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Puede que Elliot Lancaster se haya convertido en una enorme espina clavada en mi costado, pero todavía lo considero un amigo. Mi co-presentador.
Mi responsabilidad cuando tres niñas demonio decidieron robar su alma.
Ahora, gracias a una fanática suicida con un interés personal, tengo que encontrar una manera de salvar a Elliot. Salvarme a mí misma. Verás, Elliot se había convertido en un extraño para mí. Mi amigo parecía volverse más oscuro con cada día que pasaba. Cambió, y no para mejor. Especialmente después de que se reemplazó a sí mismo en Mensajes de la Tumba con un auténtico Vidente.
Leyton Northfield.
Ahora, estoy atrapada en una investigación en el medio de Montana, con sólo Joey Lawson y mi nuevo co-presentador para ayudarme a sobrevivir a un monstruo nativo americano: el Cambia pieles.
Para empeorar las cosas, Elliot prohibió a mi Guardián el acceso al lugar; me arrojó a los lobos de mi reino.
Nunca volveré a ser la misma.
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Veröffentlichungsjahr: 2022
Derechos de autor (C) 2021 Cynthia D. Witherspoon
Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2022 por Next Chapter
Publicado en 2022 por Next Chapter
Arte de la portada por CoverMint
Editado por Ana Medina
Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.
Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.
Avant-propos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Querido lector
Biografía de la Autora
Publicado anteriormente como El fanático y El vidente: La serie del Oráculo, volúmenes 2 y 3
Todos buscamos a alguien que nos salve. Los cuentos de hadas nos prometían caballeros blancos montados sobre brillantes caballos que matarían a los monstruos y nos llevarían a un mundo feliz. Pero nunca nadie me dijo qué pasaría si el caballero blanco no aparecía. No había cuentos de hadas que hablaran de lo que le ocurría a la princesa una vez que sus demonios se apoderaban de ella.
Pero yo lo sé. Mis demonios atacaron hace meses. Me robaron mi vida. Mi pasión. Habían luchado junto a mi enemigo, así que aprendí rápido a confiar en el único héroe que había estado aquí todo el tiempo. La única persona en la que siempre había tenido miedo de creer.
En mí misma.
Iba a crear mi propio "felices para siempre". Malditos sean los caballeros y los demonios.
Encendí la última vela antes de dar un paso atrás para inspeccionar mi lecho de muerte. Lo había colocado todo en el centro de mi salón. Tres velas rojas parpadeaban en el cabecero. Dos negras brillaban a los pies. Las sábanas habían sido empapadas con todo el queroseno que podía comprar legalmente aquí en Los Ángeles. Tal vez eran los humos que me afectaban. O tal vez los susurros sobre mí habían sido correctos. Había sobrepasado el proverbial límite, pero sonreí.
Dentro de una hora, todos mis problemas desaparecerían. Si mi trabajo aquí tenía éxito, la única persona responsable de que mi vida se desmoronara sería condenada junto conmigo.
Quería morir. No tenía miedo. Sabía demasiado sobre el más allá como para tener miedo. Cuando era pequeña, mi madre intentó sustituir mi obsesión por la grandeza del cielo. Si sólo entregara mi alma a Jesús, entonces estaría bien. En lugar de eso, rehuí su religión. Me pasé la vida intentando descubrir todo lo que podía sobre lo que había al otro lado del Velo. La muerte se convirtió en mi negocio. Los espíritus eran mi pasión. Había estado obsesionada con la tumba desde que tenía uso de razón.
Además, el Cielo no estaba hecho para gente como yo. Yo iría al infierno.
Y me iba a asegurar de que mi enemigo me acompañara allí.
No, no estaba bien. Nunca volvería a estarlo. Mi trabajo, mi propósito aquí en la Tierra, me había sido robado. El mundo ya no aprendería sobre la vida después de la muerte de una manera sensata. Ya no se utilizaría la ciencia y la razón como arma contra nuestra ignorancia hacia la muerte. No había nada más que pudiera hacer. Había luchado por mantener mi trabajo en la luz pública. Les rogué para que no me quitaran el público. Dijeron que mi tiempo se había agotado. Mi trabajo había flaqueado. Y el mundo al que intentaba enseñar me había rechazado.
Sí, esta noche era mi noche. Me había estado preparando para este momento desde que me despidieron tres meses atrás. Comprenderás, yo había sido uno de los afortunados. Una vez fui presentadora del programa de mayor audiencia de la televisión. Viajé por el mundo, estudiando lo paranormal con una pasión inigualable. Tenía dinero. Fama. Seguidores.
Hasta que los índices de audiencia empezaron a caer. Miré las fotografías esparcidas entre los avisos de deudas vencidas y la carta de desalojo recibida esta misma tarde en el piso alrededor de mi cama. Una vez más, murmuré maldiciones al rostro que me miraba fijamente. Me habían sustituido por una estúpida que decía tener habilidades que nadie podía poseer. Mensajes de la tumba de Eva McRayne llegó al aire y me apartó del trabajo que había sido mi vocación. Ahora mi programa no era más que una caja con cintas de DVD. Todo mi duro trabajo había caído en el olvido gracias a una rubia idiota que se pavoneaba, invocaba a Apolo y luego pretendía transmitir las últimas palabras de los muertos.
La odiaba. Lo odiaba todo de ella.
Era cierto que Mensajes de la Tumba no había sido su creación. En las entrevistas que había visto, se reía de la idea de salir en televisión. McRayne le daba el crédito a su copresentador, Elliot Lancaster, pero él no era nada. No valía nada.
Nada más que un sustituto. Una presencia masculina para proteger a la chica de los fantasmas que buscaban.
Había estudiado los tabloides que mostraban las fotos de ellos juntos. Había titulares que anunciaban que los dos estaban enamorados a pesar de la pelea que pareció separarlos a un mes de grabar su programa. Era poco profesional y enfermizo. Los conocimientos que había adquirido en esos artículos no servían para nada. Eran artículos de pacotilla. Palabras vacías destinadas a conectar al hombre común con las celebridades que adoraba.
Eva McRayne nunca debió ser una estrella. Debió quedarse en Georgia, donde pertenecía. Escondida en el ático de alguien como el fenómeno de circo que era. En cambio, estaba en el centro de atención, bailando para apaciguar a su público adorador.
No, mi público adorador. El que ella me robó.
Verás, McRayne y Lancaster se habían conocido en la Universidad de Georgia unos cinco años antes. Cuando Lancaster se graduó, su padre le dio un programa de televisión y, por supuesto, la rubia lo siguió. Los hechos se volvieron confusos a partir de ahí. La biografía de McRayne en Internet decía que se había visto obligada a desempeñar su papel de Sibila durante una conferencia. Era una buena historia, pero una ya yo había ocupado el papel principal en esos eventos. Sus mentiras no me engañaron.
Nadie en su sano juicio, con algo de poder, se lo entregaría todo a un extraño. No cuando se podía ganar dinero. ¿Por qué entregar a su medio de vida a un extraño que no lo apreciaba? No, su historia no tenía ningún sentido. Ella era la mentira. Ella era el fraude.
Pero yo no lo era. Y me aseguraría de que lo supiera.
Observé cómo cambiaban las sombras proyectadas en el suelo por las farolas de la calle y supe que había llegado la hora. Supongo que debería haber sido más sentimental. Alguien con más sentido común que yo habría echado un último vistazo al mundo que dejaba atrás. Intenté pensar en mi madre. Quise derramar una o dos lágrimas por lo que podría haber sido si Eva McRayne nunca hubiera aparecido. Era demasiado tarde para esos pensamientos.
Estaba preparada. Más que preparada. Tomé una de las fotografías y la apreté contra mi pecho mientras me tumbaba.
El humo del queroseno era abrumador. Tosí y me deleité con el mareo que sentía.
—Erinias de antaño, benditas juezas del destino—, grité a mi departamento vacío entre jadeos. —Amas de la justicia de Atenea, vengan a mí. Tomen mi espíritu como propio. Tomen mi alma como pago por la hazaña que harán por mí.
Sentí que el aire se enfriaba a pesar de las llamas de las que me había rodeado. Me limpié las lágrimas de los ojos mientras continuaba.
—Busco justicia. Anhelo venganza contra quien me robó la vida.
Las llamas sobre mí se encendieron. Me pregunté si sería capaz de terminar el hechizo antes de que me consumieran las llamas que había provocado. Entonces, cerré los ojos al humo y me concentré en la oscuridad dentro de mi corazón. Levanté la foto mientras me apresuraba a continuar.
—Eva McRayne, la Sibila de Apolo caerá. Ella, y sólo ella, es la responsable de robarse mi público. Antes de que ella llegara, yo era apreciada. Ahora, me encuentro olvidada al igual que tú. Desconocida para ella y para un mundo que ansía conocer el más allá. Ya no más. Después de esta noche, Eva McRayne sabrá quién soy yo. Sufrirá por los crímenes que cometió en mi contra. Gran Erinias ayúdame. Dame la venganza que busco.
La cama empezó a temblar cuando toqué una esquina de la fotografía con la punta de la llama de la vela. Se encendió con un destello. Grité mientras las llamas viajaban hacia abajo hasta las sábanas que había preparado. Sólo me quedaba un momento, un único aliento para maldecir a la zorra que había provocado mi caída.
—Eva McRayne sufrirá.
Me encontré abrazada por una oscuridad en la que podía deleitarme. Parpadeé, confundida, al ver mi nuevo entorno. No había ninguna puerta dorada. No había un ángel vengador que se acercara a mí con un libro de nombres bendecidos para ver si estaba entre los dignos de entrar en el Cielo. No, no había nada de eso. Me encontraba en una gran sala iluminada por fuego verde. Las sombras revoloteaban a mi alrededor como mariposas. Cada una borrosa mientras se apresuraban a destinos que nunca entendería.
—Allison Thomason.
Me giré para ver a un hombre delgado vestido de negro que me estudiaba. Tras un momento de silencio, chasqueó la lengua y consultó algo en la pequeña tableta que llevaba.
—Lo siento, no lo entiendo.—Volví a prestar atención a mi entorno. —¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí?
—Ven conmigo.
El hombre no me dio ninguna respuesta mientras le seguía. No podía concentrarme, pero intenté recordar. Había un fuego. Lo recordaba muy bien. ¿Había muerto? Seguramente no. Me petrificaba el fuego. Habría corrido en cuanto hubiera olido el humo.
¿No es así? Parecía lo más lógico. Pero la lógica nunca había sido mi fuerte. Aun así, no recibiría respuestas a menos que siguiera al desconocido. Caminamos durante lo que pareció una eternidad a través de pasillos desolados hasta que se detuvo ante un par de puertas impresionantes.
—Aquí es donde me despido. Se requiere tu presencia dentro.
—Espera.—Tragué saliva y encontré el hábito inútil en mi estado actual. —¿Puedes decirme qué hay al otro lado de esas puertas?
El hombre sonrió por primera vez, golpeando su portapapeles contra su costado. —Pues tu venganza, muchacha. ¿No es por eso que estás aquí?
Mi venganza. Cuando pronunció la palabra, mi odio volvió a aparecer y, con él, mis recuerdos. Me adelanté para empujar las puertas dobles y abrirlas con una determinación renovada. Este es el momento por el que había muerto.
Que los dioses sean alabados.
La gran sala interior era más luminosa que los pasillos que conducían a ella. Había un fuego verde alineado en las paredes sobre antorchas de mármol. Los suelos relucían con un brillo por el que cualquier ama de casa habría matado. Me habría asombrado la oscura belleza de este lugar, pero alcancé a ver la gran mesa en el centro. Tres niñas pequeñas jugaban con muñecas y charlaban entre ellas. Así que hice lo único que se me ocurrió hacer.
Me acerqué a ellas. Empecé a hablar cuando la niña del centro levantó una sola mano de la muñeca rubia que sostenía y mis palabras se desvanecieron en mi garganta.
—Tú eres la humana que nos ha llamado.
La que me hizo callar giró su cara para que pudiera verla. Grité a pesar de mí misma. Sus ojos estaban rojos, con vetas de sangre. Logré asentir con la cabeza mientras ella continuaba.
—Allison Thomason, entonces.—Golpeó con sus finos dedos la mesa que tenía delante. —Hermanas, ayúdenme a recordar. Esta es la que nos ofreció su alma como pago, ¿correcto?
—Sí. —La chica de la derecha asintió con una sonrisa que me pareció casi tan inquietante como los huecos vacíos donde deberían estar sus ojos. —Esta busca venganza contra la Sibila. ¿Con qué propósito, humana?
—Ella robó mi vida. —Recuperé mi voz, sorprendida por lo firme que sonaba. —Una vez fui el centro de atención. Mi trabajo era considerado el pentáculo de la investigación paranormal. Pero perdí mi público. Perdí mi programa por su culpa.
—¿Qué quieres que hagamos? —La de la izquierda intervino con el ceño fruncido. —Sus juicios humanos son mezquinos. No tenemos tiempo para gente como tú.
—Ah, pero quizás sí lo tengamos. —Su líder se rió mientras colocaba su mano sobre la de la otra niña. —Es terrible ser olvidado. Lo sabemos muy bien, Tisífone.
Las otras dos murmuraron mientras la niña del centro continuaba. —Tomaremos una página de la propia estrategia de Apolo. Utiliza a su Sibila para ganar seguidores, incluso en esta edad avanzada. De hecho, los espectros han estado susurrando que sus templos están repletos de visitantes ahora que esta Sibila ha comenzado a difundir su mensaje por todo el mundo. Quizás ella pueda hacer lo mismo por nosotras.
Me quedé helada cuando atravesó la mesa como si no fuera más que aire. La extraña niña se detuvo ante mí.
—Pero, —negué con la cabeza. —Pensé... no esperaba...
—Dinos, ¿qué esperabas? —Ladeó la cabeza mientras me observaba. —¿Que la muerte de la Sibila ocurriría en el momento en que tú dieras tu último aliento? No somos estúpidas, humana. Hay consecuencias para tales acciones. No deseamos la ira de Atenea sólo porque nos hayas dado tu alma.
—Seguramente hay algo que puedas hacer.—Me agarré las manos. —Los viejos libros decían que ustedes eran las diosas de la venganza. Decían que si me sacrificaba en su nombre, se les pediría que me ayudaran. Incluso si sólo son...
—¿Niñas? Supongo que lo somos.—La niña volvió a reírse mientras se aferraba a su muñeca. —Después de todo, ¿hay alguien más adecuado para juzgar a los condenados que los inocentes? Atenea hizo bien en elegirnos. Le servimos bien.
Las otras dos asintieron mientras se adelantaban para unirse a su hermana. Tenía que creerles. Tenía que creer que eran los seres que había convocado con mi suicidio.
No tenía otra opción.
Me arrodillé antes de inclinar la cabeza ante su líder. —¿Qué puedo hacer, Erinias? ¿Cómo puedo llevar a cabo mi venganza?
—Puedes volver al mundo de los vivos. Observa a la Sibila e infórmanos de sus acciones. —La chica sonrió mientras se inclinaba hacia delante, presionando con un solo dedo en el centro de mi frente. —Cuando llegue el momento, la llevaremos a juicio y la encontraremos culpable de los crímenes de que la acusas. Pero el precio es mucho mayor que tu alma. Ocuparás el lugar de la actual Sibila para servirnos a nosotras, no a Apolo. Le dirás al mundo que las Erinias aún viven, y que nuestro juicio es eterno. Nos traerás seguidores, o sufrirás por tu incompetencia. Ten por seguro, humana, que no seremos olvidadas de nuevo.
Yo sería la Sibila. Mi trabajo podría ser restaurado junto con mi público. Sentí una sensación de alegría que creía perdida para siempre.
Le repetí las palabras mientras la habitación que me rodeaba cambiaba. Las niñas desaparecieron cuando las sombras volvieron a rodearme, pero sus palabras permanecieron.
No seremos olvidadas.
Charleston es una ciudad hermosa. Las vallas negras de hierro forjado se enroscan formando diseños en los balcones y junto a las aceras. Las coloridas casas conocidas en todo el mundo miran al océano Atlántico desafiando los siglos que han sobrevivido. La gente es encantadora; tan acogedora como el símbolo de la piña que significa lo contentos que están de que vinieras. Es un lugar que abraza la belleza de su historia, no la fealdad de la misma.
Entonces, ¿por qué no puedo hacer lo mismo? ¿Abrazar la belleza por lo que es? ¿Por qué siempre veo el horror de mi pasado aquí en lugar de la fachada dorada que ofrece Charleston?
No quiero volver a casa. No quiero ver los lugares ni arriesgarme a encontrarme con las caras que me traen tantos malos recuerdos. Pero aquí estoy, en el asiento trasero de un Cadillac alquilado, volviendo al infierno.
¿Por qué estoy haciendo esto? Hay una respuesta sencilla a esa pregunta. Mi madre me exigió que volviera a casa para Navidad. No era una fiesta que nosotras celebráramos, y ella no quería celebrarla ahora. No, este año, ella quería hacer una fiesta para su gente de la alta sociedad. Quería exhibirme como un caballo premiado y el miedo que me había inculcado hacía tanto tiempo era demasiado fuerte para ignorarlo.
Las calles del centro de Charleston bullen a nuestro alrededor mientras Cyrus navega entre el tráfico. Podríamos haber utilizado el modo de transporte favorito de Cyrus. Él lo llama viaje en la sombra y se transporta de un lugar a otro utilizando la magia Olímpica. Pero rechacé su oferta porque estaba alargando esto. Reservé el último vuelo que pude. Obligué a mi Guardián a esperar en colas ridículamente largas en el aeropuerto. Y cuando el GPS del coche le dio la ruta más corta para llegar a la isla de Sullivan, le dije que lo ignorara y le di indicaciones para pasar por las zonas más concurridas de la ciudad.
Porque no quiero volver a casa. Cyrus sabía que me estaba demorando. Yo también sabía que estaba dando rodeos. Janet seguiría esperando al final de este viaje. La casa y todas las horribles historias que habían sido escritas en sus paredes seguirían esperando.
Cuando Janet llamó me ofrecí a conseguir una habitación de hotel, pero ella no quiso ni oírlo. ¿Qué dirían los vecinos si supieran que había vuelto y no me quedaba con mis padres? Después de todo, la apariencia lo es todo en el mundo de mi madre. La perfección no era una opción, sino un requisito. Así que aquí estaba yo. La hija obediente que volvía para completar la imagen de la familia perfecta a pesar del odio que se escondía tras las sonrisas ensayadas.
Tal vez me equivoque. Tal vez Janet esté orgullosa de lo que he logrado. Tal vez me vaya en dos días con una perspectiva totalmente nueva. Quizá no tenga los nudos de ansiedad en el estómago cada vez que piense en ella o en Charleston.
Lo dudaba. Lo dudaba mucho, mucho.
—Llegas tarde.
Le dediqué a mi madre una media sonrisa mientras dominaba la puerta de entrada. Janet McRayne tenía el mismo aspecto de siempre. Cabello rubio cortado en un elegante bob alrededor de los hombros, blusa y pantalones perfectamente planchados. El collar de perlas que completaba el look alrededor de su esbelto cuello.
—Hola, mamá. Nos hemos quedado atrapados en el tráfico del centro y...
—¿Nosotros? ¿Quiénes son "nosotros"?
—Eh, Cyrus, —Tragué mientras se acercaba por detrás de mí. —Él es mi...
—Es encantador verte de nuevo, Janet.
—¿Cyrus? —La fría expresión de mi madre se iluminó antes de estrechar sus dos manos con las suyas. —¡Qué maravilla! Pasa, pasa. Voy a poner el té.
—¿Se conocen?
—Evangelina, trae tus maletas. No quiero que la entrada parezca una recogida de equipajes.
Cyrus me miró encogiéndose de hombros antes de permitir que Janet lo arrastrara a la cocina. Los vi desaparecer del pasillo antes de hacer lo que se me había dicho. Por suerte, mis meses de viaje me habían enseñado a empacar liviano, así que pude llevar todo a mi antigua habitación en un solo viaje con la mente en blanco.
¿Cómo conocía Janet a Cyrus? Lo había saludado como a un viejo amigo, pero eso era imposible. Sólo había conocido a Cyrus desde hacía seis meses y eso fue en Nueva York. ¿Había él respondido al teléfono cuando ella me llamó? ¿La había visitado después de convertirme en la Sibila?
Tiré todo en el armario que había vaciado cuando me fui a la universidad hacía unos cuatro años y luego bajé las escaleras. Pasé por delante de la pared de cuadros y de la clásica decoración sureña que mi madre prefería sin echar una sola mirada. Estaba mucho más interesada en escuchar su conversación con mi Guardián que en sus intentos de recrear la colección de invierno de Vida Sureña.
—¡Oh, eso suena horrible! ¿Cómo has sobrevivido a eso?
Me detuve en la puerta de la cocina para ver que, efectivamente, Janet había preparado té. Había un plato de panecillos colocado entre ellos. Cyrus me llamó la atención y me hizo señas para que me acercara.
—Eva, le estaba contando a Janet tus aventuras hasta ahora. Está muy interesada en lo que ha visto en Mensajes de la Tumba.
—No sabía que veías el programa.
Me senté en la silla más alejada de ella. Janet me miró fijamente y yo me agarré a los lados de mi asiento. Esperé a oír su desaprobación. Sabía que iba a llegar.
—Por supuesto que veo el programa. Debo asegurarme de que no me avergüences. Gracias a Dios que tienes a Cyrus contigo".
"No sabía que ustedes se conocían.—Intenté de nuevo obtener la respuesta a la pregunta que me rondaba por la cabeza. —¿Cómo se conocieron?
—Te unirás a nosotros esta noche, ¿verdad? —Janet ignoró mi pregunta y acercó los panecillos a Cyrus. —Como le dije a Evangelina, es un asunto de etiqueta, pero podemos hacer que te envíen un esmoquin.
—No temas, Janet, estaré vestido para la ocasión.
—Y vaya si será una gran ocasión. En la página de la sociedad no se habla de otra cosa desde que envié las invitaciones la semana pasada. Todo el mundo está extasiado de que Evangelina vaya a tocar para ellos.
Levanté la cabeza para mirar fijamente a Janet, absolutamente sorprendida. —¿Tocar?
—Sí, tocar. —La expresión gélida de Janet volvió a centrarse en mí. —He dispuesto que seas tú quien ponga la música a la velada. El técnico ha terminado de afinar el piano esta misma mañana.
—Mamá, hace años que no toco. —Me aferré con más fuerza al asiento de la silla. Apenas reconocí mi propia voz mientras continuaba con mi protesta perfectamente lógica. —No desde...
—Soy muy consciente de tus fracasos. Sin embargo, no he pagado doce años de clases de piano para que abandones el oficio por completo. Tu papel será tocar música. Eso es todo lo que requiero de ti.
No sé por qué me sorprendí. Debería haber sabido que Janet tendría un motivo oculto. Me permití adormecerme mientras consideraba mis opciones. Podía irme. Ya no dependía de ella. Diablos, en unas semanas cumpliría veintidós años. Era ciertamente una adulta. Sin embargo, todavía había una parte de mí que anhelaba su aprobación. Y había una parte aún más grande de mí que tenía miedo de lo que haría si no seguía sus órdenes.
—Vamos, Janet, —dijo Cyrus tocando su mano con el dedo. —Seguro que esa no es la única razón por la que le pediste a Eva que asistiera a la fiesta. No la has visto desde la primavera.
—Sin duda que lo es". Janet se burló de él. "Veo su cara todas las semanas en la televisión. Sigo la prensa sensacionalista. Y cuando me considera lo suficientemente importante como para encajar en su agenda, hablo con ella por teléfono.
—Cyrus, está bien, —Le regalé una sonrisa forzada y le lancé una ofrenda de paz en el proceso. —De verdad. Si mamá quiere que toque, entonces tocaré. Será una buena oportunidad para volver a ver a las damas.
—Mi lista de invitados se ha extendido mucho más allá de mis amigos de la Sociedad Histórica. —Janet se levantó y tomó la tetera de la encimera. Rellenó la taza de Cyrus y luego la suya. —He invitado a los nombres más influyentes de aquí a Savannah. Ni uno solo se ha negado.
Empecé a respirar por la boca para no gritar. Gracias a Dios, Cyrus se dio cuenta. Debió hacerlo, porque se apresuró a cambiar de tema.
—Eva, no has comido desde anoche. Tal vez deberías tomar uno de estos.
—No. —Janet se reunió con nosotros en la mesa. —Debe poder entrar en el vestido que he elegido para ella.
—Estoy bien. Gracias. —Me centré en mi madre. —¿Me disculpan? Me gustaría desempacar la maleta antes de ensayar algunas piezas para esta noche.
Janet me despidió con un gesto de la mano antes de empezar a preguntar a Cyrus sobre gente de la que nunca había oído hablar. Alguien llamado Ulises y su esposa. Consideré la posibilidad de quedarme detrás de la puerta para escuchar a escondidas, pero el deseo de alejarme lo más posible de Janet era demasiado fuerte.
Volví sobre mis pasos hacia mi antiguo dormitorio y luego hacia la ventana que daba al océano. Solía pasar todo el tiempo posible mirando las olas. Me habían tranquilizado cuando Janet era insoportable. Cuanto más tiempo pasaba allí, mejor me sentía. Me decía a mí misma que ya no era su cautiva. Me dije que podía hacer lo que quisiera. Si se volvía demasiado dominante, me iría. Su fiesta de sociedad y su insistencia en que yo fuera el entretenimiento que se fueran al diablo.
Cada frase que me decía era una mentira. Yo también lo sabía.
—No puedo creer que volvieras.
Me di la vuelta para ver a Martin McRayne cuando cruzaba el umbral. Siempre había sido un misterio para mí que este hombre fuera mi padre. Ciertamente, no había ningún vínculo entre nosotros. Había estado ausente durante toda mi infancia y prefería los negocios a la vida familiar. Y aunque era cierto que era idéntica a mi madre en apariencia, no tenía ninguno de los rasgos de Martin.
Pasó una mano por su cabello canoso antes de dar un trago al vaso que tenía en la mano. Incluso desde mi lugar junto a la ventana, podía oler el alcohol. Brandy, creo.
—¿Por qué has vuelto?
—Mamá lo exigió. Quiere que toque en su fiesta mañana por la noche.
—¿Estás mejor?
—Estoy bien.
—No. Me refiero a la locura. ¿Estás mejor?
La locura. Solté una risa seca y crucé los brazos sobre el pecho antes de encogerme de hombros.
—Si preguntas si me voy a cortar las venas en la bañera esta noche, la respuesta es no.
—No te burles de mí, Evangelina. —Martin me fulminó con la mirada. —Estoy tratando de ser amable.
Sí, de acuerdo. Me encogí de hombros. No había nada de amor perdido entre mi padre y yo. Nunca entendería por qué se había molestado en pasar por mi habitación. —Yo también. Estoy bien.
—Igual que tu madre, —refunfuñó en voz baja. —No puedes ser amable. Siempre tienes que ser una perra.
—No puedo decir que no lo entiendo, de verdad.
Martin se giró para salir furioso de mi habitación, pero se detuvo en el umbral. Acarició las cerraduras que Janet había instalado en mi duodécimo cumpleaños y me estremecí. En cuanto lo escuché dirigirse a las escaleras, cerré la puerta y eché el cerrojo a las tres cerraduras.
No salí de la habitación durante otra hora, un lujo que no tenía cuando vivía aquí. Supongo que debo agradecer a Cyrus por eso. Debe haber hecho un trabajo maravilloso manteniendo a Janet ocupada. De lo contrario, habría estado aquí dando órdenes para cada segundo de mi viaje.
Igual que había dado órdenes sobre todo lo demás en mi vida. Colgué el vestido que había planeado llevar a la fiesta cuando creí que iba a ser una invitada en lugar de la pianista gratuita. Alisé las arrugas y luego me dirigí a mi equipaje. No iba a deshacer la maleta. No iba a quedarme en esta casa ni un segundo más de lo necesario.
Oí girar el pomo de la puerta y salté por el repentino ruido. Un segundo después, Janet habló con ese tono de calma mortal que tenía.
—Evangelina, abre la puerta.
Atravesé la habitación y abrí la puerta. La abrí de un tirón para ver sus ojos verde jade clavados en los míos.
—Lo siento, —aclaré la garganta. —Martin estaba aquí y yo...
Janet permaneció en silencio mientras mis palabras morían en mi garganta. Mi madre me evaluó con esos ojos de odio antes de hablar.
"La fiesta comenzará a las siete. Quiero que te prepares. Maquillaje ligero. El pelo fuera de los hombros. Esta noche parecerás una dama en lugar del desastre que sueles representar".
Me tragué un comentario sarcástico mientras ella giraba sobre sus talones para marchar hacia su dormitorio. Sabía que debía seguirla, así que lo hice. Cuando vivía aquí, nunca se me permitía cruzar el umbral de su espacio privado. Así que me sorprendió que me hiciera señas para que entrara.
—Cierra la puerta.
Hice lo que me había ordenado y me quedé clavada en el sitio mientras Janet se dirigía a su armario. Sacó un portatrajes y lo colocó sobre la cama.
—Este es tu vestido para esta noche. Espero que me pagues el monto completo de su compra.
—Sí, señora.
Janet abrió el portatrajes y sacó uno de los vestidos más bonitos que había visto nunca. Era un terciopelo borgoña tan rico que era casi negro. Jadeé un poco cuando lo extendió hacia mí.
—Pruébatelo. Quiero asegurarme de que no parezcas una ballena varada.
—Sí, señora.
Tomé el vestido y di la vuelta para irme cuando ella se burló detrás de mí.
—¡Niña estúpida, aquí dentro!
Forcé una sonrisa falsa en mi rostro mientras volvía a colocar el vestido en la cama. Me desnudé y me lo puse. La tela era preciosa. El corpiño y la cintura se ajustaban a mí como si estuvieran hechos especialmente para mí. Janet subió la cremallera de la espalda antes de chasquear la lengua contra el paladar.
—Al menos has mantenido tu silueta. Temía tener que meterte con calzador.
De nuevo, no dije nada mientras ella alisaba los pliegues de la falda. Miré el reloj junto a su cama. Eran poco más de las dos de la tarde. Si se daba prisa, tendría tres horas para practicar antes de tener que prepararme para la fiesta de esta noche.
No me atreví a decirlo en voz alta. En su lugar, contuve la respiración y esperé. Los minutos en el reloj avanzaban con fuerza en la habitación hasta que Janet me dio por fin la orden de cambiarme de ropa.
—Bajarás a las seis y media en punto. Quiero que la música esté sonando cuando lleguen nuestros invitados.
—Sí, señora.
Le devolví el vestido y me puse de nuevo los vaqueros. —¿Puedo bajar a practicar para estar lista para esta noche?
Janet no se molestó en mirarme mientras volvía a guardar el vestido. —Sí.
Fui hacia la puerta y me detuve con la mano en el pomo de latón bruñido. Quería darme la vuelta. Quería preguntarle por qué me odiaba tanto. Quería respuestas a todos los años de hambre y mandatos y miedo.
Respuestas que nunca obtendría de mi madre. Al final, giré el pomo y salí sin decir otra palabra.
A las siete y cuarto, la mansión de mi madre estaba repleta de invitados. Hombres vestidos con esmóquines de diseñador y mujeres envueltas en varios tonos de seda se mezclaban en el salón mientras yo tocaba las piezas de mi infancia para su diversión.
El único regalo que me había hecho mi madre fue reubicar el piano en un nicho para que no fuera el centro de atención. En las sombras, no me veía obligada a mantener conversaciones superficiales con esta gente. Desde aquí, podía concentrarme en la música sin repercusiones.
Y me concentré. Me mantuve alejada de las melodías navideñas clásicas que habrían hecho que Janet estallara de rabia. Mi madre no era cristiana, así que no hubo interpretaciones de Noche de Paz o Escuchen, Los ángeles mensajeros cantan. En su lugar, toqué Bach. Chopin. Mezclaba las piezas para crear una música completamente nueva.
—¿Evangelina? ¿Qué haces escondida aquí en la esquina?
Levanté la mirada para ver a una mujer de rojo y diamantes apoyada en mi instrumento. Le dediqué una sonrisa cortés mientras seguía tocando.
—Hola, señora Harbin. Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo ha estado?
—Nada cambia nunca en la sociedad, niña. Ya lo sabes. —Chasqueó la lengua contra el paladar. —Es una pena que Janet te haya puesto aquí. Estás preciosa.
—Gracias.
Supongo que tenía razón. Había seguido las instrucciones de mi madre al pie de la letra. Maquillaje ligero, pelo rubio recogido en el cuello. El magistral vestido de terciopelo color borgoña exponía mis hombros de la mejor manera posible.
—Sigues soltera, ¿verdad? —Hizo otro chasquido con la lengua. Mi niño, Walter, tampoco quiere sentar la cabeza. Tiene casi veintitrés años. Acaba de salir de la Facultad de Derecho de Yale y tiene esas ideas locas de ayudar a los menos afortunados. Le dije que todos los años hacemos donativos al Ejército de Salvación y que estoy en la junta de la Comisión de Pobreza de Charleston. ¿No es suficiente?
—Gertrude, de verdad. Sabes que Evangelina está demasiado ocupada con su propia carrera como para preocuparse por el matrimonio. Además, ¿qué mujer querría dar a luz a bebés Harbin?
Quería agradecer a la segunda mujer que se había unido a nosotras. La señora Nancy Talbert, ocupaba el cargo de directora de la Sociedad Histórica, el cual codiciaba mi madre; colocó su gin-tonic sobre el piano y luego se sentó a mi lado.
—Adelante. Vete. —Hizo un gesto a Gertrude. —Ve a hacer de casamentera con otra persona.
Gertrude hizo un puchero mientras se alejaba del piano y volvía a desaparecer entre la multitud. Dirigí a Nancy una pequeña sonrisa.
—Gracias. Me preguntaba cómo iba a salir de eso sin ser grosera.
—Hay una diferencia entre ser grosero y ser directo, niña. —Recogió su bebida. —Te diré que estoy sorprendida de verte esta noche. Estaba segura de que habías dejado Charleston para siempre.
—Eso esperaba, —admití. —Y no estaré aquí mucho tiempo. Mi vuelo a California sale mañana por la tarde.
—¿Tan pronto entonces? —Tintineó el hielo contra los lados de su vaso. —No puedo decir que te culpe. No me quedaría bajo el mismo techo que tu madre aunque el huracán Hugo volviera a pasar y destruyera todo menos esta casa.
Levanté las cejas sorprendida por su comentario. Nancy se limitó a ajustar el elegante pañuelo rojo que le cubría los hombros.
—No me mires tan escandalizada, Evangelina. Seguro que sabes que la reputación de tu madre la precede. Todos te vimos cuando eras una niña, pobrecita. Toda piel y huesos y ojeras.
No dije nada mientras me obligaba a que mis manos no temblaran. Janet no podía enterarse de esta conversación y el más mínimo desliz la llevaría hasta nosotras.
—Yo... lo siento. No puedo hablar de esto.
—No tienes que hacerlo. Las señoras nos alegramos mucho cuando te marchaste de Charleston. Teníamos la esperanza de que encontraras un refugio ya que ninguna de nosotras podía ofrecértelo.
No dije nada mientras me obligaba a encerrarme en mí misma. Tenía que concentrarme en las teclas. El blanco y negro se volvió hipnótico mientras Nancy tomaba mi silencio como la súplica que era para que me dejara en paz. Desapareció de nuevo entre la multitud mientras yo intentaba contener las lágrimas que ardían en mis ojos.
Lo sabían. Todo el mundo lo sabía.
Y no hicieron nada.
Era casi medianoche cuando Janet me permitió tomar un descanso. Podría haberme mezclado con los asistentes a la fiesta, pero no estaba de humor para charlas sin sentido sobre los años que me había perdido. En su lugar, atravesé la casa y me apoyé en la barandilla del porche trasero para contemplar el océano.
Una parte de mí deseaba tener mi diario. Podría escribir todo lo que había ido mal en el momento en que había vuelto a entrar en esta casa. Estuve tentada de ir a buscarlo a mi habitación, pero sabía que tenía poco tiempo. Tenía veinte minutos antes de tener que reclamar el banco del piano.
—Por fin te ha dejado parar, ¿eh?
Giré la cabeza para ver a Martin tambalearse un poco antes de aferrarse contra el marco de la puerta. Me pregunté si siempre estaba así de borracho por la noche. Decidí que no me importaba.
Volví a mirar las olas con la esperanza de que tomara mi silencio como lo que era y se marchara. Me sobresalté cuando me besó en el hombro.
—Tu madre está celosa, —dijo mientras me separaba de la barandilla para poner distancia entre nosotros. —Eres más bonita de lo que ella nunca fue.
—Basta. —Me froté los brazos mientras se me erizaba la piel. —No deberías decirme eso. Soy tu hija.
Martin parpadeó y luego se rió. —Tú no eres mi hija. Sólo te di mi apellido. Ahora, ven aquí...
Me agaché por debajo de su brazo y casi grité cuando se aferró a mi cintura. Martin me clavó los dedos en el abdomen mientras intentaba sujetarme contra él.
¡Detente! —Le arañé las manos. —¡Suéltame!
—Será mejor que la escuches, Martin, —Cyrus salió de entre las sombras. —Ambos sabemos que Eva es demasiado mayor para tus gustos.
Martin McRayne se quejó en voz baja mientras me soltaba. Avancé a trompicones y Cyrus me atrajo a su lado. Oculté mi rostro en el brazo de Cyrus mientras Martin se quejaba en voz baja. Tomó su vaso de la mesa del patio y cerró la puerta tras de sí.
Me aferraba a Cyrus con tanta fuerza que tuvo que forzar mis dedos para soltarlos.
—¿Estás bien, Eva?
Sacudí la cabeza y luego me sujeté mientras intentaba dejar de temblar. Cyrus me tomó del codo y me llevó a una silla del porche. Se colocó a mi lado mientras yo cubría mi rostro con las manos.
—¿Eva?
—¿Dónde has estado? —Logré decir finalmente. —No te he visto desde nuestra charla con Janet de esta mañana. Tengo muchas preguntas. Y...
—Ha habido algunos acontecimientos en el Olimpo. Tuve que ir a hablar con el Consejo sobre ellos.
—¿El qué?
—El Consejo del Olimpo. Los doce dioses que gobiernan nuestro mundo. —Se balanceó sobre sus talones. —Pensé que estarías a salvo aquí.
Estudié mis manos y luego apreté mis dedos. Cyrus no sabía que éste era el último lugar del planeta en el que estaría a salvo, pero no tenía palabras para decírselo.
—Yo... tengo que volver.
—Quédate aquí. Sólo un poco más. Hablaré con Janet por ti.
—¡No! Por favor. No le cuentes lo que ha pasado.
—Eva, tu madre es severa. No es irracional.
—¿Contarme qué?
Me quedé helada cuando escuché el tono cortante de Janet desde la puerta. Tragué saliva y me puse de pie para mirarla. Tenía un aspecto encantador, pero reconocí su fría expresión por lo que era.
—¿Evangelina?
—Yo... —Sentí que mi garganta se cerraba en torno a mis palabras. Cyrus me apretó el brazo. —Martín me atacó hace unos minutos. Cyrus lo interrumpió antes... antes de que fuera demasiado tarde. Mamá, dijo que no era mi padre. Dijo...
Si la expresión de Janet era fría antes, ahora era de piedra. Acortó la distancia entre nosotras y me dio una bofetada en la mejilla. Parpadeé para contener las lágrimas que surgieron de la sensación de escozor, pero mi orgullo estaba más herido que mi cara.
—No dirás esas mentiras en mi casa, ¿entendido?
—Janet...
—Tú tampoco, —miró a Cyrus antes de volver a centrarse en mí. —Te di hospitalidad y ¿así es como me pagas?
Me quedé mirando a mi madre con una conmoción que no sentía. Sabía cómo era ella. Sabía cómo había sido siempre. No importaba lo que Martin hiciera o lo que dijera mientras mantuviera la imagen del marido perfecto. Y Cyrus. El único ser que debía protegerme se había quedado sin hacer nada a pesar de ser testigo de la verdad de mis palabras.
Me quité los tacones y bajé los escalones de atrás. escuché a Janet gritar mi nombre mientras hacía lo que debería haber hecho hace años.
Corrí.
Recogí la falda del vestido borgoña cuando llegué a la arena y seguí adelante. Los vientos del océano chocaban contra mi rostro para secar mis lágrimas mientras caían. Incliné la cabeza y corrí tan rápido como pude. Tenía que llegar al transbordador. Tenía que salir de esta maldita isla. Tenía que salvarme.
Estaba tan concentrada en mi huida de la casa que no vi al hombre con el que me crucé hasta que ambos chocamos. Él gruñó mientras caía de espaldas en la arena conmigo contra su pecho. Me incorporé para mirarlo sorprendida. Era joven, con cabello oscuro, e incluso a la luz de la luna, pude ver lo avellana que eran sus ojos.
—Dios mío, ¿estás bien? —Logré decir mientras recuperaba el aliento. —Lo siento mucho.
—Estaba a punto de tomar un sorbo de cerveza cuando me golpeaste. —El hombre se aclaró la garganta. —Si había alguna señal de que no necesitaba beber esta mierda, era esa. ¿Estás bien?
—Creo que sí, —Me aparté de él cuando escuché que llamaban mi nombre al viento. Cyrus. —Tengo que irme.
—Espera, —El hombre se sentó y agarró mi muñeca antes de que pudiera ponerme de pie. —¿Qué pasa?
—Todo, —Le di una mirada de desesperación. —Todo está mal, y tengo que salir de aquí. Por favor.
—Bueno, está bien, señorita, —El hombre parecía ligeramente preocupado. —¿Alguien te está llamando? ¿Estás huyendo de un tipo?
Algo en mí no quería moverse. La piel me cosquilleaba desde el lugar donde su palma aún rodeaba mi muñeca. Escuché que Cyrus se acercaba y me aclaré la garganta.
—Siento haberte tirado al suelo. Siento lo de tu cerveza...
—Eva.
Gruñí mientras miraba el cielo de medianoche. Me giré para ver a Cyrus acercarse a nosotros.
—Eva, no deberías salir corriendo así. —Cyrus miró con desprecio al hombre que seguía sentado en la arena. —¿Quién eres tú?
—No empieces, Cyrus, me crucé con él. Fue mi culpa.
—Soy un tipo en la playa. —El hombre devolvió la mirada a Cyrus. —¿Eres la policía?
Cyrus resopló antes de volverse hacia mí. —Vuelve a la casa.
—No. Me voy. No puedo volver. Janet me matará.
—¿Quiénes son ustedes? —El hombre se levantó y me di cuenta de lo alto que era. —Escucha, hombre, si la señorita no quiere ir, no irá.
—Esto no te concierne, extraño. —Cyrus entrecerró los ojos. —Vamos, Eva.
—Pero...
—Pero nada. Vámonos.
—Amigo, ella dijo que no quería ir contigo. —El hombre había sacado el teléfono. —Los policías ya están patrullando la isla. Pueden estar aquí en poco tiempo.
—¿Policías? —Cyrus se rió. —¿Hablas en serio?
El desconocido ignoró por completo a Cyrus y volvió a centrar su atención en mí. —Señorita, ¿estás en peligro? ¿Estabas huyendo de este tipo?
—Yo...
—No, no era así.—La expresión de Cyrus se relajó. —Ya que Eva no parece ser capaz de responder, lo haré yo. Simplemente está disgustada por una disputa doméstica entre ella y su madre. Se escapó como sólo lo haría una niña.
Las palabras de Cyrus dolieron casi tanto como las de Janet, pero lo entendí. Yo era la Sibila. Se suponía que debía enfrentarme a mis adversarios de frente, no huir de ellos. Me había dejado caer de nuevo en Evangelina en lugar de actuar como debía.
El hombre no me quitaba los ojos de encima mientras me recomponía. Fue muy duro. Todavía podía sentir el escozor de mi mejilla por la mano de Janet. Todavía podía sentir lo asustada que me había sentido cuando Martin me besó el hombro.
—Estoy bien. —Logré decir mientras observaba la arena. —Siento que te hayas involucrado en esto. De verdad
El hombre seguía sin parecer del todo convencido, así que hice lo posible por colocarme la máscara. La que usaba alrededor de los fans y los paparazzi. Aun así, el hombre me miró de arriba abajo mientras Cyrus empezaba a cambiar impacientemente su peso de un pie a otro.
—¿Segura que estás bien?
—Joven, ya he dicho...
—No me refería a ti, —gruñó el desconocido a Cyrus. —Y déjate de tonterías de 'Jovencito'. Tú no es el padre de nadie aquí. Ahora, señorita, ¿estás absolutamente segura de que estás bien?
Me quedé atónita. Nunca había visto a nadie enfrentarse a Cyrus. Incluso Elliott se echó atrás y murmuró su descontento en voz baja.
—Lo prometo. Estoy bien, —Se cruzó su mirada con la mía. —¿Cuáles son tus planes para esta noche?
—Eva, no tienes derecho a preguntarle eso.
—Sí lo tengo, porque no voy a volver a esa fiesta ni contigo. —Volví a centrarme en el desconocido. —Necesito un poco de aire. ¿Caminas conmigo?
Él asintió. —Claro. Nada despeja la mente como el cardio ligero de todos modos.
—Eva, si crees que...
—Ya estás jugando a ser papá otra vez, —murmuró el hombre. —Sigue así y uno podría pensar que es necesario alertar a los Becker de ahí arriba. —El hombre señaló una casa ubicada en las dunas. —O a esos policías de los que hablaba. ¿Quieres hacer una escena?
Cyrus entrecerró los ojos ante el desconocido. Extendí la mano.
—Mi tarjeta de débito, por favor.
—¿Por qué necesitas tu tarjeta de crédito? —Cyrus gruñó mientras la sacaba de su bolsillo trasero. Se la quité. —Tienes que ser razonable.
—Te veré por la mañana, Cyrus.
Metí mi tarjeta de débito en el escote de mi vestido y luego pasé mi brazo por el del desconocido. Esperaba que Cyrus intentara por última vez detenernos, pero no dijo nada.
Después de unos momentos, el hombre se aclaró la garganta. —Entonces, ¿te llamas Eva?
—No quiero ser Eva esta noche, —tomé un mechón de cabello rubio y lo coloqué detrás de la oreja. —Pero sí, me llamo Eva. ¿Cómo debo llamarte?
—Llámame J.J.", —respondió el hombre. —Todo el mundo lo hace. ¿Qué pasa con el vestido, duquesa? ¿Son tus padres algo importante? ¿Eres tú algo importante?
—¿Duquesa? —Me reí un poco. —No. No, no soy gran cosa. Mi madre ha organizado una fiesta de Navidad esta noche y me designó como entretenimiento musical. Tenía que dar la talla para los periódicos de mañana. ¿Puedo preguntar qué te trae a la Isla Sullivan?
—¿Cómo sabes que no vivo aquí?
—Podrías—, admití. —Pero tendrías que ser hijo de una de las viejas familias de sangre azul, lo que no explica el acento.
—¿Acento?
—Sí. Es sureño, pero no del sur de Charleston. Hay una diferencia. Entonces, ¿de dónde eres?