Los manuscritos del Mar Muerto - Jaime Vázquez Allegue - E-Book

Los manuscritos del Mar Muerto E-Book

Jaime Vázquez Allegue

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El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto en 1947 es considerado el acontecimiento arqueológico más importante del siglo XX. Los documentos contienen los textos más antiguos de la Biblia hebrea y una amplia colección de escritos que describen el contexto social, político y religioso que se vivía en Jerusalén durante los orígenes del cristianismo. Desde el día en el que unos jóvenes beduinos recuperaron una cabra que se había perdido en una cueva del desierto la leyenda ha acompañado la historia de este descubrimiento. El autor, uno de los mayores expertos mundiales en la materia, mezcla el rigor del ensayo con una narración literaria, en un esfuerzo por reconstruir el día a día de lo que sucedió durante los primeros años de este importante hallazgo y la luz que proyecta hasta hoy. Meses después del descubrimiento, David Ben Gurión proclamaba la creación del Estado de Israel. Ese mismo día se iniciaba el conflicto más longevo de la historia reciente: la lucha entre palestinos y judíos por la propiedad de la tierra que comparten. El primer ministro hebreo, comprendió que los manuscritos no solo eran un importante hallazgo arqueológico si no la mejor demostración de que aquella tierra de la que habían sido expulsados, era de los judíos desde tiempos inmemoriales. Una trepidante mezcla de géneros y épocas convertida en un gran libro de historia sobre un tema todavía muy desconocido. AUTOR Es biblista teólogo y periodista, lleva más de veinticinco años estudiando los manuscritos del Mar Muerto encontrados en 1947 en el desierto de Judá. Su tesis doctoral se centra en uno de ellos, la Regla de la Comunidad. Desde entonces trabaja estos escritos imprescindibles para conocer los orígenes del cristianismo. Ha publicado una docena de libros sobre esos textos, un Diccionario de Hebreo bíblico y una Guía de la Biblia. Todo lo cual le ha convertido en uno de los mayores expertos mundiales en esa materia

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JAIME VÁZQUEZ ALLEGUE

es biblista, teólogo y periodista, lleva más de veinticinco años estudiando los manuscritos del Mar Muerto encontrados en 1947 en el desierto de Judá. Su tesis doctoral se centra en uno de ellos, la Regla de la Comunidad. Desde entonces trabaja estos escritos imprescindibles para conocer los orígenes del cristianismo. Ha publicado una docena de libros sobre esos textos, un Diccionario de Hebreo bíblico y una Guía de la Biblia. Todo lo cual le ha convertido en uno de los mayores expertos mundiales en esa materia.

 

El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto en 1947 es considerado el acontecimiento arqueológico más importante del siglo XX. Los documentos contienen los textos más antiguos de la Biblia hebrea y una amplia colección de escritos que describen el contexto social, político y religioso que se vivía en Jerusalén durante los orígenes del cristianismo.

Desde el día en el que unos jóvenes beduinos recuperaron una cabra que se había perdido en una cueva del desierto la leyenda ha acompañado la historia de este descubrimiento. El autor, uno de los mayores expertos mundiales en la materia, mezcla el rigor del ensayo con una narración literaria, en un esfuerzo por reconstruir el día a día de lo que sucedió durante los primeros años de este importante hallazgo y la luz que proyecta hasta hoy.

Meses después del descubrimiento, David Ben Gurión proclamaba la creación del Estado de Israel. Ese mismo día se iniciaba el conflicto más longevo de la historia reciente: la lucha entre palestinos y judíos por la propiedad de la tierra que comparten. El primer ministro hebreo, comprendió que los manuscritos no solo eran un importante hallazgo arqueológico sino la mejor demostración de que aquella tierra de la que habían sido expulsados, era de los judíos desde tiempos inmemoriales.

Una trepidante mezcla de géneros y épocas convertida en un gran libro de historia sobre un tema todavía muy desconocido.

LOS MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO

Jaime Vázquez Allegue

LOS MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO

La fascinante historia de su descubrimiento y disputa

 

 

Los manuscritos del Mar Muerto

La fascinante historia de su descubrimiento y disputa

© 2023, Jaime Vázquez Allegue

© 2023, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

© de la imagen de cubierta (Rollo de la «Regla de la Comunidad», 1QS):

Shrine of the Book, The Israel Museum, Jerusalén, por Ardon Bar-Hama.

Fotografía de cubierta de Benno Rothenberg.

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-27-4

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Prólogo

Introducción

PRIMERA PARTE

1. El hotel King David

2. Los beduinos Ta’amireh

3. El padre De Vaux

4. Los primeros fragmentos en el mercado

5. Encuentro en Londres

6. Reunión en el barrio árabe de Jerusalén

7. El archimandrita Mar Samuel

8. Negociaciones en Nueva York

9. El magnate Rockefeller

10. Un malentendido a las puertas de San Marcos

SEGUNDA PARTE

11. Una venta complicada

12. Eleazar Sukenik y la Universidad Hebrea

13. Mar Samuel continúa buscando comprador

14. La partición de Palestina

15. Crece la violencia

16. Atentado en el Semíramis

17. La American School of Oriental Research

18. El cierre de la Escuela Americana

19. ¡Los manuscritos son obra del Diablo!

20. Eretz Israel

TERCERA PARTE

21. Jordania reclama los manuscritos

22. ¡Los judíos nunca tendrán estos manuscritos!

23. Los manuscritos se pasean por Estados Unidos

24. ¿Mar Samuel se retira?

25. Un nuevo fichaje

26. El khirbet de Qumrán

27. El Rollo de cobre

28. El mapa de un tesoro

29. Un tal señor Green

30. El Rollo del Templo

31. El Santuario del Libro

 

 

En la ruina que hay en el valle,

pasa bajo las escaleras que van hacia el Este

cuarenta codos-cañas:

(hay) un cofre de dinero, y su total:

el peso de diecisiete talentos. KEN

(3Q15 1,1-4)

Prólogo

Estaba en Jerusalén, en una de las salas de la biblioteca de la École Biblique. En aquel lugar, cincuenta años antes, Roland de Vaux había pasado horas, muchas horas de su vida, tal vez más de las que había dedicado a trabajar en las excavaciones. Quizás, aquella era la misma silla en la que se sentaba el arqueólogo. Quizás, la misma mesa. Sin duda, los mismos libros. El profesor Émile Puech me había dicho que antes de empezar la investigación tenía que pasar unas semanas revisando los libros de la Sala De Vaux, como la denominaban. Los frailes habían reunido allí todas las obras que se estaban publicando sobre los manuscritos del Mar Muerto.

En efecto, pasé varias semanas ojeando las páginas de los libros que el fraile dominico había utilizado durante años. De vez en cuando me encontraba octavillas con apuntes escritos a lápiz. Trozos de papel recortados a mano, llenos de indicaciones en francés. Era su letra. Inconfundible. En sus anotaciones lo cuestionaba todo. Corregía, tachaba, hacía dibujos, cálculos, gráficos. Confieso que aquella fue la única ocasión en mi vida que tuve intenciones de robar. Por un momento, pensé meterme en el bolsillo uno de aquellos papeles con la letra a lápiz del fraile más importante en la historia de la arqueología bíblica. Pero no lo hice. Y no me arrepiento. Eran sus apuntes manuscritos. Los manuscritos del padre Roland de Vaux, el primer arqueólogo que, a mediados del siglo XX, había excavado la región de Qumrán, a orillas del Mar Muerto.

Fui recopilando datos, nombres, fechas. De Vaux lo anotaba todo. Entonces me di cuenta de que si juntaba aquella información podía reconstruir la historia del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto. Algo que nadie había hecho antes.

¡Qué extraño! Pensé. Me resultaba curioso que, a pesar de la cantidad de literatura que habían generado aquellos materiales, nadie hubiese escrito el relato del hallazgo. Seguí pensando. Y enseguida fui consciente de que ningún historiador se había atrevido porque aquella historia estaba mezclada de leyendas inquietantes, guerras entre países, disputas religiosas, conflictos económicos y política, mucha política. Lo que en principio podría calificarse como un descubrimiento cultural estaba envuelto en una maraña de intereses de todo tipo. Había que separar el trigo de la cizaña. Y en esta historia, había demasiada cizaña y poco trigo.

¿Cómo contar la historia del día a día del descubrimiento arqueológico más importante del siglo XX, cuando sus protagonistas ya no estaban? ¿Cómo relatar el día a día de cada campaña en los yacimientos, si todas las miradas se habían fijado en la interpretación de los textos? Lo que me parecía una necesidad era, en realidad, una ausencia. ¿Cómo leer aquellos documentos si no sabíamos cómo habían sido descubiertos?

El hallazgo tuvo lugar en 1947. Desde el primer momento, los medios de comunicación se hicieron eco de la trascendencia que tenían los más de ochocientos manuscritos hebreos, repartidos en unos ocho mil fragmentos. En ellos estaban representados todos los libros de la Biblia hebrea (básicamente el Antiguo Testamento cristiano) en sus versiones más antiguas. A su lado, una gran colección de comentarios a la literatura sagrada de los judíos. Finalmente, una estupenda selección de rollos describían el contexto social, político y religioso que se vivía en Jerusalén durante la época del Segundo Templo, en plena dominación romana y en el marco de los orígenes del cristianismo.

La relevancia del descubrimiento fue patente enseguida. Para los judíos era la mayor fuente literaria sobre su historia, su cultura y sus tradiciones. Para los cristianos, la referencia documental al contexto en que vivió Jesús de Nazaret. Para los arqueólogos, el gran descubrimiento del siglo. Para los historiadores, la crónica del cambio de era en una de las provincias más importantes del Imperio romano. Para los sociólogos y antropólogos, el resultado de la unión cultural del judaísmo clásico, del helenismo y del mundo romano. Para los juristas, la búsqueda de los límites entre el derecho romano y el cumplimiento de la Ley judía. Para los filólogos, la recuperación del hebreo herodiano, una de las etapas destacadas de la historia de la lengua hebrea. Para los exégetas, la razón de la interpretación de la literatura bíblica. Para los teólogos, los orígenes de la reflexión sobre las fuentes de la apocalíptica judía y de la escatología cristiana. Para los periodistas, una fuente de noticias inagotables que lleva setenta y cinco años generando titulares en la prensa internacional. Los manuscritos del Mar Muerto han sido y siguen siendo un acontecimiento de interés mundial.

Convencido de la trascendencia del hallazgo arqueológico, un hecho me hizo sospechar que se me escapaba un detalle. Un elemento que teníamos que añadir a toda esta historia. El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto tuvo lugar unos meses antes de la creación del Estado de Israel (14 de mayo de 1948). Nunca nadie había establecido un vínculo entre aquellos dos acontecimientos. Sin embargo, aunque el primero fue fruto de la casualidad y el segundo consecuencia de un largo proceso de gestación, entre ambos hechos había un elemento de conexión que rápidamente se convirtió en una razón que justificaría este libro.

¿Qué conexión podía haber entre ambos hechos? Aparentemente, ninguna. Sin embargo, un dato me dio la pista para establecer una relación. En 1954, el primer ministro del Estado hebreo, David Ben Gurión, organizó una comisión encabezada por uno de sus asesores más cercanos, el militar y arqueólogo Yigael Yadín. El objetivo de aquella comisión era conseguir a cualquier precio unos manuscritos hebreos del siglo II a. C. cuya venta se estaba anunciando en el Washington Post. Yigael Yadín, junto con su padre, el prestigioso historiador Eleazar Sukenik, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, junto con el rector de la Universidad y con el apoyo del científico judío Albert Einstein, habían convencido a Ben Gurión de que aquellos manuscritos redactados por judíos entre los siglos III a. C. y I d. C. constituían el mejor testimonio para demostrar al mundo, especialmente a los palestinos y a los países árabes, que reclamar aquella tierra —el recién nacido Estado de Israel— era, en realidad, la recuperación de su tierra, el país de los judíos, el lugar al que llegó Abraham, la tierra prometida a Moisés y a los hebreos que habían salido de Egipto, el escenario que se habían repartido las doce tribus, la geografía de las monarquías de Saúl, David y Salomón, el reino de Israel que absorbió Asiria y el de Judá que invadió Nabucodonosor. Aquel escenario era, ni más ni menos, el País de la Biblia.

El Gobierno de David Ben Gurión, cambió la historia del descubrimiento. Los cientos de legajos del desierto, que solo parecían interesar a arqueólogos e historiadores, pasaban a convertirse en una de las prioridades del Estado judío. Los arqueólogos e historiadores católicos, ortodoxos y protestantes que estaban excavando la zona y la mano de obra beduina y palestina fueron sustituidos por historiadores y arqueólogos judíos y la nueva mano de obra formaba parte del ejército hebreo que comenzó a excavar en una zona que, hasta unos meses antes, había formado parte del territorio jordano. La nueva organización no tardó en pensar en un gran museo temático, bien protegido pero abierto al mundo, que albergase y expusiese de manera permanente, uno de los tesoros más importantes de la historia y uno de los documentos arqueológicos más políticos del mundo, la colección de los manuscritos del Mar Muerto.

Este libro pretende reconstruir esta historia, la historia del descubrimiento. Un descubrimiento que duró varios años y que todavía hoy sigue siendo objeto de campañas arqueológicas que utilizan la tecnología más avanzada. Aquellos primeros años fueron apasionantes. Beduinos rastreando el desierto para encontrar nuevos pergaminos. Anticuarios comprando y vendiendo en el mercado negro fragmentos manuscritos. Arqueólogos extrayendo de las cuevas vasijas llenas de papiros y pergaminos. Paleógrafos intentando descifrar el contenido de los primeros rollos. Controversias sobre la autenticidad de aquellos documentos. Periodistas que preguntaban y no tenían respuestas. Y hasta un manuscrito esculpido en un rollo de cobre que describía los lugares en donde habían sido escondidos los tesoros del Templo de Jerusalén antes de ser destruido por los romanos el año 70 d. C.

He querido que la reconstrucción de la historia del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto fuera rigurosa, verídica, sincera y real. Un ensayo que recogiera toda la documentación que testimoniaba el día a día de aquellos años. Pronto me di cuenta de que mi intención desbordaba los límites de un único trabajo. Para contar aquella historia, necesitaba escribir varios ensayos independientes entre sí, pero con protagonistas comunes. Historias autónomas que se encontraban en algún momento y luego se separaban. Imposible, pensé. Demasiada complejidad, me dije. Por un lado estaba la historia de los beduinos, la cabra, el zapatero, el anticuario, el archimandrita ortodoxo y el fraile dominico Roland de Vaux. Por otro, la de Eleazar Sukenik, el historiador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, la de la creación del Estado de Israel, de David Ben Gurión y su asesor Yigael Yadín. Todavía había una tercera historia, la compraventa de manuscritos, la lucha por hacerse con los fragmentos, el negocio en el mercado negro. Y una cuarta: la de aquellos arqueólogos que, después de creer que habían descifrado el Rollo de cobre, se habían lanzado al desierto a la caza de unos tesoros del Templo de Jerusalén que nunca encontraron.

Llegado a este punto, descubrí por qué nadie había emprendido el relato de aquellos acontecimientos. ¿Por qué? Porque en un ensayo histórico no caben tantas historias. Entonces pensé en una novela histórica. Los datos que tenía me permitían reconstruir los momentos más importantes del proceso y ficcionar aquellos que no estaban documentados. Quizás ahí estaba la fórmula. Pronto me di cuenta de que la novela histórica como tal podía condicionar la credibilidad de los hechos. El lector nunca sabría si lo que estaba contando había sido real o me lo estaba imaginando. Fue entonces cuando mi editor me dio la clave. Ni ensayo histórico, ni novela histórica. «Haz un ensayo literario», me dijo. ¿Un ensayo literario? Tardé un tiempo en captar la idea. Un mix, como dicen ahora. Algo así como la novelización de la historia. Como si yo hubiera estado en los lugares en el momento en el que sucedían los acontecimientos. Como si yo hubiese estado con una libreta y un bolígrafo, y hubiera ido anotando todo lo que iba sucediendo. Me convertiría en un creador literario todopoderoso. Omnipresente, omnipotente, omnisciente. Dispuesto a transformar a los protagonistas históricos en personajes literarios. «¡Ya lo tengo! —me dije—. El ensayo literario será una suerte de plantilla, el dibujo en blanco y negro de un paisaje que yo iluminaré con los colores que sé que tenía ese escenario». Este es el resultado. Este libro no es un ensayo histórico, no es una novela histórica. Este libro es el ensayo literario del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto.

No puedo terminar esta presentación sin agradecer a mi editor, Ricardo Artola, la confianza que puso en mí desde el primer día que hablamos. Sus consejos, sugerencias, ideas de forma y fondo, han sido la razón de ser de esta obra y el estímulo para poder hacerlo. Y con él, a Alicia Escamilla, que me ha llenado de sugerencias, pistas y propuestas enriquecedoras para mejorar la obra. Luis Brea, maquetista riguroso, diseñador magistral y autor de la cubierta, ha hecho el milagro de juntar en una misma imagen el siglo I con el siglo XX. A mis colegas de la École Biblique, especialmente al profesor Émile Puech, que me introdujo en el mundo de la paleografía hebrea y de los manuscritos del Mar Muerto hace ahora veinticinco años. A mis padres, a mi hermano y, sobre todo, a mi hijo, Jaime III, que este curso ha descubierto que el latín, como el hebreo, tampoco es una lengua muerta.

Jerusalén, verano de 2022.

Introducción

El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto tuvo lugar en 1947, pero fue en los primeros años de la década de los años setenta cuando se planteó una de las polémicas más serias y científicas de los últimos siglos en el ámbito de los estudios bíblicos. Hasta ese momento el morbo y el deseo de llamar la atención habían convertido los textos que la arqueología había sacado a la luz en el desierto de Judá en objeto de atención para periodistas buscadores de portadas o titulares llamativos. Frases como «El Vaticano oculta determinados documentos del Mar Muerto», «Los rollos de Qumrán ponen en entredicho la tradición eclesial», «Jesús, monje esenio de Qumrán», «La jerarquía de la Iglesia católica prohíbe la publicación de algunos de los manuscritos del Mar Muerto», «Los manuscritos del Mar Muerto ponen en duda el Nuevo Testamento» o «El escándalo de los rollos del Mar Muerto» constituyen solo algunas muestras de este intento de atraer el interés público recurriendo al reclamo publicitario. Sin embargo, la seriedad y el rigor científico se fueron imponiendo con el tiempo, y hoy son pocos los que aún andan con esas historias.

La cuestión era, desde el primer momento, distinguir lo académico de la imprecisión de un titular de prensa. Descubrir lo histórico y reconocer lo que de ficción hay en todo este relato. Separar el trigo de la cizaña, tomando como ejemplo aquella parábola de Jesús recogida en el Evangelio de Mateo y, de forma sinóptica, en el apócrifo Evangelio de Tomás.

Recuerdo las palabras del profesor Florentino García Martínez, uno de los mayores conocedores de la literatura de Qumrán, en respuesta a mi pregunta sobre las razones por las que los manuscritos del Mar Muerto, décadas después de su descubrimiento, seguían siendo noticia. La conversación tuvo lugar en el Instituto Español Bíblico y Arqueológico de Jerusalén. Me encontraba haciendo los cursos de doctorado —hoy los llaman «máster»— y acababa de comenzar el análisis paleográfico de las quince primeras líneas de la columna inicial del rollo de la Regla de la Comunidad, el 1QS I,1-15, como se identifica en el idioma de los qumranólogos.

La mayoría de los lectores, aficionados a la historia y curiosos del pasado —dijo García Martínez— tienen una idea sobre los manuscritos del Mar Muerto relacionada con las aventuras en el desierto, la búsqueda de fragmentos como si fueran cofres de tesoros, la compraventa de pergaminos como una de las mejores maneras de enriquecerse de forma rápida. Desde el mismo día en que se dio a conocer el hallazgo, los medios de comunicación crearon un relato en el que se mezcla la historia con la ficción, los hechos con la leyenda.

Floro —así lo llamaba Annie, su mujer— tenía razón. Historia y leyenda han acompañado a los manuscritos desde el momento en el que un grupo de jóvenes beduinos regresaron a la tienda del desierto con los primeros fragmentos de cuero que habían encontrado en el interior de la cueva en la que una de sus cabras se había caído.

Un día, en una de aquellas sesiones de té que tomábamos en el jardín de la Casa de Santiago —denominación popular que todos los españoles usan para referirse al citado instituto—, Floro llegó a decir que hasta que no tuviésemos una narración cronística de la historia del descubrimiento de los manuscritos, no podríamos llegar a distinguir lo que pasó de lo que nos dicen que pasó. También recuerdo que fue Joaquín González Echegaray, al que muchos consideramos padre o fundador de la arqueología bíblica española, quien apuntó que no se puede hablar de historia hasta pasados, al menos, cincuenta años de los acontecimientos. En aquel momento, Floro y Joaquín me miraron. Yo sostenía en mis manos la taza de té, que no terminaba de beber porque a mí, en realidad, no me gusta el té. Nunca me ha gustado, pero en la Casa de Santiago de Jerusalén, todos los días, a las cinco de la tarde, alguien tocaba una campana y todo el personal detenía sus trabajos para reunirse en el jardín a tomar el que había preparado Pilarín, la cocinera maña que llevaba varios años trabajando en la institución académica española.

Las miradas de Joaquín González Echegaray y Florentino García Martínez fueron aleccionadoras. No necesitaron palabras. Por un lado, me sentí orgulloso de que aquellos maestros se hubieran fijado en mí. Por otro, el reto no era fácil. ¿Cómo separar el grano de la cizaña? ¿Cómo distinguir la realidad de la ficción? ¿Cómo identificar la historia y la leyenda?

Joaquín González Echegaray falleció unos años después; nos dejó el legado del método arqueológico bíblico español, porque Joaquín excavaba en español, como lo había hecho en Altamira durante su juventud. Florentino García Martínez se jubiló y se retiró del mundo de la qumranología; heredamos de él las mejoras páginas que se han escrito sobre los manuscritos del Mar Muerto.

Han pasado veinticinco años de aquellas que yo llamo «conversaciones de la Casa de Santiago»; más de cincuenta —setenta y cinco, en realidad— del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto. Respetando el principio del arqueólogo Echegaray, ahora ya podemos hablar de historia. La cuestión es cómo empezar. Cómo hacer que el lector interesado en el tema identifique con claridad lo que sucedió y lo distinga de lo que pudo suceder. Quizás, se me ocurre, la mejor manera para hacerlo sea revivir los acontecimientos. Dar vida a los múltiples protagonistas de los hechos. Recuperar las conversaciones, los diálogos, la intrahistoria que nunca figurará en los diarios, en los libros del día a día. Y, lo más importante, situar al lector en el contexto del texto para descubrir el pretexto. Lo que traducido al lenguaje popular significa descubrir las razones que llevaron a los personajes a convertirse en crónica o en leyenda. Estoy seguro de que de esta forma, sin darnos cuenta, iremos descubriendo lo que pasó en realidad.

Una tarde, primavera de 1997, paseaba con Joaquín González Echegaray bordeando la parte norte de la muralla de Jerusalén. De pronto, el ilustre arqueólogo cántabro me preguntó cómo definiría yo el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto. Mi respuesta, que no se hizo esperar, se fundamentaba en la opinión bien conocida del mismísimo William Foxwell Albright, padre de la arqueología bíblica, que consideraba el hallazgo como el acontecimiento bíblico-arqueológico más importante de los tiempos modernos. Recuerdo lo que añadió Echegaray: sin duda, Albright acertó con su definición cuando aún no se sabía a ciencia cierta la repercusión que habría de tener el estudio de los textos.

El descubrimiento arqueológico de los manuscritos del Mar Muerto y el análisis de los textos nos confirman la existencia de un grupo religioso proveniente del judaísmo contemporáneo de Jesús que se retiró al desierto a orillas del Mar Muerto para vivir con mayor austeridad y ortodoxia la Ley de Moisés y la alianza establecida entre Dios y su pueblo elegido. Los textos encontrados no son otra cosa que documentos que contribuían al conocimiento y la comprensión del momento intertestamentario.

Las consecuencias del hallazgo revolucionaron el campo de la exégesis bíblica y del estudio del judaísmo de la época del Segundo Templo. La identificación y datación de los manuscritos atrajo a numerosos investigadores especialistas en la citada etapa, la dominación romana y el período intertestamentario. También despertó el interés de historiadores, arqueólogos, paleógrafos y otros muchos estudiosos procedentes de una amplia variedad de ámbitos del conocimiento. Este proceso de análisis derivó en un cúmulo de estudios y publicaciones que invadieron el mundo de la investigación de la segunda mitad del siglo XX.

Acabamos de celebrar los setenta y cinco años del hallazgo de los manuscritos del Mar Muerto (1947-2022). Un tiempo lo suficientemente largo como para hacer un primer balance del trabajo realizado, pero, a la vez, un intervalo muy breve si lo comparamos con el proceso de estudio analítico de los escritos sagrados de la Biblia. Quizás setenta y cinco años no sean muchos como para garantizar una narración de los hechos con absoluta objetividad y, lo que es más importante, para proceder a un análisis completamente imparcial, cuando muchos de los documentos y fragmentos todavía están siendo investigados de cara a su identificación y reconstrucción. Aun así, abordemos el reto; comencemos a escribir la historia del descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto.

1

El hotel King David

La historia de la aparición de los manuscritos del Mar Muerto está vinculada al proceso de creación del actual Estado de Israel. Extraoficialmente, los primeros rollos fueron descubiertos a finales de 1946. También de acuerdo con el relato oficial, el Estado de Israel fue reconocido por las Naciones Unidas en mayo de 1948. Aunque apenas un año y medio separa ambos episodios, en realidad, el Estado hebreo se gestó antes y, muy posiblemente, los primeros hallazgos en el desierto de Judá tuvieran lugar con meses, incluso años, de antelación respecto de la fecha señalada.

El British Museum conserva una colección de manuscritos bíblicos que Moisés Shapira, un anticuario de Jerusalén, compró a un grupo de beduinos que se habían establecido en la región noroccidental del Mar Muerto durante los años 1878 y 1884. Adquiridos por el citado museo, viajaron a Londres, donde un especialista en caligrafías antiguas se apresuró a declarar que eran falsos. Tras un vaivén de acusaciones, Shapira apareció muerto en la habitación de un hotel de Róterdam el 8 de marzo de 1884. Desde entonces, los fragmentos manuscritos permanecen desaparecidos. Hoy podemos decir, sin riesgo a equivocarnos, que formaban parte de la serie de los manuscritos del Mar Muerto descubiertos más de medio siglo después.

La proclamación del nacimiento del nuevo Estado de Israel tuvo lugar en Tel Aviv el 14 de mayo de 1948. La fecha inauguró una nueva etapa en la historia de una tierra que llega hasta nuestros días marcada, sobre todo, por los conflictos armados. Pero la jornada de mayo había sido preparada con antelación: durante meses, incluso años. El Mandato Británico que se estableció sobre Palestina tras la Primera Guerra Mundial, por un lado, y la persecución y el exterminio nazi de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, por otro, provocaron numerosos éxodos que llevaron a miles de judíos a retornar a la que identificaban como su patria, el país de sus antepasados, la tierra que Dios había dado a su pueblo elegido.

Si es verdad que la aparición de los manuscritos del Mar Muerto tuvo en el affaire Shapira su antecedente, el nacimiento del Estado de Israel arrancó con las sucesivas aliyá que entre 1882 y 1938 arrastraron a casi medio millón de judíos de todo el mundo a la Palestina dominada por el Imperio otomano primero y por el británico después. El retorno a la que —decían— fue su tierra, de la que habían sido expulsados casi dos mil años antes por otro poder imperial, el de los romanos, servía para demostrar al mundo, aunque solo fuera de manera simbólica, que sus antepasados habían poblado aquel territorio desde siempre. Las coincidencias de la historia hicieron que el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto contribuyera a afianzar la verdad de aquel supuesto.

Sin embargo, fue un acontecimiento particular lo que precipitó la proclamación del nacimiento del Estado de Israel al mismo tiempo que comenzaba a reconocerse que los rollos encontrados en el desierto de Judá eran manuscritos hebreos redactados por judíos inmediatamente antes de la destrucción del Templo y de la ciudad de Jerusalén por los romanos, el año 70 d. C. El episodio en cuestión fue el atentado que provocó la voladura del hotel King David de Jerusalén, el 22 de julio de 1946. Las consecuencias de aquel acto precipitaron la salida de los británicos de la región y, en unos meses, el reconocimiento del Estado judío por parte de las Naciones Unidas.

Veinticuatro horas después del atentado, las autoridades se reunieron en el Parlamento londinense para tomar la decisión que se venía fraguando desde hacía meses. La Cámara de los Lores ponía fecha a la salida de Jerusalén. La acción en el hotel King David fue la gota que colmó el vaso. Judíos y palestinos habían logrado su objetivo, el final del Mandato Británico en Palestina. El primer secretario del Gobierno para la región, sir John Shaw, era uno de los pocos miembros de alto rango que había sobrevivido a la acción terrorista. Unas semanas antes había ordenado el secuestro de la documentación de la Agencia Judía de Jerusalén, que fue confiscada y trasladada al King David, convertido en sede de la Comandancia Militar del Mandato Británico de Palestina y Cuartel General del Ejército Británico y de la División de Investigación Criminal.

El hotel estaba situado en el centro de la calle homónima, en uno de los barrios modernos de Jerusalén. Había financiado su construcción Ezra Mosseri, un adinerado banquero judío de origen egipcio, en el año 1931. Desde las ventanas de las habitaciones de los pisos más elevados, se veía la amurallada Ciudad Vieja en su conjunto. Con ocho alturas, era el edifico más alto e imponente de aquel vecindario en desarrollo. Estaba construido con la piedra caliza rosada del lugar. Por él habían pasado importantes mandatarios del mundo entero. En 1932, el rey de España, Alfonso XIII, trasladó allí su residencia durante unos meses; fue el comienzo de su exilio, tras la victoria en las urnas de los republicanos. En 1942, después de la ocupación de Grecia por los nazis, otro monarca, Jorge II, lo había convertido en la sede de su Gobierno en el exilio. Y desde hacía unos años, en el ala oriental del recinto se encontraba el centro de operaciones y mando del Protectorado Británico.

Sir John Valentine Shaw tenía cincuenta y dos años. Era alto, delgado, siempre bien vestido luciendo etiqueta. Le gustaba fumar en pipa y escuchar la música de órgano de John Stafford Smith. Había sido nombrado primer secretario del Gobierno y alto comisionado para Palestina tres años antes. Terminada la Primera Guerra Mundial, en la que había luchado en numerosos frentes, se incorporó al servicio colonial en calidad de administrativo. Estaba soltero y vivía enteramente para su trabajo. Distinguido con la medalla de la Orden de San Miguel y San Jorge, acababa de regresar de Londres, donde Jorge VI le otorgó el título de Knight Bachelor —‘caballero soltero’— como agradecimiento por haber consagrado su vida al servicio de Su Majestad.

Shaw tenía su despacho en la cuarta planta del hotel King David. Unas semanas antes, infiltrados del ejército en las células hebreas de oposición al poder británico le habían hablado de la operación Malon Chik, ideada para desestabilizar la organización militar del Mandato. Tnuat Hameri era el grupo guerrillero que reunía la Haganá, el Irgún y el Lehi, los tres movimientos que, como en época macabea y hasmonea, luchaban por conseguir la expulsión de los dominadores; en tiempos bíblicos, los imperios griego y romano, en aquellos momentos, el británico.

Shaw sabía que el hotel se había convertido en un objetivo tanto para judíos como para palestinos. Unos días antes había ordenado el arresto de más de dos mil judíos acusados de rebelión por su oposición a la presencia del ejército británico en la zona. Fue el llamado Sábado Negro de julio de 1946. Su principal temor era que, si los judíos y los palestinos se unían, los británicos se convertirían en el enemigo común.

Aunque su pasaporte decía que había nacido en Mistelbach, un pueblo de unos cinco mil habitantes situado al noreste de Austria, Neizan Leví aseguraba haber pasado su infancia en Viena, donde —contaba— su padre regentaba una pequeña librería en la calle Spiegelgasse, en el centro de la capital. La noche del 9 de noviembre de 1938, la librería había sido pasto de las llamas y todos sus familiares fueron trasladados a los campos de concentración de Dachau y Buchenwald. Nunca volvió a saber nada de ellos. Él se había salvado porque aquella tarde su amigo Gunter celebraba su cumpleaños y se había quedado a dormir en su casa. A la mañana siguiente, Neizan se había convertido en huérfano con catorce años. Unos meses después vivía en Jerusalén oeste, en la casa de su tío Yair, tutor responsable del menor.

En 1946, con veintidós años, Neizan militaba en el Irgún —Irgún Tzvai Leunmí—, que luchaba por liberar Jerusalén de la presencia británica. Aunque conservaba su perfil esbelto y distinguido, de cerca su rostro evidenciaba las señales del sufrimiento de todos los judíos europeos. El Irgún era el brazo armado del movimiento sionista, defensor de la idea de que solo a través de la fuerza se podía hacer de aquella tierra un Estado judío.

Neizan se había especializado en la fabricación de artefactos explosivos de baja intensidad. En el sótano de la casa de su tío Yair almacenaba los componentes necesarios para elaborarlos en muy poco tiempo. En la calle se rumoreaba que el Irgún proyectaba un gran atentado contra los ingleses y Neizan se había convertido en el responsable de la preparación de bombas y explosivos del grupo.

En la mañana del 22 de julio de 1946, el joven entró en el hotel a las 11:55 horas disfrazado de empleado. El puesto de seguridad se encontraba donde antes había estado la recepción. Detrás, en la pared, un gran póster amarillento de la compañía KLM anunciaba vuelos de Nueva York a Palestina. Con la silueta de un avión en la parte superior: «Fly KLM to Palestine. KLM’s Royal Reute All The Way». En letra pequeña se podía leer el precio del vuelo de ida con salida el viernes desde Nueva York —607 dólares— y el de ida y vuelta —1094 dólares—.

Neizan entró acompañado por otros tres judíos que vestían uniforme de repartidores. Llevaban varios macutos de lona beis colgando de una cinta de cuero que cargaban sobre los hombros. Bajaron por las escaleras que comunicaban la planta principal con el sótano, donde se ubicaban la cocina y los almacenes —sabían que contaban con tiempo suficiente desde que activaran las bombas hasta el instante de la explosión—. Tres minutos después, los cuatro subían por las escaleras del sótano ya sin las mochilas. En una de las despensas habían dejado trescientos kilos de gelignita y TNT preparados por el propio Neizan. En la antigua recepción del hotel dos soldados británicos acodados sobre el mostrador comentaban las noticias de portada de The Palestine Post, el periódico que cada día se ponía a disposición del personal.

A las 12:00 horas, Neizan y sus acompañantes alcanzaron la calle y enseguida se subieron al coche que los esperaba al otro lado de la calzada. Dos minutos después, el vehículo se detuvo ante una cabina telefónica emplazada al final de la calle. Neizan descolgó el auricular y habló con la operadora, a la que aconsejó comunicarse con el hotel para dar aviso de que varios macutos llenos de explosivos destruirían el edificio en diez minutos. Cuando, a las 12:04 horas, alguien respondió en el King David, la telefonista trasladó el mensaje: había recibido una llamada avisando de la colocación de una bomba y recomendando el desalojo inmediato del edificio. «¡No estamos aquí para recibir órdenes de los judíos! ¡Dígale a esa gente que somos nosotros quienes damos las órdenes!», le contestó Shaw.

Al parecer, la mujer intentó advertirle de la gravedad de la situación, pero pronto se dio cuenta de que, al otro lado de la línea, habían interrumpido la comunicación. Dos minutos después, a las 12:12 horas, la misma operadora se comunicaba con el periódico The Palestine Post para avisar del atentado inminente. Alguien agradeció la información y mandó dos redactores al escenario. La siguiente llamada que realizó la empleada tuvo lugar a las 12:15 horas y fue al consulado francés, próximo al hotel, para que abrieran las ventanas con el fin de prevenir los efectos de la explosión.

A las 12:37 horas estallaron las bombas. El ruido se escuchó en toda Jerusalén. La carga había derribado los ocho pisos del ala sur del edificio. Un centenar de muertos y cincuenta heridos fue el resultado de un atentado que cambió la historia de la ciudad, del país y, en cierto sentido, del mundo. Rápidamente, ambulancias y carros blindados se trasladaron al lugar. La zona fue acordonada y el tráfico, detenido. El ejército británico, alertado por el testimonio de algunos supervivientes, inició la búsqueda de un coche oscuro que, minutos antes de la explosión, había abandonado el lugar a gran velocidad. La operación Malon Chik había sido preparada meses atrás. Para judíos y árabes, era la única estrategia válida para echar a los británicos de Palestina y poner fin a la época de Protectorado en la región.

Minutos después del estallido de las bombas, el Eshnab, órgano oficioso de la Haganá, hacía pública la declaración de un testigo del atentado que se encontraba en el hotel. Según su versión, al escuchar el ruido producido por la explosión, pensó que era mejor abandonar el recinto. Otros trataron de hacerlo, pero los soldados ingleses cerraron las salidas y dispararon en dirección a los que pretendían huir. Sir John Shaw salió tambaleándose a la calle. Acababa de bajar a la recepción con la intención de dirigirse hacia el jardín a fumar. Por un momento pensó que el tabaco le había salvado la vida. Las declaraciones de aquel testigo, que pidió permanecer en el anonimato, se convirtieron en el único testimonio de lo sucedido en la sede de operaciones del Protectorado Británico.

Neizan Leví y sus compañeros habían conseguido llegar a uno de los pisos francos del Irgún, ubicado en el barrio musulmán, en la zona este de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Unas horas después, la foto del joven ilustraba un cartel emitido por la policía palestina y su imagen aparecía en los periódicos locales como uno de los terroristas responsables de la matanza en el King David. Los autores del atentado permanecerían ocultos en su refugio durante varios días.

Al día siguiente de la voladura del hotel King David, la prensa mundial daba la noticia e informaba del número de víctimas. Muchos periódicos utilizaron expresiones como «el problema de Palestina» o «la cuestión judía» para referirse a un atentado que, además de un plan para poner fin a la presencia británica en el país, había sido una llamada de atención al mundo. Políticos y analistas internacionales volvieron a pedir que la ONU se sentara a negociar y buscara una solución. Peritos británicos y estadounidenses llevaban meses reclamando una reunión en Londres para el estudio de la cuestión, a la luz de la propuesta de partición del territorio, con la creación de dos Estados, uno árabe y otro judío, algo que debía contar con el reconocimiento de la Federación Palestina.

Dos días después del atentando, sir John Shaw viajó a la capital británica para mostrar sus heridas a los miembros del Parlamento y solicitar la retirada inmediata de las tropas de la región. Su testimonio, en la reunión extraordinaria del Consejo de Ministros, marcó el comienzo del fin del Protectorado Británico en Palestina. Los Estados Unidos fueron informados directamente por Londres de la intención de abandonar la zona. El primer ministro británico Clement Attlee, que celebraba su primer año al frente del Ejecutivo, declaró ante los Comunes que la voladura del Cuartel General del Ejército Británico en Jerusalén constituía la más grave atrocidad cometida en Palestina y acusó al Irgún de ser el responsable del atentado. Haciéndose eco de la información proporcionada por sir John Shaw, matizó que miembros de la Haganá habían manifestado a través de la radio su repulsa por los asesinatos en el King David, lo que demostraba la profunda división entre las dos organizaciones judías. Para Attlee, aquella acción terrorista tenía una finalidad clara, adelantar la salida de las tropas británicas de Palestina.

Neizan Leví había logrado su objetivo y el Irgún, una de sus mayores victorias. El sentimiento nacional sionista se había apoderado de los habitantes hebreos de las poblaciones palestinas. Una buena parte del mundo consideraba urgente una declaración oficial de las Naciones Unidas. A todo ello vino a sumarse que cada día que pasaba el mundo veía con mayor claridad las atrocidades que los nazis habían cometido contra el pueblo judío. La idea de que el holocausto no habrían tenido lugar de haber estado los judíos en su tierra se iba extendiendo entre no pocos mandatarios internacionales.

2

Los beduinos Ta’amireh

En la asignatura Geografía del País de la Biblia, el profesor de Salamanca José Manuel Sánchez Caro decía que el desierto de Judá era el resultado de una larga evolución geológica que había dado lugar a una zona de regresión marina progresiva. El Precámbrico (hasta hace 530 millones de años) determinó la configuración de la península del Sinaí, y el Paleozoico (530-225 m. a.) supuso el inicio de la formación del Mar Muerto y de la cuenca del Jordán, dando lugar al nacimiento de la región de Transjordania, cuyo macizo central se originó, junto con el desierto del Negev, en el Mesozoico (225-65 m. a.). En la Era Terciaria (65-1,75 m. a.) se formaron las montañas centrales que constituyen la cordillera del Carmelo y crean las colinas de Galilea y la zona montañosa que discurre desde Samaría y Judá hasta Transjordania. Finalmente, de la Era Cuaternaria (1,75 m. a.-10.000 años) datan la cuenca del lago de Galilea y el trazado del río Jordán, y a ella corresponde también la última fase de configuración del Mar Muerto. En esta época surgieron las diferencias orográficas que caracterizan las regiones de la zona y se desarrollaron las depresiones que determinaron la profundidad del citado mar.

La evolución de la geología en el desierto de Judá provocó la aparición de áreas diferenciadas que condicionaron la orografía de un territorio de gran importancia estratégica, una tierra de contrastes y cambios. La costa mediterránea, el desierto, la cuenca hidrográfica del Jordán, las cordilleras y zonas montañosas. Una orografía marcada por un clima que ha permitido la convivencia de terrenos fértiles y espacios desérticos y pedregosos.

La cuenca del Jordán termina en el Mar Muerto, también llamado Mar de la Sal. Se trata en realidad de un lago al que, por sus grandes dimensiones, los antiguos denominaron mar. Se extiende a lo largo de 85 km de norte a sur; mide 15 km de este a oeste en su máxima anchura y 3 km en la mínima. Está situado a unos 400 m bajo el nivel del mar y su punto inferior se localiza otros 400 m más allá. Es, por tanto, el punto más bajo de la Tierra. La denominación de muerto tiene que ver con la inexistencia de vida a su alrededor; su profundidad, la densidad del ambiente y el alto grado de salinidad hacen imposible el desarrollo de cualquier tipo de vegetación, fauna o flora marina en su entorno.

En las inmediaciones de la desembocadura del Jordán en el Mar Muerto se sitúa el oasis de Jericó, la ciudad de las palmeras. Jericó es la urbe más antigua del mundo, la cuna de la civilización. Al sur, en la ribera noroeste del Mar Muerto, se descubrieron los manuscritos que nos ocupan, en el entorno arqueológico de Qumrán. En el centro sur de la costa se alza la fortaleza de Masada, último bastión judío frente a los romanos. En un lugar emblemático del litoral se localiza Ein Gedi, con sus abundantes fuentes de agua. La península de Lisán, en la ribera suroccidental, no solo establece los niveles más altos de densidad del agua, sino que confirma el proceso de evaporación y solidificación a que está sometido el Mar Muerto en su mitad meridional.

Los habitantes del desierto, las tribus beduinas, pasaban temporadas acampados en lugares con pasto para sus cabras y ovejas, donde montaban sus tiendas y organizaban campamentos que los convertían, de hecho, en dueños y responsables de la zona durante los meses que duraba su estancia. El desierto de la región sur de Jericó y el norte occidental del Mar Muerto eran la tierra de los Ta’amireh, una de las tribus beduinas suníes con mayor solera —trescientos años de historia— en el lugar. En realidad eran seminómadas, ya que el margen de sus desplazamientos no alcanzaba las largas travesías de los beduinos considerados propiamente nómadas.

Los Ta’amireh llevaban siglos deambulando por los desiertos de Judá y del Negev, y en algunas ocasiones por las montañas de la Transjordania. Además de criar camellos, tenían en las cabras y ovejas su principal fuente de ingresos. Sus antepasados habían inventado la manteca ghee, apreciada porque se conservaba durante semanas a pesar de las altas temperaturas, y habían llegado a ser los mayores recolectores de dátiles, que vendían a los comerciantes de Belén y Jerusalén.

Todas las comunidades beduinas estaban dirigidas por un patriarca —como Abraham—, una suerte de líder. El de los Ta’amireh se llamaba Jum’a Mohammed. Era alto y delgado y lucía barba canosa sin arreglar, camuflada entre la kufiya palestina con la que protegía su cabeza calva. Siempre olía a un perfume europeo que compraba en Belén. La edad de los patriarcas de las comunidades beduinas no se adivinaba fácilmente; tampoco la de Jum’a Mohammed. Aunque en aquella época de mediados del siglo XX debía de rondar la cincuentena.

Terminaba el mes de julio de 1946. Aquel día, Jum’a Mohammed había estado en Jerusalén para vender los productos que fabricaban en la comunidad. Queso de cabra, leche de oveja, bolsos de cuero elaborados con la piel de los animales. Había apalabrado la venta de una cría de camella con un comerciante de Belén. En Jerusalén compró el The Palestine Post, un periódico crítico con la presencia británica en el país y que defendía la creación de dos Estados en el territorio, uno palestino y otro judío. El Post abría a toda página con una imagen de los escombros del hotel King David. Jum’a Mohammed pensó que la noticia no era buena y que las consecuencias de aquel atentado todavía estaban por llegar.

Por la noche convocó a los más jóvenes de la tribu en la tienda central del campamento, esa que siempre olía a sándalo oriental, aunque nadie la perfumaba. Tal vez, la gruesa tela centenaria que hacía la función de techo, traída de Constantinopla por un antepasado, desprendía ese aroma que embriagaba el espacio. Cuando estaban todos reunidos, el patriarca señaló con el dedo índice de la mano derecha a tres miembros de la comunidad, Jum’a, a El-Dhib y Jalil, y les encargó llevar las cabras al día siguiente, muy temprano, a la región sur, donde había pozos con agua.

Jum’a era su hijo mayor. Con trece años, comenzaba a peinar con la palma de la mano los primeros rastros de su barba adolescente que apuntaba negra rizada. Un beduino con trece años era considerado mayor de edad; además, ser el hijo del patriarca le garantizaba un privilegio sobre los demás jóvenes. El-Dhib era su primo. Aunque su verdadero nombre era Ahmed Mohammed, todos lo llamaban El-Dhib porque —según decían— su padre era como un lobo salvaje, el significado de su apodo. El-Dhib tenía un año menos y su cuerpo era el del muchacho que todavía no ha completado su pubertad. Jalil Musa, con quince años, era el mayor de los tres, aunque aparentaba más edad, gracias al bigote negro que le oscurecía el rostro. Apenas hablaba. Sus padres habían muerto dos años antes en un atentado en Jerusalén, cuando se encontraban vendiendo productos del desierto en un mercado improvisado en la Puerta de los Leones de la Ciudad Vieja.

Antes del amanecer, los tres jóvenes salieron con el rebaño de cabras negras. Pero nadie recuerda el día en el calendario. Ni el día, ni la semana, ni tan siquiera si todavía era julio o ya había comenzado el mes de agosto. En cualquier caso, una jornada del verano de 1946 en el desierto a orillas del Mar Muerto.

Faltaban un par de horas para que saliera el sol. El reflejo de la luna iluminaba el trayecto de los tres jóvenes por los caminos pedregosos del desierto. Llegaron a la carretera que une Jericó con el oasis de Ein Gedi, cerca de Masada. Pronto descubrieron un manantial de agua dulce regado por las aguas de la lluvia que había caído semanas atrás. Después de abrevarse, las cabras recorrieron los riscos en busca de pasto desafiando la inclinación de las pendientes. Mientras los animales triscaban, los jóvenes buscaban un lugar elevado desde donde poder controlar al ganado protegidos del calor del sol que no mucho después ya calentaría el terreno. Llevaban mochilas de mimbre calcetado con varias botellas de cristal llenas de agua, por si la de las pozas todavía estaba turbia y no se podía beber, y medio queso ahumado y varios picos de pan crujiente cocidos días atrás.

La primera hora dio para hacer un reconocimiento del lugar. Y mientras los tres jóvenes ponían su atención en establecerse lo más cómodamente para pasar el día, las cabras se entretenían en busca de alimento. Desde casi todos los riscos de la zona podían contemplarse los primeros rayos de sol reflejados en el Mar Muerto. El amanecer en la Transjordania.

La zona elegida era un desierto rocoso cuya única vegetación surgía de forma natural entre las piedras como consecuencia de las gotas de agua acumuladas tras un día de lluvia. A las dificultades para transitar por el terreno se añadían los altibajos determinados por las numerosas colinas que bordeaban la ribera noroeste del Mar Muerto dando lugar a una enorme cresta de rocas elevadas y separadas entre sí por torrentes secos. El paisaje conformaba la mayor zona montañosa del mundo bajo el nivel del mar.

El ruido de un resbalón entre las piedras seguido de un agudo gemido alertó a los jóvenes, que habían montado su pequeña jaima para protegerse del sol cuando estuviese en su momento más elevado a mediodía.

—¿Has oído? —preguntó Jum’a a su primo.

—Sí, ha sido por allí —respondió El-Dhib señalando con el índice de su mano derecha en dirección sur—. Creo que la he visto desaparecer. Como si se la hubiera tragado la tierra.

Jalil Musa miró al frente sin decir nada.

Los tres se pusieron en pie. Primero otearon la zona donde una de las cabras parecía haber sufrido un accidente y luego se miraron entre sí. Los ojos negros, grandes y redondos de Jum’a se habían llenado de miedo. No podía ni imaginar las consecuencias de regresar al atardecer con una cabra menos o con una cabra muerta. Sin mediar palabra, se dirigieron rápidamente hacia la zona en la que creían haber perdido al animal. Arrastrándose por el suelo, sortearon grutas, peñascos, agujeros y montículos de piedra y tierra hasta que llegaron al lugar. Se pararon delante de una serie de oquedades que se abrían en las rocas como resultado de la erosión y el paso del tiempo, pero también consecuencia del nivel de evaporación y el grado de salinidad que dominaba aquel escenario.

—Creo que está allí —alertó Jum’a señalando hacia algún punto cercano.

—¿En un agujero? —preguntó Jalil Musa ante la obviedad.

—Pero tenemos que averiguar en cuál —concluyó el primero.

Aquella zona no solo estaba llena de cuevas que se mostraban a la vista; otras muchas ahora selladas podrían abrirse al pisar sobre ellas.

Los jóvenes cogieron piedras del suelo y comenzaron a arrojarlas hacia aquel terreno escarpado. La mayoría de los cantos rebotaban; los menos se perdían en las profundidades de alguno de aquellos agujeros. De pronto, una piedra que se había colado en una de las grutas sonó como si hubiera roto algún vidrio y el sonido se vio acompañado por el balido de la cabra perdida.

—¡Está en aquella cueva! —exclamó Jalil Musa.

Rápidamente iniciaron el ascenso entre las rocas hasta llegar a la boca de la gruta. La luz del sol solo permitía ver la parte superior, el resto era oscuridad. El acceso era estrecho y la falta de iluminación impedía calcular su profundidad. Ante la llegada de los tres jóvenes, la cabra comenzó a balar. El-Dhib, Jalil Musa y Jum’a trazaron un plan para penetrar en la cueva. Necesitaban algo para descolgarse. Era preciso ensanchar el diámetro de la boca para pasar al interior y, al mismo tiempo, había que asegurarse de que el ángulo de la luz del sol permitiera alguna visibilidad allí dentro. Jum’a volvió a la jaima, la desmontó y regresó a la gruta con varios trozos de tela anudados entre sí; ahora tenían una rudimentaria escala para descender al interior de la cueva descolgándose. El-Dhib era más pequeño y delgado que Jum’a y que Jalil, así que fue el elegido.

Todavía no había bajado un par de metros cuando sus plantas tocaron fondo. Sin moverse y con los dos pies en el suelo, sintió el roce del asustado animal, que se le había acercado. Con la luz tenue que se perdía en la parte superior de las paredes de la cueva, se agachó para recoger a la cabra herida. Fue en ese momento cuando tocó algo frío, duro, liso. Pensó en el vidrio roto. Con sumo cuidado fue recorriendo al tacto el perfil de aquel objeto. Notó que, en efecto, estaba fragmentado. Tomó un trozo en su mano y lo levantó para verlo a la luz. No era vidrio, era cerámica. Respiró con tranquilidad. El riesgo de hacerse daño parecía así menor. Volvió a extender la mano para continuar recorriendo aquella pieza de cerámica con las yemas de sus dedos que, de pronto, se toparon con un material diferente. El Dhib lo levantó y pudo comprobar que era un trozo de cuero. Volvió a sondear el suelo de la cueva con las manos y encontró otro pedazo de piel que una vez más sacó a la luz. Metió los dos fragmentos en el interior de su pantalón, sujetó a la cabra entre sus brazos y avisó a su primo para que agarrara con fuerza la improvisada cuerda que le ayudaría a salir de la gruta con el animal.

El-Dhib consiguió llegar a la parte superior con algunas dificultades. Asomó la cabeza, vio a Jum’a con el extremo de las telas atado a su cintura, sonrió y sacó a la cabra, que, a la luz del sol, parecía recuperada de cualquier herida. Ya en el exterior, El-Dhib sacudió el polvo de su ropa y extrajo del interior de los pantalones los dos trozos de cuero que había encontrado dentro de aquella cueva.

—¡Lo conseguimos! —exclamó sonriendo; la hazaña los convertiría en héroes, pensó.

Los tres jóvenes permanecieron el resto del día pastoreando al rebaño en el mismo lugar, lo que les permitió confirmar que aquella zona escarpada estaba llena de grutas. El-Dhib se acercó a algunas de ellas, las que estaban abiertas, para satisfacer su curiosidad, como si quisiera asegurarse de haber reconocido a fondo el lugar. Sin embargo, otras partes del terreno hacían pensar en cuevas cerradas, selladas, tal vez lugares destinados a ocultar tesoros.

Al atardecer, antes de la puesta de sol, regresaron al campamento beduino. Esperaron a la reunión que cada jornada se celebraba tras la cena para relatar el episodio de la cabra caída en la cueva. Todos los días, la veintena de miembros del clan Ta’amireh se sentaban en torno a Jum’a Mohammed, el patriarca, una tradición que creaba complicidad y afianzaba los lazos familiares. Todo cuanto allí se trataba tenía que contar con su aprobación. Ante él cada cual rendía cuentas de cualquier novedad y a él le correspondía establecer las tareas y responsabilidades para la jornada siguiente. Aquella organización era milenaria. Aunque los Ta’amireh llevaban tres siglos en el desierto de Judá, sus orígenes se remontaban a los tiempos de Abraham, en la región de Quis, la zona montañosa que encauzaba el recorrido final del Éufrates antes de su llegada a Ur de Caldea.

Por fin, Jum’a Mohammed dio la palabra a los tres jóvenes para que contaran su experiencia de pastoreo por el desierto de Qumrán. Jum’a no permitió hablar a su primo El-Dhib, primero porque era más pequeño que él, pero, sobre todo, porque como hijo de Jum’a Mohammed deseaba acaparar todos los elogios y que el patriarca se sintiera orgulloso de su primogénito. Tampoco dejó que Jalil Musa interviniera en la descripción de la hazaña.

Jum’a comenzó a dibujar con detalle el escenario de los acontecimientos. Estaba convencido de que, a pesar de que todos conocían la zona, la descripción del lugar y de las dificultades de la orografía facilitaría la comprensión de su hazaña. Los miembros de la familia escuchaban atentamente su relato, al que, con el transcurrir del tiempo, fue incorporando una serie de elementos de ficción que acrecentaban la grandeza del acontecimiento.

—¡Lo de los cueros; cuenta lo de los cueros! —interrumpió El-Dhib el discurso escenificado de su primo.

Jum’a detuvo la narración. Miró primero a su padre y luego al conjunto de los presentes. Entonces se dirigió a una mesa de madera que había a la entrada de la tienda, donde habían dejado las mochilas de mimbre calcetado, metió la mano en el interior de una de ellas y sacó los dos pedazos de cuero hallados en la cueva. Sacudió el polvo que los cubría y regresó al centro de la tienda para retomar su historia.

—Cuando estaba dentro de la cueva y tenía la cabra en mis brazos, me di cuenta de que mis dedos habían rozado algo distinto de la cerámica que parecía vidrio. Algo suave al tacto. Eran estos dos trozos de cuero.

Mostró los fragmentos, uno en cada mano y, sin soltarlos, inició un teatral recorrido entre los presentes para que todos pudieran contemplarlos y apreciar su posible valor. La mayoría asintieron con un movimiento de la cabeza o esbozaron una sonrisa que apreciaba el hallazgo como un elemento más de una gesta que había concluido en el salvamento del animal. Siguiendo la costumbre, entregó el botín a su padre, quien observó con atención las piezas de cuero, las acercó al gran candil que iluminaba la asamblea y terminó colgándolas con un clavo del mástil central que soportaba la tienda, a modo de columna.

Las leyendas sobre aquel hallazgo son numerosas. El relato que ofrezco en estas páginas procede de la narración de los hechos que el profesor de la École Biblique de Jerusalén, el paleógrafo Émile Puech, compartía con sus alumnos en sus primeras clases sobre los manuscritos.

3

El padre De Vaux

La arqueología es la ciencia que estudia épocas pretéritas a través de sus restos materiales. Forma parte de las ciencias autónomas que intentan demostrar lo que fue el pasado de manera empírica, como conocimiento fundamentado en la demostración. En general, el hallazgo de restos o ruinas es el resultado de estudios previos que se someten a confirmación en las excavaciones sobre el terreno. Aunque siempre ha habido un interés por las huellas del pasado, la ciencia arqueológica es relativamente moderna. Sus primeros pasos se sitúan en el siglo XIX.

En la actualidad, la arqueología está dividida en numerosas ramas especializadas; la clasificación más frecuente de las disciplinas arqueológicas viene dada por la cronología —arqueología antigua, medieval, moderna, etc.—. Así como la arqueología egipcia se centra en un momento y un lugar determinados de la historia, la arqueología bíblica pone su atención en el hallazgo de restos relacionados con el libro sagrado en el entorno geográfico del llamado País de la Biblia. La arqueología bíblica es una rama de la arqueología general y, junto con la egipcia, constituye una de las especializaciones más destacadas del mundo de las excavaciones.