Los hijos de la Gran Diosa - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - E-Book

Los hijos de la Gran Diosa E-Book

Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

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 Además del estudio de la psicología analítica en aquello que la caracteriza esencialmente, y de la aplicación a un problema completamente nuevo, no solo en nuestro país sino en el panorama universal, el otro objetivo de esta investigación lo constituye el intento de permitir la emergencia de nuevos contenidos, posibles conexiones simbólicas, relaciones culturales y raíces originarias que se manifiestan en el fenómeno de la violencia, de manera que nos sea posible comenzar a abrir las perspectivas a un problema que retorna entre ciclos cada vez más estrechos de tiempo y en círculos de implicación social y cultural cada vez más amplios, impidiéndonos tomar distancia dado el impacto profundo que cada arremetida produce en los individuos y en nuestra sociedad.     Este trabajo nace de la desmesura, de la pasión profunda por la vida que convive con el agotamiento de los símbolos que puedan expresarla. Del exceso de amor y del exceso de violencia, de una polaridad extrema, polaridad misma de la vida ante la cual la conciencia se hace necesaria, si no queremos perecer en ella.   

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Los hijos de la Gran Diosa

Psicología analítica, mito y violencia

Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

Colección Ciencias Sociales y Humanas

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Ciencias Sociales y Humanas

© Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

© Editorial Universidad de Antioquia®

© Carolina Forero Tovar, motivo de cubierta

ISBN: 978-958-501-041-3

ISBNe: 978-958-501-012-3

Primera edición: diciembre de 1999

Segunda edición: marzo de 2022

Diseño de cubierta y diagramación: Imprenta Universidad de Antioquia

El contenido de la obra corresponde al derecho de expresión de la autora y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad de Antioquia ni desata su responsabilidad frente a terceros. Los titulares asumen la responsabilidad por los derechos de autor y conexos contenidos en la obra, así como por la eventual información sensible publicada en ella.

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier

propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

A mi pueblo, Medellín, en la profundidad de su tensión vital

Cuando algo anda mal en la cultura algo anda mal en el individuo, y cuando algo anda mal en el individuo algo anda mal en mí

Carl Gustav Jung. Los complejos y el inconsciente

La autora

Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

(Medellín, 1954-2019)

Una de las pioneras del feminismo en Colombia, es autora de los libros Los hijos de la Gran Diosa. Psicología analítica, mito y violencia, Las vírgenes energúmenas y El errar del padre, publicados por la Editorial Universidad de Antioquia; de la novela Mientras el cielo esté vacío (Editorial Eafit) y de ensayos compilados en el volumen de homenaje Creer llorando. Feminismo, poder e imaginación.

Introducción

El presente libro busca un acercamiento conceptual, analítico y práctico a la psicología analítica, fundada por el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung (1875-1961). En la primera parte se desarrollan los aspectos fundamentales de su obra, los conceptos que le significaron una ruptura con el pensamiento de su época y las diferencias y avances con relación a otras posturas y formulaciones sobre el inconsciente. En la segunda parte se desarrollan aspectos relativos al tiempo del culto a la Gran Diosa y al significado vital de esta, así como a la destrucción del orden por ella regido, y se analizan algunos de los mitos fundacionales de Occidente; finalmente, y retomando estos elementos, se realiza una aproximación desde la teoría junguiana al problema de la violencia en una situación específica y en un pueblo concreto: la violencia de jóvenes adolescentes, casi niños, que viven del asesinato, en la ciudad de Medellín, Colombia, fenómeno conocido como sicariato.

Carl Gustav Jung compartió las ideas iniciales de Sigmund Freud acerca de lo psíquico en particular y de lo humano en general. Pero sus investigaciones lo llevaron a planteamientos diferentes de los de aquel; y es así como en 1912, con la obra Transformaciones y símbolos de la libido (posteriormente llamada Símbolos de transformación), obra que, como lo anota el mismo Jung, “pasará a ser un mojón colocado en el lugar en donde se separan dos caminos”,1 las direcciones de estos dos teóricos toman rumbos diferentes.

En este texto, Jung esboza, configura y diseña los fundamentos de su largo recorrido teórico y clínico, cuya base o suelo nutricio lo constituyen los mitos, las tradiciones, los saberes primigenios y las religiones mistéricas, aspectos cuya importancia para la configuración psíquica del ser humano había sido ignorada o subestimada hasta entonces.

Significa esto que el fundamento de la psicología analítica está constituido por las construcciones simbólicas primordiales de la humanidad, entendidas en esta teoría como los elementos a partir de los cuales cada ser humano se significa y se comprende en el despliegue de su individualidad psíquica, biográfica, histórica y cultural. Y es este fundamento el que nos envía a la concepción junguiana del símbolo, que es asumido como el eslabón que por un lado nos conecta con los orígenes mismos de la humanidad en su decirse esencial, y que por otro lado nos lanza, en su emergencia, hacia la significación en la que se manifiesta cada vida individual. El símbolo sería, así, polivalente, múltiple y plurisignificativo, porque si bien nos remite a los orígenes, permite y alberga en su seno el devenir individual a partir de la gran diversidad humana en él significada.

Así, el símbolo es epifanía del sentido construido por el devenir de la humanidad toda, y proyección en el porvenir del nuevo advenimiento y significarse de cada ser humano. No es pues algo que oculta o esconde, sino más bien lo que al manifestarse permite la emergencia del sentido, y es esta emergencia la que expresa su función de enlace, puente, relación entre el individuo humano, su particularidad biográfica, y la humanidad. Pero el símbolo expresa también otros enlaces, y, en esencia, aquellos que aparecen como irreductibles para la conciencia: los opuestos. El símbolo es, esencialmente, conjunción de opuestos y, en tanto tal, es trascendente a la conciencia.

El método junguiano se regirá por esta concepción como su núcleo esencial; es decir, será un método que al asumir la función del símbolo permita al ser humano moverse tanto en la dirección regresiva de su vida —causal— como en la vía progresiva —hacia la transformación—; y, a la vez, pondrá en contacto la vida de cada ser humano con el tránsito de la humanidad a partir de las construcciones colectivas de esta. El método será esencialmente relacional; un método que ponga en contacto y comunique, y, en ese sentido, permita el fluir constante entre los opuestos: el inconsciente y el consciente, la noche y el día, lo femenino y lo masculino, el mal y el bien, etc.

En tanto búsqueda de relación, de diálogo entre los opuestos, en este método hay un sentido por construir. Lo que nos interesa es el ejercicio de sentido, instalarnos en el movimiento de su ir y venir entre uno y otro opuesto. Implica esto situarnos en el dinamismo de ese camino que no se fija en ningún punto y que no se estabiliza en una determinada comprensión o en verdades coaguladas y fosilizadas, sino que, por el contrario, es significación constante, reagrupación continua de relaciones, péndulo en permanente oscilación, movimiento de opuestos y conjunción de los mismos.

Atenernos al símbolo, y desde este encontrar la conexión entre los opuestos, es descubrir y seguir las señales de un recorrido; recorrido que comienza con la unidad originaria, o inconsciente colectivo, del cual se desprenden el inconsciente personal y la conciencia, para iniciar esta su camino de reconocimiento (hacer conciencia) con el fin de reencontrar, reunirse, mediante el método, con los lazos que vuelven de nuevo a conectarnos con la unidad; unidad que es la relación de todas las vivencias del ser humano con su interioridad psíquica y de esta con el sentido desplegado por la humanidad en su hacerse y en su devenir. Esto es lo que significa mantenernos en la senda de la unidad.

Doble movimiento, pues, este que surge, o debería decirse, irrumpe, del planteamiento de Jung: lo individual o personal y lo colectivo. Doble vía que no implica, sin embargo, dualidad por oposición, sino más bien continuo flujo y reflujo de un sentido, de esa mar de lo inconsciente —mar en tanto elemento que nombra el origen, y que rodea a la tierra como a la conciencia— cuyo movimiento algunas veces se signa a partir de las vivencias del sujeto humano, y otras veces signa lo humano a determinadas vivencias.

Pero doble vía, también, al interior del individuo mismo, movimiento constante del inconsciente a la conciencia, irrumpir continuo de imágenes que nos invitan una y otra vez a comprender que lo inconsciente no es lo que amenaza a lo humano, sino que somos nosotros mismos quienes nos ponemos en peligro al no querer atenernos al habla continua y al constante decirse del inconsciente.

Y ese doble movimiento, o dicho de otra manera, esa significación duplicada de lo que como manifestación o fenómeno aparece como opuesto, nos compromete y significa a nosotros en aquello que de humanos nos es más esencial, esto es, la tensión de comprender que nada existe sin su opuesto, o dicho a la manera del Tao, “porque ser y no-ser se generan mutuamente”. Significa, pues, entender que siempre que vivimos en función de uno de los opuestos, activamos el contrario, o, simplemente, que aquello que negamos o de lo que huimos, se aviva y acrecienta en la misma y exacta dimensión de nuestra huida. Es decir, que en la medida en que solo valoramos o permitimos la expresión de lo consciente, de lo masculino, del bien, lo inconsciente, lo femenino, el mal se harán escuchar en forma ruidosa, violenta y perturbadora.

Así pues, se trata de integración y no de separación, de unificación y no de oposición, de comprensión y no de intolerancia. En esta vía, Jung diseñó el camino de la individuación, o lo que es lo mismo, el camino hacia el despliegue interior de esa unidad primigenia vuelta a encontrar mediante la conjunción consciente de los opuestos que cada ser humano realiza de una manera única e irrepetible, con el fin de aportar a la cultura y a la comunidad humana la unidad y la diversidad, la identidad en tanto humanos y la diferencia en aquello que profunda y específicamente posee cada individuo. Se trata de un camino que señala la individuación como el horizonte en el cual la unidad primordial y última será asumida y desplegada desde la conciencia, donde los opuestos se generan y reclaman de manera tal, que su unificación o superación como opuestos constituye el verdadero saber y la búsqueda interior de todo individuo.

La psicología analítica no solo se estructura a partir del principio fundamental de la realidad como relación y movimiento, sino también en la consideración de que lo humano, en la vía de su destino, se realiza y consolida únicamente tras la senda de la individuación, esto es, tras la unificación de los opuestos. Por otro lado, esta unificación de opuestos solo se hace posible con el profundo compromiso ético de escuchar la voz del inconsciente —morada por excelencia de una de las oposiciones— que no solo nos habla en los sueños sino y esencialmente en las construcciones simbólicas del devenir de la humanidad: en los mitos, las leyendas, las sagas de héroes, los cuentos infantiles, aunque también en las manifestaciones culturales actuales: la violencia, la destrucción de la naturaleza, etc.

La psicología analítica se nos presenta como una teoría, una disciplina y una práctica esenciales para la comprensión tanto de nosotros mismos en nuestro carácter específico e irrepetible como de nuestra cultura y del espíritu de nuestra época, de la cual cada uno de nosotros recibe improntas, tatuajes y tareas que nos determinan en nuestro ser, en nuestro hacer y en nuestro destino.

Destino personal, es cierto, pero destino colectivo en tanto es de la colectividad humana de donde emergen los símbolos que nos determinan y de donde toman las imágenes nuestros sueños y la energía nuestras vivencias. Inconsciente personal, claro, realización de este en el despliegue de la vida vivida, pero inconsciente colectivo y primordial, también; fin de una búsqueda donde las raíces de nuestro estar en el mundo se revelan rizomas perennes de las huellas del devenir humano tras la conquista de sí mismo; devenir cifrado en esa noche primitiva del mito, en la cual, en un diálogo con los dioses, la especie humana diseñó sus preguntas más esenciales y se mantuvo en el estado de asombro y apertura frente a unos símbolos eternamente presentes, continuamente significantes, griales de nuestra indagación más esencial y de nuestro devenir más aterrador. Individualidad y colectividad, por tanto; clavija de un continuo movimiento, bisagra que articula el devenir humano en su búsqueda del significado y del sentido de su residencia en la tierra.

Y es desde el análisis y comprensión de las construcciones míticas, aquellas que inauguraron lo propio de lo humano, horizonte de su devenir y modelo a partir del cual se han diseñado sus derroteros, desde donde abordaremos aquí una de las características más importantes y ocultas de nuestra cultura occidental, así como lo que esta característica imprime como particularidad a nuestra sociedad colombiana y medellinense: la violencia de jóvenes, violencia que también comienza a manifestarse en otras sociedades.

Será el mito, como fundamento simbólico y horizonte de nuestro devenir, el suelo desde donde partiremos para comprender lo que en este fenómeno permanece profundamente ignorado y reprimido tanto por la cultura como por los individuos: esas otras fuerzas, esas otras caras del símbolo, esos otros sentires, en fin, ese lado opuesto a la conciencia, que late, sin embargo, con una fuerza que continuamente la erosiona y le demarca un límite; en una palabra, lo femenino, que desde la instauración del patriarcado pasó a ser lo reprimido de la cultura y lo inconsciente de los individuos.

Así pues, la segunda parte del libro partirá de este horizonte mítico, que será abordado a partir de la época matriarcal o del derecho materno, como fue denominada por Johann Jakob Bachofen, y cuya existencia es hoy atestiguada por trabajos arqueológicos como los llevados a cabo por Marija Guimbutas; época que, contra toda evidencia, es negada por una racionalidad que en muchos casos ha revelado su miopía construyendo verdades donde solo ha habido juegos de poder y malabarismos ideológicos. Partiremos, decíamos, del período de la Gran Madre, de la Gran Diosa.

Nos detendremos no solo en lo que esta época del derecho materno nos permite pensar de nuestro horizonte fundacional, sino que a partir de allí analizaremos ese quiebre simbólico, ese ejercicio de destrucción que significó la construcción del patriarcado a partir del equívoco de comprender la diferenciación y separación de la conciencia —proceso necesario para la adquisición de la identidad— como desprecio, destrucción y asesinato de la Gran Madre y de lo femenino a ella ligado.

Recorreremos de esta manera los mitos fundacionales de Occidente, mitos griegos, no solo porque ellos nos permiten detectar ese corte y destrucción de lo femenino, sino porque, además, en los intersticios de aquello que no logró ser completamente censurado podremos reconstruir un pasado y un fundamento que, pese a milenios de ocultamiento, se manifiesta con una intensidad que hoy debemos reconocer no solo en nuestras vidas, sino también en la cultura, de forma que ella pueda de verdad ser creativa en el sentido de descubrir aquello que la funda y que le posibilita el crecimiento.

Y esto se hace necesario porque será allí donde encontraremos las claves de una violencia que ha cruzado la cultura occidental desde su origen hasta nuestros días, violencia sobre la cual esta se erige y se sostiene, violencia sobre la que construye sus búsquedas y articula sus valores, violencia, en fin, que en sus raíces es la negación de lo femenino —la Gran Madre— como horizonte simbólico desde el cual se hace la vida y desde el cual todo ser humano debe articularse en la búsqueda de sí mismo, de manera que pueda saber de sí, y no se enajene en un juego donde el otro, sea el semejante o la naturaleza, se convierte en el chivo expiatorio de sus temores y de su soberbia.

Aquello que en los orígenes fue duramente reprimido hasta llegar incluso a ser negado como posibilidad de comprensión de la vida; aquello que no fue asumido y enfrentado sino abandonado, permitiendo que su potencia se fortaleciera desde la negación y el encierro, irrumpe, cual fuerza volcánica, devastando todo cuanto se opone a su emergencia y manifestación, en esos jóvenes sicarios, mensajeros de la muerte, ángeles vengadores de un origen que comenzó en el mito y que se articuló como historia en medio de la más grande y atroz coerción simbólica.

Ellos son hoy los emergentes de esa violencia originaria y primordial; en el reverso de sus actos, en la irreverencia de sus fiestas y en su aparentemente absurda concepción de la vida, nos lanzan a un desconcierto y un vacío que nos sobrecogen y que evidencian nuestra incapacidad de comprender que lo que allí está hablando es nuestra propia historia, lo que de ella hemos negado y lo que de nosotros mismos hemos intentado mantener oculto y encerrado en la oscuridad de nuestra alma.

Porque la violencia es la expresión de una oposición que por no ser asumida en nuestra interioridad, por no haberle hecho frente a lo que silenciosa y quietamente murmura sus letanías de dolor y destrucción en nuestra cultura y en nosotros mismos, se convierte en una guerra en la que vanamente intentamos destruir en el otro aquello que horrorizados sospechamos que habita en nosotros mismos. Pero esta es una guerra en la que todos hemos perdido y en la que, de ganar algo, acaso lo sea la conciencia de nuestra alta implicación en ella, de la proyección que en esos llamados “criminales”, “marginales” o “desechables” hemos hecho de nuestra propia violencia, de manera que nos sea posible desarticular los símbolos que la constituyen, pensar los dolores que la coagulan y las oscuridades que la acompañan desde sus orígenes, que son también los nuestros.

Y si algo nos enseña esta violencia en su nueva fenomenología —porque el sicariato es solo una de sus múltiples manifestaciones—, si algo es hoy urgente frente a su simbólica, es el reconocimiento de que esa fuerza que la genera fue desatada desde los orígenes mismos de nuestra cultura, allá por los albores de un silenciamiento y de una mordaza que nos hizo olvidar nuestro lenguaje, nuestras costumbres y nuestros ritos, que acalló nuestros dioses y sometió con la cruz y la espada todos nuestros modos y nuestros sentires. Esa fuerza reprimida, esas representaciones contenidas y negadas, esas energías desligadas de sus imágenes primordiales, son la “bestia” que cabalga enfurecida por toda la geografía de nuestro país y por la geografía de nuestra psique constreñida por una simbólica que llegó demasiado tarde y que demasiado pronto silenció nuestras pasiones y sentimientos más profundos y domó nuestra relación con la naturaleza bajo las modalidades de unos ritos y un Dios al que no terminamos por acostumbrarnos y al que tampoco terminamos completamente por someternos.

Esa es la furia acorralada que logra, sin embargo, emerger con intervalos cada vez más cortos de tiempo, sin callarse nunca completamente. Es la bestia que se alimenta del sometimiento, de la aridez de símbolos que nos enuncien y expresen y de la enorme pobreza de un lenguaje que tampoco termina siendo nuestro, con la consecuente imposibilidad de que en él puedan ser dichas nuestras pasiones y sentimientos más profundos y originales.

Y es esta la bestia a la que debemos hacer frente en nuestra historia y en la vida de cada uno, si queremos hacer conciencia de aquello que somos y de nuestra enorme incomodidad en una cultura a la que no terminamos por sentir como nuestra. Es la bestia que debemos tener el valor de enfrentar, y no cara a cara, porque puede petrificarnos como Medusa, sino a través del espejo de nuestros símbolos culturales, de los símbolos que hoy la denuncian, de manera que podamos reconocer todo aquello que de nosotros se activa allí —acaso mucho más de lo que estamos dispuestos a pensar y a reconocer—. Sin embargo, la bestia nos toma por sorpresa y nos paraliza con su veneno, producto de la fermentación de nuestra negativa a concederle el espacio en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Sometida al encierro y al no reconocimiento, la hemos dejado en libertad para que se fortalezca. En su eterno retorno, ella afila sus garras, y su odio reclama víctimas cada vez más jóvenes, porque ellas son quienes se encuentran más cercadas por la desolación, la marginación y la desesperanza.

Y esos son los símbolos que hoy reclaman nuestra atención. No obstante, poco o casi nada se ha hecho con relación a la violencia sobre la cual se inauguró nuestra cultura patriarcal, y poco frente al enlace simbólico de esta fundación patriarcal y su asesinato simbólico con nuestra violencia actual en Occidente y con la violencia, si podemos decir, particular de nuestro país y de nuestra ciudad. Las investigaciones que con respecto a la violencia de los sicarios o violencia sicarial se han realizado, se mueven en tres direcciones específicas:

La historia individual que se encuentra fundada sobre los aspectos testimoniales. En este sentido, el periodismo ha efectuado una gran labor como disciplina comprometida que ha puesto al descubierto, mediante los testimonios, el macrodrama del sicariato. Con su trabajo, ha destacado todas las facetas y los actores aquí comprometidos y ha diseñado el complejo croquis de un problema que se amplía cada vez más, involucrando actores de los más diversos sectores y de las más variadas características sociales, culturales y políticas.

Han sido estos testimonios los que de manera directa nos han puesto de frente a la multicausalidad y a la multidireccionalidad de la violencia sicarial. Allí descubrimos, no solo la historia de los sicarios, sus vidas, pensamientos y reflexiones, las nimias y casi inexistentes razones de sus actos, sino también la historia de nuestro país, tatuada en sus vivencias y en su historia personal.

Este trabajo, aunque no constituye un campo de investigación en el sentido de que allí se analicen las causas o las perspectivas de este fenómeno, posee la enorme riqueza de mostrárnoslo con sus verdaderos rostros, con sus historias llenas de ternura y rudeza, con los nombres de sus actores, sus sueños, esperanzas y frustraciones, permitiéndonos de esta manera no hacer de la violencia un asunto abstracto, mental y racional, sino poder medir la dermis y la epidermis de quienes la ejercen y la padecen de manera directa, lacerando sus vidas y dejando la marca sobre toda la sociedad.

Este elemento testimonial es la fuente más importante de la segunda parte de este estudio, y contiene la riqueza de unas historias vivas, aunque muertos están ya todos sus protagonistas; porque pese al dolor que ellas implican, en el fondo de las palabras, de los actos y de lo que dejan percibir de los sentimientos de sus actores, se vive y se siente la enorme fuerza de unas existencias que fueron segadas demasiado pronto, y no porque hayan sido detenidas por la muerte, sino porque la muerte les hizo la visita incluso antes de su nacimiento.

Debemos pues decir que sin esta labor periodística, sin los riesgos de una de las profesiones más amenazadas y consideradas de mayor riesgo en nuestro país, este trabajo no hubiera podido hacerse sobre los cuerpos abiertos de esas historias y de esas vidas, sobre la realidad de sus experiencias y sobre el surco doloroso que fueron dejando como huella en la vida de nuestro pueblo y en la de cada uno de sus miembros.

Otra de las líneas desde las cuales se ha enfrentado el problema de los sicarios es el análisis sociológico, que involucra los aspectos políticos, económicos y sociales, en lo que de estas variables se comprende tradicionalmente. Así, se han determinado las condiciones socioeconómicas y culturales predominantes entre los sicarios. Desde esta fuente se han detectado significativas relaciones con el período de la Violencia en nuestro país, y desde ella se han descrito las zonas que recogen más específicamente este fenómeno, siendo caracterizadas como zonas de grandes privaciones económicas, sociales y culturales.

Los análisis sociológicos han contribuido en forma importante a la determinación de las estratificaciones y de las estadísticas del fenómeno, y, esencialmente, a la comprensión de la enorme marginación que estas poblaciones han vivido desde sus orígenes. Estos análisis han ido aún más lejos que los trabajos periodísticos pues han develado el amplio espectro de las fuerzas allí implicadas, tanto políticas como económicas y culturales, y han enunciado asuntos que involucran otras disciplinas investigativas.

Sin embargo, innumerables variables imposibilitan la clasificación del problema; las piezas no se acomodan a ninguna teoría existente y las variables no combinan con otros asuntos también comprometidos en esta manifestación. Asuntos como el binomio sicario-madre no encuentran explicación dentro de lo que tradicionalmente se ha analizado de la violencia, y el comportamiento desprendido y generoso de los sicarios no concuerda con lo despiadado de sus asesinatos y con el enorme desapego frente a la vida.

Por otro lado, aquellos que generalmente constituyen asuntos clásicos de la violencia, tales como el enriquecimiento rápido, el hambre y las condiciones socioeconómicas, no encajan claramente: no todos los sicarios son pobres y marginados y no todos los marginados y pobres son sicarios. Algo se escapa en este fenómeno, algo profundamente lábil se escurre entre los dedos y deja a los investigadores en el más grande desconcierto. Y es este desconcierto el que ha obligado a la multidisciplinariedad en el análisis de las causas coimplicadas en este enorme y vasto problema, y en la elaboración de propuestas para afrontarlo. Y aquí surge la tercera vía en las investigaciones que hasta ahora se han hecho. Se trata de la psicología.

La psicología ha analizado la vivencia familiar de los sicarios, caracterizada por la violencia que se inicia con el maltrato del padre hacia la compañera y que desde allí va extendiéndose hasta formar una enorme mancha que toca todo su entorno; ha censado a estas familias y ha mostrado que en su gran mayoría el padre está prácticamente ausente, y no constituye un apoyo; las madres, carentes de recursos, buscan la supervivencia ocupándose en trabajos con un alto componente de violencia, tales como la prostitución, el servicio en los bares y el servicio doméstico, o mediante la venta de droga ilegal en sus casas, y desde muy temprano cada hijo o hija debe buscarse el sustento por fuera del hogar o comenzar a trabajar para ayudar a la madre. No existe en estas familias, propiamente, núcleo familiar, y están abocadas a la sobrevivencia en un medio completamente hostil y agresivo. Las familias de los sicarios han sido, pues, profundamente afectadas por la violencia a todos los niveles; se encuentran en alto grado destrozadas y lesionadas en los aspectos de protección, apoyo y afecto.

Ahora bien, si estos trabajos se han efectuado en los términos de una psicología social, lo que desde otras perspectivas se ha hecho ha sido bastante poco y ha estado enfocado a los análisis causales y reductivos del problema. En este sentido, las patologías y los diagnósticos se han convertido en el muro de contención que ha detenido toda búsqueda de aquello que anclado en nuestros orígenes toma cuerpo en los sicarios y hace de ellos el lugar donde se ponen en evidencia nuestra cultura y nuestra psique individual y colectiva.

De esta manera, lo que se denomina una población enferma y loca encuentra su explicación en la problemática familiar, y el binomio madre-sicario, tan desconcertante y tan significativo para la comprensión de este asunto, culmina en el complejo de Edipo. Si bien estos asuntos constituyen elementos fundamentales en la comprensión de un problema tan vasto como el de los sicarios, y enriquecen la discusión con multiplicidad de ópticas así como de diferencias conceptuales, tomar esto como la explicación en sí misma es una reducción que, según veremos, por un lado cierra el camino a una explicación que considere algo más profundo, ancestral y encarnado en la historia de nuestro pueblo y de nosotros mismos, y, por otro, cercena la comprensión de la relación que existe entre los individuos y la cultura, al circunscribir tal manifestación al estrecho marco de las individualidades y de los precarios catálogos de roles y diagnósticos, olvidando que el fenómeno de los sicarios, por la simbólica que integra en sus asesinatos y en su comportamiento, por los componentes religiosos, la solidaridad con sus semejantes y el fuerte vínculo con la madre, involucra a la sociedad en la que emerge. Esto nos obliga, por tanto, a adoptar una perspectiva más amplia que pueda comprender la relación entre esta problemática y la cultura en la cual se manifiesta.

La dirección de la investigación que aquí se presenta desde el método de la psicología analítica es completamente nueva, no solo con respecto al asunto propuesto en su modalidad práctica, es decir, frente al fenómeno de la violencia, sino también en tanto al desarrollo de los aportes que esta disciplina brinda en sus aspectos teórico y metodológico.

Esta psicología nos ha permitido encontrar conexiones hondas entre lo actual y los orígenes de la cultura occidental y, al mismo tiempo, detectar y enunciar elementos que abren e iluminan nuevos caminos en la investigación de nosotros mismos como pueblo, de nuestros silencios míticos y de nuestro estar en el mundo con una amputación originaria a partir de la cual nuestra identidad cultural aparece como mimética y desenraizada.

La psicología analítica nos permite, y esto ha sido un elemento fundamental en la investigación, tomar los mitos originarios de la cultura occidental como guías esenciales en la comprensión del fenómeno de la violencia y en el análisis de las características específicas del sicariato.

Por estas razones, la consideración de la teoría de Carl Gustav Jung se hace necesaria, en la medida en que nos permite movernos del individuo a la cultura, mediante los lazos simbólicos y psíquicos entre las vivencias y padecimientos de ambos. Se trata de poder comprender a los individuos dentro del panorama de la cultura en la que viven, de interpretar sus manifestaciones, pensamientos, acciones y carencias como expresiones estrechamente relacionadas con ella; por otro lado, de entender la cultura como articulada, y hondamente cruzada y significada, por los individuos. Es decir, pensar el binomio individuo-cultura como íntimamente ligado, y, en este caso, enlazado psíquicamente, esto es, desde el inconsciente colectivo.

Esta perspectiva de pensamiento y práctica, entonces, amplía la corta visión de las meras consideraciones individuales y nos posibilita acceder a los corredores simbólicos del hacer humano desde sus orígenes, como un hacer con sentido, dirección y significación profundos en cada emergencia vital, es decir, en cada ser humano.

Por estas razones, la psicología analítica es en este trabajo la mirada, la herramienta y el método fundamentales. Ella nos provee una dimensión más amplia y nos permite algo que en el fenómeno de los sicarios es esencial y no ha sido realizado hasta ahora: un acercamiento al comportamiento y a las acciones desde una hermenéutica simbólica más que desde una perspectiva diagnóstica. Hermenéutica que describe las conexiones, rearticula las relaciones y nos conduce desde los orígenes a nuestro mundo actual, y desde los símbolos de nuestra actualidad a los orígenes, de manera que no solo podremos detectar sus contenidos y descubrir lo que ellos expresan sino, también, acercarnos a las manifestaciones individuales con la perspectiva de una enunciación que es cultural, es decir, que es también profundamente humana.

Pero, además del estudio de la psicología analítica en aquello que la caracteriza esencialmente, y de la aplicación a un problema completamente nuevo, no solo en nuestro país sino en el panorama universal, el otro objetivo de esta investigación lo constituye el intento de permitir la emergencia de nuevos contenidos, posibles conexiones simbólicas, relaciones culturales y raíces originarias que se manifiestan en el fenómeno de la violencia, de manera que nos sea posible comenzar a abrir las perspectivas a un problema que retorna entre ciclos cada vez más estrechos de tiempo y en círculos de implicación social y cultural cada vez más amplios, impidiéndonos tomar distancia dado el impacto profundo que cada arremetida produce en los individuos y en nuestra sociedad.

Diremos, finalmente, que este trabajo nace de la desmesura, de la pasión profunda por la vida que convive con el agotamiento de los símbolos que puedan expresarla. Del exceso de amor y del exceso de violencia, de una polaridad extrema, polaridad misma de la vida ante la cual la conciencia se hace necesaria, si no queremos perecer en ella. Es la desmesura de una violencia que arrasa con los conceptos que hasta ahora pretendían explicarla y el exceso de la vida que, desligada de sus significaciones originarias, ha continuado, en muchas de sus formas, como un deambular sobre superficies, fórmulas y conceptualizaciones que nada dicen sobre ella, porque arrancada de su suelo nutricio yace.

Este trabajo nace, entonces, de la desmesura transformada en pregunta que intenta asumir la violencia en sus más profundos excesos: las balas, la mutilación de cadáveres, la embriaguez con la que se celebra la muerte, y los excesos, también, en los que la vida florece y el amor se manifiesta. Porque ante todo esto, la vida no deja de sentirse como un maravilloso milagro. Allí, la violencia es también empecinamiento, búsqueda, amor, pasión y tensión continua entre los opuestos.

Pero nunca hemos podido pensar nuestro exceso, nunca el exceso de la violencia que lleva a cercenar un cuerpo o que conduce a los sicarios a expresar sus actos como “matar, rematar y contramatar”. Y nunca hemos interpretado estos excesos porque, en términos de la compensación psíquica, ellos hablan de un gran vacío. Ese enorme vacío constituye el interés último y recóndito de este trabajo, porque en su manifestación habla la ruptura originaria que fue la imposición del patriarcado, el sometimiento de las diosas y la pérdida de los signos primordiales. Ruptura que en nuestra historia latinoamericana aconteció en la oscuridad primordial de esa profunda noche que se llamó Descubrimiento, en la agonía de dioses, mitos y ritos que se llamó Conquista y en el silenciamiento eterno de nuestras raíces que fue nombrado como Colonización. Allí se hallan las bestias heridas que un día enlazaron significativamente las pasiones que hoy se expresan como desmesura. Recuperarlas en el horizonte de sus símbolos, reconocerlas en la epidermis de nuestros padecimientos y en la rueda de su constante retorno, será nuestra tarea fundamental, si no queremos perecer en el enorme esfuerzo que implica identificarnos con una cultura y una modernidad que nos arrancan cada vez, de manera más fundamental, nuestros decires más esenciales.

Y, entonces, otro objetivo de este análisis lo constituye introducir una esperanza, porque si no existiera posibilidad alguna de conexión con esos símbolos, si no hubiera posibilidad de retomar nuestras direcciones esenciales como cultura, sociedad e individuos, entonces no se hablaría de crisis, sino más bien de desesperación. Es la esperanza de la transformación a la que nos aboca el comprender que nuestros parias, alcohólicos, drogadictos, enfermos y sicarios, son en realidad seres atrapados por una visión del futuro en la que sus decires y búsquedas fundamentales tienen cada vez menos salidas.

Ellos, esos adolescentes, son los nigromantes de un futuro. Sus muertes, su desesperanza, hablan de nuestro porvenir. Ellos son las heridas abiertas por las que se desangra nuestra cultura, y por la que continuará desangrándose si no aprendemos a leerlos como los pregoneros y anunciadores de aquello que nos hemos negado a reconocer en nosotros mismos. Ellos son nuestra Casandra, que en el dolor de su muerte señalan la agonía de nuestra cultura, los signos de nuestra ceguera y de nuestra cerrazón. De ahí que ellos sean a la vez nuestra esperanza, los signos en rotación que debemos interpretar, si queremos evitar que nuestras vidas se hundan en el pozo profundo de la desesperación.

Por eso, quiero agradecer a los jóvenes sicarios que entrevisté, quienes, en la soledad del encierro, en el silencio de la marginalidad o en el acoso de la persecución, compartieron conmigo sus historias y supieron comprender mis impertinencias, mis juicios de moral y, en ocasiones, el doloroso rechazo que algunas veces no pude contener. Debo dar las gracias igualmente a los estudiantes universitarios, sin quienes este trabajo no se hubiera gestado como búsqueda; sin sus constantes inquietudes, sin la confianza que muchos de ellos depositaron en mí al comunicarme sus problemas y conflictos, acaso este no hubiera sido más que un nuevo desarrollo teórico en el que la vida misma se pierde como horizonte y como hacer fundamental. Finalmente, agradezco a la Universidad de Antioquia por la enorme confianza que me ha brindado al apoyarme más de una vez en estudios y en acercamientos prácticos, lo que demuestra su verdadero afán investigativo y humanista y su profundo sentido universitario.

Medellín, enero de 1999

1 C. G. Jung, Símbolos de transformación, Barcelona, Paidós, 1993, p. 16.

Primera parte

Los fundamentos de la teoría junguiana

1. El símbolo y su función en Carl Gustav Jung

Un descubrimiento fundamental será el origen y la médula de toda la obra junguiana y de sus variadas relaciones con las demás ciencias y saberes o disciplinas, así como de su más profunda especificidad y singularidad teórica y terapéutica. Se trata del descubrimiento, dado tras el abordaje de las manifestaciones de lo inconsciente1 —tales como los sueños, las fantasías y las imaginaciones—, de que en este se encuentran unas imágenes arcaicas, objetivas, que no dependen de la biografía o vivencia del sujeto, ni obedecen tampoco a su libertad o arbitrio. Estas imágenes fueron nombradas inicialmente por Jung imagos y, posteriormente, arquetipos.

Con este descubrimiento encontraba Jung que la psique individual, en su parte inconsciente, contenía no solo aspectos reprimidos de la experiencia personal, sino que era inmensamente mayor, pues se encontraban allí, además, elementos del devenir de lo humano hasta el aquí y el ahora de un sujeto determinado y de la cultura. Así pues, la psique no era solamente biográfica, sino también histórico-mítica, temporal y atemporal, y evolutiva. Este descubrimiento le permitió acceder entonces al aspecto colectivo de la psique, o inconsciente colectivo, y comprender a su vez, hecho decisivo también en su construcción conceptual y terapéutica, que la conciencia surge de lo inconsciente; que esta ha sido la resultante de un proceso doloroso de separación y diferenciación de un pensamiento colectivo y originario, y que la proyección simbólica de este pensamiento se halla por excelencia en el mito.

El mito sería, en consecuencia, el escenario privilegiado de esa mente colectiva, en el cual se encuentran proyectados los temores y los deseos, las preguntas más esenciales y primigenias y los dramas surgidos de la relación originaria de los seres humanos con la naturaleza. Ellos surgen en el lugar en el que lo humano y la naturaleza no habían ingresado en la diferenciación, ni demarcado los ámbitos del temor y del dominio.

Ahora bien, en estas producciones de la imaginación Jung descubrió la existencia de una tensión que expresaba el carácter dual y paradójico de la psique —los opuestos—. Y en esas polarizaciones y tensiones, la presencia de algo que lograba, en su manifestación, reunirlas, es decir, asumir en sí mismo lo paradójico, aparentemente antitético y contradictorio; un elemento que le era trascendente a la conciencia no solo por ser precisamente paradójico, sino porque reunía y unificaba la relación entre lo inconsciente y lo consciente. Dicho elemento era el símbolo; y, con él, Jung llega a la afirmación de que la imaginación, en tanto opera con símbolos —función simbólica de la imaginación—, no era un acontecimiento deformado y patológico, sino una función fundamental de la autorregulación de la energía psíquica. Así pues, la función simbólica de lo psíquico cumple como tarea fundamental la re-unión de los opuestos y la superación del estado tensional que estos generan en el ámbito anímico.

Si bien en las producciones de la imaginación se manifiestan los opuestos, el símbolo que los unifica tiene un origen inconsciente; él proviene tanto de los complejos2 como de lo inconsciente colectivo. Como elemento unificador o re-unidor de tendencias opuestas o tensionantes para la conciencia, el símbolo será, por tanto, el tercero de esa oposición, lo que significa que será fundamentalmente portador de algo desconocido para aquella.

El símbolo será siempre una manifestación energética, o la resultante de dos expresiones de la energía que emergen a la conciencia como tensión, y son reguladas y transformadas por la función simbólica. Para comprender esto, se hace necesario acercarnos a lo que Jung formula como energía o libido, y al papel que esta juega en el movimiento psíquico generador de símbolos, lo cual será ampliado posteriormente (véase el aparte “Libido o energía vital”). Lo primero que debemos saber por ahora a este respecto, es que para Jung la libido no está ligada a ningún instinto específico. Así pues, no es exclusivamente energía sexual, sino energía indeterminada, que bien puede adherirse o expresarse en el hambre, la sexualidad, el amor, el odio, la venganza o la búsqueda de trascendencia. La libido es para Jung, fundamentalmente, energía vital, que ha sido denominada libido para demarcar su diferencia con el concepto de la física. Constituye una energía pura y simple, inexpresable en sí misma, pero en constante manifestación mediante la continua creación simbólica producto de su incesante transformación.

El ser humano surgirá y se moverá en esa ininterrumpida creación simbólica de la libido, y los símbolos serán algo así como “transformadores energéticos” a través de los cuales lo libidinal se le manifiesta al sujeto tanto en su contenido personal como colectivo, expresándolo e impresionándolo:

Los símbolos son, pues, los transformadores de energía propios del accidente psíquico [emergencia del inconsciente]. Poseen simultáneamente carácter de expresión y de impresión, puesto que por una parte expresan plásticamente el accidente intrapsíquico y por otra —una vez que han devenido imagen— merced al contenido de su sentido, impresionan a este accidente, y de este modo continúan haciendo mover la corriente del fluir psíquico.3

La concepción del símbolo, su modalidad mediadora y unificante no puede comprenderse en Jung sin su visión de lo psíquico como unidad energética que se autorregula, se manifiesta, se dirige a fines y se compensa, manteniéndose siempre constante. De esta manera, el símbolo contendrá en sí mismo algo inefable, una conversión energética cuya tendencia fundamental será siempre la trascendencia; porque el símbolo es esencialmente ese proceso psíquico en el que se da una superación de los contrarios, una trascendencia de los opuestos, que allí se reúnen y unifican.

Esta función sintetizadora o “función trascendente”,4 como la denomina Jung, constituye la más grande posibilidad de transformación de la humanidad y de la personalidad del sujeto. En tanto transformador energético, el símbolo es también, por excelencia, un movilizador psíquico, un movilizador libidinal, razón por la cual su acción, más que malsana o encubridora, es curativa y armonizante.

Por otro lado, en tanto expresión de algo desconocido, el símbolo contendrá también algo numinoso,5 dado que asume en sí mismo la polaridad esencial entre naturaleza y psique, entre lo visible y lo invisible, entre el afuera y el adentro, desplegada en la producción simbólica. Doble función, pues, la del símbolo: en tanto movilizador y transformador psíquico, disuelve lo fijado, petrificado y detenido, y en tanto unificador, eleva lo humano, no solo más allá de su significado individual, sino que lo mueve hacia la trascendencia, hacia ese centro a partir del cual se han generado los contrarios y en el cual se encuentran unificados: el sí-mismo.6

Por tanto, la psicología que se fundamenta en el símbolo como posibilidad, proyección a fines y transformación, no puede orientarse a la búsqueda paralizante y fosilizada de conceptos que, por el contrario, detienen, encapsulan y fijan lo que por su esencia —la psique como básicamente energética— es móvil, fluyente, lábil y, en consecuencia, imposible de fijar o determinar en leyes, a no ser que expresemos su ley como la permanencia en el cambio. Dicho de otra manera, la ley de lo inconsciente será la constante transformación de la energía que hunde sus raíces en el inconsciente colectivo de la humanidad y se manifiesta, a cada sujeto y en cada cultura, en la medida de su transformación. Así pues, su permanencia es el cambio, y su constante, la transformación. Por esta razón, lo psíquico y su manifestación simbólica son para Jung, por naturaleza, paradójicos:

Lo que tiene lugar entre la luz y las tinieblas, lo que une a los contrarios, participa de las dos caras y puede juzgarse por igual por la izquierda que por la derecha, sin que por ello nos haga más inteligentes. Lo único que cabe hacer es arrancar de nuevo la contradicción. Solo el símbolo nos sirve aquí de ayuda, el cual, de acuerdo con su carácter paradójico, representa ese tercer término que —al entender de la lógica— no existe, pero que, de acuerdo con la realidad, constituye la verdad viviente.7

El símbolo no es ni abstracto ni concreto. Ni racional ni irracional, ni real ni irreal. Es, siempre, ambas cosas a la vez.8

Ahora bien, en tanto transformador de energía, el símbolo tiene su matriz en el arquetipo, lo que significa que la manifestación o actualización de un arquetipo y su emergencia a la conciencia es, siempre, un símbolo. Es, pues, importante comprender que el símbolo no es el arquetipo; es manifestación del arquetipo, o, dicho de otra manera, es una representación arquetípica.

El símbolo manifiesta que en el inconsciente existen factores dinámicos que se enfrentan, luchan, se modifican y nos señalan caminos de transformación y evolución humanas. Este dinamismo encuentra su conexión con el mito y, por lo mismo, él expresa que esas representaciones arquetípicas constituyen la fuente primera de acceso a ese inconsciente colectivo homogéneo, por ser este común a todos los seres humanos.

En Jung, el símbolo, en tanto representación arquetípica, es verdaderamente tal al ser la expresión de algo puramente energético —no diferenciado, psicoide o psicoideo9—, que se transforma o expresa en algo psíquico (representación). Por esta razón, el símbolo no puede ser reducido a causas conocidas, ni fijado como expresión de algo reprimido o vergonzoso, sino que debe ser considerado un factor psíquico cuya indeterminabilidad está dada en la medida en que hunde sus raíces en el arquetipo, lo que significa e implica su constante movilidad y resignificación.

Los símbolos serán, pues, los elementos nodales de ese arco o amplio espectro evolutivo y enormemente creativo que va desde la formación sintomática individual hasta la vasta configuración mítica. Abren, así, un inmenso horizonte para que la conciencia avance cada vez más en el conocimiento de sí misma y para que la cultura evolucione hacia etapas superiores en la comprensión de sus rizomas y del inconsciente, donde podremos encontrar el sentido de nuestras florescencias como sujetos y como cultura.

El símbolo es, entonces, bipolar, bidimensional y plurisignificativo; reclama y atrae hacia sí el sentido de doble dirección y el camino hacia la realización y la trascendencia. De esta manera, contiene la historia de la humanidad y las marcas del devenir de la conciencia individual, y de su porvenir, en tanto posibilidad de comprensión y ampliación de esta.

Tomando el símbolo en su carácter mediador, en su dirección bidimensional —hacia las formaciones arcaicas y colectivas de la humanidad (mitos) y hacia el aquí y el ahora del individuo y de la humanidad—, en su multiplicidad significativa y en su función unificante de opuestos, podemos intentar acercarnos a lo que constituye el método junguiano de abordaje de lo inconsciente, así como a las perspectivas que, desde este abordaje, se abren para la comprensión de los individuos y de la cultura.

Jung y el método hermenéutico

Los acontecimientos de la imaginación, o lo que también hemos denominado manifestaciones psíquicas, son comprendidos y asimilados en Jung como símbolos. Estos, a su vez, se encuentran inspirados y significados en la concepción hermenéutica más que en una dimensión interpretativa. Sin embargo, para desarrollar esta idea y comprender la particularidad del método hermenéutico en Jung, debemos hacer referencia a los atributos y las funciones del dios Hermes, así como retomar algunos puntos que ya han sido esbozados.

Hermes: intérprete o mensajero. Inventor de la palabra e intérprete de los pensamientos de los hombres. [...] Estaba encargado también de conducir a los infiernos a las almas de los muertos y de sacarlas de ellos, y nadie podía morir sino cuando este dios había roto del todo los lazos que unían el alma al cuerpo. Si se le pintaba con medio rostro claro y el otro negro y sombrío, es porque se creía que conducía las almas a los infiernos y que por lo tanto pronto se hallaba en el cielo como en la tierra, como en el reino de las tinieblas [...] Tiene ambos sexos porque se le atribuía el poder de transformarse a su voluntad en uno u otro.10

En astrología es el hijo del cielo y de la luz. En mitología, de Júpiter y Maya. Su nombre Hermes significa “intérprete”, mediador. Representa el poder de la palabra, el emblema del verbo. Dios de los caminos. La astrología lo define como “energía intelectual”. El sistema nervioso es gobernado por él, pues los nervios son los mensajeros en el plano biológico.11

El nombre es uno de los pocos que resultan etimológicamente transparentes y significa “el del montón de piedras”.12

Si hemos de asumir los atributos y las funciones del dios Hermes-Mercurio, debemos acercarnos a lo que su nombre nos manifiesta y a lo que el mito mismo nos indica, como aquellos elementos que por excelencia lo invocan y evocan, lo traen a la presencia y lo ordenan en torno a un sentido o significante. Debemos, pues, en orden al nombre y al mito, ingresar en la galaxia de sentido que allí se articula y prestar oídos a lo que ellos señalan y nos señalan.

Hermes como “el del montón de piedras” alude a la función de señalar. Un montón de piedras es un mojón que demarca, pone límites y, en tanto tal, no solo circunscribe un espacio sino que indica el comienzo de otro. El montón de piedras que se ponía antiguamente en los caminos era también un primitivo altar a Hermes; y aquí no solo se despliega su función de señal, sino también de ser indicación en el camino. En cuanto tal, Hermes es el dios de los caminos, el guía, el conductor, el maestro.

Como guía y conductor, lo encontramos referido nuevamente a su función de llevar las almas a los infiernos o sacarlas de él. En cuanto barquero de almas hacia las profundidades del Hades, Hermes es también el conductor de estas hacia el reino de la transformación y las pruebas, siendo, así, el maestro de la iniciación. Cumple, en consecuencia, un papel de tránsito, pasadizo y conexión entre dos mundos, el mundo de la luz, mundo solar —o mundo de la conciencia—, y el mundo lunar, de las tinieblas —o mundo de lo inconsciente—. De esta forma, es él el conductor mediante el cual operamos la conexión o enlace de la conciencia con las profundidades del inconsciente.

Como “inventor de la palabra”, mensajero de los dioses del Olimpo entre sí y de estos y los humanos, Hermes pone en contacto, hace descender la sabiduría divina al mundo; comunica, relaciona y transmite. Es un traductor de la palabra de los dioses y de su sentido al lenguaje de los humanos; del saber de las profundidades al mundo de la luz; de aquello, en fin, cuyo sentido es revelado en el viaje a las profundidades del Hades y en las experiencias de sus pruebas e iniciaciones.

Mercurio, cuyo nombre latino deriva de “mercancías” —Mercibus—, es el dios del comercio y, a la vez, dios de los ladrones, fundamentándose así, en estrecha relación con lo dicho anteriormente, como dios del trueque, manteniendo la equivalencia del valor. Dios del comercio, del cambio de propiedades (circulación), porque Hermes es esencialmente el dios de la palabra, del intercambio simbólico a partir del cual ciertos valores o conocimientos, e incluso lo vivido como sin sentido, lo incomprensible, desconocido e ignorado, se hacen simbólicos, imaginados o representados, posibilitándose así su comprensión o su devenir en el sentido, y haciéndose entendibles a lo humano y en lo humano.

Lo expuesto respecto a las funciones significantes del dios Hermes-Mercurio nos ayuda a entender que, en Jung, los acontecimientos de la imaginación sean comprendidos y asimilados, en tanto símbolos, en una dimensión hermenéutica.

Como aludimos, tales acontecimientos, según encontró Jung, no responden a la biografía del sujeto, sino que se proyectan en su psique de manera independiente. Esto requería de un nuevo método que le permitiera no solo abordarlos en su manifestación personal e individual, sino que, además, le posibilitara descubrir los núcleos de significación de tales producciones simbólicas, autónomas con respecto al individuo; tal método era el hermenéutico.

Las manifestaciones inconscientes serán, entonces, abordadas desde esta postura, pues, al considerarlas únicamente en el contexto individual, o lo que es lo mismo, como simples veladuras o satisfacciones sustitutivas de una realidad displacentera, pierden su posibilidad más humana, en el sentido en que se coarta la expresión más auténtica y genuina del inconsciente, cuya función fundamental es proveer las conexiones entre el individuo y la humanidad, elevándolo por encima de su horizonte personal y estacional.

A partir de este método, Jung ideó la técnica de amplificación, que consistía en expandir el núcleo central del significado de la unidad psíquica, por ejemplo del sueño, mediante las analogías con otras producciones simbólicas tales como los mitos, las leyendas, los cuentos infantiles, etc. Así, las expresiones simbólicas cuya significación personal era abordada mediante la asociación libre13 del paciente, en relación específica con los complejos o el inconsciente personal de este, ingresaban, a partir de esta nueva técnica, en horizontes más amplios.

Mediante la amplificación se hallaba la conexión y la comprensión de los lazos que unían al individuo con su cultura y con el devenir de la humanidad; mas, en el abordaje del sentido y de los fines de aquel, era necesario el método hermenéutico. Hablamos entonces de una combinación entre lo relacional y lo significante; esto es: mediante la amplificación se encontraban las relaciones simbólicas y sus conexiones, y por medio de la hermenéutica se hallaba la función relacional de ellas, en tanto se descubría la reunión de los opuestos, de las tensiones u oposiciones psíquicas.

El método hermenéutico, pues, se desarrolla en dos direcciones: mediante la amplificación se dirige al inconsciente colectivo a través de las representaciones arquetípicas, y por medio de su dirección a fines traza líneas significativas, caminos simbólicos o direcciones en el devenir de la libido tanto individual como colectiva; de manera que, mediante este procedimiento, no solo se amplía la conciencia del sujeto en su pertenencia a la cultura y al conjunto de la humanidad, sino que se reconcilia lo arcaico e inconsciente con el destino del individuo y de la cultura.

El método hermenéutico junguiano, en efecto, encuentra tras cada situación típica un arquetipo, tras todo logos un mithos, tras la razón la vivencia, tras Dios una pulsión, tras el sexo un dios ctónico, tras lo que pasa una imagen perenne, un ritual, un culto secreto, una secreta liturgia. La vida se ritualiza, proyectándose la libido en una especie de teatralización o dramatización viviente en que personas y cosas encarnan sentidos —se trata de una tesis procedente de la concepción de la energía psíquica como tensional y, al mismo tiempo, prospectiva: ello significa que se autoproyecta a nuestro través realizando configuraciones de sentido (que es la junguiana concepción de símbolo).14

Se encontraba de esta forma que, similar a las funciones del dios Hermes, el núcleo de significación de las formaciones simbólicas era poner en contacto, reunir y comunicar. Así pues, se constataba, en la hermenéutica del símbolo, como ya se refirió, que este ponía en contacto el inconsciente con la conciencia, el acervo cultural colectivo y el consciente humano, la oscuridad —por desconocido— del inconsciente con la luz de la conciencia; el mundo subterráneo, excesivo e indomable de los instintos con la voluntad y la búsqueda de conocimiento de sí mismo del ser humano, y, por fin, el sentido y la palabra. El símbolo es, así visto, una realidad límite, ese “montón de piedras” entre los opuestos de cada sujeto y la humanidad. Límite, señal y enlace, el símbolo nombra e indica, demarca y da origen, anuncia y moviliza, asombra y sobrecoge.

De esta manera, el método hermenéutico, en Jung, debe comprenderse como el procedimiento mediante el cual un símbolo o representación arquetípica encuentra sus relaciones y equivalencias significativas con otras formaciones de la cultura, conectando y relacionando al sujeto con su ser cultural y con el devenir simbólico de la humanidad, así como con sus orígenes más primigenios. Por otro lado, teniendo como base este cuadro complejo y significativo surgido de la amplificación, permite y diseña las líneas del devenir y del desarrollo psicológico del individuo y de la colectividad.

El símbolo, así pensado, se constituye en la epifanía de las tensiones. Su epifanía es, fundamentalmente, la imagen del sentido producida por dicha tensión. Al ser la imagen del sentido, nos permite encontrar equivalencias entre las imágenes oníricas de una serie de sueños del sujeto, así como equivalencias entre estas imágenes y otras de formación colectiva. El símbolo será, por tanto, algo en parte inefable, insondable e impenetrable, cuya expresión ejercerá siempre sobre la conciencia un efecto de imantada fascinación y asombro, dada su condición de mediador entre lo numinoso y lo tenebroso, entre lo sombrío y lo luminoso, entre las fuerzas que laten en el fondo de la vida anímica y la conciencia.

Podemos decir, en consecuencia, que la psicología junguiana es hermenéutica, ya que el diálogo establecido en ella con las manifestaciones psíquicas parte de su concepción del símbolo como expresión dinámica y no como concepto rígido e inmovilizante de la libido, y, por ende, de la comprensión de la psique en su realidad metafórica y en su expresión paradójica e inagotable. Retengamos que el símbolo no es, pues, un movimiento lineal que demarca su camino en el desenmascaramiento regresivo de algo ya sabido, sino una dialéctica en la medida en que antes ha sido tensión de contrarios. Dialéctica que es movimiento, constante fluir del sentido, permanente emergencia, creatividad incesante.

Método hermenéutico, mito e interpretación

En una concepción hermenéutica no hay fijeza conceptual que atrape o inmovilice porque no se trata del concepto —el concepto es la muerte de la cosa, dice Hegel en Lafenomenología del espíritu— sino del símbolo, y no se trata del método como fijeza de comprensión, sino del mito como la constante resignificación, el continuo devenir creativo de sentido; porque, contrario a la pretensión de una verdad única, lo que se busca es el sentido. De esta manera, si algo conserva Jung del movimiento que inauguró la modernidad, es precisamente la duda, ese interrogante que permite la epifanía del sentido, esa actitud que atiende y escucha la manifestación como mensaje sin codificación previa, sin sentidos preestablecidos, pues, hermenéuticamente, el símbolo es el lugar de una comunicación, de una revelación, de un mensaje, de una expresión que es siempre plurisignificativa y bipolar:

Hemos afirmado más arriba que la psicología [analítica] es una psicología hermenéutica. Ello implica dos aspectos: el primero, que es una psicología simbólica que trata de ofrecernos “lo en devenir”, así pues la realidad como “configuración y transformación” (Gestaltung, umgestaltung:Fausto de Goethe); el segundo, que concibe tras dicho devenir, e imbricado en él, un sentido o dirección. Nada se reduce, pues, a nada, quedando así acallado (reduccionismo), sino que todo alberga un sentido u otro, una “línea de desarrollo”, una significatividad vital.15

El método hermenéutico va a incorporar en su análisis, como condición sine qua non, al mito, no solo en sus contenidos formales, sino en su estructuración, en cuanto proyección del inconsciente de la humanidad que irrumpe imaginariamente en el inconsciente de los sujetos. Los mitos constituyen las piezas claves y el oro puro de esa relación esencial de la humanidad y la naturaleza mediante la significación profunda de sus padeceres, sentires y pensamientos más primigenios y originales. Allí encontró Jung las aguas maternas de un devenir que estructuró, en esas historias entre los dioses y los humanos, en esos diálogos que, puestos en los dioses, eran los diálogos con su interioridad y con sus pasiones, las imágenes que permiten significar los sentimientos y situaciones que nos caracterizan precisamente como humanos.

Esto nos obliga, frente a las restricciones filosóficas que la modernidad inauguró como método, a hablar más bien de una mitosimbólica junguiana, o asumir la propuesta de Gilbert Durand de un mitoanálisis.16

Si modernamente fue posible la construcción de un método a partir de la duda, la misma que terminó siendo dique y separación entre el sujeto y la naturaleza entre la conciencia y el cuerpo; una duda que inauguraba el pensar y tras el pensar la conciencia como el suelo firme de todos los objetos en tanto eran representados, debemos entonces afirmar que la búsqueda junguiana se encuentra en el medio de la res cogitans y la res extensa cartesianas, sin fomentar la dualidad allí inaugurada y heredada por las ciencias naturales o anhelada por las llamadas ciencias del espíritu.

Ese intermedio, o lo que intermedia, es el mundo simbólico, mundo de doble vía y significación: la imagen del mundo en el alma y la imagen del alma en el mundo. No hay, pues, preeminencia, ni hay tampoco fundamento en tanto determinación; hay fluir de energía, transformación mutua, trascendencia por la inmanencia de los opuestos, pues Jung concibe la energía como relación, interacción, interdependencia, modificación mutua. Es esa postura intermedia, postura de enlace, unión, transformación y superación, la que surge a partir de los arquetipos en tanto presencias energéticas; y es esta consideración de los arquetipos y de la energía el elemento de mayor proyección investigativa y que más posibilidades abre en la comprensión de la relación entre el ser humano y la naturaleza.

Decir que el fundamento es la energía, pero, a su vez, afirmar que esta es relación, movimiento y transformación, es desechar la pretensión de un fundamento a la manera cartesiana e, incluso, desprenderse de toda pretensión de verdad, en nombre del devenir y de la multiplicidad significativa de la constante transformación de la libido, al tiempo que abandonar la ilusión de la manipulación de la energía en aras de ideales éticos, políticos o culturales. Por esta razón, para Jung no se trata de explicar, dado que toda explicación —comprensión de las causas y su consecuente manipulación— se topará con la inefabilidad del símbolo en tanto movilidad psíquica, sino más bien de la comprensión, entendida como la articulación del acontecer en el fluir del sentido.

Decimos pues hermenéutica y no interpretación, o en todo caso una hermenéutica que acoge en su seno una interpretación que se sabe no fija, inmóvil ni fosilizante. Decimos también mitosimbólica porque su eje fundamental lo constituyen el símbolo, como emergencia energética de la movilidad psíquica, y el mito, como horizonte a partir del cual la psique individual y la cultura reciben su sentido. Afirmamos que, para Jung, el mito es el ámbito, el umbral donde se configura la conexión entre la naturaleza y el sujeto humano, revelándose así que en la narración mítica el individuo aparece articulado a conexiones significativas y es revelado por un sentido que lo ubica y connota en su devenir.

De esta manera, podemos decir que para Jung y para la psicología analítica la razón sería —debería ser— el logos de la imagen, y la imagen la emergencia del arquetipo. Pensar y razonar sería, en esta dirección, comprender el mito; la razón, entonces, sería el logos del mito, su despliegue y comprensión, el acercamiento a él. Pues es el mito el que hace posible toda configuración racional, y no a la inversa; porque si algo hemos de comprender en todo el trabajo y la elaboración de Jung, es que lo racional no es el único modo de pensar, sino que hay un pensar previo, un pensar sobre el cual se organiza toda racionalidad: el pensamiento mítico.

Contrario, pues, a la concepción cartesiana de causa-efecto —en el sentido en que los objetos existen en tanto son pensados, representados—, no es el humano quien revela, hace emerger o le da sentido a las cosas, sino que naturaleza y sujeto brotan en el sentido que es configurado en el mito, en tanto este es expresión de la mutua pertenencia, de la simultaneidad de aquellos.

El mito, en tanto atemporalidad que puede devenir temporal en su irrupción simbólica y relacional en la vida de un sujeto o en un momento cultural determinado, quiebra la concepción del tiempo sobre la cual se han fundado las ciencias y los saberes; rompe, en consecuencia, el fundamento sobre el que el método científico elabora sus comprobaciones y determina las leyes, dado que en el mito el tiempo es un acontecimiento, una irrupción, una epifanía de lo atemporal de su sentido y de su apertura.

Como matriz significante, el mito es la geografía sobre la que finalmente se configura toda comprensión e incluso toda sucesión histórica: