Los números insólitos - Tommaso Maccacaro - E-Book

Los números insólitos E-Book

Tommaso Maccacaro

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Beschreibung

Un recorrido antropológico por los secretos más ocultos y reveladores de los números. Una aproximación distinta a esos aliados esenciales para el desarrollo de las civilizaciones a lo largo de la historia. Los números pueden ser tan perversos como misteriosos. En un inicio surgen con sencillez, de forma «natural»: 1, 2, 3… Luego, con la misma simplicidad, se dividen: 1/2, 2/3, 3/5… Y, a partir de aquí, se vuelven irracionales, complejos, imaginarios. Los números llevan a sus espaldas una poderosa historia y podríamos atribuirles incluso un rostro humano, sobre todo si, en lugar de mirarlos de frente, se miran de reojo o desde perspectivas curiosas. El 0, por ejemplo, que tuvo que esperar mil años antes de que Occidente lo tuviera en cuenta, se ha convertido en el dígito más utilizado del mundo. Menos afortunados aún fueron los números negativos, considerados como ficticios por Descartes e inaceptables para Pascal.   Desde un enfoque antropológico, ligero a la vez que riguroso, Tommaso Maccacaro y Claudio M. Tartari revelan en este libro algunos valores y significados que los números han adquirido a lo largo de la historia como símbolos proféticos o augurales: la «mala fortuna» del 13, por ejemplo, que comenzó en Mesopotamia; o la connotación negativa del 17, que se remonta a la interpretación que los primeros cristianos hicieron de esta cifra. Asimismo, desvelan los secretos más inauditos de números simples como 1, –1 y 0, o bien de alfa, «el número mágico del que el hombre no encuentra comprensión».

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Seitenzahl: 180

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: junio de 2025

Questo libro è stato tradotto grazie a un contributo del Ministero degli Affari Esteri e della Cooperazione italiano.

Título original: Numeri visti di sbieco. Un’insolita passeggiata da meno uno a infinito

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Edizioni Clichy, 2023

Publicado por acuerdo con Anna Spadolini Agency, Milán

Todos los derechos reservados

© De la traducción, Ana Romeral Moreno

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-87688-12-7

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo de Piero Bianucci

Uno

Cero

Menos uno

Raíz de dos

Un número cómodo

Dos números incómodos

Diez

Alfa, es decir, 1/137

Números prohibidos, secretos e ilegales

Números (que se han vuelto) engañosos

Miríadas, tropecientos, fantastillones

Infinito

Éxplicit

Lecturas recomendadas

Agradecimientos

Prólogode Piero Bianucci1

Este libro es para todo el mundo. Entre líneas, puede apreciarse una profunda cultura matemática (obvio, don Perogrullo), histórica, cosmológica, literaria, musical y filosófica (no tan obvio). Pero tiene la extraña virtud de saber camuflarla a través de una conversación distendida, amablemente voluble, teñida de una irónica indiferencia señorial. Pues eso, para todo el mundo.

Incluso al hablar de números en apariencia insignificantes (como el 1, el 2, el 10, el 12…), Tommaso Maccacaro, que fue presidente del Instituto Nacional de Astrofísica, y Claudio Maria Tartari, medievalista, os sorprenderán. Para ellos, el 12 es un número cómodo, ya que es divisible por 2, 3 y 4; de ahí el éxito de las docenas de huevos. Sin embargo, por desgracia, también dio lugar a la música dodecafónica. Se lo perdonamos porque doce son las partículas del núcleo del átomo de carbono, esa piedra angular de la vida. En cambio, el 13 y el 17 son incómodos: al ser números primos, solo son divisibles por sí mismos y por 1, que paradójicamente no se considera un número primo. Comodísimo es, en cambio, el número 60, divisible por 2, 3, 4, 5, 10, 12, 15, 20 y 30, y que por este motivo se encuentra en los relojes y los atlas, tanto terrestres como estelares.

Y, hablando de números primos, cuando Beckham pasó del Manchester United al Real Madrid, en 2003, eligió el número 23 para su camiseta. Esto dio lugar a múltiples interpretaciones. Hubo incluso quien pensó que pudiera tener que ver con las veintitrés puñaladas en la espalda que acabaron con Julio César. Marcus du Sautoy, que además de matemático es un futbolista aficionado, se dio cuenta de que el 23 es un número primo. Por aquel entonces, conscientes o no, todos los campeones del Madrid llevaban camisetas con números primos: Roberto Carlos, el 3, Zidane, el 5, Raúl, el 7, y Ronaldo, el 11. Descartando supersticiosamente el 17, Beckham eligió el primer número primo disponible.

Pero ¿tan importante es que un número sea solo divisible por sí mismo? Pues sí. Los números primos son para las matemáticas lo que los noventa y dos elementos para la química. Al igual que los noventa y dos elementos dan origen a millones de sustancias diferentes, los números primos multiplicados entre sí dan origen a los demás números enteros. ¿Os sigue pareciendo poca cosa? Pues os equivocáis. En los números primos se basan los sistemas para encriptar los datos de vuestra tarjeta de crédito y los mensajes que se intercambian los agentes secretos.

Al margen de los fantastillones del tío Gilito, Maccacaro y Tartari nos harán descubrir el inmenso número de Graham, el más grande de los números útiles, en el sentido de que se asocia a un uso físico-geométrico (qué concepto tan formidable). Ni siquiera podemos saber cuántas cifras lo componen. Con todo, siento un escalofrío aún mayor ante una simple fracción: 1/137, que se corresponde a 0,00729… Es la constante de estructura fina, un número mágico para los físicos, al cual, de hecho, llaman alfa, el comienzo de todo. Es adimensional (es decir, no depende de las unidades de medida que se empleen) y posee las tres constantes fundamentales y más importantes de la naturaleza: c, la velocidad de la luz; e, la carga eléctrica unitaria, y h, la constante de Planck. Contiene todo el electromagnetismo, es decir, esa parte de la física que hace posible el universo —y la civilización— tal como lo conocemos. Los últimos capítulos, que se adentran en el infinito y la naturaleza misteriosa (ontológica) de los números, dan vértigo. No los leáis si sufrís mareos.

Todos los números son importantes, pero algunos lo son más. Fue Descartes quien formalizó los exponentes. Pues bien, entre los números de los que merece la pena hablar se encuentra el 1082, que es el número de todas las partículas elementales del universo. Y también el 1022, el número de todas las estrellas de todas las galaxias. Y el 6 × 1023, el número de Avogadro: en 18 gramos de agua, que es el fondo de un vaso, hay 100 veces más moléculas que estrellas en el cosmos. Algo más de 1017 es el número de segundos que han pasado desde el big bang hasta nuestros días (¡nada más y nada menos que 13 800 millones de años!) y, dado que los relojes atómicos de última generación alcanzan una precisión de 10−18 segundos, sus agujas (si las tuvieran) se equivocarían solo en un segundo al determinar la edad del universo…

Voy a omitir los números sexis solo porque no tienen nada de picante. Y me quedo pensando si acaso las matemáticas no serán un reflejo metafísico de la naturaleza en la mente humana. Este libro comienza bajo el signo del lema latino Mundum numeri regunt («Los números gobiernan el mundo»), atribuido a Pitágoras y a Platón, y continúa con la afirmación de Leopold Kronecker (1823-1891) de que «Dios creó los números enteros; el resto es obra del hombre». «Dios» es una palabra difícil. Es cierto que las matemáticas, comparadas con otras ciencias, pueden hacer alarde de una altiva autosuficiencia. No necesitan de la materia; su entidad es una ignota tierra abstracta que, de vez en cuando, una mente genial descubre y logra cartografiar. Sin embargo, ¿existen en sí mismas, o son inventos de la inteligencia (o, incluso, de Dios)? ¿Y de qué tipo de inteligencia? ¿Solo de la racional? ¿De la filosófica? ¿De la poética?

En un teatro abarrotado por mil cuatrocientas personas, me tocó presentar a Cédric Villani, ganador de la Medalla Fields (el Nobel de los matemáticos), más tarde consejero del presidente francés Macron. Explicaba cómo funciona su creatividad con las matemáticas (de forma «caótica —decía—, un 5 % es inspiración, y un 95 %, fruto del sudor de la frente») mientras gesticulaba con las manos. En determinado momento, se quitó los zapatos y empezó a gesticular también con los pies. Comprendí que manos y pies son prolongaciones del cerebro. A su lado, en el escenario, solo yo tuve el privilegio de apreciar la expresividad de las extremidades inferiores de un medalla Fields.

Cédric Villani se pasea con ropa extravagante y una gran araña de alambre prendida en la solapa. Lo llaman «el Lady Gaga» de los matemáticos. Pero hay quien le gana. Daniel Tammet es un caso digno de estudio, puede que, incluso, un caso clínico. Nacido en 1979 en Inglaterra, vive en Francia, a caballo entre París y Aviñón, con su pareja, que es fotógrafo. Se hizo famoso cuando publicó su autobiografía, Nacido en un día azul. Desde pequeño presentaba dificultades para relacionarse con otras personas y una memoria prodigiosa. Al principio le diagnosticaron síndrome del sabio, un retraso cognitivo generalizado que viene acompañado de habilidades específicas tales como, por ejemplo, la capacidad de hacer cálculos mentales complejos en tiempos muy breves.

No obstante, Tammet es todavía más especial. Habla once idiomas y ha inventado otros dos suyos propios, el uusisuom y el lapsi. Es sinestésico, es decir, en su cerebro asocia percepciones de sentidos diferentes (ve sonidos y escucha colores). Ve en colores también los números, que son su gran pasión: «El 0 y el 1 son el blanco y el negro; mientras que el 2, el 3 y el 4 son como los colores primarios aditivos, el rojo, el azul y el verde. El 9 podría ser una especie de azul cobalto o añil: en un cuadro contribuiría a las sombras más que a la forma». El 6 tendría características indeterminadas. El 333 le resulta atractivo, el 289, feísimo (¿quizá porque es el cuadrado de 17?), el número π, bellísimo, y así hasta el punto de que el 14 de marzo de 2004 recitó 22 514 cifras en aproximadamente cinco horas. Fue el récord europeo. En cambio, no parece gustarle el 1,6180339887…, la proporción áurea, la constante de Fidias, la sucesión de Fibonacci, la divina proporción de Luca Pacioli que subyace en tantos aspectos de la naturaleza, el arte y la geometría, un racionalísimo número irracional, además de inconmensurable.

Protagonista del documental The boy with the incrediblebrain [El chico del cerebro increíble], Tammet aprendió islandés en una semana —a pesar de que dicho idioma está considerado como uno de los más difíciles— y pinta cuadros que representan π, obviamente, en colores. Tras varias pruebas neurológicas, los médicos descartaron el diagnóstico de autismo y optaron por el similar de síndrome de Asperger. Al tener cinco hermanas y tres hermanos, y ser nueve hijos en total, Tammet aprovecha su situación familiar para explicar la teoría de los conjuntos. En resumen, es la prueba viviente de cómo los números pueden convertirse en un relato y, por consiguiente, en vida.

Y esto lo saben muy bien Tommaso Maccacaro y Claudio Maria Tartari.

 

 

 

 

 

 

 

1Escritor y periodista científico, Piero Bianucci es columnista en La Stampa, diario donde durante veinticinco años ha dirigido el semanario Tuttoscienze, y colabora con la radiotelevisión italiana y suiza. (N. de los E.).

Mundum numeri regunt.2

Expresión latina atribuida

a PITÁGORAS y a PLATÓN

 

 

 

 

 

 

 

2«Los números gobiernan el mundo». (Todas las notas son de los autores, a menos que se indique lo contrario).

Uno

«Dios creó los números enteros; el resto es obra del hombre».

LEOPOLD KRONECKER (1823-1891)

A un mono acostumbrado a recibir diariamente la cantidad de comida adecuada a su modo de vida se le obliga a guardar ayuno. Si se le ofrece un montón de fruta y otro montón aún más grande, el mono hambriento elige el montón más grande, come hasta saciarse y deja parte de la comida. Después, al volver a su régimen habitual, si se le ofrecen las mismas opciones, elige la cantidad menor. El animal de laboratorio ha experimentado la carencia, la abundancia y la suficiencia, y ha elegido esta última.

Lo que determina su valoración —cuando se le dé la posibilidad de elegir— es esa pequeña parte de su encéfalo llamada hipotálamo, que se encarga de varias funciones vitales; entre otras, la regulación de la sensación de hambre. Los seres humanos comparten con otros animales superiores esta función reguladora, pero disponen de un área cerebral frontal que les permite procesar y conceptualizar la experiencia generalizada de la necesidad alimenticia urgente: el hambre.3

Grosso modo, podemos decir que a lo largo de la evolución de la rama que conducirá a la especie Homo se fue formando el concepto comparativo de poco o nada, bastante, mucho y demasiado. Por tanto, es muy probable que este concepto comparativo partiera de la barriga, es decir, de la necesidad diaria de comida, y que, gracias a la compleja actividad de la corteza cerebral, se fuera extendiendo a otras valoraciones del hábitat de nuestros progenitores. No se trataba de un ejercicio abstracto. Se trataba de evaluar cómo sobrevivir frente a la experiencia de frío, templado, caliente, abrasador, o bien frente a la experiencia de oscuridad, claridad, luz, resplandor, etc. Esta es la premisa para una conceptualización que resulta difícil de situar en el tiempo por medio de un análisis secuencial paleontológico. No obstante, el resultado de este largo proceso (de la barriga vacía al pensamiento) se puede apreciar en el Homo sapiens del Paleolítico medio, hace más de treinta mil años: el concepto de cantidad. Cuando hablamos de cantidad nos referimos a algo medible y cuya medida puede ser compartida con los demás. Poco, mucho, etc., permanecerán en el día a día como términos útiles y corrientes, aunque subjetivos, válidos para el individuo, válidos en una discusión cualitativa acerca de temas sobre los cuales se puede estar relativamente de acuerdo. Son un denominador común implícito. El grupo humano se dio cuenta de que, para la indispensable cooperación o reparto de tareas para sobrevivir, era necesario expresar la cantidad en términos convencionales y comprensibles. Probablemente fueran los dedos de las manos los primeros instrumentos con los que se comunicaban cantidades pequeñas. Aún hoy en día los usamos y con códigos más o menos versátiles, que cambian, como todos los códigos, con el paso del tiempo y de una cultura a otra.

De todas maneras, la principal limitación a la hora de expresarse por gestos reside en su naturaleza instantánea: no se pueden detener en el tiempo. Lo que el homínido había cuantificado, tal vez dialogando con un igual, dejaba de ser perceptible inmediatamente después. Quizá inventaran el juego de piedra, papel o tijera, pero aún quedaba por idear un código que se pudiera registrar y que perdurara…

Que nos estábamos acercando al concepto de número no es más que una declaración de intenciones por parte del narrador. El escenario hasta aquí descrito es fruto de la interacción entre estudios de paleontología, neurociencia, etología y biología. Aun así, por verosímil que pueda parecer, este escenario no es más que hipotético. Por tanto, ¡debemos ser cautos en todo lo que respecta a épocas tan remotas!

Sin embargo, según nos vamos acercando a la protohistoria y a periodos propiamente históricos, podemos contar con información más sólida. Los hallazgos de huesos que presentan muescas e incisiones interpretables como signos que servían para contar se sitúan entre hace treinta y cinco mil y hace veinte mil años. Los más conocidos —el hueso de Lebombo, hallado en Sudáfrica, y el hueso de Ishango, cerca del lago Eduardo— nos ofrecen ya una representación compleja en la que podemos suponer que muescas de diferente tamaño y posición corresponden a valores diferentes. Más allá de la finalidad de tan complejas incisiones (¿lunaciones?, ¿un calendario?, ¿un juego numérico?), lo que estas revelan es probablemente una tradición de cómputo consolidada. Grabar una muesca en un soporte rígido, una marca vertical que parece un dedo extendido, significaba contar una entidad objetiva. Por tanto, cabe suponer que esta modalidad estuviera en uso hace miles de años hasta el punto de alcanzar una elaboración tan compleja como la que muestran los hallazgos africanos mencionados.

Asimismo, cabe suponer que la modalidad de incisión más antigua y difundida empleara materiales que estuvieran al alcance de la mano, perecederos, como un palo de madera, efímeros, como un trazo dibujado con carbón sobre un guijarro. Por esta razón, es imposible hallar tal documentación, ya que solo existe en el razonamiento retroactivo de los expertos. Sin embargo, sí que podemos revisar las numerosas señales que se conservan en huesos fósiles o piedras, interpretadas como decorativas hasta que fueron descubiertas y fechadas, en la segunda mitad del siglo XX. En tal caso —pensaron los estudiosos—, los arañazos y las muescas que se remontaban al Paleolítico superior podrían confirmar una primitiva actividad más básica de cálculo. No resulta difícil imaginar un sistema de registro de bienes almacenados en un depósito, como, por ejemplo, fruta recolectada, en el que a cada elemento le correspondería una muesca confirmatoria. Por medio del registro, el montón (es decir, la cantidad imprecisa: poca, mucha…) se convierte en una cantidad formal, sujeta a sumas o restas comprobables. Ahora sí que nos estamos acercando al concepto de número.

Además de los signos gráficos, las palabras pueden ayudarnos a comprender cómo se fue configurando el concepto de número. La disciplina que acude en nuestra ayuda es la paleolingüística. Aun así, por muy antiguas que puedan ser las palabras que esta encuentra en el pasado de los pueblos, siguen siendo mucho menos antiguas que los hallazgos que nos ofrecen los paleontólogos. Lo único que la paleolingüística comparte con estos últimos es la incertidumbre. Así pues, sigamos con nuestra historia, pero siempre con las debidas precauciones.

En la lengua más antigua que conocemos de la rama indoeuropea, el sánscrito, la palabra «número» se remonta etimológicamente a nàmas, que en su significado original nos depara sorpresas, ya que indica «ración de comida». A la misma raíz se remontan palabras tan importantes como la griega νόμος [nomos] («regla», «ley»), y la latina nummus, es decir, la unidad de medida de un intercambio que se convertirá en la moneda. Puesto que no podemos pensar que los antiguos conocieran el hipotálamo o supieran sobre monos hambrientos, el étimo resulta aún más elocuente. La cantidad de comida es el valor más importante que requiere de formalización y de registro. De la palabra sánscrita queda constancia por escrito hace tres mil quinientos años, pero, por muy antigua que esta sea, ¡los fósiles con muescas se remontan a hace decenas de miles de años! Con todo, puede decirse que medir los recursos alimentarios seguía siendo la necesidad principal. Una vez más, es la barriga la que lleva la voz cantante.

De esta información etimológica se derivan otras consideraciones. Si contar como hacían los primitivos podía ser un acto individual (como hemos dicho, una comparación entre el propio montón y las muescas), enumerar es un acto social, la función de un grupo que debe repartirse las cantidades de bienes per cápita, un tanto por cabeza. Y es aquí cuando, por fin, hace su aparición el protagonista de este capítulo, del cual todo lo contado hasta ahora no es más que un antecedente: el número 1.

Tal como veremos, «uno» es una palabra polisémica, como dirían los lingüistas, que se comporta de manera ambigua y contradictoria en sus diferentes acepciones. Sin embargo, nos gustaría que, al menos en su acepción aritmética, fuera unívoca y segura: ¿qué hay que sea menos ambiguo que uno y que un solo trazo para indicar una única entidad? En breve sabremos un poco más, cuando profundicemos en el comportamiento matemático del número 1. De momento, perfilemos su carácter. Empecemos por su fisonomía gráfica: en todos los sistemas de notación numérica conocidos en el tiempo y en el espacio, el 1 es el trazo más sencillo (un arañazo, una muesca, un asta, un trozo de cuerda, un trazo de lápiz o de tinta). Solo en la notación mesopotámica más antigua, donde para grabar la arcilla se usaba un estilete obtenido al seccionar un palito cilíndrico con un plano inclinado respecto al eje, el 1 se representa como medio círculo, como una ce al revés. No obstante, la notación posterior adoptará el cuño conocido como cuneiforme, en el que el 1 se representa con una única perforación. En un planeta como el que imaginaba el novelista Philip José Farmer (1918-2009), donde conviven hombres de todas las épocas y naciones, el signo gráfico empleado para indicar el 1 sería comprensible para todo el mundo. Como acabamos de decir, su conceptualización gráfica es la más primitiva, simple y casi inmediata.

Por el contrario, su conceptualización verbal (operación que requiere, además, de la activación de varias áreas neuronales) es mucho más compleja, heterogénea en sus significados y rica en implicaciones. Sin embargo, el panorama que vamos a describir tiene el típico defecto de todas las operaciones de lingüística comparada: no solo se comparan vocablos creados y usados en contextos culturales diferentes, hasta hacernos dudar de que se trate del mismo término, sino también formulados en épocas históricas indefinidas. Por eso las matemáticas tienen la ambición centenaria de convertirse en un lenguaje universal y unívoco. Este es un objetivo que se puede lograr por medio de la adopción de un código universal compartido. De todas formas, inventar este código no implica su comprensión y adopción inmediata…, ni siquiera en el caso del que parece ser el más intuitivo, sencillo y básico de los números, el 1.

Comencemos nuestra descripción general con el idioma zulú, en homenaje al hueso de Lebombo. La palabra nyi, que corresponde al 1, significa «estado de soledad». Sin ánimo de enfatizar la implicación psicológica de tal denotación, nyi es probablemente la señal de que el número 1 fue percibido solo en relación con algo diferente al 1, algo diferente a la identidad del sujeto que piensa en el 1, pero también en relación con otro número que exprese una cantidad distinta. 1 por sí solo no significa nada; sin embargo, es útil si hay muchas cosas que contar (el famoso montón con el que hemos comenzado esta historia).

«Solo, solitario» es asimismo el concepto relacionado con la palabra yan, que se usa para decir 1 en las lenguas camíticas, entre las cuales se encuentra el amazigh (bereber); es decir, pueblos nómadas. No obstante, esto no es más que una observación (¡nada más lejos de nuestra intención querer lanzar teorías!).

El hecho es que, en el extremo más oriental de África, los pueblos camíticos se establecieron a orillas del Nilo en el VI milenio a. C. Para los antiguos egipcios, la palabra que define el 1 es extremadamente concreta. Así, wa es el trozo de soga, el segmento de cuerda que se utiliza en el cómputo práctico. En este caso, la unidad de cálculo parece estar más relacionada con la medición de espacios que con entidades móviles, ya fueran personas u objetos.

Mucho antes de los egipcios, los sumerios ya habían ideado un complejo sistema de cálculo; pero la palabra para el 1, desh