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Este libro recoge un conjunto de relatos inolvidables. Una monja budista evoca el terremoto que asoló Japón; un escultor que trabaja en la Sagrada Familia cuenta la historia de su conversión; una conocida poetisa de haiku habla de la cultura japonesa… Periodistas, músicos, deportistas, educadores… personas de los perfiles más diversos -cristianos y no cristianos- ofrecen una visión fascinante de Japón, de la aventura de la fe, de los comienzos del cristianismo y del desarrollo del Opus Dei en la Tierra del Sol Naciente.
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Veröffentlichungsjahr: 2013
Cubierta
Portadilla
Índice
Antes de comenzar
I. SANGRE…
1. Taiko
2. Cartas escritas camino del martirio (4.I-2.II de 1597)
3. Orden de colocación (5 de febrero de 1597)
II. …Y SEMILLA
1. Cuando estén los cerezos en flor. 1957-1958
2. Uno, dos y tres
3. ¡Taifuu!
4. Un deseo de más
5. ¡Esto es!
6. La luna de Chicago
7. En la isla de Nushima
8. El primogénito
9. Las últimas voluntades
10. Llevar dignamente el apellido
11. La tercera generación
12. El alma de Japón
13. La señora Chíe toma la palabra
14. La respuesta a mi pregunta
15. Pro life y pro love
16. La señal del cristiano
17. Historia de una amistad
18. Una corazonada
19. ¿Por qué yo no?
20. La gran venganza del Japón
21. Uno es el que tiene la llave
22. El Papa en Japón. 23 de febrero de 1981
23. Veinte segundos
24. El consejo de mi hermano Osamu
25. Kazuko sigue esperando
26. El rumor del agua
27. Väinämöinen
28. 42.195 metros
29. El hanami
30. Los tres amigos del invierno
31. Keiko y yo
32. ¿Y por qué no un pez?
33. El negocio más importante
34. Casualidades
35. Pase lo que pase
Only you
Créditos
Durante el verano de 2009 sostuve largas conversaciones en diversas ciudades japonesas —Tokio, Ashiya, Kioto, Oita y Nagasaki— con las personas que ofrecen su testimonio en este libro.
En su mayoría son hombres y mujeres cristianos que, tras recibir la gracia de la conversión, se esfuerzan por vivir su fe a través del espíritu del Opus Dei; o personas de diversas religiones que cooperan con los apostolados de la Obra.
Naturalmente, este conjunto de relatos no pretende ofrecer un cuadro general y exhaustivo de la realidad del Opus Dei en Japón, ni del apostolado de sus fieles. Son narraciones independientes que muestran cómo el espíritu de la Obra da respuesta a la sed de Dios que experimentan tantos corazones de este país de Oriente.
El primer encuentro
Para entender con mayor hondura el sentido de estos relatos resulta útil conocer de antemano algunos rasgos generales de la historia de la Iglesia Católica en Japón, un país que tuvo su primer encuentro con Occidente —según los datos de que disponemos— en 1543, cuando un navío portugués a la deriva arribó hasta la pequeña isla de Tanega.
El 15 de agosto de 1549, solo seis años después de la llegada de aquel navío, san Francisco Javier desembarcó en el sur de Japón, hasta donde había navegado a bordo de un junco chino, tras sufrir mil peripecias durante su travesía.
La acogida de las gentes del país —a pesar de las dificultades propias de cualquier comienzo— fue formidable. En 1582, treinta años más tarde, Japón contaba, según algunos autores, con unos 150.000 cristianos, 82 misioneros jesuitas y unas 200 iglesias.
Este panorama esperanzador se quebró de pronto, por diversas causas de carácter político y cultural, cuando el regente imperial Toyotomi Hideyoshi (1537-1598) promulgó en enero de 1597 un edicto en el que prohibía la actividad misionera.
Este libro comienza con la transcripción de ese edicto, que constituye el primer punto de inflexión en la historia del naciente cristianismo en aquellas islas remotas. Fue una tempranísima prueba de fuego para los primeros cristianos del país. El título del primer capítulo —«Sangre»—, alude a la sangre derramada por cientos y cientos de mártires japoneses.
Tras el edicto del regente Hideyoshi, el primer relato que ofrezco al lector es el que escribió, camino del martirio, san Pedro Bautista, uno de los veintiséis cristianos crucificados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597.
Viene luego una descripción de los veintiséis mártires, escrita por Juan Pobre, que fue testigo directo de los hechos. Había entre ellos seis franciscanos, como Pedro Bautista; tres jesuitas, como Pablo Miki; y diecisiete laicos que ejercían las profesiones más diversas: forjadores de espadas, fabricantes de arcos, médicos, farmacéuticos, comerciantes... Algunos eran padres de familia, y otros muchos, jóvenes y adolescentes, como Tomás Kozaki, que tenía unos catorce años; o niños, como Luis Ibaraki, que posiblemente no había cumplido los doce.
He querido comenzar estas páginas con un recuerdo a esos mártires, porque su sangre, vertida por amor a Jesucristo, fue —como decía Tertuliano—, junto con la sangre de los numerosos cristianos japoneses que dieron su vida por Dios durante esa primera evangelización, semilla de cristianos al cabo de los siglos. El desarrollo actual de la Iglesia en Japón no se entiende sin su entrega plena y generosa.
Tiempo de silencio
Durante el Periodo Edo, que duró más de dos siglos y medio, desde 1603 hasta 1868, los cristianos japoneses padecieron un larguísimo calvario. Se sucedieron los edictos de persecución, se prohibió el culto cristiano y en 1614 se ordenó la salida del país de todos los misioneros.
Al mismo tiempo, el país se cerró a las influencias externas; y en 1635 las autoridades prohibieron a los japoneses viajar al extranjero. Con el paso del tiempo se fueron institucionalizando algunas costumbres anticristianas: por ejemplo, cada Año Nuevo los habitantes de muchos pueblos eran obligados a pisar imágenes de Cristo, de la Virgen María y de otros santos, para demostrar que no eran cristianos.
Durante los años posteriores prosiguieron las persecuciones y los cristianos no tuvieron más remedio que refugiarse en islas y lugares apartados. Allí se fue transmitiendo la fe de padres a hijos, generación tras generación, siempre de forma oculta y clandestina, a lo largo de varios siglos.
Aparentemente, hasta bien entrado el siglo XIX, el catolicismo había desaparecido por completo de Japón, que seguía cerrado al exterior. Esta situación continuó hasta el 8 de julio de 1853, cuando el comodoro norteamericano Mattew Perry arribó con su escuadra de buques hasta la bahía de Edo (actual Tokio). Fue el comienzo del periodo Bakumatsu, una época de apertura a Occidente, que comenzó aquel año y concluyó en 1867.
Gracias a ese cambio de situación pudieron ir estableciéndose gradualmente en tierras niponas algunos sacerdotes y religiosos extranjeros, convencidos de que no quedaba rastro alguno de la primera evangelización. En 1863 llegaron dos sacerdotes franceses de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, Louis Furet y Bernard Petitjean, que construyeron una iglesia en honor de los mártires. El año anterior, el 8 de junio de 1862, había tenido lugar en Roma la canonización de los 26 mártires de Nagasaki.
Los cristianos ocultos
Y así se llegó a una fecha decisiva de la historia del cristianismo en Japón. El 17 de marzo de 1865, tras varios siglos de clandestinidad, los «cristianos ocultos» se manifestaron públicamente como bautizados. En ese día se celebra, en el calendario litúrgico nipón, la Memoria de Santa María del encuentro con los fieles japoneses. Key Koriyama —una de las testimoniantes de este libro— narra con detalle este suceso.
Dos años después, el 7 de julio de 1867, Pío IX beatificó en Roma a otros 205 mártires que murieron a causa de su fe en diversos lugares del país, quemados o decapitados, entre los años 1617 y 1632. Algunos eran religiosos —dominicos, agustinos, jesuitas, franciscanos, alcantarinos— y otros muchos, fieles laicos.
La era Meiji
El Japón moderno comenzó con la Era Meiji, que duró desde 1868 hasta 1912. Durante ese periodo el emperador impulsó decididamente la occidentalización del país.
Tras la Era Taisho (1912-1926) el príncipe regente Hirohito fue investido como nuevo emperador. Con él se inició la Era Showa, que cubrió un amplísimo periodo del siglo XX: desde 1926 hasta 1989.
Durante ese periodo fueron «regresando» numerosas instituciones de la Iglesia Católica al Japón. Por citar solo algunos ejemplos, en 1908 llegaron tres jesuitas: un francés, un alemán y un norteamericano. Los salesianos se establecieron en 1926 y las primeras carmelitas en 1933. Y fue creciendo, año tras año, el número de conversos y bautizados.
La historia japonesa reciente resulta más familiar al lector occidental: el 8 de diciembre de 1941 Japón atacó el puerto de Pearl Harbor, en la isla de Oahu (Hawái) y entró en la Segunda Guerra Mundial, que finalizó con las bombas atómicas que asolaron Hiroshima y Nagasaki. El relato de la Sra. Saiki —que reside en la actualidad en Nagasaki— evoca cómo se vivieron esos días de espanto en muchas familias japonesas. Para la Iglesia en Japón supuso un gran quebranto, ya que en esas ciudades residían numerosos católicos.
A continuación tuvieron lugar una serie de cambios que alteraron la historia y las tradiciones del país: el general Douglas MacArthur fue designado comandante supremo de las Fuerzas de Ocupación; se declaró el carácter no divino del Emperador y el 3 de mayo de 1947 se proclamó una nueva Constitución.
La ocupación norteamericana duró hasta 1952, mientras el país se recobraba de forma sorprendente gracias al esfuerzo denodado de los japoneses, del que dejan constancia algunos testimonios de este libro, como el de Sachiko Masui.
Durante esas décadas la Iglesia Católica fue creciendo y asentándose; se crearon varias diócesis y hubo una revitalización general de la vida cristiana.
1957. Una conversación en Roma
Cinco años después del fin de la ocupación comienza la historia central que relata este libro: el desarrollo del Opus Dei en la tierra del Sol Naciente. El punto de partida fue la conversación que mantuvo en Roma, a mediados de 1957, el Venerable Álvaro del Portillo, entonces Secretario General del Opus Dei, con el obispo de Osaka, Mons. Pablo Yoshigoro Taguchi.
Durante ese encuentro el prelado solicitó que el Opus Dei comenzase cuanto antes la labor apostólica en su diócesis; y pidió que la persona que fuera a conocer el país lo hiciera a ser posible en primavera, «con los cerezos en flor», para que se llevara una impresión más favorable.
Esta petición fue acogida con gran alegría por parte del Fundador, san Josemaría Escrivá, —al que los miembros del Opus Dei denominaban familiarmente «el Padre»—, que deseaba ardientemente comenzar el trabajo apostólico en Japón desde los comienzos de la Obra.
Contaba Álvaro del Portillo que ya en 1930 —es decir, solo dos años después de la fundación del Opus Dei— el Fundador había puesto por escrito en sus notas personales su íntimo deseo de viajar a Japón para anunciar el Evangelio. «Tanto que, a veces, le parecía casi como un desorden —comentaba del Portillo durante su estancia en Ashiya—, y reaccionaba: para mí es demasiado bonito ir al Japón, demasiado bonito marcharme para llevar a esas tierras la doctrina de Cristo. Sabía que su misión era estar donde estaba... pero el corazón quería traerle por aquí»1.
«Pasaron los años —seguía contando del Portillo—, y en 1936 me animó a que estudiara japonés. Ahora ya no me acuerdo de nada: solo de algunos verbos, de contar hasta diez, y pocas palabras más. Ha pasado tanto tiempo... Lo estudié durante uno o dos años, pero como luego no lo practiqué, se me olvidó.
¿Y para qué me hizo el Padre estudiar japonés? Para enviarme al Japón. Después las cosas se desarrollaron de otro modo»2.
1958. Primer viaje
Ese «otro modo» fue el siguiente: en cuanto el Fundador tuvo noticia del deseo del obispo de Osaka pidió a uno de los primeros sacerdotes del Opus Dei, José Luis Múzquiz3 que hiciese un viaje a Japón durante la primavera —«con los cerezos en flor», como había solicitado el prelado—, para que estudiase sobre el terreno las posibilidades apostólicas e informase posteriormente.
Múzquiz llegó a Tokio el 19 de abril de 1958 y visitó diversas ciudades japonesas. El segundo capítulo de este libro, titulado «...y semilla» se abre con el relato que escribió este sacerdote evocando ese primer viaje.
Tras el informe favorable de Múzquiz, san Josemaría decidió, junto con el Consejo General y la Asesoría Central —los órganos centrales del gobierno del Opus Dei—, comenzar el trabajo apostólico en tierras japonesas.
El Opus Dei se encontraba entonces en plena expansión universal: en 1945 se había empezado en Portugal; en 1946, en Italia y Gran Bretaña; en 1947, en Francia e Irlanda; en 1949, en México y Estados Unidos; en 1950, en Chile y Argentina; en 1951, en Colombia y Venezuela; en 1952, en Alemania... Solían ir a cada país varios profesionales jóvenes, junto con algunos sacerdotes, para difundir, sobre todo a través del trabajo santificado, la llamada universal a la santidad a la que el Señor nos invita en el Evangelio: «Conocer a Jesucristo. Hacerlo conocer. Llevarlo a todos los sitios» había escrito el Fundador4.
Cada año se comenzaba en uno o dos países como mucho, hasta que en 1957 se fue a Brasil, Austria y Canadá; y en 1958, a Kenia, El Salvador... y Japón.
Decidieron marchar al comienzo dos sacerdotes: José Ramón Madurga (1922-2002)5 y Fernando Acaso.
José Ramón Madurga llegó a Tokio el 8 de noviembre de 1958; y en contra de los planes previstos, Fernando Acaso no pudo unírsele hasta dos meses después, el 18 de enero de 1959. Acaso recoge en su relato muchas de las experiencias de Madurga y cuenta sus primeras impresiones al llegar a su nuevo país. El 29 de julio de ese mismo año aterrizó en el aeropuerto de Tokio José Antonio Armisén, que completa en su relato la historia de esos comienzos.
Pocos meses después llegó un periodista catalán, Antonio Melich. La visión general de la cultura nipona que ofrece Melich en su testimonio resulta particularmente significativa, porque ofrece varias claves sugerentes y clarificadoras para entender «el alma de Japón».
Al año siguiente, el 15 de julio de 1960, llegaron al puerto de Kobe ocho mujeres del Opus Dei, originarias de diversos países. Eran profesionales de ámbitos diversos: Loretta Lorenz trabajaba en el departamento comercial de una televisión norteamericana; Margaret Travers era filóloga por la Universidad de Boston; Ana María Brun era una joven ejecutiva paraguaya... En sus diversos relatos cuentan su historia personal y describen a grandes rasgos los primeros pasos del trabajo apostólico de las mujeres del Opus Dei en Japón.
Los japoneses
Resultan lógicas las reacciones de desconcierto de los primeros japoneses —como ponen de manifiesto Soichiro Nitta o Kazuko Nakajima en sus respectivos testimonios— que conocieron a esas personas del Opus Dei: no eran misioneros, sino cristianos corrientes, laicos de diversas procedencias que comenzaron a ejercer su profesión como unos ciudadanos y unas ciudadanas más en el que consideraban su nuevo país, adaptándose a su mentalidad y a sus costumbres.
Vieron que los hombres por su parte, y las mujeres por la suya, actuaban con gran unidad de espíritu y al mismo tiempo con total separación y plena independencia en lo organizativo, lo económico, lo apostólico, etc.
Esas sorpresas no fueron específicas de Japón. San Josemaría, que había fundado el Opus Dei treinta años antes, el 2 de octubre de 1928, se encontró con parecidos desconciertos cuando hablaba a las gentes de Madrid y de otros lugares de España de la santificación en medio del mundo, en el propio trabajo, en el ambiente familiar y social de cada uno. Aquello sonaba a «nuevo», a pesar de que el mensaje de la llamada universal a la santidad para todos a la que nos convoca Jesucristo es —en palabras del Fundador— «viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo».
El testimonio de Kei Koriyama muestra de forma plástica el impacto que produjo el espíritu del Opus Dei, genuinamente laical y dirigido a «la gente de la calle», en determinados ambientes japoneses de raíz cristiana. «Hasta entonces —cuenta en su relato— pensaba, al igual que mi familia, que solo había dos posibilidades de entrega a Dios: en el sacerdocio, como mi hermano; o en la vida religiosa, como mi hermana. Y dentro de mi corazón veía que no era eso lo que Dios me pedía».
«Mis padres se extrañaron cuando les hablé de la Obra —prosigue relatando Koriyama— y les comenté que me estaba planteando la entrega en ese camino. Para entender su reacción hay que tener en cuenta la novedad del Opus Dei: era la primera vez que oían hablar de una realidad de la Iglesia en la que los laicos pudieran seguir a Jesucristo, santificando su trabajo cotidiano en medio de las realidades temporales. A sus oídos aquello sonaba como «algo raro» y revolucionario. Además, había terminado hacía poco tiempo el Vaticano II y en Japón, al igual que en otros países, no faltaban quienes difundían interpretaciones equivocadas de la fe.
—Yo no sé nada del Opus Dei —dijo mi hermano seminarista—; pero por nuevo que sea, si lo ha aprobado la Iglesia, no veo motivos para desconfiar.
—Sí, sí —decían mis padres—: ¡pero estamos escuchando tantos disparates durante los últimos tiempos!».
Con el paso de los años esas malinterpretaciones y disparates se fueron clarificando y los fieles cristianos de todo el mundo, y entre ellos los japoneses, fueron conociendo y profundizando en las enseñanzas genuinas del Concilio que señalaba específicamente en la Constitución Dogmática Lumen Gentium lo que san Josemaría venía recordando desde 1928: «todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo»6.
A partir de ese momento —años sesenta y setenta— se suceden a lo largo de las páginas de este libro diversos relatos de hombres y mujeres del país, casados y solteros, en su mayoría conversos, que narran su encuentro con el Opus Dei, y su descubrimiento: allí, en su propio trabajo, en la situación en la que Dios les había puesto, podían alcanzar la plenitud de la vida cristiana, siendo fieles a sus compromisos bautismales. Durante esa época fueron naciendo diversas iniciativas apostólicas, como Seido, en 1962; Yoshida Student Center, un año más tarde; y Shimogamo Academy, una residencia universitaria femenina, en 1964.
Los relatos de estas personas —entre las que se cuentan los primeros fieles japoneses del Opus Dei— ponen de manifiesto la novedad del mensaje de san Josemaría y su buena acogida en un país donde los católicos eran, y siguen siendo, una minoría.
Junto con esos relatos, ofrezco algunos testimonios de no católicos, como Teruko Uehara, una bonza budista muy conocida en Japón por sus labores humanitarias. Uehara me recibió cordialmente en su casa, junto al templo budista Saijhoji de Ashiya.
26 de junio de 1975
Hay una fecha decisiva en los relatos de este periodo: el 26 de junio de 1975, día en que falleció en Roma Josemaría Escrivá. Una hora antes de su muerte, debida a un paro cardíaco, había mantenido un breve encuentro con mujeres del Opus Dei en Castelgandolfo, cerca de Roma. Tuvo que interrumpirlo al sentirse mal de forma repentina. Las últimas palabras que dijo durante esa breve charla familiar se refirieron a los colegios que los miembros del Opus Dei deseaban impulsar en Nagasaki; y la última persona que le preguntó fue una de las primeras japonesas de la Obra, Mieko Kimura, que describe en su relato esos momentos cruciales de la historia del Opus Dei.
El 15 septiembre de 1975 fue elegido como primer sucesor del Fundador al frente del Opus Dei Mons. Álvaro del Portillo, que estuvo en Japón desde el 12 al 23 de febrero de 1987. Mantuvo numerosos encuentros de catequesis en diversas ciudades, como Osaka, Ashiya, Nagasaki y Kioto. Los testimonios que evocan su estancia en Japón ponen de relieve la profunda impresión que produjo su vida abnegada y santa a las personas que le vieron y escucharon.
He recogido también algunos testimonios que ponen de manifiesto, en estos momentos de globalización, la realidad de tantos japoneses que residen fuera de su país y reciben formación cristiana en centros del Opus Dei de los cinco continentes. Es el caso de Masako Hazata, en Finlandia; de Mikiko Yokouki, en Australia; o del escultor Etsuro Sotoo, en España. Gracias a Sotoo se ha desarrollado «el fenómeno japonés» de la Sagrada Familia de Gaudí, que constituye —después de la Basílica de San Pedro en Roma— el templo católico más conocido y apreciado por millones de japoneses, creyentes y no creyentes. Estas personas ponen de relieve cómo el mensaje del Opus Dei les ayuda a santificar su vida cotidiana, preparando un concierto, administrando su hogar o trabajando en su taller de escultor.
Durante los años ochenta tuvieron lugar en la Iglesia Católica en Japón algunos acontecimientos particularmente relevantes. El más significativo fue, sin duda, la estancia de Juan Pablo II en Tokio, Hiroshima y Nagasaki, desde el 23 al 26 de febrero de 1981. Pablo Takayuki, ahora sacerdote, ofrece sus recuerdos de aquellos días, desde la perspectiva de un joven de quince años.
En la Era Heisei
En 1989, dos años después de esta visita, falleció el Emperador Hiroito y comenzó en Japón la actual Era Heisei.
Los relatos de este último periodo ponen de manifiesto cómo los cristianos japoneses que acuden a los medios de formación del Opus Dei se esfuerzan por dar una respuesta cristiana, personal y responsable, a los problemas de la sociedad japonesa de nuestros días: algunos son específicos —como el de los hikikomori— y otros son desgraciadamente universales, como el drama del aborto.
En 1994 falleció santamente en Roma Álvaro del Portillo, tras una peregrinación a Tierra Santa, y Mons. Javier Echevarría le sucedió al frente del Opus Dei.
Ocho años después, el 6 de octubre de 2002, Juan Pablo II canonizó en Roma a Josemaría Escrivá; y dos años más tarde, el 5 de marzo de 2004 tuvo lugar la sesión de apertura del tribunal del Vicariato de Roma para la Causa de Beatificación de Álvaro del Portillo. También está abierta la Causa de José Luis Múzquiz, el primer sacerdote del Opus Dei que pisó tierras japonesas.
Al año siguiente, el 2 de abril de 2005, falleció Juan Pablo II, conmocionando al mundo entero. Le sucedió Benedicto XVI.
Este Papa envió a Japón tres años más tarde al Cardenal José Saraiva Martins, como delegado suyo para la beatificación de 188 mártires japoneses del siglo XVII: cinco sacerdotes y 183 laicos, entre ellos numerosas mujeres, niños y familias enteras. La ceremonia tuvo lugar en Nagasaki, el 24 de noviembre de 2008,
El 1 de mayo de 2011 Juan Pablo II fue beatificado por Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro. Los japoneses no olvidarán nunca las palabras que les dijo el 23 de febrero de 1981 en la catedral de Tokio. Su mensaje cobra particular relieve en nuestros días, cuando la Iglesia celebra el Año de la Fe.
Tras evocar la influencia de un laico japonés, Anjiro, en la evangelización de su país, comentó Juan Pablo II: «fue quien señaló que los japoneses acogerían la fe cristiana si veían que la vida de los cristianos estaba en consonancia con el mensaje que anunciaban. Es emocionante recordar aquellos comienzos, a fin de comprender la belleza y la profundidad de la misión de los laicos en la Iglesia en el momento actual.
Desde aquellos días —proseguía el Papa— la Iglesia en Japón ha seguido firme y constante en su tarea de evangelización. El número total de católicos en esta nación es todavía muy pequeño; sin embargo, existen actualmente a lo largo de todo el país fervorosas comunidades cristianas, que con su unión dan testimonio del amor de Dios y del poder de Jesucristo. El testimonio que dan los cristianos con su vida hace creíble hoy el mensaje del Evangelio en Japón. Toda la Iglesia tiene que ser una Iglesia evangelizadora. Jesús mismo exhorta a todos los miembros de su Cuerpo a ser, en su vida diaria, la sal de la tierra y la luz del mundo. Con Él os digo yo también: j306Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mt 5, 16).
Por la fuerza que nace de vuestra unión con Cristo, llena de fe, de esperanza y de caridad, vosotros, los laicos de Japón, tenéis una responsabilidad particular en hacer que el Evangelio llegue a todos los niveles de la sociedad y en comunicar de palabra y de obra el mensaje y la gracia de Cristo. Como verdaderos apóstoles, buscaréis ocasiones para proclamar a Cristo entre los no creyentes y para fortalecer en la fe a los que ya creen. Sí, vuestro papel es indispensable para la vida y la misión de la Iglesia».
1 Palabras pronunciadas por Álvaro del Portillo durante un encuentro en Seido Cultural Center (Ashiya, Japón, 18 de febrero de 1987).
2 Ibidem.
3 El Siervo de Dios José Luis Múzquiz, nacido en Badajoz (España) en 1922, doctor en Ingeniería de Caminos, en Historia y en Derecho Canónico, fue uno de los tres primeros fieles del Opus Dei en recibir la ordenación sacerdotal, el 25 de junio de 1944. Extendió el trabajo apostólico del Opus Dei en numerosos países, especialmente en EE.UU. Falleció santamente en Pembroke, Massachussets, en 1983. La Iglesia ha abierto su Causa de Canonización.
4 Autógrafo de san Josemaría recogido en Postulación General del Opus Dei (ed.) Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, Roma 1992, p. 127.
5 José Ramón Madurga Lacalle nació en Zaragoza el 10 de noviembre de 1922. Fue Vicario Regional de Japón desde 1959 hasta 1997. Falleció el 29 de junio de 2002.
6 Concilio Vaticano II. Constitución Dogmática Lumen Gentium (Cap. V, nn. 41 y 42).
Por cuanto estos hombres vinieron de los Luzones,
con el título de embajadores,
y se quedaron en Meaco8
predicando la ley de los cristianos,
que prohibí rigurosamente en el pasado,
mando que sean ajusticiados,
juntamente con los japoneses que se hicieron de su ley;
y así estos veinticuatro
serán crucificados en Nagasaki;
y vuelvo a prohibir de nuevo dicha ley para el futuro,
para justicia de todos;
y mando que todo esto se ejecute;
y si alguno osara quebrantar este mandato,
será castigado junto con toda su familia.
El primer año de Queycho,
a los diez días de la undécima luna9.
7 Toyotomi Hideyoshi (1536-1598) fue un famoso guerrero y regente del Emperador de Japón que en 1593 cambió su nombre por el de «Supremo Señor» o Taicosama.
8Kyo, Miyako o Kyo no Miyako son nombres antiguos de la ciudad de Kioto. En los manuscritos castellanos del siglo XVI suele leerse Meaco, y en ocasiones, Meako.
9 Enero de 1597.
SAN PEDRO BAUTISTA10
«Y después de esto se dio sentencia que nos crucificasen en Nagasaki, donde ahora vamos de camino por tierra, que son más de cien leguas de Castilla, por ser en este mes y llevarnos a caballo, y muy bien guardados, porque llevamos algunos días más de doscientos hombres para nuestra guardia (...).
La sentencia que se dio contra nosotros traen públicamente delante de nosotros, escrita en una tabla. Dice que porque hemos predicado la ley de Nauan11 contra el mandato de Taycosama, y que en llegando a Nagasaki nos crucifiquen; por lo cual estamos muy alegres y consolados en el Señor, pues que por predicar su ley perdemos las vidas (...).
Sacáronnos de la cárcel y subiéronnos en unas carretas, y a todos los dichos cortaron a cada uno un pedazo de una oreja, y así nos pasearon por las calles de Meaco, con mucho aparato de gente y lanzas. (....)
Por amor a Dios pedimos todos con mucho fervor oren por nosotros, que el viernes que viene, creo, sin falta nos crucificarán, según lo que acá he oído. (...) Por grandes mercedes de Dios tenemos todo lo dicho.
Ayudas, hermanos carísimos, de oraciones, para que sean gratas a su Majestad nuestras muertes, que en el cielo, donde esperamos ir, Deo volente12, seremos gratos, y acá no he estado olvidado de vuestras caridades, antes los he tenido y tengo en mis entrañas.
Adiós, hermanos carísimos, que no hay lugar para más. Usque in coelum. Mementote mei13.
10 De las cartas escritas camino del martirio por san Pedro Bautista, misionero franciscano (San Esteban del Valle, Ávila, España, 1542-Nagasaki, Japón, 1597).
11 La ley de Nauan: la ley de Cristo.
12 Si Dios quiere.
13 Hasta el cielo. Acordaos de mí.
JUAN POBRE, TESTIGODELMARTIRIO
«El orden de colocación de los mártires, principiando a contar por el último de la izquierda, que era el primero de la subida al calvario desde el camino de Nangoya, es el siguiente14:
1. Gallo, el carpintero, por otro nombre llamado Francisco, natural de Meako, de edad de veintisiete años15.
2. Cosme Lacuxia, predicador16, de edad de treinta y ocho años.
3. Pedro Saqueiro, el que mandó el P. Organtino, de edad de treinta y seis años17.
4. Miguel Caxaqui, padre de Tomé, el niño, de edad de cuarenta y cinco años, natural de Meako18.
5. Diego Quita, de la Compañía, de edad de cincuenta años19.
6. Michi Pablo, hermano20 de la Compañía, de edad de treinta y cinco años.
7. Pablo Barique, predicador, hermano mayor de León, natural de Meako, de edad de cincuenta y cuatro años21.
8. Juan, dóxico22 de la Compañía, de edad de veinte años.
9. El niño Luis, dóxico de los Santos Frailes, natural de Meako, de edad de once a doce años23.
10. El niño Antonio, natural de Nangasaki, dóxico de los Frailes, de doce a trece años24.
Estos diez estaban a mano izquierda del Santo Comisario25. Luego estaban, por su orden, el Santo Comisario y los religiosos.
11. El Santo Fr. Pedro Bautista, comisario, natural de San Esteban, obispado de Ávila, de edad de cincuenta años.
12. El Santo Fr. Martín de la Ascensión, sacerdote, natural de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa, junto a Vizcaya, de edad de veintinueve años.
13. El Santo Fr. Felipe de Jesús, corista, natural de Méjico, en Nueva España, de edad de veintiséis años.
14. El Santo Fr. Gonzalo García, lego, gran predicador, natural de Bazain, en la India, de edad de cuarenta años.
15. El Santo Fr. Francisco Blanco, sacerdote, natural de Pereyro, junto a Monte-Rey, en Galicia, de edad de veintiocho años.
16. El Santo Fr. Francisco de San Miguel, lego, natural de la Parrilla, junto a Valladolid, de edad de cincuenta y dos años.
Estos Santos religiosos estaban en el medio de los Santos Mártires japoneses, y a su mano derecha tenían los siguientes:
17. El electo Matías, por otro de edad de treinta y ocho años, natural de Meako.
18. El valeroso León Carasuma, hermano de Pablo Barique, natural de Meako, de edad de cuarenta y ocho años26.
19. Ventura, dóxico de los Frailes y predicador, de edad de veintiséis años, natural de Meako.
20. Tomé, dóxico de los Frailes, hijo del Santo Mártir Miguel, natural de Meako, de edad de trece a catorce años27.
21. Joaquín Jacabibir, cocinero de Belén, de edad de cuarenta y seis años28.
22. Francisco, médico y predicador, de edad de cincuenta y cinco años29.
23. Tomé Iglo, predicador, natural de Meako, de edad de cuarenta y dos años30.
24. Juan Imbia, tejedor, natural de Meako, de edad de treinta y seis años31.
25. Gabriel, dóxico de los Frailes, natural de Meako, de edad de diez y ocho años.
26. Pablo Susuqui32, predicador, compañero de León, natural de Meako, de edad de cuarenta años».
14 Copiado al pie de la letra del relato del V. F. Juan Pobre, testigo del martirio. Testimonio citado en Vida de los mártires del Japón, de Eustaquio María de Nenclares, Madrid, 1862, págs. 63-64. Juan Pobre suele transcribir de forma deficiente los nombres japoneses, y con frecuencia cita de forma inexacta las edades de los mártires.
15 Era un carpintero de Kioto que siguió a los futuros mártires desde que fueron apresados en Kioto hasta que, por esta causa, lo agregaron a ellos.
16 En el lenguaje de nuestros días, catequista. Cosme Takeya era forjador de espadas y natural de Owari.
17 Pedro Sukejiro era un joven de Kioto al que envió el Padre Organtino para que socorriese a los mártires durante su camino hasta Nagasaki. Al igual que Francisco, el carpintero, fue añadido al grupo.
18 Miguel Kozaki, de cuarenta y seis años, era un fabricante de arcos y flechas que ayudó a construir las iglesias de Kioto y Osaka.
19 Diego Kisai era hermano Coadjutor de los PP. jesuitas.
20 Pablo Miki, de 33 años, era un sacerdote jesuita.
21 Pablo Ibaraki era de Owari y fue samurai durante su juventud.
22Dóxico era el nombre que recibían los jóvenes y los niños que prestaban diversas ayudas a los religiosos; sirviéndoles de intérpretes, por ejemplo, cuando salían del convento.
23 Luis Ibaraki, el benjamín de los mártires, era sobrino de los mártires Pablo Ibaraki y León Karasumaru.
24 Antonio Deynan era hijo de padre chino y de madre japonesa. Nangasaki: Nagasaki.
25 El Santo Comisario: el superior de los franciscanos, san Pedro Bautista.
26 León Karasumaru era hermano menor de san Pablo Ibaraki, y fue bonzo budista en su juventud.
27 Tomás Kozaki tenía catorce años.
28 Joaquín Sakakibara era cocinero del convento franciscano de Belén, en Osaka.
29 Francisco era médico en Kioto, ciudad en la que se bautizó. Allí se convirtió también su esposa.
30 Tomás Dangui era farmacéutico.
31 Juan Kinuya, de veintiocho años, era un comerciante de Kioto, donde fabricaba y vendía tejidos de seda.
32 Pablo Suzuki tenía cuarenta y nueve años.
JOSÉLUISMÚZQUIZ33
Este año quiero
ver el loto
al otro lado.
Jakura
Al pasar un día —escribe José Luis Múzquiz, en sus recuerdos sobre los comienzos en Japón—, después de comer, por la Galleria de la Campana34, estaba allí el Padre (...).
Al verme, me llamó (...) y me explicó entonces que el obispo Taguchi35 (hoy cardenal) de Osaka había hablado con don Álvaro y tenía mucho interés en que hiciéramos una labor con universitarios en su país, quizá una universidad.
El Padre me dijo: «como está aquello tan lejos y es muy diferente, quiero que vayas antes tú para enterarte e informar». (...) Y añadió con todo cariño: «Me alegro que seas tú el que vaya a Japón».
Me dijo que fuera a visitarle —estaba esos días en Roma— para ponerme de acuerdo con el obispo.
Me recibió muy amablemente, aunque parecía que se dormía en la visita, pero es que tenía los ojos muy japoneses, muy rasgados. Y se quitaba los zapatos durante la visita; pero es una costumbre japonesa, pues no los llevan en casa.
Dijo que iba a ir a Suramérica «donde hay colonias japonesas importantes: el número de católicos allí es mayor que en Japón», pero que estaría en su tierra hacia fin de año. Y añadió:
—Me gustaría que usted llegara a Japón hacia mediados de abril. En esos días estaré yo en Tokio36 en una reunión y podré recibirle. Y es la época en que están los cerezos en flor: sacará una impresión más agradable del país y hará un informe más favorable al Presidente General del Opus Dei37, que se dignará entonces enviar un grupo al Japón.
Se lo conté al Padre, que se rió y me dijo:
—Me parece que a ti eso de los cerezos no te importa mucho38 . Pero haz el viaje cuando quiere el obispo.
Después de una parada en San Francisco, donde hice algunos contactos, pensando en la futura labor allí, el avión me llevó —con breves paradas en las islas Hawai y en la isla Wake en Oceanía— al aeropuerto de Tokio. La impresión era como de llegar a un planeta diferente: no se entendía ni una sola palabra por los altavoces del aeropuerto.
Me esperaba Dominic39 que me acompañó a celebrar la Santa Misa en una iglesia cercana al aeropuerto. «Puede ya quitarse los zapatos y ponerse unas zapatillas —me dijo el párroco, un sacerdote americano— para irse acostumbrando a los usos del país».
Fui a visitar al obispo Taguchi en la casa en que estaba en Tokio: me invitó a quedarme allí, me enseñó algunas cosas de la ciudad, entre ellas Sophia University, de los jesuitas, donde me presentó al P. Arrupe, y después hice el viaje con él en tren desde Tokio a Osaka.
Al llegar a Tokio escribí enseguida al Padre. Me dijo después que puso en el sobre: «Primera carta del Japón. Sancta Maria, Stella Maris...».
Hice un diario, que entregué al llegar a Roma, de mi estancia en ese país y de los asuntos que iban a estudiar. Por eso me limito ahora a unos pocos detalles.
El obispo Taguchi «para hacerme la estancia agradable y que luego informara agradablemente al Presidente General» me llenó de toda clase de atenciones: estuve viviendo en su casa e hizo que me acompañaran a visitar los sitios más típicos e importantes —cultural y artísticamente— de los alrededores: Kioto, Nara, etc.
No se veía muy claro el que se pudiera establecer una universidad. En cambio se veía muy interesante la labor de idiomas, como luego resultó. Los japoneses, que tienen una lengua dificilísima, con una escritura aún más complicada, tienen interés en aprender —y pronunciar— bien otros idiomas, especialmente el inglés.
He puesto en un apartado diferente a Nagasaki porque el Padre, cuando estuve en Roma, me dijo que «besara en su nombre la tierra donde había habido tantos mártires».
En el siglo XVI había una comunidad floreciente en el Japón, pero ya a fin de siglo se desencadenaron una serie de persecuciones tremendas, con millares y millares de mártires.
Pensé que sería fácil cumplir el encargo del Padre, pero el obispo de Osaka me dijo que allí [en Osaka] no había habido mártires: que fue en Nagasaki, en el extremo occidental del Japón. Pero que él me daría cartas de presentación para que me atendieran y me alojaran los diferentes obispos de las ciudades que encontrara al paso: Hiroshima40, Fukuoka, Nagasaki. Esto me daría, además, una oportunidad mayor para conocer mejor las circunstancias del país y poder informar mejor al Padre y al Consejo General.
Llegué a Nagasaki el día 1 de mayo, y después de cumplir el encargo del Padre, pensé que era un buen día para hacer la Romería a la Virgen. Había una pequeña imagen de Nuestra Señora, con el Niño en brazos, en la catedral de Nagasaki, que era de madera, y no muy grande, y muy cercana a la casa del obispo donde me alojaba.
Después leí, en mi habitación, que Japón había estado cerrado casi trescientos años al Occidente, sin que ningún extranjero pisara el suelo japonés, hasta que en 1872 el Comodoro Perry de Estados Unidos estableció de nuevo relaciones con Japón. Siguieron otras naciones, entre ellas Francia, que llevó, con el personal diplomático, a dos sacerdotes de la Misión de París. Entre ellos, el padre Petitjean que llevó esa imagen de la Virgen e iba con la ilusión de encontrar algunos restos de aquel catolicismo japonés tan floreciente. Pero, ¿quedaría algo?
Se quedó sorprendido cuando unas mujeres japonesas le hicieron tres preguntas para ver si era o no un sacerdote católico auténtico: «si obedecía al gran señor de Roma; si veneraba a la Gran Señora (la Virgen); y sí, siendo un hombre dedicado a Dios, no se casaba (celibato)».
Al responder afirmativamente, fueron bastantes miles los que encontró que habían mantenido la fe durante cerca de 300 años, sin sacerdotes, con catequistas que les bautizaban y enseñaban los puntos más esenciales de la fe, etc.
Y, por eso, mientras en el resto del Japón la proporción de católicos es solamente de un 3 por mil, me dijeron en Nagasaki que era hasta de un 15%. Visité alguna escuela infantil parroquial, cosa que no hay en ningún otro sitio de Japón.
33 Relato tomado del manuscrito de José Luis Múzquiz, titulado: «Mis recuerdos del Padre». AGP, serie A. 5 Leg. 229, carp. 1, exp. 1.
34Galleria de la Campana: un lugar de la sede central del Opus Dei en Roma.
35 Paul Yoshigoro Taguchi nació en Shitsu en 1902. Fue ordenado sacerdote en 1928 y obispo de Osaka en diciembre de 1941. Fue Padre Conciliar durante el Vaticano II. En 1969 fue nombrado Arzobispo de Osaka y en 1973 fue creado cardenal. Falleció en Osaka en 1978.
36 José Luis Múzquiz escribe Tokyo.
37 En esa época se hablaba de Presidente General y no de Prelado, como sucede en la actualidad, porque el Opus Dei aún no era Prelatura. La Obra recibió su configuración jurídica definitiva, acorde con su naturaleza teológica, en 1982, cuando el Papa Juan Pablo II erigió el Opus Dei en Prelatura personal.
38 Múzquiz comentó acerca de esta frase que el Fundador «pensaba indudablemente en mi formación como ingeniero».
39 Un japonés católico que había conocido el Opus Dei en Illinois.
40 Múzquiz escribe Hieroshima.
FERNANDO ACASO
«Es un pequeño paso para un hombre,
pero es un gran salto para la humanidad»
Neil Armstrong, a su llegada a la luna.
Conocí el Opus Dei por medio del fútbol y de un amigo mío, Nander Aranguren. Un domingo de febrero de los años cuarenta se disputaba en el estadio madrileño de la Moncloa un partido decisivo (ya se sabe que en el fútbol la mayoría de los partidos son decisivos) entre el Atlético de Madrid y un equipo que no recuerdo. Nander me dijo que conocía una casa con ventanas que daban al estadio desde la que podríamos ver el partido, y fuimos para allá. Era una vivienda grande, limpia, llena de jóvenes y puesta con buen gusto, algo que me sorprendió.
—¿Y esta casa de quién es? —le pregunté a Nander.
—Del Opus Dei.
—¿Opus qué?
—Opus Dei. Una organización que ha fundado un suizo... ¡pero deja de preguntar, que quiero ver el partido!
No entendí nada, lógicamente; y menos cuando Nander me invitó poco tiempo después a visitar Lagasquilla, un centro de la Obra que estaba situado en el corazón del barrio de Salamanca. Al llegar, todos dieron por supuesto que, al ser amigo de Nander, él me habría explicado el Opus Dei y yo sabía perfectamente de qué iba aquello; y por eso nadie me dijo nada. Y Nander, como se ve, no era un experto en la materia...
Acudían por allí muchos universitarios que estudiaban con tesón y rezaban, cosa que no me parecía mal —yo iba a un colegio de religiosos y muchos domingos daba catequesis— pero, como nadie me había hablado sobre la necesidad de hacer oración mental, me sorprendía verles rezando largo rato en silencio ante el Sagrario. Y no volví a aparecer por allí.
Gracias a Dios, un año después estuve en Ávila, donde oí predicar a don Jesús Urteaga, un sacerdote del Opus Dei de carácter divertido y vivaz, que hablaba del Señor y de la vida cristiana con la pasión de una persona enamorada. Al terminar, me presenté:
—Me llamo Fernando Acaso —le dije— y me gustaría hablar con usted.
—Vale —me contestó, sonriente—. ¿Por qué no vienes un miércoles por Gurtubay y charlamos?
En Gurtubay —un centro de la Obra situado cerca del Retiro y la Puerta de Alcalá— fui descubriendo, gracias a don Jesús, el mensaje del Opus Dei: la santificación del trabajo y el trato con Dios en la vida cotidiana. Me comentó, entre otras cosas, que la Obra no la había fundado un suizo, sino un aragonés llamado Josemaría Escrivá. Se trataba de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas y de vivificar con su mensaje todas las profesiones.
Luchar por la justicia; sembrar la paz en el mundo; ejercer mi futura profesión de abogado con sentido cristiano, siguiendo de cerca al Señor... aquel ideal era el mío; y el día de san José solicité formar parte del Opus Dei.
Yo soñaba desde pequeño con ejercer mi profesión en Estados Unidos y mi sueño americano se hizo realidad pocos años después, tras acabar la carrera y especializarme en Derecho Internacional; pero de un modo bastante diverso al que había imaginado...
Lo resumiré brevemente: en 1950 fui a estudiar a Roma, donde recibí la llamada de Dios al sacerdocio; y tras completar los estudios pertinentes, recibí la ordenación sacerdotal de manos de Mons. Ricote en la iglesia de la Concepción de Madrid, el 7 de agosto de 1955, junto con treinta y cinco profesionales del Opus Dei de seis nacionalidades.
Entre ellos estaba Javier Echevarría, que se convirtió en 1994 en el segundo sucesor de san Josemaría; Julián Herranz, que sería nombrado cardenal con el paso de los años; un irlandés, Cormac Burke, que fue el primero en incorporarse al Opus Dei en su país; un portugués, Hugo de Azevedo; un italiano, Giorgio de Filippi;... Eran médicos, abogados, químicos, ingenieros y profesores de Universidad que habían dejado el ejercicio de su profesión, al igual que yo, para ser sacerdotes «cien por cien», en palabras del Padre.
El 12 de octubre de 1957 —una jornada de hondas resonancias históricas—, pisé por primera vez tierra americana. Tenía veinticinco años y comencé a ejercer mi trabajo sacerdotal en Boston. Residía en un centro del Opus Dei llamado Trimount House, donde vivían, entre otros, Carl Schmit y Guillermo Porras, que eran profesor y capellán respectivamente de la Universidad de Harvard.
Y en Boston pensaba estar el resto de mi vida, hasta que casi un año después, en el verano de 1958, vino a visitarnos José Ramón Madurga, un sacerdote aragonés diez años mayor que yo, que llevaba varios años residiendo en Chicago.
Habíamos coincidido pocos años antes en Roma, y yo sabía que la vida le había obligado a madurar pronto: era el mayor de cuatro hermanos y era huérfano de padre desde los diez años. Eso había enreciado su carácter, que era una mezcla feliz de reciedumbre, ingenio y simpatía.
Después de estudiar ingeniería industrial en Madrid y Bilbao, había ejercido su profesión durante algún tiempo en Irlanda. Se ordenó sacerdote cuatro años antes que yo, en 1951, y era un hombre con grandes dotes de gobierno y organización, que provenían en parte de su formación profesional y en parte de su familia: uno de sus abuelos, un general del siglo XIX, había sido virrey de Filipinas. El Padre —como llamábamos familiarmente a san Josemaría—, que le conocía bien, alguna vez le decía de broma «Jota-erre», poniendo énfasis en las consonantes, aludiendo a su carácter tenaz, enérgico y decidido.
José Ramón tenía la fuerza y el ímpetu de los pioneros, y por eso no me extrañó que el Padre le hubiese encomendado abrir brecha en diversos países, primero en Irlanda y luego en Norteamérica.
—Voy a visitar algunos colegios de la zona. ¿Me acompañas? —me propuso, nada más llegar a Boston.
—Muy bien —le contesté. Y entre visita y visita me fue contando lo que podríamos llamar «la prehistoria del Opus Dei en Japón». Me dijo que el Padre le había preguntado si podía contar con él para dar los primeros pasos en Oriente y que le había respondido enseguida que sí. Aquellas visitas eran las últimas gestiones que debía hacer en Norteamérica antes de marchar para Japón.