Los parados - Enric Sanchis Gómez - E-Book

Los parados E-Book

Enric Sanchis Gómez

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Beschreibung

El desempleo masivo es un rasgo distintivo de la sociedad española, campeona europea del paro desde hace décadas y sólo en fecha reciente superada por Grecia. Un problema valorado por la opinión pública como el más grave y la primera preocupación personal de los españoles. Sin embargo, poco se sabe de los parados. Este libro contribuye a paliar ese déficit de conocimiento. Basado en 88 entrevistas en profundidad realizadas con la ayuda financiera, logística y humana de la Fundación 1º de Mayo, nos introduce en el mundo del parado, su vida diaria, angustias, esperanzas y frustraciones; sus problemas de salud, relaciones familiares, dificultades económicas y estrategias para no derrumbarse y salir adelante. El libro es también una aproximación a las opiniones y actitudes de los parados frente al sistema político, la democracia, los impuestos, los sindicatos, los inmigrantes.

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Seitenzahl: 613

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Enric Sanchis

Los parados

Cómo viven, qué piensan, por qué no protestan

Prismas                

16

Enric Sanchis

Los parados

Cómo viven, qué piensan, por qué no protestan

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

 

© Enric Sanchis, 2016

© De esta edición: Universitat de València, 2016

Publicacions de la Universitat de ValènciaArts Gràfiques, 13 – 46010 València

Diseño de la colección: Inmaculada Mesa Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Ilustración de la cubierta:

«Los parados» (Daniel Muñoz Mendoza)

ISBN: 978-84-9134-040-9

Con ser de antiguo tan grave y tan extendida la plaga del paro forzoso, pocas son las iniciativas que para remediar sus efectos se han producido en España.

F. González y R. Oyuelos, 1914

Índice

PRESENTACIÓN

1. PARO SOCIOLÓGICO

El paro estimado

El paro registrado

El parado en el imaginario social

El paro sociológico

2. LA VIDA COTIDIANA DEL PARADO

Salario de reserva, ventajas del paro y significado del trabajo

Falsos parados y trabajo negro

Familia y vida cotidiana. La estructura del tiempo

Recapitulación

3. SALUD Y MALESTAR PSICOLÓGICO

Los que se medican

Algunos que no se medican

Recapitulación

4. ACTITUDES FRENTE AL SISTEMA POLÍTICO

Los españoles y la política

Democracia, izquierda y derecha, conducta electoral

Los impuestos

Recapitulación

5. EL PARADO Y EL INMIGRANTE

La excepción española

La mirada recelosa

La mirada solidaria

6. PARADOS EN LUCHA

Eppur si muove

Un colectivo fragmentado

La gestión social del paro

Causas del paro y soluciones según los entrevistados

El papel de los sindicatos

Conclusión.

7. UNA PROPUESTA CONTRA EL PARO

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

PRESENTACIÓN

Más allá de sus oscilaciones coyunturales, el paro se ha convertido en un hecho estructural presente en la sociedad española al menos desde que ésta inició su etapa democrática en la segunda mitad de los años setenta. Al menos, porque durante el franquismo también lo hubo, si bien apenas se manifestó como paro explícito en las deficientes estadísticas de la época. Lo impidieron fenómenos como el subempleo agrario en el que malvivían millones de personas o el confinamiento de otras tantas mujeres casadas en el trabajo doméstico. Además había un stock permanente de unos dos millones de emigrantes que tuvieron que ir a buscarse la vida a otra parte. Así que lo que ocurrió durante la última larga etapa de crecimiento que empezó en 1994 y acabó a finales de 2007 cuando comenzó a destruirse empleo fue excepcional. Para hacer frente al tirón de la demanda de trabajo hubo que importar unos cinco millones de inmigrantes (en 2010 llegó a haber casi un 14% de población extranjera) y el paro se situó por primera vez en la media de la UE, en torno al 8% de la población activa.

En 2007 (Encuesta de Población Activa, EPA) todavía se crearon 640.800 empleos netos respecto al año anterior y la población ocupada alcanzó un máximo histórico de 20.579.900 personas. Pero el paro ya comenzó a remontar, primero tímidamente, después con la misma fuerza con que se había creado empleo durante la etapa del boom de la construcción. Seis años después, en 2013, se habían destruido 3.440.900 empleos y el paro se situó en la cota también histórica de 6.051.100 efectivos, en tasa más de uno de cada cuatro activos. Finalmente, en 2014 cambió la tendencia: hubo 205.200 ocupados más que en 2013 y el paro se redujo en 440.700 efectivos (la emigración y el aumento de los trabajadores desanimados, esto es, personas sin empleo que dejan de buscarlo porque creen que no vale la pena intentarlo, explican buena parte de la diferencia entre el aumento del empleo y la caída del paro). Todo induce a temer que para que la tasa de paro vuelva a situarse en la media europea, en todo caso un nivel muy alejado del pleno empleo, habrán de pasar muchos años. Mientras tanto, crece sobre todo el empleo precario (trabajo involuntario a tiempo parcial, salarios por debajo del umbral de pobreza, falsos autónomos) y la cifra de parados de larga duración se ha disparado.

En tales circunstancias, dada la importancia que sigue teniendo el trabajo en la escala de valores y como fuente de ingresos, es pertinente preguntarse qué consecuencias tiene la experiencia de paro sobre los mismos parados. Sin embargo, a pesar de que somos tradicionalmente campeones del paro (sólo hace poco desbancados por Grecia), la investigación sociológica al respecto es escasa, lo que contrasta con el interés que ha suscitado el tema en países donde su incidencia es mucho menor. En España, las ciencias de la salud y la psicología social se han ocupado más de los parados que la sociología. Por su parte, la economía ha estudiado más el paro que a los parados; y cuando ha fijado el foco sobre éstos, en la mayoría de los casos ha sido partiendo de unos supuestos sobre la conducta humana cuando menos discutibles, que han conducido a conclusiones y recomendaciones de política económica más eficaces para complicar la vida de parados y ocupados que para mitigar el problema. Este libro pretende contribuir a paliar ese déficit sociológico mediante una aproximación cualitativa. Tiene su origen en 88 entrevistas en profundidad a parados realizadas entre marzo de 2012 y febrero de 2013 en una docena de municipios españoles, casi todos grandes ciudades. La población entrevistada no es una muestra estadísticamente representativa del universo de parados, es una muestra intencional que pretende reflejar la diversidad de situaciones en que se desenvuelve la experiencia de desempleo.

La crisis de los años setenta que puso fin a la edad dorada del capitalismo supuso también un punto de inflexión en cuanto a la configuración del paro tal como se había conocido hasta entonces. El desempleo ha sido tradicionalmente un problema vinculado a la condición obrera. Por ello Pugliese [1993] la toma como referente para definir los tipos dominantes que ha asumido a lo largo de la historia del capitalismo, que serían tres. Primero, el paro de quien no ha sido obrero pero acabará siéndolo. Es la situación en que se encuentran quienes proceden de un medio social que aún no ha conocido la generalización de las relaciones de producción capitalistas, es decir, las primeras generaciones de jornaleros y campesinos que abandonan la agricultura para integrarse en la fábrica urbana. Para ellos el empleo industrial es todavía un punto de llegada. Es un paro típico del siglo XIX en las sociedades de industrialización temprana, pero que seguimos encontrando a mediados del siglo XX. Por ejemplo entre los braceros meridionales italianos que transitan por las páginas de la estupenda novela de Ottiero Ottieri, escrita a finales de los años cincuenta, en busca de un posto en la fábrica fordista que les permita escapar de la miseria; y por supuesto en España. Segundo, el de quien ya ha sido obrero, que vive en el contexto de la sociedad industrial urbana y ha perdido su empleo a causa de las crisis cíclicas típicas de la dinámica capitalista. En este caso las relaciones de producción del capitalismo moderno están ya generalizadas, la condición obrera es la condición normal de gran parte de la población trabajadora y el paro un incidente transitorio respecto a esta condición. Su manifestación extrema se produjo durante la Gran Depresión de los años treinta. El tercer tipo es el de quien no ha sido obrero y tiene escasas posibilidades de entrar en la condición obrera, al menos en aquella franja del empleo obrero estable y protegido integrada en el mercado de trabajo primario. Sería el paro característico de la nueva situación que conocen las economías avanzadas desde hace cuatro décadas, esto es, el paro juvenil, en particular el que afecta a los países de la Europa mediterránea.

Esta sugerente tipología, como todas forzosamente esquemática, tiene la virtud de poner de relieve algunos de los determinantes estructurales del paro, así como de marcar la diferencia entre el tercer tipo histórico y los anteriores. Pero no informa del asunto que nos interesa: cómo se experimenta el paro y qué consecuencias acarrea. A este respecto lo primero que necesitamos saber es quiénes son los parados, y la única pista que nos ofrece es que, con el tercer tipo, el paro ha dejado de ser algo que le ocurre exclusivamente a la clase obrera, implícitamente a algunos hombres adultos. Así que si pretendemos entrevistar parados que reflejen la diversidad de situaciones en que se desenvuelve su experiencia tendremos que considerar otros elementos.

La condición obrera ya sólo puede ser uno de los factores a tener en cuenta, entre otras razones porque el trabajo manual industrial está en regresión y ya no es un referente para buena parte de los jóvenes. Además, en función de ella pueden definirse no uno sino dos tipos nuevos de paro, pues también está el de quienes la han perdido definitivamente a una edad cada vez más precoz. Las encuestas correspondientes señalan que la carga del paro no se reparte de manera homogénea ni aleatoria entre la población, sino que sigue ciertas pautas sensibles a variables como el género, la edad, etnia, nacionalidad, nivel de estudios o el tipo de empleo que se ocupaba. Y la psico-sociología del paro detecta (más allá de las diferentes respuestas individuales) una fuerte asociación entre estas variables y la forma de experimentarlo y reaccionar ante él.

Una de las cosas que más llamó la atención de quienes investigaron el tema en Marienthal en los años treinta fue la sensible degradación de la percepción del tiempo entre los hombres en paro: eran incapaces de explicar de manera coherente lo que hacían durante el día. Su única ocupación casi regular era la recogida de leña, la agricultura de autoconsumo y la cría de conejos. Esto les ocupaba muy poco tiempo, el resto era tiempo muerto, vacío, caracterizado por la ausencia total de una ocupación con sentido. La utilización más frecuente del tiempo por parte de los hombres consistía en no hacer nada, y pasarse todo el día en casa sin hacer nada lo encontraban insoportable. Algunos llegaban a afirmar que en el frente, durante la Primera Guerra Mundial, no lo pasaron peor. Se daba así la aparente paradoja de que el escaso tiempo libre de que disfrutaban aquellos hombres cuando tenían un empleo era incomparablemente más rico y animado que las largas horas de ocio que tenían ahora a su disposición. A la vez que el empleo perdieron toda posibilidad material y psicológica de utilizar el tiempo libre: «Desde que estoy en paro casi no leo. La cabeza no me da para eso». Por el contrario, las mujeres no perdieron la noción del tiempo; se lo impidió el trabajo doméstico que, con sus obligaciones y funciones regularmente establecidas, les proporcionó puntos de referencia y un sentido a su vida cotidiana. Sin embargo, consideraciones económicas al margen, la mayoría de ellas echaban de menos el trabajo en la fábrica, porque les permitía no vivir encerradas entre cuatro paredes y acceder a relaciones sociales más ricas, variadas y satisfactorias [Lazarsfeld y otros, 1996].

Desde entonces se reconoce que el sexo tiene una gran influencia sobre la experiencia de paro. Ahora bien, como se verá en su momento, a medida que las investigaciones se acercan a la situación actual aumentan las dudas sobre la significatividad de esta variable, y la posición que defiende que el malestar psicológico asociado al desempleo es mayor entre los hombres debido a que las mujeres suelen perder empleos de peor calidad y la sociedad les ofrece la alternativa de las labores domésticas, se discute desde hace varias décadas. En cualquier caso, el hecho cierto es que mientras tradicionalmente el hombre ha construido su identidad en torno al trabajo remunerado y la mujer en torno a la familia, desde los años setenta la dimensión laboral ocupa un lugar cada vez más importante en la configuración de la identidad social femenina. Este fenómeno se atribuye sobre todo a un efecto generacional, a su vez y al parecer fuertemente asociado al nivel de estudios cada vez más alto (y superior al de los varones) de las mujeres, y no puede dejar de influir sobre la manera de vivir el paro.

La edad debe ser tenida en cuenta por razones obvias. El paro no puede tener el mismo significado para quien intenta abrirse camino en la vida, para quien está sobrecargado de obligaciones familiares y para quien se acerca a la edad de jubilación. «Las consecuencias psicológicas del desempleo juvenil más frecuentemente descritas en los trabajos que se han realizado hasta el momento son el aburrimiento, la inactividad y la falta de objetivos, mientras que los contactos sociales aparentemente se mantienen con más facilidad entre las personas de ese grupo de edad que entre los desempleados de mayor edad» [Jahoda, 1987: 77]. Parece que es a los parados jóvenes a quienes más afecta el no saber qué hacer con sí mismos. A juicio de Jahoda –y lo expresó hace treinta años– el aspecto social más peligroso del paro contemporáneo es posible que esté representado por la situación psicológica de estos jóvenes a los que se ha privado de una forma normal de transición a la edad adulta.

La nacionalidad, porque el emigrante de la época fordista –magistralmente retratado por Tahar Ben Jelloun en una de sus novelas– ha sido sustituido por otro que no retorna a su país cuando queda en paro. El nivel educativo porque está aceptado comúnmente que las expectativas laborales y vitales en general guardan relación con esta variable, y el tipo de empleos que se buscan y rechazan son diferentes. Además, porque permite distinguir entre trabajadores genéricos y autoprogramables [Castells, 1997], entre las víctimas de la globalización y el cambio tecnológico y los que pueden vivirlos como una oportunidad que les permite recualificarse y aprovechar sus ventajas. El tipo de empleo perdido porque ahora no sólo desaparece trabajo manual industrial, y las empresas solventes también generan paro. Los testimonios de siete de los casi siete mil trabajadores que entre finales de los años ochenta y 1993 se vieron obligados a dejar sus empleos en FASA-RENAULT (Valladolid), son un buen punto de partida para aproximarse a la experiencia de paro de los hombres maduros trabajadores manuales [Castillo, 1998: 107-146].

En esa época la empresa puso en marcha una profunda reorganización del trabajo para adaptarse a los nuevos tiempos que tuvo como consecuencia la reducción de la plantilla en más de un 30%. Mediante técnicas que recuerdan el acoso moral, los trabajadores fueron inducidos a solicitar voluntariamente la baja a medida que cumplían los 53 años de edad (tras unos 25 en la empresa) para acogerse a un plan social que les garantizaba el tránsito a la jubilación en condiciones económicamente razonables. Fueron entrevistados entre tres y cinco años después de la salida de la empresa.

Cada uno ha seguido su propia estrategia de adaptación a la nueva situación. Aniceto acabó adaptándose ayudado de un pequeño huerto en el que cultiva hortalizas, pero más de un año después de quedarse sin empleo todavía se seguía despertando muchas veces a las cinco de la mañana (para volver a acostarse). También Eulalio tiene un huertecillo y algunos animales, y desde hace dos años es concejal del Ayuntamiento de su pueblo; en fin, que no tiene tiempo de aburrirse, como les ocurre a otros ex compañeros que conoce. Ha oído que algunos de ellos hasta han pedido la separación de la mujer. Ignacio (paseos por el barrio, jugar a las cartas, televisión) también se aburre. Le hubiese gustado recuperar su primer oficio de albañil y hacer algunas chapuzas, pero su familia le decía que ya había trabajado bastante, y además cobrando el paro no podía. Isaías no entiende cómo las empresas se permiten prescindir de tantos años de experiencia acumulada. Para él ahora los días son más largos, pero no se acuerda en absoluto del trabajo. Parece haberse adaptado a la situación con una mezcla de realismo y fatalismo, pues al fin y al cabo de lo que se trata es de tener para comer, «que es lo que interesa». Leoncio ahora tiene mucho más tiempo «para bien y para mal», porque a veces se encuentra estresado «y es un estrés de darle vueltas a la cabeza». Pertenece a una generación que nació en el trabajo, que estaba mentalizada para jubilarse a los sesenta y cinco a no ser que tocara la lotería. Él y sus compañeros se dejaron media vida en la empresa y llegaron a sentirla como propia, algo que habían hecho entre todos. Parecía que la salida iba a ser para bien, pero luego «no todo es tan bonito». Le gustaría poder transmitir a otros todo lo que sabe, darle una utilidad, «y no por dinero».

Pablo recuerda perfectamente que lleva tres años y tres meses fuera de la empresa, en la que entró veintisiete años antes como oficial de segunda de verificación, y desarrolló una carrera laboral de la que se siente orgulloso. Su último puesto de trabajo como agente de métodos en el departamento de calidad era envidiable en muchos sentidos, pero la presión ambiental de los últimos tiempos le indujo a aceptar el plan de bajas incentivadas. «Se ha organizado la vida para poder, en sus palabras, sentirse útil, pensar al final de la jornada diaria que lo que ha hecho ha valido para algo. Y así prepara cursos de calidad total que ofrece, gratuitamente, a estudiantes de Formación Profesional. Pero, sobre todo, ha reorganizado la relación y la distribución del tiempo diario, de acuerdo con su mujer, para evitar los problemas que sabe que le han acontecido a otros, que han pasado a disponer de todo el tiempo del mundo para no hacer nada».

Se siente muy dolido con la empresa y sigue sin explicarse cómo pudo ser que les trataran de forma tan arbitraria. Pablo ha tenido que aceptar «ser un trabajador que no trabaja», pero no soporta que ahora, cuando le preguntan por su profesión, tenga que decir «parado»; está deseando llegar a la jubilación para salir de esa situación en la que, como trabajador, se siente tan a disgusto. A Roberto los días se le hacen largos. Hace ya más de tres años que dejó el empleo, pero sigue oyendo el sonido de los autobuses que llevan los trabajadores a la fábrica. Son las cinco y media de la mañana y muchos días se levanta («porque ya ni duermo ni dejo dormir a la mujer») y se pone a leer el periódico o una novela del oeste. Le gustaría encontrar alguna cosa para entretenerse, dos o tres días a la semana, pero si no hay para la juventud cómo les van a dar trabajo a ellos. De sus compañeros tiene informaciones contradictorias: algunos lo están pasando «como dios», otros «lo han pasado muy mal». Sospecha que quienes peor lo han pasado han sido los mandos intermedios o superiores, acostumbrados a mandar y que creían que la empresa era suya.

Todos estos hombres, incluso Isaías, volverían a la empresa si les dieran la oportunidad, pero en las condiciones en que la dejaron, no en las actuales, que según les cuentan son mucho peores. Sólo a Roberto no le importaría volver «como si fuese nuevo», a ver si es verdad lo que dicen de que allí se está muy mal, porque a él nunca le ha asustado el trabajo duro. No debe pasar desapercibido que, a pesar de tener la misma edad y el perfil sociolaboral típico de la vieja clase obrera industrial, cada uno de ellos experimenta el paro de forma diferente.

Una cosa es estar ocupado estadísticamente y otra tener un empleo. Para que una actividad laboral sea conceptualizada socialmente como empleo es necesario que se haga bajo ciertas condiciones mínimas. El concepto de empleo remite al mismo tiempo a una actividad laboral y a las normas bajo las cuales se desarrolla, de manera que empleo no es cualquier actividad remunerada sino sólo aquella que se lleva a cabo con arreglo a ciertas normas sociales [Prieto, 1999: 12]. A lo largo del siglo XX, pero sobre todo tras la amarga experiencia que supuso la Gran Depresión, en todas las sociedades industrializadas el Estado intervino en las relaciones laborales afirmando el carácter público del contrato de trabajo, legitimando la negociación colectiva y reforzando la posición de los trabajadores en el conflicto industrial. El resultado fue el asentamiento de un concepto altamente normativizado de empleo que conoció su máximo desarrollo durante la época fordista, y que se materializó en lo que ha dado en llamarse el empleo estándar.

Este tipo de empleo, que era la aspiración en absoluto utópica de los trabajadores de las economías industriales y la situación de hecho de la gran mayoría de ellos, consistía en un puesto de trabajo a tiempo completo en el que se trabajaba para un empleador claramente identificado durante la mayor parte de la vida activa a cambio de salarios reales crecientes. La remuneración de un trabajo de este tipo permitía mantener una unidad familiar en la que la esposa se dedicaba exclusivamente al trabajo doméstico mientras se alcanzaban niveles de consumo cada vez más altos y los hijos podían permanecer más tiempo en el sistema educativo. Sobre la base de ese empleo estándar se fue construyendo un Estado de bienestar que pretendía garantizar el acceso del trabajador y su familia a una gama de derechos sociales con los que se quería protegerlos de todos los avatares de la vida desde la cuna hasta la tumba. El empleo estándar entra en regresión a principios de los años ochenta y comienza a ser sustituido por todo tipo de ocupaciones atípicas (el empleo precario) alternadas por periodos más o menos breves de desempleo. La frontera que separaba con nitidez empleo estándar y paro absoluto es sustituida por una zona gris atestada de posiciones sociales laboralmente ambiguas que obligan a reconsiderar las definiciones formales de ocupado y parado. Frente al paro experimentado como un accidente inesperado tras años de empleo estable, aparece un paro recurrente, vivido con naturalidad, porque es un acontecimiento con el que se cuenta desde el momento mismo en que se firma un contrato de trabajo. La cuestión de fondo es si, a la hora de buscar parados para entrevistar, debemos contemplar también a quien se define como tal aunque estadística o administrativamente no lo sea. Por las razones que se discuten en el primer capítulo del libro, hemos considerado que sí.

A la luz de cuanto se viene diciendo, una tipología básica del paro respetuosa con la diversidad de situaciones debe partir del sexo y la edad como determinantes de experiencias vitales diferenciadas y ser sensible a otras variables que la complejizan. Frente al paro de inserción (y el trabajo precario) que afecta a los jóvenes en busca de un empleo estable, está el paro de exclusión que afecta a personas maduras en perfectas condiciones psicofísicas pero laboralmente amortizadas. Entre los jóvenes, particularmente en el caso de España, no puede dejar de distinguirse en función de la trayectoria educativa. En cambio, dentro de los adultos y maduros consideramos que tiene más interés operar con la variable tipo de empleo perdido distinguiendo entre obreros y empleados, lo que remite a la condición de clase. Conjeturamos que este factor puede actuar de la misma manera que el nivel de estudios entre los jóvenes. Por obreros se entiende trabajadores manuales de cualquier cualificación y trabajadores no manuales no cualificados (la nueva clase obrera postindustrial). Por empleados, trabajadores no manuales cualificados. Los primeros son los parados de siempre; los segundos, como los jóvenes, un nuevo tipo característico de la sociedad postindustrial: el paro de clase media, menos visible socialmente que el anterior. Los maduros comenzarán a plantearse el abandono definitivo del mercado de trabajo, con más o menos angustia en función de su situación económica y la edad. Los adultos, acostumbrados a cambiar de empleo para mejorar, acabarán aceptando un trabajo menos cualificado y más precario que el que perdieron. Algunas mujeres (cada vez menos) se redefinirán como amas de casa en exclusiva a la espera de tiempos mejores. Unos pocos hombres (pero cada vez más) se descubrirán asumiendo deportivamente gran parte del trabajo doméstico. El factor nacionalidad complica ulteriormente la tipología.

Intentar seleccionar cien parados (objetivo inicialmente previsto) que cumpliesen todos estos criterios de acuerdo con el peso que cada uno de los tipos tiene sobre el conjunto de la población desempleada es poco menos que imposible. Por tanto, lo que hemos hecho en la práctica ha sido establecer tres cuotas de edad (jóvenes, adultos y maduros) equilibradas por sexos, relativamente ajustadas a la composición por edades del paro en la EPA. Entendemos por jóvenes los que tienen de 18 a 29 años, adultos de 30 a 50 y maduros los de más de 50 años. Cierto que estos límites son discutibles, pero en el caso de España no es difícil defender tal opción. A partir de los 50 las dificultades de reengancharse al empleo aumentan considerablemente, mientras que, por otra parte, cada vez es más frecuente permanecer en el domicilio familiar hasta los 30. De hecho, la edad media de emancipación está aproximadamente en los 29 años [Ballesteros y otros, 2012]. Además, cabe pensar que a los 16 y 17 años el significado que puede tener el paro como experiencia vital es todavía poco relevante. Dentro de los jóvenes hemos procurado contactar tanto a universitarios como a personas con bajo nivel de estudios; dentro de los adultos y maduros tanto a obreros como a empleados. Parados inmigrantes sólo hemos entrevistado a seis. La tabla 1 muestra las entrevistas hechas efectivamente y, entre paréntesis, las que en un principio queríamos hacer.

Tabla 1.Distribución de las entrevistas por sexo y edad

Entre paréntesis, entrevistas inicialmente previstas.

Por lo que se refiere al nivel de estudios de los entrevistados, 24 tienen como máximo la ESO o equivalente (no habiendo alcanzado once de ellos este nivel), 38 han finalizado estudios universitarios o FP superior, y 25 han cursado con éxito el Bachillerato, algún ciclo de FP de grado medio o el equivalente en los sistemas educativos anteriores a la LOGSE de 1990. Sólo 17 menores de 30 años tienen estudios superiores; por tanto vuelve a comprobarse que los adultos de este nivel, que supuestamente ya han superado la etapa precaria de inserción laboral, hoy no tienen garantizada la inmunidad contra el desempleo, si bien su probabilidad de caer en él es menor. Tanto en términos absolutos como relativos el nivel educativo medio de las mujeres es más alto que el de los hombres (entre los titulados superiores, 22 frente a 16). En el momento de la entrevista 53 estaban siguiendo algún curso de formación.

Casi todas las entrevistas (abiertas, semiestructuradas) se consiguieron utilizando el procedimiento de conocido de conocido del entrevistador, pero también se recurrió a algún centro sindical de formación ocupacional. Hubo varios casos de rechazo o no comparecencia una vez concertada la cita, en particular cuando se tomaba conciencia de que la entrevista iba a ser grabada. La mayoría duraron en torno a una hora, pero también las hubo de una media hora escasa a causa del laconismo del interlocutor, por lo que en parte pueden considerarse fallidas. Sin embargo, en otros casos fueron aprovechadas como ocasión para interrelacionar o incluso hacer psicoterapia, prolongándose durante cerca de tres horas. Una vez roto el hielo, el ambiente fue franco y en general distendido, si bien hubo algunos casos en que el entrevistado rompió a llorar al tocar ciertos temas.

Dadas las limitaciones presupuestarias bajo las que se hizo el trabajo de campo, sólo se entrevistó en lugares accesibles al de residencia del entrevistador. En Madrid y su área metropolitana se hicieron 35 entrevistas, en el País Valenciano 30 (casi todas en el área metropolitana de Valencia), en Barcelona 10, en Andalucía 6 (Algeciras, Granada y Sevilla), en Toledo 5 y en Zaragoza 2. Las transcripciones de las grabaciones fueron corregidas por quien hizo la entrevista. En el libro las entrevistas serán identificadas mediante las iniciales del entrevistador y de la zona donde se hizo y un número correlativo.

Contra lo que suele ser habitual en libros basados en este tipo de material empírico, me he tomado la licencia de dedicar amplio espacio a la reproducción de los extractos de las entrevistas. He actuado así porque creo que pueden ganar interés con el paso del tiempo. Dentro de unos años, cuando el científico social vuelva la vista atrás, quizá en busca de claves interpretativas de las consecuencias humanas y sociales de una nueva crisis, seguro que lo hará provisto de mejores herramientas teóricas, pero es posible que la lectura de los testimonios directos de quienes han sufrido ésta le sea de utilidad. (Aunque también es posible que se pregunte sorprendido cómo fue capaz la gente de aguantar tanto.)

La entrevista está estructurada en cuatro capítulos o bloques temáticos y 41 preguntas, unas relativas a la situación específica del parado, otras interesándose por su opinión respecto a diversas cuestiones de carácter general. Aunque se trataba de entrevistas abiertas, dado el volumen del material recogido durante el trabajo de campo (más de mil quinientas páginas de transcripciones), para facilitar el análisis posterior cada entrevistador procedió a codificar las respuestas. En algunos casos la operación era muy sencilla (¿Busca empleo? ¿Está cobrando subsidio o prestación? ¿Votó en las últimas elecciones generales?), en otros muy arriesgada. Reducir un discurso muchas veces matizado y aun contradictorio a un código numérico no siempre era prudente, en cuyo caso no se codificó. Así pues, la lectura de las codificaciones sirvió como puerta de entrada al examen del material, pero no eximió del análisis de todas y cada una de las entrevistas.

El libro está estructurado en siete capítulos. En el primero se exponen y critican las definiciones formales de parado, se contrastan con la noción popular y se acaba proponiendo un concepto complementario que hemos dado en llamar paro sociológico. Además, como ya se ha dicho, se explica por qué han sido entrevistadas personas autodefinidas como paradas a pesar de que formalmente no lo sean. El segundo capítulo es el más descriptivo. Se ocupa de la vida cotidiana del parado, cómo pasa el día, si está haciendo alguna actividad formativa, experiencias previas de paro, importancia que atribuye al trabajo, si busca empleo, cómo y con qué frecuencia, si percibe algún tipo de prestación o subsidio, exigencias respecto al empleo que busca, salario de reserva, familiaridad con el trabajo negro. En el tercero abordamos las cuestiones más delicadas de la entrevista: salud y estado de ánimo. Como veremos, el paro genera casi siempre malestar psicológico y en algunos casos afecta gravemente a la salud. En palabras de una entrevistada, el paro es un «comepersonas» y las entrevistas nos han dado la oportunidad de conocer situaciones verdaderamente dramáticas. Cuando desde gobiernos irresponsables y la ortodoxia económica se tiende a banalizar esta experiencia exagerando la tendencia del parado protegido a rechazar determinados empleos, es importante dejar constancia de lo que significa estar en paro tal como lo expresan quienes lo sufren.

El objeto del cuarto capítulo son las actitudes y opiniones políticas: conducta electoral, perfiles ideológicos, significado de los conceptos de izquierda y derecha, percepción de los impuestos. En particular nos interesaba saber si la experiencia de paro está alimentando algún tipo de radicalismo antidemocrático. De momento no es el caso, si bien se observa una fuerte desafección respecto al funcionamiento efectivo del sistema político. Dado el contexto en que se hicieron las entrevistas difícilmente podía ser de otra manera. En general el parado se siente abandonado a su suerte por los partidos políticos. También queríamos analizar hasta qué punto puede afectar la experiencia de paro a la orientación ideológica del individuo, pero lo que hemos encontrado invita a pensar que la relación causal funciona al revés: el paro afecta poco a la ideología, es más bien ésta la que permite entender y vivir el paro de una u otra manera. Siendo conscientes de que la evidencia empírica manejada no permite hacer extrapolaciones, nuestra impresión es que los parados no son políticamente muy diferentes del conjunto de la ciudadanía.

La percepción de la inmigración está vinculada sin solución de continuidad al universo político-ideológico, pero dada la importancia del tema hemos preferido dedicarle un capítulo aparte, el quinto. También en este caso sospechamos que los parados no son ni más ni menos xenófobos o solidarios que el conjunto de los españoles. En el capítulo sexto se analiza la paradoja sólo aparente de que el malestar individual que general el paro se traduzca en silencio colectivo y no en protesta organizada. Ahora sí podemos afirmar con rotundidad absoluta que en la actitud resignada de la gran mayoría de los parados no hay nada de misterioso. Quien se permite poner en duda la gravedad del problema aduciendo que si las cifras del paro fueran ciertas el tejido social reventaría, en realidad no sabe de qué está hablando. El parado tiene buenas razones para intentar escapar del desempleo o de sus consecuencias por su cuenta, individualmente. No obstante, en el breve capítulo final se sugiere a los sindicatos de clase mayoritarios que se planteen la posibilidad de contribuir a la organización y movilización colectiva de los parados dentro de su estrategia de lucha contra el paro, pues quiero pensar que si los parados hicieran más ruido el sistema político comenzaría a abordar este drama con más diligencia.

El trabajo de campo en que se basa este libro no hubiera sido posible sin la ayuda financiera, logística y humana de la Fundación 1º de Mayo, que me animó a embarcarme en una investigación cualitativa que tenía en mente desde hacía varios años. Empar Aguado, Pere J. Beneyto, Jesús Cruces, Luis de la Fuente, Vicente Esteban, Daniel Garrell, Alejandro Godino, Mario Lekumberri, Alicia Martínez, Amaia Otaegui y Pedro Reyes distrajeron desinteresadamente parte de su tiempo de trabajo para hacer las entrevistas y corregir las transcripciones. Yo mismo hice nueve, pues sigo pensando que ello facilita enormemente el análisis de contenido posterior. Clara Gudín fue la eficaz conexión entre los participantes en el trabajo de campo y el material que iban produciendo, desde que se grabaron las entrevistas hasta que quedaron listas para estudio. De su tratamiento estadístico así como del trabajo con los microdatos de la EPA, que se ha utilizado para discutir algunas cuestiones y contextualizar el análisis cualitativo, se encargaron Carles Simó y Juan Antonio Carbonell. Pere Beneyto, Pere Boix, Miguel Ángel García Calavia, Pere Jódar, Ramiro Reig, Mike Rigby y Francisco Torres tuvieron la generosidad de leer algún borrador y hacerme valiosos comentarios. Gracias a todos ellos y a los parados que se dejaron entrevistar descubriéndonos su intimidad. Algunos de sus testimonios será difícil olvidarlos.

PARO SOCIOLÓGICO

El análisis sociológico de los parados y la necesidad de disponer de un criterio de selección de las personas a entrevistar obligan a reflexionar sobre las definiciones formales de parado contrastándolas con la concepción social o popular. Fruto de esa reflexión es lo que vamos a llamar un concepto sociológico de parado en función del cual se considera también en tal situación –y por tanto susceptibles de ser entrevistados– a determinados colectivos que no son definidos convencionalmente como tales.

¿Qué es un parado? En España, como en el resto de países de la UE, hay dos definiciones formales y dos maneras de medir el paro. La primera (paro estimado) es la que utiliza el Instituto Nacional de Estadística (INE) en la EPA, que se aplica a una muestra representativa de la población. Se basa en las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) así como en la normativa europea relativa a las Encuestas sobre las Fuerzas de Trabajo, por lo que da resultados homologables a nivel internacional. La segunda (paro registrado) es la que utiliza la Administración laboral en cada país, en nuestro caso el Servicio Público Estatal de Empleo (SEPE, el antiguo INEM); y como cada país define el paro registrado de acuerdo con sus propios criterios administrativos, en este caso no caben las comparaciones internacionales. Definiciones diferentes de un mismo hecho social tienen que dar lugar a resultados diferentes, si coinciden será por casualidad. De hecho, en España el paro estimado, que se conoce cada trimestre, suele ser muy superior al registrado, que se hace público cada mes. Excepcionalmente, desde 2005 durante algún tiempo ocurrió lo contrario [Pérez Infante, 2008]. Además de estas dos definiciones hay otra social o popular, obviamente no sistemática, pero que a los efectos que aquí interesan debe ser tenida en cuenta.

Las definiciones formales no pueden ser ambiguas, pero como se sabe una cosa es la realidad social en toda su complejidad y otra los conceptos que elaboran los científicos sociales para estudiarla e intentar comprenderla, que siempre la simplifican. Lo que aquí se sostiene es que el rigor conceptual se ha conseguido a costa de excluir del desempleo a un número relevante de personas catalogadas como ocupadas o inactivas que a nuestro entender deberían ser redefinidas como paradas. Si entre lo que podríamos llamar el paro «realmente existente» y el que estima la EPA o registra el INEM hay diferencias, éstas van en el sentido de que contabilizan menos (no más) parados que «los que hay». Contrariamente a lo que con demasiada frecuencia se afirma en el debate político, el defecto de nuestras estadísticas no es que cuenten como parados a quienes no lo son, sino que no consideran como tales a personas que en términos sociológicos pueden ser definidas como paradas. Como los detalles técnicos de los dos dispositivos de medición del paro, sus características y los cambios que han experimentado a lo largo del tiempo ya han sido analizados comparativa y exhaustivamente [Pérez Infante, 2006], en lo que sigue nos centraremos en las cuestiones conceptuales que desde nuestro punto de vista nos parecen más discutibles.

El paro estimado

Según el INE [2008], dejando de lado ciertas precisiones técnicas, parado es toda persona de 16 a 74 años que en el momento de entrevistarla cumple las tres condiciones siguientes: 1) Estar sin trabajo, es decir, no haber llevado a cabo ninguna actividad remunerada por cuenta propia o ajena durante la semana anterior; quien lo haya hecho al menos durante una hora es un ocupado. 2) Estar buscando activamente trabajo, es decir, haber tomado medidas concretas para encontrar un trabajo por cuenta ajena o haber hecho gestiones para establecerse por cuenta propia durante el mes precedente. 3) Estar disponible para trabajar, es decir, en condiciones de comenzar a hacerlo en un plazo de dos semanas a partir de la fecha de la entrevista. Quien no cumpla alguna de estas tres condiciones solo puede ser o un ocupado –una persona que a lo largo de la semana hizo algo a cambio de una remuneración al menos durante una hora, por ejemplo vender pañuelos en un semáforo, reponer las existencias de una gran superficie comercial durante la noche del domingo al lunes– o un inactivo, una persona que está fuera del mercado de trabajo, que no está en paro aunque no trabaje (por ejemplo un estudiante, un ama de casa). De acuerdo con esta definición, quien haya perdido su empleo, perciba la prestación contributiva correspondiente y, por la razón que sea, no haya buscado otro durante las cuatro semanas anteriores, no estará incluido en el paro estimado.

Tiempo de trabajo, paro y subempleo

El primer problema de esta definición se refiere al tiempo de trabajo semanal requerido para clasificar a una persona como ocupada. En la EPA hasta 1987 se distinguía entre ocupados en sentido estricto y marginales (aquellos que sólo trabajaban hasta un tercio de la jornada normal). Desde entonces, con motivo de la entrada en la UE y la pretensión de EUROSTAT de ir homogeneizando las estadísticas nacionales, la distinción desaparece y se aplica el criterio mínimo de una hora, que es muy poco restrictivo. Este criterio fue adoptado por la OIT cuando la situación normal en los países industrializados era el empleo estable a tiempo completo y la preocupación principal era medir el paro en tanto que situación extrema de falta absoluta de trabajo. Dadas las transformaciones que ha conocido el mercado de trabajo durante las últimas décadas, entendemos que dicho criterio debe ser revisado. Por otra parte, implícitamente se consideraba que la familia típica estaba constituida por individuos que desempeñaban roles sociales perfectamente definidos: preactivos (jóvenes estudiantes y sólo estudiantes), postactivos (jubilados y sólo jubilados), amas de casa (inactivas dedicadas a sus labores y sólo a sus labores) y cabezas de familia activos de los que dependían económicamente todos los demás (hombres adultos ocupados a tiempo completo o intentando serlo). Este tipo de familia, que se ha dado en llamar fordista, nunca estuvo tan extendido como en algún momento se ha creído [Carnoy, 2001], pero en todo caso entra en crisis cuando a mediados de los años setenta llega a su fin la época del pleno empleo, la educación postobligatoria y aun superior queda al alcance de las clases populares (con lo que la entrada en el mercado de trabajo se atrasa y complejiza), las mujeres adultas pretenden acceder al trabajo remunerado [Young, 2002] y los hombres maduros son expulsados del empleo mucho antes de la edad de jubilación. Con la eclosión del paro masivo, los perfiles de aquellos roles se difuminan y comienzan a florecer figuras híbridas, al tiempo que se desarrolla una franja intermedia entre quienes están ocupados a tiempo completo y quienes están absolutamente en paro: los subempleados –con sus dificultades de medición y sus correspondientes implicaciones en la estimación del desempleo [Bell y Blanchflower, 2013]–, que desde principios del siglo en curso comienzan a ser contemplados en las encuestas.

De acuerdo con los criterios de la OIT, existe subempleo cuando la ocupación de una persona, teniendo en cuenta su cualificación profesional, es inadecuada respecto a determinadas normas o respecto a otra ocupación posible. Se distingue entre subempleo invisible y subempleo visible. Según el INE, el primero es un concepto analítico que refleja una mala distribución de los recursos laborales o un desequilibrio fundamental entre éstos y otros factores de producción. Son síntomas característicos de esta situación el bajo nivel de ingresos, el aprovechamiento insuficiente de la cualificación del trabajador y la baja productividad [Budría y Moro-Egido, 2014]. Pero en la práctica la medición del subempleo se limita al visible, entendiendo como tal la situación en que se encuentran todas aquellas personas que, durante la semana de referencia, trabajan involuntariamente menos de lo que es normal en la actividad correspondiente y buscan o están disponibles para un trabajo adicional. En términos operativos, la EPA define como subempleados a todos aquellos ocupados –por cuenta propia o ajena– que trabajan a tiempo parcial por no haber podido encontrar un trabajo a jornada completa y están buscando otro empleo, o bien que están afectados por un expediente de regulación de empleo, con suspensión o con reducción de jornada, han trabajado menos de cuarenta horas durante la semana de referencia y buscan otro empleo. Discusiones sobre la manera de entender la voluntariedad al margen, creemos que hay buenas razones para redefinir al menos a una parte de todos estos subempleados como parados. Algo parecido ocurre con la distinción que hace la EPA entre trabajadores a tiempo completo y a tiempo parcial. La base para esta clasificación es la propia declaración del entrevistado, si bien con los límites de que no puede ser considerado trabajo a tiempo parcial el que sobrepasa habitualmente las treinta y cinco horas semanales, ni trabajo a tiempo completo el que no llegue a las treinta.

Búsqueda de empleo y paro

En relación con la condición de búsqueda activa de empleo aparecen tres problemas: el método que se utiliza, la intensidad con que se hace y la amplitud de la misma, es decir, el tipo de empleo y condiciones de trabajo a los que se limita la búsqueda. Por lo que se refiere al método, la EPA –de acuerdo con los criterios internacionales– es bastante flexible, ya que acepta cualquier sistema, desde el más formal (inscribirse en una oficina pública de empleo) hasta el más informal (consultar anuncios, interesar a familiares o conocidos). La única limitación al respecto es que el entrevistado debe ser capaz de mencionar cuando menos uno de los procedimientos que haya utilizado en su búsqueda de empleo. En cuanto a la intensidad (al menos una acción de búsqueda durante las cuatro semanas anteriores), el criterio de la EPA puede calificarse igualmente como más bien flexible. De hecho, quien sólo busque pasándose una vez al mes por la oficina de empleo a interesarse por lo suyo, puede despertar en más de uno dudas razonables sobre su verdadera condición. Finalmente, en relación con la amplitud, la actitud de búsqueda se considera compatible con el mantenimiento de ciertas exigencias en cuanto al empleo que se pretende conseguir, de manera que un parado no deja de serlo porque haya rechazado algunas ofertas. A nadie se le ocurriría negar la condición de parado a un médico que, pretendiendo ejercer su profesión, rechazase ocupar una vacante de administrativo. En el mismo sentido, puede considerarse razonable la actitud del joven licenciado que se resiste a aceptar trabajos descualificados; o la del ama de casa que sólo busca empleo cerca de su domicilio. Sin embargo, hay muchos casos, en particular cuando se está cubierto por la prestación, en los que reducir excesivamente la amplitud de la búsqueda puede asimismo alimentar sospechas sobre la verdadera condición del parado. Por ello, el punto en que acaba la actitud de búsqueda activa de trabajo (y por tanto la posición de paro) y comienza la situación de inactividad, es desde siempre objeto de polémica. En todo caso debe tenerse presente que, desde que a finales del siglo XIX se comenzó a conceptualizar el paro, nunca se ha exigido amplitud absoluta para definir como tal a una persona sin trabajo [Keyssar, 1986].

En la EPA actual a las personas sin trabajo y que no buscan empleo se les pregunta si hubieran querido tener uno durante las cuatro semanas anteriores y, en todo caso, el motivo principal por el que no lo han buscado. Entre las posibilidades de respuesta interesa destacar dos: 1) cree que no lo va a encontrar, 2) tiene que hacerse cargo de niños o adultos enfermos, discapacitados o mayores (la pregunta concreta es si el motivo de no haber buscado empleo es porque no hay servicios adecuados –o son demasiado costosos– para atender estas situaciones, lo que permite plantearse cuestiones relevantes relacionadas con la política de familia y el gasto social). Quienes no buscan porque creen que no lo van a encontrar estando disponibles para el empleo son los llamados desanimados, que la EPA clasifica entre los activos potenciales (inactivos). No es difícil defender que al menos una parte de ellos así como algunos de los no disponibles podrían ser contabilizados como parados.

Tradicionalmente en la EPA se ha incluido entre los parados a aquellas personas que, cumpliendo los demás requisitos, estuvieran inscritas en una oficina pública de empleo aun sin haber estado en contacto con ella ni utilizado ningún otro sistema de búsqueda durante las cuatro semanas anteriores a la realización de la entrevista. Se procedía así porque el antiguo INEM mantiene viva la inscripción como demandante de empleo durante tres meses y (presumiblemente) porque el INE sabe que la intervención administrativa en la realidad forma parte de ella y contribuye a moldearla. Así pues, y a nuestro juicio con buen criterio, el INE flexibilizaba el requisito relativo a la intensidad ampliándolo hasta tres meses y considerando buscador activo de trabajo a quien, en otro caso, habría sido clasificado como inactivo. A partir del primer trimestre de 2002, la entrada en vigor del Reglamento 1897/2000 de la Comisión Europea ha impedido la continuidad de esta práctica y obligado a modificar la definición operativa de búsqueda activa de trabajo. Desde esa fecha, la persona sin trabajo y disponible que sólo utilice como sistema de búsqueda la oficina pública de empleo, para ser integrada en el paro estimado tendrá que haber estado en contacto con dicha oficina y a ese fin (no, por ejemplo, para informarse sobre cursos de formación) al menos una vez en las cuatro semanas anteriores a la realización de la entrevista. El objetivo de esta norma no es otro que el de seguir impulsando la homogeneización de las estadísticas confeccionadas por los diferentes Estados miembros. Objetivo comprensible, pero que si no va acompañado de actuaciones similares en el ámbito de los correspondientes servicios públicos de empleo, puede alcanzarse al precio de convertir la encuesta en una especie de lecho de Procusto al que deben adaptarse los diferentes contextos socioeconómicos y administrativos nacionales.

Como en otras ocasiones, el cambio metodológico provocó reacciones encontradas en el ámbito sociopolítico, pues algunos se temían que en el caso español provocaría una reducción artificial de las cifras de paro. De hecho es lo que ha ocurrido. Al aplicar el nuevo sistema de cálculo a la EPA del cuarto trimestre de 2001, el paro cayó en casi un 20% (463.000 efectivos) y la tasa se redujo en 2,3 puntos [Pérez Infante, 2006: 114-115]. Pero al final se impuso la óptica de EUROSTAT. Los niveles históricamente bajos de paro estimado alcanzados desde entonces hasta el estallido de la crisis tienen que ver también con este hecho, y no sólo con el fuerte crecimiento del empleo que conoció la economía española durante aquellos años.

Las objeciones a las definiciones de empleo, paro e inactividad en cuestión no son nuevas. En realidad surgieron poco tiempo después de que se formularan y comenzaran a utilizarse, primero a partir de 1940 en Estados Unidos en el Current Population Survey (equivalente a la EPA), y después en cada vez más países. De hecho han sido objeto de discusión en diversas ocasiones, en particular a partir de la crisis de los años setenta, cuando el paro reaparece como problema [Shiskin, 1976; Mouly, 1977]. Por razones que no hace falta explicitar, el debate tuvo especial intensidad en la España de la época [Leguina, 1977; Denti, 1979; De Miguel, 1981]. Cabe pensar que si no han sido retocadas en alguna de las conferencias de estadísticos del Trabajo que se celebran periódicamente en la OIT es porque no se ha conseguido alcanzar un acuerdo sobre las posibles alternativas. Habrá quien defienda que el criterio de búsqueda es demasiado restrictivo y que debería ser suficiente con que una persona expresara su deseo de trabajar para definirla como parada; otros sostendrán que entre el trabajo decente y el desempleo absoluto la distancia es demasiado larga, y que algunos infraocupados deberían asimismo ser redefinidos como parados. Sea como sea no es fácil argumentar a favor de seguir excluyendo a ciertos colectivos del paro estimado. Sin modificar las definiciones oficiales ni su operativización técnica, lo que sí podría hacerse en aquellos países como España donde hay una gran diferencia entre la población ocupada y la que está en edad de trabajar es calcular y publicar varias tasas de paro, como se hace en Estados Unidos desde mediados de los años setenta. Por ejemplo allí, en 2007, mientras la tasa de paro convencional (U-3) era del 4,6%, la U-4 (incluyendo a unos desanimados no definidos como los de la EPA) ascendía al 4,9; y la U-6, que incorpora además a colectivos como algunos subempleados y quienes no pueden trabajar porque tienen niños a su cargo, se situaba en el 8,3% [Haugen, 2008].

El paro registrado

El concepto de paro registrado que se utiliza en España ha sido también objeto de diversas consideraciones críticas [Durán y Hernando, 2000; Pérez Infante, 2000; Giráldez, 2001]. El antiguo INEM elabora sus estadísticas de paro a partir del registro continuo de demandantes de empleo inscritos en sus oficinas; de manera que el paro registrado puede definirse, en principio, como el conjunto de personas no ocupadas que permanecen inscritas en este servicio público como demandantes de empleo el último día de cada mes. A los efectos que nos interesan este tipo de paro presenta tres inconvenientes. En primer lugar, lógicamente no puede contemplar a quienes no utilizan estas oficinas para buscar empleo. La inscripción no siempre es obligatoria. En particular, los que buscan primer empleo y los que no tienen derecho a prestación contributiva o asistencial lo harán o no en función de la confianza que depositen en el servicio público como agencia de colocación. Quien no lo haga y cumpla los criterios de la EPA formará parte del paro estimado pero no del registrado (pero también puede ocurrir lo contrario, por ejemplo cuando un inactivo EPA se inscriba como demandante de empleo para acceder a determinados beneficios). En segundo lugar, como un ocupado también puede buscar otro empleo, la lista de demandantes tiene que ser depurada de las personas que se encuentran en esta situación. Así se hace, cruzándola con los ficheros de afiliación (altas y bajas) a la Seguridad Social. Obviamente, quienes están ocupados en condiciones de economía sumergida salvan este filtro, con lo que una persona que a efectos EPA está ocupada puede estar a la vez registrada como parada (en particular si está cobrando por desempleo). A este respecto puede objetarse que quien trabaja en negro puede tener buenas razones para enmascarar su situación ante la EPA. Es posible, pero debe recordarse que lo que se pregunta es si se trabajó aunque sólo fuera durante una hora, no bajo qué circunstancias contractuales. En cualquier caso, dentro de su lógica la EPA es muy fiable y no parece que el efecto ocultación tenga consecuencias relevantes sobre los parámetros estimados del mercado de trabajo. Sí es relevante, por el contrario, la cuestión de cómo definir sociológicamente el heterogéneo colectivo de ocupados en negro [Sanchis, 2005].

Pero el defecto más grave del concepto de paro registrado es que deja fuera a un buen número de demandantes de empleo no ocupados. Los requisitos que se exigen para definir a una persona no ocupada como parada fueron establecidos en 1985 por Orden del Ministerio de Trabajo y tienen poco que ver con los de la EPA. Los criterios de exclusión más cuestionables son los siguientes: 1) todos los mayores de 65 años, 2) menores de esa edad que cobren por jubilación, 3) estudiantes de enseñanza reglada menores de 25 años (o mayores demandantes de primer empleo), 4) alumnos de formación ocupacional demandantes de primer empleo que superen las veinte horas lectivas a la semana y tengan beca de manutención, 5) beneficiarios de prestaciones por desempleo que participen en trabajos de colaboración social, 6) personas que demandan sólo un empleo de ciertas características (a domicilio, para menos de tres meses o de jornada inferior a veinte horas semanales), y 7) trabajadores eventuales agrarios beneficiarios del subsidio especial por desempleo.

Desde 1988 se excluye también a los demandantes que rechacen acciones de inserción laboral consideradas adecuadas a sus características. Además, sin que se sepa muy bien por qué, parece que nunca se ha incluido a quienes teniendo un contrato laboral fijo discontinuo se encuentran en el periodo de inactividad. Además, hasta 2005 los extranjeros quedaban fuera del paro registrado.

No debe extrañar pues que el paro estimado sea mayor, a veces mucho mayor, que el registrado, dado que el concepto que se utiliza en este último caso es claramente más restrictivo. A pesar de ello hay que insistir en que es posible que una persona definida como inactiva en la EPA esté incluida en la estadística de paro registrado, como es el caso de quien teniendo viva su inscripción no ha pasado por la oficina durante el último mes y no utiliza otro método de búsqueda, o del prejubilado que todavía cobra la prestación por desempleo pero ya ha renunciado a volver al trabajo.

El parado en el imaginario social

El concepto de parado no remite sólo a una situación reconocida formalmente, sino también a una condición social definida a partir de la propia experiencia y de los sentimientos que se generan en torno a la persona en paro. Es importante tener en cuenta la idea de parado dominante en el imaginario colectivo en un momento dado porque de ella deriva su percepción como problema social y, en consecuencia, la obligación por parte del Estado de hacerle frente.

De acuerdo con Accornero y Carmignani [1986] puede afirmarse que la representación social del parado se basa en una condición necesaria (la falta de trabajo) y dos suficientes: la necesidad objetiva de ese trabajo y la voluntad subjetiva de aceptarlo. Así pues, la definición social del parado implica, en primer lugar, un juicio sobre la legitimidad de la demanda de un bien escaso como es el trabajo (a mayor necesidad, mayor legitimidad); y en segundo lugar un juicio sobre la responsabilidad que corresponde a quien está en desempleo: a menor voluntad de aceptar un empleo, menor obligación por parte de la sociedad de ocuparse del parado. Dicho en otras palabras, en el ámbito de las representaciones sociales el auténtico parado es quien busca persistentemente trabajo por todos los medios a su alcance (incluyendo la inscripción en la oficina de empleo), necesita urgentemente los ingresos derivados de ese trabajo (y mientras no lo tenga tendrá que recurrir a algún tipo de ayuda privada o institucional), y está dispuesto a aceptar lo primero que le ofrezcan para escapar del paro. Es el obrero con familia a cargo que ha perdido su empleo quien mejor ejemplifica todavía la representación social del parado.

En la medida en que quien no tenga trabajo se aleje de este estereotipo comenzarán a aparecer las sospechas sobre su verdadera condición; sospechas que se trasladarán inmediatamente a la discusión sobre las auténticas causas del paro y los remedios más efectivos para hacerle frente. Forzando un tanto los términos podríamos decir que lo que estimula la discusión es la confrontación entre dos representaciones extremas del paro que son un trasunto de las que ha tenido tradicionalmente la pobreza: algo que sufren algunas personas que necesitan nuestra ayuda para superarlo o paliar sus consecuencias (el parado como víctima); o bien, situación que de alguna manera se han buscado algunos individuos, en la que están instalados más o menos cómodamente, de la que pueden salir en cuanto se lo propongan, y que en todo caso no son merecedores de nuestra ayuda (el parado como culpable). Fenómenos como el llamado desempleo paradójico [D’Iribarne, 1990], es decir, la coexistencia de paro entre autóctonos y la necesidad de recurrir a la inmigración en algunos sectores de actividad, no hacen sino reforzar la sospecha de que el verdadero problema de muchos parados es que en realidad no quieren trabajar.

En términos lógicamente mucho más sofisticados, esta dialéctica víctimas-culpables que atraviesa las representaciones sociales del paro está también presente en la controversia científica acerca de la manera más adecuada de proteger a los parados, esto es, sin estimular las conductas inadecuadas [Suárez, 2006]. Desde el punto de vista económico el objeto de análisis suele ser la relación entre el nivel y duración de las prestaciones por desempleo y el del paro. En general se acepta que el dispositivo de protección alarga moderadamente la permanencia en el paro, permitiendo que el parado sea más selectivo en su búsqueda de empleo. Difícilmente podría ser de otra manera. Ahora bien, de ahí a acabar sugiriendo que el recorte de prestaciones sea un procedimiento eficaz para evitar sus reales o supuestos efectos perversos y reducir significativamente el paro, hay un paso demasiado largo que muchos estudiosos del tema nunca han dado. Unos señalan que el desempleo estructural masivo (el que no tiene nada que ver con la conducta de los parados) nunca se reducirá por esta vía; otros afirman que una eventual caída del paro de larga duración puede verse acompañada de un aumento del paro recurrente generado por la peor calidad del empleo conseguido, mostrándose muy prudentes a la hora de proponer políticas [Sanchis, 2003; Krueger y Mueller, 2010]. Pero el hecho es que todas estas cautelas tienden a desaparecer en el camino que va del debate científico al político, donde no son pocas las intervenciones que magnifican una imagen del parado como aprovechado que al final cala en la opinión pública. Así, mientras la ciudadanía suele oponerse en bloque a los recortes en sanidad, educación o pensiones, ante las políticas de mercado de trabajo tiende a mostrarse dubitativa. Conscientes de ello, desde los años ochenta en las sociedades postindustriales los Gobiernos han sido más proclives a complicar la vida de los parados endureciendo los requisitos de acceso y permanencia en los dispositivos de protección que a tocar otras instituciones del Estado de bienestar, pues sospechan que el coste político es menor. A veces, antes de proceder preparan a la opinión pública mediante campañas que enfatizan los abusos de algunos parados [Del Pino y Ramos, 2013]. En consecuencia, la maniobra de descargar el coste social del paro sobre quienes lo sufren queda legitimada ante la ciudadanía.