Los condenados - Benito Pérez Galdos - E-Book

Los condenados E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Los condenados es una obra de teatro de Benito Pérez Galdós. Narra la historia de una joven destinada a contraer matrimonio por designio familiar. Sin embargo, la joven tiene como amante a un bandolero, que obliga a su prometido a desistir del casamiento. El triángulo amoroso se desenvolverá hasta un trágico final.-

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Benito Pérez Galdós

Los condenados

Drama en tres actos, precedido de un prólogo

Saga

Los condenadosCopyright © 1870, 2020 Benito Pérez Galdós and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726495331

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

PERSONAJES

ACTORES

SALOMÉ, (24 años), sobrina de GASTÓN.

SEÑORITA COBERA.

MÓNICA, ancianita enjuta y espiritual, conocida familiarmente por SANTAMONA.

SEÑORA RUIZ.

FELICIANA BELLIDO, (34 años), viuda rica.

SEÑORA ALVERÁ.

SANTIAGO PATERNOY, (45 años.)

SEÑOR CEPILLO.

JOSÉ LEÓN, (30 años), vagabundo.

SEÑOR THUILLIER.

BARBUÉS, (50 años), ansotano pudiente.

SEÑOR CIRERA.

JERÓNIMO GASTÓN, (60 años), ricacho de Ansó.

SEÑOR URQUIJO.

GINÉS, (23 años), pícaro, ex sacristán.

SEÑOR BALAGUER.

VICENTA, sobrina de GASTÓN.

SEÑORITA MOLINA (Adela).

PRISCA, sobrina de GASTÓN.

SEÑORITA MOLINA (Amparo)

MOZO 1.°

SEÑOR DEL CERRO.

ÍDEM 2.°

SEÑOR ABOJADOR.

SOR MARCELA.

SEÑORITA LÓPEZ.

LA SUPERIORA DE LA ESCLAVITUD.

SEÑORITA CANCIO.

Acción contemporánea. País de Ansó y Berdún.

—V→

Prólogo

Esta obra, estrenada en el teatro de la Comedia la noche del 11 de Diciembre, no agradó al público. No necesito encarecer mi fusión y tristeza, casi estoy por decir mi vergüenza ante el con u fracaso, pues compuse el drama con la franca ilusión de que sería bien acogido; llegué a figurarme, trabajando en él con ciego entusiasmo, que lograba expresar ideas y sentimientos muy gratos a la sociedad contemporánea en los tiempos que corren; lo terminé a conciencia, lo corregí y limé cuanto pude, y persuadido de no haber hecho un despropósito, ni mucho menos, lo entregué confiado y tranquilo a D. Emilio Mario, que tuvo la bondad de mandar sacarlo de papeles sin pérdida de tiempo, y de repartirlo y ensayarlo con el esmero que es de ritual en aquella casa. El estreno, como brusca sacudida que nos transporta del ensueño a la realidad, me presentó todo al revés de lo que yo había pensado y sentido. El teatro es esto. Las obras de uno y otro género, así las muy pensadas y con cariño escritas, como las compuestas a vuela pluma, no son más que la mitad de una proposición lógica, y carecen de sentido hasta que no se ajustan con la otra mitad, o sea el público. ¿Casa? Resulta el conjunto verdad, el éxito. ¿No casa? Pues de seguro hay error grave en una de las partes, o en las dos.

—IV→

Debo decir que la mayoría de las personas que acudieron al teatro en aquella desgraciada noche, iban con el deseo y quizás con la confianza del éxito. Otras, en cambio, las menos sin duda, llevaron la previsión y la seguridad de la derrota. Más que la alegría de éstas (cosa muy propia de las luchas literarias, y que no debe asustar a nadie), me duele a mí el desengaño de las primeras. La pena que mostraban en el curso de la representación, y al retirarse de la sala, centuplicaba el desconsuelo con que actores y autor veíamos perdido nuestro trabajo, y malo gradas las esperanzas de la empresa.

Pero no tardó en venir a mi espíritu una resignación plácida, que me permitió apreciar los hechos con serenidad. El fin de toda obra dramática es interesar y conmover al auditorio, encadenando su atención, apegándole al asunto y a los caracteres, de suerte que se establezca perfecta fusión entre la vida real, contenida en la mente del público, y la imaginaria que los actores expresan en la escena. Si este fin se realiza, el público se identifica con la obra, se la asimila, acaba por apropiársela, y es al fin el autor mismo recreándose en su obra. El drama Los condenados no produjo en el público, al menos en la ocasión de su estreno, el efecto a que aspira toda obra de teatro. Pero aunque en la representación resultara una tentativa infeliz, creo que no debe recaer sobre él inmediatamente el olvido, por lo cual, siguiendo el ejemplo de ilustres compañeros, y maestros del arte, determino imprimirlo. Seguramente, muchas personas que no asistieron al estreno gustarán de apreciar por sí mismas las causas de la caída.

Por añeja costumbre de examen de conciencia, en la noche del estreno, y en el curso mismo de la representación, cuando —VII→yo veía que, escena tras escena, se iban marchitando las ilusiones que forjó mi deseo de acierto, no cesaba de investigar con rápida crítica la razón de que no interesaran al público pasajes y conceptos que juzgué ¡ciego de mí! de posible, de casi seguro efecto. He aquí el eterno enigma del teatro, la esfinge, en cuyo rugoso entrecejo, si nunca supieron leer los maestros, ¿cómo han de saberlo los aprendices? El público desvanece el misterio con brutal e irrevocable sentencia. Diríase que en unos casos crea la obra con los datos que le da el autor, y que en otros de vuelve fríamente los datos, quedándose con un deforme embrión entre las manos. Es la obra que soñada entrevió, que quiso crear sin poder conseguirlo, ya porque los elementos venidos de la otra parte eran infecundos, ya porque no encontraron medio apropiado para su desarrollo. ¿Esto quién lo sabe?

Pues bien: aunque no he llegado al conocimiento preciso de las causas del desacuerdo entre autor y público, pensando en ellas desde la noche del estreno, quiero apuntar con absoluta sinceridad todas las que se me han ocurrido. ¿Cayó la obra por la marcha calmosa de la exposición, y la desusada longitud de algunas escenas? Podrá ser; pero no puedo olvidar que en otras obras he incurrido, quizás más ostensiblemente, en el mismo defecto, si defecto es, y el público no ha mostrado impaciencia; ha sabido escuchar y esperar. ¿Cayó por el pecado de lógica, que si muchas veces es venial en el teatro, otras merece terrible anatema? Esto ya es más grave. Debo decir que si el público me ha perdonado la falta de concisión, también me ha consentido los agravios a la lógica, inevitables en la estrechez del mecanismo teatral. Ni en las creaciones más acabadas se encuentra una lógica perfecta. La verdad es que las incongruencias en la soldadura o en el engranaje de los hechos que com ponen el argumento, saltan a la vista cuando el interés languidece, —VIII→y se ocultan cuando éste adquiere fuerza bastante para subyugar al espectador. La importancia de los vicios de lógica se subordina, pues, a la intensidad de los efectos, con que un autor hábil sabe producir el goce estético, que al propio tiempo que aplaude, absuelve. Por consiguiente, bien podría ser que influyeran en la condenación de Los condenados, más que los errores de lógica, la impericia del autor para desvanecerlos o ahogarlos bajo el peso de una profundísima emoción. Apunto esta idea como probable, sin estar seguro de haber encontrado la razón que busco.

Quizás la encuentre en que toda la cimentación de la obra es puramente espiritual, y lo espiritual parece que pugna con la índole pasional y efectista de la representación escénica, según los gustos dominantes en nuestros días, pues no admito tal incompatibilidad, de un modo absoluto, entre el desenvolvimiento psicológico de un plan artístico y las eternas leyes del drama. Y ya que hablo de acción psicológica, ¿consistirá mi yerro en haber empleado con imprudente profusión imágenes, fórmulas, y aun denominaciones de carácter religioso? ¿Será que la idea religiosa, con la profunda gravedad que entraña, tiene difícil encaje en el teatro moderno, y que el público, que goza y se divierte en él cuando ve reproducidos los afanes secundarios de la vida, se pone de mal humor cuando le presentan los elementales y primarios? ¿Es esto así, y debe ser así? Pues cuando categóricamente lo afirmen los doctores de la iglesia literaria, no los bachilleres, lo admitiré y tendré por dogma indiscutible.

Y ahora quiero indagar fuera de la escena la causa del des acuerdo. ¿Será que el público, por instinto de ponderación, en el cual palpita un gran principio de justicia, se cansa de ser benévolo con este o el otro autor, y que por haberle enaltecido más de la cuenta, se complace después en arrojarle por el suelo? —IX→Yo oigo una voz que viene de la sala, no ciertamente de las filas contrarias, sino de las amigas y la cual me dice: «Mira, hijo, mucho te he querido y te quiero. Durante veinte años, en otra región literaria, donde la vida es más tranquila y el ambiente menos tempestuoso, aplaudí tu laboriosidad. Después he premiado con mi benevolencia tus tentativas en el arte escénico. Pero, créelo, ya me van causando tus pesadeces, tus aficiones analíticas, tus preferencias por la acción interna o psicológica. Vuelve en ti, hijo mío, y no apures mi divina paciencia. Yo vengo aquí en busca de emociones fáciles, de ideas claras, de accidentes alegres o patéticos, presentados con arte y brevedad, y tus filosofías me aburren. Te lo manifiesto ahora en forma cortés, porque no puedo olvidar que algún derecho tienes a mi circunspección; pero no me busques el genio, que ya sabes que las gasto pesadas. Te perdono esta culpa, con tal que te retires por el foro, prometiéndome traer otra vez cosa más acomodada a mis gustos y aficiones.»

Examinadas las causas probables, y no sabiendo fijamente cuál es la verdadera, se me ocurre que hay que buscar en la conjunción de todas ellas la razón del desgraciado éxito. De éste me declaro único responsable, pues los actores, sin excepción alguna, representaron la obra con inteligencia y esmero, venciendo en lo posible la turbación que debía producirles la inutilidad de sus esfuerzos ante un público en parte distraído, en parte hostil.

El público aprueba o desaprueba, por sentimiento, por instinto crítico, razonando vagamente y por tópicos casi siempre rutinarios, lo que ha visto y oído. Después viene la prensa, cuya misión debe ser examinar con criterio inteligente las obras literarias. He tenido la paciencia, que paciencia y no poca se necesita —X→ para ello, de leer todo lo que sobre Los condenados se escribió; pocos artículos de crítica formal, sin fin de revistillas que respiraban malquerencia, sueltos informativos, conteniendo juicios precipitados, de una severidad enfática y ridículamente sentenciosa. En periódicos que me distinguieron siempre con su amistad, vi la tristeza del fracaso, y una crítica indulgente y cariñosa. Muchos venían tan alegres como si les hubiera tocado el premio gordo de la lotería. Algún crítico, que goza fama de mordaz, se mostraba duro con la obra, con su autor, considerado y respetuoso. Otros, en cambio, salieron tan desmandados, como si se tratara del último esperpento de los teatros por horas, de una de esas efímeras piezas, cuya crítica suele hacer el aburrido público con las extremidades inferiores.

Entre tantas y tan diversas formas de censura, he encontrado un artículo crítico que me ha sido muy grato, aunque no es de los menos severos, pues en él se ve a un escritor que sabe lo que trae entre manos, y que acostumbra mirar con seriedad las obras del entendimiento, producto más o menos feliz de un honrado trabajo. Me refiero al Sr. Villegas, periodista distinguidísimo, de claro juicio y vasta erudición literaria. No sé si me equivocaré; pero ello es que he creído ver en el artículo del Sr. Villegas, como un tímido esfuerzo para sustraerse a la su gestión que sus compañeros de oficio ejercieron mancomunada mente sobre él. Claro que no pudo librarse, porque el esfuerzo, como digo, fue de los más tímidos, y la sugestión debió de ser, por las trazas, de las más enérgicas. Pero nadie me quita de la cabeza que se inició el esfuerzo o tentativa de independencia. ¡Bueno fuera que en tantos años de trajín literario, no hubiera uno adquirido un poquito de perspicacia para deletrear el pensamiento ajeno! Digo esto, porque en el mencionado escrito encuentro ideas, que son mis ideas, sorprendidas en la representación —XI→de Los condenados, y transportadas a las columnas de La Época, donde las he visto con alegría.

Verdad que después de esto, el Sr. Villegas incurre en la flaqueza de narrar con dudosa exactitud, y algunos ribetes de mala fe, el argumento de la obra. Pero esto no es ahora del caso, y voy a lo principal. Yo acepto la interpretación que da el articulista al pensamiento inicial de la obra, y lo agradezco mucho que la haya manifestado resueltamente. Antes y después de esta espontaneidad, dice cosas el Sr. Villegas, con las cuales no estoy de acuerdo, aunque las acojo, como suyas, con toda la consideración del mundo, y me permitirá que les ponga algunos reparos.

Esto del simbolismo es ahora la ventolera traída por la moda, y muchos que de seguro no la entienden al derecho, nos traen mareados con la tal palabreja. Para mí, el único simbolismo admisible en el teatro es el que consiste en representar una idea con formas y actos del orden material. En obras antiguas y modernas hallamos esta expresión parabólica de las ideas. Por mi parte, la empleé, sin pretensiones de novedad, en La de San Quintín. En Los condenados no hay nada de esto, ni fue tal mi intención, porque eso de que las figuras de una obra dramática sean personificaciones de ideas abstractas, no me ha gustado nunca. Reniego de tal sistema, que deshumaniza los caracteres.

Y también me permito indicar al Sr. Villegas que ningún autor ha influido en mí menos que Ibsen, o, mejor dicho, que si en el pecado de obscuridad incurrí, no debe atribuirse a las lecturas del dramaturgo noruego. Influyen en un autor inferior las obras de autor superior que le cautivan, que le embelesan, infiltrándose insensiblemente en su espíritu. Divido las de Ibsen en dos categorías. Las de complexión sana y claramente teatral, como La casa de muñecas, Los aparecidos, El enemigo del pueblo, —XII→ me enamoran, y parécenme de soberana hermosura. Las que comúnmente se llaman simbólicas, como El pato silvestre, Solness, La dama del mar, han sido para mí ininteligibles; y fuera de alguna escena en que maravillosamente se revela el altísimo ingenio de su autor, no he hallado en ellas el deleite que seguramente encontrarán los que sepan desentrañar su intrincado sentido. Mal pueden influir en mis composiciones, cuyo superior mérito reconozco, fiándome del criterio ajeno más que del propio. Lo que de nebuloso y soporífero se haya encontrado en la infeliz obra que motiva estas líneas, hay que achacarlo a errores intrínsecos, y quizás a malogrados esfuerzos por alcanzar un ideal, hacia el que, con alas tan cortas y pulmones tan débiles, no debí tender el vuelo.

Hecha esta aclaración, tengo mucho gusto en reproducir aquí apreciaciones del Sr. Villegas. Palabras suyas son; pero las ideas me pertenecen, y me siento muy honrado con que un crítico, a quien esta vez no tenga por amigo, escriba lo que pensé. «Condenados estamos a la mentira, sometidos a un convencionalismo falso que nos arrastra de error en error, y de caída en caída. Para librarnos de este ambiente malsano que por todas partes nos rodea, es preciso ser sinceros, abrazarnos a la verdad, y tener el valor de arrojar de nosotros nuestras faltas después de reconocidas.

Solamente así se regenera el hombre; solamente cuando, por el esfuerzo de su voluntad y en uso de su libre albedrío, acepta la expiación, es cuando cumple con la ley que rige su esencia divina. Mas esta verdad no se conquista en la tierra: para poseerla es preciso ir más allá; la verdad está tras las fronteras de la otra vida, y sólo pasando por los dinteles de la muerte, puede alcanzársela».

Al final del artículo, añade el Sr. Villegas: «Bien sé que en —XIII→ obras de arte no salva la intención; pero justo es consignar que, en el drama de Galdós, con harta más claridad que la significación simbólica, se ve el propósito de dirigir los ojos del público, o más bien, de la sociedad hacia las grandes cuestiones o conciencia, tan olvidadas en medio de la atmósfera positivista que nos envuelve».

Cierto es que la intención no salva a los autores; pero también le digo al Sr. Villegas (y ahora me toca a mí coger por un momento las disciplinas) que no es propio de un escritor serio y que conoce las dificultades del arte, referir el argumento de una obra con infidelidad manifiesta, hija sin duda de la precipitación y el desenfado con que aquí se hilvanan ahora las críticas literarias, como se podrían narrar los incidentes de una bufonada grotesca. Bien comprende el discreto articulista que no hay obra que resista a esa manera de contar lo que en ella ocurre. Hágase la prueba. Cójase el drama o comedia de mayor perfección y hermosura: refiérase su asunto con ese pérfido humorismo, a estilo de chismografías de café, y el público que lo desconozca y se fíe de tales informaciones, creerá que el autor a quien se quiere juzgar, es un estafador literario. Críticos hay a quienes nada se les pide, porque difícilmente podrían darlo; pero al señor Villegas, que tiene entendimiento, buen gusto y claridad de juicio, hemos de exigirlo rectitud de conciencia, en el sentido literario, pues no poseyendo esta cualidad preciosa, de poco va len las demás para ganar nombre y autoridad de crítico.

Ya que he dicho algo del pensamiento de Los condenados y de su acción psicológica, déjenme apuntar algo también acerca de los caracteres. Creí firmemente, y en esto consistió quizás mi equivocación más grave, que los tipos de Santamona y Paternoy —XIV→ habían de cautivar al público. En ambos puse, con esmero y buena voluntad, el fundamento moral del drama. Pero sea porque los caracteres de excepcional grandeza moral no aploman bien en la escena, tal como hoy la vemos y entendemos; sea porque no supo darles vida y relieve, manejando con destreza de prestidigitador los resortes teatrales, ello es que ni Santamona ni Paternoy penetraron en el corazón del público, no ciertamente por culpa de la actriz y del actor encargados de aquellos papeles. Ni una ni otra figura son abstracciones filosóficas, sino personas (al menos intenté hacerlas tales), y en la vida real existe seguramente el modelo de ambas, aunque no puede decirse que abunda. La razón de que el público las acogiera con frialdad, podrá quizás encontrarse en defectos internos de la composición, según el criterio dominante; en la imprudente manía de desechar por anticuadas ciertas combinaciones que ya arrojan vivísima luz, ya sombra densa sobre las figuras; en la torpeza del autor para contrastar la preparación sagaz con la brusca sorpresa.