar un estado, invadir otro, transformarse en delirio.

En octubre de 1858, Étienne Eugène Azam, un cirujano de Burdeos, hijo de un alienista y a su vez apasionado por la psicología, conoce a Félida X. Nacida en 1843, la chica sufre desde hace unos meses una alteración muy extraña: su personalidad cambia de una manera tan rápida e intensa que parecería legítimo preguntarse si realmente no tiene dos vidas diferentes. Con estas palabras, el 20 de mayo de 1876, Azam presentará el caso a la Académie des sciences morales, especificando de inmediato que Félida no tiene como tal una “doble conciencia”, no cree que se haya transformado en otra persona, como la paciente de William Benjamin Carpenter, en un viejo clérigo (Azam 1, p. 486). Más tarde, por supuesto, también bajo la influencia de Victor Egger, el filósofo apreciado por Bergson, Azam corregirá más de una vez su propio diagnóstico: reconociendo primero un fenómeno de duplicación de la personalidad, luego de doble personalidad, o incluso llegando a desdecirse (doble sería no la personalidad sino precisamente la conciencia de la enferma). “Yo”, “persona”, “carácter”, “conciencia” o “personalidad” eran, por otra parte, los carteles precarios de un terreno muy poco explorado en ese momento, aún confundidos en una capa de sinonimias. En 1887, sin embargo, Azam reúne sus estudios sobre Félida por primera vez en el clásico Hypnotisme, double conscience et altérations de la personnalité. Y Jean-Martin Charcot, al escribir el prefacio, inscribe al médico y a su paciente en las filas de la École de la Salpêtrière: tanto el sujeto como la naturaleza de los fenómenos –declara– caen dentro del cuadro de la hipnosis histérica.

Por supuesto, con respecto a la histeria, Azam no tiene dudas. Como tampoco duda de las amnesias de Félida: antes bien, las atribuye a un defecto en el flujo sanguíneo, que en ocasiones irrigaría solo uno de los hemisferios cerebrales de la joven, arrojándola a la muy extraña condición del “sonambulismo totale”. Nunca se había visto, de hecho, una sonámbula tan perfecta, plenamente capaz de pensar, que no duerme en absoluto y que resulta, por tanto, hipnotizable, como si estuviera en un estado normal de vigilia. La fase “segunda” se instala en ella dominando todas las funciones vitales, más aún, dándole una energía antes desconocida. Y la joven vive ahora una existencia nueva y más rica. ¿O sería mejor decir que tiene una nueva personalidad? ¿O quizás una conciencia? Mientras su maestro presenta el libro de Azam, Georges Gilles de la Tourette dedica a Félida un capítulo de L’Hypnotisme et les états analogues au point de vue médico-légal, y responde con la seguridad que da la práctica: “Cuando los accesos son lo suficientemente largos, el sonámbulo parece tener, por así decirlo, una doble vida, por el simple hecho de encontrarse alternativamente inmerso en dos estados, uno normal y otro patológico. Al despertar, rige el olvido, y esto es suficiente para que las dos fases de la existencia se distingan entre sí. Aquí, por tanto, hay una verdadera doble vida, incluso más que un doublement de la personalidad, término acuñado por la medicina mental e inadecuado en esa circunstancia” (Gilles de la Tourette, p. 245). Pero la pregunta permanece abierta, al menos hasta su eco del siglo XX:

Lo que el psicoanálisis considera inconsciente –observa Gilbert Simondon– debería ser considerado en efecto un contra-yo, un doble que no es un yo verdadero porque nunca está dotado de actualidad; y solo puede expresarse a través del sueño o de los actos automáticos, no en el estado de actividad integrado. Quizás la idea del desdoblamiento de la personalidad de Janet está más cerca de la realidad que la idea del inconsciente, que se ha afirmado desde Freud en adelante. Sería mejor hablar, sin embargo, de una duplicación [doublement] de la personalidad, de una personalidad-fantasma, que de su desdoblamiento [dédoublement]. Dado que no es la personalidad actual la que se desdobla sino otra personalidad, un equivalente de la personalidad, que se constituye fuera del campo del yo como se forma una imagen virtual, para el observador, más allá de un espejo sin estar realmente allí. Si hubiera un verdadero desdoblamiento de la personalidad, no podría hablarse de estado primero y estado segundo; incluso si el estado segundo ocupa más tiempo que el primero, de hecho no tiene la misma estructura y, por lo tanto, puede reconocerse como segundo” (Simondon, p. 286).

De ese modo Simondon corrige a Sigmund Freud, volviendo sobre los pasos de Pierre Janet, y corrige a Janet encontrándose al final no lejos de Gilles de la Tourette, como si él también hubiera recorrido la rampe admirable junto a Gautier, para ser acogido un siglo después (no crean en los cronómetros ni en los calendarios) en el extraño club de Moreau de Tours. C’est lui!, c’est lui! [...] –un coro de voces parece saludarlo, como aquel día– qu’on lui donne sa part! [¡Es él!, ¡Es él! ¡Que le den su parte!]. Allí donde se da la individuación, aunque entendida –en los conocidos términos simondonianos– como un proceso plural, como un nacimiento continuo, como una sucesión de “equilibrios metaestables”, todavía rigen la suspensión, la duplicación y la jerarquía. Justo cuando vivre est perpétuer une permanente naissance relative [vivir es perpetuar un nacimiento relativo permanente], el uno no deja de ser dos, el primero no puede dejar de duplicarse, mientras lo real se separa de lo virtual; la verdadera personalidad, de su reflejo patológico.

5. Como el joven Meyer, como luego la famosa Léonie, la paciente de Janet, Félida no guarda el recuerdo de las crisis. O, mejor dicho: en la vida normal se olvida de la otra, mientras que en la segunda recuerda la primera. Así, donde aparece una laguna, la continuidad afirma su predominio. Pero ¿basta con que una vida sea incapaz de recordar para que pueda constituirse como sana? Y lo que se presenta como vacío, ¿es realmente una carencia? “Normal” y “primero”, contesta Azam, no tienen de hecho un valor absoluto, sino relativo a la enfermedad:

Al llamar normal a uno de los estados de Félida, no quise decir ‘estado de salud perfecta’. Lo nombré así solo comparándolo con el otro, y no encontré una palabra más adecuada. Pero, en verdad, ninguno de los dos estados es normal; ya que, como he explicado, Félida es histérica [...]. No tengo pues ninguna dificultad en admitir que ambos estados son morbosos, aunque creo que uno –y a falta de un término mejor lo llamo normal– se parece más que el otro a la vida anterior, que es completamente desconocida y nunca ha sido perfectamente sana, aunque no haya despertado preocupación en las personas cercanas a Félida (Azam 2, p. 126).

Sin embargo, esta respuesta confirma que el principio regulador es el de una anterioridad imaginada, el de una continuidad originaria y a su vez inmemorial. Normal es la condición que el médico presume, que Félida no logra recordar (ni siquiera bajo hipnosis) y que sus seres queridos nunca han conocido (al no poder distinguirla de la que no les molestaba, si bien ya estuviera minada por el mal). Normal es la condición que nunca ha aparecido; excepto, se diría, en negativo, en su proyección más oscura. A veces, de hecho, durante su adolescencia, Félida experimentaba un estado especial, de agitación tan repentina como intensa, que la arrojaba al pánico y le cortaba el aliento. Entonces se encontraba inmersa en la más pura y total extrañeza y, al no identificar rostros conocidos ni cosas familiares a su alrededor, solo podía gritar: “¡Tengo miedo...! ¡Tengo miedo!”. Gradualmente, después, estas crisis fueron desapareciendo, para dar paso, hacia los treinta años, a la simple alternancia. Solo entonces la historia de Félida podía desarrollarse –vista “desde arriba”, como escribe Azam– en su cronología ordenada: desde la fase normal, de la personalidad que vino al mundo con el nacimiento, hasta la vida duplicada por la amnesia, y finalmente hasta la tercera fase, nouvelle et différente par son intégrité [nueva y diferente por su integridad]. Solo desde esta perspectiva el fenómeno alcanzaba la regularidad ordenada del devenir biográfico: y los periodos de crisis y curación, los recuerdos y las amnesias, las continuidades y las suspensiones temporales podían sucederse... confirmando que todo, en psicología, es un effet de la perspective [efecto de la perspectiva]. Así, con los ojos cerrados, el joven Meyer anunció la evolución de la enfermedad a los médicos, y mientras tanto, irónicamente, les indicaba el punto de observación correcto. Era la posición del yo y al mismo tiempo su punto de mira, aquel donde el autor y el sujeto, la actualidad y la biografía se superponen, y donde todo confluye y se divide, siendo del observador y de lo observado, mío y ya no mío. Los psicólogos, dirá Bergson, buscan el yo, y pretenden encontrarlo en los estados psicológicos, pero la variedad de estos últimos se ha obtenido “transportándose fuera del yo para tomar una serie de notas, de anotaciones sobre la persona, de representaciones más o menos esquemáticas y simbólicas” (Bergson 6, pp. 193-194).

Parece que el joven Meyer en sus alienaciones periódicas y, como él, la segunda Félida llegan al punto de separación que es el único a partir del cual podría constituirse una unidad del sujeto. Esta es, quizás, la posición del yo actual, que (de una forma u otra es siempre esquemática, fragmentaria o simbólica) hace que el pasado vuelva a uno, se lo apropia y se vincula con él. Quizás en Meyer y en Félida (como en todos los que se hallen bajo el efecto de las pócimas verdosas), la estructura común del sujeto se descompone y se expone; quizás los seres humanos viven confesando en los gestos más comunes y traicionando en cada palabra que la memoria de sí mismo exige un sí mismo imposible de recordar, que la identidad individual implica escisiones y lagunas, que la presencia es la promesa de su crisis y que el centro pulsante de la conciencia está vacío. Si un yo mismo secundario o loco siempre podría ocupar mi lugar, es porque ya estoy duplicado en el sueño, porque solo una duplicidad restituye la unidad, solo en la división se reafirma y mantiene la continuidad biográfica...

II. El “sentimiento fundamental”

6. “Por más que pueda afirmar que de repente me he convertido en otro”, señaló Edmund Husserl en 1931, “[...] por más que una personalidad pueda escindirse, todas estas escisiones se logran como escisiones de un polo-yo idéntico, que permanece en ellas” (Husserl 3, p. 254). Más de medio siglo antes, en 1876, la Revue scientifique había publicado la respuesta de Paul Janet a la invitación del director Émile Algave: “Mi querido amigo, me pidió usted un artículo sobre la curiosa comunicación de Azam [...] No creo sin embargo que el caso presente mayores dificultades que las del sueño o el sonambulismo, del cual no representa más que un desarrollo muy llamativo”. Y si en un caso u otro el yo puede aparecer como doble –continuaba el filósofo–, debemos preguntarnos en qué consiste su unidad. De hecho, es muy diferente decir “soy yo” o “soy un tal yo”, “yo soy” o “yo soy Pedro o Pablo”. “Cuando Descartes dice Cogito ergo sum,no añade sum Cartesius. Poco le interesa ser Descartes u otro, ya que lo que está afirmando es su existencia pura y nada más. Ahora [...] puedo olvidar mi nombre, mi edad, el lugar donde vivo, sin por ello dejar de ser yo” (Paul Janet, p. 574). Así, Janet distinguía (y a su manera permaneció fiel a Maine de Biran) el sentimiento de individualidad del sentimiento fundamental de existencia: el primero se refiere al perfil externo del sujeto, el segundo, al yo fundamental. Si el sentimiento de la individualidad, que determina pero no constituye el yo fundamental, puede faltar o permanecer en la sombra, puede quedar a merced de los malentendidos y el engaño (el error in persona del derecho), nada podría perturbar el sentimiento de la existencia pura. La vida –según una tesis que Bergson reanudará a su manera– puede aparecer como doble, al menos en el plano externo, pero seguirá siendo esencialmente una. Y es precisamente “de la existencia pura de donde los psicólogos deberían partir cuando se ocupan de la unidad y la identidad del yo”. Estas ideas, concluyó Janet, ciertamente deberían desarrollarse...

7. Al negar la novedad del dédoublement y atribuyéndola al fenómeno general del sonambulismo, el espiritualista Janet minimizó la importancia del caso de Félida, pero al devolverle el tenor filosófico aún evidente para Biran, Georg Wilhelm Friedrich Hegel o Arthur Schopenhauer, lo situaba en el centro de la problemática moderna del sujeto mostrando su clara ascendencia cartesiana. Y antes bien podría observarse que de este modo puso de manifiesto, con las palabras más precisas y acertadas, una dificultad en torno a la cual confluirán los más grandes intérpretes del siglo XX, que se remonta aún al pasaje del cogito al sum –o al “insidioso ergo [verfängliches‘ergo’]” (Heidegger 2, p. 161)– y que es por lo tanto indistinguible de otras más clásicas, y nunca completamente resueltas, de la sustancialización cartesiana del pensamiento y de la naturaleza (silogística o no) del cogito ergo sum.

Recuérdese el desacuerdo entre las interpretaciones de Ferdinand Alquié y Martial Guéroult, una batalla cartesiana tardía que se remonta primero a las lecturas canónicas de Étienne Gilson y Léon Brunschvicg y se prolonga de alguna manera en la igualmente dura pero más explícita y conocida disputa entre Foucault y Jacques Derrida (quien también citará a Guéroult contra su oponente), retomada más tarde por Jean-Luc Nancy (Ego sum, 1979) sin que Foucault diera señal alguna de tener conocimiento de ello. En 1955, cuando habían pasado dos años desde la publicación de la gran obra de Guéroult, Descartes selon l’ordre des raisons, Alquié inauguró el curso titulado Science et métaphysique chez Descartes en la Sorbona planteando la pregunta de manera directa: ¿por qué el cogito y el sum están en primera persona? Para responder, anunciaba a la audiencia, es necesario tratar directamente los textos de Descartes y en primer lugar las respuestas a Gassendi, renunciando al examen de la discusión contemporánea, de la que apenas daba cuenta, citando rápidamente, además de las páginas de Guéroult (el ensayo Le Cogito et la notion “pour penser il faut être” se remontaba por lo demás a 1937), los textos canónicos de Henri Gouhier y el entonces reciente estudio de Ginette Dreyfus (Discussion sur le “Cogito” et l’axioma “Pour penser il faut être”, 1952). La elección era en sí misma polémica, y de hecho Alquié había indicado inmediatamente cuáles eran sus blancos:

¿Por qué el cogito, por qué el sum está en primera persona? ¿Cómo sabe Descartes que lo que piensa es él? ¿Por qué en lugar de decir “hay pensamiento”, “se piensa” o incluso “un ser piensa” [...] dice: sum, “este ser soy yo”? Brunschvicg [...] estaba particularmente escandalizado por este cogito en primera persona, le habría gustado que Descartes dijera: “Yo dudo, luego Dios es”, le habría gustado que se pasara inmediatamente de la duda a un pensamiento universal, impersonal (Alquié, p. 152).

Por lo tanto, al apuntar a Brunschvicg, Alquié podía acertar el golpe a su fuente, que por otro lado era un blanco bien conocido para su audiencia. En efecto, se trataba del fundamental“Commentaire”al Discours de la méthode (1925), que le había valido a Gilson, en 1929, el elogio público de Husserl: “[...] gracias a nuevas investigaciones y especialmente a las bellas y profundas de los señores Gilson y Koyré, sabemos cuánta escolástica se desliza en secreto y como prejuicio no aclarado en las Meditaciones de Descartes” (Husserl 2, p. 9; p. 63). En esa obra temprana, después de recordar el Sum, ergo Deus est [Soy, por lo tanto Dios existe] de las Regulae ad directionem ingenii [Reglas para la dirección de la mente], el gran historiador de la filosofía observaba que el texto del Discours básicamente parece solo “constatar” que la intuición de la existencia personal y la de la existencia divina “se implican mutuamente, dando lugar a una deducción cuya fórmula podría ser: Dubito, ergo Deus est [Dudo, por lo tanto Dios existe]” (Gilson, p. 315). Desde la famosa monografía “René Descartes”, de 1937, Brunschvicg citará varias veces esta formule concentrée, tan coherente con su interpretación del moi cartesiano como sujet d’une pensée universelle, y por tanto con la crítica de la lectura subjetivista y solipsista y la concepción del cogito como intuición sintética que une la existencia del yo con la de Dios o, más bien, que avant d’être l’intuition du moi [...] est l’intuition de Dieu [antes de ser la intuición del yo, es la intuición de Dios] (Brunschvicg 3, p. 58). Basado en la idea cartesiana del infinito en acto, Brunschvicg define la naturaleza divina y la del pensamiento con un solo gesto: “El Dios de Descartes no está por encima del cielo sino en las profundidades del hombre, tan inmediato como el cogito, o, mejor aún, inmanente en el cogito” (Brunschvicg 2, p. 34). Solo si la divinidad tiene el mismo carácter que la intuición, solo si una inmediatez común une el cogito al Deus, si el ser supremo es, por así decirlo, intuitivo, entonces la intuición no podrá escapar de su dios ni de sí misma, solo podrá intuirse a sí misma en lo divino y, en sí, a la divinidad misma. Así como el cogito procede del dubito, el ego (sum) deriva del Deus (est): la duda y el dios estarán, por tanto, unidos en la proposición fundamental (o, precisamente, concentrée). Dubito,ergo Deus est: la fórmula de Gilson resume eficazmente la cartesiana, cuando el cogito no puede ser solo personal, cuando la primera persona ya no pueda ser la primera.

8. Así con Brunschvicg. ¿Y Guéroult? “Para Guéroult, quien en este punto parece querer justificar a Descartes en contra de Brunschvicg, el ‘yo pienso’ es un yo pensante en general, es una naturaleza intelectual en general, una esencia pensante cualquiera” (Alquié, p. 153). En cuanto a Alquié, no puede ser de la misma opinión: “Por supuesto, es cierto, como observa Guéroult, que el ‘pienso, luego soy’ [1] obviamente no significa ‘yo soy René Descartes’. Pero, al menos que yo sepa, nadie ha podido sostener algo tan absurdo, en el sentido entendido y rechazado por Guéroult”. Es obvio, de hecho, que después de la duda Descartes no puede afirmar “yo soy René Descartes”: no está seguro de si tiene cuerpo, manos, nombre o padre... Pero está seguro de que es un yo.

Esto no tiene nada en común con la afirmación kantiana “yo pienso”, el famoso Ich denke, que es un vínculo necesario entre todas mis diferentes representaciones. El yo afirmado es en verdad un yo mío, es un yo sin duda imposible de nombrar, pero es el yo que vivió la Primera Meditación, el yo que dudó, el yo, si así puede decirse, que se batió con el genio maligno y resistió a él, es este sujeto que [...] tenía miedo de ser engañado y que ahora aparece, se afirma, se personifica, se precisa (ibíd., pp. 153-154).

Volvemos a mencionar la posición de Paul Janet: cuando Descartes dice cogito ergo sum, no agrega Cartesius... Puedo olvidar mi nombre, mi edad, mi casa, sin dejar de ser yo, puedo perder el sentimiento de individualidad y no el de esa “existencia pura” a la que el cogito permanece ligado. El sujeto pensante es un yo, en términos de Alquié, porque es un yo que ha dudado. O, más bien, porque entretanto el pensamiento no ha dejado de pertenecer al yo: “En la prolongación de la duda, puedo separar de mí todo lo que es cuerpo, alma vegetativa, etc. Pero lo que no puedo separar de mí en modo alguno es el pensamiento [...] Descartes [...] no aísla un intelecto puro [...] sino mi propio pensamiento”. Así, la lectura autorizada pone el acento en el sive existo, indicando el verdadero descubrimiento cartesiano en el ser del yo pensante: “No es un intelecto puro el que daría su sentido al ser; es un ser cuyo atributo es el pensamiento, cogitatio” (Alquié, p. 175), y que por ello puede realizar, como dirá Foucault, “un ejercicio controlado, dominado de principio a fin”, resistiendo y concretándose, más allá de toda duda, como ser pensante personal. Recordemos, por tanto, a Paul Valéry: “Ningún filósofo se había expuesto tan deliberadamente en el escenario de su propio pensamiento, pagando con su persona, arriesgando el yo a lo largo de páginas y páginas [...] en el esfuerzo de comunicarnos el desarrollo de su drama y sus estrategias interiores [...] para que pudiéramos hacerlas nuestras, y volvernos semejantes a él: es decir, vacilantes, y luego resueltos como él [...]” (Valéry, p. 826). E incluso antes de eso, recordamos a Alfred Fouillée, quien en su Descartes (1893) rechazó decididamente la posibilidad del pensamiento impersonal, afirmando una constante conciencia o sentimiento de la identidad, independiente de la reflexión: “Podemos sentir, pensar, actuar sin reflexionar sobre nuestro yo, pero lo sentimos de todos modos. Alfred de Musset dice que ‘pensamos en todos los que amamos, sin saberlo’; y así, sin saberlo, pensamos en nosotros mismos. Descartes tiene, entonces, todo el derecho a poner su cogito en primera persona del singular y, por ende, una conciencia en forma personal” (Fouillée 1, p. 100). Pero la forma siempre sigue siendo solo una forma, y “lo único que es inmediato y cierto [...] es un estado de conciencia cualquiera [...] tal como es cuando este se produce”. Lo que de otro modo “confundo con el ‘sujeto’ del pensamiento”, continuaba Fouillée con palabras realmente similares a las que utilizará el joven Jean-Paul Sartre contra Husserl, “es en realidad un ‘objeto’; es un yo concebido y pensado que erijo en yo pensante [...] y que tomo por un dato inmediato de la conciencia” (ibíd., p. 101). Por tanto, después de todas las discusiones en torno al cogito “que han convulsionado a la filosofía moderna”, se impone una limitación: “Yo pienso, luego existe un ser que piensa y se piensa según la idea del yo; [...] esta es la única conclusión a la que tenemos derecho a llegar hoy” (ibíd.). La primera persona del cogito, dirá Jean Wahl algún día, “indica que Descartes, a diferencia de William James cuando decía: ‘él piensa en mí’, inmediatamente advierte la presencia de su persona, no la persona Descartes que actúa y vive como la definiría un Kierkegaard (quien diría además ‘pienso, luego no existo’), sino la persona Descartes en cuanto piensa” (Wahl 3, p. 16).

Evidentemente, Alquié comparte esta posición. Si la atención de Wahl se centra en la precisión del propio cogito, Alquié se adhiere, sin embargo, a la indiscutible provisionalidad de la duda y, por lo tanto, debe prolongarla adaptándola a una continuidad biográfica (desde “el yo que dudó” hasta “el yo que vivió [...] que luchó”); así, mientras insiste en el aislamiento radical del ego (que ya no ve nada seguro a su alrededor), paradójicamente termina dejándolo un poco menos solo, o en compañía de sí mismo y de sus vicisitudes; al concebir la novedad exclusiva del cogito como un acto instantáneo inseparable de la duda, revoca la duda justo cuando podía existir y socavar la misma consistencia del “yo que dudó”, su certeza de que es una persona.

Quizás, se podría observar, Guéroult no había sido tan ingenuo. Y quizás Brunschvicg –quien dedicará páginas admirables de su último trabajo a la relación del cogito con el escepticismo de Michel de Montaigne– había tenido una visión larga, al reconocer la presencia de la idea de infinito en la plena evidencia del ser, y al afirmar que si la duda hiperbólica y el cogito se unen en la intimidad de la conciencia, la infinidad de la duda revela la infinidad de Dios. O quizás esa “existencia pura” que ya no corresponde al “sentimiento personal” (Paul Janet) no es un “se piensa en mí” ni un yo que, al dudar, se aclara o se identifica, no es de ninguna manera concebible como un “remanente del mundo”.

9. “Habría una gran necesidad de desarrollar estas ideas [...]”. El deseo de Janet no podía ser satisfecho en las disputas entre exégetas e historiadores, ya que eran las propias ideas cartesianas las que requerían un nuevo desarrollo. La existencia, de la que los psicólogos parten “cuando se ocupan de la unidad y la identidad del yo”, requería nada menos que una mirada capaz de disolver la paradoja de la diferencia y de la inevitable identidad de lo trascendental y lo empírico, es decir, la paradoja en la que la psicología y la filosofía seguían implicadas de todos modos, aún en su supuesta separación. Para aproximarla en su pureza, se necesitaba un intento que no se limitara, como el de Franz Brentano, a reformar la psicología, sino que partiendo de la psicología de la intencionalidad volviese a Descartes para ir más allá de Brentano y, atravesando la misma “vía cartesiana”, finalmente se atuviese a la evidencia absoluta del yo puro y llegase a la consideración de la propia subjetividad operante. La frase de Janet: Peu lui importe, qu’il soit Descartes ou un autre [Poco le importa que sea Descartes o algún otro] no podía, entonces, revelar su verdad en la forma del sujeto que dudó, temió, vivió, que –de nuevo en palabras de Alquié– es “al mismo tiempo intelecto, voluntad, imaginación y sensación, es decir, todo lo que es, en el sentido general de este término [...] conciencia”. No, a la altura del peu lui importe, o sea, de la existencia pura del cogito, solo podría ponerse el “espectador desinteresado”, que cada vez alcanza lo indudable operando la epojé sobre sí mismo y sobre su misma conciencia del mundo. En definitiva, ese peu lui importe solo podría ser verdadero si lo pronunciara “alguien que, con cierta ingenuidad y en una determinada situación histórica, se hubiera sentido atraído, por así decirlo, a la epojé” para encontrarse a sí mismo, más allá de cualquier contingencia, “en una singular” o imprecisa “soledad filosófica”. Así, el ego, en la visión extrema de Husserl, no es un superviviente de la lucha con el genio maligno que “ahora se afirma, se personifica, se aclara”, sino que se llama “yo” solo por un equívoco, y corresponde a la posición “absolutamente apodíctica”, alcanzable precisamente desde la propia epojé, que con un esfuerzo problemático e inagotable “debe ser seriamente implementada y debe persistir