Los jesuitas en la España del siglo XVI - Marcel Bataillon - E-Book

Los jesuitas en la España del siglo XVI E-Book

Marcel Bataillon

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Beschreibung

Revisión histórica de la Compañía de Jesús que examina las primeras agrupaciones informales de Ignacio de Loyola y sus compañeros, sus desavenencias con la Inquisición y las propuestas ortodoxas de reforma de la Iglesia y su funcionamiento después de su fundación. El ensayo revaloriza el papel de los jesuitas en el humanismo hispánico y su proceso de adaptación a las formas más ortodoxas de las prácticas religiosas católicas.

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MARCEL BATAILLON (Dijon, 1895-París, 1977) fue un reconocido hispanista, escritor y profesor visitante en diversas universidades de Europa y América. Fue miembro de la Hispanic Society of America y dirigió el Institut d’Études Hispaniques de la Sorbona y la Asociación Internacional de Hispanistas. Tradujo al francés a varios escritores hispánicos, entre ellos Miguel de Unamuno y Faustino Domingo Sarmiento. A su cargo también estuvo la dirección del reconocido Bulletin Hispanique y la Revue de Littérature Comparée. En 1976 fue distinguido con el Premio Internacional Alfonso Reyes. Entre sus obras se encuentran Erasmo y España (FCE, 1950, 1966), La Celestine selon Fernando de Rojas (1961), Estudios sobre Bartolomé de Las Casas (1966) y Erasmo y el erasmismo (1983).

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

LOS JESUITAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI

Traducción de MARCIANO VILLANUEVA SALAS

MARCEL BATAILLON

Los jesuitas en la Españadel siglo XVI

Edición anotada y presentada por PIERRE-ANTOINE FABRE

Prefacio de GILLES BATAILLON

Primera edición en francés, 2009 Primera edición en español (Junta de Castilla y León), 2010 Primera edición en el FCE, 2014 Primera edición electrónica, 2014

En portada: San Ignacio escribe las “Constituciones”, Miguel Cabrera (sin firma), ca. 1750.

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

Título original:Les jésuites dans l’Espagne du XVIe siècle D. R. © 2009, Société d’Édition Les Belles Lettres

La presente traducción ha sido cedida generosamente por la Junta de Castilla y León

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2153-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A Annie Lefort

ÍNDICE

Agradecimientos de la edición en francés

Abreviaturas

Prefacio, por Gilles Bataillon

Presentación: Ignacio de Loyola, Marcel Bataillon y España, por Pierre-Antoine Fabre

Notas sobre la edición del texto

Introducción

I. Los “apóstoles” de Alcalá

II. Los iñiguistas y el monacato

III. La entrada de la Compañía en España aclarada a la luz de las vocaciones de Torres y Nadal

IV. El problema de los cristianos nuevos: impulso y freno

Anexo. La implantación de la Compañía de Jesús en Portugal

Orientaciones bibliográficas

Índice de personas

Índice de lugares

AGRADECIMIENTOSDE LA EDICIÓN EN FRANCÉS

Sentimos el grato deber de expresar nuestro agradecimiento a Annie Lefort y a Pierre, Philippe y Claude Bataillon por la autorización que nos han concedido para publicar este curso inédito de su padre. Nuestro agradecimiento se extiende también a Pierre Vidal-Naquet, que acogió de inmediato este proyecto dentro de la colección que dirigía con Michel Desgranges, y a Claude Bataillon, Anne-Marie Cases y Bernard Vincent por la ayuda que nos han prestado en todo momento para la puesta a punto definitiva del texto y la preparación de este volumen.

ABREVIATURAS

 

 

Acta

Acta quaedam de Gonçalves da Câmara

ADPF

Association pour la Diffusion de la Pensée Française

AHSI

Archivum Historicum Societatis Iesu

ARSI

Archivum Romanum Societatis Iesu

Hisp.

Hispania

BAC

Biblioteca de Autores Cristianos

BAE

Biblioteca de Autores Españoles

DDB

Desclée de Brouwer Éditions

EHESS

École des Hautes Études en Sciences Sociales

FUE

Fundación Universitaria Española

IHSI

Institutum Historicum Societatis Iesu

Mem. Ca.

Memorial de Gonçalves da Câmara

Mem. Fa.

Memorial de Pierre Favre

MHSI

Monumenta Historica Societatis Iesu

Chronicon

de Juan de Polanco

Ep. Borgiae

Epistolae Borgiae (Francisco de Borja)

Ep. et Instr.

Epistolae et Instructiones

Ep. Ign.

Epistolae Ignatii (Ignacio de Loyola)

Ep. mixtae

Epistolae mixtae

Ep. Nat.

Epistolae Natalis (Jerónimo Nadal)

Ep. PP.

Epistolae PP. Paschasi Broëti, Claudii Jaji, Ioannis Coduri et Simonis Rodericii Societatus Iesu (Pascasio Broët, Claude Jay, Jean Codure, Simão Rodrigues)

Ex. sp.

Exercitia spiritualia

FN

Fontes narrativi

Mon. Const.

Monumenta Constitutionum praevia

Mon. Fabri

Monumenta Fabri (Pierre Favre)

Mon. paed.

Monumenta paedagogica

Mon. Rib.

Ribadeneira (Pedro de Ribadeneira)

Mon. Xav.

Monumenta Xaveriana (san Francisco Javier)

Script. Ign.

Scripta Ignatiana

“Summ. hisp. Polanci”

“Summarium hispanum” de Polanco

Mon. Vat.

Monumenta Vaticana

PUF

Presses Universitaires de France

RSLR

Rivista di Storia e Letteratura Religiosa

PREFACIO

Este volumen contiene el manuscrito del primer curso de Marcel Bataillon en el Collège de France en 1945-1946. Su publicación, enriquecida con un aparato crítico y una presentación debidos a Pierre-Antoine Fabre, requiere algunas aclaraciones. La idea de aportar estas explicaciones surgió en el curso de las conversaciones que precedieron a la decisión de publicar este texto sobre el nacimiento de la Compañía de Jesús: conversaciones tanto con mi padre, Claude Bataillon, que clasificó los papeles de mi abuelo y redactó una especie de autobiografía paterna y familiar, como con Pierre-Antoine Fabre, Bernard Vincent y Pierre Vidal-Naquet. Aunque para estos tres historiadores, ninguno de los cuales había sido alumno de Marcel Bataillon, resultaba evidente, por un lado, que el texto merecía ser publicado, quedaba por resolver, por el otro, la cuestión, nada fácil, de saber si esta decisión concordaba con los deseos de su autor. ¿Hasta qué punto, y de qué manera, se podía argüir que esta publicación se inscribía en la línea recta de la reedición de su Érasme et l’Espagne, reedición cuya tarea Marcel Bataillon había dejado, muy conscientemente, y muy públicamente, en manos de sus herederos? Querría explicar esta decisión por una doble vía: en primer lugar, recordando las circunstancias que llevaron a plantearse la pregunta acerca de esta publicación y evocando, en segundo, la visión que podría tener mi abuelo sobre su obra y, de una manera más general, sobre su trayectoria, tanto intelectual como personal, en el atardecer de su vida. Porque la decisión de publicar este manuscrito destinado a convertirse en libro, pero durante mucho tiempo inédito, se ha tomado sin ninguna duda en el marco del espíritu de fidelidad a este juicio que Marcel Bataillon tenía de sí mismo.

Recordemos, ante todo, cómo se planteaba, en 1992, la pregunta acerca de la publicación de este curso. Fue Henri Desroche quien mencionó a Thierry Paquot este proyecto de publicación de L’Origine des Jésuites et l’Espagne des “Exercices” aux “Constitutions” en el transcurso de las largas entrevistas cuyo fruto fue un libro sobre la trayectoria intelectual de Desroche.1 Como Henri Desroche sabía que Thierry Paquot conocía a la familia Bataillon, le envió una copia del ejemplar manuscrito de ese curso. Este manuscrito, paradójicamente ausente en los archivos de Marcel Bataillon depositados en el Collège de France, no parecía reunir las condiciones de un texto destinado a la imprenta. Ninguno de sus antiguos alumnos, ni tampoco sus hijos, sabía —o recordaba— que hubiera tal vez estado destinado a publicarse. Consultados sobre esta cuestión, los hijos de Marcel Bataillon comenzaron por solicitar el parecer de Charles Amiel, gracias al cual había visto la luz la reedición de Érasme et l’Espagne.2 Amiel pidió a Pierre-Antoine Fabre una valoración del interés científico de una eventual edición. Aunque Amiel fue sensible a los argumentos de Pierre-Antoine Fabre a favor de la publicación, estimó paralelamente muy frágil la tesis de un auténtico “proyecto” de libro. Y argumentaba del siguiente modo: había habido, sin duda, un proyecto de publicación en una colección dirigida por Desroche, pero como quiera que el intento no había llegado a buen puerto, Marcel Bataillon no había juzgado oportuno ni continuarlo ni relanzarlo. Se trataba, a todas luces, de una situación muy diferente de la que se había dado en el caso de las correcciones aportadas por Marcel Bataillon a su Érasme. El proyecto quedó, por tanto, adormecido y no fue relanzado sino hasta 1999, con ocasión de la aparición de un número de los Annales sobre las conversiones dirigido por Pierre-Antoine Fabre.3 Atraído tanto por el tema de este número como también, y más en particular, por un artículo de MarieElizabeth Ducreux sobre las trayectorias de las vidas de emigrantes checos y su afiliación a la Unitas Fratrum,4 descubrí pronto aquella especie de llamada lanzada por Pierre-Antoine Fabre. La primera nota de su artículo, “La conversion infinie des conversos.* Des ‘nouveaux chrétiens’ dans la Compagnie de Jésus au XVIe siècle”,5 hablaba de la importancia que podría tener una futura publicación de aquel curso, que seguía inédito, tanto para el estudio de los orígenes jesuitas como para el estatuto de los nuevos conversos. Y aunque no olvidaba los legítimos escrúpulos de Charles Amiel, expresaba su esperanza de que la familia de Marcel Bataillon aceptara reconsiderar el tema de la publicación de este documento. Llamé, pues, la atención de mi padre sobre este asunto y se decidió reabrir el dossier. Quedaba, de todas formas, en suspenso la cuestión de la visión del propio Marcel Bataillon sobre sus manuscritos y sus notas.

En un largo estudio, publicado como introducción al volumen en homenaje a Marcel Bataillon titulado Les Cultures ibériques en devenir, Jacques Lafaye definía con gran precisión el espíritu que había guiado las investigaciones llevadas a cabo por Marcel Bataillon a lo largo de su carrera intelectual. Recordando las primeras indagaciones que había realizado en España en 1916 sobre el “comendador griego” Hernán Núñez de Guzmán, Lafaye observaba que Marcel Bataillon debía mantenerse fiel a su proyecto de “reemprender y ampliar las investigaciones esbozadas o simplemente vislumbradas” que había enunciado en una carta al director de la École des Études Hispaniques, pero que no convertiría en realidad hasta 50 años más tarde, en 1965, en su curso en el Collège de France. Partiendo de este ejemplo, Lafaye subrayaba que esta manera de hacer fue su auténtica norma de conducta científica a lo largo de toda su vida:

Podía muy bien dejar a un lado, durante años, una investigación vislumbrada o emprendida, pero jamás la olvidaba. Al compás de sus lecturas, alimentaba el dossier, esperando a que madurara para un curso, un artículo o incluso un libro […] Pero no creaba gavetas olvidadas guardadas para él solo. Una vez en posesión de la materia, buscaba a la persona capaz de profundizar en ella […] Esto no le impedía volver de nuevo personalmente sobre el tema con ocasión de un descubrimiento documental.6

Éste fue, a todas luces, el espíritu con que trabajó Marcel Bataillon hasta el fin de sus días en la reedición francesa de su Érasme et l’Espagne. Aunque no cesaba de leer y de anotar los artículos o los libros que, a su entender, merecían una discusión acerca de los puntos de vista que él había avanzado en su obra, lo hacía pensando que recaería sobre otros la tarea de la puesta a punto final de aquella reedición revisada y aumentada. Viví a su lado los últimos años de su vida,7 y cuando le visitaba en su despacho me mostraba más de una vez su libro, cosido de hojas manuscritas. Algunas consistían en simples notas bibliográficas más o menos fáciles de intercalar en el aparato de notas de la última reedición en español de su libro,8 mientras que otras eran ampliaciones nuevas destinadas a corregir o a enmendar el texto primitivo, o asumían a veces la forma de futuros anexos. Un día que le pregunté cómo pensaba llevar a cabo toda aquella tarea, me explicó, con esa sonrisa grave y pícara tan suya, cómo contemplaba la que sería de hecho la tercera edición corregida de su libro. Él había escrito, me decía, un Érasme et l’Espagne en su vida, y se había ocupado también de seguir las ediciones en español corregidas y aumentadas que había conocido su libro. Y me contaba, sobre este punto, todos los intercambios epistolares con su traductor mexicano Antonio Alatorre, intercambios destinados a esclarecer y a poner a punto todos los detalles de la traducción y de las correcciones de su escrito primitivo. Y concluía que aquella cuarta edición sería tarea de otros, es decir, de sus discípulos convertidos en amigos. Hablaba también abiertamente de sus archivos, ordenados en un inmenso clasificador que ocupaba todo un ángulo de su despacho. También aquí no podían estar más claras las cosas en nuestras conversaciones. Sus cursos y diversas notas almacenadas allí desde su regreso a casa, Rue de l’Abbé-de-l’Épée, al término de sus dos mandatos como administrador del Collège de France (1955-1965), estaban, según él, destinados a ser seleccionados y reclasificados por los archiveros del Collège.

Cuando evocaba, en mi presencia y en la de otros, la futura reedición de su Érasme tenía también indudablemente en la mente el ejemplo de los papeles y la obra de Maurice Merleau-Ponty, con quien había mantenido estrechas relaciones. Había sido uno de los que defendieron a capa y espada su candidatura al Collège de France cuando, tras la aparición de su Humanisme et terreur, hubo quienes veían en él a un filocomunista a quien era aconsejable cerrar el paso. Guardo sobre este asunto un recuerdo muy vivo de mi abuelo preguntando a Claude Lefort, al término de un desayuno dominical, si tenía los ejemplares de la revista Textures en la que acababa de publicar las notas de un curso inédito de Merleau-Ponty, “Philosophie et non philosophie depuis Hegel”.9 Vi cómo entraba inmediatamente en casa, se acomodaba en la tumbona, se ponía las gafas y acometía la lectura de las dos entregas de Textures. Todavía le estoy oyendo hablarme del interés y el placer que le proporcionaba aquella lectura, que prolongaba las que ya había hecho de Visible et l’invisible y La Prose du monde.10 Es indudable que consideraba de la mayor importancia este trabajo de edición de una obra todavía inacabada. Recordaba también más de una vez, en mi presencia, el trabajo llevado a cabo por Claude Lefort en los manuscritos de Merleau-Ponty, que había sido su profesor y después su amigo.

Era, pues, imposible no ver que, llegado el momento que él consideraba ser más o menos el atardecer de su vida, entendía que era tarea de otros proseguir su obra, ya sea publicando sus trabajos, siempre en curso, sobre Erasmo u otros de sus papeles. Y era igualmente imposible imaginar que él hubiera deseado que su herencia intelectual quedara encerrada y encuadrada en un marco, en nombre del deseo de erigir una especie de monumento de fidelidad acrítica a su memoria y a sus hechos pasados. También aquí hilvanaba, delante de mí, todavía por aquel entonces un adolescente, toda una serie de reflexiones, a la par graves y henchidas de humor, que expresaban la voluntad de volver a contar y reformular un juicio sobre lo que había sido su vida y lo que había tenido importancia para él.

Es asimismo indudable que su encuentro con Erasmo marcó su existencia y que se había construido a sí mismo a lo largo de su trabajo acerca de este autor, prolongado hasta el último momento de su vida. Por lo demás, aquella pasión suya por este hombre podía ofrecer giros inesperados. Cierta vez que nos disponíamos a ver los informativos de la televisión de la noche me avisó que a continuación venía una película muy buena, La kermesse heroica, que nos resultaría muy divertida. Una vez empezada la película, cuando se anuncia la escena del consejo en el que los habitantes de la ciudad y su alcalde comienzan a deliberar sobre la conducta que seguirán frente al duque de Alba, mi abuelo me indicó que prestara mucha atención porque íbamos a presenciar una secuencia particularmente sabrosa. Vi entonces que el bufón enano pedía que le trajeran algunos volúmenes y los pusieran en su silla para que pudiera sentarse a la debida altura a la mesa del consejo, y oí aquella réplica que tanto divertía a mi abuelo: “¡Este Erasmo me rompe el culo!”

Esta disposición a reírse de sí mismo iba acompañada de la capacidad de defender mordicus ciertos puntos de vista muy personales y de hacer a la vez, con la mayor calma, su propia crítica de lo que, visto desde la distancia, consideraba una ceguera. En cierta ocasión en la que le mencionaba yo el parecer de Margarido, en el curso de un seminario en París VII al que yo asistía, sobre el hecho de que la iniciativa de la defensa de los indios empezada por Las Casas había dado paso, en cierto modo, a la legitimación de la esclavitud de los negros en nombre de la libertad de los indios, dijo tranquilamente que era una tesis sumamente discutible y frágil debido a su anacronismo. Y esto, dicho de la manera más clara, me invitó a crearme mi propia opinión leyendo directamente los textos. Me enseñó el estudio sobre este tema de Alfredo Margarido en el volumen que acababa de ser publicado en su honor merced al apoyo de la Fundação Calouste Gulbenkian, Homenagem a Marcel Bataillon,11 y la sección “clérigo Casas” de su despacho. Su oposición sin concesiones a las tesis formuladas por Margarido iba, en todo caso, acompañada de la más extremada cortesía hacia la persona de su autor en la presentación pública de aquel homenaje al que me invitó. Que no se me interprete mal: no había aquí ni el menor asomo de hipocresía ni simple afán de respeto de las buenas normas sociales sino, mucho más en el fondo, la idea de que el debate intelectual debe ser libre. Si, como dicen algunos de sus alumnos muy cercanos a él, fue un “maestro ejemplar”,12 fue también “un hombre que escucha” y se negó a ser esa cosa tan común de “patrón impartiendo instrucciones a una clientela sumisa”.13 Con este espíritu le vi emprender el camino hacia la asamblea del Collège para defender la candidatura de un gramático que le parecía más sólida que la de Roland Barthes, que fue finalmente el elegido. Pero también aquí, una vez más, nada le impidió informarse del contenido de la lección inaugural de Barthes, a la que no había podido asistir por hallarse convaleciente de una enfermedad.

Esta capacidad de volver sobre sus decisiones del pasado se ponía de manifiesto de la manera más sorprendente cuando recordaba en mi presencia su trayectoria política. Me contó más de una vez sus compromisos iniciales, su adhesión al partido socialista, como tantos otros en los días de su juventud, sus actividades en favor de la República española y en contra del franquismo, incluso su candidatura al Frente Popular de Argel. Aunque me hablaba con cierto distanciamiento, y a veces incluso con una sonrisa, de aquellos acontecimientos, es indudable que le seguían pareciendo respetables aquellas decisiones personales. Muy distinta fue su actitud frente al ascenso del nazismo. Una tarde, cuando nos disponíamos a ver juntos las noticias de la televisión, me recordó lo que había significado la remilitarización de Renania en marzo de 1936 y los debates que aquella flagrante violación del Tratado de Versalles había suscitado. Acabado el telediario, mi abuelo se levantó y, como tenía por costumbre, apagó el sonido de la televisión para ahorrarse los anuncios publicitarios. Y me contó brevemente, en aquella ocasión, cómo se habían desarrollado las discusiones en el seno de la comisión de vigilancia de los intelectuales antifascistas sobre la actitud que tomarían frente a aquel acontecimiento. Me explicó cómo tras haberse convertido en pacifista como resultado de su experiencia en la guerra de 1914, había pertenecido a la gran mayoría de los que eran partidarios de temporizar. Recordó también cómo, a la inversa, algunos intelectuales de la comisión, en muy escaso número, habían juzgado, con razón, que se trataba de un patente atropello del Tratado de Versalles y que la respuesta debía ser una intervención militar contra la Alemania nazi. Y concluyó de manera bastante abrupta: “Nos opusimos a aquella solución militar, cuando era la que nos habría ahorrado millones de muertos”.

No se debería ver en estos recuerdos un argumento para reformular la imagen de un Marcel Bataillon cuestionando radicalmente su trayectoria política. Más sencillamente, tuvo el valor de interrogarse con lucidez acerca de lo que pudieron haber sido las opciones políticas de su generación y de manifestar, ante un hombre todavía en la adolescencia, cómo determinadas actitudes merecen ser discutidas y reconsideradas a la luz de lo que un buen historiador calificaría de nuevas piezas añadidas al dossier. Con este mismo espíritu de fidelidad a aquel Marcel Bataillon de carne y hueso, expresión por la que sentía predilección en sus Études sur Bartolomé de Las Casas,14 se ha tomado la decisión de confiar esta edición crítica a PierreAntoine Fabre. Es la misma fidelidad que ha inducido asimismo a la publicación reciente de las cartas de Marcel Bataillon a Jean Baruzi.15 Y este mismo afán debería invitar también, en fin, a abrir sus archivos personales a cuantos quieran interrogarse acerca de esos tres aspectos indisociables de su persona que fueron las vertientes científica, moral y política de su aventura intelectual.

GILLES BATAILLON

1 Henri Desroche, Mémoire d’un faiseur de livres, Fondation pour le Progrès de l’Homme, París, 1992.

2 Nueva edición, con texto anotado por Daniel Devoto, publicada bajo la dirección de Charles Amiel, tres volúmenes de 928, 544 y 568 páginas, Droz, Ginebra, 1991.

3 Pierre-Antoine Fabre, “Conversions religieuses”, Annales, año 54, núm. 4, julio-agosto de 1999.

4 Marie-Elizabeth Ducreux, “Exil et conversion. Les trajectoires de vie d’émigrants tchèques à Berlin au XVIIIe siècle”, ibidem, pp. 915-944.

* Las palabras y frases que aparecen en español en la edición francesa figuran aquí en cursivas [E.].

5 En Pierre-Antoine Fabre, “Conversions religieuses”, pp. 875-894.

6 Jacques Lafaye, “L’itinéraire intellectual de Marcel Bataillon: du sens littéral à la métahistoire”, Les Cultures ibériques en devenir. Essais publiés en hommage à la mémoire de Marcel Bataillon (1895-1977), Fondation Singer-Polignac, París, 1979.

7 Desde el otoño de 1975 hasta su muerte, el 4 de junio de 1977.

8 Publicada por el Fondo de Cultura Económica de México en 1966.

9Textures, núms. 8-9, 1974, pp. 83-129, y Textures, núms. 10-11, 1975, pp. 145-173.

10 Estos dos volúmenes han sido publicados por Gallimard, el primero en 1964 y el segundo en 1969.

11 París, 1975.

12 La expresión es de Charles Amiel, “Marcel Bataillon, un maître exemplaire”, en Charles Amiel et al., Autour de Marcel Bataillon. L’oeuvre, le savant, l’homme, De Boccard, París, 2004.

13 Raymond Marcus, “Marcel Bataillon, homme d’écoute”, ibidem.

14 Centre de Recherches de l’Institut d’Études Hispaniques, París, 1965 [Marcel Bataillon, Estudios sobre Bartolomé de Las Casas, Península, Barcelona, 1976].

15 Simona Munari (ed.), Lettres de Marcel Bataillon à Jean Baruzi, 1921-1952, autour de l’hispanisme, prefacio de Claude Bataillon, Nino Aragno, Turín, 2005.

PresentaciónIGNACIO DE LOYOLA, MARCEL BATAILLON Y ESPAÑA

La lectura del curso de Marcel Bataillon sobre L’Origine des Jésuites et l’Espagne des “Exercices” aux “Constitutions”, para retomar aquí, a modo de epígrafe, su título original, es, para un historiador de la primera modernidad europea, una experiencia profunda.1 La primera y perdurable impresión que produce es la de una fuerte sensibilidad por los más complejos problemas de la historia de la primera Compañía de Jesús,2 evidentemente vinculada al contacto frecuente y directo con el conjunto de las fuentes impresas disponibles, en particular de los Monumenta Historica Societatis Iesu, con una utilización cruzada, por una parte, de los textos de institución y, por otra, de la correspondencia de Ignacio de Loyola y de sus primeros colaboradores. La notación propuesta para esta edición tiende, en lo esencial, a dar cuenta de la precisión y de la amplitud de la información recopilada por Bataillon y a poner bajo clara luz cómo los interrogantes que plantea a las fuentes que moviliza, las figuras que destaca, los momentos cuya importancia subraya delimitan —60 años más tarde— el perímetro actual de las investigaciones sobre la Compañía de Jesús y siguen explicando hoy día la fecundidad historiográfica del fenómeno jesuita en la historia de Europa y del mundo modernos.

La segunda característica del curso es que persigue obstinadamente, sin jamás caer en una sobreinterpretación de las fuentes, un solo objetivo: el de abrir una brecha, al menos temporal, en la muralla de la Contrarreforma católica, señalando cómo, durante toda la segunda mitad del siglo XVI, la Compañía de Jesús mantuvo un distanciamiento frente a la institución de la Iglesia católica bajo la forma de su clero secular, de sus órdenes medievales, de su aparato judicial. Esta ambición tiene su reverso: conceder la prioridad a los primeros decenios de la Compañía, de tal modo que oscurece en esa misma medida el periodo siguiente. Pero tampoco los trabajos más cercanos a nosotros, preocupados, como pudo estarlo el propio Bataillon, por eludir una historiografía que, en sentido inverso, había ocultado —o tornado opacos, glorificándolos— los albores inciertos, balbucientes, contradictorios de la nueva institución, han escapado a un cierto primitivismo seiscientista del que sólo ahora comenzamos a salir.3

El factor esencial sigue siendo, por lo demás, que la perspectiva crítica de Marcel Bataillon, crítica, por una parte, frente al anticlericalismo en la historia —lo que no era, ni mucho menos, empresa baladí al día siguiente de la segunda Guerra Mundial y bajo el reinado vecino del superviviente de los regímenes totalitarios del Eje, el franquismo— y crítica también, por otra parte, frente a la historiografía confesional del catolicismo, descubre territorios inexplorados, como por ejemplo el de la resistencia opuesta por la Compañía de Jesús al antijudaísmo.

El tercer rasgo, morfológico, del texto que aquí presentamos y el que le confiere a la vez su encanto y su nimbo extraño es su estilo narrativo. Aun cuando el autor abre sendas nuevas y construye una tesis, lo que, en nuestros días, parece tener que resquebrajar poco menos que inevitablemente el suelo del relato de la historia para hacer aparecer los basamentos y la maquinaria, el hilo sigue siendo implacable, impecablemente, el del relato, como si la coherencia de este relato constituyera la prueba última y definitiva de la validez de la argumentación subyacente, como si tuviera que quedar asegurada precisamente de ese modo la transmisibilidad de la argumentación.4

En las páginas que vienen a continuación se seguirán de cerca tres conjuntos de observaciones sobre el curso de Marcel Bataillon que podrían anteponerse o posponerse a su lectura:5

1. El curso de 1946 en el conjunto de la obra de su autor.

2. Los primeros jesuitas de España en la historiografía contemporánea.

3. El curso de 1946 en la historiografía de la España renacentista.

EL CURSO DE 1946 EN LA OBRA DE MARCEL BATAILLON

El texto que se va a leer se inserta con derecho pleno en la obra de Marcel Bataillon. El autor había previsto su publicación tras la aparición, en 1967, en los Archives de Sciences Sociales des Religions, por invitación de Henri Desroche, del capítulo cuarto del curso. Se mecanografió por aquel entonces todo el conjunto. Vino a continuación un proyecto en las Éditions Cujas, cuyos vestigios epistolares conservamos. Pero luego Marcel Bataillon, sin duda reclamado por otras tareas, retrasó la obra (le habría sido ciertamente indispensable, como ya había hecho para el capítulo publicado, añadir notas y referencias al texto desnudo del curso, tal como nosotros nos hemos esforzado por hacer) y ya no lo reemprendió antes de su muerte, en 1977. No obstante, aquel mismo año de 1967 se interesó por las páginas escritas en 1946, cuando preparaba una conferencia sobre “La Reforma católica” por invitación del Centre de Recherches Coopératives dirigido por Henri Desroche, cuyas notas de trabajo nos ha legado.6 El curso incluye, en efecto, una serie de añadidos probablemente vinculados a esta circunstancia (procuraremos señalarlos; véase más adelante sobre este punto las “Notas sobre la edición del texto”), que testifican la actualidad del tema jesuita en el espíritu de Bataillon en aquella época tardía. El conjunto de esos elementos ha llevado a la convicción de que es posible publicar estas páginas sin forzar la voluntad de su autor.7

La contribución de Marcel Bataillon a la historia de la joven Compañía de Jesús está totalmente entretejida en la trama de su gran Érasme, muchas de cuyas figuras evoca en el curso, si bien este último despliega el pequeño número de páginas expresamente dedicadas a Ignacio de Loyola en el capítulo sobre el Enchiridion de Erasmo:

Querríamos considerar aquí un testigo inesperado de [la] metamorfosis del iluminismo: Ignacio de Loyola en persona. Que mereciera, o no, el calificativo de alumbrado es cosa que no nos importa. Estaba considerado como alumbrado en la hora decisiva que nosotros estudiamos y aparecía, al mismo tiempo, como solidario de aquella revolución religiosa de la que Erasmo se había convertido en símbolo en España.8

En el curso este “testigo” se convierte en uno de los protagonistas y tiene más “importancia” el problema de la influencia real del “movimiento erasmista sobre las actividades de Ignacio de Loyola”.9 Marcel Bataillon lleva su exploración hasta los límites en los que es posible rastrear la existencia de algunos componentes esenciales del pensamiento erasmista concernientes a la vida religiosa, la oración, la intelección de la Escritura, como elementos constitutivos de la elaboración del modo ignaciano. Es, por lo demás, significativo que el autor peleara con firmeza, en un añadido —tardío (la última referencia a los trabajos de Mark Rotsaert se remonta al año 1973)— a su Érasme recogido en la edición definitiva del libro, sobre la opinión vertida por Ignacio sobre el Enchiridion y se apoyara, en este tema, en las diferencias entre el Relato de su vida dado por Ignacio a Gonçalves da Câmara (de 1553 a 1555) y la Vita Ignatii Loyolae de Pedro de Ribadeneira (1572) (y también en el Chronicon de Juan de Polanco en su versión latina [1576]). Marcel Bataillon recuerda con detalle que el Relato ha sido desplazado por la Vita bajo el generalato de Francisco de Borja y, a partir de esta base, traza una línea de separación entre dos tradiciones de la historiografía de la Compañía, una de ellas preocupada por volver al Relato del Peregrino y la otra pesarosa por la “memoria desfalleciente del santo” (Rafael Hornedo, “Loyola y Erasmo”, Razón y Fe, 1966), útilmente sustituida por la de la institución.10 La controversia se torna más áspera en estas páginas debido a que uno de los defensores del antierasmismo sustancial del fundador de la Compañía de Jesús, Ricardo García Villoslada, se apoya justamente en Marcel Bataillon, “gran conocedor de Erasmo”, para establecer el “antierasmismo característico” en ocho de las 13 primeras “Reglas para sentir con la Iglesia” en los Ejercicios espirituales de Ignacio.11

Marcel Bataillon prosiguió en 1947 la tarea iniciada el año anterior con un curso sobre “Les jésuites et l’humanisme chrétien au Portugal”. Contrariamente al curso de 1946, este último nunca fue objeto, por parte de su autor, de un proyecto de publicación, y hemos respetado esta actitud reservada. ¿Cómo explicarlo? Tal vez el autor no tenía aquella experiencia íntima de la historia de Portugal que le permitía, en el curso sobre los jesuitas en España, abarcar de una sola ojeada, compaginando dos puntos de vista sobre un mismo universo, el pequeño objeto jesuita y el vasto paisaje social, cultural y político en el que lo contemplaba. Tal vez el equilibrio entre el uno y el otro no era el mismo. Sigue siendo, en todo caso, importante para nosotros el principio que guía ambos cursos: el de no trazar líneas divisorias en el interior de la península. Es, por otra parte, poco menos que paradójico, y sin duda indicativo de dos implicaciones de desigual intensidad, el hecho de que el curso portugués sea el segundo, cuando lo cierto es que la Compañía de Jesús fue, en toda una parte de sus determinaciones, portuguesa antes de ser española. Aquí se encuentra, sin duda, una de las claves para la comprensión del desfase de ambas empresas: los “jesuitas” fueron llamados a Portugal ya antes incluso de la fundación romana de la orden, gracias a la intermediación de Diego de Gouvea, a quien habían conocido en París, en el Colegio de Santa Bárbara, en la década de 1530. El rey Juan III los hizo venir para destinarlos a las misiones de ultramar. Por consiguiente, la historia de la Compañía portuguesa, inmediatamente cortesana, no tuvo —al menos en esta primerísima etapa—12 el espesor social de la historia española, ni se vio en el trance de acometer en Portugal aquella marcha sembrada de obstáculos hacia el centro monárquico del poder a partir de sus márgenes sociales (las nuevas élites de mercaderes), políticos (Cataluña) y religiosos (el medio converso).

Conviene, de todas formas, subrayar la línea de continuidad de la inspiración del curso de 1947 en relación con el precedente: la de la migración del humanismo cristiano en Europa meridional hacia el catolicismo. Reproducimos a continuación la introducción y la conclusión del curso portugués:13

En nuestra primera serie de investigaciones sobre los jesuitas14 nos movió la preocupación constante por fijar la posición de la Compañía naciente en relación con el movimiento general del humanismo cristiano en España. Posición en relación con el despertar alumbrado y más concretamente con el iluminismo erasmiano que reinaba en Castilla la Nueva cuando Íñigo y los iñiguistas peregrinos hicieron su primera entrada memorable en Alcalá. Posición en relación con el gran debate en torno al monacato en la época en que la Compañía se estaba constituyendo, cuando el cardenal reformador Contarini consiguió de Paulo III la aprobación verbal para aquel primer texto de la carta constitutiva que acentuaba tan vigorosamente las diferencias entre la nueva congregación y las órdenes monásticas.

Hemos estudiado, siguiendo esta misma idea directriz, la atracción ejercida por la joven Compañía sobre los humanistas cristianos que, como Torres o Nadal, habían sido durante mucho tiempo refractarios a los llamamientos de los iñiguistas.15 Y el decisivo encuentro, en fin, entre los jesuitas y los discípulos de Juan de Ávila, los apóstoles de Andalucía, facción activa de la Reforma católica española, milicia de imitadores de san Pablo, entre los que tomaba un impulso más eficaz la mística paulina característica del humanismo cristiano de la primera mitad del siglo XVI, menos libresco que en el iluminismo erasmiano con el que aquel movimiento tenía hondas afinidades. El recuerdo de este puñado de etapas importantes de nuestra primera exploración basta para señalar que el humanismo cristiano significaba, a nuestro entender, una cosa muy distinta de un florecimiento de las humanidades de estudios de lenguas antiguas —latín, griego, hebreo— aplicadas al renacimiento de la antigüedad cristiana bíblica y patrística. Este renacimiento de la Biblia y de los padres en detrimento de la teología escolástica fue ciertamente un hecho capital. Pero su importancia decisiva consistió en alimentar un intenso despertar religioso por medio del cual el cristianismo fue profundamente renovado y revolucionado en el siglo XVI.16 Para atenernos al rasgo más característico y más cautivador, fue el descubrimiento de san Pablo el que sostenía y nutría un misticismo paulino que se situaba en el centro mismo de la Reforma protestante y también de numerosas manifestaciones de la Reforma católica, tan desafortunadamente bautizada como Contrarreforma. Nos resulta ininteligible la parte más viva de la Reforma católica mientras veamos en ella sobre todo un movimiento de reacción contra las herejías protestantes. En el centro de las dos reformas o, por mejor decir, de los múltiples movimientos del despertar de que estaban hechas,17 alentaba la misma visión paulina, la misma imagen del cuerpo místico del que Cristo es la cabeza y los cristianos los miembros, los tejidos, las células, la misma aspiración a situar al hombre en relación con Dios, la misma fe en la incorporación a Cristo salvador, Dios y hombre a la vez. A partir de aquella gran reforma de la fe podían desarrollarse infinitas consecuencias, herejías temibles. Se habla a menudo del libre examen cultivado por el humanismo. No fue nada desdeñable el aspecto crítico de su acción, pero fue menos importante que su aspecto místico, positivo. Discusión de las tradiciones y de las prácticas religiosas en su relación con el misterio cristiano esencial, iluminación de este misterio central de la redención eran aspectos complementarios de la gran renovación religiosa alimentada por el Renacimiento. Son todos estos factores, y más en concreto el sentimiento renovado de las relaciones entre los cristianos y Cristo, lo que englobamos bajo el concepto del humanismo cristiano cuando intentamos definir la conexión entre este humanismo y los jesuitas de las primeras generaciones.

Abordamos este año una nueva serie de investigaciones cuyo territorio es Portugal. Podría decir, imitando el exordio ex abrupto del curso de Quinet sobre el “Ultramontanismo”: “Vengo de Coimbra y de Évora para hablaros del humanismo cristiano en Portugal”.18 Por lo demás, los dos meses que acabo de pasar en este país no han sido, como los de Quinet, vacaciones compartidas entre la ardiente evocación de los fantasmas del pasado errando por los viejos claustros y los interrogantes cordiales de jóvenes que llevan en sí mismos el futuro de Portugal. Confieso que he aprovechado mis horas de ocio para beber en estas fuentes del conocimiento, que mis días y a menudo también mis noches han sido absorbidos por un trabajo asiduo en las bibliotecas, entre libros y manuscritos. El Instituto para la Alta Cultura me había invitado generosamente para llevar a cabo allí, principalmente en Évora, cuyos tesoros había entrevisto, una serie de investigaciones, desde largo tiempo antes proyectadas, sin otra obligación para mí que trabajar lo mejor que pudiera y supiera para iluminar del mejor modo posible un gran problema de la historia espiritual de Portugal.

En esas bibliotecas, tan ricas como todavía tan incompletamente exploradas, no dos meses sino dos años habrían sido necesarios para recopilar todos los materiales nuevos que se ofrecían con profusión. Al menos por mi parte no he hecho demasiado mal uso del tiempo de que disponía y de las facilidades casi ilimitadas que se me ofrecían. Espero poder aportar los datos y las perspectivas, en parte novedosas, acerca de lo que fue en Portugal el humanismo cristiano entendido en el sentido amplio y profundo que acabo de señalar hace un momento.

Los jesuitas quedaron aquí ligados a su destino de una manera indisoluble, mucho más indisoluble que en España. Para cualquier historia resumida de Portugal, el reinado de Juan III fue el reinado que instaló a los jesuitas… y que instaló la Inquisición. Dos fenómenos estrechamente emparentados a primera vista. Pero será necesario determinar en qué sentido y hasta qué punto. Lo que es seguro es que en ninguna otra parte alcanzaron los jesuitas éxitos más rápidos y más completos que en este país, ni adquirieron una posición tan dominante. Tal vez sea ésta la razón de que fueran expulsados de aquí en el siglo XVIII antes que en ningún otro país.19 La expulsión de Pombal abrió la serie de las catástrofes en las que la Compañía zozobró durante algún tiempo en el Siglo de las Luces.

Ya incluso antes de que los jesuitas pensaran en instituirse como congregación fueron recomendados a Juan III por el anciano Gouvea, director del Colegio de Santa Bárbara, que conocía al grupo parisino de los fundadores. Fueron calificados como los mejores evangelizadores posibles para las Indias y, de hecho, ya antes de que Paulo III hubiera firmado el texto definitivo por el que daba su aprobación a la Compañía, san Francisco Javier había partido de Lisboa hacia el Extremo Oriente con algunos compañeros que serían seguidos por muchos otros.20

El curso de 1946-1947 concluye con las siguientes palabras:

Todas nuestras investigaciones de este año, que confirman los puntos de vista a que nos habían llevado las del año anterior, nos permiten dar, a mi entender, el verdadero alcance al triunfo de la Compañía, que asumió el puesto de los maestros erasmizantes y continuó su acción más desviándola que oponiéndose directamente a ella. Aparecía como una fuerza renovadora, pero también tranquilizadora, en cuanto a que tomaba claro partido a favor de la ortodoxia. Desempeñaron aquí su papel las reglas de la ortodoxia añadidas por los jesuitas a sus Ejercicios21 […] El curso de este año no nos llevará hasta la unión de Portugal y Castilla. Pero, ya desde 1555, la suerte estaba echada. El triunfo de los jesuitas estaba definitivamente asegurado en Portugal, mientras que en España y en Roma les esperaban todavía grandes dificultades. Ya hemos visto las vicisitudes de sus relaciones con la monarquía, la aristocracia y la universidad portuguesas desde los tiempos de los becarios de Santa Bárbara y, sobre todo, desde la formación de un cuerpo franco de apóstoles hasta la metamorfosis de este cuerpo franco en una orden prestigiosa que parecía estar capacitada para el desempeño de las más variadas tareas religiosas. La crisis interior que sufrió la Compañía en Portugal —crisis surgida a causa de la búsqueda demasiado precipitada del éxito inmediato, pero rápidamente superada sin merma del éxito alcanzado— nos ha mostrado, como en un microcosmos, las tendencias contradictorias de aquella gran empresa consagrada al servicio de Dios en colaboración con los poderes terrenales. Y al mismo tiempo que nos instruía sobre la esencia misma de la Compañía de Jesús, nuestra investigación nos revelaba aspectos hasta entonces todavía mal conocidos de la vida religiosa de Portugal bajo Juan III. Reforma de las órdenes antiguas por iniciativa real, relación entre esta iniciativa y la fundación de la Universidad de Coimbra, significación de esta última para la reforma religiosa y moral del reino; prestigio, frente a los jesuitas, de aquella otra fuerza nueva y renovadora encarnada en los capuchinos de la Provincia da Piedade; movimiento de espiritualidad que tenía su foco principal en Évora y donde bajo la protección del cardenal don Henrique, y merced al impulso de su confesor, Luis de Granada, se expandía una tendencia mística a cuya difusión contribuían tanto los capuchinos como los jesuitas, según las modalidades de acción propias de cada uno de ellos, en conexión con los focos espirituales de Andalucía,22 movimiento de piedad mística centrado en la comunión y la meditación de Jesús redentor. Es éste, sin duda, uno de los sectores menos explorados de la Reforma católica y también uno de los más importantes a causa de la repercusión de la obra de Luis de Granada.23 Hemos tenido que limitarnos a una incursión demasiado rápida en aquel territorio. Pero aquella obra misma que se desarrolló en el seno de ese movimiento nos proporcionará ocasión de volver sobre este tema.24

La conferencia sobre “La Reforma católica” de 1967 significó el retorno de Marcel Bataillon a los cursos de posguerra y sería seguida, como ya hemos recordado, de la publicación, en los Archives de Sciences Sociales des Religions, del que ya era el capítulo segundo del curso de 1945-1946. Los añadidos marginales del autor a las notas preparatorias de esta conferencia atestiguan la intensidad de su trabajo en aquella época. En esas notas M. Bataillon subrayaba y comentaba ciertos rasgos que nos permiten reconstruir el frente a frente, en su pensamiento, entre las perspectivas generales de sus observaciones sobre la Reforma católica y el proyecto particular de la reanudación de sus investigaciones sobre la historia de la primera Compañía de Jesús. Fijemos aquí algunos aspectos de las 27 pequeñas hojas de la conferencia y de sus márgenes.

Hoja 3:25 “Fenómeno del revival del cristianismo en espíritu en el interior del catolicismo”. El autor añade al margen: “del despertar”. Este término tiene una acusada presencia en los dos cursos, donde aparece opuesto al léxico de la “reforma” (o “prerreforma”, etc.), como por ejemplo en: “Tampoco es satisfactorio […] el término de prerreforma de que se han servido muchos para bautizar los orígenes del despertar religioso del siglo XVI” (véase capítulo IV). O: “En el centro de las dos reformas o, por mejor decir, de los múltiples movimientos del despertar de que, están hechas […]” (véase supra). Es probable que, tras la lectura del curso, el término “despertar” que aquí figura le pareciera más adecuado al autor, un autor que, unas pocas líneas antes, se había definido como “historiador fuertemente atraído por la mentalidad de los reformadores religiosos, más tal vez, incluso, que por su teología” (hoja 2). La “mentalidad” remite, en efecto, más al “despertar” que a la “reforma”, apela más al “espíritu”, al “interior” que a la letra o a la regla; y es asimismo más “múltiple” que unificada. La mentalidad varía, se ramifica, vive. No es, por lo demás, indiferente, en el sentido de esta multiplicidad, que tanto el “despertar” (réveil) como el inglés revival califiquen los movimientos de conversiones “en el interior” del protestantismo, y en primer lugar del metodismo, doblemente fundamentado, como es sabido, en la intensidad de la oración y en la apertura a la acción social, en un doble desbordamiento de las mediaciones eclesiales. Marcel Bataillon desplaza, sin duda con cierta dosis de malicia, este léxico protestante “al interior” del catolicismo.

Hoja 8: el autor subraya: “Insistir en que monachatus non est pietas” y anota al margen: “aspecto eclesial y social”.

Hoja 9: el autor subraya: “Los jesuitas, los más atacados de todos”.

Hoja 13: el autor subraya: “el aspecto de innovación, renovación, no menos original en Juan de Ávila […] cristiano nuevo, que, como Íñigo en Alcalá, despierta sospechas y tiene problemas con la Inquisición, es puesto en libertad y exculpado por ella”. Innovación, renovación siguen evitando el término “reforma” y alcanzan también al “cristiano nuevo”, prestándole una nueva significación, históricamente correcta: converso y renovador.26 Reaparece asimismo con frecuencia, y a la vez, en la pluma de Marcel Bataillon, el término “sospecha”: se sitúa en el primer plano, junto con el “despertar”, el despertador de sospechas. Lenguaje nítido: el despertar también despierta sospechas. Se encuentra asimismo, un poco más adelante, a propósito del Audi, filia de Juan de Ávila: “se comprende que una tal página haya despertado los suficientes armónicos luteranos que justificaban la prohibición del libro en 1559” (hoja 16).

Hoja 19: el autor añade al margen, también a propósito del Audi, filia: “El despertar del espíritu no obliga a trastocar el orden eclesial”.

En este conjunto de textos, cuya amplitud intelectual se impone por sí misma, destacaría por mi parte un aspecto discreto, pero central para quienes transitan hoy día por la historia planetaria de la Compañía de Jesús en la época moderna: aunque Marcel Bataillon enraíza aquí sus investigaciones sólo en el espacio de la península ibérica, las sitúa permanentemente en el horizonte mundial. Pero entiende la medida de este horizonte cabalmente como horizonte, como destino, y es precisamente en ese sentido donde nos resulta más cercano, porque apunta al conjunto de las resistencias al desarrollo de la evangelización de los “nuevos mundos” de que dan testimonio los trabajos más recientes,27 ya sea porque en aquella Europa “renovada y revolucionada” se imponía como una prioridad la reconquista de los mundos antiguos o sea porque en aquella segunda mitad del siglo XVI el espacio extraeuropeo seguía siendo, en la conciencia de las personas ordinarias, una abstracción fascinante. En lo que respecta a Marcel Bataillon, familiarizado, por lo demás, a finales de la década de 1960, con aquel otro mundo a través de sus trabajos sobre Bartolomé de Las Casas y sobre la historia de la evangelización americana en general,28 aquella lucidez adquiere un relieve muy peculiar.

La edición del curso de Marcel Bataillon ha reservado, para poner fin a este capítulo que se propone situar el escrito en el conjunto de su obra, dos sorpresas simétricas que no puedo pasar en silencio. De una parte, justamente un gran silencio sobre Bataillon y la historia de la Compañía de Jesús en numerosos ensayos, misceláneas, etc.,29 consagrados a su autor desde hace ahora casi tres decenios.30 Este dato revela simplemente, a mi entender, la medida, en la obra del maestro, de la singularidad de los dos cursos de 1946-1948, ampliamente desconocidos hasta ahora y que configuran una especie de excursus del que nos aprestamos aquí, con todo, a articular su aventura propia dentro de las corrientes dominantes de sus trabajos, ya se trate de estudios sobre el erasmismo español o sobre las disidencias religiosas vinculadas a él o, más secretamente, sobre todo cuanto concierne a la historia de la primera evangelización franciscana y dominica del continente americano. La Compañía de Jesús es, tanto para Bataillon como para sus comentaristas, el reverso del decorado, la demostración, desde el punto de vista inverso, de la penetración del “humanismo cristiano” en todas las esferas de la Iglesia católica a lo largo de todo el siglo XVI. La inversión de perspectivas a que la publicación del curso de 1946-1947 nos invita no debe hacernos olvidar este dato fundamental del que el mencionado silencio rinde testimonio: que toda la iniciativa de Bataillon se propone como meta salvaguardar al hombre —y a Cristo en él, si está en él— de la tutela de la Iglesia. Y desde esta óptica, la historia de la joven Compañía de Jesús tiene, desde sus primeras premisas hasta la clausura del siglo, un gran parecido con la caída de Ícaro en el detalle del cuadro de Brueghel.

Segunda sorpresa, pero que deja de serlo, sin duda, tras las páginas precedentes: la severidad de la Compañía con respecto a Bataillon, cuyo indicio más seguro es la reseña de Ricardo García Villoslada (con quien nos hemos cruzado anteriormente) a Érasme et l’Espagne en el Archivum Historicum Societatis Iesu, en 1938. Merece la pena que también nosotros reseñemos, por nuestra parte, sus argumentos. Echa en cara al libro la profusión de sus personajes, lamenta a continuación el escaso espacio dedicado a Ignacio de Loyola31 y subraya, en fin, agrupando los dos primeros ataques anteriores, que la actividad apostólica (proselitismo) de Ignacio en Alcalá merecía más atención que la de los numerosos alumbrados cuyos hechos y gestos se nos narran minuciosamente, como si se condensara en ellos toda la vida espiritual que inflamaba la España de aquel tiempo. Pero Villoslada, profundo conocedor de aquella España, da muestras de un cierto embarazo en la continuación de su texto: no pudiendo negar un cierto número de rasgos del Erasmo de Bataillon, objeta que éste atribuye a Erasmo ideas que son habituales en la teología católica de todos los tiempos. No se puede por menos que lamentar aquí que Villoslada ignorara las investigaciones que tenía en proyecto Bataillon sobre la joven Compañía española y que le habrían mostrado precisamente que el especialista de Erasmo no excluía en modo alguno las vías de transición entre el “erasmismo” y la “teología católica”, sólo que ésta no era la de “todos los tiempos”. Y le habrían mostrado también que Bataillon se había interesado por Juan de Ávila, cuando le reprocha, en la continuación de sus comentarios, que le pasa por alto. Al final de la recensión endurece el tono cuando se acerca a la escena contemporánea: según Villoslada, no fue el erasmismo, sino cabalmente sus adversarios, los frailes, quienes aportaron los elementos esenciales de la cultura elevada y universal de la España del Siglo de Oro. Frases tales como “si España no hubiera pasado por el erasmismo no nos podría haber dado el Quijote”, sólo pueden escribirse, en opinión de Villoslada, bajo la influencia institucionalista de un Américo Castro.32 No dejaría de ser sugerente, siempre según Villoslada, la evocación del krausismo español.33 No sería, en efecto, arbitraria la comparación entre el erasmismo del siglo XVI y el krausismo del XIX: “del primero habrían surgido —así Villoslada— nuestros luteranos; del segundo nuestros intelectuales”. Los primeros, de no haberlo impedido la Inquisición, habrían llevado en derechura a España a una guerra de religión. Los segundos nos han llevado de hecho a una tragedia sin parangón en la historia.34

LOS PRIMEROS JESUITAS DE ESPAÑA EN LA HISTORIOGRAFÍA CONTEMPORÁNEA

La singular empresa de Marcel Bataillon

Las líneas que anteceden bastarían para mostrar la libertad intelectual de que da testimonio la iniciativa del curso sobre “El origen de los jesuitas…” Pero su audacia es de un alcance totalmente diferente por dos motivos fundamentales.

Por un lado, es evidente que no era la cuestión religiosa la que se situaba en el centro del terreno del hispanismo francés de la inmediata posguerra, ya por la simple razón de que la cuestión religiosa era masivamente, por aquel entonces, la cuestión católica, que era inseparable de la cuestión franquista, y el hispanismo francés estaba profundamente empapado de oposición a la dictadura militar y eclesiástica del general. En una útil síntesis de “El hispanismo francés de la época moderna y contemporánea”,35 Bernard Vincent manifiesta indirectamente la poco menos que incongruencia historiográfica del curso de Bataillon, señalando cómo hasta 1975 los historiadores franceses (y los exiliados) de España otorgaban sus preferencias a los siglos XVI y XVII, y cómo además, y por las mismas causas, eran prioritarios, para esos periodos, los trabajos sobre la historia económica y social36 y sólo poco a poco se fueron orientando, después de aquellas fechas, bien hacia el siglo XIX o bien hacia el ámbito sociocultural. Vincent insiste —y esto nos atañe aquí directamente— en dos campos especialmente explorados en este segundo periodo: el de la historia del libro y de la literatura (con un punto de partida en la obra de Maxime Chevalier, Lecturas y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, y el balance propuesto por Livre et lecture en France sous l’Ancien Régime, ADPF, París, 1980, surgido de un coloquio en la Casa Velázquez), y el de las “comunidades minoritarias y los grupos marginales”, en el que el mismo Vincent fue uno de los protagonistas por sus trabajos sobre los moriscos. Ahora bien, estos dos temas son precisamente dos vías paralelas por las que, desde 1945, Bataillon ocupa un lugar en la historia de la España católica, cuyo monolitismo resquebrajó al interesarse por la circulación de los libros heterodoxos —y en cabeza los de Erasmo— en ciertos ambientes cercanos al clero ortodoxo y a los círculos de la disidencia discreta, como por ejemplo la de los discípulos de Juan de Ávila, y todo ello ordenándose, como recuerda Vincent, por la noción de “mentalidad”37 (culturas, ambientes), donde ya hemos podido ver la función que le asignaba Bataillon en su conferencia de 1967.

De una manera más general, fue en toda la Europa de la posguerra donde —si se puede recurrir a aquella misma audacia que Bataillon y consignarlo así por escrito— tuvieron que ser reconstruidos los estudios religiosos. No hay aquí espacio suficiente para describir el frío polar que, con la tragedia del exterminio de los judíos en Europa, se abatió, de una u otra manera, sobre las religiones cristianas (y hubiera debido abatirse también, y tal vez de hecho se abatió, en ciertos lugares, sobre los mundos musulmanes y sus complicidades nazis, si bien éstas se alimentaban y justificaban, durante el promedio de los siglos XIX y XX, mucho más por el sentimiento anticolonialista que por sentimientos antijudíos). No habría tampoco espacio suficiente para intentar reflexionar sobre la sedimentación de los cismas europeos y la geología compleja que organizaron y en la que el sentimiento antimusulmán pudo, esta vez, soldar la solidaridad con el Reich alemán —en los Balcanes en particular—. Pero es cierto que España y el “sustrato dejado por la España medieval de las tres religiones”38 pudieron, y debieron, para un conocedor tan íntimo de los conflictos que habían opuesto entre sí a estas religiones y de las porosidades que las habían fermentado como pudo ser Marcel Bataillon, ofrecer un centro de urgencias —no para vendar las heridas sino para reabrir, a largo plazo, heridas, religiosas o no, raciales o no, sociales o no—. Aquí se encuentra, a mi entender, el móvil esencial: no desviar los conflictos contemporáneos hacia los desgarramientos religiosos antiguos sino presentar, por el contrario, aquellos desgarramientos en su historicidad limitada y desplegar la multiplicidad de las dinámicas de ruptura, sin que ninguna de ellas se arrogue el privilegio de ser la última instancia, pues todas ellas pueden hacer eclosionar focos de resistencia. Y como observa Pablo Fernández Albadalejo, estableciendo una relación entre la obra de Marcel Bataillon y la de Jean Sarrailh, historiador de las Luces españolas, “uno y otro se ocupan de un tipo de personas que luchan con todas las fuerzas de su espíritu y con todo el impulso de sus corazones por aportar cultura y dignidad a su patria”.39

El conjunto de hipótesis, de aperturas, de problemas contenido en el curso de Bataillon configura de hecho un subterráneo giro radical en las investigaciones del siglo XX sobre la Compañía de Jesús. Pero sólo mucho más tarde fructificaron las promesas que encierra,40 al repasar muchas de sus intuiciones básicas (sobre el problema del “cristiano nuevo”, sobre la talla excepcional de Jerónimo Nadal, sobre la articulación de los diferentes escritos de fundación, sobre la construcción internacional —y no sólo universal— de la orden, etc.). Pero lo esencial es aquí, a nuestro entender, descubrir hasta qué punto las condiciones históricas del trabajo de Marcel Bataillon han podido ser directrices para la fecundidad de sus intuiciones: una revisión de la situación social, cultural y política del tema religioso; una revisión de la situación europea de este tema como producto intelectual e institucional. Son aquellas mismas condiciones que llevaron a su punto final la “ruptura del aislamiento” de la historia de los jesuitas en la década de 1990, al radicalizar lo que es necesario llamar su secularización, es decir, al hacer avanzar hasta el primer plano un cierto número de aspectos de esa historia que habían podido establecer una especie de competencia exclusiva reservada a la historiografía confesional: las prácticas espirituales, las técnicas de la evangelización, las formas de apostolado, otros tantos aspectos de cuyo examen no se desentiende en modo alguno Bataillon.

Los rasgos específicos del curso

Los contenidos propiamente políticos de la empresa de Marcel Bataillon inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial marcan también sus nuevos límites en lo que respecta a las perspectivas actuales de la investigación. Para un lector de hoy la Compañía de Jesús, según Bataillon, podría sugerir la impresión de excesivamente “progresista”.41 Introduce cambios en las causas de su nacimiento, su cultura, sus ambiciones basadas en la vertiente única de la “Reforma católica”—aunque es cierto que, como ya hemos señalado, cuestionaba este vocabulario—. Insiste más en el medio siglo en el que, por ejemplo, la Compañía aceptaba a los conversos que en los siglos siguientes, cuando los excluye y los jesuitas se inscriben globalmente en el marco del antijudaísmo cristiano habitual. No se sitúa —cosa, por otro lado, comprensible desde la óptica de una historia española de la Compañía— en el momento veneciano del periodo protofundacional que contribuyó a decidir el destino de Ignacio de Loyola contra la Reforma.

Pero es una elección. Una elección compartida, años más tarde, por el revival (para retomar el término elegido por M. Bataillon en su conferencia de 1967) de los estudios jesuitas, para dar un rodeo y evitar el enorme macizo de la historiografía jesuita y antijesuita del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX42 y reanudar el contacto con el contexto del Renacimiento tardío y con los problemas por aquel entonces planteados a la Iglesia cristiana en un momento en el que todavía no se había consumado la fractura confesional de Europa Occidental y se planteaba con toda su crudeza el problema de la universalidad —de la catolicidad— de hecho de aquella Iglesia en el marco de la primera expansión colonial. Tan sólo en nuestros días, merced a una evolución de la que el curso de Bataillon puede ser considerado, si no como una referencia, pues era ampliamente desconocido, sí al menos como un preludio, los estudios jesuitas se remontan aguas arriba de la historia de la nueva Compañía, esta vez en el sentido historiográficamente reconocido de la Compañía restablecida en el siglo XIX, para señalar en ella, y más en concreto para el periodo de la primera publicación de las fuentes de la historia moderna de la orden hasta llegar a la historia política y espiritual de la Compañía de Jesús del siglo XX, los hitos de una historia global de la singularidad de esta institución a lo largo de la duración de la historia moderna y contemporánea que pasa de hecho, en las investigaciones recientes sobre el periodo de la supresión, por una revaluación del papel de los jesuitas en el siglo XVIII.43

EL CURSO DE 1946 EN LA HISTORIOGRAFÍA DE LA ESPAÑA RENACENTISTA

Principios epistemológicos

Las líneas precedentes marcan los límites documentales de las investigaciones de Marcel Bataillon aquí: no entra en el proyecto la literatura historiográfica —y, añadiría él, y con él nosotros, hagiográfica— que señorea la historia de la Compañía de Jesús desde los inicios del siglo XVII. Ya las primeras historias de la orden —en las que Bataillon ha denunciado las alteraciones iniciales de la Compañía primitiva— trazan claramente la línea fronteriza. Y no va más allá. Tampoco se sumerge, por razones esta vez derivadas de la condición de su trabajo, en los archivos manuscritos (y es tal vez aquí, o podemos al menos insinuarlo como hipótesis, donde se encuentra la explicación de sus dudas o de su retraso para la publicación del curso).