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Una vieja frase popular afirma que de la muerte y de los cuernos no se salva nadie. Ignacio Guzmán decide dejar la capital provincial y volver a su ciudad natal. Amanda Soria descubre que su vida perfecta tiene varias imperfecciones. Esconder una infidelidad no es una tarea sencilla. Hay que tener sangre fría, mentir y usar el ingenio en algunas situaciones. A veces con eso tampoco alcanza. Un marido celoso, un par de mujeres despechadas, hijos, vecinos curiosos y hasta la cuarentena del COVID 19 se mezclan en esta historia en una pequeña ciudad donde nunca pasa nada. Al menos a simple vista.
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2023
DIEGO MARTÍN
Martín, DiegoLos damnificados / Diego Martín. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4445-2
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
1 | JULIO 2019 – REENCUENTRO
2 | SEPTIEMBRE 2008 – PRIMERAS IDAS Y VUELTAS
3 | JULIO 2019 – VOLVER A CASA DESPUÉS DEL REENCUENTRO
4 | INVIERNO 2008 – TORTA DE ANANÁ
5 | JULIO 2008 – MARIDO CELOSO
6 | PAOLA, LA ESPOSA
7 | AGOSTO 2008 – CONCRETAR
8 | DICIEMBRE 2009 – VOY A SER PAPÁ
9 | MAYO 2010 – TE PIDO UN REMIS
10 | RAMIRO
11 | SEPTIEMBRE 2013 – CONOCIENDO A LA SUEGRA
12 | LAS CARTAS HABLAN
13 | NOVIEMBRE 2013 – CONMIGONO CUENTEN
14 | EL MATRIMONIO DE AMANDA
15 | AGOSTO 2014 – ESCÁNDALOY CASAMIENTO
16 | MATRIMONIO COMPLICADO
17 | IGNACIO Y SUS TERAPIAS
18 | JUNIO 2017 – TERAPIA DE PAREJA
19 | NOVIEMBRE 2019 – INFELIZ CUMPLEAÑOS
20 | DICIEMBRE 2019 – SUSTOY LLAMADA
21 | DICIEMBRE 2019 – VIERNES 1 A. M.
22 | DICEMBRE 2019 – ENERO 2020 –VACACIONES
23 | FEBRERO 2020 – LA COBARDÍAES ASUNTO DE LOS HOMBRES
24 | MARZO 2020 – OK. HAGÁMOSLO
25 | MARZO 2020 – ¿QUERÉS QUEME VAYA? ME VOY
26 | MARZO 2020 – CUARENTENAY MUDANZA
27 | ABRIL – MAYO 2020 – ME FUI.TE ESPERO
28 | MAYO 2020 – QUÉ DIVERTIDATU DESGRACIA
“Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”
Woody Allen
“Vamos a hacerlo y que Dios sea lo que quiera”
Filósofo contemporáneo
Amanda caminó hacia la salida y se paró frente a la puerta. Intentó adivinar qué sucedía afuera, pero el vidrio granulado del postigo no se lo permitió. Escuchó a dos hombres que se saludaban. Tenía miedo de lo que pudiera encontrarse cuando saliera a la calle. Estaba ansiosa, sentía que unas náuseas quemaban su garganta. En sus pensamientos, se declaraba culpable aunque intentara dejar todo atrás. Tomó el picaporte con decisión, pero no completó el movimiento para abrir la puerta, dio media vuelta y con tono docente dijo:
—Entonces hacemos como siempre, salgo yo primero, vos esperás un rato y recién ahí te vas.
—Sí, sí. Quedate tranquila –respondió Ignacio.
—Cuando vine había un camión bajando cosas en el súper, ojalá haya terminado.
—Seguro que sí –dijo Ignacio–. ¿Dónde dejaste el auto?
—Acá enfrente. ¿Por?
—Para saber. Casi no tenés que caminar nada. Salís, te subís y listo.
—Sí, pero no quiero irme –protestó Amanda haciendo pucherito con los labios.
Ignacio soltó una risa y le dijo:
—Yo tampoco quiero que te vayas, pero tengo que volver al trabajo y a vos te están esperando en tu casa.
—Bueno, pero dame un besito más –dijo ella.
Él no opuso resistencia al pedido de ella. Nunca, o casi nunca, lo hacía. Si volvieron a verse fue porque ella accedió. Ignacio siempre que hablaban se mostraba dispuesto, y buscaba o proponía algún encuentro. Pero Amanda, de un tiempo a esta parte, rechazaba esas propuestas de manera incansable. Ella estaba mucho más cómoda con el jueguito de las llamadas y de las insinuaciones. Y si había algo que Amanda valoraba era justamente la comodidad.
Por eso, lo que pasó ese jueves de julio fue distinto a lo que venía ocurriendo. El sol, aún con poca fuerza, se las ingenió para calentar la tierra. Un día soleado de invierno era lo mejor que podía ofrecer la estación.
Esa tarde, Ignacio se dispuso para ir al corralón de materiales donde trabajaba. La empresa la había fundado su padre hacía ya varios años y, a pesar de que era un negocio grande e importante, a Ignacio no le gustaba trabajar allí. Quiso despedirse de su esposa pero Paola dormía la siesta junto a Astor, su pequeño hijo. Prefirió no molestarla y evitar de ese modo uno de sus cotidianos reproches.
Ignacio caminaba con algunas molestias, hacía solo unos días le habían realizado una vasectomía. No quería tener más hijos, con Ramiro y Astor ya estaba bien. Con cuidado, se subió al Fiat Uno blanco, estacionado al sol, para rumbear hacia el negocio. “Cómo me duelen los huevos”, pensó mientras puso el motor en marcha e intentó en vano encontrar buena música. Maldijo el panorama radiofónico de su ciudad y emprendió su camino habitual.
Cuando iba por Avenida Del Bo, vio venir el auto de Amanda, un Renault Fluence negro, impecable, con patente de las nuevas. Ella gozaba de un buen pasar económico. Su marido era un importante ejecutivo en una de las empresas más grandes de la ciudad.
Al reconocer el auto, Ignacio bajó la velocidad para ver si era ella quien manejaba, y para tener mayor tiempo de contacto visual. Le encantaba cruzarla por las calles de la ciudad, verla aunque fuera de lejos. Los síntomas eran casi siempre los mismos: sentía como si le pisaran el estómago con fuerza, la garganta se le secaba y el corazón galopaba como una tropilla de potros salvajes. Era una sensación extraña. Aunque irónicamente, ese sobresalto en su organismo significaba un estado de bienestar. Conocía muy bien lo que le pasaba, hacía ya once años que lo sabía.
Sintió un enorme deseo de llamarla, al igual que cada día desde que la conoció, pero una vez más se contuvo. “No llames hermano”, pensó, “estás regalado. Que alguna vez llame ella. No seas tan boludo”.
Se miraron como cada vez que se cruzaban por ahí. Pero no pasó de eso. Una mínima comunicación visual entre dos que se aman, que podía ser interpretada según el estado de ánimo de cada uno en ese momento: “Llamame”, “no se te ocurra llamarme”, “te extraño” o “por fin logré olvidarte” eran algunos ejemplos de lo que habían creído interpretar a lo largo de estos años. Ignacio encontraba en Amanda la mirada más hermosa del mundo: melancólica, nostálgica e incluso, por momentos, atrevida. Ella le hablaba como nadie con su mirada.
“Los ojos de una persona hablan, no me cabe ninguna duda. Te cuento una situación por la que pasé las últimas semanas: te odiaba terriblemente y no podía evitar pensar en lo bien que la estabas pasando con ella y que cada día que estabas tan lejos de mí, te enamorarías cada vez más de ella. Pero, cuando vi cómo me miraste el domingo, me di cuenta de que todavía seguís enamorado de mí, porque a pesar de que cuando te leo o te escucho puedo conocer tu estado de ánimo, ver tu mirada es mi mejor recurso para saber qué te está pasando”. Estas palabras le escribió Amanda, cuando Ignacio volvió de unas vacaciones.
Cuando ella estaba alegre era capaz de incendiarlo con solo mirarlo.
—¡Me encanta cómo me mira! –le dijo alguna vez Ignacio a Daniel, su mejor amigo–. Y no me vengan con eso de los ojos claros y qué sé yo, los de ella son marrones como los míos, los tuyos y más de la mitad de la población mundial, pero son preciosos. Únicos.
Ignacio llegó al trabajo, saludó, hizo alguna broma con Héctor, el empleado más antiguo del corralón, que lo conocía prácticamente desde que había nacido, acomodó algunos papeles, revisó los mails, pero en su cabeza solo estaba Amanda. Desde el momento en que se cruzaron no tuvo otro pensamiento. Fue tal el deseo latente en esa mirada que a los diez minutos de haber llegado al local sonó su celular. El tango del ringtone inundó por un instante la todavía tranquila jornada laboral. Vio que era número privado y sintió cómo su garganta absorbía todo rastro de humedad. Salió de entre las estanterías, casi huyendo hacia la vereda, para luego meterse en el auto y así poder hablar tranquilo.
—Hola –atendió con un hilo de voz.
—¡Hola! –le dijo del otro lado Amanda, con ese tono que Ignacio encontraba tan sensual, tan movilizador.
—¡Oh, tanto tiempo! –dijo él, tratando inútilmente de hacerla sentir culpable.
—No empieces, por favor –pidió Amanda–. Tenía ganas de escucharte.
—¡Mirá vos! –exclamó–. Yo siempre tengo ganas de escucharte y, sin embargo, me las tengo que bancar –reclamó Ignacio.
—¡Ya sé! Vos sabés mi postura.
—Sí, sí. Llevás once años recordándomela.
—¿Entonces? ¿Qué me reclamás? –contraatacó ella.
—Nada. Ya no te reclamo nada. ¿Dónde estás?
—Viendo tu auto.
—¿Dónde? –se desesperó Ignacio.
—Acá, en el kiosco, a media cuadra de tu negocio.
—Es el negocio de mi viejo, te lo dije cinco mil veces. Vamos a vernos –invitó él.
—¿Pero vos no tenés que trabajar?
—Sí, pero me puedo escapar un rato.
—Qué bonito. ¡Lo que es ser jefe!
—No soy jefe, ya te dije. Me molesta que me digas eso.
—Bueno, bueno. Sabés que me encanta hacerte enojar.
—Dejá de joder y vamos a vernos un rato.
—Tengo que hacer cosas.
—¿Qué tenés que hacer?
—Tengo que ir a buscar unos sándwiches para mi cumple.
—Andá más tarde. Hace mucho que no estamos juntos.
—Eso es verdad.
—Sí, ya son como cinco años.
—¿Tanto? Cómo pasa el tiempo.
—¿Viste? Dale, veámonos.
—Mmm, bueno, está bien –accedió Amanda.
—¿En serio? ¿Dónde? ¿Vamos a lo de Daniel?
—Bueno, dale.
—Dame diez minutos que busco las llaves. Yo te aviso.
—Ok. Espero tu llamado entonces –dijo ella.
A Ignacio lo inundó una mezcla de alegría y desesperación. Tenía que conseguir la llave de la casa de Daniel antes de que Amanda se arrepintiera. Lo llamó pero Daniel no atendió.
—¡Dale, gordo, atendeme, la concha de tu hermana! –insultó Ignacio.
Volvió a probar y esta vez su amigo lo atendió.
—Hermano, ¿cómo andás? –saludó Daniel.
—¿Dónde estás? –interrogó Ignacio al borde del colapso.
—En la casa del Polaco, trabajando.
—Llamó Amanda, quiere verme. Prestame las llaves, por favor.
—Vení a buscarlas.
Daniel era unos diez años mayor que Ignacio. No fueron compañeros del colegio ni vivían en el mismo barrio. Habían compartido un equipo de fútbol hacía unos años y se habían hecho grandes amigos. Tanto que cuando Daniel se separó fue a vivir a la casa que por entonces alquilaba Ignacio.
Daniel, o el gordo, era quien sabía todo de la vida de Ignacio, una especie de confesor. Sabía lo que Amanda significaba para su amigo, y haría lo que pudiera para que ellos estuvieran juntos. De hecho, ella también confiaba en Daniel; sabía que él sabía y no la incomodaba la situación.
Ignacio abandonó de forma abrupta su puesto de trabajo, a las corridas alcanzó a decir “Ahora vuelvo”, pero solo por compromiso. Aceleró hasta la casa donde Daniel estaba pintando. Tenía que ir a la otra punta de la ciudad pero no le importó. Las ganas de reencontrarse con Amanda eran más fuertes.
Llegó a la obra, agarró las llaves y partió. En el camino le avisó a Amanda que la estaría esperando en casa de Daniel. Dejó el auto a una cuadra de la casa, como para evitar sospechas.
Caminó al punto de encuentro. Superó veloz la entrada de verjas blancas despintadas y casi tiró abajo la puerta de la casa. Una vez dentro del hogar de su amigo se dio cuenta de que a pesar de los años que hacía que no se encontraban seguía sintiendo esa transformación que lo envolvía cada vez que se veía con Amanda. La adrenalina lo invadía, rebosaba de su cuerpo. Rogaba nervioso que todo saliera bien, que ella acudiera al encuentro, que no se cruzara con ningún conocido. Impaciente miraba el reloj y el celular. Caminaba una y otra vez desde la cocina hasta la puerta de la casa. Creyó tener mal aliento y agarró una Menthoplus negra que el gordo tenía en el aparador. Intentaba en vano mirar hacia la calle, hasta que por fin escuchó el chirrido de la puerta, dio media vuelta y la vio cruzar el umbral. Todo comenzaba a estar bien. Ella cerró la puerta con llave. Entonces sí, pudieron darse uno de esos abrazos que tanto extrañaban. Al hacerlo, ambos sentían que eran como piezas que encajaban hasta formar una sólida estructura. Como esas construcciones que se hacen con los ladrillitos que usan los niños para jugar, encastraban a la perfección.
Ignacio, más sanguíneo, intentó besarla. Amanda puso algo de resistencia, esquivaba sus labios.
—Pará, pará. Hablemos –dijo ella.
—¿De qué querés hablar?
—No sé. Contame cómo estás –intentó suavizar Amanda.
—Bien, estoy bien –respondió él, sin dejar de tocarla.
—Hace mucho que no nos vemos –insistió ella.
—Sí, sí, ya sé. Aprovechemos entonces.
Ignacio era un león hambriento frente a un inofensivo antílope en plena sabana africana. Quería carne, necesitaba saciar ese voraz apetito que sufría desde hacía un tiempo. Estaba a solo un zarpazo de su plato favorito. Amanda deseaba ser devorada por el feroz depredador, pero no estaba dispuesta a hacérsela tan fácil. Intentó escabullirse de las garras afiladas de su perseguidor mientras jugaba con su desesperación.
La tensión sexual iba en ascenso. Estar tan excitado no ayudaba a su dolor en los testículos y sin embargo no le importaba. La atracción por Amanda era mayor. Ella, de a poco, permitió que su deseo fluyera y se dejó llevar por la pasión. Ignacio la giró con brusquedad y la apoyó contra una pared. Ese movimiento hizo que Amanda sintiera una llamarada que le invadió el cuerpo, podía sentir la respiración agitada de su amante y eso la estimulaba. Con decisión, él le bajó las calzas negras y le besó las nalgas. Ella solo gemía. El inocente antílope había sido emboscado por el hambriento felino, supo lo que seguía y lo aceptó. Quería sentir el ardor del león entrando en su cuerpo, quería sentir cómo su carne se abría ante la desesperación del feroz animal.
Ignacio le bajó la bombacha y la penetró con firmeza. Con un movimiento casi imperceptible, él se había soltado el pantalón. Sintió con enorme placer el calor y la humedad de Amanda. Estaba hambriento, comía con desesperación, mirando su cena, intentaba guardar en su memoria ese cuerpo que tanto le gustaba, que tanto deseaba. No tardó mucho en saciar su hambre y al momento de acabar se dejó caer encima de Amanda, apretándola aún más contra el machimbre pintado de blanco. Ella se sintió bien, despertar esa lujuria en su amante la excitaba mucho.
No hubo tiempo para poses o cambios de posiciones. El coito en sí, no fue gran cosa. El dolor que sentía fue un limitante pero no le impidió a Ignacio la eyaculación. Amanda fue hasta el baño y volvió unos minutos más tarde con el pelo aún revuelto y dándose golpecitos con las palmas de las manos sobre su rostro para tratar de bajar la temperatura. Ahora sí, estaban más relajados para hablar.
Bromearon un poco sobre el debut postquirúrgico de Ignacio y él preguntó por los preparativos de su cumpleaños, pero Amanda esquivaba responder. Evitaba hablar de su vida, principalmente de su matrimonio, como una forma de convencerse de que estaba todo bien. Hablaron durante unos minutos hasta que Amanda decidió que ya era tiempo de irse y caminó hacia la puerta con el vidrio granulado.
Antes de que ella saliera volvieron a abrazarse.
—Quiero volver a verte, pronto –susurró Ignacio.
—No sé. Vamos a ver –dijo Amanda como toda respuesta. Sabía bien que esa respuesta enloquecía a Ignacio, que la incertidumbre hacía que él la deseara más. Adoraba jugar con el misterio. Ella tenía el poder, sabía que Ignacio la amaba y eso un poco la asustaba.
Después del primer encuentro, allá por 2008 cuando cogieron en el motel de la ruta 7, Amanda no pudo evitar sentir culpa. A ella, que jamás había estado con otro hombre que no fuera su marido, le aterró la posibilidad de que su vida perfecta se cayera a pedazos. Temió que Ferrer se enterara y que sus hijas sufrieran por un desliz de la madre.
Pensó en contarle a alguien, pero no se sintió segura.
Tuvo intenciones de hacerlo ese sábado por la tarde cuando su mejor amiga fue a tomar unos mates después de mucho tiempo, pero no logró soltar el secreto que empezaba a quemarle en el estómago. Prefirió hablar del Bailando por un sueño y de lo bien que había bailado la Fidalgo.
Sin tener el valor para hablarlo con nadie, Amanda optó por discutir con su almohada y decidió que lo mejor para todos era cortar la relación. No podía permitirse tener problemas o que ello afectase su matrimonio. Decidida a terminar con el vínculo, lo llamó a Ignacio:
—Vos sabés que tengo una familia. No puedo volver a hacer algo como lo que hicimos. Está mal. Te agradezco el esfuerzo por hacerme sentir bien, pero no puedo. Estoy casada y no quiero tener problemas. ¡Además tengo dos hijas! Por favor, no me escribas más. Esto está mal.
—Bueno, está bien –balbuceó Ignacio.
No le dio más tiempo para responder porque cortó enseguida la comunicación. Tuvo esa breve sensación que tenía cuando estaba orgullosa de sí misma. Amanda se ensanchó, respiró profundo y enderezó su columna como si fuera a erguirse. Sintió que había hecho lo que correspondía.
En cambio, Ignacio se quedó por un instante mirando la pantalla de su celular, sin entender mucho lo que había sucedido. Tardó un poco en reincorporarse y reconstruyó en su memoria todo lo que había pasado aquella noche en el motel.
“¿Y a esta que le pasó? Seguro que no le gustó. ¡No se la chupé! ¡Qué boludo! Encima acabé al toque. Estaba re nervioso. Qué pajero”, pensó.
Después de castigarse por un rato concluyó que era una lástima, porque Amanda le gustaba mucho. Sintió que el tiempo que había invertido en ella merecía algo más que un polvo.Podía salir con otras, pero ella era quien más lo excitaba. Muy a su pesar debía dar vuelta la página.
Por su parte, Amanda descubrió que luego de quitar a Ignacio de su vida su matrimonio no se convirtió automáticamente en algo maravilloso. Intentó ponerle pilas a la relación con su esposo pero todo continuaba igual: monótono y aburrido. Ferrer seguía sin encontrar un rato para escuchar lo que le pasaba, nunca un gesto de cariño. Todo se reducía a que a las niñas no les faltara nada y cumplir con algún compromiso familiar. A ella continuaba sin prestarle atención.
Amanda tenía claro que sus hijas aún eran chicas y le demandaban mucho, no tenía demasiado tiempo para mimos y mucho menos con un extraño. Debía cocinar, lavar la ropa, llevarlas a la escuela, en fin todo lo que una madre responsable, como ella creía ser, debía hacer por sus hijas.
Con todo este panorama solo tardó una semana en volver a escribirle a Ignacio. Él estaba entregando un pedido a un cliente cuando recibió un mensaje:
—¡Hola! ¡Volví! ¿Cómo estás? Anoche soñé con vos, fue perfecto.
Después de ese mensaje Ignacio volvió a la carga y tuvo éxito. Al día siguiente, por la tarde, pasó a buscarla en su auto y volvieron al mismo motel. Él salió del corralón diciendo que iba a ver la obra de un cliente, y ella con la excusa de caminar un poco. Se encontraron cerca del parque, al igual que la primera vez que se vieron. Ella abrió la puerta y se lanzó al asiento trasero. Recién cuando llegaron al motel, y él corrió la cortina de lona que ocultaba la identidad del vehículo, ella se animó a bajar del auto. Entraron rápido a la habitación. El ambiente estaba húmedo y espeso. Había un equipo de sonido con aspiraciones de música funcional donde sonaba Arjona. Pareciera que la música melódica latina era la que el dueño del telo consideraba adecuada para coger. Se besaron con desesperación, con el entusiasmo de volverse a ver. Estaban muy calientes. Ignacio le agarró una mano y la llevó hacia su bragueta, quería que Amanda sintiera su erección. Ella no se resistió, con su mano derecha empezó a frotarlo por encima del pantalón. Él le quitó la remera deportiva y sin sacarle el corpiño comenzó a chupar sus pechos. Ambos respiraban agitados. De pronto, ella lo empujó sobre la cama y comenzó a quitarle el jean hasta dejar al descubierto el miembro de Ignacio, lo rodeó con su mano derecha y con decisión lo llevó a su boca. Ignacio, retorciéndose de placer, sentía cómo esa parte de su cuerpo se perdía dentro de la boca caliente y húmeda de Amanda. Se sacó la remera y el cubrecama verde brilloso se le adhirió a su espalda sudada. Ignacio le pidió que se detuviera un momento, sacó ese molesto pedazo de tela y se acomodó para seguir disfrutando.
—Ahora me toca a mí –susurró Ignacio y se sentó sobre la cama.
Haciendo uso de su ventaja física la tomó por debajo de las axilas y de un solo movimiento la arrojó a las sábanas floreadas, Amanda rebotó un par de veces y quedó como un cachorro indefenso. Él tomó las botamangas del pantalón azul marino y se lo quitó. Separó sus piernas y puso su torso en medio, corrió levemente la bombacha negra de algodón y comenzó a besar los alrededores de la vagina de Amanda. Ella cubrió su cara con una almohada y mordió la funda, miró hacia abajo y solo vio la cabeza rapada de Ignacio. Sintió la lengua de él subir y bajar con intensidad y cuando su clítoris estaba a punto de estallar lo despegó de su cuerpo, y casi con desesperación le pidió:
—¡Dámela!
Ignacio, obediente, se puso un preservativo y la penetró. Amanda lo sintió embestir contra su cuerpo hasta convertirse en un solo ser sobre el viejo colchón de aquel motel. De repente, ella quiso tomar el control y comenzó a cabalgar sobre él, quien solo emitía gemidos de placer, y así siguió hasta que acabó, luego se dejó caer sobre el cuerpo de Ignacio. Él se la quitó de encima y la penetró desde atrás. Comenzó a bombear hasta sentir ese hormigueo previo y soltó toda su pasión sobre las nalgas de Amanda.
Se quedaron un rato recostados, luego quitaron de su cuerpo cualquier rastro del otro y creyeron que ya era tiempo de volver a la vida cotidiana.
El encuentro sexual había sido mucho mejor que la primera vez, ambos quedaron exhaustos, felices.