Qué se sabe de... Los manuscritos del Mar Muerto - Jaime Vázquez Allegue - E-Book

Qué se sabe de... Los manuscritos del Mar Muerto E-Book

Jaime Vázquez Allegue

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Beschreibung

En 1947 tuvo lugar el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto, más de 800 papiros y pergaminos escritos en hebreo, arameo y griego entre el año 150 a. C. y el 70 d. C. que constituyen el testimonio extrabíblico más importante del judaísmo del Segundo Templo y de los orígenes del cristianismo. Un enorme rompecabezas con fragmentos que van del tamaño de una uña hasta grandes rollos como la Regla de la Comunidad, el Libro de la Guerra, el Rollo del Templo Esta obra pretende mostrar el estado actual en el que se encuentran los estudios sobre los manuscritos del Mar Muerto, los rollos, sus autores y su forma de pensar. Gracias a estos textos, podemos conocer mejor el contexto en el que vivió Jesús y, de esta forma, entender muchas de las descripciones que hacen los autores del Nuevo Testamento.

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Qué se sabe de…

Colección dirigida y coordinada por:

CARLOS J. GIL ARBIOL

Índice

Prólogo

Guía de lectura

Primera parte: ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

1. Historia del descubrimiento

1. Primera parte (1946-1948)

2. Segunda parte (1948-1958)

Segunda parte: ¿Cuáles son los aspectos centrales del tema?

2. La arqueología de Qumrán

1. Los alrededores

2. El complejo

3. La gran biblioteca

1. Textos bíblicos

2. Textos parabíblicos

2.1. Textos apócrifos

2.2. Textos exegéticos

3. Textos extrabíblicos

3.1. Textos legales

3.2. Textos escatológicos

3.3. Textos poéticos

3.4. Textos litúrgicos

3.5. Textos astronómicos

Tercera parte: Cuestiones abiertas en el debate actual

4. El judaísmo del Segundo Templo

5. Orígenes del grupo de Qumrán

6. Los hombres de Qumrán

7. Mentalidad dualista

8. Tradición y memoria

8.El problema del calendario

10. El Dios de Qumrán

11. La comunidad religiosa

12. La resurrección y la vida eterna

Cuarta parte: Para profundizar

13. Bibliografía comentada

Créditos

Prólogo

Nadie duda que el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto fue el hallazgo arqueológico más importante del siglo XX y uno de los más destacados de la historia. Pero no todos saben por qué. Además, el descubrimiento estuvo rodeado, desde el principio, por una serie de polémicas que convirtieron esta historia en un estupendo guión cinematográfico y una amplia serie de titulares de prensa que aludían —todavía lo hacen de vez en cuando— a razones descabelladas que poco tienen que ver con la realidad. Así, por ejemplo, titulares como: ¡Jesús era el Maestro de Justicia de Qumrán!; ¡Juan el Bautista fue uno de los líderes del grupo esenio del desierto!; ¡Los manuscritos cuestionan los orígenes del cristianismo!; ¡El Vaticano esconde manuscritos del Mar Muerto!... y tantos títulos que, durante décadas, surcaron las páginas de los periódicos de todo el mundo. Sin embargo, si los manuscritos del Mar Muerto son importantes —que lo son, y mucho— es por otras razones: a) Constituyen una de las fuentes extrabíblicas más importantes para conocer el judaísmo de la época del Segundo Templo; b) permiten descubrir el contexto social en el que vivió Jesús y nació el cristianismo; c) son una fuente documental ineludible para comprender el proceso de formación y canonización del Antiguo Testamento y d) son el testimonio fehaciente de la transmisión de la identidad de uno de los grupos que formaban parte del judaísmo durante la época de dominación romana.

Qué se sabe de los manuscritos del Mar Muerto es una introducción a la literatura de Qumrán que nos sitúa ante el estado actual de las investigaciones sobre estos documentos. Al margen de polémicas y titulares sensacionalistas, esta obra quiere ser un acercamiento a esta literatura intertestamentaria desde múltiples disciplinas. La historia, la arqueología, la literatura comparada, la filología, la paleografía, la sociología, la antropología cultural, la psicología o la teología son algunas de las miradas con las que nos acercaremos a los manuscritos del Mar Muerto. Cada una de estas ciencias aporta una visión nueva. Solo de esta manera, podemos tener una visión general y completa de la verdadera importancia de estos manuscritos para los estudios bíblicos, el conocimiento del judaísmo de la época y el nacimiento del cristianismo.

La obra está dividida en cuatro partes: a) «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?» contiene una detallada historia del descubrimiento al margen de las leyendas que se crearon desde el primer momento. b) «¿Cuáles son los aspectos centrales del tema?» permite acercarnos a la gran biblioteca de Qumrán presentando cada uno de los manuscritos, desde los grandes rollos hasta los fragmentos más pequeños y deteriorados. c) «Cuestiones abiertas en el debate actual» nos presenta el pensamiento del grupo y las razones por las que los hombres de Qumrán se retiraron al desierto. d) «Para profundizar» contiene una amplia bibliografía actualizada en la que comentamos los principales libros en castellano que se han ido editando desde el descubrimiento hasta la actualidad.

Este libro está dedicado al profesor Florentino García Martínez, maestro y amigo, que viene acompañando mis estudios sobre la literatura de Qumrán desde hace más de veinte años. Su generosidad fue la que me ha permitido escribir estas páginas que tenían que haber sido suyas. En ellas también quiero recordar a mis padres, a Mari, a Olga, a Ricardo, a Fernando y a Jaime jr., razón de ser de mi existencia y ánimo permanente.

Jaime Vázquez

Granada-Palma de Mallorca

Primavera de 2014

Guía de lectura

Qué se sabe de los manuscritos del Mar Muerto pretende introducirnos en la literatura de Qumrán a través de un acercamiento general a estos escritos y situarnos ante el estado actual en el que se encuentran las investigaciones. El lector que lo desee podrá acceder a la versión en castellano de los manuscritos del Mar Muerto a través de la edición que seguimos de F. García Martínez, Textos de Qumrán, Trotta, Madrid 1992.

Los manuscritos del Mar Muerto —de forma similar a los textos de la Biblia— se citan con siglas o abreviaturas. En primer lugar, la referencia indica a qué cueva pertenece el manuscrito en cuestión. A continuación se indica que se trata de un manuscrito de Qumrán con la abreviatura de la letra Q. Le sigue el nombre o número del manuscrito. En algunas ocasiones el nombre se indica con la primera letra del título hebreo de la obra (S en el caso del Serek o Regla de la Comunidad; MMT en el caso del Milhamá; T para el Rollo del Templo...). En otros casos, la referencia del manuscrito es un número que equivale a la clasificación inicial que pusieron a los manuscritos los descubridores. Al número o abreviatura del nombre del manuscrito le sigue el número del fragmento, la columna y la línea. Así, por ejemplo, si tenemos la cita 1QS 5,1-2 estamos citando el manuscrito de la cueva 1 (1QS 5,1-2) de Qumrán (1QS 5,1-2), que es el Serek o Regla de la Comunidad (1QS 5,1-2), la columna 5 (1QS 5,1-2), las líneas 1 y 2 del manuscrito (1QS 5,1-2).

A lo largo de la obra incluiremos términos y vocablos que caracterizan estos documentos. A continuación presentamos un breve glosario básico de los términos más utilizados en la literatura de Qumrán.

Texto Masorético: Se trata de la versión hebrea del Antiguo Testamento que tanto el judaísmo como el cristianismo considera oficial. La tradición sostiene que fue escrita por un grupo de judíos que realizaron una traducción de las versiones que tenían de la Biblia entre los siglos I y X d.C. en un intento de conservar el texto de la Sagrada Escritura en el idioma hebreo. En la actualidad es, junto a la Septuaginta, la fuente principal de donde se han de hacer las traducciones del Antiguo Testamento a las lenguas modernas.

Septuaginta: Es la versión griega del Antiguo Testamento identificada con la sigla LXX. Está considerada como la traducción al griego de los textos hebreos y arameos originales en los que fueron escritos una buena parte de los libros de la Biblia Hebrea. Se cree que esta traducción al griego se realizó entre los siglos III-II a.C. La leyenda sostiene que un Sumo Sacerdote de Jerusalén encargó a un grupo de 72 sabios judíos que realizasen una traducción al griego de toda la literatura sagrada. La tradición dice que los sabios se retiraron por separado a hacer cada uno su traducción. Terminado el trabajo, cuando se reunieron, milagrosamente coincidieron todas las versiones dando lugar a un único texto. Esta versión griega del Antiguo Testamento junto al Texto Masorético, es una de las fuentes desde donde se han de realizar las traducciones a las lenguas modernas.

Pesher: Era otra forma de lectura e interpretación de la Biblia. Consistía en una nueva lectura de los textos bíblicos que eran considerados como anuncios o vaticinios de futuro en forma profética para ser, acto seguido, interpretados en función de realidades históricas —ya pasadas—. Es decir, como realización de la voluntad de Dios en la historia inmediata a la luz del anuncio de los profetas. En Qumrán, se realiza de forma exclusiva sobre los libros proféticos de la Biblia como el Pesher de Isaías (3Q4; 4Q161-4Q165); Pesher de Oseas (4Q166-4Q167); Pesher de Miqueas (1Q14; 4Q168); Pesher de Nahún (4Q169); Pesher de Habacuc (1QpHab); Pesher de Sofonías (1Q15); Pesher de Malaquías (5Q10). Aunque también se han encontrado pesharim de obras poéticas como el Pesher de Salmos (1Q16; 4Q171; 4Q173) y de obras relacionadas con el Pentateuco como el Pesher de los Períodos (4Q180-4Q181) y el Pesher de Génesis (4Q252-4Q254).

Midrás: Era una serie de lecturas e interpretaciones de la Biblia en forma de historias, sermones y pequeños comentarios. Los judíos utilizaron este método en la investigación de la Biblia en general o de un pasaje en particular tras la crisis macabea en el siglo II a.C. Las nuevas situaciones derivadas de los cambios políticos y sociales exigían una adaptación y actualización de los textos sagrados. El Midrás —en plural, los midrashim— precisaba estas adaptaciones y sus complementos. En Qumrán, este método es el primer intento de hacer comentarios a los textos de la Biblia desde fuera, sin interpolaciones, glosas o añadiduras a los escritos sagrados, sino escribiendo comentarios en textos separados e independientes. Los midrashim abordan temas específicos que afectan a la comunidad y son tratados a la luz de lo que dicen los diferentes libros bíblicos sobre el tema en cuestión. Los más representativos son el Midrash Florilegium (4Q174) y el Midrash Catena (4Q177; 4Q182).

Targum: Uno de los primeros métodos de lectura y estudio de la Biblia dentro del judaísmo y que Qumrán utilizó con frecuencia fue el Targum o método targúmico. Se trataba de traducir los textos de la Biblia Hebrea al arameo —lengua que hablaron los israelitas durante y después del exilio en Babilonia— e intercalar entre los textos sagrados una serie de notas y explicaciones de carácter geográfico, con aportaciones de tipo histórico, con precisiones de costumbres propias del judaísmo antiguo, etc. En Qumrán los targumim más representativos son en Targum de Levítico (4Q156) y el Targum de Job (4Q157; 11Q10). Además de los targumim de Qumrán, hasta nosotros han llegado otras obras como el Targum de Onquelos, el Targum de Jonatán ben Uziel, el Targum Samaritano, El Pseudo Jonatán, etc.

Tanhuma: Era una forma específica de interpretar los textos de la Biblia que se hacía desde el género de la homilética dirigida a los miembros de la comunidad. En Qumrán se encontró un manuscrito (4Q176) que contiene varios tanhumim relacionados con partes del Déutero-Isaías.

Halaká: La lectura de la Biblia por parte de los judíos en la época de Jesús dio lugar a la aparición del método halákico que consistía en la actualización de los textos sagrados a las normas de vida vigentes en ese momento de la historia. Para los autores de los manuscritos del Mar Muerto, los textos halákicos trataban de regular la vida mediante la Ley y, de esta manera, asumir los preceptos y mandatos de Dios como normas de vida y organización de la comunidad precisando la normativa establecida en los escritos sagrados de la Biblia. Caso singular en las Carta Halákica (4QMMT).

PRIMERA PARTE

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Historia del descubrimiento

CAPÍTULO 1

Desde sus orígenes, el descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto está lleno de intrigas y misterios relacionados con la lucha por la adquisición de los documentos. En las páginas que siguen, alejados de tretas y leyendas, recogemos el testimonio de quienes formaron parte de lo que sucedió en realidad.

1. Primera parte (1946-1948)

Sucedió en el invierno de 1946. Se llamaban Jum’a Muhammed y El-Dhib (el Lobo), eran primos. Sus padres los mandaban a pastorear el rebaño de cabras negras en las inmediaciones del mar Muerto, por el camino que une Jericó con el oasis de Ein Gedi, cerca de Masada, en las inmediaciones de un lugar en donde había un manantial de agua dulce. Después de abrevarse, las cabras recorrían los riscos de la zona en busca de pasto desafiando la inclinación de las pendientes pedregosas.

Un día, cuando estaba a punto de anochecer, los dos jóvenes beduinos de la tribu Ta’amireh comenzaron a reunir las cabras para regresar como hacían habitualmente. Una de las cabras se había subido a una zona escarpada y de difícil acceso. A pesar de la dificultad, Jum’a, dando pruebas de su juventud y agilidad, escaló por el desfiladero hasta llegar a la parte superior de la zona rocosa en busca de la cabra. Mientras ascendía llamaron su atención dos pequeñas aberturas en la roca. Parecían dos cuevas. Quizá dos aberturas de la misma cueva. Eran demasiado estrechas. Ninguna persona adulta podía acceder al interior por aquellos huecos. En aquel momento, el joven beduino lanzó varias piedras hacia uno de los agujeros de la roca. Una de las piedras que había entrado en el interior de la roca produjo un sonido anormal. Algo parecido al ruido del cristal o la cerámica cuando se rompe llamó la atención del joven. Jum’a llegó a la cima de la colina y con sumo cuidado atrajo hacia sí a la cabra y con el animal en brazos regresó al llano donde lo esperaba su primo.

Cuando Jum’a se reunió con su primo El-Dhib, todavía adolescente, le contó que había descubierto dos pequeñas aberturas en la roca y lo que había oído al arrojar varias piedras hacia el interior. Ambos pensaron que podía tratarse de un tesoro y decidieron mantener en secreto aquel descubrimiento. Tardaron dos días en volver a la zona. La mañana del regreso El-Dhib se despertó antes que su primo y se dirigió al lugar. Escaló los cien metros que había hasta la entrada de la cueva y con su cuerpo menudo y metiendo primero los pies, consiguió adentrarse en el interior. Los primeros rayos del sol le permitieron ver lo que había dentro. El suelo estaba lleno de escombros. Apoyados contra la pared había varias jarras estrechas con forma de ánfora que permanecían en pie. Algunas estaban cerradas, tal y como alguien las había dejado. El-Dhib destapó una de aquellas jarras, introdujo la mano y descubrió que en el interior no había nada. Realizó la misma operación con otras ocho jarras que había en la cueva obteniendo el mismo resultado. Cuando llegó a la novena, la encontró llena de tierra. Revolvió el interior con desesperación cuando, de pronto, se tropezó con un objeto envuelto en una tela enmohecida. Lo sacó al exterior y volvió a introducir la mano en la jarra llena de tierra. Pronto se encontró con otros dos bultos parecidos envueltos en una tela y otro cubierto de cuero sin ninguna tela de protección.

El-Dhib guardó en su bolsillo uno de aquellos objetos envueltos y salió a través de la boca de la cueva. Bajó por la zona escarpada de aquellas rocas y se dirigió hacia el lugar en donde se encontraba su primo Jum’a que seguía durmiendo. Cuando se despertó, El-Dhib le enseñó lo que había encontrado. Jum’a esperaba tesoros más aparentes que aquella tela envolviendo un trozo de cuero. Juntos volvieron a escalar a la gruta para buscar el tesoro que habían imaginado. El-Dhib comenzó a sacar las jarras de cerámica al exterior para que su primo se cerciorase sobre el contenido del descubrimiento. Cuando confirmaron que estaban vacías, dejaron las jarras a la intemperie y regresaron al campamento beduino con algunos fragmentos de cuero metidos en el zurrón. Aquella noche, en el asentamiento que la tribu había establecido en las inmediaciones de Belén, los jóvenes colgaron el zurrón en un poste de la tienda de su familia.

Los fragmentos de cuero permanecieron en la tienda beduina de los Ta’amireh durante varias semanas sin que nadie les prestase mayor atención. Hoy creemos que en aquel zurrón estaban el libro de Isaías y la Regla de la Comunidad. Entretanto, los dos jóvenes acompañados por otros beduinos volvieron a la zona del hallazgo y se introdujeron en la cueva. De ella extrajeron nuevos fragmentos de cuero y varios rollos como los que habían encontrado la vez anterior. Creemos que en esta segunda expedición, los beduinos se hicieron con otros cinco grandes rollos de la que posteriormente se identificó como la cueva 1.

El Mandato británico en Palestina llegaba a su fin. La bomba que había destruido el hotel King David en Jerusalén el 22 de julio de 1946 había provocado una situación de inseguridad generalizada que se percibía en toda la zona. Los enfrentamientos en las calles eran cada vez más frecuentes. Durante los primeros meses de 1947, los manuscritos que habían sido descubiertos por los jóvenes permanecieron en su poder sin ninguna protección. En el mes de marzo, Jum’a y El-Dhib llevaron a Belén unos fragmentos de los manuscritos y dos de las jarras mejor conservadas. Allí conocían a Ibrahim ‘Ijha, un comerciante de antigüedades con el que no llegaron a un acuerdo para realizar una operación de compraventa. Fracasado el primer intento de comercio con los manuscritos, los dos jóvenes lo intentaron en el mercado de la ciudad. Allí se encontraron con el vendedor de telas George Ishaya Shamoun, cristiano ortodoxo sirio que aconsejó a los beduinos. Aquellos eran cueros antiguos, bien curtidos. Un zapatero les haría un precio especial. Se dirigieron a la zapatería de Khalil Iskander Shahun, más conocido como Kando, también cristiano árabe de rito ortodoxo, considerado uno de los zapateros de mejor reputación de Belén. George los acompañó hasta la zapatería que estaba situada en la Plaza del Pesebre. Mostraron las piezas a Kando. El zapatero les entregó un anticipo de cinco libras palestinas y se comprometió a venderlos a condición de recibir una tercera parte del precio de la venta. Durante varias semanas, los rollos se quedaron en Belén, en la zapatería de Kando. A finales de abril, en plena celebración de la Semana Santa, George Ishaya Shamoun y Kando viajaron a Jerusalén. Allí contactaron con el archimandrita metropolitano ortodoxo sirio Athanasius Yeshue Samuel del monasterio de San Marcos. Le explicaron la historia del descubrimiento de los dos jóvenes beduinos y le describieron los manuscritos como fragmentos de cuero con textos en siríaco. Athanasius se dio cuenta de que aquellos textos tenían que ser muy antiguos. La zona en donde habían sido descubiertos llevaba muchos siglos deshabitada. Quiso verlos para confirmar la antigüedad de los textos y comprobar su autenticidad. Pidió al zapatero que se los acercara a Jerusalén lo antes posible. Durante la semana de Pascua, Kando y George viajaron a Jerusalén con uno de los manuscritos que habían permanecido ocultos en la zapatería de Belén. Habían acordado verse en el monasterio ortodoxo de San Marcos. El archimandrita pudo ver el rollo manuscrito. Se sentó ante el texto, lo desenrolló y comprobó que no estaba escrito en siríaco sino en hebreo. Rasgó un fragmento de una esquina del rollo y lo quemó acercándolo a la llama de una vela para garantizar que se trataba de pergamino. Volvió la mirada hacia Kando y George, y asintiendo con la cabeza les dijo: lo compro y os compro todos los que tengáis y todos los que los jóvenes beduinos pudieran conseguir.

La identificación del archimandrita era correcta. En sus manos había tenido el rollo de la Regla de la Comunidad. Los caracteres de un hebreo antiguo, solo comparable con el herodiano, garantizaban su autenticidad. Athanasius sabía que estaba mediando ante un descubrimiento más importante de lo que a primera vista podía parecer.

Kando y George regresaron a Belén con la intención de contactar con los jóvenes beduinos para hacerles una oferta económica. Con ellos viajaba, de nuevo, el rollo que habían mostrado al archimandrita ortodoxo. La semana siguiente se caracterizó por las llamadas telefónicas. Athanasius intentó contactar reiteradamente con Kando para estar informado de cualquier novedad que afectase a la negociación. Kando y George tardaron en contactar con los beduinos del desierto. El propio zapatero de Belén parecía haber perdido interés por aquel negocio. La primavera se echó encima pero el archimandrita Athanasius, que veía pasar los días y las semanas, no perdió la esperanza de hacerse con aquellos manuscritos.

El sábado, 7 de julio de 1947, a primera hora de la mañana, sonó el teléfono en el monasterio de San Marcos de Jerusalén. Kando habló con el archimandrita y le explicó que los jóvenes beduinos se habían presentado en la zapatería con rollos nuevos. Athanasius convenció a Kando para que volviera a Jerusalén para mostrárselos y certificar, de nuevo, la autenticidad de los manuscritos. Pero le advirtió de la peligrosidad de aquel viaje. La situación de violencia en la ciudad era cada vez mayor. Palestinos y judíos luchaban juntos contra los británicos que cada vez estaban más aislados y en muchos sectores de la ciudad iniciaban su retirada. Kando acordó el encuentro para el jueves siguiente. Se presentaría en el monasterio ortodoxo y preguntaría por él. Así fue. Al jueves siguiente, a primera hora de la mañana, Kando acompañado por George y los dos beduinos llamó a la puerta del monasterio. Un monje salió a recibirlo. Pero, convencido que eran timadores que ofrecían documentos falsos, les impidió entrar en el monasterio y ver al archimandrita. Kando intentó contactar con el archimandrita por teléfono, la restricción monástica fue ahora la que le impidió hablar con él. Decepcionado, Kando y sus tres compañeros regresaron a Belén con los manuscritos sorteando las inclemencias de la violencia en las calles.

Durante la cena de aquel día, el archimandrita, extrañado de que Kando no acudiera a su cita en el monasterio, comentó con los miembros de la comunidad que había quedado con un zapatero de Belén para ver unos manuscritos hebreos antiguos y no se había presentado. Fue en ese momento cuando un miembro de la comunidad le explicó que aquella mañana, habían acudido dos cristianos árabes de Belén acompañados por dos beduinos que habían manifestado su intención de ver a Su Excelencia y habían mostrado un manuscrito antiguo. Pero la insistencia de uno de los beduinos le había hecho sospechar que se trataba de una estafa por lo que no les había permitido entrar. Antes de que el monje terminase su relato de los hechos, Athanasius se levantó, salió del refectorio y se dirigió al teléfono que tenía en su despacho. Desde allí llamó a la zapatería de Kando. Desde el otro lado del aparato, Kando respondió molesto por el recibimiento que había tenido en el monasterio del archimandrita y el trato del que había sido objeto. Athanasius le pidió perdón intentando disculpar a sus monjes. Kando le explicó que gracias a la intervención de George, los manuscritos estaban a salvo a pesar de la situación que se vivía en Jerusalén y del traslado de los documentos a la capital. Kando contó a Athanasius que después de haberles negado la entrada en el monasterio, se dirigió con los dos beduinos y el anticuario a la Puerta de Jaffa. Allí debían coger el autobús que los llevaría de regreso a Belén. Pero fue en aquel lugar en donde Kando, molesto con los monjes del monasterio, ofreció los manuscritos a un comerciante judío que se mostró dispuesto a comprarlos. Sin embargo, George impidió que la negociación que el comerciante judío había comenzado con Kando llegase a un acuerdo.

En aquella conversación telefónica, Kando se comprometió a volver al monasterio de San Marcos de Jerusalén dos semanas después. El 26 de julio de 1947, Kando con los dos beduinos, Jum’a y El Dhib, volvieron a la capital. Se dirigieron al monasterio de San Marcos con un fajo de pergaminos protegidos en el interior de una bolsa de cuero. Los monjes del monasterio, advertidos por el archimandrita, recibieron a los tres visitantes. El metropolitano Athanasius escuchó la descripción del descubrimiento por boca de los dos jóvenes beduinos. En medio de la conversación, Kando abrió la bolsa de cuero y desenrolló los cinco manuscritos extraídos de la cueva. Uno de ellos era el de la Regla de la Comunidad que Athanasius había visto la vez anterior. El archimandrita analizó los otros cuatro rollos. Observó que dos de ellos estaban muy deteriorados. Otro, el más largo de todos, se encontraba en muy buen estado. Tras analizarlos durante un largo espacio de tiempo y ante la mirada de los beduinos y del zapatero de Belén, Athanasius levantó la cabeza y dirigiendo la mirada hacia ellos comenzó la negociación. Las conversaciones no tardaron en llegar a un acuerdo. El monje entregaría veinticuatro libras palestinas, que en aquel tiempo equivalían a menos de cien dólares, por los cinco rollos. A su vez, Kando se comprometía a entregar las dos terceras partes de aquel dinero a los dos beduinos. En aquel momento, los cinco rollos pasaban a ser propiedad del Patriarcado Ortodoxo Sirio de Jerusalén y su responsable, el archimandrita metropolitano Athanasius Yeshue Samuel.

Las semanas que siguieron a la negociación sirvieron para confirmar la autenticidad de los documentos. Athanasius pidió a Jusef, uno de los monjes del monasterio, que se desplazase hasta el lugar de los descubrimientos con la ayuda del comerciante George Ishaya Shamoun. A finales de agosto de 1947 el monje y el comerciante de telas se desplazaron hasta el lugar de la gruta y entraron en su interior. A su regreso, el monje Jusef describió con detalle el interior de la cueva a su superior. Le contó que allí todavía quedaban pequeños fragmentos de manuscritos, varias jarras intactas y muchos despojos de telas, mimbres y algún objeto metálico muy deteriorado.

La información de Jusef determinó la seguridad del archimandrita sobre aquellos documentos. Su testimonio no solo confirmaba las palabras de los jóvenes beduinos sino que garantizaba la autenticidad de los documentos y certificaban su antigüedad. Athanasius llevaba varias semanas pensando que aquellos textos podían ser de la época de los orígenes del cristianismo. Pero necesitaba que alguien autorizado ratificase aquella sospecha. Para ello, lo primero que tenía que hacer era intentar descifrar el contenido de los manuscritos. La segunda semana de septiembre de 1947, Athanasius se desplazó hasta la sede del Palestine Department of Antiquities que tenía su sede en Jerusalén. Aquella institución, fundada en 1920, llevaba varios meses atravesando una difícil situación financiera. El Mandato británico había cancelado todas las subvenciones que había recibido hasta aquel momento. Todos sabían que sin financiación, la institución tenía los días contados. Aquellos malos presagios se confirmaron con su desaparición a comienzos de 1948. A pesar de aquella situación, Athanasius solicitó una entrevista con Stephen Hanna, un cristiano ortodoxo sirio, reconocido investigador que trabaja en el Departamento desde hacía varios años al lado de arqueólogos como Tawfiq Canaan o Dimitri Baramki.

Stephen Hanna ojeó el manuscrito que le había llevado el archimandrita. Aunque estaba especializado en la arqueología de los orígenes del cristianismo, no fue capaz de garantizar la autenticidad del documento. El escepticismo sobre aquella literatura volvió a invadir la mente de Athanasius. Stephen Hanna reconoció no estar capacitado para hacer un análisis definitivo pero tampoco estaba dispuesto a presentarlo ante las autoridades del Departamento para no poner en cuestión su prestigio. La visita al Palestine Department of Antiquities había fracasado y Athanasius regresó al monasterio de San Marcos con el manuscrito.

La decepción del archimandrita duró pocos días. El 27 de septiembre de 1947, Athanasius se dirigió a la École Biblique et Archéologique Française de los dominicos, situada en la zona norte de la capital muy cerca de la ciudad amurallada. Allí estaba el fraile sirio Marmardji, amigo de Athanasius desde hacía mucho tiempo. El archimandrita relató el descubrimiento al dominico que, desde el primer momento, mostró gran interés por aquellos manuscritos. Unos días más tarde, Marmardji acudió al monasterio de San Marcos acompañado por otro dominico, el holandés J. P. M. van der Ploeg. Los dos frailes analizaron los manuscritos durante varias horas. Tras el análisis, los dos concluyeron que los pergaminos eran originales y calcularon que podían haber sido escritos en el siglo IId.C. Van der Ploeg reconoció que el rollo más grande y que se encontraba en mejores condiciones, era el libro bíblico completo del profeta Isaías. Los dos dominicos confirmaron la autenticidad de los manuscritos y certificaron la importancia de aquel descubrimiento. Se trataba de un hallazgo extraordinario que repercutiría en los estudios bíblicos, históricos y arqueológicos de los orígenes del cristianismo.

Entre los miembros investigadores de la comunidad de los dominicos de la École Biblique se encontraba L.-H. Vincent, un fraile mayor en edad, de reconocido prestigio y enormes conocimientos bíblicos y arqueológicos. Vincent, después de escuchar la descripción apasionada que el joven Van der Ploeg había hecho de aquellos manuscritos, le aconsejó prudencia a la hora de hacer identificaciones categóricas tras una simple y superficial primera vista. El padre Vincent le sugirió que analizase la cerámica y la contrastase con los manuscritos. La certificación de autenticidad de aquellos textos pasaba por el análisis caligráfico, por la identificación del pergamino, por el contenido de los escritos pero, también, por el reconocimiento de la cerámica en la que supuestamente habían permanecido durante siglos. La cerámica —recordó Vincent a Van der Ploeg— es el reloj de la arqueología. Aquella apreciación del venerable fraile hizo que el entusiasmo del joven holandés fuese perdiendo fuerza con el paso de los días. Semanas más tarde, Van der Ploeg parecía haber olvidado el tema.

El nuevo fracaso con los expertos no impidió que el archimandrita, en aquel momento custodio de los manuscritos, insistiese en confirmar la autenticidad de los textos. El 23 de noviembre de 1947 se presentó en la Hebrew University de Jerusalén con dos de los rollos mejor conservados. Dos expertos en paleografía —uno de ellos era el bibliotecario de la institución académica— vieron los manuscritos y le pidieron que los dejara allí para fotografiarlos. Athanasius que se negó a la opción de desprenderse de los textos, acordó con ellos una reunión en el monasterio de San Marcos para la semana siguiente, pero los dos investigadores nunca aparecieron por la comunidad, al menos nunca volvió a saber de ellos. Aquel nuevo intento fallido llevó al archimandrita a plantearse la posibilidad de enviar los manuscritos o parte de ellos a Europa o a Estados Unidos. Pensó que tal vez en alguno de aquellos lugares, alejados del conflicto que se estaba viviendo en Palestina, habría mayor interés por aquel descubrimiento. Sin embargo, fue precisamente aquella situación la que le hizo caer en la cuenta del riesgo que suponía utilizar el servicio de correos público para realizar un envío tan importante.

Mientras Athanasius fracasaba en sus contactos para verificar la autenticidad de los manuscritos que tenía en propiedad, los jóvenes beduinos Jum’a y El-Dhib se pusieron en contacto con E. L. Sukenik, uno de los mejores arqueólogos de la Hebrew University de Jerusalén del momento. El lunes, 24 de noviembre de 1947, el profesor universitario se encontró con Faidi Salahi, un comerciante armenio de objetos antiguos que los beduinos habían buscado para que actuara como intermediario para evitar, de esta forma, el encuentro personal con el arqueólogo judío. Sukenik se encontró con el anticuario armenio, uno a cada lado de la alambrada que habían colocado los británicos para dividir la ciudad. Salahi le pasó un fragmento de reducidas dimensiones por los huecos de la verja. Nada más tocarlo, Sukenik se dio cuenta de que se trataba de un cuero muy antiguo. Le llamó la atención que la grafía del fragmento se parecía mucho a la del hebreo que se encontraba en la cerámica y en lo osarios judíos de la época de dominación romana. Nunca había visto aquella escritura sobre pergamino. Estaba convencido de que era una grafía exclusiva de la cerámica del momento. Preguntó a Salahi si podía tener acceso a más fragmentos como aquel y le manifestó su intención de comprarlos. El anticuario le explicó que sus contactos en Belén tenían más cueros como aquel y acordaron que el propio Sukenik se desplazaría hasta Belén para verlos. Ambos fijaron un encuentro para el jueves 27 de noviembre.

La joven ONU tenía previsto votar la partición de Palestina aquella semana. Era finales de noviembre. La situación en las calles podía complicarse. El resultado de aquella votación podía complicar más la situación en la zona. Si se confirmaba la partición, los británicos abandonarían el lugar. Aquella incertidumbre que se reflejaba en la tensión que se vivía en las calles, llevó a Sukenik a retrasar su visita a Belén prevista para el jueves 27 de noviembre de 1947. Sin embargo, una decisión de última hora retrasó la votación internacional y el peligro quedó aplazado. Sukenik acordó con Salahi una reunión para el sábado, dos días después. Consiguió un pase para entrar en Belén y acercarse a la tienda de antigüedades. Pudo llegar al lugar acordado sin dificultades. En el transcurso de la negociación adquirió otros tres manuscritos con las mismas características del que ya poseía. Aquel día, Sukenik regresó a Jerusalén con el Rollo dela Guerra, un manuscrito de los Himnos y un ejemplar del Rollo de Isaías semejante al que tenía en posesión Athanasius.

El sábado, 29 de noviembre de 1947, la ONU realizó la esperada votación. El resultado final fueron treinta y tres votos a favor de la partición, trece en contra y diez abstenciones. Aquella resolución dividía el escenario en dos estados. Una partición que tendría efecto tras la retirada de los británicos. Sin embargo, la resolución no concretaba ninguna disposición para su ejecución lo que hizo que no se materializase.

Al día siguiente, domingo 30 de noviembre, Sukenik llevó los manuscritos a su lugar de trabajo, la Hebrew University de Jerusalén. Se los presentó al bibliotecario de la institución académica que observó los manuscritos con curiosidad. Fue en ese momento cuando el bibliotecario contó a Sukenik que unas semanas atrás un monje ortodoxo le había ofrecido la compra de unos manuscritos similares con aquella grafía samaritana. Y le dijo que días más tarde había acudido al monasterio de San Marcos que estaba en la ciudad antigua para verificar la autenticidad de los manuscritos y hacer una oferta económica pero que no había sido recibido por los monjes.

Sukenik, sorprendido por aquella historia, se dio cuenta de que además de los manuscritos que tenía en posesión, había más textos que andaban circulando por la ciudad. Demostró al bibliotecario que no eran manuscritos con grafía samaritana sino herodiana, poco frecuente en papiros y pergaminos pero muy habitual en osarios y cerámica de la época. Salió de la Universidad con la intención de ir hasta el monasterio de San Marcos. Sin embargo, al llegar a las inmediaciones de la ciudad amurallada se encontró con la barrera de un control policial que le impedía acceder a la interior.

Sukenik mostró aquellos documentos a su hijo, Yigael Yadín, militar de alta graduación del ejército y con sobrada formación histórica y arqueológica. Ambos decidieron que la situación desaconsejaba pasear los manuscritos por la ciudad. La primera semana de diciembre, Sukenik consiguió hablar por teléfono con el metropolitano Athanasius del monasterio de San Marcos. Sin decirle que tenía en su poder otros semejantes, le mostró su interés por ver los manuscritos y su intención de adquirirlos para la Universidad si se confirmaba su autenticidad. Percibió una cierta falta de interés en vender los manuscritos por parte del religioso. Aun así, Sukenik comenzó a reunir dinero para negociar la compra de los textos.

A finales de año, Athanasius creía haber confirmado la autenticidad de los manuscritos y su importancia para los investigadores. Durante las celebraciones navideñas, estableció contacto con Anton Kiraz, un cristiano ortodoxo que había colaborado como trabajador de campo en varias excavaciones arqueológicas. Kiraz conocía a numerosos arqueólogos en Jerusalén tanto católicos como judíos. Athanasius pensó que aquel hombre podía convertirse en el intermediario que faltaba para realizar las transacciones comerciales de los manuscritos.

Kiraz, convertido en mediador, contactó con Sukenik por carta a finales de enero de 1948. En su escrito le recordaba que años atrás había trabajado para él en varias campañas arqueológicas y le invitaba a tener un encuentro para ver los manuscritos que estaban en venta. Acordaron reunirse a primeros de febrero en un lugar neutral, la sede del YMCA situado en la zona este de Jerusalén. Kiraz acudió a la reunión con el Rollo de Isaías que estaba en posesión del metropolitano y una serie de pequeños fragmentos que en aquel momento estaban sin identificar. Sukenik observó detenidamente el libro profético y se lo pidió prestado una semana para analizarlo y comprobar su autenticidad. Kiraz accedió y regresó al monasterio ortodoxo con el resto de fragmentos. Durante la segunda semana de febrero, el libro bíblico permaneció en la Hebrew University en donde fue analizado detalladamente. A mediados de mes, Sukenik y Kiraz volvieron a encontrarse en el mismo lugar. Sukenik manifestó el interés de la Universidad de adquirir el manuscrito bíblico y el resto de fragmentos que formaban toda la colección. Ambos hablaron de cifras económicas. Sukenik hizo una oferta inicial de quinientos dólares a lo que Kiraz dijo que tenía que hablar con el metropolitano. Acto seguido, Sukenik subió a mil dólares. El ortodoxo insistió en que debía tener el visto bueno de Athanasius.

Junto a Samuel Athanasius estaba otro monje ortodoxo, Butros Sowmy, que acababa de incorporarse a la comunidad religiosa del monasterio. El nuevo monje, conocedor de la historia y la literatura antigua, convenció al metropolitano de que si los académicos de la Universidad estaban tan interesados en aquellos manuscritos era porque se trataba de una documentación muy importante y, por tanto, su valor era muy superior. Kiraz comunicó por carta a Sukenik que las autoridades del monasterio habían decido darse un tiempo para pensar aquella transacción por lo que la venta no podía realizarse de forma inmediata.

Butros Sowmy, el nuevo monje del monasterio, tenía muy buenos contactos en Jerusalén y quiso cerciorarse del valor de los manuscritos. A finales de febrero de 1948, Sowmy contactó con la American School of Oriental Research situada cerca de la ciudad antigua. Allí conocía al joven investigador norteamericano John Trever que ocupaba el cargo de dirección en ausencia de Millar Burrows. Acordó con Trever un primer encuentro a primera hora de la tarde del día siguiente en la sede de la ASOR. Sowmy acudió al encuentro con un grupo de manuscritos ente los que se encontraba el Rollo de Isaías que ya había analizado Sukenik.

John Trever observó los manuscritos y se detuvo en el Rollo de Isaías. La grafía hebra se parecía a la del Codex de la Biblia Inglesa del siglo IX que se conservaba en el Museo Británico. Comparó el documento con una fotografía del Codex y llegó a la conclusión de que aquel manuscrito era muy anterior. Entonces lo comparó con el hebreo de una fotografía que tenía del Papiro Nash del siglo II. La letra era muy parecida, casi igual. Sin duda, se trataba de un manuscrito hebreo de los primeros siglos de la era cristiana. A continuación, Trever copió a mano unas líneas del manuscrito y pidió al monje ortodoxo autorización para fotografiar todos los fragmentos. Sowmy le dijo que necesitaba el visto bueno del metropolitano. A pesar del recrudecimiento de la violencia en las calles que se había desatado durante los días anteriores en Jerusalén, Trever y Sowmy quedaron para verse al día siguiente en el monasterio de San Marcos.

La señora Faris era la secretaria árabe de la American School of Oriental Research (ASOR). Su origen árabe le permitiría llegar con seguridad hasta el monasterio ortodoxo así que Trever pidió a la mujer que lo acompañara aquella mañana de finales de febrero de 1948. Ya en el monasterio, Trever convenció a Athanasius para que le permitiera llevar todos los manuscritos a la ASOR. Allí podían ser fotografiados, estudiados y, lo que es más importante, estarían depositados en un lugar seguro. El metropolitano accedió y permitió realizar el depósito garantizado de forma temporal. Sin embargo, el traslado no pudo realizarse aquel mismo día. Los enfrentamientos entre árabes, judíos y británicos habían bloqueado cualquier tipo de transporte o comunicación. Al anochecer, un sabotaje en el suministro dejó sin luz a toda la ciudad. Mientras tanto, John Trever y su compañero investigador William Brownlee trabajaron con los manuscritos y las fotografías durante toda la noche bajo la escasa luz de unas velas y lámparas de queroseno.

A primera hora de la mañana del 28 de febrero de 1948, los monjes sirios, Samuel Athanasius y Butros Sowmy, se presentaron en la sede de la ASOR con los manuscritos que iban a ser fotografiados. La luz eléctrica había sido reestablecida con la llegada del día. En la Biblioteca del centro, los dos investigadores norteamericanos desenrollaron el primer manuscrito. Era el Rollo de Isaías que ya había estado en aquel lugar. A continuación hicieron lo mismo con el otro documento que más tarde identificarían como un Comentario a Habacuc. Los dos manuscritos más grandes fueron fotografiados con detalle y suma precisión. Cuando se hizo de noche, los investigadores todavía no habían terminado de fotografiar el resto de manuscritos de tamaño menor. Además del libro bíblico y del comentario al profeta, faltaban por fotografiar otros tres manuscritos. El metropolitano y su compañero decidieron dejar los documentos en manos de los investigadores durante todo ese fin de semana para que terminaran el proceso fotográfico. Al día siguiente, un 29 de febrero bisiesto, terminada la operación fotográfica, Brownlee envolvió los manuscritos con sumo cuidado mientras Trever preparaba un primer envío de las imágenes de los textos al eminente arqueólogo William F. Albright que se encontraba en Baltimore en la Johns Hopkins University.

Los primeros días del mes de marzo Millar Burrows regresó a la sede de la ASOR en calidad de director de la institución. Burrows fue informado con detalle de lo sucedido en el centro las semanas anteriores. Una mañana de la primera semana de marzo, Burrows pidió a Trever que lo acompañase al monasterio de San Marcos en la ciudad antigua. Quería ver aquellos manuscritos y comprobar, por sí mismo, la autenticidad y antigüedad de la que hablaban. La distancia entre la sede de la ASOR y el monasterio ortodoxo era corta, pero estaba llena de dificultades, controles, barricadas y en cualquier momento podía ser lugar de enfrentamientos. La zona norte de la ciudad amurallada era uno de los puntos geográficos más difíciles de sortear. A pesar de todo, Burrows y Trever consiguieron adentrarse en la ciudad antigua. Dando un rodeo por las callejuelas estrechas llegaron a la puerta del edificio religioso. Los dos investigadores fueron recibidos por el metropolitano Athanasius. Burrows pudo analizar los manuscritos mientras Trever, al ver de nuevo el Rollo de Isaías, sugirió la necesidad de realizar otra sesión fotográfica para captar detalles que habían pasado desapercibidos en la primera prueba.

Los primeros días de la segunda semana del mes de marzo de 1948, el Rollo de Isaías volvió durante unas horas a la ASOR para ser fotografiado de nuevo por John Trever. En la ciudad antigua había conseguido una película fotográfica más sensible. El lunes 15 de marzo, John Trever recibió una carta procedente de Estados Unidos. El remitente era William F. Albright. En su escrito Albright felicitaba a Trever por el descubrimiento y la identificación del manuscrito. Confirmaba que la grafía era anterior a la del Papiro Nash y proponía una datación que se situaba en el primer siglo antes de la era cristiana.

Las palabras de Albright garantizaban la autenticidad de los manuscritos y certificaban la importancia de aquel descubrimiento. Durante los días siguientes, en la ASOR solo se hablaba de los manuscritos. Todos los residentes y los investigadores que trabajaban en el centro habían abandonado las tareas que estaban realizando para dedicarse al análisis de aquellos documentos. Sin embargo, el conflicto en las calles era cada vez más hostil. El martes 30 de marzo, Burrows como director de la ASOR, recibió un comunicado de las autoridades norteamericanas con la orden de abandonar el centro. Solo de esta manera se podía garantizar la seguridad de los investigadores. Millar Burrows convocó a todo el personal y les encomendó el abandono inmediato de los trabajos y la salida del país. A los dos días, los jóvenes estudiantes y becarios que estaban en el centro, emprendieron el regreso hacia Estados Unidos, les siguieron el resto de investigadores. El 5 de abril de 1948, John Trever y Millar Burrows cerraron la sede de la American School of Oriental Research con la esperanza de retornar lo antes posible.

Días antes del cierre de la institución académica, concluida la segunda sesión fotográfica, John Trever había devuelto los manuscritos al metropolitano. Sin embargo, la ubicación del monasterio no garantizaba la seguridad de los documentos. Sowmy convenció a Athanasius de que los manuscritos debían ser depositados en la cámara de seguridad de un banco. El origen sirio de los monjes facilitó el traslado de los textos hasta la cámara acorazada de la sede de una entidad bancaria en Beirut. Los manuscritos cruzaron la frontera una noche de la última semana de marzo. Sin embargo, Beirut iba a ser un lugar de paso para aquellos tesoros.

La primera semana del mes de abril, la situación en Jerusalén se volvió muy violenta. Los enfrentamientos en las calles habían alcanzado un nivel de guerra en toda regla. Una mañana, una bomba cayó en el claustro del monasterio de San Marcos de los monjes ortodoxos. Aunque los destrozos fueron cuantiosos, lo más importante fue la muerte del monje Butros Sowmy, que se vio alcanzado de lleno por aquella bomba.

La muerte de Sowmy hizo que el metropolitano decidiese cerrar el monasterio hasta que volviera la calma a la zona. La mayor parte de los monjes eran de origen sirio y regresaron a su país. Samuel Athanasius viajó a Beirut con la intención de retirar los manuscritos de la cámara acorazada del banco para trasladarse con ellos a Estados Unidos.

A primeros de abril, en una fecha desconocida, los manuscritos viajaron a Estados Unidos de la mano del metropolitano Athanasius. En su maleta iban: La Regla de la Comunidad —que iba a ser denominada Manual de Disciplina—, el Rollo de Isaías, el Comentario a Habacuc y unos fragmentos menores.

Mientras los manuscritos viajaban en la maleta del metropolitano sirio, los investigadores John Trever, William Brownlee y Millar Burrows, bajo la supervisión de William F. Albright, comenzaron a trabajar en Estados Unidos con los textos a partir de las fotografías que tenían. Varios paleógrafos norteamericanos que tuvieron acceso a los materiales fotografiados, restaron importancia al descubrimiento o consideraron que los manuscritos eran el resultado de una mala falsificación. Los académicos se dividieron sobre la importancia de aquellos textos. Mientras unos cuestionaban su autenticidad e importancia, otros reconocían la trascendencia que aquellos documentos podían tener en el mundo de los estudios bíblicos y arqueológicos.

Mientras los investigadores trabajaban sobre las fotografías de los textos, los manuscritos comenzaron a circular por Estados Unidos, siempre de la mano de Samuel Athanasius. El objetivo del metropolitano sirio era presentar los documentos a la sociedad norteamericana. A través de sus múltiples contactos se fueron organizando exposiciones que facilitaron el acceso visual a los manuscritos originales para todo el que quisiera verlos en directo. Se cree que miles de personas vieron los textos originales en exposiciones sin protección y en condiciones de muy poca seguridad. El metropolitano estaba convencido de que la publicidad de aquellos documentos elevaba su valor en el mercado.

El 12 de abril de 1948, el diario británico The Times