Locuras divinas de amor - José Brage Tuñón - E-Book

Locuras divinas de amor E-Book

José Brage Tuñón

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Beschreibung

La Pasión de Jesús nos habla de su amor por nosotros, un amor infatigable, incondicional, infinito, lleno de "locuras". Nadie nos ama como Él. Es lógico que el cristiano medite a menudo lo sucedido en aquella primera Semana Santa: el lavatorio de los pies, la institución de la Eucaristía, la Pasión y muerte de Jesús, la amorosa esperanza de María durante el Sábado Santo, y la resurrección y apariciones de Jesús a sus discípulos.

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JOSÉ BRAGE TUÑÓN

Locuras divinas de amor

Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 byJosé Brage Tuñón

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6639-6

ISBN (edición digital): 978-84-321-6640-2

ÍNDICE

Introducción

1. Jesús a mis pies (Jueves Santo)

2. Presencia Real (Jueves Santo)

3. Hermanos de sangre (Jueves Santo)

4. Noche de bodas (Viernes Santo)

5. Resurrección (Domingo de Resurrección)

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

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Notas

INTRODUCCIÓN

Tras la buena acogida de El combate de la oración y Las bienaventuranzas me decido a publicar en esta misma colección un tercer volumen, breve y manejable. Contiene meditaciones sobre los misterios que celebramos durante el Sagrado Triduo Pascual: el Jueves Santo, el lavatorio de los pies de Jesús a los discípulos y la institución de la Sagrada Eucaristía; el Viernes Santo, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo; el Sábado Santo, el amoroso silencio lleno de fe y esperanza de María; el Domingo de Pascua, la Resurrección y las apariciones del Crucificado a los discípulos. Todos estos sucesos nos hablan del amor de Jesucristo por nosotros. Un amor infatigable, incondicional, infinito. Nadie nos ama como Él. También nosotros podemos decir con san Pablo, llenos de estupor y agradecimiento: Cristo «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20).

Precisamente porque este es un libro para orar, el lector encontrará de vez en cuando que el estilo del texto cambia a cursiva: lo uso cuando me dirijo en primera persona a Dios o a la Virgen, e invito así al lector a dirigirse personalmente, de tú a Tú, al Señor, y entrar de ese modo en oración. Por otra parte, las citas de la Sagrada Escritura van en negrita, para resaltar su importancia como Palabra de Dios.

Por último, me ilusiona pensar que las meditaciones de este pequeño libro sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo puedan ayudar a muchas personas a vivir mejor la Semana Santa, con un mejor conocimiento de los misterios que celebramos esos días, de forma que sea una semana verdaderamente SANTA.

1. Jesús a mis pies (Jueves Santo)

«Quien no vive para servir, no sirve para vivir»

Cuando los alguaciles de los príncipes de los sacerdotes y los fariseos fueron enviados al Templo a prender a Jesús de Nazaret, regresaron con las manos vacías y esta disculpa en sus labios: «Jamás habló así hombre alguno» (Jn 7, 46). Nosotros ahora, que conocemos lo ocurrido en Jerusalén durante aquellas fiestas de la Pascua, podemos añadir: «Jamás amó así hombre alguno». Vamos a fijar los ojos en este Corazón, para aprender de sus locuras de amor. Para ello, nos trasladamos con la imaginación al Cenáculo: esa sala en el primer piso de una casa de Jerusalén, donde tuvo lugar la Última Cena de Jesús con sus discípulos.

Cuando una persona sabe que va a morir, reúne a sus seres más queridos. Los conoce bien, se preocupa por sus debilidades, e intenta darles buenos consejos que suplan sus carencias. A veces esas recomendaciones van acompañadas de un gesto inolvidable —una caricia, un apretón de manos, unas lágrimas, enderezarse en la cama o, incluso, caer de rodillas— que refuerza la idea que se quiere transmitir. Se habla de corazón a corazón, y se entregan las cosas de más valor que se poseen. Se dan encargos que no se olvidan jamás, son sagrados. Muchos años después se oirá a uno decir: «Mi padre me pidió en el lecho de muerte que cuidara de mi madre, y lo he hecho».

Algo así fue aquel momento de la Última Cena. Las autoridades judías ya han tomado la decisión de prender a Jesús. Hay tristeza y presagios de muerte en el ambiente. El Maestro sabe que le queda poco tiempo, y ha querido prever las cosas para tener esta cena entrañable con sus discípulos. «La víspera de la fiesta de la Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Y, como prueba de ese amor, durante esa cena, el Señor entregará el tesoro de su Cuerpo y su Sangre, la Eucaristía: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo» (Mt 26, 26), con un encargo bien concreto: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). Les abrirá su corazón —¡de qué manera!—, y les pedirá, a esos hombres vanidosos y envidiosos que hasta poco antes habían estado hablando de quien de ellos sería el mayor en el reino (cfr. Mc 9, 34 y Mt 20, 24), que aprendan a servir con humildad y que se amen unos a otros, como él los ha amado (cfr. Jn 15, 12). Y, para que quede aún más claro, realiza un gesto inaudito, cargado de fuerza: «Se levantó de la cena, se quitó la túnica, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua a una jofaina, y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto a la cintura» (Jn 13, 4-5). Dios a los pies del hombre.

Lavar los pies era un oficio de siervo, pero Tú, Señor Jesús, no temes hacerlo con tus discípulos. Entre ellos está Judas, que ya era traidor en su corazón. Y le lavaste los pies. Se comprende la perplejidad y turbación de Pedro:«Señor, ¿tú me vas a lavar a mí los pies? (…) No me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 6 y 8). Y cuando le adviertes:«Si no te lavo, no tendrás parte conmigo» (Ibidem, 8), Simón Pedro reacciona, como siempre, impulsiva y vehementemente:«Entonces, Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza» (Ibidem, 9). ¡Es grande este Pedro fanfarrón, pero con mucho amor a Ti! Me imagino que te arrancaría una sonrisa.

Vamos a detenernos en este gesto. Tú y yo somos ahora uno de los apóstoles. Sentimos el roce de las manos tibias de Jesús que nos descalza, y el frescor del agua que derrama con cuidado sobre nuestros pies. ¡Con qué cariño los lava! Los sostiene con suavidad entre sus manos y los acaricia tiernamente con sus dedos.

¡Con qué ojos llenos de amor nos mira! Da la impresión de querer grabar ese amor a fuego en nuestros corazones, como un recordatorio que infunda fortaleza en nuestras almas ante lo que se avecina.

El Señor sigue haciendo este oficio. Cada vez que acudimos al sacramento del Perdón y confesamos nuestros pecados, Jesús se arrodilla ante nosotros, nos mira con amor, y derrama con ternura infinita el agua de su gracia sobre nuestros pies manchados por el barro del pecado. Y nos limpia, no solo los pies, sino la cabeza y el cuerpo entero, como pedía Pedro —¡el alma!—, de ese polvo del camino que se nos pega, también por nuestra falta de cuidado. ¡Qué humildad la de Dios! ¡Cómo nos quiere Dios! Así lo contemplaba un sacerdote poeta:

Jesús es el más siervo de los siervos

Jesús está lavando los polvorientos pies

esos pies del oriente llevan mugre auténtica del oriente

no son los pies hermosos de Adán y Eva por el paraíso

son los pies de la historia

son las extremidades del animal caído

que camina pecando por el polvo

que peca de los pies a la cabeza

con el mundo al revés entre sus párpados

a sus pies está Dios lavando sus pies con las propias lágrimas

oh vosotros que pasáis por el camino

decid si hay una flor un ángel una mosca

más humilde que Dios

no es humilde el pequeño que se inclina ante el grande sino el viceversa

el Eterno se ha puesto de rodillas

tiene manos de madre para los pies de Judas

vosotros que pasáis por el camino

decid si hay un amor como el de Dios madre1.

Señor, verte así me conmueve. Tú sirviendo de rodillas, y yo, a veces, zanganeando y dejándome servir, sentado en un sofá. Tú, humilde, a los pies de tus discípulos, y yo, soberbio, no sé humillarme ante Ti en un confesonario, o por el bien de mi familia y los demás. Tú te quitas la túnica para servir, y yo no sé prescindir de lo que me estorba para darme a Ti y a los demás. Fray Luis de Granada exclamaba: «¡Oh ingratitud y miseria del linaje humano! Dios quita todos los impedimentos para servir al hombre; pues ¿por qué no los quitará el hombre para servir a Dios? Si el Cielo así se inclina a la tierra, ¿por qué no se inclinará la tierra al Cielo? Si el abismo de la misericordia así se inclina al de la miseria, ¿por qué no se inclinará el de la miseria al de la misma misericordia?»2. Señor, enséñame a amar así.

Pero volvamos a la Última Cena. Jesús ha terminado de lavarnos los pies. Se ha vestido de nuevo su túnica. Ya estamos recostados a la mesa en torno a Él. Nos mira uno a uno, con cariño. Y entonces vierte sus palabras de oro, fundidas en el crisol de ese gesto conmovedor que acabamos de vivir, sobre nuestros corazones: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros» (Jn 13, 15). ¡Este es el consejo que nos viene de Nuestro Señor Jesucristo, a punto de entregar su vida por nosotros!

¡Esta es la recomendación de Dios que nos hace falta escuchar para remediar nuestra mala tendencia! Nosotros —¡tan orgullosos!— hemos de saber perdonar y servir a los demás (lavar sus pies), comenzando por los más cercanos. Servir, incluso, a aquellos que no se portan bien con nosotros, servir a quienes no aprecian ni agradecen ese servicio, servir a quienes piensan que es lo mínimo que se merecen, servir a quienes nos desprecian: como Jesús hizo con Judas.

Lavar los pies de Juan resultó fácil

eran los pies alados del amor

y amaban el agua con la inconsciencia de la juventud

Pedro en cambio nada de actos proféticos tú a mí jamás

ese tú era el océano infinito de Realidad

ese mí era un pobre leproso desnudo en la orilla

pero cuando descubrió la posibilidad de sumergirse entero

infinito leproso radiante como todo el mar

todo el poder de Cristo fue necesario para detenerlo

los pies de Judas se dejaron lavar a años luz de su corazón

el hombre simplemente abandonó sus pies en la lejanía

los dejó tirados en esa afrentosa y casi ridícula ceremonia

no estaba impresionado

era como si estuviera hecho para que le lavaran los abandonados pies

como si el mismo que los creó tuviera que lavárselos

por todos los jueves santos de la eternidad

las manos de Jesús fueron más tiernas

Jesús arrodillado le susurraba amor al corazón ausente

en un último desesperado esfuerzo de Dios por seducir a la última de sus creaturas

la última de sus creaturas miraba al techo

dejaba hacer a Dios con los pies tirados

en la lejanía

por todos los jueves santos de la eternidad3.

Frente a los discípulos, que «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9, 34), Jesús sirve a todos, sin hacer distingos y sin esperar nada a cambio. Con humildad. Señor, qué bien me viene a mí esta lección tuya, a mí, tantas veces lleno de vanidad, de orgullo, de «postureo», de susceptibilidad, de delirios de grandeza… ¡Servir! Ese es el antídoto para la enfermedad de mi alma: servir a todos con una sonrisa y el corazón agradecido por poder hacerlo. Es como si nos dijeras: «¿Tú quieres hacer algo grande con tu vida? Pues aprende a servir».«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Ibidem, 35).

Servir; en primer lugar, a Dios, con nuestra alabanza y adoración, con nuestro trabajo bien hecho por amor a Él, con nuestra participación en la Liturgia. Pero también a los demás, a todos los que nos rodean. Porque servir a los demás es servirte a Ti dos veces, Señor. Servir en mi familia, poniendo y recogiendo la mesa, sacando las cosas del friegaplatos, ordenando mi habitación, levantándome a abrir la puerta o coger el teléfono, sacando a pasear al perro, poniendo una lavadora, haciendo un pequeño arreglo, llevando un vaso de agua a un enfermo, cambiando al bebé, bañando a los niños o levantándose de noche porque lloran… Servir en mi trabajo, haciéndolo con la mayor perfección humana de que sea capaz, ayudando a un compañero que acaba de empezar, poniendo en común mi experiencia para que los demás partan de ella, prestando mis apuntes —si eres estudiante— a un compañero… Servir en mi grupo de amigos, escuchándoles y acompañándoles cuando me necesitan, llevando a sus hijos al colegio con los míos, dándoles el consejo que necesitan con cariño… Servir a mis vecinos, a mis paisanos, a mis compatriotas, a todos los hombres. Porque servir es algo delicioso, «el gozo más grande que puede tener un alma»4. Ya lo decía Sófocles hace más de 2400 años: «Para un hombre, ayudar con lo que uno tiene y puede es la más hermosa de las fatigas»5. ¿Por qué? Porque ese es el sentido de nuestra vida. «Cada hombre ha sido puesto aparte, cada hombre ha sido reservado. (…) Y tú ¿qué es lo que tienes para dar al mundo? (…) Servir, ser bueno para algo, hacer bien a otro. Toda nobleza viene del don de sí mismo»6. No en vano, el lema del Duque de Gales es Ich dien («Yo sirvo», en alemán).

Recuerdo dos anécdotas relacionadas con sacerdotes. La primera ocurrió en Granada, en el curso 2008-2009. Yo vivía en un colegio mayor, y llamé a una casa donde sabía que vivía un sacerdote enfermo terminal de cáncer de páncreas, junto con otras diez o doce personas. Para mi sorpresa, fue precisamente el sacerdote enfermo quien me cogió el teléfono, buscó a la persona por la que yo preguntaba, y me la puso al teléfono. Por lo visto, aquel buen sacerdote, dolorido, y que sabía que le quedaban pocos meses de vida, no consideraba que, en esas circunstancias, fuera perder el tiempo coger el teléfono y servir a los demás7. Buena lección para mí, Señor, siempre tan ocupado en mis cosas que parece que no puedo prestar estos servicios. La segunda se refiere a otro sacerdote de frágil salud que, al final de su vida, se levantaba todos los días a las 05:30 y trabajaba con intensidad sirviendo a los demás: celebración de la Santa Misa, atención a las personas de una residencia en la que vivía, visitas a enfermos, sustituciones en encargos pastorales de la diócesis (misas, entierros, etc.). Pese a cansarle el caminar, nunca decía que no, y comentaba con sencillez: «Hago lo que los demás no quieren hacer, pero a mí no me importa, porque lo que quiero es servir»8. Y yo, Señor, ¿qué quiero…?

¡Con qué fuerza nos lo decía el papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud del 2016 en Polonia, ante cientos de miles de jóvenes de todo el mundo!: «Hoy la humanidad necesita hombres y mujeres, y en especial jóvenes como vosotros, que no quieran vivir sus vidas “a medias”, jóvenes dispuestos a entregar sus vidas para servir generosamente a los hermanos más pobres y débiles, a semejanza de Cristo, que se entregó completamente por nuestra salvación. Ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la única respuesta posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo, incluso de la vida, a imitación de Cristo; es la actitud de servicio. Si uno que se dice cristiano no vive para servir, no sirve para vivir. Con su vida reniega de Jesucristo»9. Quien no sirve, no sirve. «Para servir, servir»10.

Probablemente, Nuestro Señor, en lo humano, aprendió este rasgo de la Virgen, que aparece en los evangelios como una mujer muy servicial. Así, poco después que el ángel Gabriel le anunciara que iba a ser la Madre del Mesías, Hijo del Altísimo (cfr. Lc 1, 32), y enterada por el ángel del embarazo de su prima Isabel, ¿qué hace? Nos lo dice Lucas: «María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1, 39-40). María va con prisas a servir. Como Jesús. Hay unas palabras maravillosas de san Ambrosio comentando este pasaje: «Desde que lo supo, María, no por falta de fe en la profecía, no por incertidumbre respecto al anuncio, no por duda acerca del ejemplo indicado por el ángel, sino con el regocijo de su deseo, como quien cumple un piadoso deber, presurosa por el gozo, se dirigió a las montañas. Llena de Dios de ahora en adelante, ¿cómo no iba a elevarse apresuradamente hacia las alturas? La lentitud en el esfuerzo es extraña a la gracia del Espíritu»11.

Vamos a darle un poco de vueltas a esta escena, Señor. Yo ¿cómo ando de prisas para servir? ¿Me adelanto con alegría, contento de poder prestar un servicio? ¿Me parezco en esto a mi Madre, la Virgen Santísima, y a Ti? ¿O me hago el remolón, esperando a ver si lo hace otro, como si no me hubiera dado cuenta? ¿Es acaso del Espíritu Santo esa comodidad y ese orgullo que me llevan a decir basta y no seguir sirviendo? Lo que se ama no cansa, no se abandona. ¿Yo dejo de servir porque me canso? Pues si es así, tengo que mejorar mi amor, aprender a amar más y mejor, y el servicio es un buen camino para ello.

Porque, en realidad, como escribió un santo fascinado por Jesucristo: «Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño»12.

2. Presencia Real (Jueves Santo)

«Amor con amor se paga»

En aquella noche del Jueves Santo, llena de amor y obscuros presagios, durante la Última Cena, la locura del Amor de Dios por los hombres no se detiene tras el lavatorio de los pies de los discípulos, sino que avanza imparable: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que no la volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios» (Lc 22, 15), dice Jesús a sus discípulos, abriéndoles su alma. Sabe que su presencia entre nosotros llega a su fin y, con su corazón henchido de amor por los hombres, busca una prenda que ofrecer como prueba y recuerdo de ese amor. Sabe que le necesitamos, que somos débiles y no soportaremos su ausencia. Ha de irse y quiere quedarse. Y, como es Dios, hace lo que es imposible para nosotros. Se va y se queda. Nos lo cuenta el mismo Lucas: «Tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía”» (Lc 22, 19). Se hizo el silencio en aquella sala. Algo grande y misterioso había ocurrido. Los apóstoles sentían que se había abierto ante ellos un nuevo modo de ser y estar en el mundo, una presencia nueva y desconocida, pero real. Cogieron el pan con dedos temblorosos y, animados por Jesús, comulgaron.

Jesús ha instituido la Eucaristía: se ha hecho pan por amor para alimentarnos y robustecer nuestras almas, se ha quedado en nuestros sagrarios —¡Él mismo!—, fiado a nuestra correspondencia, porque añora nuestra amistad —«A vosotros os he llamado amigos» (Jn 15, 15)—, y espera desde hace siglos que nos acerquemos a tratarle con confianza. ¿Cabe mayor amor, mayor entrega? ¿Existe algo de más valor que pudiera darnos?

Pero el Señor no solo quiere nuestro bien, nos quiere a nosotros. Su amor es también «eros»1. Él quiere vivir con y entre nosotros, unirse íntimamente a cada uno, quedarse para siempre contigo y conmigo. Y llega a esa locura de amor de decirnos: «¡Toma, cómeme!». San Josemaría lo explicaba así: «Desde pequeño he comprendido perfectamente el porqué de la Eucaristía: es un sentimiento que todos tenemos; querer quedarnos para siempre con quien amamos. Es el sentimiento de la madre por su hijo: te comería a besos, le dice. Te comería, te transformaría en mi propio ser. El Señor nos ha dicho eso también: ¡toma, cómeme! Más humano no puede ser (…). Me sobran razones: aquí está la explicación de mi vivir. Gracias, Jesús, gracias por haberte rebajado tanto, hasta saciar todas las necesidades de nuestro pobre corazón»2.

Señor, gracias. Gracias por haberte quedado en nuestros sagrarios. ¡Qué vacío estaría el mundo sin Ti! Gracias por estar tan disponible, quieto y en silencio, esperándome desde hace siglos. Gracias por quedarte bajo una apariencia tan amable: la de pan. ¿A quién no le gusta el pan? Si de una persona que es muy buena se dice que «es más buena que el pan», ¿qué tendríamos que decir de Ti? Gracias por querer venir a mí, gracias por unirte conmigo en la Comunión. Gracias porque, como santa Catalina de Siena, al decir yo ante la sagrada Hostia consagrada: «Señor, yo no soy digno de que Tú entres en mi morada», te oigo decir a Ti: «Pero Yo, Yo sí soy digno de entrar en ti»3. Nadie me ama como Tú. Y gracias por enseñarme a amar: por mostrarme que amar es querer el bien del otro, pero también querer al otro y buscar la unión; es darlo todo y darse uno mismo4. Gracias, Señor. Voy a tratar de aprender yo esa lección: dar mi tiempo, lo que tengo, mi vida entera a Ti y a los demás, y darme yo mismo.

Porque amor con amor se paga. ¿Cómo tratas tú al Señor, presente en los sagrarios? ¿Acudes a Él con frecuencia, le buscas? ¿Entras en las iglesias donde está Jesús al pasar frente a ellas, quizás dando un paseo o de camino a casa o el trabajo? ¿Vas al sagrario a contarle tus alegrías y penas, tus ilusiones y decepciones, tus éxitos y fracasos, en una palabra, todo? ¿Cómo le saludas al entrar en una iglesia u oratorio? ¿Localizas lo primero el sagrario y haces una genuflexión pausada, con amor, mientras pones de rodillas también al corazón y le dices a Jesús algo personal y encendido: «Señor, te quiero, gracias por estar ahí»…? ¿O estás más pendiente de la arquitectura, las imágenes y las pinturas de la iglesia —o, Dios no lo quiera, de hacer fotos—, como si fueras un turista sin fe para quien la casa de Dios no es más que un edificio artístico vacío?

Piensa cómo han vivido los santos, con qué amor han tratado a Jesús presente en la Eucaristía. En una ocasión oí contar personalmente a D. Justo Mullor cómo, siendo nuncio de su santidad en México durante el viaje pastoral de san Juan Pablo II en 1999, consiguió que un amigo le dejara un cuadro piadoso de Botticelli para poner en la capilla que usaría el papa en la nunciatura, donde se alojó esos días. Cuando llegó san Juan Pablo II fueron directamente a la capilla, donde había puesto el cuadro. El papa estuvo veinte minutos de rodillas, rezando. Y D. Justo pensaba: «¡Le ha gustado!». Al salir, le preguntó: «Santo Padre, ¿qué le parece el Botticelli?». Un poco sorprendido, el papa le contestó: «¡Ah!, sí…, bien…, también tenemos alguno en la Capilla Sixtina…»5. D. Justo insistió: «Santidad, es de los pocos Botticelli de América (o quizás el único, no recuerdo bien), me lo ha prestado un amigo para ponerlo aquí durante su estancia, y solo el seguro le ha costado varios miles de dólares». Ante esto, el papa se lo agradeció y le aclaró: «Pero yo no he ido a la capilla por el Botticelli, sino por Jesús presente en el sagrario, que vale más que todos los Botticelli y todos los museos del mundo juntos»6.