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Bajo una fachada de palmeras y sol, la falta de hogar y la adicción emergen a la superficie.
Desprenderse de las etiquetas que otros te ponen puede resultar difícil, algo que Derek comprende mejor que la mayoría. No obstante, la ayuda puede encontrarse en los lugares más inesperados.
Melissa y Jess se verán inmersas en una intensa batalla por la reconciliación entre sus amigos. Con su ayuda, las verdades dolorosas del pasado tendrán la oportunidad de ser liberadas y se abrirá la posibilidad de que una familia sea restaurada.
Narrada desde la perspectiva de tres desconocidos, «Los Señalados» de Joanna Beresford es una historia conmovedora que aborda el amor, la familia, las relaciones y la redención.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Derechos de autor (C) 2021 Joanna Beresford
Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2023 por Next Chapter
Publicado en 2023 por Next Chapter
Arte de la portada por Celeste Mayorga
Editado por CoverMint
Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de forma ficticia. Cualquier similitud con hechos, lugares o personas reales, vivas o fallecidas, es pura coincidencia.
© Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de ninguna manera o por ningún medio, ya sea electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso previo del autor.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Querido lector
Agradecimientos
Biografía de la Autora
Para Katelyn, Luke y Cameron
Melissa Stevens no quería ir a la fiesta después del baile formal, pero allí estaba aparcando su Hyundai Getz rojo frente a la antigua casa Queenslander. Ya pasaban las once y media y no había dejado de quejarse a su amiga Nadia desde que salieron del hotel. El salón de baile temático en monocromo había logrado albergar a doscientos adolescentes de diecisiete años, y Melissa ya había tenido suficiente.
Temía tanto la fiesta que su cuerpo había empezado a rebelarse: su estómago parecía un saco de serpientes, su corazón martilleaba contra sus costillas y sus palmas húmedas se deslizaban sobre el volante. Por mucho que Melissa lo intentara, le resultaba imposible relajarse. Si no fuera porque Nadia amenazaba con dejar de salir con ella si se negaba, preferiría regresar a casa y meterse en la cama con su móvil para revisar todas las fotos publicadas de antaño. Sus nervios no eran sanos y ella lo sabía. Aunque a la hermosa Nadia le resultaba tan fácil... Los chicos la amaban. No obstante, la torpeza de Melissa parecía atraer únicamente la atención equivocada.
Un grupo de chicas que estaba fumando junto a la valla delantera se acercó al vehículo y las miró fijamente a través del parabrisas. Melissa desabrochó su cinturón de seguridad y las miró con desdén.
Salió torpemente del coche, preparada para que se mofaran de su vestido ajustado. Siempre fingía que no le importaba vestir de marca, pero lo cierto es que odiaba los centros comerciales y los evitaba siempre que podía; demasiadas luces brillantes y dependientas molestas sonriendo falsamente. Su vestuario consistía principalmente en las prendas que su madre le daba y en las que Nadia robaba de su trabajo a tiempo parcial en Chloe.
Su hermosa amiga salió del asiento del copiloto con la elegancia y el porte de una estrella de Hollywood. Ataviada con un elegante vestido plateado que realzaba su increíble figura, Nadia sabía exactamente cómo lucirlo. Un pequeño tatuaje, en forma de dos manos entrelazadas en su tobillo, llamó la atención de Melissa. ¿Cuándo se lo habría hecho?
Nadia siempre decía que era preferible disfrutar de las ventajas de trabajar en el comercio minorista, a pesar de que eso le estuviera destruyendo el alma. Siempre intentaba convencer a Melissa de probar cosas nuevas para liberarse de su autoimpuesta crisálida de moda, pero era una batalla perdida. Ambas eran juzgadas por su apariencia. Melissa, porque nada le importaba lo más mínimo, mientras que Nadia, parecía lo más cercano a la perfección que una chica podía alcanzar.
—Venga, Lis. No te preocupes por esas zorras. —Nadia se dio un toque en la muñeca para ajustar los brazaletes y, al mismo tiempo, mostrar desdén hacia las demás—. Entremos.
El grupo de bienvenida observó en silencio mientras esta avanzaba hacia la puerta principal. Melissa, en su papel habitual de acompañante, la seguía de cerca. Nadia era hermosa y lo sabía. Todo el mundo la deseaba o quería ser como ella.
Finalmente, llegaron a la puerta principal. Cuanto más rápido entraran (dándole a Nadia la oportunidad de tomar unas copas y coquetear), más rápido podría Melissa afirmar lo aburrido que resultaba y, así poder irse a casa. Ni siquiera sabía a quién pertenecía ese lugar.
Melissa se giró y lanzó una última mirada a las chicas que permanecían fascinadas junto a la entrada. Sus rostros maquillados brillaban con la luz de los teléfonos mientras enviaban mensajes de texto, seguramente para contar que Nadia y su inútil acompañante ya habían llegado. Tal vez se preocupaba demasiado, pero había pasado suficiente tiempo en la escuela junto a esas chicas desagradables como para saber que lo que decían no sería nada agradable.
Cuando Nadia mencionó que habría una fiesta, Melissa supo de inmediato cuál era la razón. Dado que tenía una licencia de conducir provisional, Nadia era consciente de que Melissa no podría negarse, por lo que era una apuesta segura contar que ella la llevaría.
A pesar de sus muchas diferencias, habían sido inseparables desde que tenían cinco años. Aunque su amiga se enfadaría si lo supiera, Melissa se sentía obligada a acompañar a Nadia siempre que había una fiesta para evitar que hiciera alguna tontería. Observó cómo su amiga se detenía frente a un escaparate para aplicarse un poco de brillo de labios mientras se veía reflejada.
—¿Qué tal estoy?
—Estás fantástica, Nards. Por favor, no me dejes sola esta vez.
—Solo si tengo suerte.
Nadia abrió la puerta y fueron recibidas por una explosión de música rap.
Melissa agarró su brazo y lo sujetó con fuerza.
—Venga, te estresas demasiado. Relájate y tal vez te diviertas —dijo, encogiéndose de hombros y adentrándose en la refriega, sacudiendo su melena oscura y sedosa.
Melissa cerró los ojos por un segundo.
—Dios mío, ayúdame.
Por los altavoces resonaban letras repletas de maldiciones. No entendía el rap en lo más mínimo. A ella le gustaban más las baladas acústicas de cantautores como Ed Sheeran. Luchó contra el impulso de darse la vuelta y regresar al refugio que le ofrecía el coche.
Los chicos se aglutinaban bajo la luz solitaria del pasillo, intercambiando pastillas. Melissa rodó los ojos y pasó de largo. Las luces del salón se apagaron y cuerpos agitados y sudorosos se apretujaron a su alrededor mientras intentaba abrirse paso, con risas y gritos compitiendo por hacerse oír por encima del estruendo. Finalmente, logró encontrar un pequeño espacio junto a una ventana para respirar, sintiéndose invadida por el la proximidad de la multitud abarrotada. Miró hacia el cielo azul del atardecer, iluminado por la luna llena. La cara redonda y familiar la reconfortó, al igual que darse cuenta de que era prácticamente anónima en la oscuridad.
Nadia había desaparecido, como de costumbre. Resignada a soportar otra noche sola escuchando música de mierda y observando cómo la gente se emborrachaba y se rozaba entre sí, Melissa se abrió camino entre la multitud y encontró una silla libre en un rincón. Perfecto, pensó. Sola como de costumbre.
Esperó en la sombra, segura de que eventualmente, Nadia se daría cuenta de su ausencia.
Melissa estaba sedienta, pero desde donde estaba sentada podía ver que el camino hacia la cocina estaba obstaculizado por dos jugadores de fútbol americano que conocía desde la escuela. Era difícil determinar si estaban discutiendo o simplemente trataban de comunicarse en medio del bullicio. Más adelante, los bancos estaban repletos de bolsas de patatas fritas y bebidas.
Nadia apareció de nuevo frente a ella y le hizo una seña impaciente.
—Sigue el ritmo.
La cocina estaba igualmente abarrotada, pero esta vez su llegada, o más bien la de Nadia, fue recibida con gritos y ovaciones. Nadia no dejaba de recibir abrazos. Incluso Melissa recibió un par de palmadas. Sabía que solo era porque estaba con Nadia, pero no le importaba; al menos los demás la habían reconocido. Eran mucho más amigables que las chicas de la entrada. Y mucho más ebrios.
Nadia agarró una botella de vodka del mostrador y sacó dos vasos de plástico de una de las mangas.
Mientras llenaba los vasos, Melissa negó con la cabeza y la miró.
—No puedo beber. Soy la que conduce, ¿recuerdas?
—Tranquila, un sorbo no te hará daño. —Nadia colocó un vaso rebosante en la mano de Melissa y alzó el suyo—. ¡Salud!
Nadia se lo bebió de un solo trago mientras Melissa daba un sorbo a regañadientes. El vodka le quemó la garganta y sintió ganas de vomitar. Todos la miraban como si fuera de otro planeta. No pudo evitar soltar una tos fuerte y ahogada.
—¡Qué débil eres! —dijo Nadia con una sonrisa y le quitó el vaso.
Melissa vio cómo tomaba un trago del vaso y lo rellenaba con limonada de una botella que tenían cerca.
—Toma, esto está mejor. —Cuando Nadia se lo devolvió, alguien la llamó desde el otro lado de la habitación. Arrugó la nariz con desprecio—. ¡Qué asco!
—¡Nadia! —la llamó un hombre alto con el cabello de color arena cayendo sobre sus ojos mientras entraba en la cocina y se acercaba directamente hacia ella.
Nadia examinó su bebida con la meticulosidad de un científico observando a través de un microscopio, tratando de fingir que no había escuchado ni notado su presencia. Divertido, el chico esperó pacientemente a que levantara la mirada.
Melissa también sonrió a Nadia, pero recibió a cambio una mirada fruncida. Finalmente, esta última levantó la mirada y la clavó en la del chico durante un breve y despectivo instante. Justo cuando él iba a decir algo, ella pasó bruscamente a su lado y fue engullida de inmediato por la multitud de cuerpos.
Melissa se encontró sola. Aunque técnicamente no lo estaba, ya que curiosamente el chico no siguió a Nadia. En lugar de eso, su mirada expectante se posó en ella. Tuvo la incómoda sensación de que la estaban evaluando como a una presa.
—Hola —dijo él.
—Hola.
—¿Te lo estás pasando bien?
—No estoy segura. Supongo que está bien —respondió encogiéndose de hombros, tratando de aparentar que no le importaba demasiado—. Estoy un poco aburrida, para ser honesta.
—¿En serio? —Sonrió burlón—. ¿Vienes con Nadia?
Melissa asintió.
—Esa chica es un grano en el culo.
De repente, dio un paso hacia adelante y su cuerpo se aproximó al suyo. Aunque el insulto sobre su mejor amiga la molestó, la cercanía de su torso y el delicioso aroma a coco de su cabello la llevaron a pensar en sexo.
Dio un paso hacia atrás, sosteniendo un vaso vacío en la mano.
—Lo siento, lo necesitaba.
Melissa apretó los labios y bajó la barbilla.
Él enarcó una ceja.
—¿Quieres una?
—¿Una… qué? —Ella se dio la vuelta y lo vio sacar una lata de ron con cola de la nevera.
—¿Una de estas?
—No, gracias. Ya tengo una. —Ella levantó su vaso de vodka diluido—. Además, soy quien conduce.
Él asintió.
—Entonces tal vez sea la elección correcta.
Observó cómo él giraba el tapón y vertía la bebida en un vaso sobre la encimera que había junto a ellos, y se preguntó por qué se molestaba en hacerlo ya que cualquiera podría beber directamente de la botella. Era su oportunidad de escapar y la aprovechó.
—Eh, ¿adónde vas? —la llamó.
En cuanto dobló la esquina, Nadia la agarró por los hombros y la condujo por el pasillo hasta un baño que olía a vómito.
Melissa intentó liberarse de su agarre.
—¿Qué te pasa? ¡Suéltame! Me haces daño.
—Ya sabes cómo es Jared Collins. Esta es su fiesta, idiota. Tenemos que tratar de mantenernos alejadas de él. —Nadia se colocó las manos en las caderas.
Melissa no tenía ni idea de lo que Jared Collins podría haber hecho para disgustarla tanto. Era un buen augurio para su plan de escape.
—Júralo.
—¡Está bien! No me acercaré a él. Y si te hace sentir mejor, le dije que su fiesta era una mierda.
—¿Sí? —Se rio Nadia—. Bueno, tienes razón.
Pese a conocerse desde hacía años, Melissa nunca logró comprender del todo cómo funcionaba la mente de Nadia y rara vez estaba de acuerdo con las decisiones que tomaba. El tatuaje, por ejemplo. Todo lo que hacía Nadia desprendía un halo de misticismo. Podía caminar por una habitación desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, simplemente actuando con una distancia cautivadora. Sus enigmáticos ojos marrones parecían a menudo tristes, ocultando una verdad más profunda tras su inexpugnable fachada, pero la mayor parte del tiempo estaban dispuestos a superar cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. Melissa se dio cuenta de que siempre había sentido un poco de envidia. Al lado de Nadia, se consideraba dolorosamente baja y regordeta, tal como su propia madre solía recalcar. También tenía el pelo castaño, rizado y alborotado, que tardaba una eternidad en crecer. Su piel era blanca como la leche y se quemaba al contacto con el sol, mientras que la de Nadia era de un tono acaramelado y se bronceaba en verano. Esto hacía que Melissa pareciera aún más pálida y anémica cuando estaban juntas. En una ocasión, había probado el bronceado artificial y había terminado con un tono anaranjado. Desearía tener algo de color, aunque solo fuera un par de tonos más oscuro que el blanco de la nieve, para no resaltar como un faro cada vez que iban a la playa.
Nadia no hablaba mucho sobre su familia. Melissa sabía que su padre había desaparecido una tarde una década atrás y no había vuelto a saber de él desde entonces. Su madre, aunque seguía presente, estaba completamente loca y todo el mundo lo sabía.
Melissa volvió a la cocina y esperó junto a la puerta. Jared ya no estaba allí.
—Estás a salvo.
Nadia se sirvió otra copa.
Melissa vislumbró a Jared a través de la ventana. Estaba sentado en las escaleras, flanqueado a ambos lados por sus compañeros Leon Ross y Trent Pollock, tres jugadores de baloncesto de enorme estatura que bromeaban y reían a carcajadas. Leon lanzaba con destreza palomitas al aire y las atrapaba con la boca, mientras Trent golpeaba con el codo el costado de Jared, tratando de señalar algo que sucedía en el jardín.
Melissa se sintió avergonzada cuando, de repente, Jared apartó su atención de Trent y la miró fijamente desde el interior, con la cara contraída por la diversión. Ella se giró con la misma rapidez, solo para darse cuenta de que Nadia la había abandonado una vez más. Animada por el vodka, Melissa se dio la vuelta y le lanzó a Jared un coqueto guiño. La sonrisa de él se amplió y ella agradeció que la suave iluminación ocultara sus mejillas sonrojadas.
Nadia regresó a su lado y le ofreció una segunda copa.
—¿Qué estás haciendo?
—Dios, me has dado un susto tremendo. No estoy haciendo nada.
—¡Mentirosa!
Melissa levantó el vaso y bebió.
Ella desconocía cómo habían llegado las bebidas adicionales. La habitación empezó a dar vueltas y su mente, normalmente lúcida, se volvió confusa. Las caras se amontonaban a su alrededor, riendo y burlándose. Melissa fijó su mirada en el fondo de su copa y pensó en los chicos que había visto al comienzo de la noche compartiendo drogas. ¿Habrían puesto algo en su bebida? Nadia no le haría algo así, ¿verdad? La música se interrumpió. Una chica se abalanzó sobre ella y, antes de acariciar su cabello con dedos pegajosos, le dijo:
—Tienes una melena preciosa.
Nadia volvió a llenar su copa y la animó a que se divirtiera.
—Tengo que conducir.
Nadia le sopló en la cara.
—¡Ya no!
A Melissa todo le parecía gracioso. Se perdió por completo cuando alguien tropezó y se cayó de bruces al suelo.
El chico levantó la cabeza, con la nariz sangrando.
—Cierra el pico, hija de puta. No tiene gracia.
Elevó las manos en señal de rendición y retrocedió. ¿Qué le había sucedido a Nadia? Se había ido. Otra vez. La historia de su vida. Una ola de frustración la impulsó hacia la puerta trasera. El aire fresco de la noche acarició sus mejillas enrojecidas. Descendió torpemente por unos viejos escalones de madera, uno... dos... al tercer paso tropezó y se arañó la pierna con la gravilla. No podía sentir nada. El jardín estaba completamente despejado, a excepción de unas chicas que charlaban sentadas sobre el césped. Era un lugar muy acogedor, pero el aire fresco de la noche no lograba despejar su mente ni orientarla correctamente.
Melissa se agachó y dejó que su cabeza descansara entre las rodillas, soltando un quejido.
—¡Nadia! ¿Dónde estás? ¿Puedes venir a buscarme? Voy a vomitar.
—Oye, ¿estás bien?
Levantó la cabeza e intentó recuperar la concentración.
—Necesito que todo deje de dar vueltas.
Una mano la sujetó del codo, y sintió un nudo en la garganta.
La voz de la persona que la estaba ayudando le resultaba familiar. Melissa levantó la vista expectante.
—¡Eres tú! Dios mío, qué bueno estás.
—¿Qué?
—Lo siento. No pretendía decirlo en voz alta. —Ella dejó escapar una risita.
—¿Qué haces aquí sola? Todos los demás están en la entrada.
—¿Y tú, Jared? Es tu fiesta, ¿recuerdas?
—Tal vez porque te estaba buscando.
Melissa parpadeó.
—¿A mí? ¿P-Por qué?
—Pareces una buena persona.
Ella se tambaleó cuando él la ayudaba a incorporarse, pasando su brazo alrededor de su cintura para sostenerla con firmeza. Un dolor punzante la golpeó en la ingle...
—Gracia… Quiero decir, gracias. Tengo que encontrar a Nadia.
Jared se apartó el pelo de los ojos.
—¿No preferirías quedarte y pasar un rato conmigo?
Encantador. Tan, tan increíblemente atractivo. Melissa sacudió la cabeza en un intento de desechar aquel pensamiento. Nadia le había hecho prometer que lo ignoraría, pero resultaba difícil hacerlo cuando su cuerpo volvía a presionarse contra el suyo.
—De acuerdo, lo haré. —Extendió un brazo—. Llénala.
¿Se daba cuenta Jared de lo borracha que estaba? Por supuesto, tonta. En las fiestas solo hablaba con chicos extraños, nunca con chicos por los que se sentía atraída. Que Jared quisiera quedarse y hablar con ella era un milagro.
—Ven conmigo. —Deslizó su mano por la espalda y la animó a caminar. Una vez que Melissa recuperó el equilibrio, la guio hacia el jardín, donde había un sofá al aire libre bajo la sombrilla de un árbol jacarandá.
—No te voy a morder. —Jared tiró suavemente de la esquina de su camisa para indicarle que se sentara a su lado. Miró hacia las ramas—. Impresionante, ¿no crees?
—Sí. —Melissa sentía la lengua densa y pesada.
—¿Desde hace cuánto tiempo conoces a Nadia?
¡Nadia! Se incorporó y se volvió alarmada
—¿La has visto? Siempre me deja plantada.
Tal vez se trataba de una prueba y Nadia los estaba observando, desafiando silenciosamente a Melissa a romper la promesa de mantenerse alejada de ese chico. Lo cual, técnicamente hablando, ya había hecho.
—No debería estar hablando contigo.
Jared frunció el ceño.
—¿Quién lo dice?
—Yo... —vaciló. Melissa no podía pensar en una buena razón para no hacerlo. Él la había rescatado y la estaba cuidando—. No importa.
—¿Tienes frío?
—No, estoy bien. —Estaba enfadada. Jared parecía ser un buen chico. Nadia era una idiota—. ¿Por qué no le caes bien?
Jared suspiró y guardó silencio por un instante.
—Es complicado.
—¿No lo es todo cuando se trata de Nadia?
—No te equivocas. ¿De verdad ha dicho que no le caigo bien?
Melissa asintió con pesar. No quería herir sus sentimientos.
—Joder, eso es una gilipollez. La verdad es que no sé qué hacer al respecto.
Parecía triste y Melissa sintió compasión por él. Pasó su brazo alrededor de sus hombros
—¿Qué ocurre?
Jared la miró y levantó una ceja.
—Es mejor que eso quede entre ella y yo. Mira, no quisiera parecer un capullo, pero ¿podemos cambiar de tema? —Con el pulgar le levantó la barbilla.
El teléfono de Melissa vibró en su bolsillo y ella resistió la tentación de revisarlo. Después de una breve pausa, volvió a sonar.
—Lo siento. —Fue todo lo que pudo decir mientras lo sacaba y lo apagaba sin mirar la pantalla.
—Ah, no te preocupes por eso. —Con su mano aún en su rostro, deslizó su dedo por el labio inferior de ella—. ¿Por qué no me cuentas algo sobre ti?
—¿Cómo qué?
—No lo sé. ¿Qué preferirías estar haciendo en lugar de estar en esta fiesta aburrida?
—No puedo creer que haya dicho eso.
—No sé si alguna vez podré olvidarte. —Jared se inclinó y la besó, suavemente. Sabía a refresco. Se apartó un momento para poder mirarla bien—. No soy tan mala persona, Melissa.
Ella quería más. Nadia iba a matarla.
Jess Garrett había estado de mal humor todo el día. Todo comenzó cuando, a la una de la madrugada, la despertaron de golpe con un portazo, mientras dos chicas pasaban a toda prisa por delante de su casa, gritándose mutuamente. La música proveniente de la fiesta en la calle de al lado llevaba sonando durante horas. Afortunadamente, Cara se despertó y logró tranquilizarse. Aaron, en cambio, no se había enterado de nada y seguía roncando sin preocupación. Una vez despierta, Jess no pudo volver a conciliar el sueño, su mente estaba enfocada en escuchar a su hija. Cuando finalmente cedió al cansancio, la noche solo le concedió una hora más de sueño antes de que amaneciera, acompañado por el canto de los pájaros. Aaron dejó a un lado su pereza con un encogimiento de hombros y un «probablemente tengas razón», antes de salir a jugar al golf en Shorncliffe, como solía hacer todos los fines de semana.
Echó un vistazo al montón de escombros que se acumulaba frente a la puerta trasera y sintió una oleada de satisfacción: ¡las reformas de la cocina estaban prácticamente terminadas! Había sido un alivio despedir a los instaladores el viernes por la tarde. Durante toda la semana, se había visto inmersa en el constante incesante alboroto de los martillos y taladros inalámbricos, lo cual había perturbado la rutina de su hija. El tumulto de la noche anterior había sido la gota que colmó el vaso.
Conocían a los dueños de la casa donde se celebró la fiesta. Samantha y Paul, una pareja encantadora, diez años mayores que ella y Aaron. Habían sido invitados a una barbacoa poco después de que se mudaran a Kippering. Eran gente amable, de clase media y con buenos puestos de trabajo. Hace unas semanas, Sam mencionó de pasada que tenía que volar a Sydney para asistir a una boda. Jess se imaginaba a su vecina luciendo un elegante vestido vaporoso mientras tomaba sorbos de una copa de champán para realzar su figura esbelta y tonificada. Se preguntaba si Aaron hablaría con Jared, su hijo, acerca de la fiesta y que acababa de cumplir diecisiete años. Consideraban que era lo suficientemente responsable como para quedarse solo en casa. Seguramente Aaron estaría de acuerdo. Jess también se preguntaba qué pensaría Sam al ver su hermosa casa invadida por todos esos jóvenes alcoholizados y posiblemente drogados.
Tal vez Jess consideraría contarles acerca de la fiesta. Sin embargo, surgió la pregunta de si su preciada Cara podría llegar a involucrarse en algo tan turbio cuando creciera. En este momento, le resultaba difícil imaginar que aquellos inocentes ojos verdes pudieran ocultarle algo. Tal vez sería mejor guardar silencio y no decir nada. ¿Quién era ella para juzgar?
Vivir cerca de la escuela de Kippering, donde enseñaba su marido, no era tan fácil. Ni siquiera podían ir a la tienda o al cine sin que los niños y los padres se acercaran a saludarlo, ignorándola a ella por completo. Algunos incluso sabían dónde vivían y gritaban «¡Eh, Sr. Garrett!» al pasar frente a su casa. Revelar lo sucedido en la fiesta podría traer consecuencias. Su marido destacaba por su confianza y su voz autoritaria. Nunca evitaba una buena conversación y le gustaba compartir su opinión abiertamente.
Jess deslizó la palma de su mano con gesto de adoración sobre la elegante y pálida encimera de granito. Cada mota incrustada brillaba a medida que el sol de la tarde entraba por la ventana de la cocina. Sentir la suavidad de la superficie bajo su piel aliviaba en cierta medida la frustración de no poder dormir lo suficiente y de tener que lidiar con una vivienda provisional. Apoyó su rostro sobre el frescor de la superficie y se deleitó en su nuevo dominio. Por supuesto, nunca lo admitiría ante Aaron, pero por fin empezaba a pensar que las costosas reformas habían valido la pena.
Su marido había derribado la antigua cocina y había arrojado todo al patio trasero con la promesa de llevarlo al vertedero ese fin de semana. Ella lo admiraba más por su intelecto que por su apariencia física. Claro que Aaron podía caminar por un campo de golf o subir y bajar las escaleras de la playa, pero era más feliz sentado alrededor de una mesa comiendo e intercambiando ideas con sus amigos y colegas. Tenía la barriga prominente de un profesional de oficina para demostrarlo. Aunque podría ser peor, pensó Jess. Al menos no era uno de esos ciclistas vestidos con licra que van en manada y congestionan las carreteras principales todos los domingos mientras se dirigen de camino a su cafetería favorita para tomarse un café con leche.
La limpieza no se había realizado en tres semanas. Jess había sobrevivido en medio del desorden de la habitación, amontonando todos los artículos de despensa sobre la mesa del comedor. También había más cajas en el área de lavandería. No podía dejar nada en el suelo donde Cara pudiera meterse, y con las recientes lluvias, la lámina de fibrocemento que él había colocado encima del pozo de arena se había vuelto resbaladiza y un caos. A pesar de todo, iba a mantener la boca cerrada y dejar que él se encargara de despejar las cosas, aunque lo hiciera a su manera. Dios, no quería ni pensar en cómo sería el panorama. Todavía quedaban por arreglar el baño y los dos dormitorios antes de empezar con el exterior.
Jess alzó los brazos y se estiró. Le dolía la espalda de tanto cargar a su bebé de once meses. La única ventaja era que sus brazos se habían tonificado bastante debido a cargar con Cara, cocinar y hacer la colada. ¿Había tiempo para una taza de té antes de que se despertara?
Los gruñidos intermitentes de Cara comenzaron tan pronto como la tetera dejó de hervir.
—Demasiado tarde —suspiró Jess. Sus pechos empezaron a doler mientras la leche fluía y empapaba la parte delantera de su camiseta.
Se había propuesto amamantar a su hija durante los seis primeros meses y luego pasar a la leche artificial, pero la niña aún no se había destetado. A veces, todavía le resultaba difícil aceptar el sacrificio que implicaba ser madre. Desde el día en que Aaron las trajo a casa desde el hospital, una pesadez se había instalado sobre ella como una manta pesada, y no parecía desaparecer. Algunos días, Jess se preguntaba de dónde sacaba la fuerza para levantarse de la cama. Quizás era algo normal. Se frotó las sienes y consideró prepararse una taza de té antes de despertar a Cara, pero el familiar sentimiento de culpabilidad materna la disuadió de hacerlo. La niña se pondría muy nerviosa.
Un cosquilleo de ansiedad se extendió por los hombros de Jess mientras recorría el pasillo y entraba en la primera habitación que Aaron y ella habían decorado con ilusión. Las paredes eran de un suave tono amarillo pálido y los muebles, de un blanco impecable. Estaba repleta de todas las cosas que creían que necesitarían para la llegada de su bebé. Encima del armario y la mecedora se amontonaban medio centenar de peluches. Y, por último, pero no menos importante, se encontraba su favorito: un tierno muñeco azul de los Wiggles que colgaba de manera divertida entre los dos barrotes de la cuna.
—Venga, cariño.
Jess se inclinó sobre los barrotes, sacó a Cara de la cuna y la llevó al salón. La niña se aferró hambrienta al pecho de su madre mientras Jess se hundía agradecida en el sofá.
—¿Qué te parece si damos un paseo después? —susurró mientras contemplaba el rostro de su hija, sus mejillas sonrosadas y regordetas mientras succionaba rítmicamente. Mientras acariciaba los rizos de Cara, Jess cerró los ojos y se entregó a la inmovilidad. Deseaba desesperadamente poder arrancar el viejo papel pintado del dormitorio principal, pero ahora no podría. Dentro de una hora tendría que empezar a preparar la cena. Era mejor salir de casa para intentar despejarse.
Hacía calor tanto en el interior como en el exterior de la casa, haciendo que Jess sudara bajo el peso del saco de judías de Cara. Sin embargo, una brisa acariciaba las hojas del árbol de leopardo que se alzaba como un guardián junto a la ventana. Quizás cerca del agua el aire sería más fresco. Sabía que Aaron no regresaría del golf hasta pasadas las cinco.
Finalmente, satisfecha, Cara se separó y se dejó caer en sus brazos, en un estado de somnolencia. Pequeñas gotas de leche se deslizaban por su barbilla y se perdían entre los pliegues de su regordete cuello. Abrió lentamente los ojos y su rostro se iluminó con deleite luego de dejar escapar un pedo que resonó en el regazo de su madre. En ese momento tan especial, Jess no pudo evitar sentir una mezcla de ternura y aceptación, perdonando a su hija por su constante necesidad de atención.
—Vamos, pequeña valiente. Vamos a cambiarte y a ponerte en el cochecito.
Mientras se disponía a salir, Jess vio su reflejo en el espejo del recibidor. Esa misma mañana se había recogido con descuido el cabello en una coleta. Algunos mechones rebeldes sobresalían por encima de las orejas y la nuca. Solía considerarse bastante atractiva. Aaron a menudo se lo recordaba. Siempre solía decir que le encantaba la forma en que su nariz se arqueaba sutilmente, comparándola con una pista de esquí. Aunque a él le encantaba, ella no estaba convencida, especialmente porque uno de sus dientes delanteros estaba ligeramente torcido.
—Te da personalidad —solía decir Aaron.
En ese instante, con sus ojos color avellana y las líneas de expresión debajo mirándola fijamente, no se sentía atractiva en absoluto. Su camiseta de algodón a rayas azules estaba estirada por los repetidos jaloneos de Cara mientras se alimentaba, haciendo que su suave tela se amontonara entre sus diminutos dedos. Se sentía pegajosa e incómoda.
Jess se quitó la goma del pelo y se esforzó por retirar hacia atrás los mechones sueltos, alisándolos con un poco de saliva. Aunque se sentía un poco desaliñada, consideró que estaba lo suficientemente presentable para salir en público. Colocó un par de sandalias sencillas junto a la puerta principal y levantó a Cara con cuidado, acomodándola en el cochecito que estaba aparcado en el porche.
Mientras caminaban por la explanada, una agradable brisa las refrescaba a ambas. Sin previo aviso, una abrumadora e inesperada sensación de soledad golpeó a Jess. Se detuvo abruptamente, sintiéndose mareada, y se apoyó en el asa del cochecito para sostenerse. Sus piernas parecieron bloquearse momentáneamente, como si estuvieran paralizadas. Por un instante, consideró dar media vuelta y regresar, pero respiró hondo y se obligó a seguir adelante.
—No va a pasar nada. No va a pasar nada. No va a pasar nada. No va a pasar nada… —repetía el mismo mantra una y otra vez hasta que sus pies dejaron de tambalearse y los pinchazos en los hombros comenzaron a desaparecer. Cara estaba feliz y pataleaba despreocupadamente, ajena a la angustia de su madre. Jess se sentía frustrada consigo misma. Pensaba que había superado sus ataques de pánico, pero desde que se había mudado a Brisbane hacía siete meses, habían resurgido con más fuerza.
Echaba de menos ir a trabajar. Aunque tener un hijo era su sueño, no sabía cómo expresarle a Aaron que no se sentía totalmente feliz. Él no siempre sabía escuchar, especialmente por las tardes cuando estaba ocupado planificando sus clases. Le resultaba difícil no resentirse por la energía que él invertía en las vidas de sus estudiantes. ¿Y si destinara parte de esa energía hacia su familia? Al fin y al cabo, lo único que quería era tener una conversación adulta sobre cualquier tema, excepto sobre la limpieza de casa, la dieta y los hábitos intestinales de Cara.
Jess volvió a aferrar el asa del cochecito y continuó su camino. Si lograba llegar a las tiendas, se recompensaría con un delicioso KitKat. Intentó no pensar en el anillo de grasa que rodeaba su cintura.
Mientras avanzaba por el sendero, notó que un hombre se aproximaba hacia ella. Jess estimó que debía tener alrededor de sesenta años. Su cabello canoso lucía húmedo y grasiento, y llevaba demasiada ropa para esa época del año. Cargaba una mochila y una bolsa de plástico abultada, lo cual hacía caminar encorvado. El hombre no daba muestras de haberse percatado de su presencia. Jess apartó con rapidez el cochecito a un lado del sendero para evitar una colisión. En ese preciso instante, Cara dio una patada y se desprendió de uno de sus zapatos. Este cayó al suelo y rodó hasta detenerse justo frente al desconocido. Él se detuvo y lo observó detenidamente. Jess se encontraba indecisa. ¿Debía recogerlo ella misma o esperar? Al cabo de unos segundos, el hombre se agachó para recogerlo. Observó el diminuto zapato en la palma de su mano antes de dirigir su mirada hacia Cara y luego hacia Jess.
Ella sonrió nerviosa y le tendió la mano.
—Muchas gracias.
Él no respondió, sosteniendo suavemente el zapato de cuero blando en la palma de su mano.
Jess se arrodilló y volvió a colocar el zapato en el pie de su hija mientras Cara se reía. Luego levantó la vista y sonrió al hombre.
—Siempre hace lo mismo. Ya hemos perdido un par, ¿verdad, Cara?
—¡Zapato! —La niña dio unas palmaditas.
—Así es. Zapato. —Jess intentó esbozar una sonrisa entusiasta, pero desistió. Las conversaciones que se limitaban a una palabra la desgastaban. Ahora que el hombre estaba de pie junto a ella, le atribuyó unos cincuenta años. No tenía demasiadas arrugas y aún conservaba mucho color en la barba. El aspecto desaliñado había resultado engañoso. Caminaba arrastrando los pies—. Bueno, gracias de nuevo.
Jess asintió cortésmente y se puso de pie antes de seguir adelante. Se giró para observar cómo el hombre se alejaba en dirección opuesta y una sensación de incomodidad familiar se apoderó de ella. Notó que sus ojos reflejaban tristeza, reflejando en ellos una mirada similar a la suya.
—¿Dónde estabas? ¿Por qué no contestaste al teléfono? —Aaron se detuvo en los escalones y la miró con gesto acusador mientras Jess volvía a colocar el cochecito en la acera.
—Olvidé hacerlo. Solo estábamos dando un paseo. ¿Por qué no has entrado? —Jess frunció el ceño. Estaba claro que lo había vuelto a irritar.
—Porque esta mañana me he dejado las llaves de casa en la mesilla, por eso. Cuando llegué, todo estaba cerrado.
—Supongo que eso nos hace a los dos un poco olvidadizos.
Aaron se veía ridículo allí de pie, frunciendo las cejas y cruzándose de brazos. Parecía como si estuviera a punto de estallar en una rabieta, al igual que su hija. Jess deseaba que no le hablara como si fuera una de sus estudiantes. No era culpa suya.
—Sabes perfectamente a qué hora llego a casa.
—¿En serio, Aaron? No soy una maldita adivina, ya sabes.
Ella le tiró las llaves y se agachó para sacar a Cara de su coche. Intentó ignorar la ira que la invadía mientras él abría la puerta principal y se dirigía al interior, dejándola sola con el cochecito y el bebé. Lo vio detenerse al llegar a la cocina.
—La verdad es que tiene un aspecto fantástico. Aunque hay bastante polvo. —Se giró e hizo una mueca—. Necesita una buena limpieza, ¿no crees?
Aaron tomó a Cara, la levantó y sopló en su barriga. La bebé lanzó un gritito de alegría.
Se acercó a Jess y le dio un beso en la mejilla, sin apenas reparar en sus hombros caídos, mientras disfrutaba de la vista de los de armarios blancos, los electrodomésticos de acero inoxidable y lámparas empotradas.
—Tengo mucho trabajo que hacer esta noche. Uno de mis estudiantes de décimo grado corre el riesgo de ser expulsado si no pone fin a su camino hacia la autodestrucción. Sería un desperdicio; es un chico brillante. Estoy haciendo todo lo posible para ayudarlo a aprobar su evaluación. Sin embargo, no logro que deje de cometer errores estúpidos.
—Aaron, no digas groserías delante de Cara. ¿Quieres que su primera palabra sea una grosería?
—¿Qué? No, perdona. De todos modos, maldita sea, ¿qué estaba diciendo?
—¿Tu estudiante de décimo grado?
—Sí, eso es. Luego mi mejor estudiante de inglés de último año dejó de participar en clase. Tiene problemas en casa. Estamos a punto de comenzar la siguiente unidad y todavía no ha entregado ninguna tarea. También tengo a mi cargo una clase de matemáticas de séptimo curso para la próxima semana, aprovechando que Sam Ling está de luna de miel. Los estudiantes son muy difíciles, no prestan atención. Es un no parar en estos momentos y sigo muy cansado desde la semana pasada. Pensé que el golf me ayudaría a despejar la mente, pero por desgracia no ha sido así. Oye, ¿podrías prepararme una taza de té? —Aaron dejó a Cara en el suelo—. Será mejor que empiece cuanto antes.
Jess agarró el paño de cocina y se dispuso a limpiar el mostrador a medias. Se sorprendió de que, en tan solo cinco minutos, Aaron lograra que todas las discusiones giraran en torno a él.
Aaron se dirigió hacia su dormitorio antes de detenerse y dar media vuelta.
—Supongo que no habrás preparado nada para la cena.
Jess se pasó una mano por la nuca.
—No, iba a ponerme a ello en cuanto volviera.
—¿Por qué no pedimos algo para cenar esta noche? ¿Te apetece comida tailandesa?
—¿Podemos permitírnoslo?
—Lo añadiremos a la hipoteca y lo pagaremos en veinte años.
Jess encendió la tetera y dejó escapar un suspiro de alivio.
—Sería bueno comer comida tailandesa, gracias.
Se alegraba de no tener que cocinar, a pesar de tener una cocina nueva.
—Me olvidé de preguntar —dijo Aaron—. ¿Cómo te ha ido hoy? ¿Habéis hecho algo interesante aparte del paseo?
—La verdad es que no. —Jess quería decir que había sido aburrido, pero el estado de ánimo de su marido había mejorado. No quería que empezara a darle una de sus charlas sobre gratitud y atención plena.
Ya había tomado la decisión de dejarlo en un futuro no muy lejano. ¿En qué momento se había convertido en un gilipollas tan egocéntrico? ¿Bastaba con una nueva cocina para que sus prioridades quedaran en segundo plano? Compartir la responsabilidad de criar a una bebé también dificultaba mucho la logística.
Jess echaba de menos su trabajo como peluquera en Hervey Bay. Había crecido en esa zona y conocía a todo el mundo. Disfrutaba conversando con sus clientas y verlas salir de la peluquería luciendo un aspecto estupendo. Sentía una gran satisfacción. Sus padres vivían a tan solo quince minutos de la ciudad, en la granja donde había nacido y crecido. Ella y Aaron se habían casado en el jardín delantero, rodeados de tías, tíos y primos. Sus padres estaban encantados cuando ella y Aaron anunciaron que esperaban un bebé. Por suerte, solo había experimentado algunas náuseas matutinas durante las primeras semanas, aunque las largas horas de trabajo en el último mes habían sido agotadoras. Hace dos años, mientras paseaba por la ciudad con sus amigas y contemplaba al atractivo desconocido, Jess había asumido por error que él estaría allí para siempre.
Desafortunadamente, no fue así. Aaron, a pesar de haber crecido en Brisbane, decidió solicitar un puesto como profesor en Hervey Bay justó después de terminar la universidad. Sin decirle nada a Jess, había solicitado su traslado y se lo habían concedido. Aaron estaba decidido a que este cambio al sur le llevaría por la vía rápida a convertirse en jefe del departamento. Recientemente, la escuela había estado atravesando problemas. Tenía mala reputación y dificultades para retener a los profesores a largo plazo. Aaron estaba esperando su oportunidad. A Jess le causó mucha angustia cuando él le contó sobre su nuevo trabajo. Le rogó que buscara un puesto en una escuela privada de la zona para poder quedarse en Hervey Bay. Su respuesta fue: «¿No puedo tener mi oportunidad para variar, Jess?».
Él había llegado a un punto en el que, a regañadientes, ella había aceptado que, dado que iba a quedarse en casa con el bebé y no iba a trabajar, el lugar de residencia no importaba tanto. Quería ser ama de casa, ¿no? No quería que su bebé fuera a la guardería.
Pero, ¿qué pasaría con su familia y sus amigos? ¿Quién estaría allí para hacerle compañía? Nadie le había advertido que su matrimonio estaría lleno de compromisos. ¿Así se había sentido Aaron todo el tiempo, rodeado de su gente? La familia de él la había acogido como a uno de los suyos. Sus propios padres estaban divorciados, y siempre se quejaba de tener que lidiar con la logística de una familia dividida.
Se había comprometido con este hombre para lo bueno y para lo malo. ¿Quién hubiera imaginado que lo «malo» llegaría tan pronto? No sabía que la maternidad le iba a cambiar tanto la vida. Su madre había intentado advertirle, pero ella se negaba a escuchar la sugerencia de que su fantasía podría no coincidir con la realidad. Había guardado sus temores por miedo a que Aaron la tachara de melodramática.
—¿Cuándo va a estar lista esa taza de té? —gritó Aaron desde el dormitorio.
Quería gritarle, pero se sorprendió al verse a sí misma respondiendo en un tono tranquilo.
—Ya voy. ¿Quieres una galleta?
—¿A qué hora vamos a comer?
—Pensé que la habías pedido tú.
—¿Qué? Ah, sí. ¿Podrías llamar, por favor? Me ahorra el perder el tren de mis pensamientos. Que sea a las seis. Me comeré una galleta, que sean dos.
Jess levantó a Cara del suelo.
—Tu padre va a ser un viejo amargado y solitario —susurró al oído de su hija.
Cara gorjeó contenta.
