Lo que alcancé a contarte - Mariela Michelena - E-Book

Lo que alcancé a contarte E-Book

Mariela Michelena

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Con el sentido de urgencia y la honestidad que una metástasis impone, la psicoanalista y escritora Mariela Michelena repasa su intensa vida en un encuentro imaginario con su sobrina. Haciendo gala de su natural sentido del humor y su capacidad para emocionar al lector, la autora articula el relato de su vida en las relaciones que la han convertido en la mujer que es, entre las que destacan: sus hermanas, su abuela, sus primeros amores, la hija que no tuvo, las amigas y Fernando. Sabiendo que en el viaje final que haremos todos es mucho más importante lo que dejamos en tierra que lo que embarcamos con nosotros, Mariela decide contar a su sobrina las historias que aún no se había atrevido a compartir. Cumple así con la promesa de contarle su vida y, de paso, reconocer a ese libro bastardo que había publicado con pseudónimo tiempo atrás. Y decide contarlo porque, habiendo tenido que aprender a vivir sin hijos, sin nietos y sin pechos, no piensa aprender a vivir sin palabras.

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MARIELA MICHELENA

Lo que alcancé a contarte

Primera edición en esta colección: agosto de 2023

© Mariela Michelena, 2023

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2023

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-19655-55-4

Ilustración de cubierta: Corina Michelena

Fotocomposición y diseño de cubierta: Grafime Digital S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A mis sobrinos,

a mis ahijados,

representados por Patricia,

que es las dos cosas.

«Florecemos en un abismo».

RAFAEL CADENAS

«No es que morir nos duela tanto.

Nos duele más vivir».

EMILY DICKINSON

Índice

Quiero que me cuentes tu vidaSin nietosCita1. Una señal2. No me puedo quejar3. Susanita4. El gran momento5. Llegar a tiempo, llegar temprano, llegar tarde6. Segundo marido7. La doctora Arriaga8. Diagnósticos, mudanzas y tratamientos9. La habitación - Los diarios10. La renuncia11. A veces lo miro12. La historiaA la mañana siguiente…Agradecimientos

Quiero que me cuentes tu vida

Querida Patricia:

No lo he olvidado.

La última vez que estuviste en Madrid me dijiste:

—Tía, cuando volvamos a vernos, quiero que me cuentes tu vida.

Entonces soñé con esa próxima vez. Pondría en tus manos Sin nietos. Tú lo leerías aquí en mi casa, en una noche, de un tirón, y, al día siguiente, nos íbamos a tumbar cada una en un sofá para tener una conversación larga, de un viernes completo, a pierna suelta. Sabía que, abrazadas, lloraríamos mi pobre suerte, que nos reiríamos de mí, que algún secreto tuyo saldría a relucir. Porque, como tú dices, yo soy buena, muy buena, sacando información. Sabía además que se te ocurrirían un montón de preguntas, y que tus preguntas me obligarían a pensar, a tomar partido, a definir posturas, a explicarme, a estrujar respuestas de rincones perdidos del pensamiento y del recuerdo. Sabía que terminaríamos exhaustas. ¡Y que por primera vez me tomaría un whisky con una de mis sobrinas!, porque esa conversación de mujer a mujer tendríamos que coronarla con un whisky.

Sabía que ese sería un encuentro inolvidable para las dos, que tú guardarías el libro, que conservarías las historias dobladas, con cuidado, en tu memoria. Y llegado el momento lo compartirías, primero con tu prima Inés, y después con el resto de la familia. Sonaba bien. Casi podría decirte que sonaba fácil.

Desde entonces, han pasado cuatro años, una pandemia, una guerra que no termina, y varias catástrofes naturales que amenazan con acabar el mundo. Tú sigues mudando tu residencia de país en país, y a estas alturas de mi vida, y de mi muerte, ni nos hemos vuelto a ver, ni sabemos si finalmente habrá una próxima vez.

Desde que viniste durante la última quimio, mi salud no ha dejado de tartamudear. Se atasca en alguna sílaba imposible, parece que nunca más saldré adelante, y hasta que consigue escupir la palabra perdida —el diagnóstico, el tratamiento, las secuelas, los efectos secundarios…— sufrimos todos. Así voy y aquí sigo. Muriéndome cada dos por tres y a la vez incombustible, con la misma inmortalidad de mi mamá.

Mientras te escribo esto, suena en mi teléfono el recordatorio de la aplicación de cirugía torácica que dice que solo me faltan doce días para la siguiente operación. Me pregunta si ya me cepillé bien los dientes, me recuerda que tengo que hacer los ejercicios de respiración y me regaña porque a estas horas de la mañana todavía no he salido a caminar. Así estoy estos días, asustada y sin saber muy bien en qué dirección sería mejor contar los días. Los que me faltan para la operación los cuenta mi teléfono. ¿Cuento los que llevo vividos, los que hace ya que no nos vemos, que no nos reunimos en familia? ¿Los que me esperan —terribles— las próximas semanas, los que me quedan por vivir? ¿Llegaré a contar meses, algún año, tal vez?

Por eso me apresuro a escribirte, no vaya a ser que no sea yo tan inmortal como tu abuela y que de alguno de estos atascos no consiga salir.

Patricia, cuando escuchas el borde afilado de tu espada de Damocles pegada al cuello, no es fácil decidir si te mueves o si te quedas quieto. Yo me he sentido muchas veces como si estuviera en la sala de embarque de un vuelo que anuncia en letras luminosas: «Vida eterna». Y, mientras sale el avión, no sabes si pasearte por el duty free a comprar una crema antiarrugas, cuyos resultados no te dará tiempo a admirar, o tomarte un par de whiskys en el bar. He pasado meses sentadita en esa sala de embarque, arrepintiéndome de todos mis pecados —por si acaso—, descalza —porque no quiero morirme con las botas puestas— y con los labios bien pintados de rojo —porque así es como yo soy más yo—.

Pensé en el equipaje, ¿qué me llevo conmigo?, ¿dónde lo guardo? Y descubrí que la mochila más importante no es la que subo en el avión, sino la que dejo en tierra, lo que siembro para que crezca cuando yo ya no esté. Un día caí en la cuenta de que ese vuelo no lo pierde nadie, Patricia, cuando salga mi avión yo iré volando dentro, esté donde esté. Salí del aeropuerto, abandoné la pausa de esa sala de embarque y sigo viva. Por eso vuelvo a escribir. Por eso puedo cumplir mi promesa de contarte mi vida y, de paso, reconocer a ese libro bastardo que publiqué con seudónimo hace ya tanto tiempo.

Como no es seguro que volvamos a vernos me distraigo imaginando el encuentro. Lo estoy viendo:

Yo pongo en tus manos un librito rosa con una portada en la que se ve a un osito de peluche bocaabajo y que lleva por título Sin nietos. Historia de una maternidad perdida, por Marta Aguilar.

Y tú no entiendes cómo es que un libro escrito por una desconocida va a abrirte las puertas de algunos episodios importantes de mi vida. Me pones esa cara de extrañeza que tú sabes poner, de:

—¿Perdóóón? ¿Marta Aguilar? ¿Sin nietos? Pero ¿qué me estás contando?

Y yo te explico:

—Este es un libro que publiqué hace más de quince años con seudónimo.

—¿Con seudónimo, tía? ¿Y por qué con seudónimo?

—Cuando lo leas, lo entenderás. Cuento cosas muy íntimas y en esa época intentaba forjarme una reputación como psicoanalista en un país extraño. Publicar un libro como Sin nietos, con mi nombre, no hubiera sido una buena manera de conseguirlo. Hace quince años, ese librito habría supuesto un pequeño escándalo entre mis colegas, que no me habrían perdonado el ejercicio de sinceridad. ¡Nadie habría confiado en mí para remitirme pacientes! Puede que aún hoy no me lo perdonen; o a lo mejor me equivoco y podría confiar más en mi gente, pero en aquel momento no me atreví a averiguarlo.

—Ok, entiendo. ¿Y Marta Aguilar?

—El nombre no lo elegí yo. Creo que cualquier nombre que yo hubiera escogido habría tenido alguna resonancia para mí, por muy oculta que estuviera, y yo quería alejarme de esa historia tanto como me fuera posible, así que le pedí al editor que se encargara de bautizar a mi alter ego y de inventarle una biografía digna.

—¿Y este título, Sin nietos? ¿Y esta portada rosa tan cursi, tía, también los eligió el editor?

—No, mi corazón. Ese pecado fue todo mío. Visto con distancia, me parece que me empeñé en conseguir que nadie se animara a levantar un ejemplar de la estantería de alguna librería, ni siquiera para leer la contraportada. De hecho, contando con el editor, la correctora de estilo, tu tío Fernando y mis dos hermanas, puede que en total lo hayamos leído unas diez personas. ¡Con decirte que ostenta el récord de ser el libro menos vendido de toda la historia de la editorial!

—¿Y tú lo has vuelto a leer, tía?

—Sí, antes de dártelo.

—¿Y qué te pareció?

Me pasaron muchas cosas. Para empezar, me agobió verme tan atrapada en mi obsersión. Me di cuenta de que escribir el libro me había servido para reconstruir y ordenar los detalles de una historia que tenía deslavazada en la memoria y que me atormentaba; el libro me permitió colocarla en un lugar seguro que me deja seguir respirando sin necesidad de volver a ella continuamente ni de borrarla de mi vida. En cualquier caso, hoy, curada del ahogo, escribiría un libro diferente.

Al releerlo, reconozco que entonces me sentía perseguida por lo de la identidad, y le di prioridad a mantener el anonimato, así que me guardé trozos enteros del relato y otros los disfracé. Era rara esa manera de escribir, porque en Sin nietos hay un ejercicio simultáneo de mostrar la verdad más cruda sin tapujos y a la vez esconderme detrás de los detalles más nimios. Tú dirás que podía haber recurrido a la autoficción, ese género tan socorrido, en el que la gente cuenta su historia, cambia cuatro nombres, dos fechas, tres lugares, y dice que en el fondo todo es una ficción… Yo no sé escribir eso. ¡Ya me gustaría! Hice lo que pude… Por ejemplo, cambié los nombres. Excepto los de mis amigas, Susana, Marina, Isabel y Loreto, todos los nombres son falsos. Bernardo es…, bueno, digamos que Bernardo va a seguir siendo Bernardo. No hace falta que sepas su nombre. Jorge es tu tío Carlos, al que creo que no llegaste a conocer, porque cuando tú naciste ya nos habíamos separado, y Eduardo es Tiofer, tu tío Fernando, mi Fernando. Mi profesora, la doctora Arriaga, se llamaba Ascensión de Arruche, y la sigo evocando con un cariño especial. Yo misma estoy cambiada, Patricia, y no me refiero solo al nombre. Como san Pedro, me negué tres veces a mí misma en tres aspectos fundamentales de mi identidad. Para empezar, oculté que soy venezolana bajo el epígrafe genérico de «latinoamericana». ¡Imagínate! ¡Ni siquiera dije caribeña! ¿Qué significa ser «latinoamericana»? ¿Qué tiene que ver una argentina con un boliviano, o una colombiana con un chileno, o un paraguayo con una guatemalteca? Tú llevas una arepa tatuada en la muñeca para no olvidar de dónde vienes. Yo no necesito un tatuaje para saberlo, ni para hacerlo saber sin equívocos. Después de cuarenta años viviendo en Madrid conservo el acento intacto. Mi arepa la llevo tatuada en las cuerdas vocales.

Además, disimulé mi profesión. Ocultar que soy psicoanalista también es esconder una parte muy importante de quién soy. A pesar de que muchos de mis colegas no me consideren una psicoanalista al uso, lo soy de raíz. Y ser psicoanalista es mucho más que un oficio, es una vocación; tiene algo de compromiso, de una manera de mirar, de escuchar. Puede que yo haya sido un pilar en la vida de algunos de mis pacientes, pero, sin duda, ellos han constituido un pilar en la mía.

Y el colmo de ocultarme a mí misma consistió en llamar a mi Beba abuela, o abuelita. ¡Por favor, si mi Beba es mi Beba!, no es una abuela más. ¡Me chirrió tanto cuando lo leí, que me pareció la mayor de las traiciones!

Al releerlo también me di cuenta de que lo escribí con prisa. No sé por qué, siempre he tenido prisa. Y este librito lo escribí en dos meses. Creo que quería deshacerme de la historia, vomitarla. Hace quince años me parecía que había que ir directo al grano… Ahora, cuando parece que el grano viene a mí y se me impone, no quiero llegar, me da miedo. Preferiría demorarme, irme por las ramas, adornar con anécdotas aquí y allá, imaginar que todavía me queda mucho tiempo por delante para contarte detalles intrascendentes que esquiven el grano, que lo distraigan.

¿Qué podemos hacer con el tiempo, Patricia? ¿Cómo lo estiramos? ¡Porque ahora sí es verdad que el tiempo aprieta! ¡Así que vamos a aprovecharlo!

¡Anda, a leer el libro y hablamos mañana!

«De todos los amores, basta el nupcial;

y de los niños, solo los nacidos».

WISŁAWA SZYMBORSKA

1.Una señal

Fue una noche muy larga y muy corta. Era la última noche en la que yo podía estar con mi hijo. Yo no quería que pasaran las horas y hay que ver con qué prisa pasaban. Las vi transcurrir en mis narices contadas por minutos. Cada vez llevaba más tiempo embarazada y cada vez me quedaba menos tiempo de estarlo. Me aferraba a mi tripa y nos consolaba, a mi bebé y a mí, pensando que sería por una causa justa.

—Tiempo habrá de que otro bebé llegue en un momento más propicio —nos decía.

Pero yo no quería ningún otro bebé ni otro momento. Ya llevaba semanas hablando con este y cualquier otro sería otro… y no ese preciso bebé, con quien ya me había familiarizado, con quien ya había empezado a construir mi propia familia. No sé a qué se refieren los entendidos cuando hablan de un embrión o de un feto. Lo que estaba en mi tripa era mi hijo, mi bebé y, además, era niña.

«Podemos levantarnos sin hacer ruido, podemos hacer las maletas (¿dónde estarán guardadas las maletas en esta casa que no conocemos?)».

«Podemos pedir un taxi (¿cómo se pedirá un taxi en Nueva York?). Le decimos que nos lleve al aeropuerto y tomamos el primer avión».

En todos los aeropuertos hay un primer avión dispuesto a rescatar a los desamparados, a los que han perdido el norte o la razón. ¿Con qué dinero pagamos el taxi? ¿Cómo se pagan los pasajes en el primer avión?

Mañana. Mejor mañana, cuando amanezca. Ahora vamos a estar juntas, vamos a hablar, vamos a conocernos y esta misma noche nos despedimos. No, no vamos a tener que despedirnos. Te prometo que mañana, en cuanto tu padre se despierte le decimos que no podemos despedirnos.

¿Y si no estuviera embarazada? ¿Quién me iba a decir que yo pudiera llegar a desear no estar embarazada? Puede que haya sido un falso positivo, puede que no esté embarazada y que no tenga que dejar de estarlo, puede… ¿Y si resulta que sí estoy embarazada y que tengo que abortar mañana por la mañana? Solo tendré que esperar dos o tres años para tener otro bebé. No será tanto tiempo, tres años. ¡Tres años! ¡Con lo que tarda en pasar el tiempo! ¡Tres años son un desierto sin horizonte! ¿Quién seré yo dentro de tres años? ¿Qué será de ti si te dejo ir mañana, si no te dejo ir?

Rompí a llorar. ¿Cómo voy a desprenderme de este bebé después de tantos meses esperándolo? ¡Este es mi bebé!

¿Por qué Bernardo no nos defiende? ¿Por qué no entiende que tú eres también su bebé? Si él sabe lo importante que eres para mí, ¿por qué no se comporta como los animales y defiende a su hembra y a su cría?

¿Y si tiene razón? ¿Qué vamos a hacer nosotros, tan jóvenes, con un bebé? Es verdad que no tenemos trabajo. Es verdad que no tenemos más casa que mi casa. No es nuestra casa, pero la verdad es que allí siempre habrá sitio y comida para uno más.

¡Mi abuela se pondrá contentísima de verte nacer y de tenerte entre sus brazos! ¡Te va a encantar tu bisabuela! Te va a mimar, y con sus manos viejitas, artríticas y prodigiosas, hará lazos de todas las formas y colores para adornar tu pelo.

Mi abuela no quiere a Bernardo «porque es muy feo», dice. Ella tiene la facultad de ver a la gente por dentro y desde el principio sabía que Bernardo «era muy feo». En cualquier caso, aunque fuera también hijo de Bernardo y saliera «muy feo», ese niño sería el hijo de su nieta más querida y lo adoraría. Y además, con este bebé, que empieza a ser lo más importante de mi vida, yo podré retribuir, en una mínima medida, todo lo que he recibido de esa otra persona más importante de mi vida.

«Está decidido. Pase lo que pase, mañana no iremos a esa clínica».

Está amaneciendo. Yo no he podido convencerme de que quiero abortar. Vuelvo a explicarle a mi niña que no podemos ser egoístas, que hay millones de personas maltratadas en el mundo, hambrientas, trabajando en condiciones infrahumanas. Me repito que un sacrificio como el nuestro no es demasiado importante si lo comparamos con los beneficios que traerá a la humanidad el que Bernardo pueda llevar adelante su misión en la organización política en la que milita. A fin de cuentas, somos una sola mujer con una sola hija, y eso es muy poca cosa comparada con toda la humanidad.

Pero resulta que esa mujer soy yo y que esa niña es mi niña. No, no quiero abortar. En cuanto Bernardo se despierte le digo que mañana tomamos el primer avión y que nos vamos a mi casa a tener a la niña, quiera él o no.

¿Cómo voy a volver a mi casa con diecinueve años y una niña, sin trabajo, sin saber hacer nada útil? Será el bebé de todos, será como mi sobrino mayor, que creció en mi casa sin poder definir muy bien su estatus. No importa, crecerá como él, sin saber si era el hijo menor de mi madre o su primer nieto. Si es el hermanito o el sobrino de mis hermanos pequeños. Me da igual, nacerá, crecerá, y eso es lo único importante. Que espere la humanidad, que la cambien otros, que la cambien los que todavía no tengan niños.

Con esa convicción dejé de llorar. No permitiré que nadie se acerque a hacerle daño a mi bebé.

Ya amaneció. Es febrero y hace muchísimo frío. No tomé el primer avión ni me enfrenté a Bernardo. Estoy temblando y no sé si es el miedo o es el frío. Hoy me asusta todo. Todavía no son las ocho de la mañana, está oscuro, nos vamos en metro a la clínica. Yo voy entregada, caminando lento, en silencio, con la cabeza baja, como caminamos los condenados a muerte. Hora punta en Nueva York. El metro está hasta arriba de gente, estamos de pie, somos de harina, sal o aceite de una masa compacta de gorros, bufandas, abrigos, guantes, yo estoy ahogada, no puedo respirar. Le pido a Bernardo que me saque de allí. No sé si me escucha y yo no me atrevo a levantar la voz. No he parado de llorar, las lágrimas me corren solas. Nadie sabe ni siquiera por qué lloro, nadie sabe que lloro. La multitud no me deja respirar y el dolor no me deja vivir. No quiero estar allí. Me voy. Hubiera podido morirme o hubiera podido tomar aquel primer avión, pero me voy de la única forma que tengo a mi alcance: pierdo el conocimiento. Somos tantos y estamos tan apelmazados que a pesar de haberme desvanecido, sigo en pie y solo Bernardo se da cuenta de que estoy desmayada.

No sé cuánto tiempo transcurrió entre mi último pensamiento y el siguiente, solo sé que no fueron tres años, porque cuando me desperté, el mundo todavía no había cambiado y yo estaba en un banco cualquiera de una estación cualquiera del metro de Nueva York a muchas estaciones de casa, y a muchas estaciones de la clínica. Bernardo me cuenta lo que acaba de pasar.

—Te desmayaste y tuve que sacarte en vilo del vagón del metro.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—No sé, mucho. Tenemos que darnos prisa porque vamos a llegar tarde.

—¡No, no tenemos que darnos prisa, al contrario! ¡Esto es una señal! —le grité—. ¡Todavía estamos a tiempo!

—No estamos para tonterías de señales. ¿Estás mejor? ¿Puedes tenerte en pie? Pues levántate que nos vamos en taxi.

No estoy en la clínica de abortos, sino en un milagroso rincón protector de Nueva York, no debo hacerlo.

—Esto es un signo, Bernardo, una señal. Esto significa que no podemos hacerlo. Yo debo tener a mi bebé.

—No insistas. Ya lo habíamos hablado. Tenemos que darnos prisa o llegaremos tarde.

—¿No entiendes que si me desmayé en el metro fue precisamente para poder llegar tarde y no tener que hacerlo? ¿No lo entiendes? Si está clarísimo. ¿Tú no ves que esto es una señal? —Era miope Bernardo. Muy miope. Necesitaba gafas para ver las señales de tráfico y no había gafas suficientes para que divisara las demás.

2.No me puedo quejar

Tengo más de cincuenta años y casi ningún derecho a reclamarle nada a la vida. Crecí en medio de una familia numerosa, exagerada, deliciosa. Una familia que hizo de cada uno de sus participantes un personaje del que todos los demás podemos sentirnos orgullosos. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. Conservo intacta la amistad de un grupo nutrido y variopinto de amigas. Amigas de todas las edades, de todas las procedencias y colores. Amigas para todas las ocasiones, con las que sé que cuento y que saben que cuentan conmigo a ciegas. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. He sido amada, muy amada. A veces con ese ímpetu que daña, el mismo ímpetu con el que los niños rompen el papel cuando dibujan. He sido amada también con suavidad, con veneración. He sido querida como una mujer, amada como una hembra y mimada como una niña pequeña. He sido amada con tozudez, con una determinación que ignoraba cualquier posibilidad de fracaso. He sentido la admiración del hombre que comparte mi vida, y me ha demostrado su amor en los momentos más peligrosos. También he sido amada en silencio, a distancia, lo sé. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. He escuchado más de una vez la frase mágica «Tú eres la mujer de mi vida». Y aquella otra que la refrendaba: «¿Quieres casarte conmigo?». No necesariamente pronunciadas por la misma persona. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. Profesionalmente, mi éxito no ha sido fulgurante, pero a estas alturas puedo afirmar que es indiscutible. Fui una estudiante mediocre y todavía me pregunto cómo he logrado ser una profesional destacada. He llegado mucho más lejos de lo que cualquiera de mis profesores, y ni yo misma lo hubiera podido imaginar. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. Desde que tengo memoria me gusta leer. Esa pasión me hizo crecer por precoz, me hizo creer que los seres más elevados eran aquellos capaces de escribir historias que otros podían leer. Así que desde los siete años decidí ser escritora. Del «kit» de escritora que tenía en mi cabeza: máquina de escribir, cenicero, tabaco, whisky, gafas, termo con café, resmas de papel, etc., en el momento de mi solemne decisión de ser escritora solo pude hacerme con una papelera. Empecé a escribir mis obras completas en libretas, cuadernos y servilletas. Muchas veces me reí de mí misma por pretender tan alta distinción. Sin embargo, he logrado compaginar mi profesión con la escritura, y hay incluso quien paga por leer lo que escribo. No me puedo quejar.

No me puedo quejar. Me he equivocado mucho, con frecuencia he sido torpe y he conseguido equivocarme varias veces en el mismo terreno. Me he caído, me he golpeado y siempre hubo una mano que me ayudó a levantar la cabeza. Ante mis muchos errores, siempre hubo alguien dispuesto a perdonar y a comprender. No me puedo quejar.

Y, sin embargo, me quejo.

Me quejo porque a pesar de todo lo que tengo, nunca podré tener nietos. Hice todo cuanto estuvo a mi alcance para tener mis propios hijos y no me fue posible. Me quejo. Aunque más que la historia de una queja, este libro será la historia de mi dolor, de un dolor que no cesa y que no puede rellenarse con nada.

No.

Me puedo quejar.

3.Susanita

Nací en un país latinoamericano y, como dije, provengo de una de esas familias numerosas en las que, independientemente del parentesco directo, el cuidado de los niños y el de los mayores forma parte de la vida cotidiana. Los sobrinos, los abuelos, los tíos, no son propiedad de nadie, sino responsabilidad de todos, y nos hacemos cargo los unos de los otros tanto como nos disfrutamos. Pertenecemos a la misma tribu, al mismo clan, cualquiera que esté en la familia, por muy lejana que sea la conexión, tiene un sitio en la mesa. La verdad es que ni siquiera es preciso certificar el lazo de consanguinidad. Cualquier amigo o conocido todavía tiene un sitio en aquella mesa generosa de mi infancia que sigue llena y que se ha estirado misteriosamente a lo largo de los años más allá de las dificultades económicas que atravesara la familia. Allí crecí, y, excepto por escribir, no soñé para mí otra vida que no fuera una muy parecida a la que habían llevado mi madre o mis abuelas.