Lo que llegó con el viento - Daniel E. Pertierra - E-Book

Lo que llegó con el viento E-Book

Daniel E. Pertierra

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Beschreibung

Año 2035. En la Base Naval de Puerto Belgrano se recibe un mensaje urgente del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas. En él se informa que en Buenos Aires se están produciendo estallidos de violencia colectiva, pero el mensaje se corta abruptamente y nada más se puede saber de lo que allí ocurre. El capitán de Fragata, Aníbal Ponce, es enviado a la capital al mando de una compañía de setenta hombres integrantes de un cuerpo de élite de la Armada. Su misión: conocer in situ los acontecimientos y qué ha sucedido con el gobierno argentino.

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Seitenzahl: 244

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Daniel E. Pertierra

Lo que llegó con el viento

Pertierra, Daniel E. Lo que llegó con el viento / Daniel E. Pertierra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2738-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Nota del autor

Año 2035 d. C

Captulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Dedicado a Lourdes, mi gran amor.Gracias por decir que sí.

A Juan Pablo Balbi y Sebastián Javier Chehin.Por la amistad y algo más.

“Miré a la Tierra y he aquí que era un caos”

“Miré a los Cielos y he aquí que faltaba la luz”

(Jeremías 4, 23)

Nota del autor

Este libro es esencialmente una ficción, esto es, un cuento, una fábula.

Si este libro tiene algún futuro, deseo que sea ser leído por alguien y guardado en su biblioteca como lo que es: un libro de ficción.

Lo que de ninguna manera quisiera es qué, en algún devenir, lo narrado en sus páginas se haga realidad.

Año 2035 d. C

La noche del centro de la ciudad de Buenos Aires se estremece con las sirenas de los autos de la policía que corren a toda velocidad por la avenida Nueve de julio. A las sirenas, se une el rugido de los motores de vehículos del ejército que pasan en caravana por la misma avenida. Se oyen bocinas y gente que grita desde los automóviles. A lo lejos estallan disparos de armas automáticas que van aumentando en cantidad e intensidad. A los disparos siguen varias explosiones que hacen trepidar las calles. Hay nuevas explosiones y disparos, esta vez más cerca. Algunas personas comienzan a correr. Otras atacan a las que corren.

Algo está pasando…

Captulo I

El viento que sopla del Sur empuja con fuerza las negras formaciones de nubes que, poco a poco, van cubriendo el cielo de la base naval de Puerto Belgrano. En la lejanía, los truenos hacen oír su ronco fragor y los destellos de los relámpagos abren súbitas heridas de luz en la oscuridad nebular.

Un Mercedes Benz blanco se detiene ante la puerta del hotel de la base. Un infante de marina con insignias de cabo segundo en el uniforme de combate se apresura a abrir la puerta del automóvil. Luego, haciendo entrechocar con fuerza los tacos de sus botas reglamentarias, se pone en posición de firme y hace el clásico saludo militar al hombre que desciende del vehículo.

El contralmirante Moreno Cabral, comandante de la Flota de Mar y Jefe de la Base Naval, responde al saludo con un rápido gesto y sin más trámites ingresa al edificio. En el fondo del salón del hotel, en su punto central, se alza una plataforma. Sin hacer el menor caso a la simultánea puesta en pie de los oficiales y de los saludos a su investidura, el contralmirante Moreno Cabral se dirige directamente hacia la plataforma. Una vez ubicado en ella extrae de su portafolio una carpeta de tapas azules, la deposita en el pupitre y procede a abrirla. Después da un suave golpe al micrófono con su dedo índice para asegurarse de que transmite sonido. En medio de un gran silencio los presentes vuelven a ocupar sus asientos.

El contralmirante es un hombre alto y corpulento, con una cabellera blanca que enmarca un rostro bronceado por el sol. Desde lo alto de la plataforma, el contralmirante pasea su mirada sobre los hombres de armas y civiles que aguardan su alocución. Cuando está seguro de la atención general, comienza a hablar:

—Caballeros, dada la situación de alerta general radiada a los altos mandos militares del área sur, sugiero que dejemos de lado todo protocolo y que pasemos directamente a exponer en detalle los hechos que la han motivado. Hace poco más de veinticuatro horas, recibimos un comunicado del Estado Mayor Conjunto en el que se nos informaba sobre un estallido de violencia de carácter colectivo que estaba teniendo lugar en la capital en esos momentos y de la movilización de tropas del ejército debido a la impotencia de los efectivos policiales y de gendarmería para controlarlo. Pero la comunicación se cortó y no fue posible volver a comunicarse con el Estado Mayor. Ordené entonces establecer contacto con la Gobernación de la provincia, pero no hubo respuesta. Cómo última opción, decidí requerir información directa de Presidencia, pero aquí tampoco hubo contacto. Igualmente, las unidades militares del resto del país no respondieron a nuestros mensajes. En esas circunstancias recibimos una comunicación del Coronel Vergara, Jefe de la VI Compañía de Inteligencia del ejército con base en Neuquén, en la que nos informaba que había recibido el mismo comunicado del Estado Mayor que había sido recibido por nuestra base unas horas antes. Solicité entonces al Coronel Vergara que enviase notificaciones de alerta a todas las unidades militares de aire y tierra del área sur, entre ellas, las de Ushuaia y Río Grande, en Tierra del fuego y la base antártica Marambio, todas las cuáles han recibido y contestado dichas notificaciones quedando a la espera de instrucciones. Poco después recibimos desde la capital un mensaje radial de una unidad de nuestra fuerza apostada en el edificio Libertad, que nos comunicó un cuadro breve, pero fidedigno de lo que acontece allí. Digo breve porque no hemos vuelto a tener noticias de esta unidad. Y ahora, caballeros, debo decirles sin más preámbulos, que de acuerdo con la descripción que de la situación nos diera el oficial a cargo de esa unidad, al parecer, en la capital de nuestro país están ocurriendo matanzas en masa, lo cual confirma el contenido del mensaje parcial que recibimos del Estado Mayor Conjunto.

En este punto de su exposición el contralmirante se detiene y observa el efecto de sus palabras en los oyentes. Nadie se mueve, pero el silencio, denso como un muro de concreto, le da la respuesta.

El contralmirante aclara su garganta y continúa:

Por la fragmentaria información del comunicado del Estado Mayor, en un principio pensamos en un ataque terrorista o un golpe de estado. Pero unos minutos antes de venir aquí, he sido informado que hemos hecho contacto con unidades aisladas de las fuerzas armadas de Brasil donde las circunstancias son exactamente las mismas. Hasta el momento permanecemos en contacto con estas unidades hermanas y nos notificamos novedades a intervalos predeterminados. Se han estado radiando mensajes a fuerzas armadas del exterior, pero excepto la comunicación con Brasil, hasta ahora no hay respuesta por parte de ellas. Con Europa y el resto del mundo no hemos podido establecer contacto alguno. Todas las comunicaciones que hasta el momento se han establecido se han efectuado por onda corta, ya que como todos ustedes saben las comunicaciones vía satélite han dejado de funcionar.

Por unos instantes, el contralmirante permanece silencioso con la vista fija en algún punto del espacio.

Cuando habla su voz no denota vacilación o preocupación por el sombrío cuadro que acaba de describir.

En síntesis, caballeros, dadas las circunstancias es de suponer que el contexto es el mismo en todas partes. Hasta el momento ignoramos cuáles pueden ser las causas. Se ha decidido enviar una compañía de setenta hombres para conocer la situación en la capital y averiguar qué ha sucedido con las autoridades gubernamentales, si aún las hubiere. El alto mando de la base se reunirá de inmediato para elegir a los oficiales que integrarán la cadena de mando de la expedición. Los que sean designados deberán presentarse inmediatamente al comando después de haber recibido las notificaciones. También las autoridades civiles deberán presentarse cuando se las convoque para recibir instrucciones. Por el momento, esto es todo, caballeros.

Cuarenta y ocho horas después, a las 10:00 AM y bajo un cielo cargado de nubarrones, el primero de los dos Súper Hércules C–130J que transporta la compañía, carretea por la pista del aeropuerto de la base. Tras casi un kilómetro de desplazamiento alcanza su distancia de despegue y levanta vuelo seguido poco después por el otro Hércules. Este último carga seis Humvee M1114 para el desplazamiento terrestre de la compañía en la capital.

El Capitán de Fragata Aníbal Ponce, lee por segunda vez las órdenes impartidas. Mientras las lee no puede evitar sonreír ante la parquedad de esas órdenes. Sabe por experiencia que el simple hecho de darlas no asegura que éstas se cumplan. Pero así es el mundo militar y él había elegido vivir en ese mundo y bajo sus leyes y estaba obligado a obedecerlas. El capitán Ponce es un poco más alto que la estatura media. Aparenta tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Su rostro es cuadrado y de mandíbulas musculosas. Sobre el labio superior luce un bigote cuidadosamente recortado y el cabello a corte reglamentario. No es muy voluminoso, pero debajo de su uniforme de combate se nota que su cuerpo conoce del duro entrenamiento de los cuerpos de élite.

Los oficiales a su mando son los Tenientes de Navío Álvaro Méndez y Carlos Casanova. Al igual que el capitán son ex integrantes de las fuerzas de Paz de la ONU y han prestado servicios en Centroamérica, Medio Oriente y África. El capitán mira su reloj. A la velocidad máxima de los C–130J y con la carga, cubrirán la distancia a Buenos Aires en poco más de dos horas. Ponce observa a los soldados. Algunos dormitan y otros revisan sus equipos y sus armas. Sus edades oscilan entre los dieciocho y los veinticinco años. Mientras los mira, el capitán piensa cuantas cosas pasaron en su vida desde sus dieciocho años y los años que ahora tiene.

Al cabo de un rato, se queda dormido. Se despierta cuando advierte que el Hércules sale de su trayectoria y efectúa un lento viraje hacia la izquierda. Entre el apagado rumor de los motores, su experimentado oído percibe el sonido sibilante de la apertura del tren de aterrizaje.

Poco después, los aviones carretean por la pista destinada a aviones militares del Aeropuerto Metropolitano de Buenos Aires hasta detenerse frente a un gran hangar. Por unos instantes, los pilotos aumentan la potencia de las cuatro turbo hélices Lockheed Martin.

Inmediatamente, la puerta–rampa situada en la parte posterior de uno de los dos Hércules comienza a bajar hasta detenerse al tocar tierra.

—¡Atención! ¡Preparados!–la voz del capitán Ponce resuena con inusitada fuerza en el interior de la nave.

Al escucharle los hombres se ponen de pie y se alistan para descender. Todos conocen a la perfección lo que deben hacer. Durante las horas previas a la partida, el capitán Ponce se ha encargado de fijar en sus mentes todos y cada uno de los detalles del plan de ocupación del aeropuerto.

—¡Ocupar posiciones! ¡Ahora!

El primero en salir es el pelotón encargado de establecer el perímetro para la protección de los C–130J. De inmediato salen el primer y el segundo pelotón de asalto con subfusiles versión carabina M4. A continuación, el equipo de apoyo con ametralladoras M27.

El primer pelotón se encamina a la torre de control y el segundo a la terminal del aeropuerto bajo el soporte del equipo de apoyo que en caso de necesidad les proporcionará fuego de cobertura. Les siguen los tiradores selectos, uno por cada pelotón. Con sus Barrett M95 terciados a la espalda y las M4 en posición, corren a reunirse con sus unidades.

Por último, descienden los que tienen la misión de repeler ataques que puedan tener lugar detrás de la dirección de avance. Por la rampa del segundo Hércules salen los seis humvee con montaje de lanzagranadas MK19 y ametralladoras pesadas M2–50.

A las 15:30, el capitán Ponce ordena una reunión en uno de los hangares del área militar del aeropuerto. A esa hora, Méndez, Casanova y los suboficiales entran al hangar. El capitán Ponce está de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, observando un mapa sostenidocon trinchetes en una pared.

—Adelante, señores–dice, y agrega–lamento no tener café para invitarles.

Al escuchar las palabras del capitán todos intercambian rápidas miradas y sonríen discretamente. Con un marcador el capitán Ponce traza un círculo rojo en un sector del mapa.

—Señores, estamos en una situación atípica. Después de un extenso reconocimiento se verificó que el aeropuerto está completamente desierto. No hay presencia de personas vivas o muertas. No hay señales de violencia en ninguna de sus áreas, no hay aviones, en otras palabras, no hay nada. Obviamente, esta situación no es normal y por eso podemos deducir que algo muy grave está pasando aquí.

El capitán carraspea suavemente y continúa.

—Por otra parte, no tenemos información acerca de la existencia de un enemigo definido y eso significa que no sabemos a qué nos tendremos que enfrentar cuando salgamos de este aeropuerto hacia la casa de gobierno. Por lo tanto, en vista de los hechos, debemos considerar a la capital como territorio hostil.

El capitán hace otra pausa y prosigue.

—Nuestras órdenes son averiguar qué ha sucedido con el presidente. De hallarlo sano y salvo, debemos brindarle protección y trasladarlo con nosotros a Puerto Belgrano. Pero hay algo más en lo que quiero enfatizar. En el supuesto caso que encontremos una situación de catástrofe y hubiese civiles sobrevivientes, no podremos ayudarlos. Repito, sin importar nuestros pensamientos y sentimientos personales al respecto, no podremos ayudarlos. Esto tiene que quedar claro para todos. Ahora quiero que vean esto.

Los hombres se aproximan al mapa que señala el capitán y forman un semicírculo alrededor de él.

—Este es el lugar donde nos encontramos–el capitán indica un punto en el mapa. Luego desliza un dedo sobre su superficie y se detiene en otro punto–y esta es la casa de gobierno. La línea verde muestra la ruta que seguiremos para llegar. Mientras tanto y hasta que regresemos, un grupo se quedará aquí al mando del Teniente Fraga para dar protección a los aviones. ¿Alguna pregunta?

Todos se miran de costado como esperando que alguien hable, pero nadie dice nada.

El capitán mira su reloj.

—Bien, señores, que los soldados revisen sus equipos y armas. Salimos en una hora. Fin de la reunión.

A las 16:30 los seis humvee y dos camiones Mercedes Benz del sector militar requisados por Casanova, se movilizan hacia la salida del aeropuerto.

Capítulo II

El convoy sale de la avenida Obligado e ingresa por Ramón Castillo. A poco más de un kilómetro de recorrido, el capitán ordena detener la marcha. Varios vehículos obstruyen parcialmente el paso de los humvee, pero el capitán Ponce no da la orden por eso. En el aire hay algo que él conoce muy bien. Es un olor que genera una instantánea corriente de alarma en el organismo de los hombres, cuando penetra por sus fosas nasales. El Teniente Casanova y el Teniente Méndez lo perciben también y lo reconocen. A una señal del capitán descienden de los humvee y rápidamente se dirigen hacia él.

—Viene de la ciudad–dice Ponce.

Casanova y Méndez asienten con un movimiento de sus cabezas.

—Necesitaremos los GEO. Son incómodos, pero son una protección. Que la tropa se los ponga.

Los trajes Geodesic o GEO por abreviatura, son trajes anti pandemia que aíslan de los virus y las bacterias. Están hechos de un elastómero que actúa como una esponja, captando las bacterias y destruyéndolas con los desinfectantes que libera su tejido.

El teniente Méndez se queda mirando a lo largo de la avenida en dirección al centro de la ciudad.

—Debe haber muchos muertos allí, señor–dice.

Ponce no responde a la observación del teniente, pero piensa exactamente lo mismo. Poco después el Capitán ordena reanudar la marcha.

Bajo las nubes oscuras y las tinieblas que cubren la ciudad, el convoy ingresa a la Nueve de Julio. Entre un caos de vehículos volcados o incrustados unos en otros por violentas colisiones, miles de cuerpos humanos, separados o apilados en confusos montones, llenan el asfalto de la avenida y las calles adyacentes.

Algunos de los muertos presentan quemaduras terribles. Los cuerpos como leños carbonizados. Los tendones encogidos contorsionando los cadáveres en grotescas posturas que recuerdan a los muertos congelados.

Sus cráneos están calvos a causa del fuego y lo que en algún momento fueron sus rostros, es ahora una masa informe de carne y huesos abrasados. Los dientes calcinados en las cavernas de las bocas, las lenguas como alquitrán derretido.

Otros, en cambio, la mayoría, no han muerto quemados o en accidentes de tránsito.

Yacen sobre enormes charcas de sangre seca, cubiertos por harapos de prendas infectas, las cabezas reventadas a golpes de salvaje furia, las carnes rajadas y los huesos quebrantados, destripados, desmembrados y desollados como animales de matadero. Sobre los cadáveres, deambulan grandes ratas grises de pelos erizados, hurgando entre la basura, las moscas y las colonias de gusanos amarillentos. Alejadas de las ratas, bandadas de pájaros negros como sotanas, picotean con avidez los ojos de los muertos. En el aire de la urbe difunta, flota un olor a tumbas abiertas y ataúdes podridos.

Incapaz de seguir soportando lo que ve, el soldado Medina cierra con fuerza los ojos. Cuando los abre, mira al Principal Ordóñez.

A través del amplio visor de la escafandra del Geodesic, puede sentir que el Principal está tan conmocionado como él. Simultáneamente siente lo mismo en los demás. Lo advierte en la total abstracción con que observan lo que se muestra a sus ojos. Todos son soldados que han recibido adiestramiento contra actos de terrorismo, incluso para situaciones de guerra nuclear, pero es evidente que nadie los ha preparado para una situación semejante, y menos aún en la capital de su propio país.

La voz del Capitán Ponce suena en los auriculares de Méndez.

—Caballo de guerra, aquí Cobra.

—Aquí Caballo de guerra–responde el teniente.

—Estamos próximos al sitio de referencia. Esperen órdenes.

—Entendido, señor.

Al llegar a Lima y Avenida de Mayo, el convoy se detiene. Una maraña de coches siniestrados impide su avance. El capitán Ponce ordena bajar y avanzar en columna. Los hombres descienden de los vehículos. Mientras se forman, lo primero que perciben es el silencio.

El ruido de los automotores, la estridencia de las bocinas, el incesante ir y venir de las gentes, sus voces y sus risas, han desaparecido junto con sus vidas y ahora, Buenos Aires es un vasto cementerio a cielo abierto, un gigantesco escenario de muerte semejante al de un campo de batalla después de una derrota definitiva. Todos sus sonidos, estrepitosos o sutiles, se han ido, y sólo queda ese silencio helado y terrible que flota en el aire entre los soldados, un silencio que presiona los oídos y que pesa como una estela funeraria sobre la ciudad en ruinas.

Al acercarse a la Plaza de Mayo encuentran barreras antidisturbios aplastadas y retorcidas. Al lado de una de ellas, están los cuerpos de varios policías con sus armas aún en sus manos y cápsulas de proyectiles diseminadas a su alrededor. Uno de los cadáveres tiene un enorme agujero en el lugar donde había estado la tráquea. A otro le falta un brazo desde el hombro.

—Aquí Cóndor a Cobra. Esperamos órdenes.

La voz del teniente Méndez suena metálica a través de la radio en el casco del capitán, pero este no responde. Su mente sólo tiene atención para la Casa Rosada. Inexplicablemente, está intacta. También la catedral metropolitana y el cabildo se encuentran sin indicios de violencia alguna.

—Aquí Cóndor a Cobra. Esperamos órdenes.

Esta vez, la voz del teniente Méndez lo saca de su ensimismamiento.

—Aquí Cobra. Que los hombres avancen hacia la Casa Rosada por los laterales de la plaza y que mantengan sus radios abiertas.

—Entendido, señor.

Unos minutos después, el primer pelotón a las órdenes del capitán Ponce y el segundo dirigido por el Principal Ordóñez, ingresan a la Casa de Gobierno. El resto de los hombres de la compañía al mando de Méndez y Casanova, permanece en el exterior oculto en los ángulos menos visibles del edificio.

La cenicienta luz del día entra por las vitradas lucernas del techo del gran hall de la Casa Rosada, mostrando los largos pasillos en sombras y el balconado del piso superior. El Capitán Ponce presiona una tecla adosada a una de las paredes del hall. Una brillante luz ilumina diferentes sectores del recinto. Enseguida, presiona otra vez la tecla y las luces se apagan. Aún no sabe qué o quienes pueden verlas desde las tinieblas que envuelven la ciudad. El primer pelotón asciende por una de las dos escaleras de honor que conducen al primer piso del ala norte, estructurada alrededor del Patio de las Palmeras, donde se encuentra el Gran Salón Blanco, sede de las grandes recepciones oficiales. El segundo pelotón empieza la revisión de la planta baja, las dependencias de empleados, la cocina y el subsuelo donde se ubica el museo de la casa rosada.

Luego de un largo reconocimiento, el Capitán Ponce y el Principal Ordóñez se rinden ante lo evidente. Igual que en el aeropuerto, en la casa de gobierno no hay presencia de supervivientes ni de cadáveres ni de violencia. Ponce no tiene explicación para aquello. Lo único que se le ocurre es que el presidente y su gabinete fueron conducidos hacia algún lugar protegido antes de que las cosas se tornasen inmanejables. La seguridad presidencial es un asunto de máxima prioridad y en casos de terrorismo o amenaza nuclear está contemplado su traslado a refugios especiales, pero Ponce no tiene la menor idea de donde pueden estar.

Consulta su reloj. Marca las 18 horas. Luego se dirige a Ordóñez.

—Principal, encárguese de que los soldados carguen las baterías de los visores nocturnos. No sabemos cuánto tiempo más habrá electricidad. Que llenen las camelbacks y se saquen los GEO. Si hay que moverse rápido serán un estorbo. Que usen las mascarillas.

—Sí, señor.

El capitán acciona el micro.

—Cóndor, aquí Cobra.

—Cobra, aquí Cóndor–responde Méndez.

—Quiero a toda la compañía adentro. Establezca turnos de guardia. La consigna: “Nadie entra, nadie sale”.

—Entendido, señor.

El teniente Casanova observa los focos de los incendios que iluminan a intervalos el cielo del anochecer.

Por encima de las llamas, las chispas se elevan hacia el cielo oscuro apagándose luego como estrellas fugaces.

Mientras observa, una voz interior le dice que tal vez esté presenciando el fin de la civilización, ese último acto de una tragedia tantas veces profetizada. Ahora, mientras contempla la ciudad en ruinas, piensa en cómo eran las cosas en el pasado cuando el mundo era normal.

No bien ha comenzado a formular ese pensamiento, cuando una pregunta atraviesa su mente como una lanza.

—¿El mundo del pasado era normal?

Siguiendo la línea de esa pregunta, Casanova se dice a sí mismo que es una cuestión de puntos de vista. Sí, había muchas cosas buenas en el mundo desaparecido, pero también muchas que eran malas. El peligro permanente de la guerra nuclear, el terrorismo, el cambio climático, las guerras comerciales, los interminables conflictos militares en el Oriente Medio y los virus, siempre los virus.

Más allá de eso, estaba la deuda inacabable de las tarjetas de crédito, los préstamos bancarios y las hipotecas, el desempleo, los robos, asesinatos, violaciones y la maldición de las drogas. Si eso no bastase, cada cuatro o seis años, según la constitución de cada país, las elecciones presidenciales para elegir, la mayoría de las veces, entre un canalla o un lunático.

También en ese mundo del pasado, pululaban los pensadores de manicomio que a través de los medios de comunicación, intoxicaban las mentes de las personas presentando una imagen de la vida más compleja de lo que realmente era. Estaban también las noticias sobre las vidas privadas de las modelos, de las celebridades del cine, la televisión, el rock y los deportes, muchas de las cuáles, con algunas excepciones, no eran otra cosa que vidas mediocres y sin significado alguno.

Todo eso y mucho más, había sido arrojado finalmente a la gran papelera de la historia.

Casanova concluye que no puede decir que este mundo destruido es más normal que el anterior, pero puede afirmar que es más simple. Ahora, todo parecía haberse reducido a la más elemental supervivencia y ellos, los militares, sabían sobrevivir. Tenían las armas y la organización necesarias para eso.

Ante estos pensamientos, el teniente experimenta una sensación parecida al alivio, la misma que se siente cuando uno se libera de una pesada carga o consigue salir de un intrincado laberinto.

Pero al volver de su ensimismamiento y ver otra vez el cuadro de aniquilación y muerte en que se ha convertido Buenos Aires, no puede evitar sentir una punzada de remordimiento por haber pensado y sentido así.

Y sin embargo, algo en su interior le dice que no puede negar completamente lo que acaba de pensar y sentir.

De uno de los bolsillos de su chaleco blindado, el capitán Ponce extrae un mapa. Lo despliega y lo observa por unos instantes. Luego lo vuelve a plegar y lo guarda.

—¡Principal Ortega!–llama.

El principal Ortega se abre paso entre los soldados y se dirige hacia el capitán.

—Ordene, señor.

Ortega es un suboficial competente y veterano de la fuerzas de paz de la ONU. Es de mediana estatura y tiene un cuerpo firme y marcado. El capitán Ponce aprecia especialmente al Principal. En numerosos encuentros armados en el exterior combatió a sus órdenes y sabe que en combate, el principal Ortega es de una eficiencia letal.

Ponce se quita el casco y se restriega los cabellos cortados a cepillo.

—Ortega–dice, al tiempo que se coloca de nuevo el casco–¿Quién es el operador de la TRC?

La TRC–3700 es una radio de bandas HF y largo rango hasta distancias de 900 kilómetros sin interrupciones en la cobertura radial.

—El cabo Peralta, señor.

—Que venga inmediatamente. Debo radiar un mensaje a la base.

—Sí, señor.

Poco después el cabo Peralta se presenta y entrega al capitán el auricular y el micro de la radio.

—Aquí Cobra a Base.

—Aquí Base. Lo copio Cobra. Adelante.

—Aquí Cobra. Clave “Yagan”.

—Aquí Base a Cobra. A la escucha de mensaje.

—Sin indicios de Jefatura. A la espera de órdenes.

—Aquí base a Cobra. Permanezca en espera.

Un minuto después reaparece la voz del operador de la Base.

—Aquí Base a Cobra.

—Aquí Cobra a la escucha.

—Misión cumplida. Reintegro a base.

—Aquí Cobra a base. Entendido.

El capitán devuelve el auricular y el micro al cabo Peralta.

—Cabo, envíe este mensaje al Teniente Fraga: “Esta noche base en casa de gobierno. Salida mañana 6:00 horas. Regreso a base”.

Por uno de los grandes ventanales, el capitán Ponce ve que en la plaza algunas de las columnas de alumbrado público comienzan a encenderse y que lo mismo sucede en algunas calles aledañas. Otras parpadean como si no se decidiesen a emitir la luz. Más allá, la ciudad está en la más completa oscuridad. Movilizarse durante la noche por una ciudad en ruinas, con sectores parcialmente iluminados y otros en “zona negra” es muy riesgoso.

Por otra parte, los hombres están cansados y necesitan reponerse y él también. Esa noche la pasarán en la Casa Rosada. Allí tienen agua, y en la despensa y la cámara frigorífica de la enorme cocina, hay comida más que suficiente. Mañana será otro día.

Es medianoche. Los soldados montan guardia entre las sombras del interior de la casa de gobierno.

En el exterior, algo anónimo ronda entre las tinieblas.

Capítulo III

Al amanecer, un sol largo tiempo enclaustrado, aparece entre un jirón de nubes y por un brevísimo momento, su luz arranca débiles destellos de los ventanales de la Casa Rosada. El principal Ortega ordena a los soldados comprobar el funcionamiento de sus armas y equipos. Botas anti fragmentación, cascos, chalecos blindados, arma básica, cargadores, munición portante, cuchillos de combate, guantes, gafas antibalísticas, radios y visores nocturnos.

El olor a putrefacción empieza a impregnar la atmósfera y los hombres se frotan las narices con los dedos. Ortega sabe por experiencia que el hedor de los cuerpos en descomposición debe neutralizarse de algún modo, porque si se lo percibe todo el tiempo las cosas pueden ponerse feas por las náuseas y el estrés.

—Pónganse el Noxo, soldados.

El Noxo es una crema con olor a vainilla que elimina olores nauseabundos y que es usada por los forenses en las necropsias y por paramédicos y bomberos en zonas de desastre. Permanece por dos o tres horas y viene en tubos como los de pasta dentífrica. Los hombres se bajan las máscaras, se lo aplican debajo de la nariz y se tranquilizan al instante.

El capitán está reunido con Méndez y Casanova cuando se presenta Ortega.

—¿Están listos los hombres, Principal?–pregunta.

—Sí, señor–responde Ortega, y agrega–Falta un hombre, señor, es el soldado Fernández. Cumplía el penúltimo turno de guardia, pero cuando llegó el relevo ya no estaba. Nadie sabe dónde está ¿Envío hombres a buscarlo, señor?