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ESPEJITO, ESPEJITO SOBRE LA HIERBA, ¿CÓMO ES MI FUTURO? ¿CÓMO ES MI PASADO? Una niña y su madre llevan dieciséis años huyendo de la policía y del monstruo que dejaron en su cocina con un cuchillo en la garganta. Han encontrado su hogar en una furgoneta con las cuatro ruedas pinchadas aparcada en un desguace a orillas del río Brisbane. La niña no tiene nombre, porque los nombres son peligrosos cuando se huye. Pero la niña tiene un sueño. La visión de una vida como artista internacionalmente aclamada. Una vida fuera del control de «Lady» Flora Box, la reina de los bajos fondos en la ciudad. Una vida de amor con el chico que la está esperando en el puente que atraviesa un río desbordado y mortal. Una vida más allá de la bala con su nombre. Y, cuando empiezan a acumularse las nubes de tormenta, solo hay una persona que pueda ayudarla a hacer sus sueños realidad. Esa persona es Lola, es ella la que tiene todas las respuestas. Pero para encontrarla, la niña debe hacer una de las cosas más difíciles que existen: mirarse en el espejo. Del autor superventas internacional Trent Dalton, Lola en el espejo es una novela emotiva, mágica, llena de humor negro, dolorosa y bella, que habla de amor, destino, vida y muerte y todas las cosas que podemos ver al mirar en el espejo: todo nuestro pasado, todo nuestro presente y todos nuestros futuros posibles. «Un clamoroso acierto que se centra en graves problemas sociales». DAILY MAIL «Una Demon Copperhead australiana que sirve, más que para sentirse bien, para sentirlo todo. Un triunfo».A. J. FINN «Impredecible, fantástica… Hace falta una narrativa poderosa, como la que logra Dickens y como la que hace Dalton, para llegar a la vez al corazón y al cerebro; una escritura capaz de desarrollar ambas historias, la individual y la política/personal… Decir más sería destripar el final de esta historia compleja y sorprendente. Hay que leerla». SYDNEY MORNING HERALD «Una novela audaz, generosa, esperanzadora, divertida, oscura, reflexiva, verdadera y soberbiamente escrita. No es una estrella en alza, sino una definitiva». THE AUSTRALIAN
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Seitenzahl: 673
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
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28036 Madrid
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Lola en el espejo
Título original: Lola in the mirror
© Blue Wren Projects Pty Ltd 2023
Ilustraciones del interior,
© HarperCollins Australia
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado originalmente por HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited
© De la traducción del inglés, Victoria León Varela
Este proyecto ha contado con la asistencia del Gobierno australiano a través de Creative Australia, su principal organismo asesor y de inversión en artes.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollinsPublishers Australia Pty Limited.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta e interior: Darren Holt, HarperCollins Design Studio
Ilustraciones del interior: Paul Heppell
ISBN: 9788410643116
Conversión y maquetación digital por MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Nota del autor
El Vals del Tiranosaurio
Espejo de Temple & Webster apoyado contra un muro de ladrillos en un desguace del West End
Mi madre, con el suéter que oculta sus cicatrices, caminando en silencio junto al río Brisbane
Quédate, te quiero
Roslyn en el desguace con elefante
Maletero de Holden Gemini lleno de planetas, estrellas y polvo interestelar
Señor y señora Finlay
Santa Claus con dolor de cabeza
Monstruo estúpido ciego de cocaína
El largo brazo de la ley
El peor pescado que se puede comer en el sureste de queensland
El sargento detective topping en un bote en mitad de la tormenta con una cuerda salvavidas
Christina y el león
Pero un día bailarás con un príncipe
No necesito que me des permiso
Dos enamorados en un bote, flotando hacia la luz
Cosas que aterran en la noche
La chica fugitiva
El cazador y la presa
Retrato de la artista tendida sobre hormigón y aparentemente muerta
Monstruo del río
Dos enamorados sentados en una rama viendo a un pterodáctilo volar sobre una luna llena
Niña con abrigo amarillo
¿Quién eres?
Agradecimientos
Nota del ilustrador, Paul Heppell
A todo aquel que no saltó al río.
Y a todo aquel que saltó.
Muchos de los hechos de esta novela me los contó gente que conocí en las calles de mi ciudad a lo largo de diecisiete años de ejercicio del periodismo de temas sociales. Algunos de ellos tienen que ver con la violencia, la adicción y la autolesión, algo que a algunos lectores podrá resultarles inquietante. Pero esas mismas personas que conocí en la calle me hablaron también de comunidad, de esperanza y de amor, y esa es la razón por la que he escrito este libro.
Abril de 2022
Pluma y tinta sobre papel
Uno de los primeros bocetos de la artista y también de los más célebres, que dibujó la noche de su decimoséptimo cumpleaños. Ella aún vivía con su madre en una vieja furgoneta Toyota Hiace de 1987 con las cuatro ruedas pinchadas. Nótese la cabeza de dinosaurio que la artista ha colocado sobre el cuerpo del hombre con traje. Poco se sabe de su identidad, pero la opinión común es que representa al padre de la artista. Muy posiblemente se trata del primer ejemplo de la etapa extraordinariamente popular e internacionalmente aclamada Chicas en Fuga. Lo acabó menos de dos años antes de que le disparasen a orillas del río Brisbane.
Mi madre bailaba el Vals del Tiranosaurio. Es la danza de las madres con sus monstruos. El Vals del Tiranosaurio tradicionalmente se ejecuta en la cocina de cualquier casa corriente en cualquier parte de Australia. La danza requiere a una madre joven que sostenga un bebé contra su pecho delante del monstruo que finge que las ama.
—Por favor, deja que me vaya.
—No con mi hija —dice el monstruo—. Antes te mato.
En ese momento, el vals puede comenzar. La madre guía; el monstruo la sigue. Ella da un paso hacia la izquierda y el monstruo da otro hacia la derecha para cortarle el paso. La madre entonces da un paso hacia la derecha y el monstruo da otro hacia la izquierda. Y ya están bailando.
Mi madre dice que yo nunca bailaré el Vals del Tiranosaurio.
—Tú no bailarás con monstruos —afirma—, pero un día bailarás con un príncipe.
El Vals del Tiranosaurio puede acabar de muchas maneras, aunque la más impactante y espectacular requiere que la madre coja un cuchillo de mondar del escurridor que está junto al fregadero y lo clave en la blanda carne bajo la nuez de Adán del monstruo. La madre y el bebé deben huir entonces por su vida. Y no dejar de huir ya nunca más.
Así es como se baila el Vals del Tiranosaurio.
Septiembre de 2022
Pluma y tinta sobre papel
Una imagen obsesiva e irreal y la primera aparición documentada del famoso espejo de cuerpo entero de la artista. El desguace del West End del título se refiere al hogar que la artista compartía con su madre, un chico huérfano que era su mejor amigo, un extanquista del ejército, una enfermera, el hijo mudo de esta y una mujer sin dientes en lucha con su adicción a los caramelos Pascall Clinkers. El dibujo se hizo unos dieciocho meses antes de que la artista conociera a su gran amor, Danny Collins.
—Espejito, espejito sobre la hierba, ¿cómo es mi futuro? ¿Cómo es mi pasado?
La gente cree que los espejos mágicos solo existen en los cuentos de hadas. Yo encontré el mío el verano pasado en la calle Lime de Highgate Hill entre objetos de desecho que esperaban en una acera a ser recogidos por los servicios públicos de limpieza de Brisbane.
—Espejo, espejo, por favor, no me mientas. Dime quién eres. Y dime: ¿quién soy?
Mi espejo mágico descansaba sobre una mesa de pimpón mohosa junto a una caja de plátanos Cavendish llena de muñecos a los que les faltaban miembros y ojos. Mi espejo tiene un marco de un dorado mate y forma de arco en la parte de arriba, como si fuera la entrada al dormitorio de alguna princesa árabe. La familia del número 36 de la calle Lime se había deshecho del espejo porque tenía una gruesa grieta diagonal justo en la mitad. Detrás podía verse una etiqueta con el precio: «Temple & Webster: Espejo abovedado Amina, 299 $». Al principio, me pareció demasiado pagar trescientos pavos por un sitio donde mirarse mientras una se cepilla la pelambrera; en cambio, ahora, en esta plena primavera de jacarandas lilas que transcurre en mi decimoséptimo año sobre la tierra, considero este espejo que miro a la luz del crepúsculo —la mejor luz para mirar un espejo mágico— lo segundo más valioso que hay en mi vida.
El espejo es todos los lugares que he visto en su interior. Las pirámides de Egipto. Jardines ornamentales de Shanghái. Aquel pequeño bar a tres manzanas de la Alexanderplatz de Berlín. Aquel lugar de oración hindú en las orillas del Ganges. Y ahora este lugar bajo un cielo rosa pastel que estoy viendo esta mañana. Apuesto a que es París. Una mesa redonda, verde y metálica de un café situado en una plaza a los pies de la torre Eiffel. La plaza está vacía porque los espejos mágicos ignoran los husos horarios y también allí está amaneciendo. Y ahí está ella. La chica del vestido rojo sentada en una mesa del café. La misma mujer que se aparece en todos los lugares exóticos de mi espejo. Siempre de espaldas a mí. Bebiendo café. Con su imposible serenidad. Con su elegancia sin esfuerzo. Mi amiga sin rostro. Mi musa.
Soy consciente de que parece una locura. Pero esta es la verdad de mi juventud. Y si voy a documentar debidamente estos primeros años difíciles de lo que sin duda será una vida libre, larga y rompedora como artista internacional, no tengo más remedio que documentar la gran locura con todos sus caóticos prodigios y peligros. Estos momentos al amanecer en el desguace del Hombre de Hojalata son tan relevantes para mi arte como todo el material oscuro y real que se presenta ya más avanzado el día: las chicas en fuga, el hambre, los malos olores, la violencia, el miedo, el trabajo, el trapicheo con drogas de mi madre para Lady Flo. Pero estas notas de locura son tan válidas como cualquier cosa que pueda contar sobre la propia fuga. A veces es la locura lo que nos hace seguir adelante.
Antes de encontrar mi espejo mágico, yo solía acudir a los retrovisores laterales de la Hiace para verme. Nunca necesité un reflejo de mayor tamaño. Y es que a veces es bueno conformarse con una visión de la vida de espejo retrovisor. A veces no queremos ver la imagen completa.
Tampoco fue siempre un espejo mágico. Durante meses no fue más que otra manera de verme las pecas de las mejillas, la nariz chata con su pequeña costra de quemadura solar en la punta y los labios cuarteados. Durante bastante tiempo no fue más que un feo y viejo espejo. Pero, entonces, a las 15:00 del 23 de abril de 2022 —el día en que cumplía diecisiete años—, mi madre al fin decidió que yo tenía edad y aguante suficiente como para oír los detalles sangrientos de por qué nos habíamos recorrido huyendo todo el país. Me contó toda la cruenta historia, las dos sentadas a una mesa redonda y metálica de color verde del Starbucks que está a los pies del Centro Myer, en la esquina de las calles Albert y Elizabeth. Ella bebía té helado, y yo me tomé un frappé de fresa tan rápido que el cerebro se me congeló.
Mi madre me dijo que mi padre era un buen hombre por fuera y que a ella le había llevado demasiado tiempo descubrir cómo era por dentro. Me dijo que tenías que llevar casada con un hombre por lo menos cinco años para ver cómo era en realidad. Y me dijo que a veces puedes encontrar en un hombre una luz que arde tan fuerte que esta empieza a arder también dentro de ti misma. Pero lo único que mi madre halló dentro de mi padre fue un oscuro monstruo de sangre. Algo que bulle, caliente y turbulento. Ácida sangre de monstruo. La sangre de mi padre podía servir para limpiar el horno. Al echarla sobre el capó de un Subaru Forester —el mejor coche en el que he dormido: con sitio amplio para las piernas y un buen interior alto con espacio de sobra para cambiarse—, podía abrir un agujero humeante que llegara hasta el motor.
—¿Yo llevo la sangre de monstruo dentro de mí, mamá? —pregunté.
—No —respondió.
—Pero es mi padre —continué—. Dices que heredé de ti mi lado artístico. ¿Y si heredé un lado de monstruo de él?
—No —negó mi madre—. Tú tienes más sangre de Monet que sangre de monstruo.
—¿Y tú tienes algo de sangre de monstruo, mamá? —quise saber.
—Sí, creo que alguna tengo —dijo—. ¿Cómo crees, si no, que le hice a tu padre lo que le hice?
Pero esa es precisamente la cuestión. Yo estoy segura de que no hay ni rastro de sangre de monstruo en ella. Lo juro. Así que ¿cómo una mujer sin una sola gota de sangre de monstruo en su interior puede hacer algo tan…? ¿Con qué palabra decirlo, sino…? «Monstruoso».
Mi madre nunca me contó dónde ni cómo nació, tampoco quiénes fueron sus padres. El pasado es peligroso para las chicas en fuga. Yo creo que nació de una roca fertilizada por un arcoíris. La mitad de ella es roca negra y la otra mitad ilusión óptica de color rosa, púrpura, amarillo y naranja. Nunca la he oído levantar la voz. Pero eso no significa que sea dócil ni que no pueda convertirse en una madre gorila. La única vez que la he visto cerca de la violencia fue en la barra del único pub que hay en Cracow, una población dedicada a la minería de oro a casi quinientos kilómetros de Brisbane. Nos estábamos comiendo un cuenco de patatas fritas con salsa de carne y al lado estaba una mujer borracha que llevaba unas botas de piel de serpiente y unos vaqueros ajustados, y no dejaba de decirle a su novio las palabras «estúpido hijo de puta» mientras se comía una chuleta con patatas asadas y verduras. Mi madre pensó con buen criterio que aquel lenguaje no era apropiado para que yo lo oyera, pues entonces solo tenía nueve años, así que dos veces le pidió a Botas de Serpiente que dejara de decir palabrotas y las dos veces esta la ignoró. Al tercer intento, tocó a Botas de Serpiente en el hombro para llamar su atención, y una furiosa Botas de Serpiente empujó a mi madre sin siquiera mirarla.
—Que te jodan —le espetó.
Aquello hizo que mi madre agarrara a Botas de Serpiente por el cuello y le metiera la cabeza en el plato de la cena, de donde cogió un cuchillo de carne lleno de salsa para apuntar con él al ojo izquierdo, abierto, de Botas de Serpiente.
—Di eso otra vez —le susurró mi madre.
Pero aquello no me pareció que fuera algo monstruoso por su parte. Solo me pareció lo que hace una tía dura de verdad. Cinco minutos después, cuando atravesábamos la noche a toda pastilla por la carretera de Theodore en un Holden Camira rojo de 1989, que ya no tenía permiso de circulación sobre el polvo de Queensland occidental, le dije a mi madre que estaba orgullosa de ella por haber sido tan valiente, pero que deseaba que no hubiera reaccionado de esa forma.
—¿Por qué? —preguntó mi madre.
—Porque hemos tenido que dejar la mitad del cuenco de patatas con salsa de carne en el bar —respondí.
—Lo siento —dijo mi madre—. Es una tragedia, desde luego. ¿Qué clase de animal obliga a una mujer a abandonar un cuenco de patatas fritas con salsa de carne?
Cuando mi madre me contó lo de la sangre de monstruo y cómo fue clavar un cuchillo de mondar en la garganta de su marido para salvar su vida y la mía, sus palabras estallaron dentro de mi cabeza como cristales rotos. Juro que sentí una grieta abrirse en mi cerebro, como la grieta de mi espejo mágico. A un lado de esa grieta de mi cerebro quedaron todas las cosas del mundo de las que estaba segura. El chicle. Los espaguetis a la boloñesa. Las canciones de Taylor Swift. Los timbres de las bicicletas. Y al otro lado quedaron todas las cosas que me acechaban. La verdad. La vida adulta. El sufrimiento, el dolor y el arte. Tanto arte. Y tantas preguntas. ¿Quién era mi madre antes de huir? ¿Dónde vivíamos? ¿Quién era yo? ¿Quién soy?
Volví a casa, al desguace, aquella tarde y me quedé mirándome tan de cerca en el espejo que podía verme los poros de la nariz. Podía ver el color esmeralda de mis ojos. Sentía que podía ver hasta los confines del universo. Pero no pude encontrar en ninguna parte al monstruo que estaba tratando de ver dentro de mí.
Entonces di un paso hacia atrás y fue cuando la vi a ella. Por debajo de la grieta del espejo se veían los shorts vaqueros cortados que llevaba puestos y mis piernas desnudas asomando de un par de zapatillas Slazenger que me había comprado en Big W. Pero en el espacio que quedaba sobre la grieta vi a una mujer con un vestido rojo de espaldas a mí. Era como si estuviera justo detrás del cristal, moviéndose por dentro, y como si yo la observara a través de la ventana de un dormitorio.
Llevaba puesto un vestido rojo de cóctel por la rodilla, con tiras cruzadas en la espalda que dejaban expuestos sus bien formados omóplatos. Se hallaba en una calle de una ciudad. En una ciudad que parecía mucho más grande que la mía. Tenía abundante pelo, castaño y voluminoso, rizado en bucles que resultaban tan naturales y maravillosos como caracolas marinas. Levantó el brazo izquierdo y distinguí un cigarrillo largo y blanco entre los dedos índice y corazón. Pero solo pude vislumbrar su mandíbula cuando se giró para dar una larga calada al cigarrillo dejando un anillo rojo intenso de pintalabios en la boquilla.
—Espejo, espejo, en este desguace —susurré—, por favor, muéstrame quién eres, muéstrame tu rostro.
Pero la mujer del vestido rojo no dijo nada. Y entonces se alejó de mí. Pude ver a dónde iba. Subió las blancas escalinatas de piedra de lo que parecía un castillo europeo. Pero entonces un taxi amarillo atravesó mi campo de visión y me di cuenta de que la escena se estaba desarrollando en Nueva York y reconocí el edificio por los documentales que mi madre y yo habíamos visto en la tele. No iba a entrar en ningún castillo: era el Museo Metropolitano de Arte.
La mujer del vestido rojo hace ese tipo de cosas. Porque es cosmopolita. Y es querida, no indeseada. Y es valiosa, no insignificante.
Esta mañana está sentada sola en París a los pies de la torre más famosa del mundo. Bebe café solo. Se lleva un cigarrillo blanco inmaculado a los labios con la mano izquierda. Y un hombre con un traje marrón vintage y un rostro que no consigo ver entra en la escena por el marco izquierdo del espejo y besa en los labios a la mujer del vestido rojo durante doce largos segundos. Hay romance en ese beso. Hay pasión en él. Arte.
Pero ahora una voz dice junto a mí:
—¿Qué demonios estás mirando?
Y la mujer del espejo vuelve rápidamente la cabeza hacia un lado para ver quién ha irrumpido en la intimidad de su beso.
Y yo vuelvo rápidamente la cabeza en la misma dirección para ver a una mujer con los brazos cruzados que me está mirando como si tratara de evaluar mi grado de locura.
Mi roca, fertilizada por un arcoíris. Lo más valioso de mi vida.
Madre.
Febrero de 2023
Pluma y tinta sobre papel
Un revelador y tierno reflejo del día más importante de la muy compleja juventud de la artista. A la artista le faltaban dos meses para celebrar su decimoctavo cumpleaños y estaba experimentando, claramente, con representaciones zoomorfas de sus seres más queridos. Casi con toda seguridad es la madre de la artista —la orgullosa leona— quien ocupa el primer plano, pero críticos y admiradores por igual llevan décadas debatiendo sobre el significado de la criatura que emerge lentamente del agua tras ella. ¿Se trata de «la mano del destino», como algunos la han llamado? ¿O quizá la mano representa en realidad los dieciocho años de huida de una madre y un pasado que finalmente da alcance a esa leona en fuga?
¿Quién soy? En un mundo de ocho mil millones de personas, soy la chica de diecisiete años sin nombre que está tumbada en un colchón junto a su madre dormida en una furgoneta al lado del río Brisbane. Soy la chica con dos piernas, dos brazos, pelo castaño y corto, una marca de nacimiento de color rosa con forma de cesta de pícnic en el culo y un cuaderno de dibujo en la mano. Soy la chica con el cuello dolorido porque su almohada es una bolsa de lavandería para ropa delicada llena de calcetines y ropa interior cada vez menos delicados. Soy la chica con un círculo de luz de la mañana sobre su vientre. Un único rayo de sol hecho para mí que deja entrar un agujero herrumbroso en el techo de la furgoneta. Soy la chica que pone el pulgar y el índice en el círculo que se ha fijado como un foco sobre su camiseta de dormir. ¿Qué tamaño tiene el círculo de luz esta mañana? El mismo diámetro que un bote de Mortein.
Soy la chica que dibuja el retrato de una mujer hermosa con vestido rojo que espera un tren de noche en Berlín. La mujer alza la vista hacia una luna llena. Coloco el boceto bajo el círculo de luz, y la luz de la vida real cae justamente sobre la luna de mi dibujo y la luna sobre Berlín se enciende como si fuera la lámpara de una mesilla de noche.
La luz —recordó la artista— en realidad no se dibuja sobre el papel. La luz viene de la sombra en el papel. La luz de nuestras vidas —se dijo— se forma mediante la oscuridad que colocamos a su alrededor.
Garabateo un título bajo el dibujo: Mujer de rojo bajo luna amarilla en Berlín. Y pienso en nombres con los que llamarme. Potenciales nombres para la artista que garabatea bajo sus dibujos.
—¿Selena? —susurro—. Selena significa ‘luna’.
—¿Vera? —susurro—. Vera significa ‘verdad’.
—¿Wendy? —susurro—. Wendy significa ‘amistad’.
Los nombres son peligrosos para las chicas en fuga. Los nombres pueden hacer que te capturen. Si mi madre alguna vez me hubiera dicho en voz baja mi verdadero nombre, entonces yo le hubiera dicho en voz baja mi verdadero nombre a alguien; luego, alguien le hubiera dicho en voz baja mi verdadero nombre a la persona equivocada, y mi misteriosa madre podría haber ido a la cárcel por lo que le hizo a mi padre. Trato de decirme a mí misma que no necesito un nombre. Hay muchas cosas en este mundo que no lo tienen. La mayoría de las rocas carecen de nombre y llevan aquí mucho más tiempo que todos nosotros. Los gatos y los perros tienen nombres, pero los murciélagos de la fruta de South Brisbane, no. Un pósum llamado Merlin viene a nuestro desguace por la noche para alimentarse con las sobras de las ensaladas de mi vecina Roslyn, pero la mayoría de las criaturas en torno al río tampoco podría conseguir un pasaporte. Los ciclones tienen nombre, pero las tormentas no. Tampoco los caracoles, ni las hormigas verdes, ni las lombrices de tierra, ni los arcoíris. A la luna la llaman, simplemente, «la luna». No Andrómeda, ni ninguna otra cosa guay y galáctica por el estilo. La llaman, simplemente, «la luna», porque hubo un tiempo en que la gente no sabía que había otras lunas en nuestro sistema solar. Para ellos solo existía una de esas cosas parecidas a una moneda de plata flotando en la noche.
También solo hay una yo aquí. Por eso la gente me llama «la chica de la furgoneta» sin más, o «la chica fugada», o «la hija de la madre que huyó», o «la chica sin nombre de la furgoneta», o «la chica sin hogar», o «esa chica sin hogar del West End con la cara sucia». Ninguna de esas cosas dice nada sobre quién soy en realidad ni sobre quién quiero ser en realidad. Para empezar, no soy una chica sin hogar, solo soy una chica sin casa. Dos cosas casi tan distintas como descansar la cabeza sobre una almohada de seda y descansar la cabeza sobre un ladrillo. Y si de verdad alguien quiere llamarme algo, entonces me encantaría que me llamaran «la artista». La artista sin nombre en la furgoneta junto al río en el West End con la cara sucia, el corazón lleno de esperanza y el cuello dolorido. ¿O era el corazón dolorido y la esperanza al cuello?
No soy la única aquí abajo en el río que lucha por demostrar quién es. Conozco personas sin hogar por toda la ciudad, personas que no pueden conseguir una casa, ni entrar en la lista de demandantes de empleo, ni salir del profundo agujero negro de la noche porque no tienen documento de identidad. No tienen carnet de conducir. No tienen pasaporte. No tienen una madre que diga «oye, ese es mi hijo». No tienen un hijo que diga «oye, esa es mi madre». Algunos no están bien de la cabeza; otros simplemente han olvidado cómo hay que gritar al otro lado de una ventanilla de Centrelink: «Existo, maldita sea, dedíqueme un segundo». Conozco personas sin hogar que perdieron su nombre cuando perdieron la esperanza. Conozco a un tipo que se hace llamar Hoja Deté. Nombre: Hoja. Apellido: Deté. No se acuerda del nombre que le puso su madre. Se lo bebió. Mandó al diablo su identidad en las rocas de la orilla del río Brisbane. Han pasado dos décadas desde la última vez que la necesitó. Ni un solo elemento identificador en su persona aparte de un tatuaje hecho a mano en la cara interna de su antebrazo izquierdo: «Marilyn». ¿Alguna vez habéis intentado obtener una identificación sin identificación? Es lo mismo que intentar dormir con los ojos abiertos.
En realidad, yo tengo una docena de nombres y ninguno. «Cariño» y «amor» y «cielo» y «tú» son los que me llama mi madre. Mi vecina Roslyn me llama «nena». Tengo una amiga llamada Esther Enelhoyo, de los Enelhoyo de Kangaroo Point. Nunca he visto el rostro de Esther porque es una reclusa que vive en un agujero de hormigón bajo la iglesia de San Pedro el Apóstol de la calle Canoe. Esther Enelhoyo me llama Liv Juntoalrío porque vivo en una furgoneta naranja sin ruedas junto al río Brisbane. Mi mejor amigo, Charlie Mould, alias Príncipe Charles, me llama Princesa Diana, alias Di Juntoalrío, y yo siempre le recuerdo a Charlie que prefiero vivir junto al río a morir junto al río. El sacerdote nigeriano de la iglesia de San Pedro el Apóstol, el padre Joseph Kikelomo, me llama Sputnik porque dice que siempre estoy apuntando a unas estrellas que se hallan demasiado altas en mi cielo. Mi amiga Evelyn Bragg —la directora del centro social The Well de la calle Moon, la misma calle donde puedes encontrarnos a mi madre y a mí en nuestra furgoneta— siempre me llama «Patsy» porque una noche canté en un karaoke de recaudación de fondos y me dijo que mi voz sonaba triste pero hermosa, igual que la de Patsy Cline. La jefa de mi madre, Flora Box, me llama Brooke porque yo solía dejarme crecer el pelo tanto que me colgaba como si fueran cortinas sobre los hombros, y eso le recordaba a Flo a una actriz que le encantaba, protagonista de una vieja película sobre dos adolescentes que se quedaban atrapados en una isla tropical comiendo cocos y teniendo sexo todo el día. El cliente más fiel del trabajo diurno de mi madre, George Stringer, me llama Laura porque mi madre le dijo que me llamaba Laura Branigan, que es el nombre de la cantante de la canción favorita de mi madre, «Gloria». A mi madre le encantan las canciones que tienen buenos nombres por título: «Jolene», «Layla», «Angie», «Cecilia», «Beth», «Rhiannon». Una vez hice un dibujo para mi madre en el que recogía todos los temas de sus canciones con nombre de persona favoritas en una reunión en el salón de convenciones del Hotel Story Bridge. Runaround Sue y Barbara Ann bebían ponche en el rincón con Jack y Diane, Billie Jean se enrollaba con Bobby McGee. Y la pobre Eleanor Rigby hacía labores de limpieza.
Sí, intento decirme a mí misma que no necesito un nombre real. Pero reconozco que lo necesito. Creo que es importante saber quién eres de verdad y quién quieres ser de verdad. Supongo que lo que intento decir es que no soy una roca. Y vaya si estoy segura de que tampoco soy un arcoíris.
Soy la chica que tiene demasiadas cosas que dibujar y tinta insuficiente en su pluma. Hay cosas que dibujar allá donde mire. Imágenes con marco de un dorado mate. Hay una docena de potenciales dibujos justo aquí, en esta furgoneta atestada esta mañana. La suciedad de los dedos de mis pies en el filo del colchón. Las cortinas corridas de mi madre en la ventana trasera de la furgoneta. Los pies de la artista con cortinas púrpura.
Mi madre tiene el lado bueno de la furgoneta, todo cubierto con fotografías de cuando yo era pequeña, que imprimió en Officeworks Milton. El lado izquierdo es mío. Una portada con Harry Styles de Rolling Stone colgada, y junto a ella tres dibujos a lápiz que me salieron como yo quería. Retrato de la artista con sandía estrellada en la cabeza. Soy yo con un vestido veraniego y una cabeza de sandía llena de pepitas que explota en blandos trozos de carne rosa. Muerte del padre de Dom. Juego a bola 9 en The Well con un sintecho de cincuenta y seis años llamado Dominique Ferrara. En el momento en que él metió la bola 7 con un golpe en elevación me contó que su padre, Rhyl, murió atragantado con la ternilla de un filete en el hotel Kedron Park. Dom se encogió de hombros y metió la bola 8 con un golpe amortiguado que rodó tan limpiamente por la banda que me hizo sospechar brujería. Y Nuestra casa de Monte Carlo. Un dibujo en el que estamos mi madre y yo junto a un cartel de «Se vende» delante de una casa de dos plantas hecha entera con galletas Monte Carlo de Arnott.
Se oyen pasos al otro lado de la puerta corredera de la furgoneta. Roslyn se mueve apresuradamente por el desguace preparando el desayuno.
—¡Largo de aquí, juez Cavanagh! —protesta.
Un empecinado ibis de una sola pata del West End se nos ha estado uniendo para desayunar. Roslyn dice que el ave actúa con aires de superioridad, igual que un juez con el que se había encontrado una vez en el tribunal de primera instancia de Brisbane.
—Hoy no hay papeo para usted, señoría.
Roslyn significa ‘caballo dócil’. Su voz despierta a mi madre, que está tumbada a mi lado bocabajo en el colchón, con la cara vuelta hacia mí sobre la almohada.
—¿Has dormido bien? —pregunta con los ojos aún cerrados.
—He soñado que Pablo Picasso estaba pintando un mural bajo el puente William Jolly.
—¿Lo saludaste?
—Sí, y él me dijo «hola»en español. Estaba pintando un gran amasijo de color rojo en la pared bajo el puente. El amasijo era aterrador, como si estuviera vivo de algún modo, palpitante, lleno de líneas rojas chorreantes que salían de él como si fueran bucles de sangre vieja y negra.
—¿Le preguntaste qué era?
—Sí. Y él me respondió: «Es María. Es mi corazón».
—¿Quién es María?
—No lo sé. Entonces, le pregunté por qué había venido hasta Brisbane, en Australia, haciendo un viaje tan largo, para pintar bajo el puente William Jolly, y él me contestó que había venido para decirme que mis dibujos aún no eran lo bastante buenos como para convertirlos en pinturas. Y yo le dije entonces que algún día iban a colgarse en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, y él me dijo que ese era un sueño peligroso; después yo le pregunté cómo una joven artista de Brisbane, en Australia, podía abrirse camino hasta el Met de Nueva York, y él me dijo que solo había un modo de llegar tan lejos. Y me arrojó un cubo de pintura roja a la cara y dijo: «Debes llorar».
—¿Y entonces qué ocurrió?
—Me eché a llorar como una idiota.
Mi madre se sienta en el colchón y bosteza; luego se frota los ojos.
—Es un sueño horrible.
—Nada de eso, mamá —digo pasando la hoja de mi cuaderno de dibujo para buscar una en blanco sin nada en ella que no sea el mundo entero—. Fue hermoso.
El hogar es donde está el amasijo rojo palpitante. Del tamaño de una pista de tenis, nuestro desguace está cercado por alambres de púas y da al paseo y al carril para ciclistas de Riverside Drive, a la espalda del polígono industrial del West End.
Mi madre está de pie sobre la hierba cubierta de rocío del desguace, junto a la puerta abierta de la furgoneta. El brazo derecho metido por debajo de la fila delantera de botones del pijama, limpiándose el potorro con una toallita de bebé Huggies. A plena vista de Roslyn, que está junto a la fogata del desayuno, a dos o tres metros de nosotras, y de los joggers más madrugadores que pasan corriendo junto a la valla. Mi madre hace una bola con la toallita y la arroja a la fogata. Coge otra del paquete que descansa sobre la ventanilla del asiento del copiloto de la furgoneta. Con esta se limpia la cara, luego las axilas. Me hace un gesto. Y señala las toallitas.
—Vamos, lávate —me dice.
—Me ducharé esta tarde en The Well —respondo.
Mi madre se inclina y olisquea mi camiseta de dormir.
—Has sudado esta noche. ¿Quieres coger otra infección ahí abajo?
Pongo los ojos en blanco. Roslyn ha oído nuestra conversación desde la fogata. Tiene setenta y dos años y vive a dos vehículos de nosotras, en un Honda Jazz azul de 2002.
«Hay que hacerle alguna reparación», dice siempre Ros cuando enseña a amigos nuevos su hogar de cuatro ruedas. Tiene seis camisas en el maletero, dos linternas frontales en la guantera, ocho dientes en la boca y una hija de cuarenta y siete años en Manley, Sídney. Ros está garabateando unas notas esta mañana en un libro que llama La batalla de la Mierda Buena y la Mierda Mala. Se trata del libro de contabilidad de toda una vida, en el que va anotando lo bueno y lo malo que le pasa, intentando establecer, antes de morirse, el valor definitivo de la vida humana.
La Mierda Buena
Coger fresas
Rescatar una rosella que atravesaba la calle Montague con un ala rota
Masaje de Kasey D
Helado de hokey pokey antes de dormir
Ben H me devuelve mi cortaúñas
Daryl Braithwaite en el sueño del jacuzzi
La Mierda Mala
Posible carcinoma en el cuero cabelludo, que se agranda
Incidente de la pelea de conductores en la calle Peel
Terremoto en Perú con 1100 muertos
Teta izquierda aún mucho más grande que la derecha
Plátanos que no se ponen maduros
Aún sin carta de Zoey
—Es de la vulva de lo que te tienes que preocupar —dice Ros desde la otra punta del desguace sin el menor intento de no alzar la voz por la naturaleza de la conversación—. El canal vaginal es un milagro de autohigiene, pero siempre debes tener cuidado con los gérmenes y los cuerpos extraños alrededor del capuchón clitorídeo.
Mi madre asiente cómplicemente:
—Será mejor que escuches a Ros. Ella sabe lo que es tener cuerpos extraños alrededor del capuchón clitorídeo.
Ros se ríe como una cabra ensartada en el poste de una valla. Mi madre coge otra toallita del paquete.
—¿O es que prefieres que mamá te lo limpie como en los viejos tiempos? —sugiere Ros.
Mi madre se vuelve hacia Ros:
—Oye, ¿tú te acuerdas de limpiar a tu hija cuando era pequeña?
—Me encantaba —dice Ros dando la vuelta a una parrilla para tostar pan en el fuego—. Echo de menos limpiarle el culito a mi Zoey. Su caca siempre parecía humus.
Mi madre asiente con entusiasmo.
—Ni una sola vez me costó tener que cambiarte un pañal —explica.
La miro a los ojos. Debería llamar a esos ojos «los ojos de la memoria».
—Mamá, ¿estás llorando?
—Ese era el trato —dice esforzándose por contener una lágrima ante el desayuno—. A mí me tocaba cuidarte, bañarte, darte papillas, cogerte en brazos. Y tú todo lo que tenías que hacer era cagar. En aquellos tiempos, cada vez que cagabas suponía un suspiro de alivio para mí. Implicaba que todas tus piezas estaban funcionando.
—Una mierda al día es garantía de salud —confirma Ros a lo lejos.
Me vuelvo a mi madre:
—Para ya, por favor. —Y de mala gana cojo dos toallitas de bebé del paquete.
Nuestros vecinos, June y su hijo Sully, atraviesan la hierba para unirse a mi madre, a Ros y a mí y desayunar alrededor de la fogata en la esquina del desguace. June y Sully viven junto a Ros en una caravana Newland Campmaster roja y blanca de 1972.
—¿Qué hay en el menú, Ros? —pregunta June.
—Tostadas con sardinas —responde Ros—. ¿Una o dos rebanadas?
Sully susurra al oído de su madre. Sully tiene veintidós años y no me ha dirigido la palabra en los dos años que llevamos compartiendo el desguace. Nunca lo he visto hablar con nadie más que con su madre. La gente dice que tiene algún tipo de discapacidad, pero June dice que su hijo simplemente es delicado, y que en ningún otro lugar más que en Queensland la delicadeza se consideraría una discapacidad.
June escucha a Sully, entonces le hace otra pregunta a Ros:
—¿Las sardinas son Seacrown de Coles o Northern Catch de Aldi?
Ros inspecciona una lata que descansa sobre un plato blanco de estaño junto a sus Crocs moradas.
—Me temo que las de oferta en Woolworths, Sully —dice Ros.
Sully asiente y vuelve a susurrar a su madre.
—Él solo quiere tostada, y ponme dos con sardinas para mí, gracias, Ros —dice June, que se sienta sobre un cajón azul de leche que encontré hace dos meses detrás de la fábrica de Parmalat, en la calle Boundary.
—¿Serge se ha ido ya a trabajar? —le pregunto a June.
Nuestro vecino Serge Martin vive junto a June y Sully en un 4×4 Holden Jackaroo de 2000 y hace cuatro turnos semanales en una carnicería de Cannon Hill. Serge significa ‘servidor’.
—Creo que aún está aquí —contesta June volviendo la cabeza hacia el todoterreno de Serge. Los asientos echados hacia atrás. Sábanas negras tapando las ventanas—. He oído a alguien moverse ahí esta mañana.
La puerta trasera del coche de Serge se abre y aparece una mujer descalza sobre la hierba con el pelo de un rubio pajizo por debajo de los hombros. Lleva unos shorts de surf rojos y azules y una camiseta, de la que me enamoro al instante, con cuatro enormes pájaros que se elevan sobre una luna llena. Un quinto pájaro ha estrellado la cabeza contra un lado de la luna.
Da unos pasos dubitativos por la hierba y le sonrío cuando me mira. Quiero que sepa que no nos importa en absoluto ver a una desconocida salir del coche de Serge, porque él siempre ha sido un caso desesperado desde el punto de vista social y siempre estamos animándolo a salir y conocer gente. Encuentra dificultades en la cuestión de las citas porque siempre habla de su trabajo de carnicero, y las mujeres no suelen estar tan interesadas como él en el muy infravalorado arte de deshuesar pollos.
—Buenos días, nena —saluda Ros.
—Buenos días —dice la mujer, quedándose al borde de nuestro círculo del desayuno.
—¿Sigue aquí Serge? —pregunta Ros.
—Se ha ido a trabajar —responde la mujer.
—¿Cómo te llamas? —quiere saber Ros.
—Samantha —contesta ella—. Sam.
—Bonito nombre —le digo—. Samantha significa ‘la que escucha’.
Samantha me sonríe y asiente con la cabeza. Calculo que estará a mitad de la veintena. Es más joven de lo que aparenta, como nos sucede a la mayoría de quienes vivimos junto al río.
—Yo soy Roslyn. ¿De qué conoces a Serge?
—Estuvimos bebiendo anoche junto al Museo Marítimo —explica Samantha.
—¿Duermes en la calle?
—Sí —dice Samantha—. Llevo ocho meses en lista de espera.
—¿Tienes hijos?
Niega con la cabeza.
—¿Tienes alguna discapacidad?
Niega con la cabeza.
—Te va a tocar esperar, cariño —dice Ros, y se vuelve a June—: ¿Cuánto llevas esperando tú, Juney?
—Un año, treinta y siete días y unas ocho horas —calcula June.
—Serge me ha dicho que puedo quedarme aquí un tiempo —explica Samantha.
—Vaya, ¿Serge ha dicho eso? —responde Ros—. Bueno, quizá Serge tendría que haber consultado al Mago antes de empezar a hablar de vacantes en Oz.
—Sé más amable, Ros —dice mi madre—. La pobre chica acaba de levantarse.
—¿Consumes? —pregunta Ros a Samantha.
—Consumía. Ya no.
—¿Cuál es tu droga?
—Ice. Marrón. Pero lo he dejado.
—¿Te gusta nuestro Serge? —pregunta Ros.
—Sí, un poco. Es un encanto. Sabe mucho de cortes de carne.
Mi madre se ríe al oír esto.
—¿Le vas a ser fiel? —pregunta Ros.
—No lo sé —responde Samantha—. Acabo de conocerlo.
Ros señala con un cuchillo de untar oxidado a Samantha.
—Como lo hagas recaer, te enseño todo lo que yo sé de cortes de carne. ¿Entendido?
Samantha asiente muy seria:
—Entendido.
—¿Cuál es tu equipo de rugby favorito en la liga?
—Canberra Raiders —dice Samantha.
Ros coge aire. Mueve la cabeza de un lado al otro.
—Esa no es la respuesta correcta —dice—. Pero tampoco es la equivocada. —Hace un gesto con la cabeza hacia una silla blanca de plástico vacía junto a Sully—. Siéntate. ¿Quieres tostada con sardinas?
—Eso estaría muy bien. Gracias, Roslyn —dice Samantha.
Ros ofrece a Samantha un plato de sardinas, a continuación abre su libro de contabilidad y anota una nueva línea en la columna de «La Mierda Buena»: «¡Serge mojó anoche!».Y de pronto en Oz tenemos una nueva vecina.
June asiente y sonríe, vuelve la cabeza hacia la furgoneta Ford blanca de 1989 que está aparcada junto a nuestro Toyota. Ahí es donde vive mi mejor amigo, Charlie Mould.
—¿Charlie sigue con su sueño reparador? —me pregunta June.
Meneo la cabeza mientras me trago un bocado de sardinas y tostada quemada.
—No lo oí volver anoche —contesto.
Ros se ríe:
—Estoy segura de que ahora mismo estará inconsciente en algún lugar cómodo de la autopista de Riverside.
Mi madre ahora está lavando y enjuagando su plato del desayuno en dos pilas de color verde aceituna sobre una mesa de jardín blanca y redonda de plástico junto al fuego. Lo seca y lo coloca en un escurreplatos bajo un cartel que dice: «Lava. Enjuaga. Seca. O Ros te apuñalará mientras duermes».
Mi madre me da un golpecito en el hombro.
—Nos vamos —dice.
En un mundo de ocho mil millones de personas, soy la chica sin nombre de diecisiete años que está sentada en una fría habitación con un idiota peligroso. Es la sala de embalaje de los mayoristas de pescado y marisco Ebb ‘n’ Flo, en el número 6 de la calle Moon, que está a un paseo de dos minutos de nuestro desguace abandonado, en el número 38 de la calle Moon. Soy la chica sentada con Brandon Box en una larga mesa de embalaje blanca de plástico con seis cajas de poliestireno expandido que contienen cangrejos azules, langostinos de Moreton Bay, langostinos Endeavour, langostinos tigre, langostinos blancos, ostras y pescados enteros esperando a ser transferidos al expositor de cristal en forma de U del área de venta, que queda al otro lado de las puertas blancas batientes que hay a mi espalda.
Brandon Box es el único hijo de la jefa de mi madre, Flora Box, alias Lady Flo, la propietaria y gerente de cincuenta y siete años de Ebb ‘n’ Flo, la mejor lonja de pescado y marisco del sureste de Queensland. Flo no nos hizo preguntas sobre de dónde veníamos y nos ayudó a salir adelante desde que llegamos al West End. Brandon Box es un tarugo de dieciocho años cuyo cerebro está hecho de los desperdicios de langostino blanco que la gente tira el día después de Navidad. Está sentado frente a mí con un iPad viendo la NBA mientras se bebe un batido de proteína de desayuno. Tenemos historia, Brandon y yo. Y toda repugnante. A pesar de la temperatura ártica de la sala, lleva esa camiseta ajustada que yo sé que se pone para exhibir intencionadamente sus pectorales hinchados. Brandon levanta cosas. Pesas hasta la barbilla, batidos de proteína hasta la boca, yonquis petrificados hasta el maletero del coche. Nunca tiene frío porque su ácida sangre de monstruo lo mantiene caliente.
Sobre el hombro de Brandon hay una gran puerta azul con una ventana en el centro a través de la cual veo la fría sala de hormigón donde se realiza la recepción y distribución, y en la que mi madre sostiene un cuaderno y apunta las instrucciones que Flora Box le va dando. Flo lleva una sudadera de color melocotón —siempre lleva sudaderas en las frías salas de embalaje—, pantalón capri blanco y zapatillas blancas. Tiene el pelo gris y rizado y suple su terrible visión con unas gafas de montura de plástico transparente y cristales gruesos que dan un aspecto lechoso a sus ojos azules. Grandes piernas y gran culo.
Entrega a mi madre una pila de CD piratas de pop indonesio que Flo se trajo hace tres años de Yakarta. Mi madre dice que Flo es peligrosa. Mi madre dice que debería tener cuidado y no acercarme a Flora Box. Pero a mí Flo me parece tan peligrosa como las mujeres que sostienen los cestos de colecta en la iglesia del padre Joe Kikelomo los domingos por la mañana. Levanto la tapa de la caja de poliestireno expandido que está a mi derecha. Miles de langostinos frescos de Moreton Bay. Tan frescos que ni siquiera huelen. No hay un langostino más delicioso en el mundo. Tiene la mitad del tamaño y el doble de cáscaras que el langostino tigre y que el blanco, pero también dos veces su sabor. Brandon levanta la cabeza del iPad.
—Un kilo si me enseñas las tetas —susurra.
—Un kilo y no le digo a tu madre el asqueroso hijo que tiene.
—Vale, ¿medio kilo de langostinos por una teta?
Vuelvo a colocar la tapa sobre los langostinos.
—¿Tú sabes quién eres, Brandon?
—No, ¿quién soy?
—No, Brandon. Yo no puedo decirte quién eres. Por eso te estoy haciendo la pregunta. ¿Túsabes quién eres? Es más… —Describo un círculo con la mano derecha para señalar el espacio que ocupa en ese momento en el universo—. ¿Es esta la versión de ti mismo que siempre has querido?
Brandon estudia mi rostro al otro lado de la mesa de embalaje por un momento. Durante medio segundo creo que va a decir algo con sentido. Los anillos de Saturno van a girar al revés. Colosales trozos de hielo van a reunirse milagrosamente de nuevo para formar casquetes glaciares. Y Brandon Box va a decir algo profundo.
Entonces, se echa a reír.
—¿De qué coño estás hablando? —Mueve la cabeza y vuelve a la NBA. Y musita en voz baja—: Zorra pirada.
Levanto la tapa de la caja que tengo a mi izquierda. Una docena de pargos congelados de un rojo plateado.
—¿Cuándo entra el jurel malayo? —pregunto.
Brandon suelta una risita y levanta la vista de mala gana de la pantalla.
—¿Qué sabes tú del jurel malayo?
—Bueno, te sorprendería saber las cosas que me ha contado tu madre sobre el jurel malayo que llega aquí.
—Mentira —dice Brandon.
Pero nuestra conversación se ve interrumpida por Flora, que abre la puerta azul. Mi madre está detrás, metiendo los CD piratas en una mochila Adidas que lleva colgada al hombro.
Flora abre los brazos hacia mí.
—¿Quién le va a dar un abrazo a la tía Flo? —dice.
Mi madre asiente discretamente; yo rodeo la mesa y dejo caer la cabeza sobre el blando colchón de agua del pecho de Flora y envuelvo con mis brazos el muro de su cuerpo.
Ella me frota la cabeza con la palma de la mano.
—Y esta ¿cuándo va a empezar a trabajar para mí? —pregunta—. ¿Cómo se conoce usted la ciudad, jovencita?
—Mejor que la palma de mi mano, Flo —respondo.
—¡No lo dudo! —exclama dándome una palmadita en el hombro.
—Ella no está interesada —la interrumpe mi madre. Severa. Directa.
Flo mira a mi madre. Flo me mira.
—¿No estás interesada en ganar un poco de dinero de verdad, cariño? —me pregunta.
Miro a mi madre. Un leve movimiento de cabeza, que a Flo no se le escapa, porque a Flo no se le escapa nada.
—Bueno, me encantaría trabajar para ti, Flo —contesto—, pero estoy dedicando todo mi tiempo libre y toda mi energía en convertirme en una artista mundialmente famosa.
—¿Y quién soy yo para interponerme en el camino del destino? —dice Flo—. Y a propósito, ¿no me prometiste un nuevo dibujo para ponerlo sobre nuestro tablón de precios?
Saco un boceto que llevo doblado en el bolsillo trasero de mis vaqueros cortados y se lo tiendo a Flo. Se titula Flora comiendo un sándwich de langostinos dentro de un cachalote.
He dibujado a Flo en una cocina doméstica, comiéndose un sándwich de langostinos con salsa de marisco y aguacate sentada a una mesa mientras lee Moby Dick. Y toda la escena se desarrolla en el vientre de la ballena. A Flo la risa le sale del abultado abdomen.
—Mira los zapatos que llevo —dice señalando el dibujo.
—ASICS Gel-Quantums —digo; hago rebotar mis talones y señalo las zapatillas de Flo.
—Te fijas en todo, ¿verdad, nena? —dice Flo.
Me encojo de hombros:
—El artista no ve ni más ni menos que lo que necesita ver, Flo.
Mi madre me da un golpecito en el hombro.
—Oye, Picasso —dice—, ¿es hora de irnos?
La artista dejó a su madre caminar por delante en el paseo del río aquella mañana. Su madre llevaba unas sandalias negras de goma y unos vaqueros. Caminaba como quien lleva una carga, como quien va agobiado por preocupaciones: la barbilla pegada al pecho, las manos en los bolsillos de una sudadera con capucha con el logo de una popular marca surfera australiana. La madre de la artista siempre llevaba manga larga cuando iba a trabajar, incluso con el calor más pegajoso de Brisbane. Cualquier estudioso del arte con el más vago conocimiento de la oscura historia de la artista estará familiarizado con el empeño que ponía su madre en ocultar las cicatrices de quemaduras de sus antebrazos. La madre de la artista decía que las cicatrices incomodaban a los clientes. Las cicatrices ascendían por los antebrazos de su madre, y a la artista le parecían el peor par de guantes largos que hubiera visto nunca. El color de las cicatrices había ido evolucionando del rosa al marrón, a medida que la artista pasaba de niña a adolescente. Y aquella mañana en particular, a la artista le pareció como si su madre hubiera metido los brazos en dos grandes cubos de mantequilla de cacahuete. La madre de la artista sabía que la artista sabía que las cicatrices eran la obra de su monstruo. Pero eso no impidió que la madre de la artista le contara toda una serie de mentiras a cuál más extravagantes acerca de su origen. Accidente en un globo aerostático, contó. Rescatar a un niño de diez años de una fábrica en llamas, dijo. «Regla número uno —le advirtió su madre una vez, riendo—. Nunca prendas fuego a tus pedos cuando vistas de seda».
La artista veía a su madre pequeña y delgada, pero tan hermosa como una estrella del pop. La artista una vez pensó que su madre podría haber sido la hermana mayor que Kylie Minogue no tuvo nunca. A su madre le gustaban las flores grandes de colores vivos de Georgia O'Keeffe, pero también le gustaba Atardeceren la calle Karl Johan, de Edvard Munch, que presenta a un puñado de transeúntes vestidos elegantemente de negro con unos rostros fantasmagóricos que miran al espectador desde una calle de Oslo al anochecer. Los transeúntes le resultan siniestros y distantes a la artista. Leyó que Munch pintó Atardeceren la calle Karl Johan después de haber estado esperando impaciente a una amante y de que, cuando al fin esta apareció, solo le dedicara una vaga sonrisa antes de seguir caminando apresuradamente por la calle. «¡Le hizo un ghosting total, mamá! —dijo la artista—. Lo hizo sentirse invisible».
«Eso es —dijo su madre—. Se sintió como si no existiera. Por eso convirtió la calle en una calle de fantasmas».
La artista pensó en ese momento lo intrigante que era haber sido criada por una mujer que apreciaba tanto a Edvard Munch como a las Spice Girls. Y luego pensó en qué chica Spice habría sido su madre. Primero pensó en la Spice Nuez Moscada. Pero finalmente concluyó que la Spice Pimienta.
¿Habéis visto lo que he hecho? Es la costumbre. Hay gente que se muerde las uñas. Hay gente que mea en las piscinas. Y yo tengo la costumbre de pensar en mi vida como si fuera el tema de una visita guiada por el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York alrededor del 2100 y conducida por un estirado crítico de arte inglés llamado E. P. (Edward Percival) Buckle que está describiendo aquellos años de mi vida sin nombre y sin casa a un grupo de embelesados amantes del arte. Estoy segura de que es un fenómeno común.
En mi cabeza, esos amantes del arte atienden a las explicaciones de Buckle sobre mi vida mientras observan mis primeros dibujos en tinta de la etapa Brisbane, que se reparten por varias salas del museo como parte de una exposición póstuma con un título sutil y modesto del tipo: La artista más grande que haya existido jamás sin que nadie supiera cuál era su puto nombre. Mientras hacen el recorrido, van comentando mi vida y mi obra.
—Era una niña especial —dicen.
—Francamente, es un milagro incluso que llegara a salir de Brisbane —comentan.
—Me conmueve —reconocen—. Me llega. Apela directa y profundamente a mis temores y fragilidades. Es, sencillamente, la artista más grande que haya existido jamás, y nadie sabe siquiera cuál era su maldito nombre.
Es todo una locura, lo sé; pero, en honor a la verdad, el señor Buckle me ha ayudado mucho a mantener la distancia y evaluar con claridad y perspectiva lo que ha sido una vida a la fuga absolutamente inusual y perturbadora. A veces, cuando estoy nerviosa o asustada, o incluso algo peor que ambas cosas juntas, el viejo E. P. Buckle me viene a la cabeza y empieza a parlotear; y de repente siento que soy otra persona. Entonces, siento que no soy yo necesariamente quien está viviendo estas cosas, sino alguien más inteligente, con más talento, más valiente. E. P. Buckle le da sentido a todo. Es como si me estuviera diciendo que todas estas cosas me suceden por una razón. Porque todas estas cosas tienen que suceder para que yo llegue a los lugares a los que E. P. Buckle sabe que voy a ir. Resulta increíble lo beneficioso que puede ser ver tu vida a través de la lente de un inglés de setenta años que habla como si tuviera una pluma estilográfica metida por el culo.
—¿Bronwyn? —pregunto—. Bronwyn significa ‘cuervo blanco’.
—No —dice mi madre.
Es media mañana y caminamos junto al río. Hay tiempo de sobra para jugar al juego de «Oye, mamá, ¿cuál es mi nombre de verdad?». Ella dice que nunca voy a adivinarlo, así que no debería preocuparme, porque mi nombre significa algo hermoso, pero también raro.
—¿Vanessa? —pregunto—. Vanessa significa ‘mariposa’.
—No.
La mochila negra de Adidas le cuelga de los hombros. Grietas en los talones. Llevo mi cuaderno de bocetos en la mano izquierda y un Copic Multiliner de tinta negra con punta de un milímetro. Excelente para dibujar arrugas y pelos en los dedos de los pies y grietas en los talones. Si fuera a dibujar la escena, empezaría por las grietas en los talones de mi madre. Madre soltera sin casa con grietas en los talones.
—¿Beatrix? —pregunto—. Beatrix significa ‘viajera’.
—No —contesta mi madre.
Grietas en los talones. Eso es mi madre. Talones como papel de lija. Plantas de los pies como esponjas de coral muertas al sol. Si va a algún sitio, camina cuando no huye. Sus pies son tan duros que dibujé a un entrenador de caballos de Eagle Farm clavando un par de herraduras en forma de U en sus talones. Era maestra antes de huir. Maestra sustituta. Uno de los grandes elementos versátiles del sistema educativo australiano. Mi madre dice que entrar en una clase como maestra sustituta es lo mismo que entrar en una osera con un traje hecho de piel de salmón. Dice que la razón por la que los niños se portan mal tan a menudo con los maestros sustitutos es que los maestros sustitutos llegan a las clases a ciegas. No conocen el comportamiento previo de un niño, bueno o malo. Así que los chicos buenos ven la oportunidad de ser malos por un día. Los malos huelen la oportunidad de ser peores. Por eso, al pasar lista todas las mañanas, mi madre pedía a los niños que dijeran su nombre y cuándo había sido la última vez que habían hecho algo amable por alguien. Dice que es menos probable que un niño se porte mal después de haberle recordado al mundo y haberse recordado a sí mismo lo bueno que puede llegar a ser.
Gracias a mi madre me gradué estudiando por libre —en lo que yo llamo el Instituto para Vagabundos— un año antes. Oficiosamente, por supuesto. Mi madre organizó en el desguace una ceremonia de graduación bastante triste, pero que fue muy importante para mí. Ros preparó un bizcocho de vainilla y yo di un discurso de despedida en el que recordé todas las clases de matemáticas a las que había asistido en la parte de atrás de sofocantes furgonetas; las incontables clases de lengua que mi madre me había dado en bibliotecas públicas con aire acondicionado de toda la costa este de Australia; las expediciones de biología marina a la isla Stradbroke; las excursiones de ciencia al Planetario de Brisbane, y mis favoritas, las clases semanales de arte mientras recorríamos las salas de la Galería de Arte de Queensland. Mi diploma estaba hecho con el cartón de una caja de Corn Flakes. Y el birrete de graduación que lancé sin entusiasmo al aire al concluir la ceremonia era una gorra de golf manchada de sudor, comprada en una tienda de beneficencia, con el logo del Indooroopilly Golf Club.
Después de las grietas de los talones, me paso algún tiempo dibujando el pelo de mi madre. Se lo corté hace tres noches con unas tijeras de manualidades y ella me lo cortó a mí, ahora parecemos dos chicos de orfanato de la Inglaterra de 1800. Después del pelo, intento sombrear cierta impresión de la intimidad que mi madre tiene, como persona sin casa, con la suciedad. Estoy hablando de una suciedad tan profunda que forma parte de tu piel. Estoy hablando de una suciedad cuyo sabor puedes percibir en las yemas de los dedos mientras te comes una hamburguesa. Suciedad en las uñas y suciedad en las piernas, tan vieja que la gente la confunde con marcas de nacimiento. Suciedad epidérmica. Suciedad como armadura. Suciedad como escudo. Suena disparatado, lo sé, pero a veces la intimidad con la suciedad se vuelve tan profunda que empiezas a sentir intimidad con la tierra, una conexión con el suelo, entonces empiezas a sentirte parte de él. Como si pudieras dormir sobre cualquier parche de hierba en cualquier lugar de la tierra, porque eso eres tú ya. Eres suelo. Eres tierra. Algo fácil de sentir cuando llevas aquí el tiempo suficiente. No tan fácil de dibujar.
—¿Marlene? —pregunto—. Marlene significa ‘estrella’.
—No —responde mi madre.
No debo olvidarme de aprovechar al máximo estos paseos. La paz y la tranquilidad de este aquí y este ahora, mientras duren, con mi madre. Mientras duremos las dos. Mi madre y yo. Si escupimos la verdad como si fuera una pepita de melón, lo cierto es que tenemos los días contados. Mi madre lo ha decidido así. Y no hay nadie que pueda hacerla cambiar de opinión al respecto.
—¿Maeve? —pregunto—. Maeve significa ‘la que embriaga’.
—No —dice mi madre.
Mi madre va a entregarse a la policía el día que yo cumpla los dieciocho: el 23 de abril. Y solo faltan dos meses. Dice que entonces podré vivir una vida normal. Dice que entonces estaré a salvo. Dice que podré cuidar de mí misma y ser libre para perseguir mis ambiciosos sueños. «Feliz cumpleaños, pequeña. Hora de que me vaya a la cárcel».
Es una larga historia, pero si voy a contar de dónde viene toda esta perorata de E. P. Buckle en el Met, entonces probablemente convenga contar cuándo me picó por primera vez el gusanillo del arte. Nunca se puede prever cuándo un sueño va a encontrarse contigo. Los sueños pueden alcanzarte como una canción que trae el viento o como un golpe en la mandíbula.