Los monstruos no Existen - Verónica Samper - E-Book

Los monstruos no Existen E-Book

Verónica Samper

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Beschreibung

¿Conoces al coco o al viejito del costal? ¿Te asustan los monstruos? ¿Alguna vez te has inventado un monstruo bien terrible para que te defienda y asuste a tus enemigos? En este libro encontrarás más de un monstruo y vivirás las aventuras de unos niños que se atrevieron a crear un monstruo muy monstruoso para que los defendiera. También aprenderás el truco para escapar del miedo: solo vencerás al mal con el bien, piensa en algo hermoso, cree que lo lograrás y todos tus sueños se harán realidad.

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Los monstruos

no existen

Segunda edición, mayo de 2019

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,

julio de 2002

© Verónica Samper

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Ilustraciones

Fernando Cortés

Diagramación

Jorge Morcote

Diseño de Carátula

Martha Cadena

ISBN 978-958-30-5872-1

ISBN DIGITAL 978-958-30-4754-1

Prohibida su reproducción total

o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No.95-28, Tels.: (57) 601 4302110-4300355.

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Los monstruos

no existen

Verónica Samper

Ilustraciones

Fernando Cortés

A todos los niños que me

enseñan a soñar, a reír y a

creer en los sueños.

A Felipe y a Camilo, mis

primeros sueños.

Los monstruos no existen

Oía retumbar el reloj despertador en mi cerebro como si en lugar de tenerlo sobre la mesita de al lado de mi cama lo tuviese incrustado en mi cabeza, como una de esas placas que en las películas de espías les ponen a ciertos hombres tras realizar una complica-da operación: les abren la cabeza y les colocan un chip adentro para poder controlar todos sus pensamientos y seguirlos por todas partes sin que ellos lo noten. Eso lo vi en televisión en una película el sábado. Claro, la pude ver porque mis padres se fueron a una reunión a la casa de unos amigos, nos quedamos solos, con Can-delaria, la señora que ayuda en los quehaceres de la casa y que nos cuida a mi hermano y a mí cuando papá y mamá no están. A mamá no le gusta que veamos esa clase de películas, ella dice que son muy violentas, que para qué queremos ver una en donde no hacen sino matar, que seguramente el que hace esas «porque-rías —así lo dice, utilizando esa palabra— debe estar

completamente loco y, por supuesto, uno no patrocina la locura, por eso, no se deben ver».

He tratado de explicarle a mi mamá que lo impor-tante no es la cantidad de gente que matan, sino cómo resuelven el caso, cómo cogen al malo o a los malos, porque siempre los cogen. Eso tiene su mensaje para los niños a los que sí dejan ver esas películas. Qué me-jor mensaje que aquel de que el mal nunca llega lejos, solo dura una hora, máximo dos, el tiempo de la pelí-cula. De todos modos, por más que le diga todas esas cosas, mamá no cambia de idea. Ella es firme en sus decisiones y cuando pasan los adelantos de la película que darán enseguida, simplemente, cambia de canal, si aún es temprano para mandarnos a la cama. Si no, apaga, ante la mirada atónita de papá que también quería ver la película. Él tampoco se opone, a mamá es mejor no discutirle, siempre se sale perdiendo.

El reloj retumba en mi cerebro con su tictac. Tra-to de tapar mis oídos con la almohada pero de nada sirve pues el reloj retumba en mi cerebro no en mis oídos. Toda la noche había intentado cerrar los ojos pero estos se abrían como si tuviesen resortes, que-daban redondos con la mirada puesta en el techo de mi alcoba llena de astros que, al apagar la luz, brillan con la que atrapa del bombillo. Está la Luna, Marte, Júpiter, Saturno, Plutón, Mercurio, Venus, Urano, Nep-tuno, todos sobre un firmamento repleto de estrellas. Por supuesto, solo durante el día se puede ver el Sol.

Mis ojos no podían cerrarse, se mantenían pegados al techo, y mis oídos pegados al del reloj despertador.

Como mi habitación no estaba tan lejos de la de mis padres, podía escuchar los ronquidos de papá, ¡qué horror! Cómo podría dormir mamá con semejante ruido, yo ya le hubiera puesto un silenciador. Lo había visto en una película de televisión, esta sí me la deja-ban ver, era de Los picapiedra:Vilma le pone a Pedro en la nariz un gancho para tender la ropa e inmedia-tamente deja de roncar.

Nunca hubiese pensado que una casa pudiese tener tantos ruidos ocultos que solo aparecen cuando los pro-pios son silenciados. La nevera emitía un sonido cada tanto tiempo, seguramente cuando empezaba a enfriar; mañana le preguntaría a papá, no fuera que la nevera se estuviese dañando. El ascensor se prendía, nuestros vecinos debían trasnochar mucho, el aparato los subía a sus apartamentos y luego regresaba al piso de abajo a esperar nuevamente a que alguien lo utilizara. La calle tampoco dormía, sin embargo, los sonidos eran distin-tos. No se escuchaban buses como durante el día, uno de vez en cuando. Muy lejos pude oír una sirena, podía ser la de un carro de policía o quizá la de una ambulancia. Por supuesto, mi hermano, con toda seguridad, podría identificar a qué carro pertenecía la sirena, era un espe-cialista en todo lo que tuviese que ver con carros y con fútbol. Sentí algo de tristeza al recordar los sonidos del campo, eran bien distintos a los de la ciudad, solo hasta

este momento me había percatado de ello. Claro que en el campo no me había pasado esto, lo de no poder man-tener los ojos cerrados. En mi casa del campo siempre que me acostaba únicamente duraba unos momentos antes de que el peso de los ojos me ganara y se cerraran, incluso, algunas veces había tratado de mantenerlos abiertos y nada, se cerraban sin que pudiese evitarlo. En cambio ahora los cierro y, ¡zas!, se abren. Los sonidos de las noches del campo son algunas veces más tenebrosos, claro, para los visitantes, los que no viven en él. Los que ya conocemos cómo es la noche en el campo no nos dan miedo, pero a mis primos, cuando iban a visitarnos y pa-saban vacaciones en nuestra casa, las noches los asus-taban. Los asustaban tanto los sonidos que solicitaban dormir con mis tíos en la misma habitación. A mí me gustaba oír el canto de los grillos y las chicharras, aun cuando era triste que cuando se callaban era porque se habían explotado. También me gustaba el canto de los sapos; papá dice que es la serenata que el sapo enamo-rado da a la rana, si a esta le gusta se casan. Creo que es más o menos como lo que pasa con los seres humanos, por eso, la noche antes de casarse el novio le da una se-renata a la novia; si a ella le gusta, se casan. Un tío mío le dio una serenata de mariachis a su novia antes de casar-se, nosotros fuimos con papá y mamá, fue buenísima, las trompetas sonaban durísimo. A la novia, que se llama Patricia, le encantó y al otro día se casaron.

Tic-tac, tic-tac. Tengo que cerrar los ojos y dormir un rato o en la mañana voy a parecer un zombi, como

los de la canción de Michael Jackson, todos saliendo de las tumbas y apoderándose de la ciudad. Hay una película, esa sí no me la dejaron ver, Los muertos vi-vientes, debe ser parecida al video de la canción de Michael Jackson. No me gustaría mañana parecer un zombi. Ya de hecho me siento una extraña, más en-cima parece como si no entendiera nada de lo que me dijeran, qué horror, tengo que tratar de dormir. Si aprieto los ojos con fuerza para que no se abran, de pronto el sueño me atrapa. ¿Dónde diablos (menos mal mamá no puede leer mis pensamientos, o al me-nos no ahora, porque si no me regañaría por usar esa expresión) estará el duende de los sueños? Papá siem-pre nos dice que él nos acompaña; si tuvimos un buen día extiende una nube que nos envuelve permitiendo que soñemos cosas agradables; si el día no fue muy bueno, los sueños no lo serán. Tal parece que al pobre duende hoy lo cogió un trancón de los que siempre hay en la ciudad y no llegó, preciso hoy.

¿Será esto un ataque de pánico? A mi abuelita se le entraron los ladrones a la casa y la pobre duró sin dormir varias noches hasta que mamá la llevó a don-de el doctor y este le formuló unas pastillas para que pudiera dormir. Mamá le contó a papá que todo lo que le pasaba era producto del pánico de que se volvieran a entrar los ladrones y que, poco a poco, volvería a recuperar la confianza y volvería a dormir sin la ayu-da de las pastillas. Mañana le contaré a mamá para que me lleve a donde el doctor y si es producto del

pánico me dará unas pastillas para que pueda dormir y no parezca un zombi. Mi pánico (si es pánico) no es porque los ladrones se metan a nuestro apartamento, papá ya lo había explicado: a los apartamentos no se entran los ladrones, son mucho más seguros que las casas, podíamos estar tranquilos. Mi pánico es porque mañana entraré a un colegio nuevo, a un lugar que no conozco, lleno de gente extraña, de niños extraños, a un lugar en donde no tengo amigos.

Mi papá trabaja con la tierra, no sembrando sino con lo que está mucho más abajo de la tierra negra en la que se siembra, es geólogo. Eso sirve para saber, por ejemplo, cómo son los suelos. Estudia también el alma de las piedras. Por eso yo nunca había vivido en la ciudad, siempre fue en campamentos, no como los que se arman cuando uno va de excursión, estos son como pequeños pueblos construidos en donde antes no había nada: levantan casas para que la gente, los ingenieros como mi papá, puedan vivir con sus fami-lias ya que el lugar de trabajo (su oficina) está muy lejos de la ciudad. Nosotros hemos vivido siempre en zonas en donde se saca mucho carbón, que es la espe-cialidad de papá. Mi mamá es antropóloga, que más o menos tiene que ver con la tierra, pero la tierra en donde han estado enterrados hombres antiguos. Por lo que descubren enterrado pueden saber cómo eran nuestros antepasados, parecido a lo de las almas de las piedras, pero con huesos. Se puede decir que papá estudia el alma de las piedras y mamá la de los huesos.

A mamá no le interesaba vivir en la ciudad, siem-pre decía que esta es muy agresiva. Yo al comienzo confundía la palabra «agresiva» con «agradecida» y no entendía por qué la ciudad era agradecida. Aho-ra comprendo que la palabra es agresiva y creo que mamá tiene razón: todo el mundo anda de mal hu-mor, los carros pitan continuamente y nunca nadie tiene tiempo. Cuando vivíamos en el campamento siempre almorzábamos juntos, papá constantemente iba a la casa, almorzaba y se recostaba un rato a repo-sar. Mamá (que era profesora del plantel al que íba-mos), mi hermano y yo salíamos del colegio a medio día. Ahora papá trabaja muy lejos del apartamento y con tanto tráfico es difícil llegar a almorzar. Mamá, que ahora labora en un museo clasificando las piezas que llegan, tiene poco tiempo a la hora del almuerzo y no alcanza a llegar, mientras nosotros, para horror nuestro, debemos almorzar en el colegio, pues la jor-nada se extiende hasta las 3:30 de la tarde.

Muchas cosas están cambiando. Mamá dice que es solo mientras cogemos el ritmo que impone vivir en la ciudad, acostumbrarnos nuevamente a estar aquí tiempo completo. Nosotros veníamos en vacaciones a la casa de la abuela o a la de los tíos, la pasábamos muy bien, con los primos íbamos al cine, al parque a montar en la montaña rusa o a los centros comerciales de com-pras, donde adquíriamos todo lo que fuéramos a nece-sitar. Total, era muy divertido. Lo más rico era regresar cargados de regalos para todos nuestros amigos y con

los encargos que les hacían a papá y mamá. Teníamos tanto que contar que los recreos no alcanzaban para relatar las aventuras vividas en la gran ciudad. Y es, precisamente, el no volver lo que me asusta. Me asusta el hacer nuevas amigas, que estoy segura no encontra-ré tan buenas como Nicole y Brenda. Mamá dice que no debo estar prevenida, solo abierta a nuevas posibili-dades, que de seguro encontraré gente linda con la que me sienta bien.

Tic-tac, tic-tac. Mi cuarto es lindo, en el campamen-to debía compartir la habitación con mi hermano, lo que era realmente un fastidio. No ronca como papá pero hace unos extraños ruidos cuando duerme, como si de pronto se le hubiese olvidado respirar. Cuando ya uno piensa que se va a ahogar y que lo mejor es despertarlo para que respire, se oye un sus-piro largo seguido de dos cortos y vuelve a respirar. Además, es muy desordenado, no es que yo sea la mata del orden, como dice mamá, pero sí más orde-nada que Nicolás.

Ya estoy acostumbrada a la oscuridad del cuarto. Claro, cómo no voy a estarlo si no he podido cerrar los ojos desde que me acosté, pero aun cuando in-tento no puedo ver la hora en el reloj de la mesita, solo escucho su tic-tac, tic-tac. El año pasado nos en-señaron a leer el reloj en el colegio, mamá y papá me regalaron uno de pulsera con minutero y segundero y los números 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12. Los

brazos de Mickey Mouse son los palos que marcan la hora y el minutero, el segundero es una fastidiosa abejita; la correa es amarilla, el color que más me gusta. También me regalaron un reloj despertador, el que hace tic-tac, tic-tac. Este no tiene a Mickey ni tampoco todos los números escritos, solo los princi-pales, el 12, el 3, el 6, y el 9. Tampoco tiene segundero pero sí un palito que no se mueve, solo tiene uno que ponerlo en la hora en la que debe levantarse. En el campamento yo lo ponía a las siete; como teníamos que entrar a estudiar a las ocho y el colegio era cerca, tan cerca que nos íbamos en bicicleta, teníamos tiem-po de sobra. Aquí me tocó ponerlo a las cinco. A esa hora todavía está de noche, le dije a mamá. Ella me contestó que como el plantel quedaba un poco lejos, nos recoge un bus que el colegio tiene especialmente para eso y que el tráfico es pesado a esa hora (cabe decir que dijo que a todas horas), que el bus se demo-raba mucho en llegar, otra vez el cuento del trancón.

—Manuela.

—Aaaa… —Cuando abrí los ojos mamá estaba sen-tada en el borde de la cama.

—Manue, levántate, es hora de arreglarte o se te hará tarde.

—Está bien —contesté sintiéndome la persona más miserable y con un miedo horrible.

Cuando llegué a la cocina, Candelaria ya me había hecho unos huevos, leche con chocolate y pan. Nicolás estaba emocionado por el primer día de clases, una enorme sonrisa se dibujaba en su rostro y no dejaba de pedirle a todo el mundo que se apurara para no llegar tarde. Por lo que escuché, había preguntado la hora por lo menos unas diez veces en un corto tiempo. Mamá, algo desesperada con la excitación de Nicolás, le pedía que se calmara o todos terminarían de mal humor.

Me desplomé en la silla del comedor sintiendo que los minutos pasaban muy rápido. Debería pasar algo, un temblor, por ejemplo, de esos que se caen las ca-sas, las calles quedan llenas de cables de la luz y no se puede pasar… No, mejor un temblor no, nosotros vivimos en el quinto piso, seguramente un temblor de la fuerza que yo necesitaba para que no me tocara ir al colegio haría que se cayera el edificio y nos queda-ríamos sin casa. No, mejor eso no, no quería una tra-gedia, quería simplemente no tener que ir a estudiar. Hubiera podido decirle a mamá que no me sentía bien (cosa muy cierta), pero ella pensaría que no me sentía bien de salud, que tendría fiebre, dolor en el pecho, tos o irritada la garganta y eso no era cierto, no era de nada de eso que me sentía mal y no me gustaba de-cir mentiras. No sabía cómo explicarle que me sentía mal, pero realmente me sentía pésimo.

Como era el primer día de clases, mamá pidió permi-so en el trabajo para llegar un poco tarde. Nos quería

llevar personalmente, así nos sentiríamos mejor, nos dijo emocionada; yo me sentiría mejor si no me toca-ra ir. Pero, como decía mi abuela cuando a uno le toca hacer algo que realmente no desea hacer, «El mal paso darlo pronto». Tomé mi lonchera, la pesada maleta con un montón de libros y cuadernos que nos habían pedi-do y me aventuré a la puerta del ascensor con la sensa-ción, en la boca del estómago, de lo inevitable.

Como lo presagió mamá, el trancón para llegar al colegio hizo que nos demoráramos una hora en llegar. Mi hermano aprovechó para dormir un poco más; yo, en cambio, lo único que logré hacer, durante la hora que duramos moviéndonos a paso de tortuga, fue ima-ginarme cómo sería de horrible mi día. Los carros que pacientemente avanzaban al lado nuestro mostraban las mismas expresiones en los conductores; los niños que ellos llevaban dormían o jugaban con naves espa-ciales que subían y bajaban o con muñecas que salta-ban en la parte de atrás de las sillas. Mamá renegaba a cada rato, alegaba por el que se cerraba, por que no se movían, de los huecos y, sobre todas las cosas, discutía por el caos de ciudad en que vivíamos.

Cuando llegamos, nos tocó esperar un rato, ante la mirada curiosa de innumerables alumnos de todas las edades y de todos los cursos, a que la directora de sec-ción de primaria se desocupara, pues sería ella la que nos daría la bienvenida y nos conduciría a los salones para presentarnos a la profesora y a los alumnos.

Muy pocos niños (ninguno) nos preguntaron nues-tros nombres o a qué grado entraríamos, solo nos mi-raban y entre ellos se cuchicheaban sacando las con-clusiones y adivinando las respuestas a las preguntas que no formulaban. El timbre, que al principio nos sorprendió y, por supuesto, casi nos deja sordos, fue lo que nos libró de las miradas curiosas de los otros niños. Al momento, los corredores quedaron vacíos y apareció la directora de la sección.

Mi hermano estaba tan emocionado que ya le había pedido a mi mamá que le cuidara el morral y la lonche-ra y andaba por todas partes mirando como si lo que estuviera viendo no lo pudiera creer. Y era que, para ser justos, el colegio sí tenía mucho más que el plan-tel del campamento. Por ejemplo, tenía tres canchas de fútbol con medidas de verdad (fue lo que dijo mi hermano cuando las vio), tenía canchas de baloncesto, jardines y los salones estaban repartidos en varios edi-ficios. Bien diferente al del campamento, el cual no te-nía jardines, no porque no quisieran ponérselos, sino porque en ese clima no se dan, por el calor; solo tenía una cancha de fútbol y no con las medidas de verdad; los salones estaban distribuidos en casetas y en la casa quedaba la oficina del director, la oficina del subdirec-tor y un cuarto en donde se guardaba el material de trabajo. Los salones no eran muy grandes, pues no ha-bía más de quince alumnos por salón, a diferencia de este colegio en que los salones eran grandes, porque en cada uno había mínimo veinticinco niños. En este

colegio todo era enorme y eso, a diferencia de lo que le producía a mi hermano, a mí me asustaba.

Como mi salón quedaba en el segundo piso, la direc-tora propuso que fuéramos primero al de mi hermano que quedaba cerca de donde nos encontrábamos; mi hermano dijo que sí con un grito de alegría. La profe-sora de Nicolás lo recibió con mucho cariño, los niños lo miraban y no decían nada. Yo estaba tan asustada que no me di cuenta de que la profesora me saludaba y me preguntaba cómo me llamaba; mamá me sacó de mis pensamientos con un leve empujón mientras contestaba por mí lo que me había preguntado. La profesora tomó las cosas de Nicolás y le indicó dónde sentarse, nos despedimos y nos dirigimos a mi salón sintiendo que me moría.

Que me dé un ataque de apendicitis, Dios mío, que me dé un ataque de apendicitis, como el que le dio a Nicole. Eso sería perfecto, no me tocaría ir al colegio y papá y mamá estarían conmigo todo el tiempo. Nicole contaba que la operación no había sido tan terrible, solo unas inyecciones un poco dolorosas y que le ha-bía dado mucho susto estar en esa camilla esperando a que la entraran a la sala de cirugía, pero que, defi-nitivamente, no era algo que una niña valiente como ella no pudiera soportar —eso fue lo que dijo cuando regresó al colegio— y yo también era una niña valien-te. Total, lo mejor para librarse de lo que me esperaba era que me diera un ataque de apendicitis.

Cuando llegué al salón todo mi cuerpo estaba para-lizado, mamá me empujaba para que entrara y la pro-fesora con el brazo extendido me invitaba para que lo hiciera, pero yo inmóvil, no podía ni hablar, oía lejos, muy lejos, lo que me decían y, lo peor, era como si de pronto me hablaran en otro idioma, pero no inglés, pues algunas palabras ya las entendía porque en el campamento había muchas familias de americanos y algunas niñas hablaban en inglés con sus papás cuan-do estábamos en la piscina. Era un idioma extraño, sus voces también sonaban raro, como si de pronto todos fueran extraterrestres.

—Manue —mamá me miraba implorando que reac-cionara—, ¿estás bien?

—Manuela, soy tu profesora, me llamo Carmen, en-tra para que te presente a tus nuevos compañeros.

La profesora estiró su mano hasta tomar la mía y en el momento en que me iba a entrar al salón un ho-rrible chillido retumbó en el corredor haciendo que las puertas de los salones contiguos se abrieran para constatar qué era lo que ocurría.

Lo que era realmente terrible es que el alarido que sonó fue mi voz: yo estaba agarrada de la mano de mi madre y chillaba y gritaba como si me estuvieran llevando al lugar más horrible sobre la tierra. Increí-ble, yo gritaba como cuando en las películas, esas que

a mamá no le gusta que yo vea, a la protagonista la roba un señor grandote y horrible. Era espantoso, no quería gritar pero no podía parar de hacerlo, estaba atrás de mamá enrollada entre sus piernas, lloraba y gritaba sin que nadie pudiera calmarme. De pronto, ocurrió un milagro, la directora le dijo a mi mamá que lo mejor era que hoy no me quedara, que me regresa-ra para la casa con ella y tuviera una charla en calma. El milagro se realizaba, no me quedaba en ese lugar.

Camino a casa, mamá no tocó el tema sobre el horri-ble berrinche que yo había protagonizado en el cole-gio, manejó en silencio y yo tampoco me atreví a decir nada al respecto. Por fortuna, para las dos, el tráfico no estaba pesado y fue menor el tiempo del trayecto a casa, lo que agradecí en pensamiento.

Cuando llegamos al apartamento y nos abrió Cande-laria, sorprendida preguntó qué era lo que había pasa-do, por qué no estaba yo en el colegio y dónde estaba el niño Nicolasito. Lo único que mamá le contestó, a todas las preguntas que en un segundo formuló, fue que Ni-colás estaba en el colegio; luego fue al teléfono a lla-mar al museo a informar que hoy no podía ir a traba-jar pues su hija se encontraba enferma. Yo supe, por la mirada que me lanzó, que no le gustaba decir mentiras, pero que era más fácil explicar que a su hija le había dado una enfermedad que una terrible pataleta y que tendría que quedarse a resolver el problema para que a la mañana siguiente no se volviera a presentar. La