Los niños soles - Natalia Soledad Cruz - E-Book

Los niños soles E-Book

Natalia Soledad Cruz

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Beschreibung

Francisco, un niño de ocho años que se pierde mientras realiza unas compras, emprende una aventura mágica a través de los paisajes del norte argentino. Junto a su nueva amiga Lirolay, de cuatro años, se encuentra con personajes fantásticos con poderes sobrenaturales, descubre lugares oníricos y escucha antiguas historias que cambian su forma de ver el mundo.  Con una prosa poética y delicada, Los niños soles nos invita a sumergirnos en un mundo de maravillas, a explorar la naturaleza humana y a descubrir la belleza que está al alcance de la mano. Un relato encantador que celebra la imaginación, la amistad, el poder transformador del viaje interior y nos recuerda nuestro vínculo ancestral con la Pachamama.

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Los niños soles

Los niños soles

Natalia Soledad Cruz

Ilustraciones de Cecilia Espinoza

Cruz, Natalia Soledad

Los niños soles / Natalia Soledad Cruz ; Ilustrado por Cecilia Espinoza ; Joaquín Bourdeu Barassi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2024..

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6540-98-0

1. Literatura Argentina. 2. Literatura Fantástica Infantil. I. Espinoza, Cecilia , ilus. II. Bourdeu Barassi, Joaquín, ilus. III. Título.

CDD A860

Ilustración de tapa: Joaquín Bourdeu Barassi

© Tercero en discordia

Directora editorial: Ana Laura Gallardo

Coordinadora editorial: Ana Verónica Salas

www.editorialted.com

@editorialted

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-631-6540-98-0

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Capítulo 1

De cómo Francisco se pierde en el camino y el “maíz es lanzado”

Los mandados le llevaron mucho menos tiempo de lo que había pensado, y el tiempo sobrante no era un buen lugar para guardar las recomendaciones de sus papás y volver a casa. Como aquel que está sentado en el aula y se empieza a rascar la cabeza y a hurgar los mocos sin disimulo, así, sin esconderse, sin mostrar un fuera de lugar en esa acción, empezó a caminar siguiendo un surco que salía de una parcela sembrada. No hay ninguna puerta que abrir, y, por lo tanto, lo desconocido no se encuentra detrás de algo material; sin embargo, cada paso que da es como una pequeña puerta echada que abre con sus pequeños pies en un camino a cielo abierto.

En cada paso encuentra una serie de semillas difusas que se concretan en piedras y se definen con otras nuevas formas. Su mirada reconoce algunas de ellas, y las que no conoce, en un acto de fundación, las nombra en voz baja por primera vez en su pensamiento, las une con líneas y colores de otras formas similares de otras cosas alguna vez antes vistas. Algunas de ellas parecen ser animales petrificados y destinados a llevar en unos pocos centímetros la historia de la forma de su especie. Cuando Francisco cree ver esa culebra, o ese cóndor, no vuelve la vista atrás, no lo duda; él no puede parar de seguir ese camino tan marcado y magnético.

—¡Vamos a jugar a la payana! La del uno —y mientras exclama esto, sin pausa alguna, su mirada selecciona en esa hilera las piedras más perfectas, las que, pasadas todas las fases, entraron en su mano.

—Ahh, y el color. —Cada una de ellas tiene que tener el color de cada cosa: blanca como el silencio de los hombres sin nombres; malva como aquella primera rosa que le regala el novio a su enamorada, pero el color de esta piedra no es el de la rosa, sino el del recuerdo del color que guardó la niña y el que recordó luego siendo mujer; turquesa como las aguas del manantial aún no descubiertas; naranja como el girasol, pero no como sus hojas, sino como el color del calor del trigo hecho pan en las manos de un niño.

Encontró sus piedritas perfectas. ¿O ellas lo encontraron a él?

—La del uno. —En un impulso con la sincronía de un cálculo de Leonardo da Vinci, lanza la piedra rosa al aire y con este movimiento raya, como si lo hiciera con una lapicera de algodón de azúcar, al aire mismo. En este mismo segundo, trata de alzar la otra piedra, que ha quedado en el piso, antes de que la cola de iones del algodón toque el suelo y se transforme nuevamente en una piedra.

—Sí, te atrapé. —Ni siquiera lo dice, solo lo piensa, pues no puede perder tiempo.

—La del dos. —Ahora tira los dos ojos de cielo al cielo mismo en un acto de entrega, como si la carne se encontrara con la piel luego de una larga separación. Así, los dos ojos de manantial se funden con el cielo y, aunque dure solo un segundo el cielo de los cerros, en ese momento puede ver un azul eterno hecho mar, aún salpicado por la brisa. Francisco lo consigue y atrapa las dos piedrecitas.

—La del tres. —Este es el momento, el que ha estado esperando. No necesita espectadores porque sabe que hay algo más que no puede precisar muy bien qué es, pero que lo está observando. Por cada elemento, se dibuja una figura: un cardón en eterna vigilia; un cerro con costras de tiempo y tierra en sus retinas; un par de hojas verdes, muy verdes y monótonas. Todo a su derredor está vivo en un sentido que nunca antes había percibido. Y en este momento providencial de segundos arrugados y estirados, siente un chancletazo, alguien le pisa los pies y está detrás de él. Es más chico de tamaño; no necesita darse vuelta para comprobarlo, lo sabe y lo siente. La claridad del día no negocia con este momento una menor tensión: es lo que se siente, así sea a plena luz del día. Es lo que es.

Aquel del que tanto había escuchado hablar, ese que su abuela más de una vez le había dicho que también le chancleteaba mientras sembraba, y ahora todas las formas contadas están presentes. El duende respira detrás de él. Francisco se aferra fuertemente al juego —entiende que su compañía también está jugando—, deja pasar un turno y siente cómo las piedras escriben en el aire mientras son lanzadas justo detrás de él. Sigue caminando, aunque amaga un suave y medido trote. Ahora es su turno.

—La del tres —repite con firmeza y hasta cierta gallardía.

—Uno, dos y tres, sí, sí.

La piedra color silencio le pintó en la propia cara del temor a lo desconocido un pequeño triunfo.

Lo que antes era un trote simulado en pasos rápidos ahora es un verdadero trote que simula ser una caminata larga, sostenida y pausada. Este es el momento de los momentos. Sin pensarlo, y ni siquiera con una exhalación en forma de aire persignado, las tira.

—¡La del cuatro! —grita Francisco, asustando a cada cosa viva que mira la escena crucial. Y en la sucesión atragantada de los segundos, lo logra. Y sin necesidad de esperar que su contrincante pierda, siente caer justo detrás de su pequeño pie una piedrita. El maíz ha sido lanzado, y el juego tiene un ganador. Sin aguantar que los segundos se hagan tiempo, se da vuelta, pero el duende ya no está ahí, ha desaparecido.

Y así fue como el camino se desplegó como un largo tapiz confundiéndose con alguna alfombra mágica persa que, sin despegarse de tierra firme, ondula formas y distancias como si estuviera en el mismo aire. Con las palabras de una copla sentenciosa hecha murmullo por las pequeñas bocas de los duendes de los cerros se escucha:

“Pisa, pisa con tu suela, con cada paso, el suelo de esta tierra. Con otro paso marca a dónde fue, y con otro, a dónde va. No pesa, no pesa el peso del pasado, pero cómo buscan y rebuscan esas ojotas topadoras los poros de este suelo ojeroso. Aire, agua, tierra, y por pasos los sueños en la tierra entran sin hacer polvo ni cerrar esos negros ojos. Y lejos ya está. El camino lo ha encontrao, y en su cabeza se pone la idea de que perdido está. Muy lejos ya está. Y el maíz se ha lanzao”.

El hombre choclo y la memoria de la tierra

El desierto no es la nada. Está cargado de todo lo que podría estar ahí. A medida que avanzas un poquito más y piensas en esos árboles, quizás podrían estar aquí mismo. Sí, podrían darte sombra. Y un arroyo puede ser que tenga sed. Por eso, pienso en el agua. Algunos pajaritos parecen estar esperando que la dirección del viento cambie para ir a otra estación. Pienso en tener alas en los pies, o —de una manera mucho más modesta— en algo que me transporte. Cada cosa que podría estar ahí simplemente no lo está; es como un lugar común de la memoria de los paisajes; estos también albergan recuerdos y no olvidan.

El desierto es un momento de la vida de la tierra en el que ella misma piensa que todos los surcos fueron sembrados y todos los colores reflejados, pero no acá, sino allá, en cualquier lugar menos aquí. Y por el no-lugar está caminando Francisco; en la memoria de la tierra —toda calva y árida—, con dunas marcadas y de gran tamaño, como ripples, que ya son megarripples. Es como si la corteza del cerebro de la tierra se pudiera ver así, es en los lugares donde la tierra recuerda y piensa que no tiene nada.

Lo abstracto puede operar e intervenir, lo colectivo se expresa; por eso, la humanidad, acá mismo y no allá, opera su propia lobotomía. Sus nervios están consistentemente laminados, por eso no olvida, pero confunde, como esa pared que se lija una y otra vez y que parece perder la sensibilidad por el hábito de esa acción que padece cada vez. Su excelencia no es su padecimiento, ni la costumbre del dolor, su condición.

Como la apariencia de aquello que se extirpó y se tiró a un costado, y que, sin fundamento alguno, empieza a retorcerse y luego a moverse, así avanza lo que parece ser un espantapájaros. A primera vista, camina hacia él; es como un changarín de esos que descargan cosas en los mercados. ¿Y este qué es lo que carga, con esos hombros escuálidos y brazos lánguidos y alargados, como guiones de una oración sentenciosa que se quiere caer de la línea en la que está siendo escrita para salir del libro y saltar al mundo?

Todo su cuerpo son líneas largas que se escapan de sí mismo. Las piernas, hacia abajo, hacia lo subterráneo. Las líneas rectas de esos brazos parecen forcejear entre simetrías y fuerzas gravitacionales hacia el suelo; parece que en cualquier momento se desprenden de esa estructura para volar y pegarse como si fuera el pedazo de un cometa de papel en el cielo. Su columna y su cabeza son un péndulo inexplicablemente alargado a casi dos metros, como si todos sus movimientos posibles hubieran sido fosilizados en una sola imagen.

Ahora la forma de papel y las líneas están más cerca y transmiten acidez y dulzura a la vez. Todos sus poros se abren en una sola fosa que expide todas las sensaciones. El aire entra por la nariz con sus partículas de limones, azahares, frutillas y oliva. Su apariencia es agridulce: recuerda a una mujer artesana, pero también a un hombre pescador. En sus pies tiene vellos de pelos de chala. Su aura destella pelusas, basuritas y algunas florecillas… Es un poco anaranjado. Tiene los pelos de choclo, que cincelan una barba desprolija. Dan ganas de tomar una tijera, pero ¿sería lo mismo? Con esos pelos arreglados sería como un hombre, y ese pequeño orden en toda su figura daría risa. Tiene unos pantalones pescadores de color marrón. Su chaleco también es de chala de choclo, y una solapa es más larga que la otra. Sus ojos son del color de la dulzura sin fondo, y los destellos verdes son como desconectadores de lo empalagoso de una mirada que te puede hacer dormir de lo densa y dulce que es.

—¿Quién soy yo? —dijo mientras se sentaba y encogía sus larguísimas piernas para no intimidar al niño—. Soy el que escupe sus dientes cuando lo seco parece tensar los rostros y nervios de estos lados.

Mientras hablaba, se podían entrever dientes amarillentos y sucios, pero, luego de sortear varias veces el descreimiento y de ver para creer más de una vez, en realidad, no tenía dientes, sino granos de maíz.

—Soy el centinela de la memoria desnuda de la tierra. —Cortó un pedacito de la punta de su chaleco y con esto se armó un cigarro que, extrañamente, no hacía humo al fumar—. Soy el que lleva el estigma de los granos, y el maíz se ha lanzao. Por eso estás aquí. Abre tus ojos y sigue el camino.

Francisco no sabía qué decir. Todos sus pensamientos tenían un signo de pregunta al final. Se aferró a ese signo y lo hizo bastón para continuar el rumbo.

El enredo con las plantas rodadoras, un poco de agua y una amiga en el camino

Francisco está envuelto en un viento hambriento. Como el corazón de una madre a la que le han robado de sus brazos a su hijo recién nacido, así sopla y grita este viento, como si le hubiesen sacado los puntos cardinales de su cuerpo, uno por vez, cual punto de sutura: primero, se fue su norte; luego, su oeste; perdió su sur; y la ladera del sureste olvidó. Por eso quedó desquiciado en esta puna donde parece querer devorarse tus sueños y borrar todas las huellas de la prueba tangente de que estás acá y de que has pasado por aquí.