Lo que el mundo necesita - Rino Fisichella - E-Book

Lo que el mundo necesita E-Book

Rino Fisichella

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Beschreibung

Monseñor Fisichella, uno de los más cercanos colaboradores de este gran papa y teólogo nos ofrece en esta obra un original resumen de su pensamiento. Su título, Lo que el mundo necesita, es una expresión que aparece varias veces en los escritos de Joseph Ratzinger. Con ella se refiere a los puntos cruciales de su pensamiento teológico y pastoral: la centralidad de Jesucristo; la racionalidad de la fe; la circularidad entre la fe, la esperanza y el amor; el diálogo permanente entre razón y fe; el gran desafío de la evangelización que los cristianos están llamados a realizar con un estilo de vida coherente con Evangelio; la contemplación del amor y su irradiación en el mundo...

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© SAN PABLO 2023 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Edizioni San Paolo s.r.l., Cinisello Balsamo (Milán) 2023

Título original: Ciò di cui il mondo ha bisogno

Traducción: Teófilo Pérez Rojo

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-285-6961-3

Depósito legal: M. 23.770-2023

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

Índice

Siglas

Introducción

La opción de la continuidad

La exigencia de la memoria

La continuidad buscada

La característica del pontificado

¿Un «Papa emérito»?

La identidad disuelta

El drama: una cultura privada de raíces

Europa cansada y sin futuro

Apologista de la vida

El laicado en la vida política

Liberar la razón

Fe y razón: el diálogo necesario

El contraste entre originalidad y repetitividad

Distinguir para unir

Finalidad de una vida: Jesús de Nazaret

La historia y la fe

El contexto histórico

Un libro original

El cumplimiento de las promesas

Un tema siempre actual

El amor como misericordia

Una provocación para la libertad

El amor como agapé

Al agapé desde la Eucaristía

Agapé como encuentro

La verdad del amor

El amor no decepciona

La esperanza como certeza

Malentendidos sobre la esperanza

Tres lugares para reconocer la esperanza

La «esperanza» de Dios

He conservado la fe

Un testamento espiritual

Circularidad entre fe, esperanza y caridad

La fe como un confiarse a Dios

La fe nace del amor

El amor vence a la muerte y da una vida nueva

Creer en Jesús

Justificados por la fe

La fe como conversión

Por qué creer

La nostalgia de Dios

El drama del olvido

Fe y ciencia

Fe y pluralismo religioso

El conocimiento de la fe

Fe e incredulidad

La fe transmitida

Una transmisión viva

La profesión de fe

La fe bautismal

Nosotros creemos

La fe responde a la pregunta del sentido

En la fe Dios está cercano

El sentido de la vida

Jesucristo responde a la pregunta del sentido

Fe como certeza

Síntesis

La Madre de la fe

El diálogo rehusado

El retorno a Ratisbona

Las incomprensiones se multiplican

La crítica: Sede vacante

La niña brasileña

Conclusión

Cuenta la leyenda que el santo monje Corbiniano,

muy devoto del apóstol Pedro,

decidió con algunos compañeros peregrinar a Roma para rezar

en la tumba del santo y encontrarse con el papa Gregorio II.

A lo largo del fatigoso camino, montado en el caballo,

atravesando grandes bosques, se topó con un oso pardo

hambriento que atacó a su caballo y lo descuartizó. El santo monje

no se dio por vencido. Corbiniano reprendió duramente al oso

por lo que le había hecho y como castigo cargó sobre él todo su equipaje, obligándolo a acompañarle hasta llegar al final

de su peregrinación. El pobre oso, amansado por el santo monje,

se vio obligado a caminar hasta Roma llevando el peso del equipaje. Solo tras haber llegado a la ciudad santa,

Corbiniano dejó libre al oso para que regresara a su entorno.

Siglas

DCe Benedicto XVI, Carta encíclica Deus caritas est sobre el amor cristiano (25 de diciembre de 2005).

DI Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6 de agosto de 2000).

DS H. Denzinger-A. Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Friburgo 1973.

DV Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación (17 de noviembre de 1965).

EdE Juan Pablo II, Carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia (17 de abril de 2003).

EV Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana (25 de marzo de 1995).

FR Juan Pablo II, Carta encíclica Fides et ratio sobre las relaciones entre fe y razón (14 de septiembre de 1998).

GS Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual (7 de diciembre de 1965).

LF PapaFrancisco, Carta encíclica Lumen fidei sobre la fe (29 de junio de 2013).

LG Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia (21 de noviembre de 1964).

NA Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración Nostra aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (28 de octubre de 1965).

NMI Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte al concluir el Gran Jubileo del año 2000 (6 de enero de 2001).

PF Benedicto XVI, Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei con la que se convoca el Año de la Fe (11 de octubre de 2011).

SS Benedicto XVI, Carta encíclica Spe salvi sobre la esperanza cristiana (30 de noviembre de 2007).

Introducción

Benedicto XVI fue elegido papa, el 265º sucesor de Pedro, el 19 de abril de 2005. Como puede recordarse, presentándose después en el balcón central de San Pedro, dirigió a la multitud estas primeras palabras: «Después del gran papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador en la viña del Señor. Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones». Se presentaba con su sencillez y humildad características de siempre, pese a la solemnidad de las vestiduras pontificales.

Cuando se anunció su elección, yo me encontraba en el hospital. Días antes me habían operado urgentemente de diverticulosis, una enfermedad que yo ni siquiera sabía que existía. El cardenal Ruini fue a visitarme antes de entrar en el cónclave. Le dije que nos veríamos pronto y que tal vez para entonces él habría cambiado el color de su sotana. Las cosas fueron en otra dirección. Los cardenales, con mucha prisa, solo después de cuatro escrutinios, habían elegido a Joseph Ratzinger. Cuando volví a ver al cardenal Ruini, me dijo que, en su primer encuentro con el nuevo Papa, lo primero que este le preguntó fue: «¿Cómo está monseñor Fisichella?». Ello me agradó particularmente, sobre todo porque Ratzinger nunca había dejado de manifestarme con palabras y gestos su estima. Contar los numerosos detalles al respecto alargaría demasiado las páginas de esta introducción. Todo ello, ciertamente, nunca me ha quitado la duda de si su elección fue la realmente acertada. Como se sabe, quien elige al Papa es el Espíritu Santo y no puede fallar. De todos modos, la elección se hace por medio de hombres y quizás, cuando estos eligen con prisa, pueden dar pasos en falso a los que el Espíritu Santo debe después poner remedio.

Siete años, diez meses y nueve días. En este espacio de tiempo cierran las crónicas el pontificado de Benedicto XVI. La medida del tiempo, empero, nunca es comparable con el lento avanzar del minutero del reloj. Cuando uno ve esa agujita, que se mueve inexorablemente, necesita darle un sentido y un significado. ¡Un hombre que llega a Papa...! La vida precedente se proyecta toda ella para entender qué ha sucedido realmente para poder alcanzar ese punto culminante. La fe de la Iglesia ve al sucesor de Pedro en cada hombre que sube a esa cátedra. Venga de los bosques o de los desiertos de África, de las tierras más lejanas de Iberoamérica o de Oceanía; de las ciudades o de los pueblos de Europa o bien de las incontables poblaciones de Asia, ese hombre es Pedro. Es el sucesor del pescador de Galilea, a quien Jesús constituyó para que confirmara a los creyentes en la fe para siempre. La historia de estos veinte siglos ha permitido recoger todos sus nombres. Hoy son 266, y la Basílica de San Pablo Extramuros presenta sus rostros según las diversas tradiciones. Cada uno tiene una historia más o menos conocida. Hay entre ellos muchos santos y algunos que incluso traicionaron, pero cada uno de ellos es Pedro.

Estas páginas tratan solo de resaltar algunos «puntos cruciales» que marcaron el pensamiento de Benedicto XVI, a quien he tenido la posibilidad de estudiar y conocer personalmente. Repetidas veces, en sus escritos, nos encontramos con la expresión «lo que el mundo necesita». Un ejemplo entre todos lo expresa claramente: «El radio de la razón debe ampliarse de nuevo. Debemos volver a salir de la prisión construida por nosotros mismos y reconocer otras formas de evaluación en las que el hombre se lo juegue todo. Lo que necesitamos es algo parecido a lo que encontramos en Sócrates: una disponibilidad a la espera, mantenida abierta y fijando la mirada más allá de ella misma... Tenemos necesidad de una nueva disponibilidad a la búsqueda y también a la humildad que nos permita orientarnos»1. He escogido esa expresión como título para este volumen, que no es una biografía ni un análisis histórico de su pontificado, sino únicamente el estudio de algunos temas que me han parecido fundamentales para captar la síntesis de su fecundo pensamiento. He intentado identificar solo algunos puntos estratégicos. No he tratado de manera específica el tema de la liturgia, no porque no sea un contenido relevante en la obra de Benedicto XVI, sino porque he preferido dejarlo reaparecer como un tema transversal en toda la problemática afrontada. Me parece que de este modo se comprende mejor hasta qué punto la relación con la liturgia, y en particular con la Eucaristía, determina desde siempre su reflexión teológica.

No carece de significado la distinción que se ha hecho entre «papa real» y «papa percibido» aplicada a Benedic-to XVI2. Aunque pueda parecer paradójico, al hombre que había descrito con lucidez y anticipación la crisis cultural y de modo más específico la eclesial, le cayó en suerte experimentar directamente la tormenta en que iba a encontrarse la «barca» de Pedro. Benedicto XVI supo ponernos a la vista el drama de su existencia como hombre y como creyente, como teólogo y como Papa. Las preguntas que él provocó no han quedado sin respuesta. Los puntos neurálgicos de la cultura contemporánea que él resaltó permanecen en su acertada descripción de crisis que acompaña la historia personal de hombres y mujeres llamados a vivir este momento histórico de cambio de época.

El lector verá emerger, en todas las intervenciones de Benedicto XVI, el intento de captar los movimientos culturales y de dar coherente respuesta mediante la comprensión de la fe. Fue una fuerte convicción suya la de que solo permaneciendo enraizados en la fe es posible ver tanto las exigencias propias del creer como las responsabilidades a las que estamos llamados en los diversos ámbitos del vivir social, cultural y político. En efecto, creer es un acto eclesial mediante el cual la consciencia de estar insertos en la vida de una comunidad y en el horizonte de la misma vida de Dios, permite testimoniar en el mundo el sentido de la comunión que se expresa en el gozo y en la paz. Esto explica la continua referencia de Benedicto XVI a las expresiones que deben caracterizar a los cristianos en sus manifestaciones. Gozo, paz, unidad... no son primariamente formas psicológicas, sino testimonio de la fe que lo acoge todo anticipando desde ahora lo que será el futuro. Según él, el primado de la fe se impone por encima de cualquier expresión de la vida privada y social. La fe es capaz de abrir horizontes más amplios y profundos que los alcanzados por la razón, y por ello vale la pena creer.

A un libro-entrevista escrito juntamente con Peter Seewald, Benedicto XVI quiso darle simbólicamente el título de Últimas conversaciones. A la anotación del periodista: «Que su última gran liturgia caiga el Miércoles de Ceniza no es casual. El efecto de ella fue: ved, aquí quería llevaros, a la purificación, al ayuno, a la penitencia», Benedicto XVI respondió: «Me parece un signo de la providencia que la última liturgia fuera la inauguración de la Cuaresma, una ocasión ligada al memento mori, a la seriedad del comienzo de la Pasión de Cristo y al mismo tiempo del misterio de la resurrección. Tener de un lado el Sábado Santo y de otro el Miércoles de Ceniza con sus múltiples significados para señalar respectivamente el inicio de mi vida y el fin de mi servicio concreto fue, sí, una cosa pensada, pero a la vez estaba también inscrita en el designio de mi existencia». Probablemente en esta respuesta Ratzinger quiso ofrecer la interpretación de su vida, caracterizada no poco por el sutil velo de pesimismo agustiniano que se percibe en sus escritos.

Entre los más de 400 títulos que componen el opus teológico de J. Ratzinger, Introducción al cristianismo sigue siendo, a mi entender, el principal escrito de referencia que sintetiza su pensamiento y el horizonte interpretativo. El texto se publicaba en 1968 y daba a conocer al gran público al joven teólogo de Ratisbona. El año 1968 no fue un momento fácil para la Iglesia ni para Occidente. En aquellas páginas es posible encontrar delineados los síntomas que marcaron la época de protestas y los sucesivos años de fuerte secularismo. La página inicial de este escrito puede tomarse como la clave hermenéutica para comprender su persona y el papel que desempeñó. No creo ir demasiado lejos si, en el relato de Kierkegaard, donde se describe al clown que corre por el pueblo para pedir ayuda, J. Ratzinger no haya querido verse a sí mismo. Releer aquella página puede ayudarnos:

«Un circo ambulante en Dinamarca cierto día fue víctima de un incendio. Mientras seguían levantándose aún las llamas, el director mandó al clown, ya disfrazado, a que pidiera ayuda en el pueblo vecino porque había efectivamente peligro de que el fuego, propagándose por los campos apenas segados, y por tanto áridos, alcanzara también a la aldea. El clown fue todo afanado al pueblo, suplicando a los paisanos que corrieran al circo en llamas y echaran una mano para apagar el incendio. Pero ellos tomaron los gritos del payaso solo como un ingenioso truco del oficio para atraer la mayor cantidad posible de gente a la representación; por lo cual aplaudían hasta derramar lágrimas. El pobre clown tenía más ganas de llorar que de reír, e intentaba inútilmente suplicar a los hombres que fueran, explicándoles que no se trataba de una ficción, de un truco, sino de una amarga realidad, pues el circo estaba ardiendo de verdad. Su llanto no hacía más que intensificar las risotadas: ¡estaba haciendo su papel de manera estupenda...! La comedia continuó, hasta que el fuego se propagó realmente a la aldea y la ayuda llegó demasiado tarde, de modo que la aldea y el circo quedaron destruidos por las llamas»3.

De algún modo todos somos un poco como aquellos habitantes de la aldea que piensan encontrarse ante una bonita representación y no entienden que la aldea está de verdad a punto de arder. No obstante, en nosotros permanecerá siempre fuerte la esperanza cristiana, que ve que tras períodos de crisis e indiferencia sigue un renovado compromiso de conversión. El período que ahora vivimos está aún marcado, desafortunadamente, por la improvisación, por la fragmentariedad y por una buena dosis de confusión. Sigo convencido de que la voz de Ratzinger, unida a la de otros pocos que han entrevisto con mayor lucidez y clarividencia la crisis en curso y sus peligros inherentes, puede señalar una solicitud a pensar y a reflexionar para que nuestro pequeño mundo, cada vez más circunscrito en un espacio efímero, tenga la fuerza de dar un salto e ir más allá del canto de las sirenas para tomar el camino justo y, al menos, orientar el cambio de época en el que nos encontramos.

J. Ratzinger, junto a otros teólogos, comprendió cuanto está viviéndose en estos decenios. Su análisis no se limitó a describir un planteamiento teórico, sino que supo delinear también los contenidos y los comportamientos de los creyentes para poder ir más allá de la crisis. «El desarrollo del progresismo moderno y de la ciencia ha creado una mentalidad por la que se cree poder hacer superflua “la hipótesis de Dios”. Hoy el hombre piensa poder lograr todo cuanto antes había esperado únicamente de Dios. Debido a este modelo de pensamiento, considerado científico, las cosas de la fe resultan arcaicas, míticas, pertenecientes a una civilización ya superada. Y así a la religión, en todo caso la cristiana, se la relega entre las cosas del pasado... Semejante modo de pensar ha modificado la actitud de fondo en el hombre respecto a la verdad. El hombre ya no busca el misterio, lo divino, sino que cree sin duda alguna que un día la ciencia nos explicará todo cuanto ahora no entendemos»4. La relación con la verdad es lo que el hombre de hoy necesita redescubrir, pues en ello se juega su propia existencia. La verdad, para el creyente, antes aún de ser una búsqueda intelectual y, de todos modos, más allá de ella, es la persona de Jesucristo, que afirmó «yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Saber anunciar de nuevo la belleza del Hijo de Dios y la fascinación de su misterio es lo que compete a cada cristiano en virtud de su fe.

He subdividido estas páginas en tres partes para ayudar a comprender mejor la sistematización que he adoptado. La primera parte intenta presentar el contexto histórico, eclesial y cultural tal como Benedicto XVI lo analizó repetidas veces. La segunda parte recoge su propuesta, que se articula en el gran tema de la relación entre fe y razón: la obra síntesis Jesús de Nazaret, y las tres virtudes teologales. La tercera parte, por último, se ciñe a tratar de la incomprensión y el rechazo en cuanto injustificado objeto de contestación. Como siempre, siento el deber de agradecer a mis dos colaboradores, Mons. Francesco Spinelli y el Dr. Riccardo Piacci, la ayuda dada y la paciencia con que han seguido paso a paso la redacción. Ojalá estas páginas puedan ir acompañadas de otros muchos textos que, en el curso de los años, han indagado en la biografía, la obra y el pontificado de uno de los teólogos más significativos del siglo XX y que el Señor quiso poner, como cabeza de su Iglesia, en uno de los momentos más delicados de su historia.

1J. Ratzinger, Fede, verità, tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Siena 2003, 166 (trad. esp., Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 20132).

2M. Muolo, Il Papa del coraggio, Milán 2017, 8.

3J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo, Brescia 19796, 11-12 (trad. esp., Introducción al cristianismo. Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 20233).

4Benedicto XVI, Luce del mondo. Il Papa, la Chiesa e i segni dei tempi. Una conversazione con Peter Seewald, Ciudad del Vaticano 2010, 190-191 (trad. esp., Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos, Herder, Barcelona 2010).

Parte I

EL CONTEXTO

I

La opción de la continuidad

La exigencia de la memoria

Siendo estudiante en la Gregoriana, había leído con interés algunos libros de Joseph Ratzinger. En particular, cuatro textos habían sido objeto de mi estudio: el famoso Introducción al cristianismo, los varios ensayos recogidos con el título Dogma y predicación, y el hermoso texto sobre la Iglesia, El nuevo pueblo de Dios, publicado precisamente al final del Concilio. Me había interesado, particularmente, el pequeño volumen de 1963 que aún hoy considero precioso por la minuciosa reconstrucción del concepto de Tradición. En suma, Ratzinger era el nombre de un teólogo atractivo y de fama. Cuando llegué a ser profesor en la Gregoriana (confieso que nunca, ni siquiera de lejos, había pensado llegar a esa cátedra que fue de san Roberto Belarmino cuando san Ignacio fundó el Colegio Romano en 1551), a cuanto de él había estudiado se añadía el Comentario a la constitución dogmática Dei Verbum, sobre la revelación, que Ratzinger había escrito para el Lexikon für Theologie und Kirche, más otros estudios del profesor de Ratisbona, en particular su Theologische Prinziepienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie. A pesar de ser considerado un teólogo dogmático, Ratzinger nacía como teólogo fundamental y, como consecuencia, la coparticipación en la misma materia era para mí un campo de estudio obligatorio. Eso sí, el conocimiento del teólogo era solo a través de sus obras.

La primera vez que me encontré personalmente con Joseph Ratzinger fue el 25 de febrero de 1993. Me había invitado el P. Bautista Mondin, profesor en la universidad Urbaniana, a presentar su último volumen Diccionario de los teólogos, y no pude negarme. El P. Mondin me había enviado su libro con una dedicatoria cautivadora: «A Rino Fisichella, apreciadísimo amigo, testigo, intérprete y profeta de Cristo Camino, Verdad y Vida ayer, hoy y siempre, con fraterna cordialidad». Yo estaba obligado a aceptar. Además, el tema me fascinaba. Mondin deseaba que yo hablara sobre «el futuro de la teología»; el otro relator sería el profesor Tomás Federici y, sobre todo, iba a presidir el acto académico el Card. Ratzinger, que desde el 25 de noviembre de 1981 era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Respondí al P. Mondin que aceptaba con gusto la invitación y le agradecía su confianza en mí.

Antes de dar comienzo al acto académico, un grupito de personas se entretenía en una sala contigua haciendo corro alrededor del cardenal. Debo ser sincero y decir que, tras haber sido presentado formalmente al cardenal, que se mostró muy atento, me separé enseguida y me retiré a un lado con otro profesor. Hice mi exposición entrando en el meollo de la cuestión e inevitablemente me adentré, según mi costumbre, en alguna anotación crítica que tocaba también la teología de K. Rahner. El texto reelaborado pasó a ser después un capítulo del libro Cuando la fe piensa5. Por bondad del público, la ponencia fue muy aplaudida; pero sin perder la calma volví a mi sitio. Tuve de todos modos la cierta sensación de que la mirada del cardenal estuviera buscándome, mientras yo procuraba no mirar en su dirección. Mas al final, su mirada se cruzó con la mía, y advertí una sincera sonrisa, en absoluto forzada, y un gesto de la cabeza para hacerme llegar su aprobación y satisfacción. Todo parecía haber terminado con aquel saludo. En cambio, allí comenzaron mis apuros. Pocos días después, un compañero de estudios que trabajaba en aquella Congregación me telefoneó refiriéndome cuanto había sucedido por la mañana en el «Congreso», es decir, en el encuentro de los Superiores con los Oficiales del dicasterio para sopesar cuestiones de trabajo. «Esta mañana –empezó diciéndome don Guido–, durante el Congreso, el cardenal refirió haber participado en la presentación de un libro y haber escuchado la intervención brillante de un joven profesor de la Gregoriana que tuvo incluso el valor de criticar a Rahner. ¡Bien!, ha dicho que te quiere como consultor. Ya verás, los próximos días recibirás un telefonazo». No le di mucha importancia, si bien quedé particularmente contento de que Ratzinger hubiera apreciado mi intervención.

Me siento obligado, en este punto, a reproducir algunas expresiones de aquella ponencia, que probablemente impresionaron positivamente al Prefecto. Entre otras cosas, decía yo: «Plantearse la pregunta acerca del “futuro de la teología” no es una mera cuestión académica; al contrario, una problemática como esta pertenece de derecho a la teología desde el momento en que se concibe a la luz de un saber científico que la pone en el organigrama de las ciencias con un contenido peculiar y una metodología coherente. La ciencia, en cuanto tal, está siempre abierta al “devenir”, porque en él repone el deseo de un continuo descubrimiento que permite acrecer el propio saber; la teología, con mayor razón, en cuanto ligada al evento de la revelación, sabe que el futuro le pertenece como una característica propia y que solo en el futuro se le asignará la plenitud de la verdad que ahora ya posee en la fe (cf Jn 16,13). En una cuestión como esta, ya resulta visible el impacto peculiar de la teología en relación con otras ciencias. Escribe E. Severino: “La filosofía futura no es ‘futura’ en el sentido como piensa el futuro la cultura occidental. Para la cultura occidental la filosofía futura, en cuanto futuro, es todavía una nada, no podemos saber nada de ella”. Sin embargo, para la teología, el futuro no es primariamente una categoría temporal, sino el lugar de la esperanza que, como elpis bíblica, es certeza de un cumplimiento fundado en la promesa de un Dios fiel. Por eso, plantearse la pregunta acerca del futuro equivale a respetar la naturaleza de la teología y a concretar el propio papel del teólogo. Por paradójico que pueda parecer, el futuro de la teología se juega en su permanecer fiel al pasado que la ha puesto en marcha. Tendiendo por naturaleza a la contemplación del misterio, la teología tiene la obligación de fijar su mirada en el acontecimiento de la encarnación, que le permite existir y proyectarse más allá de sí misma en los espacios infinitos de la investigación. En dicho acontecimiento, que forma un todo con la cruz y la resurrección, ella ve, empero, el presente de cada hombre, con su carga de expectativas y esperanzas, al que está llamada a dar la comprensión de la fe. La teología, pues, adquiere su valor pleno solo en el futuro de generaciones de creyentes que, en aquel acontecimiento que no conoce pasado, encontrarán aún el empuje último hacia el sentido de la existencia... Puesta ante la gran riqueza producida por los requerimientos provenientes de las intuiciones del Vaticano II, la teología del posconcilio podría condensarse en la expresión de una teología monográfica. Las grandes síntesis del pasado han decaído y ha prevalecido la monografía. Esta era necesaria porque permitía un recuperado sentido del hecho bíblico y patrístico, abriendo horizontes que estaban generalmente olvidados por la teología postridentina. La única síntesis que el posconcilio ha producido es la que ve la revelación leída a la luz de los tres trascendentales: pulchrum, bonum et verum, que la genialidad de Von Balthasar ha podido aglutinar en los quince volúmenes en los que se despliega su trilogía: Herrlichkeit,Theodramatik y Theologik. La teología de hoy, en cambio, siente principalmente la urgencia de la síntesis. Sobre la base de este horizonte, se ve, en suma, la necesidad de la síntesis, que, sin olvidar la abundante producción monográfica, sepa presentar la globalidad de la revelación. Al pensar en una “síntesis”, entendemos el recorrer un camino que ya el Concilio había comenzado y propuesto: la armonía de la Escritura leída e interpretada en el contexto de una tradición siempre viva (cf DV 8) de lo que desde siempre, por todos y en todo lugar se ha creído; la enseñanza del magisterio que en el ministerio propio de interpretar auténticamente el dato revelado permite captar el comportamiento tenido desde siempre por la Iglesia al ser “asidua a la enseñanza de los apóstoles” (He 2,42); el valor de toda la tradición teológica, que, como una memoria histórica, debe siempre acompañar el camino del estudio para su misma eficacia; la profundidad presente en los maestros de la espiritualidad y en los santos de la Iglesia, porque una teología privada de este referente nunca podría ser “experta” del propio objeto... Todos estos elementos forman la síntesis, pero constituyen también los rasgos de una verdadera teología que se hace patrimonio por la fe preparando el futuro. Un segundo rasgo podrá ser la profundización de la relación filosofía-teología en vista de una nueva síntesis... A este propósito, podría ser interesante notar cuanto escribía K. Rahner sobre este tema inmediatamente después del Concilio: “La teología ha de tener en cuenta el pluralismo de la filosofía, que ya no es posible superar; por ello es necesario contar con un pluralismo en la misma teología”. Justo a partir de esta afirmación, nos parece que la teología debe encontrar un desafío y responder. Adquirido como problemática el pluralismo de la filosofía, la teología debería captar su propia identidad no primariamente en relación a la filosofía sino a la Palabra de Dios. En ese sentido, no creo que la expresión rahneriana pueda ser plenamente compartida. La recuperación de una consciencia de la pluralidad filosófica no lleva directamente a un pluralismo teológico si se mantiene la relación primaria fundante con la Revelación. Más bien se deberá valorar ante todo la relación entre teología y ratio philosophica que precede a las diferencias y plantea la problemática mayormente en el horizonte epistemológico. Es entonces, creemos, cuando se plantea el problema, en base al cual valorar decididamente los límites de la modernidad y la capacidad de la denominada posmodernidad para saber acoger las diversas formas de conocimiento sin ceder al chantaje iluminista de la unicidad de la razón». Probablemente, las referencias a Von Balthasar, Agustín, Pascal y otros autores, junto a las consideraciones sobre la naturaleza de la teología, habían llamado la atención de Ratzinger.

Efectivamente, pocos días después, recibí el telefonazo pidiéndome que me presentara en la Congregación para una cita con el secretario, Mons. Alberto Bovone. Apenas verme, su primera reacción no fue muy lisonjera: «Pero ¿es usted el Prof. Fisichella, tan joven?». No estaba yo acostumbrado a las salas de aquel palacio histórico que, para nosotros, teólogos de entonces, no gozaba de buena fama. Todo me provocaba algo de recelo. De todos modos, no faltó mi ritual respuesta algo bromista. Bovone, que era muy amable, continuó: «Mire, el cardenal Ratzinger quisiera que usted fuera uno de nuestros consultores y me gustaría saber si usted tiene algo que objetar». Respondí que yo no sabía en qué consistía ser un consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pero que, en todo caso, un profesor de la Gregoriana no debería tener problema en ofrecer su competencia a la Santa Sede. Me venían a la mente las palabras del rector de la Gregoriana, el P. Navarrete, cuando me recibió en su oficina, pobre y sin galas, como todas las habitaciones de los jesuitas que enseñaban en aquella universidad, para conocer al profesor treintañero que el P. René Latourelle le había elogiado tanto, proponiéndole como su sucesor para la cátedra de Teología fundamental: «Mire que usted debe ser un verdadero experto en su materia, porque estamos llamados a ayudar al Papa y a la Santa Sede».

Pasé a ser consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y los encuentros con el cardenal Ratzinger fueron frecuentes. En 2002, Juan Pablo II me nombró rector de la universidad Lateranense. Los compromisos pastorales, académicos y administrativos me dejaban poco tiempo para seguir prestando mi servicio como consultor. Pedí una cita al cardenal, que me recibió en su estudio. Le presenté mis dificultades para continuar en el empeño, y se mostró extremadamente amable. Me dijo que comprendía bien las motivaciones y que, por otra parte, la Congregación me estaba muy agradecida por el competente servicio aportado por mí. Me saludó con gran bondad y atención, como siempre. Me sentí contento y aliviado. Pasaron solo algunos meses y me llegó inesperadamente mi nombramiento como Miembro de la Congregación. Si como consultor me tocaba trabajar solo en algunas cuestiones, como miembro mis compromisos se multiplicaban vertiginosamente. De todos modos, era señal de gran estima por parte de Ratzinger y ello me llevó, desde el 2002, a sentarme emocionado cada primer miércoles de mes, para la denominada Feria IV, a la izquierda del cardenal prefecto, siendo yo el más joven del equipo. Le veía cómo tomaba apuntes escribiendo en una especie de taquigrafía suya particular, expresando sin dificultad un concepto directamente en latín y cómo reaccionaba a las diversas intervenciones de los cardenales. Este conjunto de recuerdos e imágenes se agolpó en un solo haz cuando Joseph Ratzinger apareció en el balcón central de San Pedro vestido de blanco.

La continuidad buscada

Benedicto XVI sucedía a Juan Pablo II. La gran diferencia entre los dos manifestaba, de todos modos, una profunda continuidad en la enseñanza. En sus veintisiete años de pontificado, Juan Pablo II había tenido a su lado como colaborador a J. Ratzinger, durante veinticuatro años prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. A muchos, quizás, esta indicación les diga poco por no conocer el trabajo y el papel desempeñado por este dicasterio. Pero conviene saber que por esta Congregación pasan todos los documentos, las informaciones útiles a la Iglesia, y que su primer responsable tiene contacto directo con el Papa sobre las cuestiones más delicadas e importantes. La confianza que Juan Pablo II tenía en el Card. J. Ratzinger no necesita demostración. Solía repetir a menudo, sobre todo en los últimos años de pontificado, que había sido él mismo quien quiso tener a su lado al entonces arzobispo de Múnich, que en aquella época era uno de los teólogos de más renombre y al que conocía desde los días del Concilio. El filósofo K. Wojtyła y el teólogo J. Ratzinger tenían mucho en común en el ámbito del pensamiento. El trabajo y el encuentro común durante decenios habían reforzado no solo la amistad, sino también la perspectiva en la que orientar el empeño de la Iglesia.

Sin duda, los dos se distinguían por un carácter diferente marcado por una fuerte personalidad. Juan Pablo II se zambullía en las muchedumbres, Benedicto XVI miraba a los ojos de cada una de las personas que se le acercaban. A K. Wojtyła, que de joven había pisado las tablas del escenario, le gustaba hacer gestos de alto valor simbólico. J. Ratzinger, como agudo intelectual, era capaz de transmitir los ponderosos y difíciles contenidos de la fe con un lenguaje accesible y claro para todos. El primero se caracterizaba por el impacto directo y abrazaba a cualquiera con sus fuertes brazos. El segundo se distinguía por la amabilidad de su trato y parecía casi retirarse ante el empuje de las multitudes. Extrovertido Wojtyła, tímido Ratzinger. En todo caso, no faltaban las diferencias de puntos de vista acerca de diversas cuestiones, como, la primera de todas, el encuentro de las religiones en Asís; pero el objetivo de fondo era idéntico. Por otra parte, no cabe minusvalorar que las grandes problemáticas tratadas por Juan Pablo II, como por ejemplo el tema de la verdad, de la relación entre la fe y la razón, el compromiso del cristiano en el mundo y de la Eucaristía, estuvieron reiteradamente presentes en el magisterio de Benedicto XVI, constituyendo incluso su estructura principal. Es preciso observar que ambos se habían movido en el surco de cuanto desde siempre es el corazón de la fe cristiana. K. Wojtyła, como poeta que era, había comprendido la necesidad de hablar al hombre en su lenguaje para hacerse entender y para permitir comprender que Cristo es el hombre nuevo a quien mirar. J. Ratzinger, como teólogo, había impulsado a tener fija la mirada en cuanto constituye la originalidad del cristianismo frente a las culturas y las religiones, para no dispersar el patrimonio de riqueza espiritual acumulado en el transcurso de los siglos. Cabe observar, pues, partiendo precisamente del fundamento del cristianismo, que es posible ver el aporte dado por cada uno para el crecimiento de todos los creyentes y el desarrollo permanente de la fe.

Una continuidad entre los dos, por cuanto me concierne personalmente, estaba en la exigencia profunda de la «nueva evangelización». El primero había intuido proféticamente esta expresión y durante veintisiete años de pontificado la erigió como peculiaridad suya. El segundo deseaba ponerla en práctica de manera sistemática para permitir a los creyentes no sentirse marginados en la cultura moderna. Lo manifiesta claramente en una respuesta al periodista Seewald, que le presentaba algunas estadísticas de países europeos de las que emergía una forma esquizofrénica de vivir la fe: «¿En qué medida las personas son aún parte de la Iglesia? Por un lado, quieren pertenecer a ella, no perder este fundamento. Por otro lado, es claro que interiormente están formadas y plasmadas por el pensamiento moderno. Ese estar una junto a la otra, o sea una voluntad en el fondo cristiana pero nunca convertida en fermento, y una nueva visión del mundo, es lo que configura toda la vida. Se da en este caso una especie de esquizofrenia, de existencia rota. Hemos de actuar de modo que los dos aspectos, en lo posible, se compenetren. Ser cristiano no debe reducirse, si cabe decirlo así, a un estrato de viejo tejido subcutáneo que de algún modo me pertenece pero que vivo paralelamente a la modernidad. Ser cristiano es en sí mismo algo vivo, moderno, que impregna, formándola y plasmándola, toda mi modernidad, abrazándola de veras en cierta manera. En esto se necesita una gran lucha espiritual, como he intentado mostrar con la reciente institución de un “Pontificio Consejo para la nueva evangelización”. Es importante que busquemos vivir y pensar el cristianismo de tal forma que asuma la modernidad buena y justa, mientras al mismo tiempo se aleje y se distinga de la que está haciéndose una contra-religión»6.

Una vez más se me agolpan aún los recuerdos en la mente. Cuando el 29 de marzo de 2010 tuve audiencia privada con Benedicto XVI, yo no sabía nada de cuanto me iba a decir. Todo encuentro con él, y otros muchos anteriores con Juan Pablo II, estaban regulados por un guion preestablecido, conociendo con antelación los contenidos del coloquio para poder prepararse. En cambio, esta vez todo se presentaba de manera más bien inusual. Monseñor Georg Gänswein, que me había preanunciado la audiencia, lo hizo de modo muy enigmático. Mis repetidas insistencias para saber algo más dieron el único efecto de una frase sibilina: «El Santo Padre quiere hablar contigo para un cargo que es “Auf den Leib geschneidet”». Usó la expresión alemana para darme a entender mejor el concepto. Con todo, la claridad de la imagen no me dejaba para nada tranquilo. Hojeaba yo las páginas del Anuario Pontificio para entender qué podría ser para mí eso de «cortado a medida», y no encontraba nada; o mejor, veía que debería adaptarme a diversos cargos. Pese a mi alergia a los «cotilleos» que a menudo se escuchan en materia de traslados, trataba de seguir las diversas voces que me daban ya como seguro en algunas Congregaciones. Las experiencias del pasado, empero, ya me habían convencido de que lo dicho por la mañana no tiene valor por la tarde. Los «cotilleos» son un deporte muy difundido en algunos ambientes y la carrerilla por conocer anticipadamente los nombramientos debe suscitar en algunos emociones que a mí me dejan del todo indiferente. Por ello, a fin de cuentas, en las semanas precedentes, pensé solo en continuar con mi trabajo diario para aguardar con paciencia y serenidad la audiencia con el Santo Padre.

Nunca hubiera pensado, al sentarme ante un Benedicto XVI sonriente y casi complacido, que me dijera textualmente: «He pensado mucho estos meses. Deseo instituir un dicasterio para la nueva evangelización y le pido a usted que sea el presidente. Le haré ver algunos de mis apuntes. ¿Qué opina?». Con gran sorpresa logré solo decir: «Santo Padre, es un gran reto». El coloquio prosiguió intercambiándonos otras consideraciones al respecto y bosquejando la estructura del nuevo dicasterio. Salí de la audiencia muy contento. El temor sentido hasta hacía media hora se había tornado en entusiasmo. Por otra parte, yo había pasado los últimos treinta años de mi vida estudiando, enseñando y escribiendo sobre cómo presentar el cristianismo al hombre de hoy, cómo incitarle a reflexionar sobre el amor de Jesucristo muerto y resucitado, cómo conciliar fe y razón para dar fuerza y libertad al acto de fe... En fin, pensé para mí: el Papa me pone a prueba; es como si me hubiera dicho: «Has estudiado tanto tiempo, ahora hazme ver si era solo teoría...». En los días siguientes, reflexionando sobre lo que sería mi servicio futuro, no lograba quitarme de la mente el pensamiento de cómo el Señor me había guiado de la mano durante tantos años precisamente para hacerme llegar a este punto. Releía mi vida y el fil rouge, tantas veces seguido en vano, de golpe se hacía claro. Todo me llevaba a este punto decisivo: presentar al hombre de hoy la necesidad de la fe en Jesucristo.

Cualquier reflexión para intentar recorrer los rasgos de las diversas personalidades chocaría inevitablemente con la imposibilidad de desentrañarlo todo y, por otro lado, un enfrentamiento sería no solo cicatero, sino hasta poco coherente. Quienquiera que sea llamado a suceder a Pedro debe corresponder con su personalidad a las exigencias que están sobre la mesa de la historia. Es necesario, pues, mirar más a lo que representan y no a subrayar lo que en realidad han sido. El Papa será siempre expresión del servicio peculiar que Jesús mismo, y no los hombres, le ha confiado. Deberá ser signo de la unidad de los cristianos para comunicar a todos la fuerza de creer. Cada cual se hará cargo de la propia personalidad, pero todos deberán recorrer el mismo camino querido por Cristo: ser capaces de olvidarse de sí mismos para dar la propia vida al servicio de la Iglesia. El sucesor de Pedro nunca tendrá una vida suya; estará siempre solo ante el Maestro de Galilea para repetirle con fuerza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En un período como el nuestro, marcado por fuertes contradicciones y a menudo trastornado por la rápida imposición de nuevas perspectivas, el Papa permanecerá como el garante de la continuidad de la fe de siempre, que no puede ser modificada ni alterada en sus contenidos. Juan Pablo II y Benedicto XVI han mostrado con claridad este cometido. La continuidad que les ha unido ha sido don y responsabilidad; la diferencia que les ha distinguido es riqueza para la complementariedad que representa. Su magisterio permanece como estímulo para mirar más allá y fijarse en lo que a menudo es invisible para los ojos.

La característica del pontificado

«Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo adecuado, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos lo bastante. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente».

Cuando Benedicto XVI pronunciaba estas palabras en la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012, no me imaginé lo que sucedería pocos meses después. De algún modo es casi obligado añadir un párrafo al referido texto. En efecto, el magisterio dejado en herencia por Benedicto XVI es tan rico y denso que deberán pasar años para penetrar en sus contenidos y hacerlos patrimonio personal. Los volúmenes que recogen su opera omnia teológica están destinados a los especialistas. Sus catequesis y homilías, que han llegado a un público tan vasto en el curso de sus ocho años de pontificado, siguen estando hasta nuestros días cargadas de profundidad, y continuarán acompañando en el futuro la reflexión y la oración. Será difícil poder olvidar esta enseñanza.

Desde cualquier punto que se mire, el núcleo central del pensamiento de J. Ratzinger parece aglutinarse en torno al tema de la fe. Es esto lo que idealmente mantiene unido su magisterio y expresa su fecunda herencia. Un creyente está obligado a conocer también los contenidos de su fe, porque hoy más que nunca está llamado a dar razón de ella. El modificado contexto cultural que estamos viviendo, impregnado, entre otras cosas, de una fuerte acentuación de conocimiento científico, obliga a retomar con seriedad la fe para justificar el acto de libertad con el que se afirma creer en Jesucristo. En el libro-entrevista Últimas conversaciones, ante la pregunta: «¿Qué signo considera, a posteriori, como distintivo de su pontificado?», Benedicto XVI respondía: «Diría que está bien expresado por el “Año de la fe”: un renovado estímulo a creer, a vivir una vida a partir del centro, del dinamismo de la fe, a redescubrir a Dios reconociendo a Cristo, por tanto, a recobrar la centralidad de la fe»7. Ante esta afirmación, se me deberá consentir quedarme con cierto amargor de boca. Se me había encargado organizar el Año de la fe y todo parecía ir sobre ruedas. Aún hoy me pregunto cómo ha sido posible que justo en medio de este acontecimiento, constitutivo de su pontificado, según dijo él mismo, Ratzinger hubiera decidido presentar la renuncia sin aguardar por lo menos a la conclusión del Año. A la pregunta de cuándo había madurado de modo definitivo la decisión respondió: «Diría que en las vacaciones de 2012». Pensando en mis dos visitas a Castelgandolfo en julio y agosto de aquel año, en la carta que me escribió y en otros detalles, confieso que la sensación e incomprensión de lo acontecido me sorprende más todavía.

Los recuerdos y las impresiones personales, empero, no deberían prevalecer. En estas páginas no pueden faltar unos y otras, pero el objetivo principal es el de presentar algunos puntos-clave de la reflexión de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI. Conocer la fe para hacer que sea en concreto principio de vida nueva, y fundamento sobre el que construir la propia existencia, es el rasgo característico de su teología. Creer no es algo facultativo, sino un compromiso al que se debe corresponder. La fe no es una expresión abstracta ni una teoría que seguir, sino el encuentro con el Señor Jesús, vivo en su Iglesia siempre viva. Esto me parece que es una constante en el pensamiento de Benedicto XVI. Y con razón. En efecto, creer equivale a construir la propia vida en la fe del bautismo. Con el bautismo uno pasa a ser una criatura nueva y lo concerniente a los cristianos es la vida impregnada de Cristo. La fe transforma y orienta a leer el mundo de manera diferente. Es realmente una semilla escondida en lo profundo del propio corazón y pide germinar para dar fruto.

En este contexto se hacen altamente significativas las páginas que Ratzinger escribía en su autobiografía: «Nací el 16 de abril de 1927, Sábado Santo, en Marktl am Inn. En mi familia se recordaba con frecuencia el hecho de que el día de mi nacimiento fuera el último de la Semana Santa y víspera de la noche de Pascua de Resurrección, y más aún el que fuese bautizado al día siguiente de mi nacimiento, con el agua apenas bendecida en la “noche pascual”, que entonces se celebraba por la mañana: ser el primer bautizado con el agua nueva se consideraba un importante signo premonitorio. Personalmente siempre he agradecido el hecho de que así mi vida haya estado desde el principio inmersa en el misterio pascual, pues ello no podía dejar de ser un signo de bendición. Indudablemente, no era el domingo de Pascua, sino justo el Sábado Santo. Sin embargo, cuanto más lo pienso, tanto más me parece una característica de nuestra existencia humana, que aguarda todavía la Pascua, no es aún luz plena, pero camina confiada hacia ella»8. Asumir el bautismo como el acontecimiento verdaderamente importante de la vida. Esta parece ser, a fin de cuentas, la conclusión a la que lleva la obra de Ratzinger: tener la certeza de que Dios es Padre y en aquella agua bautismal da su misma vida. Por esto a partir de aquel momento estamos habilitados a dirigirnos a él llamándole Abba, papá. La fe es este don de la gracia que estamos llamados a conservar hasta el término de nuestra existencia, cuando todo aquello a lo que se da pleno asentimiento se hará visible y tangible. La fe es la compañera de vida que, en el camino hacia el encuentro definitivo con el Señor, permite captar su presencia verdadera y real como sostén y garantía de un amor que nunca falla.

¿Un «Papa emérito»?

El 11 de febrero de 2013 Benedicto XVI hacía pública su decisión de renunciar al ministerio petrino. El único texto existente para entrar en el meollo de la cuestión es su declaración oficial, hecha según los cánones tradicionales: en la lengua oficial de la Sede apostólica, el latín, que Ratzinger dominaba plenamente; y durante un Consistorio ordinario, es decir, el momento de encuentro del Papa con los cardenales presentes en Roma para hacer de dominio público algunas decisiones. Se recuerdan las palabras pronunciadas ante el asombro general: «Os he convocado a este Consistorio, no solo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando. Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado. Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice. Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos. Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria».

Me habría gustado estar presente en aquel Consistorio. Ironía de la suerte, unos meses antes se me había pedido reunirme aquella mañana con jóvenes sacerdotes de Roma para una lección de puesta al día. Recuerdo perfectamente que mientras estábamos ya llegando a la conclusión, un sacerdote con el teléfono móvil en la mano daba la noticia: «¡El papa Benedicto ha dimitido!». En los ojos de todos se percibía incredulidad. Me apresuré a decir: «Es nuestro obispo. Recordemos que quien se sienta en esa cátedra es Pedro». Volviendo a casa en coche traté de contactar telefónicamente con algún amigo para intentar dar sentido al asunto; pero nadie respondía. Los días siguientes, llamando a don Georg, su secretario particular, para tener alguna noticia más, me sentí hasta regañado por no haber estado presente en el Consistorio. La renuncia en ese momento no la entendí y aun hoy sigue envuelta en oscuridad. Teóricamente se sabe que el Papa puede renunciar, pero experimentar efectivamente la renuncia me creaba confusión. En años pasados se conoció la intención de Pablo VI a un posible acto de renuncia, y Benedicto XVI lo había de algún modo preanunciado en su entrevista con P. Seewald en 2010. A la pregunta: «¿Alguna vez ha pensado dimitir?», el Papa respondía: «Cuando el peligro es grande no se puede escapar. Por eso no es ahora el momento de dimitir. En momentos así es cuando es preciso resistir y superar la situación difícil. Se puede dimitir en un momento de serenidad, o cuando simplemente uno no puede más. Pero no se puede escapar justo en el momento del peligro y decir “¡Que se las arregle otro!”». Probablemente, al periodista no le parecía cierto cuanto Ratzinger estaba diciendo y le apremió nuevamente: «¿Es, por tanto, imaginable una situación en la que usted considere oportuno la dimisión del Papa?». Benedicto XVI respondía: «Sí; cuando un Papa llega a concienciarse de no ser ya capaz, física, mental y espiritualmente, de desempeñar el encargo que se le ha confiado, entonces tiene el derecho, y en algunas circunstancias también el deber, de dimitir»9. A la luz de los hechos, también estas palabras asumen una connotación diversa y no es impensable que el papa Ratzinger quisiera preparar el terreno.

Mientras escribo estas páginas, entre otras cosas, tengo en la mano la lectura de la Liturgia de las Horas, que de algún modo me sitúa en aquel momento y presenta enigmática la renuncia. Es el texto de san Bonifacio, obispo mártir del siglo VIII, que trabajó muchísimo en la evangelización de Baviera y Turingia, fue obispo de Maguncia y cuyo cuerpo reposa en el monasterio de F