Los desiertos por habitar - Jesús Roldán Fariñas - E-Book

Los desiertos por habitar E-Book

Jesus Roldan Fariñas

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Beschreibung

Todos tenemos un pasado, un secreto, incluso una mentira mal contada. Eduardo Buitrago es un experto letrado que ha alcanzado la fama y el respeto judicial representando a familias de etnia gitana y personajes de dudosa reputación. Desde hace años, lleva una vida tranquila y vive embarcado en rutinas, colmando a diario su agenda de manera enfermiza. Hasta que, inesperadamente, un día, el pasado se cruza en su camino en forma de mensaje tenebroso. Entonces, abrumado por los atroces acontecimientos, entenderá que cuando un hombre ve amenazada su vida por primera vez, explotan todos sus resortes conductuales, viéndose simplificados estos a una única y exclusiva cosa, el miedo. Por lo que Eduardo tendrá que remembrar su juventud y volver a sus orígenes, aunque no quiera, llegando en ellos a reencontrarse con toda clase de encrucijadas para saber quién o quiénes se esconden tras las amenazas y crueles actos que comenzarán a sufrir tanto él como sus seres queridos.

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LOS DESIERTOSPOR HABITAR

 

 

 

Jesús Roldán Fariñas

 

 

Es propiedad de: © 2022 Art Book, marca perteneciente a Amazing Books S.L. www.amazingbooks.es

Director editorial: Javier Ábrego Bonafonte

Razón social: C/ Rosa Chacel N.º 8 escalera 1ª oficina 4º C. 50018 Zaragoza – España

Primera edición: Septiembre 2022

ISBN: 978-84-17403-47-8

Depósito Legal: Z 1312-2022

Cómo citar este libro: LOS DESIERTOS POR HABITAR. Jesús Roldán Fariñas. Editorial Amazing Books, ISBN: 978-84-17403-46-1

Diseño de Portada: Alicia García

Reservados todos los derechos.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra; solicite autorización en el teléfono +34 976 077 006, +34 917 021 970 o escribiendo al e-mail: [email protected]

Art Book, marca perteneciente a Amazing Books S.L., queda exonerada de toda responsabilidad ante cualquier reclamación de terceros que pueda suscitarse en cuanto a la autoría y originalidad de dicho material, así como de las opiniones y contenidos, que son intrínsecamente atribuibles al autor.

Para cualquier aclaración al respecto diríjanse escribiendo a la siguiente dirección de e-mail: [email protected]

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Para Paolo,sé libre, sonríey nunca dejes de jugar.

 

 

«La vida no es fácil para nadie.¿Y qué importa?

Debemos tener perseverancia y confianzaen nosotros mismos, creer que tenemosun don para algo y que ese algo debeser realizado»

Marie Curie

– La pesadilla –

Un rincón oscuro de mi pensamiento.

—Está muy traumatizado con ese sueño y eso me preocupa, ¿por qué es tan trágico para usted? Nunca ha sido capaz de contármelo… Ábrase Eduardo, dese la libertad de dejar ir esa losa y sincerarse de una vez por todas.

Eduardo dudó y hasta que fue capaz de armar una respuesta sincera transcurrieron unos segundos difíciles de precisar en completo silencio.

—Pues verá, Dr. Gades —masculló resignado, casi conciliador—, de repente me encuentro en un barco, estoy solo en mitad de la noche, la temperatura es fresca, pero yo siento un calor sofocante. Estoy sudando a chorros, así que me quito la camisa…, siento que necesito refrescarme, es como si algo ardiera en mi interior. Entonces, decido sumergirme a nadar en la piscina del yate, mientras este está varado en mitad del Mediterráneo... Hay una fiesta, la música ha dejado de sonar, pero oigo gritar y cantar al gentío al otro lado del barco.

—Está bien, Eduardo…, ahora coja aire y libérese de una vez, ¿ese barco es real?

Eduardo asintió con sinceridad, mientras un tic nervioso se adueñó de repente de su pie izquierdo, que golpeaba una y otra vez el diván a un ritmo vertiginoso.

—Claro que es real, oigo el sonido del mar y noto la brisa de la espuma golpeando el casco en un vaivén continuo. Además…, he estado muchas veces en ese navío.

El terapeuta seguía sus palabras con gesto pulcro, atento a cada palabra y matiz.

—Bueno…, y entonces, ¿qué es lo que ocurre?

—Verá, de repente, he abandonado mi cuerpo y, a vista de pájaro, observo desde arriba cómo alguien se introduce sigilosamente en el agua mientras yo estoy sumergido en ella, entonces, sin previo aviso, esa persona se me acerca por la espalda con intenciones negras e intenta ahogarme.

El terapeuta comenzó a mordisquear la patilla izquierda de sus gafas, mostrándose inquieto ante tal revelación.

—Espere, lo que quiere decir es que ese individuo salta sobre usted con violencia.

—Exacto. Me agarra del cuello con una fuerza descomunal y me empuja hasta el fondo con saña, su intención es matarme.

—¿Es un hombre o una mujer? ¿Lo reconoce?

—No lo sé, está desnudo…, no acierto a adivinar su género, ni siquiera puedo verle bien, tiene el pelo oscuro…, pero no le sabría decir.

—¿Qué sucede entonces?

—Empiezo a quedarme sin respiración y aun así intento con todas mis fuerzas zafarme de sus brazos, pero me resulta imposible. Así pues, en ese instante, comienzo a notar que me flaquean las fuerzas…, sé que estoy perdiendo la vida, me apago, siento incluso una especie de paz que me confunde.

—Entonces, esa persona quiere asesinarle, y lo consigue —afirmó el terapeuta, cruzado de piernas.

Eduardo asentía sin estar muy convencido, mientras admiraba el ventilador de techo de la consulta, que comenzó a emitir de repente un extraño chirrido y casi hipnotizado por su jadeo, accedió a contestarle.

—Es una sensación extraña…, sé que he muerto, que se acabó todo. Pienso en mi hija, en mi mujer, en mis padres, y lo siento por ellos, pero no por mí. Yo no necesito volver, esa paz que siento en ese instante me atrapa y quiero quedarme instalado en ella para siempre. Tengo la sensación de que se acabaron los problemas, jamás me he sentido de esa forma, y justo cuando me instauro en esa fuente de paz y oscuridad…, un halo de luz me despierta de nuevo. Y me encuentro una vez más en el mismo lugar, estoy vivo y llegaría a decirle que de mí se adueña una sensación angustiosa.

—¿Una resurrección? —preguntó el terapeuta con media sonrisa.

—Algo así, aunque aún me cuesta respirar y eso hace que mi vuelta a la realidad sea aún más dolorosa, para colmo de males…, la piscina tiene un aspecto siniestro, que me sobrecoge en exceso.

—Aja…, supongo que lo que quiere decir es que está vacía, con usted dentro.

—No —replicó Eduardo acomodándose en el diván y respondiéndole tras una breve pausa—. Está teñida de sangre y no estoy solo, lo único que veo es un cuerpo desnudo flotando y oigo un llanto inconsolable que emana de él, es un lloro que se asemeja al de un niño pequeño.

—¿Y cómo reacciona?

—Voy nadando con todas mis fuerzas hasta su posición para prestarle ayuda, pero no logro avanzar lo suficientemente rápido, sé que a esa persona se le va la vida, lo sé…, puedo sentirlo..., pero cuando llego a su altura es demasiado tarde.

—¿Por qué?

—Porque está muerto.

—¿Quién?

—Yo.

—Uf. Eduardo, diría que este es un sueño muy intenso… —sentenció el doctor tras cerrar su bloc de notas dando por acabada la sesión y continuó—. Si se repite tanto, hay una alta probabilidad de que esa escena tenga alguna similitud con algo que vivió o experimentó realmente en su pasado. ¿Cierto? —preguntó el terapeuta sosteniendo su mentón a dos manos y revisando con descaro dónde se ubicaban las manillas de su caro reloj de muñeca.

—Sí, es probable que algo parecido sucediera..., pero no recuerdo exactamente qué es lo que ocurrió —dijo Eduardo aturdido.

—Los mecanismos que nuestro cerebro utiliza para salvaguardar nuestra conciencia de un hecho traumático son fascinantes, además de lo suficientemente precisos para eliminar lo que nos hiere y nos martiriza. Nuestro cerebro a veces solo quiere librarnos del dolor, por eso nos deja abiertos algunos desiertos por habitar. En fin, siento decirle que la sesión de hoy se ha acabado, además tengo cierta prisa…, así que, sintiéndolo mucho, nos volveremos a ver en una semana. Cuídese y descanse, Eduardo. Pasados unos días estaremos más tranquilos para analizar este tipo de sueño y esa parasomnia tan interesante.

Eduardo asintió.

– 1. Rutinas –

Martes 13 de abril de 2021.

Un nuevo día en la oficina, la vida de Eduardo Buitrago es como la de todos los abogados de éxito; simple, rutinaria y, a ratos, compleja. Como cada día, el maduro jurista a la vista del respetable acudía a su despacho del centro de la ciudad a las ocho en punto de la mañana. A Edu, como le gusta que le llamen en confianza, le encanta la soledad, odia el ruido y los gritos. Así que, para acabar con el estrés, entrena tres días a la semana aislado en un gimnasio que nadie de su entorno íntimo conoce. Sus amigos saben que Eduardo es un tipo peculiar y que, si por él fuera, seguiría trabajando por su cuenta sin hacer uso de sus compañeros de despacho. Pero dada la carga de trabajo diario a la que se enfrenta, no le queda más remedio que joderse y pasar por el aro, porque se puede decir que don Eduardo Buitrago es considerado un ser superior entre sus semejantes, además de un jodido cabrón sin escrúpulos. Sin embargo, para encontrar la excelencia, tiene a su disposición un equipo de profesionales al que intenta moldear a su imagen y semejanza.

He aquí lo difícil, ya que los miembros de su plantel no llegan habitualmente a la oficina hasta pasadas las 9:30, y es que a Edu el Buitre, o el también llamado «abogado de los gitanos», como se le conoce popularmente en el gremio, es alguien al que le encanta cogerle el ritmo al día a solas, concentrado frente a la cristalera de su despacho, enfundado en un caro traje de seda, empuñando un capuchino recién hecho, sentado sobre el fresco tapiz de su cómoda silla beige de oficina, alcanzando al éxtasis total con un leve clic sobre el play del Adagio de Barber, adulando al silencio, cautivo, sin ruidos ni vanas distracciones, mientras las notas musicales armonizan sus sentidos.

Por desgracia para todos, es martes, el peor día de la semana. Eduardo odia el martes con todas sus fuerzas, así que como suele decir Claudia, su secretaria:

—Si pasas por su puerta. Desfila, y mira al frente soldado. Y si no es ningún asunto de vida o muerte, entonces, mejor que no se te ocurra molestar al coronel.

Precisamente aquella infame mañana de martes todo, absolutamente todo, se iba a torcer, las simplezas se volverían complicaciones, las rutinas desaparecerían de un plumazo y el estrépito de los hechos lanzarían su planificado modus vivendi hasta un punto de difícil retorno.

Y es que cuando un hombre ve amenazada su vida por primera vez, nota cómo el pulso se le dispara provocando en su interior un terremoto que puede arrasar con todo lo que ha construido a base de trabajo, sacrificio y dedicación: su familia y su profesión.

Aquella trampa oxidada le esperaba tensa, camuflada con un estrecho hilo casi imperceptible, sutilmente preparada de forma minuciosa para activar un resorte salvaje que con voracidad arrastraría y atraparía a su presa hasta devastarla en forma de huracán endemoniado, dejando un caos generalizado en su vida.

Eran las 8:10, Eduardo entró a la oficina y, en efecto, el lugar estaba desierto, pero algo le sobresaltó, alguien había deslizado por debajo de la puerta una carta sellada y sin remite.

—Otro sobrecito blanco de los cojones, como tantas otras notificaciones —pensó ingenuo.

Cuando el letrado se agachó y pudo despegar dicho sobre del suelo de parqué, no tuvo duda, supo al instante que el envío postal era para él, ya que en la portada aparecía escrito su nombre con tinta roja, una tinta que incluso llegó a notar fresca por su olor y los trazos de esta sobre el papel. Lo que no sabía Eduardo es que aquella insignificante carta iba a cambiar su vida.

—Qué extraño, no viene remitente, será alguna comunicación por parte de algún compañero —dijo para sí mismo.

Así que sin mucho interés abrió la carta con la falta de viveza de quien no espera premio en un rasca y gana y, sin más, revisó minuciosamente el envío postal libre de sellos, cuando, casi sin tiempo de pestañear, sintió como si una descarga eléctrica recorriera su cuerpo de arriba abajo en forma de rayo. En el interior del sobre encontró una fotografía datada 21/07/14 donde aparecía retratado hace años en una fiesta junto a una chica de la que tampoco sabia nada desde entonces. Tal fue la impresión que se llevó al verse que, asustado por su aspecto, le costó reconocerse en la imagen. La instantánea era nítida, pero aun así no lograba transportarle de ninguna manera a aquel momento exacto, como si su cerebro sufriera un cortocircuito en su consciencia. Era él, sí, eso estaba claro, pero al parecer su mente no almacenó recuerdo alguno en su memoria de manera natural y selectiva. Eduardo estudió la imagen y, al voltearla, vio que esta venía datada y contenía un extraño mensaje en su reverso, así pues, aún desconcertado, volvió a observarse, pero no había ni una mínima pizca de nostalgia en su rostro.

Aquello era un infame recuerdo y se clavó de repente en sus retinas como un puñal. No recordaba ni siquiera quién le hizo esa foto. Pero sabía quién era el propietario de la casa en la que lo cazaron realizando aquel sucio acto del que se sentía a años luz de distancia. Investigando la imagen, reparó en que había alguien más que estaba junto a él y aquella chica, pero no sabía a quién pertenecía la mano de la persona que les preparaba las rayas de polvo blanco sobre la espalda de la joven, usando una tarjeta bancaria de color plateado en una pose más que censurable. Para él, esa etapa estaba enterrada para siempre, por lo que trató de digerir la imagen; así pues, caminó perplejo hacía su despacho frotándose la parte trasera de su poblada cabellera y al entrar en él y pulsar el interruptor de la luz, un cortometraje de intensos y variados recuerdos enfermizos recorrió su mente.

Edu ahora era padre de una niña, estaba casado y no tenía relación con nadie de aquella época, por lo que eran pocas las personas de su entorno actual que tuvieran constancia de aquel periplo errante del que no se sentía nada orgulloso. Así que, tras aquel agitado cóctel de recuerdos, de nuevo, se interesó por el mensaje que venía grabado con tinta roja en el reverso de la foto.

***

¿Quién es el dueño del cielo? Buitres y avionetas surcan libres el firmamento. Hoy invocó a Zeus, y espero que este lancé sobre ellos y sobre ti, truenos, rayos y centellas. 1/10. Crueldad.

—¿A qué clase de gilipollas se le habrá ocurrido gastarme esta broma de mal gusto? —pensó mientras ajustaba la solapa de su chaqueta hecha a medida y rodeaba su despacho desfilando de un lado a otro con paso firme, resoplando pensativo, revisando a casa poco la inquietante postal.

—Maldito martes —gritó volviendo a leer el mensaje.

Entonces, apoyado sobre el frontal de la cristalera de su oficina, se deshizo del nudo de la corbata, a la vez que una masa de nubes negras comenzaba a trazar siluetas frente a él, en el horizonte.

Sin embargo, no hubo tiempo para más, el sonido del timbre arrojó un mar incesante de visitas a su oficina, frente a él circularon más de una docena de clientes por su despacho a lo largo de la mañana, así que no tuvo tregua alguna para que lograra hacer muchas más cábalas sobre aquel acertijo que las que pudo hacer en el sigilo que le permitió la soledad del primer tramo del día. Tras la tercera cita matinal, llamó a Claudia, su secretaria, que vivaz como de costumbre acudió a su llamada. Eduardo, sin embargo, con gesto turbio le encargó el segundo capuchino del día de mala gana y cerró la puerta de un portazo y sin pestañear. Su mesa lucía cargada de expedientes y documentos. Claudia, acostumbrada a sus desmanes, pidió permiso para entrar y le dejó el café sobre la mesa gentilmente.

—Tienes mala cara, jefe. ¿Una mala noche?

—Es martes, así que ya sabes… —dijo Eduardo intentando aparentar tranquilidad, mientras, inquieto ante la presencia de uno de sus clientes, guardó el sobre junto a la foto a buen recaudo en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Correo? ¿Tan temprano…? Mal empezamos, el día pinta largo. Ánimo jefe.

Cuando Claudia cerró la puerta de su despacho, Edu comenzó a recitar como de costumbre la retahíla de preguntas, comentarios y citas que soltaba a todo el que entrara en busca de sus servicios por primera vez.

Notificaciones, llamadas y reuniones se sucedieron hasta llegar el mediodía, así era la vida de Eduardo Buitrago. Sin tiempo para reconfortarse ni confesarse.

Bajo de ánimos, decidió tirar del mal vicio de la comida rápida y tras quince minutos de bocados grasientos y el frío y dulce regusto que le dejó la Cola-Cola, volvió al tajo. Citas, citas y más citas. Casi sin darse cuenta, el vértigo de la jornada hizo que se olvidara por momentos de aquella vergonzosa foto en la que se le veía jovial, delgado y ridículamente exaltado, con los ojos a punto de salir de sus cuencas. Esos atributos eran ridículos para un hombre de su posición, así que no podía sentirse orgulloso, ya que, a la vista de cualquiera, en esa imagen no era más que un yonqui del tres al cuarto, un tipo huesudo de piel pajiza, que agasajaba a una chica semidesnuda imitando una postura sexual, dispuesto a esnifar cocaína una vez más.

—Pero ¡qué diablos! —se dijo al ver la hora que marcaba el reloj de pared de su despacho.

El día no le dio ni un respiro, al fin y al cabo, qué cabía esperar de un martes, entonces acechaban ya las ocho de la tarde y sus compañeros se arremolinaban en su puerta a la espera de que Edu saliera de la última cita resoplando, como casi siempre, e invitara, como era costumbre, a las cañas del día innombrable. Aunque dado el estrépito de la jornada cualquiera sabe cómo saldría el jefe de aquella última reunión. Para colmo, era martes y trece, el peor de los peores días de la semana, del mes y puede que del año. Así pues, Claudia, una señorona mayor, bien entrada en carnes, con el cuerpo en forma de barrica, charlaba risueña junto al joven y barbilampiño pasante Guillermo Duque y la experta letrada Eva Silbes, que esperaban orden de salida.

Pasaron entonces unos diez minutos y Edu abrió la puerta de su despacho despidiendo al clan de los Solozábal, seis gitanos de proporciones enormes que parecían cocinados y manufacturados en un mismo molde de repostería, todos esos tipos sonreían satisfechos al unísono, agasajados tras una intensa reunión. La familia se marchó, no sin antes saludar uno por uno a don Eduardo con honores, estrechando su mano, mostrándole sus respetos y rindiéndose ante él, jurándole pleitesía con la necesaria premisa de que el jurista consiguiera sacar del presidio al que se veía sometido el menor de los hijos del patriarca de la familia. El joven había sido acusado de intentar asesinar a un miembro de un clan enemigo y pasaba sus días recluido en un centro de menores a la espera de juicio.

A Edu se le notaba cansado, así que, al verlos salir por la puerta, respiró y pudo al fin aflojar el nudo de su corbata, su rostro dignificaba la necesidad de un paréntesis en forma de jarras de cervezas, las cuales le proporcionarían el abrigo necesario para cumplir con la rutina y desgranar el estrés. Saturado de resolver las encrucijadas telefónicas de cuatro culos inquietos y una ristra de meapilas. Su tez ya no mostraba el encanto y la sonrisa por bandera que regalaba a todo ser humano que entrara por la puerta de su despacho.

Así pues, los cuatro miembros del bufete llegaron al Harrison, el bar del jurista por excelencia de la zona noble de los letrados marbellíes, donde el personal de mesa no tardó ni un segundo en servir sin preguntar, un plato de queso curado y otro de jamón ibérico, todo de diez y servido al instante. A la caída de la tarde, solo quedaba espacio para conversaciones secas, charlas vacías y luchas y disputas varias contra otros bufetes que copaban, como siempre, la no improvisada cena. El primero en volar fue Guille, después Eva, siempre silenciosa, y más tarde la veterana del grupo, Claudia, a quien la recogió su esposo, el siempre inadvertido Loren.

Edu pagó la cuenta, dejó propina y se marchó hacia el aparcamiento privado que regentaba en pleno centro marbellí en busca de su recién pintado Porsche 996 Carrera Cabrío, de color blanco. Arrancó el biplaza y se miró en el espejo interior del vehículo, evidenciando en su gesto que algo se le olvidaba, pero ya era tarde. Justo al salir de su plaza de aparcamiento, una silueta emergió de la nada quedando tras su vehículo, el individuo, viendo cómo este se marchaba, no dudó en fotografiar la parte trasera del deportivo de Edu, que al investigarse las entradas de su largo y denso pelo castaño, observó a lo lejos la maniobra del sujeto accionando el freno de golpe. El hombre al saberse cazado corrió hacia las escaleras de salida y Edu lo perdió de vista. Aquel extraño suceso le hizo recordar de nuevo la fotografía. Por unos instantes, tuvo miedo y se sintió, hasta cierto, punto vigilado. Finalmente, abandonó el aparcamiento y condujo camino a casa, sin dejar de revisar varias veces el espejo retrovisor, pero no hubo rastro de nada ni de nadie que le pudiera parecer sospechoso.

– 2. El desierto –

Martes 13 de abril 2021.

Al llegar a casa, un chalé de 200 metros cuadrados situado cerca de la urbanización de Montemayor a las afueras de la ciudad, Eduardo no tardó en estacionar el deportivo en una cochera interior de la vivienda. Al salir, el césped estaba mojado y lucía como una impoluta moqueta, mientras los columpios y la piscina brillaban sobre la caída de la noche ayudados por los tenues focos de luz que emergían del interior de su hogar. Aquella era la casa con la que siempre soñó, o eso se decía a él mismo. Al entrar, le esperaba Laura, su mujer, que lo recibió junto a su hija Elena de dos años. Ambas andaban entretenidas grabando unos cortes frente a una cámara digital para el blog de salud, belleza y bienestar que regentaba su joven esposa, dotada de una genética y belleza sin igual, ya que debía de ser unos diez u once años menor que Eduardo. Ella era rubia de pelo corto, vientre plano y curvas deliciosas. Eduardo saludó a sus niñas a distancia con cariño sin querer interrumpir la grabación. En realidad, estaba derrotado, así que marchó escopetado hacia su habitación a deshacerse del traje de los martes (no le gustaba) tardando unos minutos hasta que se puso cómodo y pudo reforzar su semblante frente al espejo del baño. Entonces salió del vestidor y desde la barandilla de la segunda planta no pudo dejar de observar a sus «rubias» en silencio, sintiéndose dichoso, encontrando por unos segundos recompensa a cabalgar otro día a lomos de la ciudad del caos.

—Hogar, dulce hogar —pensó.

Laura acababa de colgar su último vídeo en el blog y al ver a Edu bajar por la escalera de caracol le entregó a su pequeña en brazos. Entonces, al recibir a su hija notó el rostro de su esposa algo desencajado, lo que le preocupo.

—Cuéntame, ¿qué tal tu día?

Ella arrugó el entrecejo y él vio confirmada sus sospechas. Aquel día no había acabado aún y estaba a punto de presentar un último envite.

—Pues verás, hoy un pesado se ha dedicado a escribirme todo el rato por redes sociales para que te preguntara a ti, don Eduardo Buitrago —dijo con ironía y continuó— por una foto de hace años. ¿Te lo puedes creer? —Edu no le respondió y ella prosiguió con los brazos en jarra—. Pero no solo eso, es que me ha escrito en todos mis perfiles. Estoy negra…, me ha llenado todas las páginas con sus comentarios de mierda.

—¿De qué hablas? —preguntó el sobrecogido, intentando que ella no le observara preocupado.

—Pues míralo tú mismo, cariño —replicó Laura, señalándole aquel desagradable detalle en su tablet, mostrándole con parsimonia uno a uno los mensajes, adornando su tez con un claro gesto de desesperación.

Edu observó aquello con recelo y, de pronto, explotó.

—Te he dicho mil veces que tienes nuestra vida puesta en la calle y que no me gusta que expongas a la niña ni a mí ni a nuestra casa, joder… —rechistó alzando la voz.

—Pero, entonces, ¿qué quieres que haga? Sabes que esta es mi vida y que me sacrifico porque quiero ser independiente...

Edu pensó que era mejor quitarle hierro al asunto.

—Lo siento, cariño, estoy cansado. Tienes razón, será alguna envidiosa que está aburrida… con su vida de mierda. Aun así, no me gusta que la gente sepa tanto de nuestras vidas, ni mucho menos nuestras rutinas, es solo eso.

—¿Envidiosa dices? Es un tío, aquí lo tienes, un tal «Farlópez» —dijo una vez más con retintín señalando la pantalla de la tablet hecha una furia.

—Peor me lo pones… —expresó Edu evidenciando su malestar y frunciendo el ceño, observando de reojo la foto de perfil de aquel exasperante seguidor.

A medida que ella le acercaba la imagen, pudo reconocerse a sí mismo en la instantánea. Era la misma que le habían dejado por la mañana en su despacho, atrapada y minimizada en un minúsculo recuadro. Edu suspiró al comprobar que gracias a la baja nitidez no se podían distinguir ni su rostro ni sus rasgos ni su demacrado físico de por entonces. Laura notó a Edu nervioso, y este se puso a deambular por la casa de un lado para otro sin encontrar un destino, mientras su mujer se dispuso a acostar a la pequeña en su habitación. Tras arroparla, Edu fue de nuevo al encuentro de su esposa.

—¿Esto es lo que querías? Dime… fieles seguidores y acosadores en nuestras vidas. Pues nada, ya los tienes, ahora sigamos con nuestra hermosa y maravillosa pantomima. Vamos, ¡que no pare la fiesta!… Tú, mientras tanto, continúa sumando seguidores y likes a costa de nuestro matrimonio.

Laura no encajó aquel comentario.

—Me parece que estás sacando las cosas de quicio, Eduardo. Tengo miles de seguidores y ninguno de ellos, quitando cuatro cafres, me van a arruinar la vida.

—¿Es que no lo ves?, la gente no tiene vida y necesita joder a los demás para ser feliz.

—Pues me niego a creer que eso sea así, tengo buenas amigas gracias al blog, colaboro con marcas, me invitan a eventos…, así que no volveré a hablar contigo cuando me ocurran este tipo de cosas. ¡A la mierda!

—Ves, ya lo han conseguido, aquí nos tienes enfrentados por un hater hijo de puta. ¡Me cago en todo!

Con el paso de los minutos, Laura, al ver a Edu realmente alterado y tenso, comprendió que su marido llegó a casa agotado. Entonces, albergando en su interior el deseo de arreglar aquel estropicio nocturno, se sentó sobre su regazo y buscó consolarlo. Ya que en realidad le extrañó su desazón, así pues, Laura entrelazó sus finos y cuidados dedos sobre el cabello de él, con dulzura.

—No seas desagradable. Relájate, por favor, sé que es martes, y es el peor día de la semana, así que vamos a la habitación y mañana será otro día —él accedió a la sugerente propuesta y trató de camuflar su gesto con una leve sonrisa, pero su cabeza seguía en otra parte.

Por la mañana, la pequeña despertó a la pareja sobre las 6 en punto, Edu le dio un biberón y la dejo de nuevo dormida en la cuna. En el interior del vestidor se mostró sigiloso mientras elegía la ropa de deporte para afrontar una nueva y sofocante jornada. Después de estirarse y soltar un par de bostezos, se sintió incluso desmotivado, pero decidió que lo mejor, tal y como había acabado el día anterior, era ir al gimnasio y desconectar. Justo cuando bajó a recoger la mochila de la entrada, se dio cuenta de que ese tal Farlópez o quien fuera iba en serio. Allí, bajo la puerta de su casa, había otra carta idéntica a la del martes, misma letra, idéntica tinta roja y, para colmo, estaba fresca. Aquello ya era una dinámica invariable, 2/10, marcado en la esquina.

Eduardo sintió cómo el corazón se le salía del pecho. Apenas sin tiempo de reacción, se cercioró de que Laura no estuviera al acecho en la primera planta para despedirse de él como era habitual, lanzándole un beso con Elena en sus brazos. Así que aprovechando su ausencia cogió las llaves del Porsche y se dirigió al garaje de forma acelerada, en su mente retumbaban ahora perennes los truenos de la tormenta matutina que en forma de pesadilla se había gestado durante el día anterior, aquella borrasca, sin duda, comenzaba a colapsar el cielo y la paciencia de Edu.

—¿Y si aquel tipo quería ajustar cuentas? ¿Y si ese nubarrón negro tenía pensado instalarse en el transcurrir de aquel miércoles inhóspito y en el devenir de los próximos días?

No fue hasta que se introdujo en el interior del coche, cuando Edu pudo recobrar algo de tranquilidad y serenarse. A solas tuvo la oportunidad de abrir el sobre, aunque en el fondo era una falsa calma, ya que alguien se había atrevido a acceder hasta la puerta principal de su casa, y para eso tenía que haber saltado un muro de dos metros.

De nuevo aparecía él, era otra foto sentado en la proa de un yate junto a una persona que conocía muy bien, era una chica joven. Carla, su prima, piel morena y ojos negros, lucía como siempre feliz, pelo azabache, sonrisa hechizante y una cara de dulce que nunca paso inadvertida para Edu. Aquella chiquilla gitana era casta y pura, piernas largas y cuerpo de infarto. Su imagen hizo sentir a Edu verdadera nostalgia. En la foto, los primos se abrazaban cariñosamente, Edu no entendía nada, pero unos sentimientos encontrados acecharon por un instante su alma al verse después de tantos años junto a ella.

—¿Quién coño me ha enviado esa foto?, y lo más importante, ¿para qué?

***

¿Sabes quién amenaza al Buitre? El hombre. Hoy comienza la cacería. Corre y recuerda que Zeus está de mi parte. 2/10.

– 3. Eddy nace –

Once años antes.

A finales del invierno de 2010, Eduardo comenzó a trabajar para un bufete de abogados en Madrid, el archiconocido Brandsen & Partners. Por aquel entonces, tenía unos treinta y pocos años, y con el tiempo se convirtió en la cara visible del despacho en todas las sedes de la zona sur del país. Esta oportunidad le fue concedida gracias al talento y pericia que atesoró durante años actuando por libre. Sus seres queridos sabían que su sueño desde que salió de la facultad era trabajar para un despacho top en cuanto al ámbito penal se refiere. Así que de golpe y porrazo su vida sufrió un cambio drástico, puesto que pasó de recibir a sus clientes en la terraza del bar del barrio donde se crio, a ser un penalista cojonudo en filas de un gigante mediático experto en defender a la élite más selecta de este país.

El dinero dejó de ser un problema, Edu ganaba y generaba mucha pasta para los socios del gigantesco bufete, y ya se sabe lo que pasa cuando a uno le sobra la tela.

De un día para otro desaparecieron los problemas y, como se suele decir, con guita las penas son menos penas. Así pues, de golpe y porrazo se esfumaron todas sus preocupaciones. Rápidamente, llegaron los primeros acuerdos millonarios, y pequeñas mordidas, que fueron evidenciando una rápida escalada hasta los cielos. Todos hablaban maravillas de sus habilidades sociales y, también, de las judiciales.

Y Edu, que no era un pardillo, aprovechó esa época para relacionarse bien en la esfera jurídica, pero no solo eso, sino que también encontró espacio para el disfrute. No faltaba a las fiestas ni a los viajes ni a los congresos, y tampoco hacía ascos al lujo. Y es que seamos sinceros, ¿quién no quiere triunfar?

Según contaban las malas lenguas, Edu y el glamur iban cogidos de la mano, siempre había espacio para un buen vino y para la gastronomía de renombre. Todo iba sobre ruedas, hasta que en unos de esos ambientes vip que frecuentaba, el destino le presentó a la bella y sigilosa ladrona de sueños y conciencias, que como de costumbre se camuflaba de señora blanca… y que acabó engatusándolo con su divinidad, aquella chica refinada de nombre cocaína censuró su ascenso con el paso de los años.

Aquello era un tema algo más que curioso, Eduardo, que desde niño demostró ser un tipo con personalidad, escapando del curioso baile de animales (monos, camellos y hienas) que azotó a su barrio durante años, no supo ni pudo dejar de lado a narcotraficantes, ladrones de bancos y un largo etcétera, elementos todos ellos de dudosa honorabilidad, y es que estos, ayudados por el disfraz y el camuflaje que les proporcionaban los trajes de diseño, los coches de alta gama y los fajos de billetes que pagaban bajo cuerda a sus abogados, se ganaban fácilmente en aquel círculo una refinada reputación.

Pero todo mal tiene un culpable y es que Brian Brandsen, conocido en el mundillo judicial como «el Sueco», puso sus ojos azules eléctricos en él. Brian era famoso desde que fue concebido, además de millonario de nacimiento. A decir verdad, en ese instante vivía enfrascado en una permanente lucha de egos tras enfrentarse a Edu en un mediático juicio. Al caer la sentencia del lado de este último, el estrépito de su caída, le hizo tirar del clásico dicho de si no puedes con tu enemigo, cómpralo.

Brian era hombre de mundo y entendió que no podía salir de los tribunales de vacío. Tras perder ese juicio, el Sueco no tardó en agasajar a Edu y transmitirle gratamente su sorpresa, ante la fuerza, pureza y crudeza con la que el Buitre defendía a sus «inofensivos» clientes. Y es que, aunque no gustara en el ámbito elitista de la profesión, aquel ascenso e intromisión de un donnadie por aquellos fueros era evidentemente imparable ante sus ojos. A Brian poco le importaban las opiniones de los socios de su bufete, según contaban sus lacayos, era tal el aprecio que sentía por el joven Edu que habría dejado que se follara a su mujer para que pasara a formar parte de su firma de abogados.

La espontaneidad y el liderazgo mostrados por Edu al poco de incorporarlo a su equipo terminaron por darle la razón en su apuesta. El chico encandiló a todos en su camino hasta el cielo jurídico como abogado influyente.

Lo normal era que, si Edu no llegaba a un acuerdo extrajudicial, terminará dejando una huella negra en sus contrincantes frente a sus señorías.

Pero el nuevo pretexto cambió la percepción profesional del chico de barrio, semanas de tres días de trabajo intenso y tensión, daban paso al merecido descanso. Cuatro días en el paraíso, clara y concisa era la premisa que debía seguir, y firmar casi como un tratado. De igual forma, él estaba encantado con aquella forma de ver la vida, y estaba claro que no iba a desaprovechar la buena dicha. Allí, entre bambalinas, murió Edu y nació y creció Eddy.

—Querido Eddy, mata tres días y deja cuatro para vivir y descansar, serás mejor abogado y mejor persona o peor, qué importa. A partir de ahora solo tienes que aceptar los casos que sepas que vas a ganar —Brian Brandsen hablaba siempre así, era tajante, le gustaba dejar claro que su naturaleza era perversa.

Eduardo, Edu o Eddy, ¿qué importa si sus bolsillos estaban llenos? Coche de nivel, casa de nivel, hasta en apariencia ya era un chulo de nivel, vestía como ellos, andaba como ellos y, casi sin darse cuenta, se convirtió en cliente habitual de los grandes restaurantes y lugares de privilegio que frecuentaban los ducados miembros de las altas esferas, y es que eso de casi sin darse cuenta, sobraba por completo. Porque mucho antes de aquella etapa, a Edu se le consideraba uno de los intocables de su ciudad, sin embargo, ahora lo era de toda una nación.

—Es todo carisma y entusiasmo —comentaba Brian en petit comité, beatificando su propia imagen y la de su recién llegado chico de oro.

En todo caso, al joven y recién llegado Eddy al principio le costó sumergirse en la burbuja de bienestar que rodeaba al Sueco, quizás intimidado por el poderío económico mostrado por su homónimo. Por lo que no terminaba por sumarse a los golosos eventos con los que Brian le tentaba a sabiendas de su respuesta, así que el escandinavo herido en su orgullo continuó seduciéndolo hasta la saciedad. Por eso, el hombre de Malmö tomó la determinación de casi obligar a Edu a que acudiera junto a él a un evento de postín como representante e imagen del despacho. Brian no era un tipo acostumbrado a que se le negara nada, siempre obtuvo lo que quiso, así se crio y creció, por lo que no se daba por vencido e insistía cada vez más en dar un paso más en su relación con el joven chico. El problema era que Eduardo, en principio, no tragaba y se ceñía al ambiente puramente profesional, pero Brian no aguantaba la sensación de que su pupilo se le resistiera, dejando claro que lo quería en exclusiva para él.

—Tienes que venir a navegar, iremos en mi yate privado, habrá muchas mujeres y podrás traer a quien quieras —dijo Brian mostrándose extravagante.

Ni por esas, no había manera, Edu no era muy partidario de mezclar negocios y placer, así que daba la callada por respuesta. Era simple, prefería mil veces antes una tarde de cañas con sus amigos en el Alaska, el bar de su barrio donde forjó su clientela, que terminar borracho en bañador con tres docenas de pijos desconocidos. Y es que a Edu, al que todavía le conocían en algunos círculos de la ciudad como el Buitre, era patrimonio de su barrio, la calle Larga, territorio hostil a ojos de cualquiera, que marcaba de por vida a fuego el lomo de sus potros.

Aquel era un lugar cualquiera entre dos grandes emplazamientos marbellíes, y al fin de no decantarse por ninguno de ellos, aquella recta interminable entre dos aguas, reconocida así misma cual Galia, resistía con el paso de los años a ser domada y frecuentada por uniformes y chapas, reafirmando una idea de vida y el anhelo de respirar un estado de perpetua anarquía.

En la entrada de aquel lugar, a pocos kilómetros de la playa de Nagüeles, reinaba un grafiti que lucía sobre un muro desconchado a medio caer. Sus colores eran vivos y sus letras, bizarras, pero hacían que aquel místico mural llamara más si cabe la atención de quien decidiera surcar aquella calle de un solo sentido.

«No puedes salir de la recta infinita, los de la larga te seguirán hasta la vista, respeta y entra para siempre, y si sales, con los pies por delante. Recuerda que aquí nadie te invita. Si no vives para contarlo, no olvidarás este lugar, ni tampoco esta cita»

– 4. Callejeros –

23 de junio de 2012.

Era sábado y en la iglesia de San José Obrero retumbaban las campanas de las doce del mediodía. La calle Larga lucía repleta de gente, bolsas de mercado sujetas por manos añejas se mecían en ambas aceras casi a rebosar. El fin de semana se palpaba y celebraba en los rostros de los vecinos aquella soleada mañana del mes de junio, víspera de San Juan. Un número incontable de muebles abandonados, papeles y muñecos copaban una de las esquinas de la calle amontonando los escombros que esperaban dispuestos a ser quemados para dar así la bienvenida al verano. Ilusionados con la hoguera nocturna, los niños sofocaban las altas temperaturas, empapados, cargados con globos de agua, iniciando una nueva contienda, sonrientes y deseosos de disfrutar de la batalla.

Edu observaba el panorama con melancolía sentado en la terraza del Alaska, su fresco y acogedor despacho hasta hace unos meses. Aquel bar era de los de toda la vida, con serrín en el suelo y un par de máquinas tragaperras que pasaban más horas al día activas que cualquier semáforo de una gran ciudad, regalando fresas y limones a diestro y siniestro. Un lugar cutre, pero su hogar, y lo era aún más si junto a él estaba su buen amigo Correa, un boxeador mitificado por sus vecinos y por el pueblo malagueño en general, tras mantenerse invicto cuarenta y dos combates como profesional, perdiendo el único de ellos ante el gran Óscar de la Hoya, llegando a ser aspirante al título de los pesos wélter, galardón por el que nunca llegó a pelear. Un tipo que llegó hasta donde quiso, haciendo uso y abuso de su gancho de izquierdas (Correa era zurdo) y aunque nadie dudara de su maravillosa pegada, los que le conocían bien sabían que su fuerte nunca fue la inteligencia, así que no tardaron en pillarle con el carrito del helado. Correa fue sancionado por dopaje justo tres meses antes de que el americano le regalara la revancha en un combate que debía haberse celebrado en Las Vegas. Pero Correa era de esas personas que de nada se arrepiente y, generalmente, lucía siempre sonriente por las calles de su barrio; solo le bastó con saberse respetado y admirado por los suyos y por las ingenuas miradas de los desconocidos, que dibujaban en sus ojos respeto ante su hito y ante sus salvajes rasgos de león enfurecido.

Sentados el uno frente al otro rememoraban golpes, caídas y cuentos de niñez, mientras el Renault 5 Copa turbo de color rojo de Correa seguía aparcado en doble fila, con las ventanas abiertas de par en par, desde donde rezumbaba por los altavoces los acordes musicales de Manzanita, cantando arranca. De pronto para su deleite vieron caminando hacia ellos al pequeño de la pandilla. Nano, el tercero en discordia. Un tipo infantil, aunque hacía tiempo que debió haber alcanzado la madurez. Desde siempre, su familia regentó una frutería en el mercado de abastos del barrio. Nano era flacucho, un enclenque orgulloso al que le encantaba comentar que no iba a pegar ni sello el resto de su vida gracias a la red de establecimientos que su padre le iba a dejar en herencia. Por lo que con los años se ganó ser apodado cariñosamente por sus amigos como «el Heredero». Edu y Correa disfrutaban a menudo tocándole la moral con sus poses y su buena vida, pero a Nano siempre le bastaba con repetir su sermón:

—Cabrones, no os preocupéis por mí, en mis fruterías nunca os faltará un puesto de trabajo.

La realidad es que no tenía pinta de empresario, vestía habitualmente con chándal, era muy bajito y delgado casi al extremo. En la calle Larga, estos peculiares amigos eran conocidos como los trillizos. El famoso tridente compartió infancia, equipo de fútbol y trastadas. Tiempo atrás, era difícil ver a alguno de ellos sin que los otros estuvieran muy lejos, siempre anduvieron juntos, así era y fue durante su niñez y adolescencia, los tres cuidaron siempre los unos de los otros.

—Tú puedes abandonar el barrio, pero el barrio nunca te abandonará a ti —dijo Edu alzando su caña, brindando con ellos.

Cervezas, anécdotas y alguna colleja que otra se repartían los viejos amigos por doquier entre ronda y ronda. Entonces, como cabía esperar, se vieron raramente inmersos en la hora de las copas cuando un singular personaje hizo entrada en el bar. Aquel hombre vestido de punta en blanco con pinta de guiri hizo que con su mera presencia se hiciera el silencio en la tasca. El Pintao era un cantaor de etnia gitana, con ausencia de pelo en la primera parte de la cabeza y una maraña rubia de cabello que alborotada lucía salvaje en las dos terceras partes de su cuero cabelludo, aquella «peluca» rimaba con su extenso bigote rubio. Su aspecto, aunque pudiera parecer extravagante, era elegante y sobrio, don Paco iba trajeado y con los zapatos recién encerados sin deshacerse, por supuesto, de su amado bombín inglés. Pero sin duda lo que llamaba poderosamente la atención eran sus cuidadas manos, que lucían colmadas de oro, con un sello en forma de corona real que reinaba en su dedo corazón. Lo que nadie era capaz de discutir es que tras sus viejas y limpias gafas de pasta negra se escondía una mirada capaz de helar un desierto con la viveza de sus verdosos ojos. Lo de Pintao le venía por la cantidad ingente de pecas que regentaba su nariz y su cara. El cantaor era considerado por todos un rey gitano, algo más que un simple patriarca, y regentaba entre sus logros ser el fundador del clan de los moraos, un hito para un gitano albino.

—Sobrino, ¿otra vez por aquí? —el silencio hizo eco una vez más en el bar ante su presencia.

—¡Tito! —exclamó Edu, acercándose a abrazarlo con efusividad dado el grado alcohol que regentaban sus venas.

—Déjame que te vea…, estás hecho un galán de telenovela —dijo con media sonrisa el anciano, observándolo con cariño pellizcándole la mejilla a su muchacho que le sacaba dos cabezas.

—Bueno, tuve que ir al juzgado esta mañana…, no puedo ir de cualquier manera al trabajo, ya sabes…

—Tranquilo, sobrino, siempre tuve claro que ibas a llegar lejos, en fin…, pero no te dejes ver mucho con estos dos patanes. Míralos… —dijo señalándolos con las manos abiertas— siempre en chándal, si es que no tienen calidad ninguna. ¿Qué van a decir de ti los señoritos de postín? Anda, siéntate de una vez, joder, que me vas a destrozar el cuello.

Correa y Nano con respeto se acercaron al Pintao estrechando su mano con afecto, pese a su comentario, y lo llamaron don Paco, haciendo de su saludo casi una reverencia.

—Veo que estáis bien, me gusta veros juntos, a ver si pasáis por la carpintería. Por cierto, Correa, tengo que hablar contigo, se rumorea por esta calle que vas a poner un gimnasio. ¿Es así? —Correa con las hechuras de un gorila asintió haciéndose pequeño ante su presencia, pese a la diferencia de envergadura con el anciano—. Ya hablaremos tú y yo.

—Bueno, tito, no te pases mucho con el púgil…

—Los negocios son los negocios, ¿verdad, Rafael? —preguntó el rubio gitano enfocando su mirada hacia el dueño del bar, un tipo orondo que tras la barra entendió aquel mensaje a la perfección y lo aceptó sonriente. Tal fue así que no tardó ni cinco segundos en entregarle un sobre en mano con una cantidad ingente de billetes en su interior—. Así me gusta, siempre lo he dicho. Rafael es un hombre inteligente y un hombre inteligente puede pasear por donde quiera con sus dos piernas, teniendo libre sus dos manos para trabajar… Bueno, chicos, este viejo gitano no os va a importunar más, ¡así que disfrutad! —exclamó acercándose de nuevo a Edu dándole un trato exclusivo y regalándole en presencia de todos unos comentarios en voz baja al oído—. Acércate por la carpintería antes de irte y no vengas muy borracho, puede que esté tu tía y ya sabes que no le gustaría verte de aquella manera —era el Pintao, así que aquel gesto no se consideraba de mala educación.

—Está bien, tito.

—Rafael invita a una copa de mi parte aquí al personal, hoy me ha alegrado el día ver aquí a mi sobrino…

El tabernero corrió a repartir suerte por el mural fijo de barra y terraza del concurrido bar de barrio que, al ver salir a don Paco, respiraba y celebraba eufórico aquel gesto con cortesía. Por su parte, Rafael, aún sabiendo que el Pintao no pagaría ni un duro por aquellos vasos de tubo a rebosar con dos hielos y cinco dedos de ginebra Gordon, sonreía ante sus descastados clientes, tipos que aún llevaban puestos los monos y uniformes de trabajo, hombres todos, la mayoría de ellos viudos o separados, que entre semana despachaban horas jugando al dominó, saliendo del rutinario desfase laboral a modo de ritual. Así pues, todos ellos, jóvenes y mayores, obreros con o sin obra, brindaron acodados sobre el aluminio y bebieron a la salud de don Paco, el Pintao, rey y señor de la calle Larga.

Al cabo de unas horas, Edu se despidió de sus dos amigos y al llegar a orillas de la carpintería se encontró en la puerta con su primo Lolito, el hijo del Pintao. Lolito era un chico espigado, de piel morena, ojos claros y pelo castaño acaracolado, un gitano fiel amante de la madera, eso sí, con la mala suerte de ser gay en una familia gitana respetada por toda la ciudad. Edu hacía años que sabía que su primo era morador de la cera de enfrente, y tanto él como sus padres lo trataban con la ternura y el afecto que el muchacho se merecía. Y es que, conocedores todos ellos de malas artes de su tío y su tía, la Caponata, al joven no le quedaba más remedio que lidiar con ellos y con las expertas voces de portera de la calle Larga, donde cualquier excusa era buena para que al primer resquicio de problema con él, las alimañas no dudarán en atentar contra su libertad sexual. Pero don Paco no consentía ese vil alegato, así que la gente andaba con cuidado y Lolito vivía la situación con recelo, consciente de que los grillos y las chicharras cantaban bajito a su paso.

Edu siempre lo protegió y construyó muros desde pequeño para que nadie voceara su condición y, claro, no eran pocas las veces en las que tanto Correa como Nano le preguntaban en confianza y con naturalidad si su primo era maricón.

—Pues, yo qué sé… —decía el conocedor del secreto a sabiendas de que ellos como marujas le irían con el cuento a cualquiera que se les cruzara.

—Edu, no nos engañes, tío, siempre va rodeado de tías y muy macho no se le ve —inquirían ambos al unísono con la malicia que se le supone a un crío.

—Si tan machos sois, por qué no le preguntáis vosotros mismos —decía Edu dando por zanjado el tema, siempre con una ridícula simpleza.

Lolito abrazó a Edu con cariño y le hizo pasar a la carpintería, que era la parte trasera de tres casas matas de dos plantas ubicadas exactamente en mitad de la calle Larga. La Casa Blanca, así era llamada por los lugareños, que agachaban la cabeza al concurrir por los dominios de don Paco, el Pintao, y es que la familia aristócrata del lugar vivía en una auténtica fortaleza, aunque era un secreto a voces que allí moraba una reina déspota. Ana, mujer de don Paco, se desgañitaba defendiendo su imperio y se ofrecía a mediar con sus vecinos siempre que hubiese un problema, el populacho tenía las puertas del palacio abiertas de par en par, aunque no a todo el mundo le apetecía entrar en aquel laberinto, ya que una vez dentro… a nadie le era fácil encontrar la salida, si es que realmente esta existía.

—Primo, ¿cómo estás? —preguntó Lolito, siempre cariñoso.

—Un poco piripi… —dijo Edu, intentando serenarse.

—Contaba con ello, se te nota un poco —sonrió y prosiguió—. Te acabo de preparar un regalito.

—¿Qué dices?

Lolito orgulloso le mostró lo que había preparado. Don Paco motivó el detalle seguro de que el Buitre pasaría por casa, nadie se niega sus deseos, mucho menos siendo familia. Aquel presente era un cajón flamenco precioso con acabados magníficos en madera de roble, pintado con delicadeza, y acabado de forma exquisita en color ocre.

—Gracias, Lolito, no sé para qué te metes en nada de esto, es fantástico —precisó admirándolo—. Hace años que no lo tocó.

—Tú, tranquilo, somos familia, esta madera estaba destinada para ti, Buitre...

En aquel instante, su prima Carla hizo entrada en el taller. La mirada de Edu se estremeció y Lolito, consciente de ello, aprovechó para ir a la cocina y preparar café.

—Tú, ¿qué pasa payo?, ¿no le das ni un beso a tu prima…?

—Claro que sí, cómo no —dijo ruborizado mientras ella se acercó a él sonriente y risueña, como era habitual.

—Cuánto tiempo —acertó a decir Carla justo cuando no dudo en marcar sus carnosos labios en los flancos de las comisuras de él, que se apresuró a limpiar el carmín al ver que su tía Ana los vigilaba tras el telar que tapaba la puerta de entrada a la carpintería.

—Tú, ¿cómo estás? —dijo Ana, la Caponata, sabedora de que tras aquel umbral se dibujaba su silueta, abandonándola con descaro. Aunque si fuese por ella habría seguido allí entre cortinas y caminando de puntillas. Era un secreto a voces que a Ana le gustaba regentar visillos en busca de exclusivas.

Edu dio dos pasos atrás y contestó mostrándose cual modelo, con los brazos abiertos.

—Eres un marqués, ¿dónde vas tan elegante?, bien, sobrino, bien —dijo aplaudiendo su imagen con la mirada—. ¡Ay, qué malos ratos me das! Me ha dicho tu tío que estabas con esos dos muertos de hambre del sonado y el frutero. Esos dos a ti no te pegan ya, ni te pegaban antes.

—Bueno, son mis amigos, tita, ¿qué te puedo decir…?

Su tía torció el gesto. Aquella era una gitana de pelo cano y ojos negros, vestida con una camisa de tigre estampada, una mujer que tuvo que atesorar toda la belleza heredada ahora por su hija tiempo atrás, pero que como buena gitana con los años renegaba y se escondía de arreglos de chapa y pintura.

—Despierta, Carla, estás tonta, hija —dijo chasqueando sus dedos y continuó—, ve a ayudar a tu hermano con el café y deja que tu primo se ponga cómodo.

—Está bien, madre —respondió la joven apurando aquel instante sin quitar la vista de encima de Edu. Mientras su madre, consciente de ello, renegaba de aquello para sí misma.

Paco miraba a Ana negando con la cabeza, mientras esta continuaba examinando a Edu cual centinela. Buena muestra de ello es que lo registró de arriba abajo. Así era ella. Para culminar aquel encuentro no dudó en decir a Edu que estaba muy delgado, que tenía que comer más, y continuó sacándole pegas para adentro.

En el taller, tomaron café los cuatro miembros del clan Cortés y Edu que, aunque nunca había compartido apellido con ellos, se sintió como siempre uno más de esa familia en las entrañas de un lugar que siempre lo sintió como su propia casa.

—Bueno, sobrino, aprovechando que estás aquí, tengo que decirte que Carla se nos casa. Hemos arreglado algo muy bonito, con el Pote de los Heredia —celebró Ana con su tono de voz.

—¿El cantaor? —inquirió Edu sorprendido.

—Sí, tu prima se nos hace mayor…, no sabes el cambio que ha dado para bien desde que el niño nos la pidió, está en un buen momento personal y profesional —precisó el Pintao.

—Está muy contenta, ¿verdad? —dijo su madre apoyando a su padre, aprovechando la pregunta para propinarle una patada por debajo de la mesa.

Los Heredia eran muy conflictivos, pero al Pintao le venían de lujo para sus chanchullos, Edu lo sabía, ya le había tocado defender a una de las mujeres del clan por intentar sacar a una señora mayor, vecina del barrio, de su casa a patadas.

—¿Te casas? —dijo él observándola sorprendido y suspirando tras darle un sorbo al café.

—Sí, primo, sí, ¡ha llegado mi hora! —exclamó ella con falsa euforia, como quien se sabe muerta—, pero queda aún tiempo para ello…

—Tiene veinte años, ya no puede esperar más, es una belleza que la tenemos vendida en la calle, todo el día de tablao en tablao, cantado ahí tan bonita encima de un escenario… es muy golosa a la vista, ya sabes tú lo que hay hoy en la calle, sobrino —dijo Ana.

—Bueno, la niña se sabe defender… —respondió Edu sin ánimo, mirando al suelo.

—Ya sabéis que yo no estoy muy de acuerdo con esto —discutió Lolito.

—¡Tú te callas! —respondieron sus padres al unísono.

—Bueno, tranquilos… no vaya a ser que acabemos ardiendo… que aquí hay mucha madera que quemar… familia —dijo Edu quitándole hierro al asunto.

—Llévatelo, sobrino, es que este niño no ha conocido a ninguna buena gitana, no sé si ya me da igual que se case con una paya.

—Bueno, tita, Lolito es un artista, ya has visto lo que es capaz de hacer en tres horas para su primo, y los artistas son así, mentes inquietas y creativas que no tienen tiempo para el amor, todo lo invierten en sus musas, ¿me equivoco primo?

—Yo no lo habría expresado mejor… eres un gran negociador sobrino —expuso don Paco mientras Lolito sonreía agradecido por aquel capotazo.

El Pintao sabía que Edu defendía a su hijo a muerte y eso le hacía sentir una pasión fuera de toda duda con su ahijado a ojos de su mujer, la Caponata.

De repente, cuando la reunión se tornó relajada, Pote Heredia entró en el taller cantando a viva voz, dando quejidos y palmas.