Los que dejaron su tierra - Elisa Alegre - E-Book

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Elisa Alegre

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Beschreibung

Los pueblos de Aragón agonizan tras décadas de una sangría humana que, poco a poco, va dejando desiertas sus calles. ¿Cómo se ha llegado a este punto? ¿Qué se está haciendo al respecto? ¿Qué se puede conseguir en el futuro? Los que dejaron su tierra aborda la despoblación desde distintas perspectivas en la tierra de Ramón J. Sender, Buñuel y Labordeta. Una realidad que pide soluciones ya.

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Primera edición digital: marzo 2018 Colección Contraluz

Coordinación: Antonio Rubio Directora de la colección: Lula Gómez Composición de la cubierta y revisión: Patricia Á. Casal Ilustraciones de la cubierta e interiores: Chema Cebolla Diseño de la colección: Jorge Chamorro Edición: Juan Francisco Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Elisa Alegre, Miguel Barluenga, Eduardo Bayona, Óscar F. Civieta, Marta Salguero, Ana Sánchez Borroy, Óscar Senar © 2018 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-17236-68-7

Los que dejaron su tierra

Crónicas sobre despoblación en Aragón

 

Prólogo de Luis Antonio Sáez Pérez

Introducción de Ignacio Escolar

 

Elisa Alegre

Miguel Barluenga

Eduardo Bayona

Óscar F. Civieta

Marta Salguero

Ana Sánchez Borroy

Óscar Senar

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Prólogo

Por Luis Antonio Sáez Pérez

Introducción. Futuro o ruinas

Por Ignacio Escolar

1. El país que dormía entre elefantes

Por Eduardo Bayona

2. Palabras, palabras

Por Marta Salguero

3. Las distancias no se miden en kilómetros, sino en tiempo

Por Elisa Alegre

4. Despoblación, femenino singular

Por Ana Sánchez Borroy

5. La necesidad de contarlo

Por Óscar Senar Canalís

6. Los deportistas y el medio rural: exilios voluntarios para llegar a lo más alto

Por Miguel Barluenga

7. La despoblación en cifras

Por Óscar F. Civieta

Anexo fotográfico

Mecenas

Contraportada

Prólogo

Luis Antonio Sáez Pérez

La despoblación existe desde hace mucho, tal vez de siempre. «Sentada junto al portal», la vieja labordetiana hace medio siglo pasaba cuentas de las casas cerradas «mientras repasaba viejas mudas que nadie se pondrá», y preguntaba, porque ya no había chismes del pueblo, sobre el «Miguel [que] cayó del andamio y [si] parió la del Julián», todos ya en la ciudad. Los más eruditos sobre el tema han encontrado informes muy bien trabados en ilustrados y regeneracionistas que explicaban cómo vertebrar España con más pueblos siglos atrás. Quienes se documentan para investigarla, leen diagnósticos sobre cómo afrontarla en tesis doctorales mecanografiadas que apenas necesitan actualizarse. También en las hemerotecas, las noticias que alarmaban del vaciamiento de lugares amarillean con sus fotos en blanco y negro, si bien eran diarios de provincias.

Porque, y ahí está la clave, algo no existe mientras los telediarios nacionales no lo presentan a la vez que los deportes, hasta que los políticos que ilustran la cartelería electoral lo pronuncian en su discurso insustancial, que es el que cuenta, y, por supuesto, sólo cuando Coca-Cola lo introduce como guion de su publicidad, conmovedor como un mensaje de paz que al mundo entero quieren dar. Entonces, ahora, ya se trata de un temazo, de algo que importa al personal, que ya cuenta con las bendiciones del establishment —medios de comunicación potentes que definen relevancias, políticos que presupuestan, multinacionales que satisfacen— y puede ser considerada una materia que otorga notoriedad, tanto en una barra de bar de las que arreglan el país como en congresos académicos que descubren obviedades o en programas de debate cual comodín para una dramatización dialéctica. Llevamos unos años en que la despoblación está de moda, sin que eso sea malo. Lo peor era cuando no lo estaba y tampoco se reflexionaba más ni mejor.

Cómo la despoblación ha alcanzado este nuevo estatus merece ser atendido, buscar una explicación plausible a un fenómeno casi paranormal. Porque sus impulsores no han sido ni sesudos investigadores con sentido social, ni los políticos locales reivindicativos, ni los influyentes grupos de presión autóctonos de lo rural. Han sido personas que escriben, sorprendiendo con la fortaleza de unas armas sencillas. Algunos, desde hace tiempo, han manejado una escritura excelente, preciosa al mostrar que la sencillez de los pueblos era universal. Pero han sido un grupo relativamente reciente de escritores en novelas, ensayos, poemas, y también en reportajes periodísticos, entrevistas, crónicas de sucesos, todas literatura, los que han redescubierto este lado oculto tan impresionante y atractivo de la realidad rural más frágil, pequeña y grande, vacía en el presente pero tan llena de pasados que engendran futuros prometedores. Que cosas como la soledad y la vecindad, el arraigo y la ausencia, la espontaneidad y la costumbre, y miles de cosas más, simultáneas y contrarias, especialmente los odios y los afectos, se agrandan desde la autenticidad de un pequeño pueblo, en el que todo cabe y se ve complicado más de cerca.

Y es que la palabra es muy potente para explicar todo eso y convencernos. No sólo contiene ideas, sino que las impregna de sus significados, genera los matices que un buen escritor exprimirá al redactar las enrevesadas crónicas del realismo mágico de nuestras aldeas, con tipos duros de almas tiernas, de personajes solitarios que desdeñan compañías superfluas, de conductas honestas que a nadie rinden cuentas. Además de contar todas esas cosas, en sus noticias han hurgado dentro de ellas, diluyendo dicotomías, cualificando cantidades, convirtiendo cifras en fechas, datos en personas, contrastando a los expertos con sus contradictorias materias. Son páginas, las que componen este libro para muchas relecturas, para renovar cuestiones antes de que se falsifiquen las respuestas.

Así, los artículos seleccionados ofrecen un análisis de la despoblación en Aragón muy informativo en pocas páginas. Acompañan en un viaje en el que aunque se seleccionan los lugares, todos muy significativos por convertir la despoblación en un reto, no se para hasta encontrar a la persona que cuenta. Porque son crónicas en las que los protagonistas son hombres y mujeres concretos, con sus yoes y sus circunstancias adheridas afectivas, vitales, es decir, su pueblo, indisoluble integrante de su personalidad. No son propiamente entrevistas, salvo las inevitables, como la que pregunta al director general del ramo, único político entrevistado, o a algún investigador para contrastar la trama, ni reportajes al uso sobre monumentos o sucesos, sino fundamentalmente conversaciones, confesiones en las que el periodista no es alguien ajeno, sino una oportunidad, tras varios cafés o paseos, amigable, para que su mensaje llegue a otros náufragos aislados como ellos y mantengan el ánimo en esperar el rescate del futuro, que siempre vuelve a pasar. Son trabajos tallados por profesionales de la comunicación forjados en diferentes ámbitos, de generaciones y trayectorias muy específicas pero confluyentes en una mirada rigurosa y, por ello, emotiva, empática, atenta, como la que necesita para ser analizado cabalmente un territorio tan complejo, por compuesto y complicado, como el aragonés. Han sabido seleccionar lugares, inéditos en las guías turísticas al uso y gente oculta pero que insufla el pálpito de su día a día, como tenderos, médicos, guías turísticos, agitadores culturales, estudiantes de vuelta, neorrurales y otros indefinibles salvo porque están ahí. Y por supuesto, utilizan muy buenas fuentes, además del INE (Instituto Nacional de Estadística), aportan argumentos la Ronda de Boltaña, novelistas como Ramón J. Sender y Jesús Moncada, o películas como Incierta gloria.

De manera que el lector encuentra un conjunto de historias interesantes, formativas, entretenidas, sensibles. Buen periodismo sobre un tema difícil, apasionantes, ambos.

Luis Antonio Sáez PérezDirector de la cátedra sobre Despoblación y Creatividad (Universidad de Zaragoza-Diputación Provincial de Zaragoza)

Introducción. Futuro o ruinas

Ignacio Escolar

¿El primer paso para solucionar un problema? Ser consciente de él. Por eso es necesario este libro, un ensayo construido a partir de una interesantísima serie de reportajes del equipo aragonés de eldiario.es. Un trabajo periodístico sobre uno de los problemas más graves de Aragón y España: la despoblación. La falta de futuro de tantos pequeños municipios cuyos habitantes son condenados a emigrar por la ausencia de servicios o trabajo. La falta de proporción en el crecimiento de las grandes ciudades, en detrimento del resto del territorio. La carencia de incentivos a la natalidad y la migración hacia el mundo rural. La escasez de servicios, o su encarecimiento insostenible por la baja densidad de población. La falta de equidad entre todos los ciudadanos, que son de segunda si no viven en la ciudad. La poca consciencia de una gran parte de la población, ajena a este problema, y que podría participar en su solución.

Todo anda mal, empezando por la insuficiencia de recursos y la ausencia de un plan para solventar este problema de Estado, que tiene en Aragón una de sus zonas cero pero que atañe a todo el país. Todo anda mal o regular, empezando por la ausencia de una consciencia real por parte de las administraciones públicas con capacidad para poner en marcha planes que puedan revertir esta tendencia a la extinción de la España rural. La disposición continúa imparable en los tres frentes demográficos: el de la natalidad, la migración y el envejecimiento de la población, todos ellos están desequilibrados en España. La tendencia viene de antiguo, siete décadas de una curva clara y constante. Pero en los últimos años el problema se ha acelerado y está cerca de convertirse en crítico; crónico ya lo es.

A pesar de que son muchos los políticos que hablan de despoblación en sus discursos, poco o nada se ha hecho aún. Hace más de un año, en enero de 2017, el Gobierno nombró como alta comisionada para el Reto Demográfico a una senadora del PP, Edelmira Barreira. Tiene el encargo de elaborar una estrategia nacional para solucionar este problema de Estado. Poco o nada se sabe de esta estrategia, más allá del sueldo de la estratega: 100.000 euros anuales. Sería barato si realmente cumpliera con su función.

Solucionar el problema de la despoblación no es sólo una cuestión de nostalgia, de tapar ese vacío que queda en aquellos que fueron forzados por las circunstancias a emigrar y que ahora ven cómo sus pueblos de origen se van derrumbando, vaciándose hasta morir. No es una cuestión moral. Es, más aún, un problema de sostenibilidad —económica y medioambiental—, y por eso poner recursos en combatir la despoblación no es un coste, es una inversión. La inversión en un futuro donde todo sean ruinas o la gran ciudad.

Ignacio EscolarDirector y fundador de eldiario.es

1. El país que dormía entre elefantes

Por Eduardo Bayona

Dice un proverbio africano que acostarse entre elefantes entraña el riesgo de resultar aplastado. Resulta obvio. Igual que la probabilidad de recibir una coz es inversamente proporcional a la distancia a la que se encuentre la caballería. Aragón ha vivido el grueso de su historia contemporánea entre bestias extractoras políticas e industriales cuya presencia ha podido comprobar cuando ha ido despertando. Y, como ocurría con el dinosaurio del microcuento de Monterroso, ahí seguían también los efectos de esa cercanía, que han sido, al mismo tiempo, vectores temporales de desarrollo económico y social y factores clave del proceso de despoblación que ha sufrido su territorio desde la revolución industrial.

La comunidad autónoma aragonesa ocupa una extensión de 47.719 kilómetros cuadrados que suponen el 9,6 % de los 492.855 de la España peninsular. La mitad de ese territorio, surcado en su conjunto por una malla de más de 4.000 kilómetros de ríos torrenciales, lo ocupan bosques y terrenos forestales que conviven con 1,6 millones de hectáreas de cultivos agrícolas y 4.770 susceptibles de explotación minera. Son sus principales riquezas, aunque no siempre fueron explotadas desde Aragón ni para los aragoneses. Y eso ha tenido consecuencias que hoy siguen siendo, más que latentes, patentes.

Los más de 9.000 hectómetros cúbicos de agua de esos empinados ríos, con desniveles superiores a los 2.000 metros desde sus cabeceras y a los que se suman los más de seis billones de litros que el Ebro lleva cada año en su tramo aragonés, fueron desde mediados del siglo XIX, y junto con los minerales de las cuencas del Bajo Aragón, objeto de deseo de los planificadores y los industriales de un Estado ambiental y territorialmente desequilibrado por los polos de las costas catalana y vasca, a los que luego se sumarían otros en Andalucía y Asturias, principalmente.

La construcción y la puesta en servicio de los embalses y de los canales que nacían de ellos, junto con la implantación de la industria minera y de la energética, llevaron a algunas áreas de las resecas estepas aragonesas un desarrollo que hoy las sitúa como las de mayor pujanza económica de la comunidad. Andorra y Escatrón ocupan, con 26.226 y 25.667 euros, el primer y el sexto puesto en la clasificación de los municipios de la comunidad por la renta bruta disponible de sus habitantes, que en Utrillas y Montalbán supera los 22.000, mientras la ribera del Ebro, el curso bajo del Cinca, el Gállego y los aledaños de los canales que nacen de ellos concentran el grueso de las localidades que rebasan los 20.000: El Burgo (24.056), Villamayor (24.056), Utebo (23.452), Pastriz (23.193), Pinseque (23.086), Zuera, San Mateo de Gállego, Alfajarín, La Puebla de Alfindén, Sobradiel, Alagón, La Joyosa, Torres de Berrellén, Pedrola, Remolinos y Tauste en Zaragoza, y, en Huesca, Binéfar (23.285), Monzón (23.066), Alcolea de Cinca, Almudévar, Altorricón, Sariñena, Binaced, Fraga y Tamarite de Litera.

El desarrollo de las riberas y las zonas regables, siempre a remolque de la exportación de hidroelectricidad a Catalunya y Euskadi, fue provocando durante más de un siglo el estrangulamiento económico y territorial de áreas de montaña que pasaron de ricas a abandonadas en un implacable proceso de causas industriales y políticas que resume el desgarrador lamento poético de La Ronda de Boltaña: «Sobrabas, país: sólo querían agua, montañas y electricidad».

Resultaba tan obvio como previsible que crecer sin la más mínima preocupación por el equilibrio territorial iba a tener consecuencias y a dejar víctimas, aunque, en un país que sólo ha vivido en democracia 45 de los 170 años transcurridos desde que el ferrocarril Barcelona-Mataró inauguró con retraso la revolución industrial, la propaganda tenía margen de sobra para lograr la persuasión y convertir en cierto algo que nunca dejará de ser surrealista: un pueblo inundado venía a ser una consecuencia del futuro.

Jánovas y el valle de La Solana son, quizás y con permiso del resto de zonas afectadas, el ejemplo emblemático del centenar de pueblos aragoneses que murieron y de comarcas cuyo desarrollo quedó estrangulado como consecuencia de obras hidráulicas que, por lo general, beneficiaron a agricultores y empresas que explotan más de 350.000 hectáreas de regadío en Aragón, Navarra y Catalunya, mientras compañías eléctricas con sede en Bilbao, Barcelona y Madrid accedían a un negocio multimillonario a base de turbinar el agua.

El desarrollismo franquista y la despiadada ejecución de su vertiente hidráulica se encuentran entre las causas principales del vaciado demográfico de varios valles de la montaña oscense —entre otras zonas— en la segunda mitad del siglo XX. Según los datos de la Confederación Hidrográfica del Ebro (CHE), de Coagret (Coordinadora de Afectados por Grandes Embalses y Trasvases) y de estudios como los recopilados por la Asociación Río Ara a principios de la década pasada, la ejecución de las doce principales presas de las provincias de Huesca y Zaragoza, excluida La Sotonera e incluido el fallido proyecto de Jánovas, obligaron el siglo pasado a más de 12.500 personas a abandonar casi un centenar de pueblos en la comunidad.

Según esos estudios, la construcción de Escales, Canelles y Santa Anna en el Noguera Ribagorzana provocó el desplazamiento de 1.500 habitantes de ocho pueblos de la Litera Alta y la Baja Ribagorza; la ejecución de Barasona, en el Ésera, obligó a emigrar a 435 vecinos de otros dos núcleos de esa última comarca; las obras de Mediano y El Grado, en el Cinca, obligaron a emigrar a 1.200 vecinos de quince localidades del Somontano y el Sobrarbe; las de Lanuza, Búbal y La Peña, en el Gállego, se llevaron por delante otras seis poblaciones de La Hoya en las que residían 430 habitantes; los trabajos de Yesa, en el Aragón, obligaron a 1.850 personas a abandonar sus casas en diez núcleos de La Jacetania y el norte de la provincia de Zaragoza; y los de Santolea, en la cuenca del Guadalope, desplazaban a otros 150 habitantes en Teruel.

Sin embargo, el principal éxodo de la cuenca y de la comunidad tendría lugar en la provincia de Zaragoza hace algo más de 50 años. El cierre a finales de 1967 de las compuertas del pantano de Ribarroja, construido por la empresa hidroeléctrica estatal Enher, obligaba a abandonar sus casas, en su mayoría para instalarse en los nuevos núcleos ubicados fuera de la zona inundable, a 1.620 vecinos de Fayón y a más de 3.500 de la antigua Mequinenza.

A esos daños hay que añadirles los efectos demográficos del disparatado proyecto de construir una presa en Jánovas, en el cauce del Ara —uno de los últimos ríos salvajes del Pirineo y de toda España—, para producir electricidad. Las violentas prácticas expropiatorias de Iberduero en pleno franquismo, que incluyeron la voladura de casas expropiadas mientras las colindantes seguían habitadas, o el asalto de la escuela, provocaron directamente el desplazamiento de casi 2.000 personas de medio centenar de pueblos y condenaron a la agonía al valle de La Solana.

El episodio de la escuela, cuya continuidad había decidido la inspección del Ministerio de Educación, resulta estremecedor al tiempo que sintomático de quién mandaba cuando se trataba de pantanos y de pueblos. Ocurrió en febrero de 1966. «Yo lo presencié. Estaba a punto de cumplir doce años. Éramos once críos en clase», recuerda Jesús Garcés, miembro de la última familia que dejó el pueblo, ya en 1984. «Abrió la puerta de una patada, fue a la mesa de la maestra y la cogió de los pelos mientras le gritaba: “Te dije ayer que no volvieras a abrirla”», cuenta. Se le tensa el rostro cuando pronuncia el nombre del empleado bilbaíno de Iberduero que protagonizó el asalto: «La sacó de la escuela a tirones y la arrastró hasta la mitad de la escalera». La maestra no volvió. Tampoco ninguna otra.

La escuela, un caserón de piedra de tres plantas, es hoy un centro social, el primer edificio que los descendientes de un Jánovas que comienza a renacer han podido recuperar cuando han pasado más de quince años desde que, en 2001, el Ministerio de Medio Ambiente descartara definitivamente el proyecto por sus inasumibles impactos en el medio ambiente.

Hoy, hijos y nietos del pueblo han reconstruido media docena de las casas que han logrado recuperar tras haber acabado los terrenos en manos de Endesa tras absorber la compañía eléctrica zaragozana ERZ. El cereal que crece en el medio centenar de hectáreas del paraje conocido como La Corona ha sido cosechado por tercera vez después de casi medio siglo de barbecho forzado. Por otro lado, una ayuda de la Administración va a permitir que la electricidad llegue en la segunda década del siglo XXI a un pueblo que estuvo a punto de desaparecer anegado por una presa diseñada para enviar energía a las fábricas de Vizcaya y de tal magnitud que el agua no cabría en 300 estadios como el Santiago Bernabéu. Resultaría surrealista si no fuera porque es trágico.

La amenaza había durado casi seis décadas desde que la explotación de la presa, con capacidad para almacenar 354 hectómetros cúbicos reservados para regar Los Monegros y La Hoya tras ser turbinados, había sido concedida a la compañía eléctrica vasca Iberduero en 1945 junto con otros cuatro saltos. Para entonces, 43 de los 74 pueblos del valle, en los que medio siglo antes vivían más de 4.000 personas, estaban deshabitados. Algunos, como los de La Solana, por el declive de la zona. Otros, como Jánovas, por la combinación de factores como la inviable expectativa de vivir en un pueblo inundado y el presente histórico de las explosiones de dinamita con las que los operarios de Iberduero volaban la estructura interior de las casas según iban quedando deshabitadas.

La historia dota a Jánovas, el pueblo que sobrevivió al pantano, de un potencial emblemático que lo sitúa como la prueba del nueve de lo disparatado de algunos proyectos, de la ausencia de planes de restitución para los territorios condenados a sufrirlos, de la inexistencia de prescripciones ambientales en la inercia desarrollista y del empeño de sus habitantes por sobrevivir y mantener vivo el lugar en el que se agarran sus raíces.

Mequinenza, la gran presa hidroeléctrica de la cuenca del Ebro y una de las de mayor volumen del país, también resulta emblemática. Entre otras cosas, por la dejadez de la Administración con los territorios situados junto a esas grandes infraestructuras, algo de lo que da fe el hecho de que lleve años en un cajón —y no vaya a ser activado antes de 2027— un proyecto como el que tiene listo para lanzar la Confederación Hidrográfica del Ebro (CHE) para, con una inversión de 300 millones de euros, reconvertir los sectores de la almendra y el olivo en el Bajo Aragón con el fin de crear 3.000 empleos y generar más de 104 millones de euros anuales de renta; algo que, previsiblemente, tendría efectos positivos en la demografía de la zona.

La cosa consiste en poner en marcha un sistema de «almacenamiento de energía a gran escala en el entorno del complejo hidroeléctrico Mequinenza-Ribarroja» que, apoyado por dos pequeños embalses y grupos de generadores de energía solar y eólica, permitiría, gracias a un salto reversible de 300 megavatios de potencia instalada entre los dos primeros, administrar a demanda hasta 104 megavatios/hora.

Los nuevos embalses, uno de 143 hectómetros cúbicos y otro de cuatro, permitirían suministrar el agua suficiente para cubrir el déficit que soportan las 7.500 hectáreas de los regadíos del Guadalope —que sufre al menos un episodio de «sequía importante» cada lustro— y transformar en regadío otras 22.875 hectáreas ejecutando la segunda fase del Canal Calanda-Alcañiz y poniendo en marcha el riego social del Mezquín. Eso, sobre el papel, llevaría a incrementar la producción agraria final de la zona en 104,92 millones de euros, además de generar 2.098 empleos directos y 944 indirectos, a los que se sumarían otros 400 para los trabajos de adecuación de las explotaciones y la construcción de los embalses.