Los santos milagrosos - Francisco D'Annunzio - E-Book

Los santos milagrosos E-Book

Francisco D'Annunzio

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Beschreibung

Cuando Dios está muy lejos de nosotros y no puede escucharnos ni atendernos desde las alturas, y algunos de sus ángeles no nos entienden ni nos comprenden porque son seres celestiales que no pasan hambre, frío y ni sufren ni lloran, nos quedan Los santos milagrosos, siempre cercanos a nosotros porque fueron humanos y sufrieron de amores y pasaron carencias e incluso fueron torturados y ejecutados por defender su fe. Los santos sí nos escuchan y sí nos entienden y comprenden, nos ayudan y nos protegen, e interceden por nosotros ante las más elevadas jerarquías celestiales para curarnos, limpiarnos o concedernos un milagro. En este libro hemos escogido a los santos más milagrosos y populares, para que los lectores sepan a cuál de ellos deben y pueden rezarle o encomendarse para que solucione sus problemas o les realice el milagro deseado, algo que los santos vienen haciendo desde hace miles de años, y que hoy pueden operar para ti.

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2023

Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: [email protected]

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-19651-34-1

A san Roque

(de Arañuel y Lepe),

mi particular y milagroso

santo protector.

Prólogo: La importancia de una promesa

Desde el punto de vista objetivo, y basándonos en lo racional, podemos decir que creer en la ayuda y protección de los santos es como creer en cualquier otro tipo de magia, y que la magia, como panacea de soluciones a todos los males, no tiene razón de ser, sin embargo, tarde o temprano, nos suceden cosas que no somos capaces de explicar por muy racionales que seamos.

Nadie experimenta en cabeza ajena, y por eso no importa lo crédulo o incrédulo que se sea si no se ha pasado por una experiencia que nos abra los ojos a otras realidades, quizá menos consistentes y racionales que esta, pero realidades, al fin y al cabo.

A Inmaculada, que no era nada creyente a pesar del nombre católico que le habían impuesto sus padres, le sucedió algo que no olvidará nunca, aunque con el paso del tiempo su raciocinio la obligue a poner en duda lo que pasó aquel verano de 1988 en Galicia.

Inmaculada era una chica normal, muy común y corriente, que cuidaba niños para poder pagarse sus estudios y sus caprichos, con un pequeño problema físico que la obligaba a taparse más de la cuenta: tenía verrugas.

Desde muy pequeña las verrugas habían ocupado parte de su anatomía, y a pesar de los múltiples y sesudos tratamientos médicos a los que fue sometida hasta cumplir los quince años, las verrugas no hacían más que crecer y extenderse. Pies, manos, codos y rodillas estaban prácticamente invadidos, y ella, en cierta forma, ya se había acostumbrado a tener esa doble capa en su cuerpo, y a partir de los quince años abandonó los tratamientos más agresivos, las procesiones a médicos y curanderos, y dejó el tratamiento en manos de una simple pomada.

Por supuesto, disimulaba lo mejor que podía dicho defecto, porque las verrugas eran muy desagradables a primera vista, pero en cierta forma ya se había resignado a ellas, y como la gente de su entorno la aceptaba con todo y su defecto, intentó olvidarse de ellas.

Pero la resignación duró poco, porque en cuanto puso los pies en Galicia conoció a un chico con el que hizo muy buenas migas, todo un flechazo, que se rompió una semana más tarde cuando el chico descubrió las verrugas de Inmaculada. El rechazo fue tal, que ella quedó sumida en la mayor de las vergüenzas, y se prometió permanecer encerrada el resto de las vacaciones.

Al domingo siguiente, una de sus primas se las ingenió para sacarla de casa y llevarla a una pequeña iglesia donde se veneraba a un santo.

—No te preocupes —le dijo su prima—, ahí no hay nadie, solo unas cuantas viejas que le llevan una peseta al santo.

—¿Una peseta? —preguntó Inmaculada con curiosidad— ¿Para qué?

—Para cumplir la promesa que le hicieron en su día, para agradecerle el cumplimiento de un milagro.

—¿Sólo una peseta por un milagro? Es muy barato.

—Pues sí, solo una peseta —afirmó su prima—, pero la peseta es lo de menos, lo que importa realmente es cumplir con la promesa, si no el milagro desaparece.

La pequeña iglesia estaba llena de gente que llevaba una peseta al santo, y la devoción que le mostraban impresionaba al más incrédulo. Inmaculada, que no era nada creyente, le pidió en silencio al santo que le quitara todas las verrugas, y aunque estaba segura de que no pasaría nada, también le prometió mentalmente que le llevaría la peseta en cuanto el milagro se hubiera cumplido.

Pasaron varios días sin que el poder del santo diera señales de vida, pero al domingo siguiente Inmaculada descubrió que sus verrugas, sobre todo las de las rodillas, comenzaban a remitir, dejando a su paso una piel sana, nada qué ver con las quemaduras e irritaciones que le habían provocado anteriores tratamientos médicos.

Ese mismo domingo fue ella la que tomó la iniciativa y le pidió a su prima que la llevara de nuevo a la pequeña iglesia de la montaña, y entregó una peseta al santo, agradeciendo como un gran milagro que le desaparecieran unas cuantas verrugas.

Un par de semanas más tarde, ya en su casa, descubrió que casi no tenía verrugas en los codos, y un mes más tarde pudo comprobar, primero ante el asombro de sus padres y después del dermatólogo, que no tenía una sola en todo el cuerpo.

Inmaculada sigue siendo escéptica, su formación académica le impide, en cierta manera, creer en lo intangible, incluso duda que las verrugas hayan desaparecido gracias a la intervención divina y dice que debe haber una explicación científica a lo que le sucedió, sin embargo, cada año visita Galicia y le lleva una peseta al santo… por si acaso.

Si yo no hubiera sido testigo directo del milagro (Inmaculada cuidaba a mis hijos cuando eran pequeños), no lo hubiera creído en absoluto, por eso no espero me crean. Sé que solo la experiencia personal y directa puede inclinar a alguien a creer en un hecho sorprendente y poco habitual.

El santo que operó el milagro era san Julián (san Xulián en gallego), y el santo que me ha hecho varios milagros a mí, personalmente, es san Roque, que para mí ha sido algo más que el santo que cura de todo mal contagioso, a pesar de que quizá soy más ateo y menos creyente que Inmaculada.

Sinceramente, espero que este libro del querido amigo Francisco D’Annunzio le sirva al lector para gozar de una experiencia de este tipo, para que tenga un pequeño o gran milagro en su vida a través de los santos, que yo ya he tenido el mío. Gracias.

Javier Tapia Rodríguez

I: Los primeros dioses

Cada nueva era que comienza, los dioses y los hombres hacen un pacto, sellan la alianza…, al menos había sido así hasta hace un poco más de un par de miles de años, cuando los hombres aún estaban en contacto directo con las inteligencias celestiales. Los dioses prometían mantener el estado ideal de este planeta, y los hombres a cambio prometían adorarles.

Hay tradiciones que perviven y tradiciones que fenecen con el paso de los tiempos, o bien que, simplemente, cambian de forma y que son tomadas en cuenta por las nuevas generaciones de una manera distinta a la que la han tomado nuestros predecesores.

Hace más de dos mil años, cuando Octavio Augusto gobernaba los destinos de Roma, ya había quien decía que los valores morales se estaban perdiendo. El mismo Octavio Augusto se rasgaba las vestiduras y se quejaba diciendo «no sé a dónde vamos a llegar», y, para evitar que la inmoralidad y la indecencia de la gente llevara al caos a la civilización entera, endureció leyes y penas y aumentó la presión moral y la represión religiosa. Así, antes de que nadie imaginara siquiera la leyenda mesiánica de Cristo, se sentaron las bases de lo que conocemos ahora como Iglesia católica apostólica y romana.

Por supuesto, Octavio Augusto tampoco imaginaba que el poder militar de Roma terminaría decantándose, cuatrocientos años después, en el poder espiritual y religioso de la Iglesia más influyente en los últimos dos mil años, pero sí conocía las leyendas acerca del «Niño de Oro» que gobernaría el mundo a partir de que la constelación de Piscis ocupara, en la precesión de los equinoccios, la posición que hasta entonces había mantenido la constelación de Aries.

Los sabios y los magos advirtieron a muchos monarcas del cambio de constelaciones, y vaticinaron que la Era Guerrera de Aries dejaría paso a la Era Espiritual de Piscis, trayendo una forma nueva de vida y hasta una nueva jerarquía celestial; nuevos dioses que ocuparían el lugar de los antiguos seres celestiales, y que un hijo de los dioses, el Niño de Oro, el nuevo Mesías, se encargaría de gobernar el mundo a partir de entonces.

Octavio Augusto sabía que él no podía ser tal Mesías (había nacido antes de tiempo), pero esperaba dejar su reino preparado para tan importante llegada. Claudio Tiberio, su sucesor, no se atrevió a entrar en el juego de las divinidades, a pesar de que su rango le otorgaba de facto un origen divino, pero Calígula sí quiso ser un Mesías, un dios, pero no un dios cualquiera, sino un dios único, como el que proclamaban las razas semíticas, y en su convicción de poder ser él el Niño de Oro esperado, mandó poner su rostro sobre todas las estatuas «divinas» y durante un tiempo se pudo ver en los templos y jardines de Roma a Júpiter, Marte o Mercurio con cara de Calígula, todos los dioses unidos en una misma figura.

La saga de los Herodes también aspiró al honor de representar al nuevo hijo de los dioses, y los judíos ansiaban de verdad la aparición de ese ser divino que les diera el poder sobre Sión y el resto de las naciones (de hecho lo siguen esperando dos mil años después), pero el centralismo romano pudo más, y la idea propagada por Saulo de Tarso de que el famoso Mesías ya había nacido e incluso muerto empezó a tomar cuerpo entre todos aquellos que sabían que la constelación de Piscis ya había empezado a tomar el relevo de la constelación de Aries sobre el firmamento (un grado de arco cada 66 años aproximadamente). Curiosamente, sesenta y tantos años después del supuesto nacimiento de la Nueva Era (o de Cristo), empezaron a aparecer los Evangelios, de los que solo cuatro fueron aceptados como oficiales casi trescientos años después, en los primeros concilios que dan verdadera forma a lo que ahora conocemos como Iglesia católica, en el pleno centro de Roma, justo cuando el Imperio empezaba a fenecer. Está claro que los dioses pactaron con el hombre a través de los romanos, dejándonos el mensaje de la redención, porque el Mesías, visto y no visto, se había sacrificado por nosotros a cambio de que adoráramos a su padre.

¿Leyenda o verdad? Quién puede saberlo. Ya los griegos habían pactado con Zeus obediencia, a cambio de que las águilas no atacaran a sus crías y el rayo no destruyera sus vidas. Los hebreos hicieron lo propio con Jehová, quien después de Sodoma y Gomorra y el diluvio universal selló su pacto en el Arca de la Alianza prometiendo que jamás volvería a destruir a la humanidad.

Los dioses prometen grandes cosas, mientras que los hombres solo prometen fidelidad y obediencia, que no es poca cosa si tomamos en cuenta que dicha promesa entraña una gran concentración de energía que da poder a los dioses. Pero no importa lo que prometan unos y otros, en tanto se mantenga la promesa, porque la promesa es el vínculo de unión entre lo celestial y lo terrestre.

Pero el prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila, y si bien es cierto que los dioses van cumpliendo más o menos sus promesas, los seres humanos a veces nos olvidamos de la parte que nos corresponde, refugiándonos en el pretexto de que nosotros, como humanos, somos débiles, mientras que ellos, los dioses, son fuertes, poderosos y menos falibles, y esto viene siendo así desde el principio de los tiempos, cuando los primeros dioses (la lluvia, el relámpago, el viento, la montaña y el fuego) campeaban a sus anchas sobre la Tierra.

Porque, ¿qué otra cosa son los santos que pequeños dioses?, dioses terrenales, dioses cercanos, dioses que nos entienden y comprenden porque comparten con nosotros un plano de realidad.

Los primeros dioses fueron tomando forma en la cercanía, en el día a día, y poco a poco se fueron complicando más a medida que los seres humanos se iban civilizando.

Las religiones y las deidades siempre van a la par que el hombre, y mientras este fue rupestre, sus dioses también lo fueron, y ahora que se ha convertido en un animal tecnológico, sus dioses toman el derrotero de la ciencia y el conocimiento. Sin embargo, dentro de los modernos y complicados sistemas religiosos, donde las jerarquías alejan cada vez más a los dioses importantes de los hombres comunes, sigue existiendo la necesidad de los dioses cercanos y cotidianos capaces de preocuparse incluso del resultado de nuestros guisos, y qué mejor que los santos para encarnar a esas divinidades que aún nos siguen haciendo caso y que son capaces de responder a nuestras necesidades cotidianas.

II: El sincretismo, la cuna de los santos

El sincretismo no es otra cosa que la suma y fusión de los valores nuevos sobre los valores antiguos. Cada imperio o cada cultura poderosa que ha conquistado a otra más humilde ha terminado imponiéndole su lengua y su religión, y de estas imposiciones han nacido a su vez nuevas expresiones verbales y nuevas formas de ver la religión.

Los egipcios, con sus grandes ceremonias religiosas, influyeron decididamente sobre el ánimo devocional y religioso de los pueblos semíticos, pero no fue menos influyente en la zona la religión persa, y entre las creencias de unos y otros nacieron varias religiones menores y diversas creencias. Una de ellas, la hebrea, sobrevivió a las demás e influyó decididamente sobre las futuras creencias de la humanidad, aunque no hayan sido precisamente los profetas hebreos los que lograran tan importante meta, sino los romanos, que adoptaron y adaptaron en las catacumbas la suma de las creencias existentes hasta entonces.

La idea de un dios único no es única ni privativa de los hebreos, pero sirvió de referente jerárquico para las nuevas religiones. Es más, la idea de un dios único es solo una máscara, porque en todas las religiones, incluyendo la hebrea, las masas han adoptado desde siempre a otros «dioses» menores, seres divinos más cercanos a sus necesidades.

Entre los hebreos había, además de Jehová, ángeles y arcángeles protectores, profetas y patriarcas mediadores, e incluso rabinos y mártires que servían, y sirven aún, de guía espiritual para el pueblo.

En el islam y el budismo pasa algo similar, y en la Iglesia católica, a pesar de que el único que cuenta es Dios, sucede lo mismo. Total, que en la práctica diaria no hay religión en la que no existan «santos» redentores, seres que estén dispuestos a interceder ante las jerarquías superiores a favor de los más débiles, es decir, de nosotros, los pobres y desprotegidos seres humanos.

El culto a los pequeños dioses es más antiguo que cualquier religión, por eso toda religión ha terminado por adoptar o por tolerar a dichos dioses menores, a veces con un simple cambio de nombre al que ha ido acompañado la construcción de un templo. la Virgen, por ejemplo, ha servido para aceptar dentro del catolicismo a miles de diosas locales.

El fervor popular religioso es un arma de dominio excelente tanto para los poderes fácticos de un imperio como para los de una sociedad moderna, y nada mejor para ganar puntos ante las masas que aceptar a una de las figuras que adoran y elevarla a la calidad de santo o santa, como es el caso de los franceses con Juana de Arco.

Los grandes dioses del monoteísmo son para las jerarquías, para los poderosos, pero los santos y los pequeños dioses del politeísmo son para el pueblo, porque ellos son los que interceden a favor nuestro delante de los grandes dioses y por encima de los jerarcas y los poderosos.

Hay santos que fueron mártires, buenos y puros en su tiempo, y que están adscritos a la Iglesia dentro de su tiempo, como san Francisco de Asís, pero hay otros santos, como san Jorge, que recoge toda una leyenda anterior al catolicismo. Por supuesto, hay muchos santos que han sido mártires y que han muerto por defender o imponer el catolicismo, y gracias a ello la Iglesia los ha beatificado, primero, y canonizado, después, elevándolos a la categoría de santos de la Iglesia católica, pero también hay muchos otros que no son más que un sincretismo, una suplantación de un antiguo dios local, y que ha sido canonizado para que los siga venerando su pueblo.

Incluso hay rutas y sitios sagrados anteriores al catolicismo que han sido usurpados para mayor gloria de la Iglesia, como es el caso de Santiago de Compostela, cuyo camino y peregrinación se realizaba antes del catolicismo para llegar a Finisterre, el lugar mágico y depurador que marcaba en la Antigüedad el fin del mundo conocido, el mismo abismo de la Tierra. A dicha peregrinación y a dicho culto se sumaban todo tipo de pueblos y creyentes que venían del norte de África, de toda Europa e incluso del Oriente Próximo. La peregrinación continúa hoy en día, solo que bajo el manto y los nombres de la Iglesia católica.

El monoteísmo es una buena idea, pero a la práctica lo que funciona verdaderamente es el politeísmo, y gracias a la fusión de religiones poderosas y creencias populares, hoy en día contamos con una amplia gama de santos y santas para que nos protejan de los males y las enfermedades, y para que nos ayuden a conseguir lo que deseamos diariamente.

La historia de los santos

Si tomamos en cuenta que buena parte de los santos son legendarios, reconoceremos de inmediato que hablar de historia al referirnos a ellos es poco menos que contradictorio. Para los hebreos, y durante mucho tiempo también para los católicos y cristianos de todo el mundo, la Biblia era algo más que un libro sagrado, porque también era un libro histórico. Por increíble que nos parezca, para los judíos ortodoxos lo sigue siendo.

De esta manera, cuando en la Biblia se habla de milagros, catástrofes, visiones, apariciones, premios, castigos y furia divina, no se está hablando de mensajes esotéricos ni de metáforas, sino de hechos históricos, aunque no haya documentos, monumentos, estelas ni puntos de referencia para sustentarlos.

La historia exige una documentación para considerar a un hecho como histórico, y no solo una creencia, una tradición religiosa o una afirmación grave y ceñuda, por mucho que esta aparezca escrita en un texto considerado palabra de Dios, porque una cosa es la supuesta palabra divina y otra muy distinta los hechos.

Incluso el Nuevo Testamento se basa más en creencias más o menos esotéricas y astrológicas, que en hechos contrastados.

Los textos sagrados parecen estar escritos más por periodistas que por historiadores, es decir, por gente que escribe lo que cree y lo que oye, y no por gente que constata unos hechos objetivos.

Cuenta la leyenda que san Gabriel arcángel se le apareció a Mahoma y le dictó una versión del Antiguo Testamento: el Corán, pero, por respetable que sea dicho relato, no hay la menor base histórica que lo sostenga.

El mismo Cristo carece de fundamento histórico, y aunque eso no le ha impedido ser la estrella religiosa de los últimos dos mil años, sigue siendo una figura más mítica que real. Los escritos de Flavio Josefo y de Tácito son un siglo posteriores al nacimiento supuesto de Jesús, y mientras el texto de Flavio está fuera de contexto y parece un claro añadido, el escrito de Tácito solo corrobora la existencia de Poncio Pilatos, y, forzándolo un poco, la leyenda de los profetas mesiánicos de los judíos, que eran varios, pero nada más.

Los historiadores serios, aunque sean hombres de fe, se tiran de los cabellos cuando abren una enciclopedia y leen que la Iglesia católica se fundó en el año cero de nuestra era, cuando nunca hubo año cero, sino año uno, y que el fundador fue, ni más ni menos, que san Pedro. Hay quien quiere afinar un poco más, y, para desesperación de los historiadores serios, nos dice que la Iglesia católica fue fundada en el año 60 de nuestra era por el apóstol Pedro. Dicha desesperación es lógica si tomamos en cuenta que no hay referencia sólida que demuestre la existencia de Pedro, y prácticamente de ningún otro apóstol, ni tampoco de una fundación o referencia sólida de la Iglesia católica apostólica y romana anterior a los siglos III y IV de nuestra era.

La historia es una ciencia complicada, y es muy posible que muchos de los hechos del pasado no se puedan comprobar con el rigor necesario. Otra de las complicaciones es la mezcla entre realidad y fantasía, junto con la confusión, generada a propósito, que lleva a error a los legos en la materia.

El ser humano normal, común y corriente, se nutre más de tópicos comunes, prejuicios y lugares o frases e ideas preconcebidas, que de realidades, y eso facilita mucho que una leyenda, o incluso una manifiesta mentira, se dé por cierta.

La gente común no está interesada en que se le hagan largas y sesudas explicaciones de tal o cual cosa, porque para la masa todo se reduce a creer o no creer en lo que se le dice. ¿Para qué investigar a fondo cuando la superficie de lo que se nos ofrece es agradable? ¿Y para qué rebatir algo que nos han dicho mil veces que es verdad, aunque no tenga lógica ni nos agrade?

La gente no distingue entre saber y creer, y ni falta que le hace, así que no tiene sentido preocuparse si los dogmas de la religión son verdad o mentira.

Así es, y por duro que nos parezca, todas y cada una de las religiones que en el mundo han existido se basan en buena parte en la cómoda ignorancia de la gente. Quizá la menos interesada en abusar de dicha ignorancia sea el budismo Zen, pero los santos de los que habla este libro y a cuya historia nos referimos no tienen nada qué ver con dicha práctica, y son básicamente materia de creencia y de fe.

Por supuesto, todas y cada una de las religiones tienen su aspecto místico, espiritual y hasta humanitario, y muchos de sus dogmas y doctrinas son atractivos y hasta hermosos, capaces de tocar la fibra sensible de cualquiera, por sabio o ignorante que sea, pero esta capacidad de sensiblería emotiva no es una prueba histórica.

La leyenda de Cristo y las metáforas que se le adjudican en el Nuevo Testamento son realmente interesantes y atractivas, porque nos tocan justo en el centro del ego al lograr que nos sintamos elegidos y especiales, queridos por una divinidad que se ha sacrificado por nosotros, e incluso elegidos para formar parte de las huestes celestiales si nos portamos bien y si somos obedientes en esta vida, pero eso no quiere decir que sean ciertas ni que Cristo haya existido en realidad.

En la leyenda de Cristo se mezclan hechos y personajes realmente históricos, como Juan el Bautista, Herodes y Poncio Pilatos, con historias fantásticas que no recoge nadie más que los evangelistas (incluso entre ellos hay divergencias importantes al contar un mismo hecho, y uno que otro punto de encuentro en aspectos de poca relevancia, siendo el Evangelio de san Juan una suma de los tres anteriores), ni siquiera el resto de evangelistas que han sido denominados apócrifos y que aparecen de vez en cuando, o que permanecen más o menos escondidos en la biblioteca del Vaticano.

Los famosos Rollos del Mar Muerto o los manuscritos de Qumrán que tanto prometían en un principio, desde el punto de vista histórico, sobre la figura de Cristo, han quedado como una moda más que no ha dado los resultados esperados. Estos manuscritos solo ratifican que a principios de nuestra era había mucho movimiento esotérico y religioso por el cambio de las constelaciones, santones y milagreros más o menos revolucionarios al estilo de Cristo, e incluso uno que otro místico que podría responder a las señas de Jesús de Nazareth, pero nada ni nadie definitivo, nada que pueda servir de fundamento histórico, ni nadie que parezca ser el hijo de Dios en la Tierra, el esperado Niño de Oro de la nueva Era de Piscis.

Rollos del Mar Muerto

Históricamente hablando, el verdadero fundador del cristianismo fue un griego converso al judaísmo fariseo, Saulo de Tarso, más conocido como san Pablo, quien por razones de tiempo y espacio no pudo conocer a Cristo, pero que sí pudo conocer a Lucas (en el caso de que Lucas haya existido realmente), apóstol, santo y evangelista, quien posiblemente influyó en él para que se le «apareciera el Señor» y le hiciera rectificar el camino sumándose a los prístinos, judíos que sí creían que el Mesías esperado ya había nacido (e incluso muerto), desde cuyas filas creó las bases del antiguo cristianismo, secta temeraria, suicida y perseguida que poco o nada tuvo que ver finalmente con la que más tarde sería la Iglesia católica apostólica y romana, fuera de la literatura que hoy en día conocemos como Nuevo Testamento, texto que tardó en ser aceptado, más de lo que la gente cree, en el seno de la Iglesia. El mismo Cristo no formaba parte fundamental en los planes de la Iglesia.

Conversión de Saulo de Tarso

De hecho, la Iglesia universal pretendía ser una religión con un solo Dios y poca o nula adoración a vírgenes, cristos o santos, pero poco duró este intento, y a medida que crecía y se expandía ocupando el lugar que había dejado el Imperio romano, se fue convirtiendo en un politeísmo encubierto que reprimió y conquistó pueblos y naciones hasta hace muy poco tiempo. La cruz, y Cristo crucificado, son símbolos tardíos en la iconografía católica, más cercanos a la Edad Media y el Vaticano como estado, que a los primeros tiempos de la Iglesia.

Jesús durante casi setecientos años no fue más que un pastorcito fuera del concepto de la Santísima Trinidad, que costó la vida a algunos de sus seguidores y de sus detractores, hasta que finalmente se impuso.

A los santos les pasa algo similar, es decir, que son más legendarios que históricos, a pesar de que algunos de ellos tuvieron verdadero nombre y apellido, y que básicamente representan a los mártires que se sacrificaron, como antiguos kamikazes, en aras de conseguir el paraíso prometido después de su muerte y con el fin de preservar lo que conocemos como Iglesia católica, que al fin y al cabo, con historia conocida o sin ella, es un hecho histórico real, que podemos ver y palpar todos los días.

Los santos forman parte de esta historia velada o secreta de la Iglesia, porque nacen con ella y se desarrollan en su seno, aunque algunos de ellos, como san Hipólito, no sea más que la prolongación del héroe griego del mismo nombre.

Es obvio que la Iglesia no pudo nacer de un día para otro, y que cuando se desarrolló el concilio de Nicea ya tenía una amplia base y una jerarquía bien establecidas, con sacerdotes, obispos y cardenales, creyentes, fieles, seguidores y hasta simples simpatizantes, es decir, con una estructura eclesiástica perfectamente desarrollada, constituida e introducida dentro de los poderes de Roma, sin necesidad de que ningún emperador le diera el visto bueno para funcionar como tal. Es más, la Iglesia, a partir del concilio de Nicea, pasó de ser cuna de mártires y perseguidos, a ser una institución represora, impositiva y perseguidora a sangre y fuego de todos aquellos que no siguieran sus creencias. Roma obligaba a sangre y fuego creer en su religión oficial, el catolicismo, pero antes de constituirse en la religión oficial del Imperio a partir del siglo IV de nuestra era, los cristianos de las catacumbas eran más perseguidos por indigentes y por comerse a los caballos de posta, que por sus creencias en el Mesías Salvador, que no solo era Jesús, sino que también podía ser Mitra o incluso Zoroastro, dependiendo del origen étnico de los “primeros cristianos”.

Las etapas de la santidad

Hasta el momento de llegar a este concilio, los santos eran única y exclusivamente mártires, y con su ejemplo se pretendía convencer y evangelizar al resto de los creyentes.

A partir del concilio en adelante y hasta las cruzadas, los santos dejaron de ser preferentemente mártires y se convirtieron en ideólogos, magos, videntes e iluminados, es decir, en santos más o menos «intelectuales», que, de no haber estado adscritos y del lado de la Iglesia, habrían acabado en la hoguera. Si Miguel Servet no hubiera cuestionado la historia y las bases de la Iglesia, su ciencia y su arte no habrían sido anatemizados y él no habría acabado en la hoguera. Y si Miguel Servet corrió con tan mala suerte por haber señalado que la Santísima Trinidad era un concepto moderno, las brujas y los magos que ni siquiera sabían de teología, lo pasaban aún peor. Ramón Llull fue mucho más cuidadoso con el tema.

Durante la Edad Media, cuando las cruzadas estaban en su apogeo, los santos se convirtieron en guerreros santos, que ganaban batallas ayudados por otros santos que habían sido apóstoles y/o mártires. La guerra santa contra el infiel que había avanzado por Europa ocupando España requería este tipo de santos con espada, y que los santos humildes y perseguidos del pasado se convirtieran en perseguidores, asesinos y destructores de todo aquello que no abrazara a Cristo, como es el caso de san Yago o Santiago Matamoros en la antigua Galicia.

En el Renacimiento aparecieron los santos pensantes, teólogos, escritores, poetas y sabios, que dieron su pincelada de espiritualidad al pensamiento humano.

Una vez conquistada América y con las colonias afincándose en África, aunque fuera para conseguir esclavos, los santos volvieron a ser preferentemente mártires caídos en manos de los indios, los negros o los infieles, y el sincretismo practicado con los pueblos europeos se multiplicó por mil, y aparecieron santos y vírgenes por todos lados, hasta que los indios y los negros se sumaron a la «bondadosa» fe cristiana, y es que en aquellos tiempos era más terrible la cruz que la espada.

Después aparecieron santos educadores y ensayistas, y los únicos mártires que iban apareciendo era en tierras remotas de China, Japón o las más escondidas selvas de todos los rincones del mundo.

En nuestros días prácticamente no hay santos, pero se sigue beatificando y canonizando a uno que otro, siempre y cuando presenten buenos avales, como Josemaría Escrivá de Balaguer, con un amplio séquito de seguidores bien asentados en los puestos de poder.

Josemaría Escrivá de Balaguer

Santos místicos

Aunque son los menos porque siempre han incomodado a las jerarquías, hay santos elevados por el fervor popular que han tardado incluso siglos en ser reconocidos.

Las diferentes órdenes que crecieron al margen o alrededor de la Iglesia, hasta que la Iglesia los aceptó, como a los franciscanos o a los jesuitas, o los destruyó, como a los cátaros, han dado uno que otro santo místico, como san Francisco de Asís, san Juan de la Cruz o santa Teresa de Jesús, cuyas personalidades excéntricas e iluminadas causaron, en un principio, más problemas que bienes a la santa madre Iglesia.

El fervor popular

A nadie escapa que muchos santos, como san Ramón Llull, san Martín de Porres o santa Juana de Arco, han llegado a las páginas de los calendarios gracias a que el pueblo ya los veneraba antes de ser canonizados, que por cualquier otra cosa.