Lobos con piel de pastor - Juan Ignacio Cortés Carrasbal - E-Book

Lobos con piel de pastor E-Book

Juan Ignacio Cortés Carrasbal

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Beschreibung

El papa Benedicto XVI la calificó como la mayor crisis de la Iglesia católica. Los síntomas se empezaron a conocer mucho antes, pues ya en los años cincuenta algunas diócesis estadounidenses empezaban a entrever el problema, sin embargo, una Iglesia asustada y a la defensiva no supo reaccionar con valentía ante el horror de los casos de pederastia en su seno. Miles de menores inocentes pagarían por esta cobardía y tibieza. A día de hoy, en España, es imposible cuantificar su verdadera magnitud. Se conocen públicamente cincuenta casos de abusos de menores a manos de sacerdotes, pero se estima que podrían ser muchos más. Lo que sí está claro es que la Iglesia española no ha hecho casi nada para que las víctimas se sientan acogidas y atendidas.

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prólogo

Aclaraciones terminológicas

Introducción

Primera parte. Mirando hacia atrás (con ira). Antes de Boston

I. Una vieja conocida

II. Los primeros indicios de la crisis

III. Denial / La balada del padre Tom Doyle

IV. El fi n del silencio mediático

V. Hacia el desastre

VI. La crisis de 1992

VII. Mientras tanto, en la vieja Irlanda

VIII. Más allá de Estados Unidos e Irlanda (I). La tormenta se extiende por Europa

IX. Más allá de Estados Unidos e Irlanda (II). El caso de Australia

X. Marcial Maciel, un padre demasiado cariñoso

Interludio. El pequeño Daniel

Segunda parte. Mirando hacia atrás (con ira). Después de Boston

XI. Betrayal: Una epifanía muy especial

XII. Los devastadores efectos del huracán Boston

XIII. La caída de Maciel

XIV. Irlanda desolada

XV. 2010, annus horribilis

XVI. ¡Noticia bomba! Benedicto XVI dimite

XVII. Francisco y la tolerancia cero

Interludio. F. L., una víctima doblemente traumatizada

Tercera parte. España, ¿camisa blanca?

XVIII. Los internados del miedo

XIX. El caso Romanones

XX. El caso maristas (y otros)

XXI. Una falta (casi) absoluta de datos

XXII. Una respuesta insufi ciente

Cuarta parte. Causas y efectos

XXIII. Pederastia y homosexualidad

XXIV. Pederastia y celibato

XXV. Efectos de los abusos

Epílogo: Una Iglesia en la encruc? ada

Anexo 1. Entrevista con Hans Zollner, de la Comisión Pontifi cia para la Tutela de Menores

Anexo 2. ¿Cómo denunciar un caso de abuso sexual?

Índice onomástico

Bibliografía y otros recursos

Agradecimientos

Notas

2.ª edición

© SAN PABLO 2018 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 742 51 13

[email protected] - www.sanpablo.es

© Juan Ignacio Cortés Carrasbal 2018

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428561280

Depósito legal: M. 11.281-2018

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.conlicencia.com).

A aquellos que tuvieron el coraje de no callar,

especialmente a Javier, F. L., Emiliano

y Daniel, que me dejaron asomarme

a su dolor para que pudiese comprender.

«Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: “¡Ah, el horror! ¡El horror!”».

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

«¿Cómo puede un sacerdote, ordenado al servicio de Cristo y de su Iglesia, llegar a causar tanto mal? ¿Cómo puede haber consagrado su vida a llevar a los niños a Dios, y acabar en cambio devorándolos en lo que yo mismo he llamado un sacrificio diabólico, que destruye tanto a la víctima como la vida de la Iglesia? Algunas víctimas han llegado incluso al suicidio. Esos muertos pesan sobre mi corazón, sobre mi conciencia, y sobre la de toda la Iglesia. Ofrezco mis mejores sentimientos de amor y de dolor a sus familias y, humildemente, les pido perdón».

Papa Francisco, «Prólogo» de Le perdono, padre

«¿Es la Iglesia eficaz en su voluntad de investigar y conocer los irregulares y destructivos hechos morales de sus altos miembros? ¿O teme conocerlos? ¿O teme el escándalo? ¿Pero qué mayor escándalo que ese extensísimo museo oculto de almas en diáspora espiritual, devoradas y dañadas de por vida en lo más íntimo de su sacralidad por “lobos vestidos con piel de oveja” y disfrazados de pastores, corruptos y corruptores?».

Juan Vaca y otras víctimas de Maciel en carta abierta

al papa Juan Pablo II en 1998

Prólogo

El 19 de marzo de 2010, justo ocho años antes de poner el punto final a este prólogo, Benedicto XVI hacía pública su Carta pastoral a los católicos de Irlanda, el documento más importante publicado por la Santa Sede desde que estalló el escándalo de la pederastia en la Iglesia católica. En él, el Papa mostraba su desolación por la magnitud de la crisis de los abusos sexuales de menores en la Iglesia irlandesa:

Comparto la desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis experimentado al enteraros de esos actos pecaminosos y criminales y del modo como los afrontaron las autoridades de la Iglesia en Irlanda [...]. Que nadie se imagine que esta dolorosa situación se va a resolver pronto. Se han dado pasos positivos, pero todavía queda mucho por hacer.

Ratzinger, recuerda Juan Ignacio Cortés, identificaba varios factores como causa del escándalo y contra los que había que actuar con urgencia: procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa; insuficiente formación humana, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; tendencia a favorecer al clero y otras figuras de autoridad; así como preocupación desmesurada por el buen nombre de la Iglesia.

La carta de Benedicto XVI, en la que se dirigía directamente a cada uno de los colectivos actores de este drama, ponía el dedo en la terrible y profunda llaga que venía abriéndose en la Iglesia católica desde varias décadas atrás por la escalada de las denuncias de todo tipo de abusos y pederastia en el seno de la institución. La crisis alcanzó su punto álgido al estallar dramáticamente y con una virulencia imparable en los Estados Unidos, en enero de 2002, como reacción social a un reportaje de investigación sobre la pederastia y el ocultamiento del delito por la jerarquía eclesiástica en la diócesis de Boston, publicado en el periódico The Boston Globe, y que llevaría en 2015 a la realización y estreno de la película Spotlight basada en esa investigación y que sirvió para visualizar en las pantallas de cine de numerosos países de todo el mundo la realidad que había venido negándose y ocultándose sistemáticamente por el abuso clamoroso del poder y de la doble moral que durante siglos ha sido una de las señas de identidad de la Iglesia católica en algunos de sus miembros y de su jerarquía.

Este escándalo terrible al que el papado no quiso o no supo poner freno durante décadas, esta geografía del horror que ha afectado a tantos menores en los cinco continentes, el desprecio o la arrogancia hacia las víctimas, el código de silencio impuesto como consecuencia de una cultura clerical basada tanto en el secreto como en la idea de que los sacerdotes forman parte de una especie de casta elegida a la que, además, se le ha preparado poco o nada para integrar la dimensión afectiva en un modo de vida basado en la renuncia al ejercicio activo de la sexualidad, son las cuestiones que aborda y estudia valiente y honestamente en su libro este periodista independiente y de raza que es Juan Ignacio, y al que agradezco que me eligiese para escribir este prólogo.

El resultado de su trabajo queda patente en este reportaje, como él mismo lo califica, que denota una extraordinaria tarea de investigación sobre esta realidad y que plasma en un minucioso y documentado resumen de lo acontecido, de lo reconocido y de lo silenciado desde finales del concilio Vaticano II hasta prácticamente ayer con las desafortunadas palabras del papa Francisco en Chile, luego enmendadas, sobre la terrible y tozuda realidad de la pederastia en la Iglesia católica.

Este no es un libro científico, ni aspira a ser un libro definitivo sobre el tema de los abusos sexuales de menores en la Iglesia católica, dice el autor. Es verdad que este tipo de abusos no ocurren solo dentro de la Iglesia –reconoce– pero no es menos cierto que ninguna institución como la Iglesia católica puso en marcha un mecanismo tan sistemático de encubrimiento de los abusos. «Creo –señala Cortés– que, en muchos aspectos, es verdad lo que dice F. L. (una de las víctimas españolas) al final de una de sus cartas al papa Francisco: en el caso de la pederastia dentro de la Iglesia hay muchos lugares –y España está sin lugar a dudas entre ellos– donde “sobran palabras y faltan hechos”. Pero también es verdad que sin palabras nunca habrá hechos, no habrá una decisión firme de investigar con diligencia los casos de abusos sexuales de menores a manos de clérigos católicos y, sobre todo, de atender a las víctimas».

Son muchos los que opinan que la lucha contra la pederastia dentro de la Iglesia católica ha dado un salto cualitativo con Francisco. Es verdad que las actuaciones de la Santa Sede distan a veces de ser ejemplares, pero no es menos verdad que con este papa se han aprobado medidas hace poco impensables... Las incógnitas en este punto son dos. La primera es si Francisco logrará consolidar la política de tolerancia cero hacia los sacerdotes pederastas y sus encubridores dentro de la Iglesia católica en los años que le queden de pontificado. La segunda es si su sucesor seguirá esa misma política o volverá a los oscuros tiempos del trasladar y callar.

«En la respuesta que dé a estas dicotomías –señala Cortés–, en la dirección que tome para dejar atrás la encrucijada en que se halla, la Iglesia se juega buena parte de su credibilidad y ascendiente moral sobre un mundo realmente necesitado de luces y esperanzas para atravesar el desierto de estos tiempos oscuros, repletos de avaricia, pobreza intelectual y miseria moral. La lucha contra la pederastia dentro de la Iglesia católica camina de la mano con la búsqueda de una Iglesia más abierta al mundo, hecha de personas adultas no infantilizadas, más fraternal que feudal, menos machista y clerical. En este sentido, tal vez la crisis de los abusos sexuales de menores sea una oportunidad. Que la Iglesia la aproveche o no es algo que está por ver».

José Martínez de Velasco

Periodista y autor de Los Legionarios de Cristo y

Los documentos secretos de los Legionarios de Cristo

Aclaraciones terminológicas

Pederastia/pedofilia

En el libro utilizo el término pederastia que, según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE), tiene dos acepciones: 1. Inclinación erótica hacia los niños. 2. Abuso sexual cometido con niños. Aunque el DRAE da una definición casi idéntica de pedofilia («atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes»), en definiciones más técnicas la pedofilia es una parafilia que consiste en la excitación o el placer sexual que se obtiene a través de actividades o fantasías sexuales con niños de entre 8 y 12 años. Otro término usado frecuentemente a la hora de hablar de abusos sexuales de menores es efebofilia, la atracción sexual que se siente hacia adolescentes y jóvenes de a partir de 15 años de edad. Mientras que pedofilia y efebofilia describen un trastorno mental, pederastia describe puramente un comportamiento. Me parece el término más neutro y descriptivo a la hora de hablar de los abusos sexuales de menores.

Víctimas/supervivientes

Las asociaciones de personas que han sufrido abuso sexual prefieren usar el término supervivientes, pues consideran que el término víctima supone una reducción de su identidad a tal condición, he preferido usar este último término por dos razones. La primera, en aras de la claridad, pues resulta más comprensible desde el primer momento y no necesita explicación. La segunda, en aras de la neutralidad. Mientras que hay víctimas que han logrado sobreponerse a su dolor y aceptar que su condición de víctimas no es lo único que define su personalidad y se han transformado por ello en supervivientes, este no es, tristemente, el caso de muchas otras, cuya vida sigue marcada por los sentimientos de vergüenza, culpabilidad e ira que el abuso sexual provoca. Así pues, tendría que hablar de víctimas y supervivientes continuamente, lo que no creo que facilite la lectura del texto. Dicho esto, me gustaría expresar mi admiración por todas aquellas víctimas que han conseguido transformarse en supervivientes a fuerza de coraje.

Introducción

El papa Benedicto XVI la calificó como «la mayor crisis de la Iglesia católica desde la Reforma protestante». Los síntomas del problema se empezaron a conocer mucho antes de que estallase la tormenta que ha dejado profundamente malparada la nave de Pedro. Ya en los años cincuenta el padre Gerald Fitzgerald, responsable de un centro de rehabilitación de sacerdotes con problemas, indicó que los clérigos responsables de abusos sexuales de menores deberían ser expulsados del ministerio. En los años ochenta los sacerdotes Thomas Doyle y Michael Peterson y el abogado Ray Mouton advirtieron a los obispos estadounidenses de la enorme dimensión y las implicaciones de la crisis, lo que arruinó la prometedora carrera de Doyle, un abogado canonista que trabajaba para la nunciatura en Estados Unidos.

Cuando el horror se hizo público, los cimientos de la Iglesia en al menos Estados Unidos, Irlanda, Australia, Austria, Alemania y Bélgica se tambalearon, sacudidos por un terremoto brutal. Como resume el periodista Michael D’Antonio en su libro Mortal Sins, la propia Iglesia católica reconoció que más de 6.100 sacerdotes habían sido señalados, de forma creíble, como responsables de crímenes sexuales contra más de 16.000 menores en Estados Unidos. De ellos, más de 500 fueron arrestados y juzgados, y más de 400 ingresaron en prisión. En 2012, la Iglesia había pagado casi 3.000 millones de dólares en todo el mundo para indemnizar a centenares de víctimas de abusos1.

La historia de los abusos sexuales de menores en el seno de la Iglesia católica tiene todos los ingredientes de una tragedia shakespeariana: ambición, luchas de poder, traición, ideales y, por supuesto, sexo. Es fácil llevarla al terreno del morbo y este libro intentará evitarlo. Pero para comprender su verdadera dimensión es inevitable adentrarse en territorios escabrosos. Los abusos de menores no son un tema agradable y se tiende a ignorar su verdadera dimensión, a minimizarlo, a pensar en sacerdotes que, en un momento dado cometieron un desliz y traspasaron casi sin darse cuenta la frontera del cariño y el cuidado. En muchos casos fue así. En otros, estamos hablando de verdaderos depredadores sexuales. El sacerdote norirlandés Brendan Smyth abusó de, al menos, 143 niños en parroquias de Belfast, Dublín y Estados Unidos a lo largo de 40 años. Varios de sus superiores recibieron denuncias de su comportamiento criminal, pero no hicieron nada para detenerlo. Cuando parecía que los hechos iban a traspasar la línea de sombra y salir a la luz, le cambiaban de parroquia. El escándalo desatado en Irlanda cuando se conoció el horror que había causado provocó incluso la caída del Gobierno en diciembre de 1994.

Otro caso tristemente notorio es el del sacerdote de la archidiócesis de Boston Gilbert Gauthe, quien manipuló a decenas de niños y les arrastró a relaciones sexuales violentamente abusivas. Un abogado aseguró que les había inducido a practicar «todo tipo de actos sexuales que se puedan imaginar entre dos hombres». En algunos casos, los fotografiaba y los persuadía para mantener relaciones sexuales entre ellos mientras él miraba. Él nunca negó los hechos, porque alegaba que también era una víctima, pues estaba bajo la influencia de un oscuro impulso psicológico que no era capaz de controlar. Su interés por los niños era ya conocido en el seminario y parece que algunos altos cargos eclesiásticos se opusieron a su ordenación, que finalmente tuvo lugar y se convirtió en la puerta de entrada a un torbellino de horror que marcó para siempre la vida de víctimas como Scott Gastal. Gauthe abusó de él desde que el niño tenía siete años, llegando a penetrarle analmente en diversas ocasiones. Una vez, el niño resultó tan dañado que terminó en el hospital, sangrando.

Es verdad que los abusos sexuales de menores no ocurren solo dentro de la Iglesia, pero no es menos cierto que ninguna institución puso en marcha un mecanismo tan sistemático de encubrimiento de este horror. Tampoco deja de ser cierto que la gente tiende a juzgar a las personas y a las instituciones en relación a los principios que proclaman. Así, mientras que la Iglesia católica proclamaba unos principios de pureza moral y santidad extraordinariamente elevados, un porcentaje significativo de sus ministros incurría en comportamientos no solo pecaminosos, sino criminales.

En el caso de los sacerdotes, el efecto arrasador que todo abuso tiene sobre un menor en el plano psicológico se multiplica al provenir de alguien que está llamado a representar lo sagrado. De repente, la persona que es de algún modo la encarnación de Dios se convierte en verdugo y aquello que debería ser lo más puro de la vida se transforma en la fuente del más absoluto pavor. El mundo se viene completamente abajo. Marie Collins, irlandesa víctima de abusos y hasta marzo de 2017 miembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores creada por el papa Francisco, lo describía así: «Las mismas manos que te están dando la comunión se introducen en tu vagina al día siguiente».

El dolor y la humillación que sufrieron las víctimas se vieron acrecentados por la actitud de la Iglesia católica. Preocupadas por el prestigio de la institución, las diócesis hicieron todo lo posible, con honrosas excepciones, por negar y tapar el escándalo. Para ello, emplearon desde el desprecio a la amenaza y pagaron en secreto inmensas cantidades de dinero a cambio de que los hechos no viesen la luz. Incluso cuando la tormenta ya se había desatado y los obispos estadounidenses comenzaban a admitir su responsabilidad por el profundo trauma causado a las víctimas, los abogados que defendían a la Iglesia acusaban a los padres de no haber sabido proteger a sus hijos y a los niños de haberse prestado o haber provocado las relaciones sexuales, siendo como mínimo cómplices del abuso.

¿Y en España? En nuestro país predomina la idea de que en los países latinos los abusos de menores no son un problema tan extendido como en los países anglosajones. Que una cultura más relajada que fomenta relaciones interpersonales más cálidas que en los envarados países anglosajones hace que la configuración psicológica de las personas sea más abierta y la represión sea menor. Esta visión, sostenida por buena parte de la Iglesia, comienza a estar seriamente en entredicho. El padre Hans Zollner, jesuita y miembro de la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores, afirma que no cabe duda de que los abusos se dan en todos los lugares del planeta. Sin embargo, es difícil cuantificar el alcance del problema en nuestro país. La profesora de la Universidad del País Vasco Gema Varona hizo un estudio sobre la incidencia de los casos de pederastia en la Iglesia católica española en 2015 que se quedó en un estado muy preliminar debido a la casi total falta de colaboración de la institución. En conversación con este periodista aseguraba que cualquier cálculo sobre el número de casos en España es, hoy por hoy, mera conjetura. También afirmaba, con toda la razón, que, por pocas que sean, las víctimas tienen derecho a verdad, justicia y reparación.

Tristemente, la Iglesia española no está dando muchos pasos en esta dirección. Sus directrices para afrontar los casos de abusos son realmente pobres y defensivas. No hablan casi de las víctimas y sí de las posibles consecuencias jurídicas de sus denuncias. Muchas personas que han sufrido abusos sexuales de manos de sacerdotes y que han acudido a la Iglesia española en busca de acogida y justicia se han visto decepcionadas. Hay algunos signos de cambio de actitud, pero demasiado tímidos como para considerar que se ha operado una verdadera conversión en este terreno.

Ello contrasta con la figura de un papa Francisco que ha hecho de la lucha contra la pederastia una de las banderas de su pontificado. Aunque sus críticos aseguran que esta lucha se ha quedado en los símbolos y las palabras y no ha llegado a los hechos, lo cierto es que el Pontífice argentino ha instituido el primer organismo vaticano destinado en exclusiva a hacer frente a la crisis de los abusos de menores: la Comisión Pontificia para la Tutela de Menores cuyo funcionamiento, bien es cierto, no ha estado exento de polémica. Francisco también aprobó un motu proprio (decreto vaticano) que permite la remoción de cualquier obispo que se demuestre que ha ocultado los crímenes de sacerdotes pederastas. Este indudable avance se ve matizado por un nuevo pero: es un mecanismo que, casi tres años desde su aprobación, no ha sido aplicado todavía.

Francisco continúa el camino abierto por su antecesor Benedicto XVI. El Papa alemán fue el primero en reunirse con víctimas de abusos de menores y habló en repetidas ocasiones de ellos, condenándolos sin paliativos. Sin embargo, su papel como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe está lleno de claroscuros. Parece evidente que sabía más de lo que las actuaciones de este dicasterio (ministerio) vaticano durante su mandato indican, pero que era incapaz de imponer su voluntad de actuar más decididamente contra los abusos debido al poco interés del papa Juan Pablo II y de otros poderosos cardenales como el secretario de Estado Angelo Sodano en el tema. Su actuación en el caso Maciel resume las contradicciones del entonces cardenal Ratzinger. A raíz de las denuncias públicas de exlegionarios contra el fundador de la congregación a finales de los noventa, el prefecto comenzó a investigarle, pero las presiones de Sodano le obligaron a detener las averiguaciones. Cuando en 2002 un periodista norteamericano le abordó en la calle y le preguntó por el caso, Ratzinger, un generalmente apacible teólogo, reaccionó con cierta rabia: «Vuelva a mí cuando llegue el momento», dijo ante las cámaras de la cadena de televisión ABC.

Solo al final de su pontificado de casi 30 años, Juan Pablo II encomendó la absoluta responsabilidad sobre los casos de pederastia a la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo que supuso el principio del fin de la casi absoluta impunidad para estos casos. Aun así, en 2004, tan solo un año antes de la muerte del Pontífice, este seguía elogiando públicamente la figura de Maciel, al que llegó a proclamar como un «ejemplo para la juventud». A la muerte del fundador de los Legionarios de Cristo, los rumores y sospechas que rodearon su vida, en especial durante los últimos años, se transformaron en informaciones contrastadas y revelaron el perfil de un auténtico depredador sexual que abusó de decenas de menores, incluyendo sus propios hijos. El Papa polaco siempre había mirado hacia otro lado cuando se trataba de Maciel, un sacerdote que compartía su visión militante y conservadora del catolicismo y que aportaba a la Iglesia miles de vocaciones y también miles de dólares.

Mucho camino se ha recorrido desde que en los años ochenta, ante los signos del escándalo que se avecinaba en Estados Unidos, los obispos norteamericanos se empeñaban en echar tierra sobre el asunto y llegar a acuerdos secretos con las víctimas para mantener limpio el nombre de la Iglesia. En países como Estados Unidos, Irlanda o Australia, donde la tormenta de la crisis de la pederastia sopló con la fuerza de un verdadero huracán, la Iglesia se ha dotado de protocolos de actuación para prevenir los abusos y atender a las víctimas. En Francia, el sitio web de la Conferencia Episcopal muestra los datos de la persona que en cada diócesis se ocupa de estos casos y con la que cualquiera puede contactar.

Sin embargo, muchas víctimas siguen sintiéndose burladas, doblemente humilladas. F. L., víctima de abusos en el Seminario Menor de la diócesis de Astorga, escribió al papa Francisco denunciando su caso. El Vaticano instó a la diócesis a abrir una investigación que se cerró con el apartamiento del ministerio durante un año de José Manuel Ramos Gordón, el sacerdote abusador, quien reconoció los hechos. «Es una sentencia ridícula. Siento que se han reído de mí», me decía en una entrevista con la voz quebrada por la rabia.

Este no es un libro científico, ni aspira a ser un libro definitivo sobre el tema de los abusos sexuales de menores en la Iglesia católica. Es, simplemente, el reportaje de un periodista. Para escribirlo, he hecho lo que todo periodista hace: buscar documentación, leer y hablar con gente. La bibliografía en español sobre la crisis de la pederastia dentro de la Iglesia no es muy abundante y espero que, como expliqué a las víctimas y a los expertos en la materia con quien hablé, este libro contribuya a que el tema no se olvide, a que se siga hablando y debatiendo sobre él y –ojalá– a que en un futuro no tan lejano las víctimas de abusos sexuales de menores en la Iglesia española, sea cual sea su número, encuentren el camino hacia la verdad y la justicia, sin las que no es posible la sanación y la recuperación.

Creo que, en muchos aspectos, es verdad lo que dice F. L. al final de una de sus cartas al papa Francisco: en el caso de la pederastia dentro de la Iglesia hay muchos lugares –y España está sin lugar a duda entre ellos– donde «sobran palabras y faltan hechos». Pero también es verdad que sin palabras nunca habrá hechos, no habrá una decisión firme de investigar con diligencia los casos de abusos sexuales de menores a manos de clérigos católicos y, sobre todo, de atender a las víctimas. Si eso sucede, las personas destrozadas por los abusos seguirán muriendo en silencio, llevándose su secreto horror a la tumba. Es algo que la Iglesia católica debería evitar, por muy alto que sea el precio de vergüenza que tenga que pagar.

Primera parte

Mirando hacia atrás (con ira). Antes de Boston

La crisis de los abusos sexuales de menores en el seno de la Iglesia católica se fue fraguando poco a poco. Los primeros indicios aparecieron en los años cincuenta, y la enorme dimensión del problema era totalmente patente en los ochenta. En esa época, aunque la pederastia y otros pecados de naturaleza sexual no eran desconocidos para la Iglesia, la institución se hallaba en una posición particularmente débil para responder a los hechos. Todavía no se había recuperado de la pérdida del estatus que había ostentado en los siglos pasados, cuando Iglesia y Estado caminaban de la mano y el Vaticano era en sí mismo un Estado más allá de los elementos simbólicos. La llegada de la modernidad le había pillado a contrapié y le había hecho recluirse sobre sí misma. Durante años se había sentido acosada por el liberalismo, el movimiento obrero, la democracia y, en general, la evolución sociopolítica que iba de la mano de la llegada de la sociedad de masas.

El intento de renovarse y de abrazar las nuevas realidades del mundo que fue el concilio Vaticano II supuso una verdadera revolución en la Iglesia que, como todas las revoluciones, fue saludada por muchos y denostada por muchos otros. Insegura de su personalidad, asediada, la Iglesia respondió a la crisis de los abusos sexuales de menores, replegándose aún más sobre sí misma, intentando defender su buen nombre a toda costa. No afrontó el problema, sino que intentó negarlo, esconderlo. En el camino dejó atrás a las víctimas y buena parte de la reputación que pretendía defender.

I

Una vieja conocida

Por muy extraño que pueda parecer, la Iglesia y la pederastia son dos viejas conocidas. Frente a las costumbres greco-romanas que veían con buenos ojos las relaciones entre los jóvenes efebos y los hombres ya maduros, desde el primer momento la Iglesia primitiva condenó los abusos sexuales de menores, asegura el canonista Gil José Sáez1. Al mismo tiempo, según Thomas Doyle, Richard Sipe y Patrick Wall, el abuso sexual de menores a manos de sacerdotes no es un fenómeno reciente, pues desde que se fundó la Iglesia, el problema «no solo estaba al acecho en las sombras, sino que a veces era tan abierto que había que tomar medidas extraordinarias para sofocarlo»2. Así pues, la justificación de muchos prelados que tras estallar el escándalo de la pederastia alegaron que habían actuado erróneamente ante los abusos por desconocimiento, no está del todo respaldada por la realidad.

Los escritos de los Padres de la Iglesia y los primeros concilios fueron muy claros al condenar las relaciones sexuales de los sacerdotes, no solo con menores, sino con cualquier tipo de fieles. Tanto en la Edad media como en la Edad moderna, dicha condena persistió y casi siempre fue acompañada de instrucciones para entregar a los culpables al poder secular para que los castigase por sus crímenes. A principios del siglo XX, esta tendencia cambió coincidiendo con la entrada en vigor del primer Código de Derecho Canónico en 1917. Una Iglesia, que se sentía asediada por la modernidad y que acababa de perder definitivamente su poder temporal tras la toma de Roma por las tropas italianas dirigidas por Giuseppe Garibaldi en 1870, se replegaba sobre sí misma y corría un tupido velo de secreto sobre sus más inconfesables crímenes.

Ha sido miles de veces reproducida al hablar de los abusos sexuales de menores en la Iglesia católica la cita del evangelio de Mateo: «A quien sea causa de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo arrojaran al fondo del mar con una piedra de molino atada al cuello». Las palabras de Jesús fueron secundadas por las primeras comunidades cristianas y los Padres de la Iglesia. Según Doyle, Sipe y Wall, la primera mención de un comportamiento sexual prohibido se produce en la Didaché –también conocido como Enseñanza de los doce apóstoles o Enseñanza del Señor3–, un texto compilado en la segunda mitad del siglo I, pocas décadas después de la muerte de Jesús. El capítulo segundo de esta primitiva colección de textos cristianos que recoge consejos morales y prácticas eclesiásticas condena varios comportamientos sexuales, incluyendo la corrupción de los jóvenes. San Justino (100162 aproximadamente), habla en su Primera apología contra aquellos que mantienen niños «únicamente para usos deshonestos»4.

Ya en el siglo IV, el concilio de Elvira establece en su canon 71: «Los que abusan sexualmente de niños no pueden recibir la comunión ni en peligro de muerte»5. El concilio de Nicea insistió en las regulaciones del de Elvira. Fructuoso de Braga (o del Bierzo), monje y obispo hispano-visigodo del siglo VII, establece en su regla monástica duras penas para los clérigos que abusan de menores. Entre ellas azotes públicos, pérdida de la tonsura, encierros y tutelas de guías espirituales. Los libros penitenciales como el de san Columbano (543-615) también condenan los abusos sexuales de menores por parte de clérigos. Muchos de ellos se refieren en general a los pecados contra natura. Aunque según Doyle, Sipe y Wall no distinguen entre actividad entre adultos del mismo género y adultos y jóvenes muchachos, de hecho, «hay razón para creer que la presunta forma de comportamiento homosexual era lo que hoy llamaríamos efebofílica, es decir, entre adultos y jóvenes adolescentes»6. El Penitencial de Bede (siglo VIII) aconseja que los clérigos que cometan pecados con niños deben recibir penas más severas que los laicos, dependiendo de su cargo. Así, recomienda que los laicos sean excomulgados y sometidos a ayuno durante tres años, los diáconos durante siete, los sacerdotes durante diez y los obispos durante doce7.

El cardenal benedictino san Pedro Damián (1007-1072), en su famoso Liber Ghomorreus, en el que aparece por primera vez la expresión sodomía, advierte al papa León IX de que se están produciendo abusos sexuales de niños y jóvenes por parte de monjes y clérigos y solicita penas de reclusión para los abusadores, así como un mayor control de los candidatos al sacerdocio y la vida religiosa8. En 1140, Graciano, un profesor de la Universidad de Bolonia, y probablemente también monje, terminó el Decreto de Graciano, nombre con el que se conoce comúnmente el libro Concordancia de cánones discordantes. Este texto, considerado la base del Derecho Canónico, recopilaba fragmentos de la Biblia, el Derecho Romano, los decretos de los concilios, los Padres de la Iglesia y otras fuentes litúrgicas, teológicas y penitenciales. En él Graciano hacía referencia a diversas transgresiones sexuales, entre las que figuraban los pecados cometidos con jóvenes muchachos9.

Solo unas décadas más tarde, en el III concilio de Letrán (1179) se sancionaban los delitos sexuales de clérigos con la expulsión del estado clerical y el encierro penitencial en un monasterio. Estas provisiones fueron refrendadas por el papa Inocencio III, que en el documento Crimene falsi imponía la degradación del clérigo que abusase de menores y su entrega al poder secular. El IV concilio de Letrán (1215) sigue insistiendo en la pena de expulsión del estado clerical. A partir de 1250, las penas se hicieron mucho más duras porque la sodomía se identificaba con un tipo de herejía. Los acusados eran juzgados en tribunales eclesiales y después entregados a la autoridad secular para recibir castigos adicionales y a menudo más severos. Según Doyle, Sipe y Wall, queda claramente establecido que «las violaciones del celibato clerical eran consideradas un escándalo y un asunto de interés público» y que «la Iglesia colaboraba con los poderes civiles para hacer cumplir sus propias leyes»10. Esta actitud contrasta con la adoptada posteriormente por la Iglesia, que hizo de todo lo que tenía que ver con el abuso sexual de menores objeto del máximo secreto.

A lo largo de los siglos, diferentes papas, concilios y textos (Corpus Iuiris Canonici, V concilio de Letrán –1512 a 1517–, Pío V) se reafirman en la condena de la pederastia, la sodomía y otros delitos sexuales con penas que incluyen la suspensión del oficio clerical, la entrega a la justicia eclesiástica y/o civil y hasta la excomunión11. Tras el concilio de Trento (1545-1563), la Iglesia católica comienza a preocuparse sobre todo por el denominado crimen de solicitación. Este tiene lugar cuando un sacerdote aprovecha la confesión para seducir o intentar seducir al penitente o la penitente, induciéndole a mantener algún tipo de encuentro sexual. En 1592, Clemente VII establece que es la Santa Inquisición (organismo precursor de la actual Congregación para la Doctrina de la Fe) la responsable de juzgar este tipo de crímenes. En 1662, la bula Universi Dominici gregis del papa Gregorio XV establece que basta un testigo para condenar a un sacerdote por este tipo de crímenes12. Para Doyle, Sipe y Wall, la solicitación se convierte en un crimen «especialmente odioso» porque se aprovecha de una situación de extrema vulnerabilidad de la víctima, que ha acudido a pedir perdón a Dios a través del sacerdote13.

A comienzos del siglo XX, la Iglesia, en un esfuerzo por adaptarse a los tiempos modernos, decidió recopilar todas sus normas jurídicas en el primer Código de Derecho Canónico, que vio la luz en 1917. En él se condenaba a los sacerdotes y religiosos que cometan un «delito contra el sexto mandamiento con menores que no lleguen a los 16 años de edad» a penas muy severas:

Debe suspendérseles, declarárseles infames, privarles de cualquier oficio, beneficio, dignidad o cargo que pudieran tener (y) en los casos más graves debe deponérseles.

Esta postura se reafirma en la instrucción Crimen sollicitacionis, dictada por el papa Pío XI en 1922. La competencia absoluta para juzgar este tipo de delito seguía recayendo sobre la Congregación para el Santo Oficio, sucesora de la Santa Inquisición y predecesora de la actual Congregación para la Doctrina de la Fe. Una instrucción de dicho Santo Oficio, aprobada en marzo de 1962 por el papa Juan XXIII con exactamente el mismo nombre, reafirmaba todas estas disposiciones. Este libro habla de ella más adelante, pues fue clave en la forma en que se han manejado en los últimos años los casos de abusos sexuales de menores, ya que introdujo un grado de secretismo en torno a los mismos casi desconocido hasta entonces y que permea la política de la Iglesia hasta ahora.

El Código de Derecho Canónico fue reformado en 1983, pero las penas contra los religiosos culpables de abuso de menores se mantuvieron básicamente iguales. En el canon 1395.2 se establece que:

El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo, cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido 16 años de edad, debe ser castigado con penas justas, sin excluir la expulsión del estado clerical cuando el caso lo requiera.

Los escándalos de pederastia en Estados Unidos e Irlanda llevaron a Juan Pablo II a reaccionar promulgando en abril de 2001 el motu proprio (un tipo de decreto papal) Sacramentorum sanctitatis tutela, sobre las normas acerca de los delitos más graves reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe. Estos incluían el abuso sexual de un menor de 18 años. Se modificó también el plazo de prescripción para estos casos, extendiéndolo hasta los diez años después de la mayoría de edad de la víctima.

Benedicto XVI, que pasó de prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe a Papa y que según muchos es el pontífice que cambió la actitud de la Iglesia respecto a la pederastia, reformó algunos puntos del procedimiento y de la definición de los delicta graviora, lo que se tradujo en la promulgación, en julio de 2010, de las Modificaciones a las normas de los delitos más graves. Las nuevas normas equiparaban los abusos cometidos sobre personas con «un uso imperfecto de la razón» a los abusos cometidos sobre menores. También castigaban «la adquisición, retención o divulgación, con un fin libidinoso, de imágenes pornográficas de menores de edad inferior a 14 años por parte de un clérigo en cualquier forma y con cualquier instrumento». Asimismo, se establecía una prescripción para los delitos de abusos de 20 años a partir del día en que el menor cumple 18 años. Dicha prescripción es de hecho relativa, pues la Congregación para la Doctrina de la Fe puede derogarla.

II

Los primeros indicios de la crisis

En 1947 y tras haberlo intentado durante varios años, el sacerdote Gerald Fitzgerald convenció finalmente al arzobispo de Santa Fe, Edwin Byrne, para que financiara la compra de unos terrenos donde fundar la primera comunidad de una nueva orden religiosa, los Siervos del Paráclito. En Jemez Springs, una de las localidades con más historia del Estado de Nuevo México, pues creció en torno a una misión fundada por los españoles en el siglo XVII, el padre Fitzgerald compró 800 hectáreas en las que crearía un centro para «servir a compañeros sacerdotes y hermanos que afrontan particulares desafíos en sus vocaciones y vidas».

El fundador de la orden había comenzado su carrera como sacerdote en la archidiócesis de Boston y posteriormente había entrado a formar parte de la Congregación de la Santa Cruz. Siendo miembro de esta vivió la experiencia que cambiaría su vida, le llevaría a fundar los siervos y le daría un papel en este libro. Un día llegó hasta su casa un vagabundo al que socorrió. Al despedirse, el sin hogar le confesó que había sido sacerdote. Ver a un excompañero en tal situación le llevó a concebir la idea de una comunidad religiosa que atendiera las necesidades de sacerdotes y religiosos que tenían dificultades con el alcohol o las drogas. Al poco de fundar la comunidad, empezaron a llegar solicitudes para que los siervos admitiesen en ella a sacerdotes que habían cometido abusos de menores o que mostraban inclinación sexual hacia ellos. Aunque inicialmente había desechado aceptar casos que implicasen «anormalidades sexuales», el número de peticiones y la insistencia de algunos obispos hizo que el padre Fitzgerald cambiase de opinión. El centro abierto por el padre Fitzgerald en Jemez Springs no era el único de su naturaleza. El benedictino Jerome Hayden abrió el Instituto Marselan en Massachusetts en los años cincuenta y otros similares irían creándose en los años cincuenta y sesenta1.

La experiencia de tratar con sacerdotes que habían abusado sexualmente de menores llevó al fundador de los Siervos del Paráclito a avisar en varias ocasiones a diferentes obispos norteamericanos de los riesgos que suponía no apartar del ministerio a los clérigos pederastas. En una carta de 1952 al obispo de Reno, Nevada, Fitzgerald afirmaba inclinarse por la laicización de cualquier sacerdote que corrompiese la virtud de los jóvenes. «Las conversiones verdaderas son extremadamente escasas. Mantenerlos en servicio o vagando de diócesis en diócesis es contribuir al escándalo o, como mínimo, a un peligro extremo de escándalo». En 1957 escribía al obispo de Manchester, New Hampshire: «Estamos sorprendidos por cómo a un hombre que debería estar detrás de unos barrotes si no fuera sacerdote se le encomienda la cura de las almas». Ese mismo año, escribía al arzobispo Byrne, su protector, sugiriéndole deportar a los sacerdotes pederastas a una isla.

Las denuncias de Fitzgerald llegaron hasta el Vaticano. En abril de 1962, a petición de la Congregación del Santo Oficio, preparó un informe sobre los problemas sexuales de los sacerdotes, incluyendo el abuso de menores. En un documento de cinco páginas, el fundador de los Siervos del Paráclito pedía que a los sacerdotes pederastas reincidentes se los destinase a una vida de retiro dentro de los muros de un monasterio o se les redujera al estado laical. En agosto del año siguiente, Fitzgerald mantuvo un encuentro con el recién elegido Pablo VI sobre el mismo asunto. En una carta posterior dirigida al Papa, afirmaba:

No soy optimista acerca de la vuelta a la vida pastoral activa de sacerdotes que han mostrado su adicción a prácticas anormales, especialmente a pecados con los más jóvenes. Podría considerarse una reactivación de los sacerdotes que parecen haberse recobrado de su adicción, siempre que sea acompañada de una cuidadosa guía y supervisión. Donde haya indicios de incorregibilidad a causa del tremendo escándalo causado, recomendaría encarecidamente la total reducción al estado laical2.

No sabemos si como reacción a las denuncias de Fitzgerald en 1962 la suprema Congregación del Santo Oficio remitió a todos los obispos, incluyendo los del rito oriental, una instrucción acerca de cómo proceder en los casos de crímenes de solicitación cometidos por sacerdotes. La instrucción hacía especial hincapié en el llamado crimen pessimum (crimen nauseabundo): «Cualquier acto externo obsceno, gravemente pecaminoso, perpetrado o intentado por cualquier clérigo de cualquier manera con una persona de su mismo sexo». También hacía mención de otra serie de crímenes sexuales que igualaba al crimen pessimum: «Cualquier acto externo obsceno, gravemente pecaminoso, perpetrado o intentado por un clérigo de cualquier manera con niños preadolescentes de cualquier sexo o con animales»3. Las penas para estos crímenes iban

desde la suspensión de la celebración de la misa y la escucha de confesiones hasta la eliminación de beneficios y dignidades y, en los casos más graves, la reducción al estado laico del culpable. El documento recordaba el deber de todos aquellos que conocieran de estos crímenes de denunciarlos bien ante el obispo local bien ante la Congregación del Santo Oficio.

El aspecto más polémico de la instrucción es el hecho de que no hacía ninguna mención de la necesidad de denunciar estos crímenes a la justicia civil. Más bien, hacía del secreto un elemento clave del proceso. De hecho, el documento estaba revestido de todo un aire de misterio, pues debía ser guardado cuidadosamente en el archivo secreto de la Curia. En sus primeros párrafos recordaba que «a la hora de abordar estas causas, se debe mostrar un cuidado y preocupación mayor que el usual para que sean tratadas con la más profunda confidencialidad y para que, una vez que se haya alcanzado una decisión y esta haya sido ejecutada, sean cubiertas por un silencio permanente». El llamado secreto del Santo Oficio había de ser guardado por todas las personas relacionadas con la causa o que tuviesen conocimiento de ella, incluidos testigos, expertos interrogados, acusado y acusador. Todo aquel que rompiese el sello de silencio se consideraba automáticamente excomulgado.

El padre Fitzgerald no fue el único en dar la voz de alarma acerca de los problemas que la vida sexual de los sacerdotes podía causar a la Iglesia católica. En los años cincuenta y sesenta la psiquiatra Anna Terruwe y su colaborador Conrad Baars, católico y holandés como ella, desarrollaron el concepto de desorden de privación emocional. Según su teoría, la falta de afecto en la infancia crea una frustración que desemboca en personalidades inseguras. Los síntomas del síndrome incluyen la dificultad para sentirse emocionalmente vinculado con otros adultos y sentimientos de inferioridad, inseguridad e incertidumbre. Las personas que lo sufren pueden ser brillantes en su vida académica y profesional, pero son emocionalmente inmaduras. Terruwe y Baars estaban convencidos de que este síndrome afectaba a muchos sacerdotes y suponía un verdadero peligro para la Iglesia, como explicaron ante los miembros de Secretaría general del Sínodo de los obispos en 1970 y ante los obispos norteamericanos. El periodista norteamericano Michael D’Antonio cuenta que Baars estimaba que el 25% de los sacerdotes católicos sufrían serios trastornos psiquiátricos. Ambos consideraban que «los sacerdotes en general –y algunos en grado extremo– poseen una vida emocional distorsionada e insuficientemente desarrollada». En los seminarios, estos hombres, muchos de los cuales ya sufrían de falta de madurez, eran entrenados para funcionar sin una vida emocional. «Las consecuencias de este sistema han sido enormemente desastrosas», aseguraba Baars4.

A los obispos norteamericanos les preocuparon tanto estas afirmaciones que encargaron su propio estudio. En 1972 vio la luz el informe Los sacerdotes católicos en Estados Unidos. Investigaciones psicológicas, realizado por los terapeutas Eugene Kennedy –también sacerdote, aunque se secularizó y se casó en 1977– y Victor Heckler. El estudio afirmaba que un alto porcentaje de sacerdotes «no se relaciona en profundidad o con cercanía con otras personas» y usaba la institución y su estatus para «encubrir su incompetencia psicológica». Asimismo, describía casos de sacerdotes que, psicosexualmente, «funcionan a un nivel preadolescente o adolescente»5.

Al mismo tiempo que estos debates teóricos, se desarrollaba en Estados Unidos, México y Roma uno de los capítulos más célebremente tristes del libro de los abusos sexuales de menores en la Iglesia católica. Una tormenta que no terminaría de descargar su aguacero de vergüenza hasta comienzos del presente siglo estaba causando verdaderos estragos. Como cada tormenta tropical y cada huracán, tenía un nombre propio: Marcial Maciel, fundador de los poderosos Legionarios de Cristo. Una vez que el escándalo se reveló en toda su magnitud tras la muerte de Maciel en 2008, la revista Proceso, uno de los más prestigiosos semanarios mexicanos, publicó en 2011 una copia de una carta de Maciel al prefecto de la Congregación para los Institutos de la Vida Consagrada en la que respondía a las acusaciones de pedofilia y adicción a las drogas formuladas por diversas personas, entre las que se incluían prominentes figuras de la Iglesia católica mexicana como el cardenal primado Miguel Darío Miranda6.

La Jornada, otro de los medios de comunicación punteros de México, publicaba ese mismo año algunos detalles del dossier que se guardaba en la citada congregación sobre Maciel. Entre los 212 documentos que formaban parte del expediente se encuentra una carta de 1956 dirigida por el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, a Arcadio María Larraona, secretario de la Congregación de Religiosos, uno de los dicasterios (ministerios) vaticanos:

Por circunstancias que no es el caso referir vine a quedar constituido en consejero de quienes tenían conocimiento de la vida íntima del padre Maciel y se sentían obligados en conciencia a remediar la situación [...]. Los defectos de que se habla son: procedimientos tortuosos y mentirosos, uso de drogas, actos de sodomía con chicos de la congregación (de la Legión de Cristo).

Las acusaciones le valieron a Maciel una suspensión de dos años durante los que se sometió a tratamiento médico para superar su adicción a potentes calmantes, pero no se hizo público el hecho de que también estaba acusado de actos de pederastia. Al final de dicho periodo fue reinstaurado al frente de su poderoso movimiento y siguió llevando una doble vida de aspirante a santo y depravado hasta su muerte7.

El hecho es que, antes de los años ochenta la Iglesia, especialmente la norteamericana, estaba advertida de la inmadurez psicológica de muchos de sus sacerdotes y de la presencia de sacerdotes pederastas en su seno que, según los mismos que se esforzaban en su sanación y su rehabilitación, deberían ser apartados del ministerio. Fuese porque la Iglesia estaba demasiado ocupada en lidiar con las consecuencias del concilio Vaticano II y las pequeñas revoluciones y contrarrevoluciones que produjo (en esos tiempos difíciles, miles de sacerdotes abandonaron la Iglesia para contraer matrimonio), fuese porque el riesgo de comprometer su reputación afrontando el problema de la pederastia era muy elevado, la nave eclesial siguió su rumbo ignorando el escollo que amenazaba con abrir una gran vía de agua en su casco. Habría de pagarlo –literalmente– muy caro.

III

Denial / La balada del padre Tom Doyle

Denial