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Juana con sus relatos removerá, desde lo visceral, aquellas emociones y sensaciones escondidas detrás del manto de realidad suavizada en la que se encuentra sumergida. Con el trazo del grafito de su lápiz infernal mostrará la maldición ancestral que arrastra. Carne se harán cada una de las palabras, te enseñará el doblé escondido, de aquello que pasa de ser percibido por el simple hecho de que el azar de la vida nos ha favorecido. Cada historia, cada personaje buscará sembrar psicosis, no te soltará y te darás cuenta que no escapan demasiado a la realidad, y que la delgada línea, entre la fantasía, oscila. "Caminaba sin mirar atrás, no quería ver, no quería encontrar ni encontrarse. El dolor de su cuerpo no era más fuerte que el de su alma"…
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Seitenzahl: 94
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Matías Olivera
Olivera, Matías Los relatos de Juana / Matías Olivera. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-2891-9
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Sin final
I: Juana
II: Sofía
III: Necrosis
IV: Tus abrazos
V: Progenitores
VI: El gordo Emerson
VII: Empañado
VIII: La señora del bidón de nafta
IX: Aquello que chilla
X: Verdades o consecuencias
Antes
¿Qué es “eso” que se despierta en nuestro interior; esa voz que se enrosca cada vez más, metiéndose como un gusano que escarba para llegar a lo más profundo y proliferar ahí los más repugnante y desquiciados pensamientos? Omnipotente hace y deshace la vida de los demás.
Cada vez que tomo mi cuaderno, afilo el lápiz, las arritmias me invaden, el pulso se vuelve temblor y las venas empiezan a hincharse. Necesito descargarlo, vomitar todo lo que hay dentro.
Aquí, el gusano enquistado, devorando la cordura; oscilando entre lo que es fantasía y realidad. A partir de hoy saldrá a la vida misma, verán como mis relatos se transforman en carne; cobran vida tal y como el dibujo de mis palabras.
Tiempo después de la muerte de la abuela y mamá las pesadillas no me dejaban. Había noches que mi pecho quería expulsar la abominación, sentía como empujaba desde adentro. Me aferraba a las sábanas, mi cuerpo arqueado a punto de romperse. El reflejo desgastado del espejo contorneaba mis extremidades esqueléticas. Me perdía durante horas mirando aquello que podía ser yo. Desnuda; pálida la piel que dejaba traslucir en mi torso la sangre violácea, ramificada con cada bombeo. Los alquitranados ojos se perdían, sin retorno alguno.
En la cama; los fríos y húmedos paños intentaban anestesiar las altas temperaturas, pero poco podían hacer. Crónico se había vuelto mi estado. La sed resecaba mi garganta, por más agua que tomara aún no lograba saciarme.
Pasaron los días y el cuadro empeoró, la fiebre se perpetuó, el cuerpo estaba invadido de espeso fluido, pequeños hilos de aire entraban a mis pulmones sin saber si sería la última vez. Cada día, hora, minuto era infinito. Papá entró.
Estaba parado en el umbral de la puerta, tieso con los puños apretados mirándome fijo, esperaba algo de mí; se acercó estiró los brazos y solo me dejé entrelazar. Ese olor en su ropa, no tenía el mismo perfume de siempre, olía igual que en los sueños, en sus dedos, debajo de las uñas puede ver mugre oscura.
De tiempos inmemorables traigo esta desdicha, abuela y mamá también quedaron sumergidas en estas oscuridades abismales. Solía verlas en días festivos en que todos nos preparábamos para recibir la navidad; se encerraban durante días.
Al pasar los años mi curiosidad se tornaba cada vez más insistente. Busqué averiguar qué es lo que ocurría dentro de esa habitación. Papá nunca hizo mención alguna, creí en todos esos años que sabía, que era cómplice.
Todas las mañanas les dejaba el desayuno en la puerta sobre una bandeja de plata. Los pasos acelerados en el parqué se aproximaban retumbando por toda la casa; la mano rugosa de la abuela se asomaba por un lado, arrebatando la comida, y tras engullir, quedaba en la oscuridad de la habitación, la puerta gigante de madera golpeaba en seco; el sonido de la cerradura daba la señal de cerrado.
Recuerdo haber escuchado el rechinar de las bisagras, corrí desesperada a abrazarlas, lo único que me esperaba era un balde lleno de excrementos, me detuve por miedo a tropezarme y desparramar todo. Por detrás papá agarrándome de los hombros para alejarme de la repugnancia, lo levantó sin hacer ningún gesto y lo vació en el inodoro, volvió a dejarlo nuevamente, golpeó tres veces y se retiró, antes me alzó y me llevó. Mientras nos alejábamos miré sobre su hombro, la silueta en la oscuridad de la habitación me miraba con ojos brillosos y una sonrisa desencajada que iba y venía de oreja a oreja.
En la noche de mi cumpleaños número trece me tomaron por sorpresa. El aliento caliente y fétido en mi rostro estremeció mi sueño profundo. Los ojos negros y enormes de la abuela estaban pegados sobre mí. Sus labios, los podía sentir rozándome, compartíamos la respiración; el aire caliente y amargo que emanaba de sus pulmones, recorrían mi interior. Quise moverme pero algo me retenía, busque torcerme con mayor fuerza pero imposible. A lo lejos vi a mamá en el gran escritorio. No era mi habitación, supuse que era el lugar prohibido. Las velas encendidas dejaban ver con suficiente claridad las paredes dibujadas con lo que parecían ser muñecos palitos. Un reguero de sangre la cubría, en su mano un cuchillo; en su vientre desnudo deslizaba frenéticamente la hoja afilada, no emitía grito de dolor, solo se miraba y con más firmeza hendía para cortar un retazo de su piel. Lo despegó con suma pasividad colocándolo en un viejo libro; lo cosía con un hilo grueso.
Palabras empezaron a emerger de la boca de la abuela, su mirada penetraba profundamente mis ojos como buscando dentro de la oscuridad. Más aliento emanaba, y con ella un vómito oscuro. Me agarró por el lado de las mandíbulas, introdujo sus dedos en mi boca abriéndola al máximo; se acercó lo suficiente y largó toda la masa oscura que tenía dentro. Sentí que el pecho se me hinchaba hasta el punto de reventar. Segundos después todo se ralentizaba, pesaba mi cuerpo hundiéndose entre las sábanas, los pelos sucios y blancos que cubrían su rostro y la sonrisa macabra se desdibujaban. La luz desapareció, después de ahí, solo oscuridad asedió mi ser.
Desperté en mi habitación sin saber cuánto tiempo llevaba ahí, días, meses, semanas, cuanto tiempo en coma o fue una simple y horrorosa pesadilla. Mi padre en los pies de la cama, mientras me acariciaba cariñosamente. Sus ojos vidriosos desbordados de lágrimas. Solo dijo, lo siento mucho. Era la primera vez que lo veía tan angustiado.
Ellas murieron, salté de la cama, corrí a la habitación prohibida, solo me encontré con todo en orden, las paredes pintadas, el escritorio vacío, la cama grande de caños dorados tendida a la perfección. No había indicios de aquella demencia, las imágenes me golpeaban repetidas veces, no quise buscar explicación. Temblorosa y con un hueco en el pecho quise huir de ahí.
Seleccionó el libro más grande y pesado que traía en su falda. Erguí mi cuerpo lo que más pude, corrí la bandeja del desayuno; hace tiempo que no ingresaba comida a mi cuerpo, pero papá insistía con que algo debía comer. Acomodé las almohadas. Me los entregó, podía sentir su peso.
—Lo han llevado por generaciones. —Me decía mientras acaricia la daga incrustada en el frente. Se podía percibir el olor a hierro. Si decides ser parte de esto algún día te tocará pasarlo a tus descendientes, así como hicieron ellas. Por el momento permanecerá cerrado. Sabrás cuándo utilizarlos.
Recorrí con las yemas de los dedos cada parte; el frío metal de la hoja acerada, la empuñadura con ondulaciones que encajan en los dedos de la mano. En sus extremidades, resplandecían piedras verdes musgo acompañando la simetría y dándole un acabado hermoso. Su color oscuro parecía tener vida. Algunas grietas lo decoraban, dejaban ver el paso del tiempo. En sus puntas unos triángulos de metal amarillento con dibujos entrelazados.
Traté de abrirlo, me fue imposible, una fuerza magnética aprisionaba, uniendo cada una de las gruesas hojas.
—Espera Juana, ya te he dicho que se abrirá cuando sea el momento.— Tomó mis manos. Aquí escribirás solamente el nombre de tu descendiente; el nuevo portador de ese ser que hoy traes. Lo único que te diré que las hojas no son como las que conoces, deberás sacrificar una parte de ti, desgarrar un retazo de tu piel. Otra cosa, querida Juana —apoyó otro libro, el más pequeño. Aquí deberás contar historias, invéntalas, imagínalas y el monstruo que habita en ti comenzará a calmarse, hasta quedar en un letargo sueño. Pero no es por siempre, en algún momento despertará. Todo dependerá de ti. Aquí encontrarás paz. Toma este lápiz que solo los demonios conocen y empieza cuanto antes. En cuestión de días serás consumida si no lo haces. Recuerda que todo tiene un costo y este es alto.
Se levantó, caminó hasta la puerta, mientras la abría, giró sobre su hombro, me sonrió.
La inocencia puede ser lo más noble, siempre y cuando no se desintegre.
Vienen con una sonrisa luminosa; caídos del cielo, cercanos a los ángeles. Su fragilidad es el adjetivo más próximo; cuidarlos prevalece como acción que todo ser humano tiene que tener ante un niño que mantiene su felicidad plena ¿qué ocurre cuando por designio de la vida son arrebatados, corrompidos, rasgando aquel lienzo que circunscribe su vida plena?
A lo lejos podía continuar oyendo los jadeos agudos, roncos, babeantes, de los perros salvajes, aparentemente saciados.
Sofía caminaba en un estado de completa abstracción, imágenes relampagueantes invadían su mente. Sin querer mirar hacia atrás, temía ver, temía encontrar y encontrarse, el corazón le aprisionaba, la respiración sólo permitía pequeños hilos de aire, la boca seca con sabor a hierro, los puños apretados; entre sus frágiles dedos lo poco que pudo rescatar de las prendas de su hermana. No entendía demasiado, en la vorágine desesperante entre sobrevivir o pasar a ser carne de la manada, prefirió quizás por instinto de supervivencia, dejar a su hermana como cebo y ella escapar. Simple, le soltó la mano.
No sabía en qué dirección, solo podía sentir la noche cayéndole como un yunque, la abrazaba sin piedad devorándola entre los árboles inmensos de aquel bosque. El follaje entre sus pies la hería. La sangre que de a poco se hacía cáscara sobre su piel.
Caminaba sin mirar atrás, no quería ver, no quería encontrar ni encontrarse.
El dolor de su cuerpo no era más fuerte que el de su alma, en lo más recóndito y endeble de su pureza, estremeciéndose hasta el borde de la locura, quería encontrar luz entre tanta agonía. El clima se tornaba cada vez más denso, respiraba el olor a humedad mezclado con el de la sangre.
Lejos, entre las renegridas sombras de los inmensos árboles, se quedaba aquella princesa, llena de alegrías, sin días grises que opaquen su luminosa sonrisa y su espíritu alegre que invadía su casa.
Sofía no volvió, todo se derrumbó.
Entró empujando el portón de hierro pesado que daba comienzo al jardín trasero, los separaba aproximadamente unos cincuenta metros del bosque.
Estaba repleto de flores y hermosos arbustos cuidadosamente cortados, se les había dado distintas formas —que no se sabía bien que eran— a ella y a su hermana les gustaba jugar a descubrir siluetas con su imaginación.
Con el corazón cansado y a punto de entrar en estado de locura encontró a su madre arreglando las rosas blancas. No dudó en detenerla.
—Sofía ¿qué es lo que pasa? ¿Tu hermana dónde está? —Le preguntó abrazándola.