Los siete locos - Roberto Arlt - E-Book

Los siete locos E-Book

Roberto Arlt

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Beschreibung

Los siete locos es la primera de dos novelas del escritor argentino Roberto Arlt. Fue publicada en 1929, seguida de una segunda parte titulada Los lanzallamas, también publicada por Linkgua Ediciones. En Los siete locos y Los Lanzallamas, Arlt pone en escena a personajes marginales pertenecientes a sociedades secretas y logias, quienes quieren financiar una revolución con una cadena de prostíbulos.  «¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?»  Con este pretexto, cambiar el mundo a través de una revolución, transcurre Los siete locos, hacer la revolución por una vida de humillación, por cubrir un robo, por un matrimonio desgraciado, por un invento absurdo; o por autoafirmarse como ser humano; o por curiosidad. Pero nada mejor que las propias palabras del mismo autor explicando el argumento de Los siete locos a partir de una anécdota que mantuvo con un lector: «Me escribe un lector: Estimado señor: Me he enterado de que ha salido una novela suya llamada Los siete locos. Como dispongo de poco dinero para invertir en libros, le agradecería me diera algunos datos respecto a ella, para saber si vale o no la pena de gastarse el tiempo y unos pesos en su lectura. Dudé un momento. Luego me dije que, habiendo hablado de tantas obras ajenas, bien tenía el derecho de explicar cómo era lo mío. Además, si hay gente que se conforma con conocer el argumento de una novela, sin tomarse el trabajo de leerla, ni gastar unos centavos en adquirirla, les regalaré a mis lectores ese argumento, que va franco de porte. El argumento es simple. Uno de los personajes, llamado el Astrólogo, quiere organizar una sociedad secreta para revolucionar y quebrantar el presente estado de cosas. Para llevar a cabo su proyecto necesita dinero. En estas circunstancias, Erdosain le ofrece el medio de adquirirlo. Se trata de secuestrar a un pariente que lo ha abofeteado. A mí, como autor, estos personajes no me son simpáticos. Pero los he tratado. Y todo autor es esclavo durante un momento de sus personajes, porque ellos llevaban en sí verdades atroces que merecían ser conocidas.» Así resume Roberto Arlt, con su sarcasmo característico, el argumento de su novela Los siete locos.

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Roberto Arlt

Los siete locos

Barcelona 2020

linkgua-digital.com

Créditos

Título original: Los siete locos.

© 2020, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica: 978-84-9953-745-0.

ISBN ebook: 978-84-9953-520-3.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Prólogo 9

Capítulo primero. La sorpresa 17

Estados de conciencia 18

El terror en la calle 22

Un hombre extraño 24

El odio 30

Los sueños del inventor 36

El astrólogo 39

Las opiniones del rufián melancólico 48

El humillado 56

Capas de oscuridad 68

La bofetada 72

«Ser» a través de un crimen 82

La propuesta 85

Arriba del árbol 94

Capítulo segundo. Incoherencias 99

Ingenuidad e idiotismo 102

La casa negra 105

La circular 108

Trabajo de la angustia 111

El secuestro 116

Capítulo tercero. El látigo 121

Discurso del Astrólogo 130

La farsa 143

El buscador de oro 156

La coja 162

En la caverna 170

Los Espila 184

Dos almas 191

La vida interior 207

Un crimen 211

Sensación de lo subconsciente 216

La revelación 230

El suicida 236

El guiño 245

Libros a la carta 255

Prólogo1

Jean-Paul Sartre ha trazado las coordenadas del hombre existencial de nuestro tiempo, una especie de prototipo que se perfila a través del ejemplo individual de Genet, y que sería a nuestros días lo que el caballero fue al Medioevo, el mercader al siglo XVII, el conquistador a la España del Renacimiento o el santo a los albores de la cristiandad.

Estas coordenadas que Sartre ha dejado trazadas comprenden a los personajes de los más grandes novelistas de nuestros días que, como el héroe sartreano, están situados en la coyuntura de algunos «imperativos colectivos»: Dios el primero, la sociedad el segundo. Y estos dos ejes vinculan sin distingos de fronteras al hombre de nuestro tiempo y, por ende, a éste con la novela que le concierne.

Como ese santo sartreano, el Erdosaín de Roberto Arlt se desvincula de la esfera social y religiosa para llevar consigo las tribulaciones de los imperativos que a su pesar lo dominan: Dios, la sociedad. Esto significa que Remo Erdosain se piensa y piensa a los demás desde dos puntos referenciales: la vinculación del hombre con la divinidad y la vinculación con la sociedad.

Sus actos se inspiran en los dictados de esos imperativos. Está atraído alucinadamente por esos dos polos que, a la vez, niega. Como San Genet va hacia Dios y hacia la sociedad actuando contra ellos. Por el robo y la agresión Remo Erdosain se vincula con la sociedad y provoca la condenación de esa sociedad que lo margina. Por su sed de perduración va hacia Dios provocando el rechazo de quienes aparecen investidos de sacralidad dentro de la sociedad; tal es el caso del padre. Y se diría que condicionado por ese rechazo Erdosain establecerá siempre vínculos contradictorios con aquellos a quienes ama, desde su propia mujer hasta el gran destinatario de su rechazo: el Sumo Hacedor.

Ante esta vertebración de su temperamento Remo Erdosain emprenderá lo que Sartre denomina la «ascesis de la abyección», es decir, una vía mística recorrida por el camino del absurdo. La realización sistemática del mal. Y todas sus capacidades estarán al servicio de revitalizar las posibilidades de mal que hay en él.

A su vez en Los siete locos (lo mismo que en El juguete rabioso, Los lanzallamas y El amor brujo) resulta difícil no fusionar niveles, no hacer confluir planteos válidos para el personaje con planteos válidos para el autor. En primer lugar porque Augusto Remo Erdosain y Roberto Arlt a veces se recorren unidos en lo trascendental. El uno y el otro han empezado por sentirse ser como rechazados por el creador y por la sociedad. Solo por el desdoblamiento del escritor en sus criaturas, el autor realiza sus ascesis de la abyección a través del personaje, reservándose para su carnadura humana el derecho al autoflagelo destructivo. Pero vale para el autor lo que el narrador dice de Erdosain: «Porque él no le dio a su carne, que tan poco tiempo viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo reconciliaría con el vivir; él no había hecho nada por el placer de su materia, mientras que a su espíritu no le fue negada ni la geografía de los países para quienes los hombres aún no han descubierto máquinas para llegar».

El primer rechazo, el que marca su iniciación en la ascesis, comienza para los dos a los siete años. Remo Erdosain-Roberto Arlt son extraños en todas partes; la escuela los martiriza por igual. Sus padres desdichados sin saberlo se vuelven feroces con el hijo. Y el hijo sentirá esa ferocidad como una némesis divina, implacable. Dios no lo quiere, no lo ama, no proyecta sobre él su misericordia sino la mirada de su ojo cruel y obsesivo. ¡Qué diferencia con los otros escolares que durante los recreos hablan con placer de sus casas y de sus padres!

Se le considera malo o estúpido; ve cómo excita la reacción hostil, cómo su existencia provoca sufrimiento a quienes lo rodean sin poder hacer absolutamente nada para compensar y darse satisfacción a sí mismo. Luego el adolescente será excluido de la Escuela de Mecánica de la Armada; demasiada imaginación es la nueva culpa. Y la serie de rechazos sigue materializando los rechazos sustanciales, a los que se suman luego sus propios autoagravios ante los fracasos como inventor, como empleado, como marido. En el medio de las «buenas personas» al que se empeña en pertenecer, ser Remo Erdosain o ser Roberto Arlt implica ser considerado casi anormal.

Rechazado por el hogar paterno, rechazado por su familia política y por su propia mujer, Silvio Astier-Remo Erdosain-Balder-Arlt son finalmente soslayados por el medio intelectual que los menosprecia, o si no los menosprecia abiertamente no los distingue en la medida de su autovaloración. Ante los consagrados no cuentan.

Erdosain-Arlt, a su vez, se acercan a pocos y esos pocos son también marginados en su mayoría. Si hubieran podido consagrarse como «tenderos» (el término es significativo por la fobia de Roberto Arlt contra el mundo del mercader y del traficante) habrían estado en paz con su familia, con la sociedad y hasta quizá con Dios.

Por el particular temple de su angustia creadora Roberto Arlt se asume en el personaje de ficción como el Genet de Sartre asume su ser abyecto. Autor y personaje conllevan ese mal «en orgullosa soledad» que llenan de invención y creación. Y en cada personaje de Los siete locos, la novela más catártica de Arlt, se puede detectar la interferencia de uno de los modos del ser del creador. No podemos vaticinar cómo se hubieran canalizado las toxinas de la angustia de no ser Roberto Arlt un creador. Lo importante es que Remo Erdosain personaje y Roberto Arlt autor-personaje arrojan el saldo creador de la novela existencial de la Argentina del 30, una época que política y filosóficamente está haciendo penosamente y a los tumbos un país que otea salidas a través de lo descabellado. Y esto convierte a Roberto Arlt novelista en el autor visionario de su generación. Los siete locos son paradigma de una conjugación humana que se habría de materializar en la segunda mitad del siglo XX, paradigma que se nos ha hecho familiar hoy a través de la novela, el cine y el teatro de las últimas dos décadas. Pero ya en Erdosain-Arlt nuestro presente comienza a librar su batalla. Este personaje es profundamente argentino, y dentro de la Argentina ciudadano, y, como ciudadano específicamente porteño. Y sin embargo este hombre tan nuestro se vincula por su actitud hacia lo divino y lo social con el hombre de otras latitudes pero de la misma época. Desvinculados del Dios cristiano del amor y de la sociedad que les había dado sentido de pertenencia, el Yank de O’Neill, por ejemplo, o los seis personajes pirandelianos anticipan en pocos años la temática de Los siete locos. En ellos comienzan a tener nombres los problemas que se agudizaron en otros hombres de otros lugares atacados por los mismos síntomas. Son los que encarnan ese literal estar arrojados a la existencia; los protagonistas de lo que Heidegger denomina «situación de yecto», y que, como Erdosain, comparten el descubrirse creación divina negada.

Despiertan a su realidad de seres que deambulan en un viaje sin rumbo en busca de su propio sentido, el sentido que perdieron junto con la coherencia religiosa, filosófica, política y estética. Sus vidas que una vez semejaron una partitura se ven de pronto descalabradas. El ser que era una partícula de Dios es solo un ser ab-yecto. Los personajes que una vez se sabían religados a su autor viran sin rumbo en la inutilidad de su autonomía. La lucidez proyecta una luz fría sobre su condición de libertados que pugnan por asirse de los cabos sueltos del libre albedrío. Los personajes parodian la libertad humana que se ve recíprocamente reflejada en los personajes. Todos igualmente sueños de la mente de un creador, e igualmente arrojados a la existencia que les obsequia con el fardo de su engañosa autonomía.

De ahí en más el ser arrojado a la existencia acciona hasta quedar sin aliento, hasta el extravío de Los siete locos, hasta la santidad de Genet. Dios Padre ha encontrado un nombre bonito para jerarquizar el rechazado llamándolo «libre albedrío». Y forman legiones los personajes que giran en remolino de presunto peregrinaje en busca del sentido de sus vidas. Habría que ser humilde, pero la consigna de los que acusan el golpe es Non serviam. No se someterán, no obedecerán, dejarán crecer en ellos el mal. Ya no invocarán fáusticamente al diablo, serán satanes y castigarán al padre que los ha desconocido. Pero el Padre vive dolorosamente en ellos y dificulta la práctica del mal, entibiando la fragua en que se templarán malvados. El autor no puede, en el caso de Los siete locos, liberar a Erdosain del cordón umbilical que lo decide en definitiva Erdosain-Arlt, de quien el narrador omnisciente conoce sus pensamientos: «Sabía que estaba irremisiblemente perdido, desterrado de la posible felicidad que siempre, algún día, sonríe en la mejilla más pálida: comprendía que el destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de hombres huraños que manchan la vida con sus estampas agobiadas por todos los vicios y sufrimientos».

Ahora bien, ser a la vez autor y personaje no es excepcional, se vuelve excepcional en este caso porque simultáneamente se está expresando la intimidad de una época y sus temas máximos de preocupación con rasgos de genialidad. Y esos rasgos de genialidad se manifiestan —como sucede a menudo en los escritores originales— en la fundamental incapacidad de sujetarse a los cánones de la novelística apreciada en su medio y en su tiempo, y en la capacidad, por otro lado, de crear su propia temática y su propio sistema de «discurso literario», despreocupándose de las técnicas, y echando mano, según los dictados de su propia creación, a la omnisciencia, al monólogo interior directo, al diálogo dramático o al soliloquio. La índole de lo expresado dicta la forma.

Y la posibilidad de ser, a la vuelta de los años, tan cabalmente personaje, autor y época es la resultante de una ecuación situacional, es el encuentro del escritor y su circunstancia.

Un argentino de varias generaciones carecería, seguramente, de la posibilidad de registrar esa realidad. Carecería de la porosidad necesaria a la sensibilidad para que ciertos matices se vean registrados, procesados y mostrados a través de la palabra.

Si en lugar de pertenecer a un hogar de pequeña burguesía extranjera, hostil al medio y a la vez teutónicamente calvinista, en la concepción del hombre y la moral, Roberto Arlt hubiera pertenecido a un medio mullidamente ubicado en la realidad del país, habría recibido informaciones diferentes de esa misma realidad, y la ecuación resultante habría sido cabalmente diferente. Pero Roberto Arlt no estaba inmunizado contra nada. Y del mismo modo que las enfermedades endémicas no atacan con la misma virulencia a los organismos que ya vienen atávicamente conviviendo con ellas que a los extranjeros que las contraen, Roberto Arlt resulta personalmente un paradigma del hombre que está fundando una nacionalidad en las grandes ciudades nuevas, queridas y hostiles.

La situación personal que condiciona la lente del autor y del personaje está definida en pocas palabras en el capítulo titulado «Los sueños del inventor»: «Tenía necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren».

En ese estado de hipersensibilidad todo puede maravillar pero también sobrecoger. Las revelaciones son inesperadas, insólitos los entusiasmos, imprevisibles las reacciones. Naturalmente ese estado es el menos apto para la visión rasante u objetiva. Todo se vuelve un poco monstruoso; se registra con lenguaje figurado y por analogía. La imaginación permanece activa para transformar el significado literal de las palabras en connotaciones referidas a un estado interior que debe volverse comunicable al lector. Así, por ejemplo, la propia pena se convierte en «búhos saltando de una rama a otra de su desdicha». Y en ese constante ejercicio del doble plano de lo mimético —lo mimético realista externo y lo mimético realista interno— los paisajes y los seres por momentos se des-figuran ante nuestra vista, dinámicamente, a la manera futurista, o yuxtapuestos en forma de planos geometrizados como el cubismo. Asimismo proliferan las aleaciones humanas y metálicas. Y en ese distanciamiento y en esa geometrización del paisaje aflora la mirada del forastero en una ciudad en cuya estación perdió el tren. Y esa mirada se proyecta sobre el resto de los practicantes de la ascesis de la abyección, de los místicos sin saberlo, y también sobre sí mismo y sus propias sensaciones.

Ahora bien, el recorrido de Los siete locos responde a un mito de reciente actualización en el orden práctico-social: el mito del hombre apocalíptico, mito según el cual se vuelve lógico llamar místico al Rufián Melancólico, al Astrólogo o a Ergueta y la Coja. A ellos les toca afirmar el mal y provocar, a través de la catástrofe, la afirmación del bien y los esplendores de la felicidad futura. Alguien ha de ser más santo que los santos eligiéndose voluntariamente el «hombre de la iniquidad», poniendo en funcionamiento la función positiva de la negación que ya afirmaron con clarividencia primero San Pablo y luego Hegel.

Pero ser el hombre de la iniquidad no es lo mismo que ser el hombre que se desintegrara como su propio tiempo. La grandeza del mal debe neutralizar las coordenadas sartreanas que lo llenan de contradicciones desesperadas, desde su particular Dios y su particular sociedad. Entonces Erdosain emprende su metamorfosis demoniaca, envenenado —como Macbeth— con la leche de la bondad humana. La interferencia de las coordenadas del progenitor convierte a Erdosain en un prototipo existencial y conflictivo en el que fácilmente puede reconocerse luego el lector que participa de sus planteos. Erdosain no realiza la ascesis del mal. Su inmadurez le da un estilo rico en fallas y en hallazgos antisatánicos, con los cuales se propone castigar a Dios por haberlo hecho ángel negro y será ineficaz como brazo ejecutor del poder de las tinieblas. El personaje en definitiva se atreve a lo que se atreven los sueños de su hacedor. Dolorosa metamorfosis del autor que se toma como materia prima de su propia obra y se convierte por desdoblamiento en el antihéroe existencial de la década del 30 en la Argentina. Seres-personajes tocados por idéntica ansiedad de ascesis abyecta, cuyo santo Grial es la omnipotencia destructiva y resultan meros cofrades del delito expiatorio. Se trataba de que los cimientos del cielo se conmovieran, sensibilizando a Dios por su crueldad antes que de sembrar el caos y la destrucción.

La revolución se juega de pronto en un nivel más ontológico que social, pues el hombre aspira a transformarse a sí mismo: «Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿cuándo saltará mi coraje? Y ese es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruoso estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre».

La gran humillación de Erdosain-Arlt en definitiva es no tener capacidad de convertirse en el gran ofensor de la sociedad y del padre eterno. Sentir que se está enfermo de cobardía, y que ella es una enfermedad específicamente ciudadana. Erróneamente había supuesto que por la ascesis de la abyección adquiriría esa valentía feroz que añoraba para ser realmente a imagen y semejanza de Dios. Ese Dios implacable que arroja su creación a la existencia, arropada solo con el libre albedrío para defenderse de la verticalidad de los humilladores y mandatarios del máximo humillador: el Creador. De ahí en más cada personaje es una pequeña isla, un punto luminoso fugaz y «luego todo es de noche otra vez». Solo permanece el orden inmutable de un cosmos indiferente. Los siete locos realizan ordalías fabulosas en la esperanza de modificar su propia alquimia interior, escapar a los condicionamientos de las coordenadas que los abarcan. Por momentos tienen extremada clarividencia sobre el modo en que los valores tradicionales han minado su interioridad y hace imposible su «resurrección», pero en definitiva solo alcanzan a ser precursores de los verdaderos ascetas de la abyección que, Roberto Arlt y Remo Erdosain, vislumbran en el futuro.

Mirta Arlt

Prólogo a la edición de 1968, Buenos Aires, Fabril. (N. del E.)

Capítulo primero. La sorpresa

Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.

Lo esperaba el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a «lo Humberto I», y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez: Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, y el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Solo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:

—Tenemos la denuncia de que usted es un estafador, que nos ha robado 600 pesos.

—Con 7 centavos —agregó el señor Gualdi, a tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz, a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que sin rencor examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible.

—¿Por qué anda usted tan mal vestido? —interrogó.

—No gano nada como cobrador.

—¿Y el dinero que nos ha robado?

—Yo no he robado nada. Son mentiras.

—Entonces, ¿está en condiciones de rendir cuentas, usted?

—Si quieren, hoy mismo a mediodía.

La contestación lo salvó transitoriamente. Los tres hombres se consultaron con la mirada, y, por último, el subgerente, encogiéndose de hombros, dijo bajo la aquiescencia del padre:

—No... tiene tiempo hasta mañana a las tres. Tráigase las planillas y los recibos... Puede irse.

Lo sorprendió tanto esa resolución que permaneció allí tristemente, de pie, mirándolos a los tres. Sí, a los tres. Al señor Gualdi, que tanto lo había humillado a pesar de ser un socialista; al subgerente, que con insolencia había detenido los ojos en su corbata deshilachada: al director, cuya tiesa cabeza de jabalí rapado se volvía a él, filtrando una mirada cínica y obscena a través de la raya gris de los párpados entrecerrados.

Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo, pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.

—¿Entonces, puedo irme?

—Sí...

—No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta, con todo.

—Sí... todo... —y volviéndose, salió sin saludar.

Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El Sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas.

Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién podría haberlo denunciado.

Estados de conciencia

Sabía que era un ladrón. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra ladrón no estuviera en consonancia con su estado interior. Existía otro sentimiento y ése era el silencio circular entrado como un cilindro de acero en la masa de su cráneo, de tal modo que lo dejaba sordo para todo aquello que no se relacionara con su desdicha.

Este círculo de silencio y de tinieblas interrumpía la continuidad de sus ideas, de forma que Erdosain no podía asociar, con el declive de su razonamiento, su hogar llamado casa con una institución designada con el nombre de cárcel.

Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.

Si continuó trabajando en la Compañía Azucarera no fue para robar más cantidades de dinero, sino porque esperaba un acontecimiento extraordinario —inmensamente extraordinario— que diera un giro inesperado a su vida y lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta.

Esta atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo, la denominaba Erdosain, «la zona de la angustia».

Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se le representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están revelados por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque.

Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba en éstas un regusto de sollozo.

Tal era la explicación que Erdosain se daba cuando sentía las primeras náuseas de la pena.

—¿Qué es lo que hago con mi vida? —decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito.

Dicha necesidad de maravillas que no tenía posibles satisfacciones —ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel— le dejaba en las cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de masticar limón.

En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.

Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:

—¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? —y como su imaginación conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba—. Yo debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes las prostitutas ricas se hacen prender los broches del portasenos, mientras el amante fuma un cigarro recostado en el sofá.

Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas, además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca. Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se afeitaba los bigotes y usaba lentes. Él no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón, mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija de una gran señora, cierta criatura de pocos años.

Y volvía a repetirse:

—Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo —y apretaba los dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.

Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:

—¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? —y él, Ernesto, Ambrosio o José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.

Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.

Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.

Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan repugnantes.

Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y solo quedaba en su conciencia el «deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:

—No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... —y hubiera querido ir a pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas circunstancias hubiera querido matarla.

Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado elemento más a los otros factores que componían su angustia.

De allí que cuando defraudó los primeros 20 pesos, se asombró de la facilidad con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer. Decíase luego:

—Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.

Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, 100, 120 pesos, pues este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de una comisión por cada ciento cobrado.

Así, hubo días que llevó de 4 a 5.000 pesos, mientras él, malamente alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes al portador.

Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:

—¿Qué es lo que puedo hacer yo?

Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos crecidas cantidades de dinero.

Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que había en la Compañía Azucarera.

El terror en la calle

Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle.

Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:

—Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.

El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos.

—Será millonaria, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yacht nos iremos al Brasil. Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y perpendiculares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era —bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala— una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.

Y Erdosain pensaba:

—No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor, refrenaremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.

Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera, pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces decíase entristecido de un coraje vago:

—Bueno, seré «cafisho»2 —y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia. Él tenía la sensación de que todas las muescas de su alma sangraban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento, embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de Sol en la convexidad de una salitrera.

Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.

Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el Sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.

Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y regueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre.

Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda.

Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:

—¿Vamos, querido? —y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los oídos y con una niebla girante en las pupilas.

Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.

Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el estómago se le cerraba como un puño.

Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas. Erdosain se decía:

—¿Qué he hecho de mi vida?

Un rayo de Sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:

—¿Qué es lo que he hecho de mi vida?

Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.

Un hombre extraño

A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.

En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.

Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.

Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.

Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.

Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:

—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!

Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:

—Y, ¿te casaste con Hipólita?..

—Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa...

—¿Qué... supieron que era de «la vida»?

—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle» trabajó de sirvienta?...

—¿Y?...

—Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.

—¿Y por qué confesó que fue prostituta?

—Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?

—¿Y cómo te va?

—Muy bien... La farmacia da 70 pesos diarios. En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar viaje.

Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le preguntó:

—¿Jugás siempre?

—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.

—¿Qué es eso?

—Vos no sabes... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.

Y de pronto lanzó la embrollada explicación:

—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.

Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:

—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.

—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo—. Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...

—¿Y sos feliz con ella?

—...creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...

Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:

—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me parece medio absurdo...

—Cinco mil pesos gané en las dos veces...

—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta, sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...

—Eso sí que es verdad —interrumpió Ergueta—. Fíjate que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó 5.000 pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.

—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es así?

—Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el padre»...

—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...

—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...

—Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, 700 pesos con 7 centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar... a los angustiados, a los fraudulentos.

El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:

—Tenés razón... el mundo está lleno de «turros», de infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...

—Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.

—No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no le roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.

Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:

—Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos?

—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?

Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:

—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado 600 pesos con 7 centavos.

El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:

—No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...

—Pero, decime, ¿vos no podes prestarme esos 600 pesos?

El otro movió lentamente la cabeza:

—¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?

Erdosain lo miró desesperado:

—Te juro que los debo.

De pronto ocurrió algo inesperado.

El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:

—Rajá, turrito, rajá.

Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.

El odio

Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevisto a través de los cables y de los «trolleys» de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía.

En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesiva temperatura.

Así llegó hasta Cerrito y Lavalle.

Al poner una mano en el bolsillo encontró que tenía un puñado de billetes y entonces entró en el bar Japonés. Cocheros y rufianes hacían rueda en torno de las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «polacos» polacos, con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetros jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación, pero nadie hacía caso de él.

Erdosain, pidió café, apoyó la frente en la mano y se quedó mirando el mármol.

—¿De dónde sacar los 600 pesos?

Luego pensó en Gregorio Barsut, el primo de su mujer.

Ya no le preocupaba la actitud de Ergueta. Ante sus ojos se materializaba la taciturna figura del otro, de Gregorio Barsut, con la cabeza rapada, la nariz huesuda de ave de presa, los ojos verdosos y las orejas en punta como las del lobo. Su presencia le hacía temblar las manos dejándole la boca seca. Le volvería a pedir dinero esa noche. Seguramente a las nueve y media estaría en su casa como de costumbre. Y lo reveía. Amontonando una conversación abundante de pretextos vagos para visitarle, torrentes de palabras que lo entontecían a Erdosain con su pesado roce de arena.

Porque recordaba ahora que el otro hablaba interminablemente, saltando con versatilidad febril de un tema a otro, fija la aviesa mirada en Erdosain que con la boca sedienta y las manos temblorosas no se atrevía a echarlo de su casa.

Y Gregorio Barsut debía darse cuenta de la repulsión que Erdosain experimentaba hacia él, porque más de una vez le dijo:

—Parece que mi conversación te desagrada, ¿no? —lo cual no era óbice para que fuera a su casa con frecuencia fastidiosa.

Erdosain se apresuró a negarle, y trató aparentemente de interesarse en la cháchara del otro, que conversaba horas seguidas, sin ton ni son, espiando siempre el rincón sudeste del cuarto. ¿Qué es lo que se proponía con esa actitud? Erdosain a su vez se consolaba de tales momentos desagradables pensando que el otro vivía acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.

Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para no escuchar las voces:

—¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros, suicidándome luego!

Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:

—Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a pisar aquí.

Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a dejarse ver.

Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha cargada de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su cepillo de cabello color de bronce.

Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más inexplicables sentimientos.

Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esquince pálido, Barsut amontonaba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la sensibilidad del otro.

Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato, tan irritante que Erdosain después que Barsut salía, se juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.

Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse comenzaba a hablar:

—¿Sabes?... he tenido un sueño raro anoche.

Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco. Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo malestar inmovilizaba a Erdosain.

Percibía éste una vibración de impaciencia, entrechocando sus dedos por los nudillos, y el esfuerzo efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si pronunciaba alguna palabra lo hacía con extraordinaria dificultad, como si tuviera rígidos los labios por un baño de cola.

Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la rodillera de su pantalón, Barsut se quejaba a veces de que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al decir esto. Otras veces se burlaba de sus presentimientos y de un fantasma que decía ver en un rincón del excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era una mujer gigantesca con una escoba entre las manos y los brazos delgados y la mirada arpía. En algunas oportunidades admitía que si no estaba enfermo terminaría por estarlo. Erdosain, fingiéndose cuidadoso de su salud, le preguntaba por los síntomas, aconsejándole reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut, malévolamente, le replicó una vez:

—¿Te molesta tanto mi presencia?

Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con una jovialidad de ebrio taciturno que le ha pegado fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose en el comedor, palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con insistencia molesta, le preguntaba:

—¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?

A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain permanecía allí triste, encogido, preguntándose qué era lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando obstinadamente el rincón del comedor.

Y evitaban el mirarse a los ojos.

Había entre ellos una situación indefinida, oscura. Una de esas situaciones que dos hombres que se desprecian toleran por razones independientes de sus voluntades.

Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos ensueños y peores posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la falta de motivos.

A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna venganza atroz, y con el ceño fruncido compaginaba desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de calle. Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada de su esposo, y hasta una vez llegó a encolerizarse con Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut, agregando a modo de comentario destinado a ocultar su cobardía ante ella:

—Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es mejor decirle que no venga más.

Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo su extendía en él como un cáncer. Erdosain encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y desearle muertes atroces. Y Barsut, como si presintiera los sentimientos del otro, parecía ejecutar ex profeso las groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó jamás este hecho:

Fue un anochecer en que habían ido a tomar un vermouth. Acompañando la bebida, el mozo trajo un platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó con tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que volcó la ensalada sobre el mármol ennegrecido por el roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos. Erdosain lo observó, irritado. Entonces, Barsut, burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar al último restregó con éste la mostaza derramada en el mármol, llevándoselo después a la boca con una sonrisa irónica.

—Podrías lamer el mármol —observó Erdosain asqueado.

Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y su lengua enjugó el mármol.

—¿Estás contento?

Erdosain palideció.

—¿Te has vuelto loco?

—¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?

Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.

De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada, color de bronce, inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.