Los tesoros de Poynton - Henry James - E-Book

Los tesoros de Poynton E-Book

Henry James

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Hay novelas que al gozo de la lectura se une la felicidad de descubrir una estructura narrativa que nos hace sospechar, casi instintivamente, que sin ella otro escritor no habría podido ni siquiera atraer nuestra atención. 
"Los tesoros de Poynton", escrita por el gran Henry James en 1896, es una obra que nos reconcilia con la buena literatura. Tras su aparente simplicidad se oculta el virtuosismo de un maestro de la narración y esto se traslada al entusiasmo que crece en el lector conforme se adentra en la historia. En definitiva, "Los tesoros de Poynton" es de esas novelas que no terminamos de entender por qué es tan buena, por qué nos deja un recuerdo tan imborrable a pesar de los años que puedan transcurrir desde que la leímos por última vez.
"Los tesoros de Poynton" es una de las novelas más acabadas y características de la etapa de madurez de Henry James. Según es habitual en el autor, la obra nace por agrandamiento y expansión en múltiples matices de una anécdota inicialmente mínima y trivial.

En "Los tesoros de Poynton", una madre viuda y angustiada ante el imperativo legal de entregar sus bienes más apreciados a una nuera indeseada, hace todo cuanto está en sus manos por  dilatar la boda de su hijo Owen, único heredero de tal riqueza. Sin embargo, todos sus esfuerzos y despliegues de imaginación serán infructuosos, a pesar de haber estado a punto de ganar la batalla. Mrs. Gereth ansía para su hijo una mujer que ame y admire el mismo mundo amado por ella: la gran mansión de Poynton llena de reliquias y la cual deberá abandonar por falta de feeling con la nuera...

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Tabla de contenidos

LOS TESOROS DE POYNTON

PREFACIO DEL AUTOR

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Notas

LOS TESOROS DE POYNTON

Henry James

PREFACIO DEL AUTOR

Fue hace años, me acuerdo, una Nochebuena mientras cenaba yo con unos amigos: en el decurso de la conversación una dama sentada a mi lado realizó una de esas alusiones que siempre he identificado al punto como «gérmenes». El germen, recogido dondequiera, ha sido siempre en mi caso el germen de una «historia», y en su mayoría las historias que han cobrado forma bajo mi mano han brotado de una semilla pequeña y única, una semilla tan menuda y traída por el viento como aquella insinuación casual que para Los tesoros de Poynton dejara caer inintencionadamente mi vecina, una simple partícula flotante en el curso de la charla. Lo que sobre todo retorna a mí al evocar esto es la conciencia de la inveterada menudez, en tales ocasiones felices, de la partícula preciosa… una vez reducida, es decir, a su mera esencia fructífera. He aquí la interesante verdad sobre la insinuación perdida, la palabra errabunda, el vago eco, ante cuyo contacto se estremece la imaginación del novelista como ante el pinchazo de alguna punta afilada: su virtud reside toda en su cualidad de ser como una aguja, la capacidad de penetrar lo más finamente posible. Dicha finura es lo que inocula el virus de la sugerencia, y sobrepasar la dosis mínima echa a perder la operación. Si a uno le dan mínimamente aposta una sugerencia, seguro que habrán de darle demasiada; el tema que uno precisa está en el grano más simple, la pizca de verdad, de belleza, de realidad, apenas visible para el ojo común; ya que, con firmeza lo sostengo, un buen ojo para un tema es todo menos corriente. Es extraña y llamativa, sin lugar a dudas, esa inevitabilidad con que lo que en primer término hay que hacer con la idea comunicada y atrapada es reducir prácticamente a la nada la presentación, ese aire como de mero revoltijo de vida descoyuntado y lacerado, bajo la que hayamos tenido la ventura de encontrárnosla. Puesto que la vida es toda inclusión y confusión, y el arte todo discriminación y selección, este último, en busca del recio valor latente que es lo único que le importa, husmea alrededor del bulto informe tan instintiva e infaliblemente como un perro que sospecha algún hueso enterrado. La diferencia aquí, empero, estriba en que, mientras que el perro no desea su hueso sino para destruirlo, el artista halla en su minúscula pepita, despojada de incómodas acreciones y forjada hasta alcanzar una sagrada dureza, la mismísima materia para una clara construcción, la oportunidad más feliz para lo indestructible. Al mismo tiempo lo divierte una y otra vez percatarse de cómo, una vez rebasado el primer paso de la anécdota dada —la anécdota que para él constituye su germen, su partícula vital, su grano de oro—, impenitentemente la vida yerra y se extravía, se pierde en la arena. Naturalmente, la razón es que la vida no tiene en absoluto ningún sentido certero del tema y es únicamente capaz, por fortuna para nosotros, de un espléndido derroche. Aquí reside la oportunidad para la sublime economía del arte, la cual rescata, la cual conserva y acumula y «deposita», invirtiendo y reinvirtiendo estos frutos del afán en portentosas «obras» útiles y generando así para nosotros, empedernidos manirrotos como somos todos por naturaleza, las más principescas de las rentas. Son los sutiles secretos de ese sistema, empero, lo que entretanto constituye el fascinante objeto de estudio, poseedor de un atractivo infinito, por encima de todo, dentro de la cuestión —sin duda infinitamente desconcertante— del método que se esconde en el corazón de la locura: de la locura, quiero decir, que hay en una dedicación, de entre las de tipo reflexivo, tan desinteresada. Si la vida, al ofrecernos el germen, y si se la libra simplemente a sí misma en semejante tarea, malogra la anécdota, casi siempre, antes de que podamos detenerla, ¿cuáles son las señales que han de servirnos de orientación, cuáles las leyes primordiales para una selección económica, cómo saber cuándo y dónde intervenir, dónde emplazar los comienzos de la errónea o acertada desviación? Tales serían los elementos de una indagación en la que, me apresuro a decirlo, me está decididamente vedado embarcarme aquí; me limito a mencionarlos como prueba del rico pasto que a cada recodo cerca al rumiante crítico. A fin de cuentas la respuesta quizá consista en que aquí los misterios nos eluden, en que las consideraciones generalizadoras fracasan o desencaminan, y en que ni el más concienzudo de los artistas necesita pedir un patrón más amplio que la lógica de cada caso concreto. El caso concreto, o en otras palabras la relación del artista con un proyecto dado, una vez que se ha establecido tal relación, forma en sí mismo un microcosmos de agitación y ajetreo. Considérese el artista acaso supremamente afortunado si consigue satisfacer la mitad de las interrogantes que pueden bullir ya sólo en tal atmósfera.

En todo caso, así fue como sucedió que, cuando mi cordial amiga, aquella Nochebuena, ante la mesa que relucía serena y brillante en medio de la parda noche de Londres, comentó un asunto tan grotesco como el de que una buena señora del Norte, que siempre había sido bien considerada, estaba a matar con su hijo único, insobornablemente ejemplar hasta la fecha, por la propiedad del precioso menaje de una hermosa mansión antigua que acababa de pasar a manos del joven tras la muerte de su padre, instantáneamente fui consciente, con mi «sentido del tema», del pinchazo de una inoculación; y la totalidad del virus, como lo he denominado, fue contagiada mediante aquel único estímulo. No habían sido más que diez palabras, y no obstante yo había advertido en ellas, como en un relámpago, todas las posibilidades del pequeño drama de mis Tesoros, que allí y entonces brilló débilmente hacia la vida; de modo que, cuando al instante siguiente comencé a escuchar las acciones emprendidas, sobre este singular terreno, por nuestros enzarzados adversarios, que desde aquel instante habían sido tocados ambos con la luz de la más alta distinción, pude ver a la torpe Vida reiniciando de nuevo su estúpida tarea. Respecto a aquellas acciones emprendidas, en torno a las cuales, como supuse, mi amiga ya había comenzado complaciente e ignorantemente a extenderse, yo ya sabía que no me servían, ni podrían jamás servirme, para nada; quien esto escribe habría estado perfectamente cualificado para decir de antemano: «Es un ejemplo de tema pequeño y perfecto para ser trabajado, pero ella lo va a estrangular en la cuna, aunque lo que pretenda, con toda alegría, sea mecerlo; conque le detendré la mano mientras aún hay tiempo.» Naturalmente no le detuve la mano —nunca hay «tiempo» en casos como éste—; y una vez más recibí la demostración completa de la futilidad fatal de la Realidad. El derrotero tomado por aquella excelente situación —excelente, para su desarrollo, siempre que se la detuviera en el sitio justo, o sea en su germen— poseía la plena medida de la clásica ineptitud; ante la cual, y con la plena medida de la ironía artística, lo único que a uno le cabía de nuevo, por enésima vez, era quitarse el sombrero. De todas formas, ello no importó en absoluto, toda vez que la semilla ya había sido trasplantada a terreno más rico; y me demoro en esa casi sempiterna redundancia de lo erróneo, por oposición a lo idealmente acertado, cuando se deja florecer libre a lo real, en virtud meramente de que tal redundancia se aproxima a resultar de una regularidad bien previsible.

Si entretanto no hubo nada regular, nada que lo fuera más que mi costumbre de estar alerta, en mi pronta intuición de dónde podía hallarse realmente lo interesante, de todas formas pude notar una vez más que estos pequeños regocijos privados que se logran al identificar un tema suavizaban el ánimo y templaban el genio en presencia de aquella globalidad confusa. Me «apegué» en definitiva, sobre la marcha, a la rica y pequeña realidad desnuda de aquellos dos parientes, enemistados acaso con absoluta sordidez; y por razones que muy probablemente no habría sabido yo explicar competentemente en aquel momento. Si me hubiesen preguntado por qué me parecían, en aquella completa desnudez, por no hablar de aquella indecorosa actitud, personajes «interesantes», me temo que no habría atinado a decir nada más pertinente, incluso para mi propio espíritu interrogativo, que un «¡Pues ya verán!». Con lo cual naturalmente yo habría querido decir un «¡Pues ya veré!», confiado entretanto (como para combatir la apariencia o la imputación de poseer un gusto dudoso) en que el interés surgiría tan pronto como un servidor comenzara realmente a ver algo. Eso apunta, creo, a una parte importante de la mismísima fuente de interés para el artista, que reside en la poderosa conciencia de que él lo ve todo en soledad. Necesita tomar prestado el motivo, el cual es ciertamente la mitad de la batalla; y este motivo es su terreno, su base, y sus cimientos. Pero después de eso el artista ya únicamente presta y da, únicamente construye y edifica, se dedica a hacer encajar los bloques extraídos de las profundidades de su imaginación y mediante sus premisas personales. De este modo permanece todo el rato en íntimo comercio con su motivo, y puede decir para sus adentros —cosa que en verdad lo inflama y sostiene más que ninguna otra— que sólo él posee el secreto de la anécdota dada, sólo él puede medir la justeza de la dirección que han de tomar sus datos cuando los desarrolla. Evidentemente, para él sólo puede haber una lógica para estas cosas; para él sólo puede haber una justeza y una dirección: el lugar donde su tema habrá de expresarse de la forma más completa. La cuidadosa decisión de cómo ha de lograrlo su tema, y el arte de guiarlo con la consiguiente autoridad —pues para el maestro constructor esta sensación de «autoridad» es el tesoro de los tesoros, o al menos el gozo de los gozos—, hacen renacer en el moderno alquimista algo semejante al viejo sueño del secreto de la vida.

Por extravagante que suene el mero hecho de declararlo, a un servidor le dio como consecuencia la impresión de estar manejando el secreto de la vida cuando se aplicó a extraer la verdad definitivamente esencial de entre el caos de verdades falsas en el que habrían podido ahogarse las interesantes posibilidades de aquella «bronca», por llamarla de alguna forma, entre madre e hijo en tomo a sus dioses domésticos. Hallo raro considerar, mientras así rememoro, que yo pudiera contentarme con simplemente la más vaga de las garantías de «terminar viendo algo en ello», tal como se habría podido expresarlo; que yo no pudiera en lo más mínimo, en aquel momento, como ya he insinuado, ofrecer una justificación de mi fe. Había una cosa «en ello», en aquella sórdida situación, a primera vista, y sólo una… aunque se tratara, a su modo limitado, no cabe duda, de un valor bastante curioso: la incisiva luz que podría proyectar sobre la más reciente de nuestras pasiones en boga, ese voraz apetito por las obras de tapiceros, ebanistas y latoneros, las sillas y mesas, las vitrinas y armarios, los retazos materiales, de las edades más laboriosas. De hecho, es una vigorosa nota de nuestras costumbres la amplia difusión de esta curiosidad y de esta avidez, y está repleta de sugerencias, claramente, acerca de su posible influencia sobre otras pasiones y otras relaciones. En vista de esto, los propios «objetos» en sí mismos se constituirían en el mismísimo centro de una crisis semejante: estos objetos reunidos, todos conscientes de su eminencia y de su precio, gozarían, en cualquier pintura de un conflicto, de la importancia protagónica. Tendrían que ser plasmados, tendrían que ser pintados —arduo y temerario propósito—; habría que hacer con ellos algo que no desmereciera demasiado ignominiosamente del gran desfile en que los habría hecho formar, digamos, Balzac: por lo menos esa medida de interés digno de ser trabajado se hallaría con evidencia «en ello».

Envuelta en la gasa de plata de alguna convicción semejante, en todo caso, debió de ser como archivé mi primera impresión dejándola en un reposo que no fue turbado hasta mucho después: hasta el año 1896, creo, cuando se planteó la cuestión de colaborar en The Atlantic Monthly con tres «narraciones breves»; o más bien de quizá suministrar una tercera que completara un trío del cual ya habían aparecido dos integrantes. Ante aquel estímulo despertó de nuevo, lo recuerdo, el eco de aquella situación que me había sido referida durante nuestra cena de Nochebuena; y lo recuerdo, no se dude, con auténtica humildad, a la vista de mi siguiente y reiterada minusvaloración de mi empresa. Para mí Los tesoros de Poynton permaneció dolorosamente asociada, hasta reciente revisión, a la incómoda consecuencia de aquel contumaz error. El tema había emergido de su fría reclusión atiborrado de una plenitud de significado: un aire irresistible a causa del cual, como no pude menos que alegar en su momento, me vi —como en contra de una pura austeridad comercial— seducido y arrastrado. La obra se había «presentado», había brotado la flor de mi concepción… y todo en la feliz oscuridad de la indiferencia y el abandono; mas, por enérgica y francamente seductora que ahora se apareciera, seguramente mi idea no habría de sobrepasar una brevedad natural. Una narración que no podía de ninguna manera ser larga tendría inevitablemente que ser «breve», y desde las honduras de semejante ilusión comenzó consiguientemente a abrirse paso mi relato. A mi propio ver, tras la aparición de la «primera entrega», esta composición (que en la revista salió bajo otro título) no hacía sino plegarse todo el rato a su naturaleza, que no debía exceder de una modesta amplitud; pero, apareciendo por entregas, se sintió observada, de mes en mes, me parece recordarlo, con una inquietud editorial excelentemente fundamentada… dado que podían existir considerables diferencias de criterio, quiero decir, sobre lo que debe entenderse por largo y por breve. La sola impresión que causó la obra, discerní penosamente, fue la de longitud, y hasta hace poco me ha estado presente, tal como digo, como ejemplo de pobre obrita «larga».

Comenzó a aparecer en abril de 1896, y, tal como felizmente tiene tendencia a sucederme a lo largo de este proceso de revisión, conforme voy pasando las páginas reviven las antiguas, las marchitas concomitancias. Acechan entre las líneas; éstas son para ellas como la enrejada ventana de un serrallo tras la cual, ante la mirada del forastero que está a la luz de una calle oriental, semejan perfilarse y moverse formas indistinguibles; las «asociaciones», en definitiva, se ciernen sobre ellas con su infinita magia. Atisbando a través de esta celosía, recobro una villa en una zona de acantilados, a la cual, ante el primer aviso de la proximidad del verano, temible en Londres por la eclosión de fuerzas bien distintas de las «naturales», me había ido yo a terminar un libro en calma y a comenzar otro con temor. La villa era, en su género, la perfección misma; primordialmente en virtud de una pequeña terraza pavimentada que, curvándose hacia adelante rebasando el borde del acantilado cual la proa de un barco, colgaba sobre una vista tan rasa, tan púrpura, tan plena de ricos cambios, como lo es la extensión del mar. El horizonte era verdaderamente una cinta de mar; un pueblecito de tejados rojos, muy antiguo, asentado en lo alto de su roca marina, se arracimaba dentro del cuadro a la derecha; mientras que por encima de la cabeza de un servidor susurraba una densa sombra veraniega, la producida por un fresno amaestrado en arco, el cual se elevaba desde el centro de la terraza, rozaba el pretil con unas recargadas extremidades y cubría el sitio como una inmensa sombrilla. Debajo de dicha sombrilla y verdaderamente bajo una exquisita protección consiguió crecer más o menos simétricamente Los tesoros de Poynton.

Recuerdo que yo me había comprometido a empezar, el día en que la terminara, por si anduviera escaso de horribles penalidades, La otra casa, obra que, no obstante, por muy provechosas que también pudieran ser las consideraciones para las que podría servirnos de pretexto, ahora no viene al caso… y a los notorios celos de la cual, semejantes a los de un vecino resentido, aludo tan sólo por mor de recobrar dulcemente el hecho, reconozco que interesante casi exclusivamente para mí, de que el ritmo del libro anterior no exhibe ninguna alteración del pulso. Me «gustó» el libro anterior: me aventuro ahora, tras el paso de los años, a dar asimismo la bienvenida al recuerdo de aquella placentera sensación, pues resulta inmensamente reconfortante sentirse atraído, de cualquier manera, hacia semejantes simplezas retrospectivas. A pintores y escritores, sospecho, se les suele preguntar, suponiendo que sean fácilmente accesibles a tales requerimientos, con cuáles de sus obras más han disfrutado; pero las declaraciones de disfrute siempre se me han antojado lo último que casa, para un artista, con una sincera referencia a su turbulento esfuerzo, que es siempre la suma, en su mayor parte, de numerosísimas lagunas y apaños, simplificaciones y renuncias. ¿Cuál es la obra en que el artista no ha renunciado, ante una penosa dificultad, a lo mejor que se había propuesto preservar? ¿En cuál verdaderamente, una vez hecho lo terrible, no se pregunta qué ha sido del objeto por cuyo mero deleite se hubo de llegar hasta tales extremos? Preferencias y complacencias, en estos términos, lo que hacen habitualmente es exagerar todo lo que pueden; empero, sin poner en cuestión ni un solo grano de esta rotunda verdad, todavía distingo, entre mis reexaminadas líneas, por así decirlo, el hecho de que por aquel entonces yo debí de asistir —con la decidida colaboración de mi terraza-palco y mi gran sombrilla verde— al crecimiento y apoteosis de Fleda Vetch.

Pues sin duda algún ingrediente como Fleda Vetch había estado ya latente en la primera aprehensión que quien esto escribe había hecho del tema; al tema le hacía falta, para su tratamiento, un centro estructural, y, puesto que el centro más obvio había quedado «descalificado», este personaje, mientras yo estaba cavilando, había brotado, con toda la seguridad del mundo, como reemplazo. El centro verdadero, como digo, la ciudadela del interés, con la lucha dirimiéndose a su alrededor, iba a haber sido la sentida belleza y valía del trofeo de la batalla: los Objetos, siempre los espléndidos Objetos, situados en la luz central, competentemente plasmados y constituidos, con cada identidad vívidamente realzada, con cada carácter diferenciado, y con su colectiva conciencia de su gran papel dramático bien establecida. No habría sido verosímil, sin embargo, como ya he insinuado, que editor responsable alguno concediera el espacio suficiente para un tributo fáctico a aquellos honores; pues, en la medida en que se ampliara la brillante presencia de los objetos, en la medida en que sugiriera el destello de ídolos de latón y metales preciosos e insertas gemas a la suave luz de algún lugar de adoración lleno de arcos, tanto más se sentiría compelida la musa del «diálogo», la más usurpadora influencia de todas las poéticamente invocadas, a presentarse sin ceremonia a depositar su queja a los pies de sus propios dioses. Los tesoros de Poynton no tenían voz propia, y, aunque pudieran poseer, y de hecho poseyeran constantemente, cosas maravillosas que decir, su mensaje promovía a su alrededor un cierto susurro de sonidos de menor enjundia; como consecuencia de lo cual, resumiendo, habría sido muy costoso darles la preeminencia. Fue así como Fleda Vetch, a quien se podría mantener con mucho menor costo —aun cuando también ella, por lo que sé, era menos experta en disipar murmuraciones de lo que los lectores esperan hoy día de las heroínas de romance—, se congració de un solo golpe su lugar en mi proscenio. Ella sola se plantó en el centro, y ese solo golpe, como lo he llamado, la demostración tras la cual ya no podría ser relegada, consistió en el mero hecho de dejar ver que tenía personalidad.

Pues de uno u otro modo —así fue la forma en que brotó el interés, no bien hubo sido trasladada la semilla al soleado alféizar de esa ventana orientada hacia el sur que es en mi caso una más concentrada atención— la personalidad, la cuestión de lo que por su parte iban a mostrar mis agitados amigos individualmente, en su más absoluta intimidad y en lo más hondo, sería inequívocamente la clave de mi modesto drama, y por sí sola podría en verdad hacer posible un drama de la clase que fuera. Sí, se trata de una historia de armarios y sillas y mesas: estos objetos formaban la manzana de la discordia; pero el simple tema de qué «sería» de ellos, espléndidamente pasivos, semejaba relativamente vulgar. Las pasiones, las capacidades, las energías que su belleza, como la de la antigua Helena de Troya, podría desencadenar, eran lo que, como pintor, uno había deseado realmente de ellos, eran la fuerza que desde el primer instante uno había valorado en los mismos. Por eso, categóricamente, tendrían que ser ofrecidos desarrollos morales, por muy terrible que se le perfilara tal perspectiva a un pobre ejecutante comprometido a la brevedad. Un personaje se hace interesante a medida que surge, y en razón del método y la duración del acto de emerger; al igual que un desfile es efectivo por el modo de desarrollarse, convirtiéndose en vulgar tropel si pasan todos a la vez. Mi pequeño desfile, lo vi como consecuencia desde un principio, se iba a negar a pasar a la vez; aunque yo lo podría más o menos moderar, desde luego, reduciéndolo a tres o cuatro personas. Prácticamente, en Los tesoros, se reduce a cuatro personas, aunque de hecho —y a ello me aferré como criterio para simplificar— los agentes principales, dependiendo completamente de ellos los otros, sean la señora Gereth y Fleda. Aquel solo golpe con que Fleda se había congraciado, en los inicios, su importante lugar, había consistido en que ella era capaz de entender; y decididamente, desde aquel instante, el progreso y la marcha de mi relato se convirtieron en el progreso y la marcha del entendimiento de Fleda, y así continuaron.

Con esto, absolutamente me apliqué a convertir en mi acción y mi «historia» los movimientos de la comprensión y la penetración de la mente de la muchacha; una vez más, por cierto, con la renovada percepción de que un tema iluminado mediante un tal método, un tema imbricado en los sentimientos intensos y concentrados de alguien hacia algo —alguien y algo que, faltaría más, debían ser lo más importantes posible—, puede ofrecer más belleza que bajo cualquier otra forma de explotación. Uno se ve así enfrentado obviamente al problema de esas importancias: en particular, no hay duda, con la del grado de percepción inteligente, percepción de la totalidad, o de algo que inquietantemente se le parece, que uno puede honestamente permitir que una figura representada semeje proyectar. Ya he tenido ocasión de realizar algún alegato en pro de esta causa, la de la inteligencia del maniquí dirigido, y difícilmente puedo esperar eludirla demasiado a menudo. Tal inteligencia, una honrosa cantidad de ella, por parte de la persona hacia quien más invita uno a dirigir la atención, no tiene sino que operar con la suficiente libertad y soltura, o digamos con la adecuada gracia, para garantizamos ese quantum de impresión de belleza que es la más infalible de las posibles ventajas del efecto que buscamos producir. Puede fallar, en su calidad de presencia perceptible, en otros puntos o en otras relaciones; pero queda a buen recaudo una parte aceptable del tesoro desde el momento en que se destila tal cualidad de vida interior, o en otras palabras desde el momento en que una capacidad crítica e interpretativa tan fina como la de Fleda Vetch —por citar el caso presente— se aplica sin desperdicio a la maraña que la circunda.

Naturalmente es fácil objetar: «¿Por qué diantres entonces Fleda Vetch, por qué un simple manojito nervioso de enaguas, por qué no Hamlet o el Satán de Milton juntos, cuando lo que anda usted buscando es un supremo despliegue de “mente”?» A lo cual me temo poder responder tan sólo que en la pedestre prosa, y en la «narración breve», uno está, por muy buenas razones, no menos en guardia que al ataque; y también que siempre me he atenido, incluso inmerso en la curiosidad que pueden excitar los susodichos despliegues, a la regla de una exquisita economía. El quid está en alojar una irreprimible facultad apreciativa en alguna parte del corazón de la complejidad que uno maneja, mas donde una lámpara pequeña puede cargar con toda la llama soy propenso a mirar con recelo las grandes. Desde el principio hasta el final, en Los tesoros de Poynton, la función apreciativa, incluyendo la de la mismísima totalidad, la lleva a cabo Fleda; lo cual es precisamente la razón de que, casi a modo de grandiosa servidumbre, todos los demás personajes parezcan en comparación estúpidos; ya que la maraña, el drama, la tragedia y la comedia de aquellos que poseen una facultad apreciativa los constituyen en buena medida sus relaciones con aquellos que no la poseen. De la expuesta reflexión sobre esta verdad mi relato extrae, creo, cierta sólida apariencia de redondez y plenitud. Los «objetos» resplandecen, proyectando hasta muy lejos, con una monotonía inmisericorde, toda su luz, causando estragos sin piedad; y Fleda, casi endemoniadamente, se dedica a comprender no menos que a sentir, mientras que los demás se limitan a sentir sin comprender. De este modo obtenemos acaso un pequeño ejemplo concreto y bastante vivido de la verdad general, para el espectador de la vida, de que el elemento ineludiblemente presente en casi cualquier acción capaz de ser plasmada son los tontos que contribuyen, en una crisis dada, a la intensidad que experimenta el espíritu libre [1] que esté en relación con ellos. Los tontos resultan interesantes por contraste, por el relieve que adquieren, y por otro centenar de razones; mientras que el espíritu libre, siempre bastante atormentado, y de ninguna manera siempre victorioso, resulta heroico, irónico, patético o lo que fuere y, tal como lo ejemplifica la crónica de Fleda Vetch, sin ir más lejos, «triunfante», exclusivamente gracias a haberse mantenido libre.

Reconozco que el novelista que siente debilidad por semejante base del interés se ve condenado a una insistencia poco menos que extravagante en los espíritus libres, viendo casi en cada esquina la posibilidad de encontrar uno; acaso me sea lícito considerar digno de mención que ocurre que este mismo tomo presenta otros dos casos de mi disposición a dejar que el interés triunfe o fracase apoyándose en la probada espontaneidad y vivacidad de la libertad de espíritu. De hecho, tal es la respetable razón de que yo haya incluido entre estas tapas Una vida londinense y La «carabina»[2], habiendo sido mi propósito en esta edición agrupar mis producciones reimprimibles según su naturaleza tanto como fuera posible. Los dos relatos que acabo de mencionar son de la misma «naturaleza» que Los tesoros, al extremo de que ambos se centran en un atolladero contemplado a la luz, en pro del hechizo de la obra, de la cantidad de «facultad apreciativa» que puede serle imputada a su protagonista. Ambos son —y ciertamente aún quedan por venir más de ese estilo— «historias sobre mujeres», sobre mujeres muy jóvenes, que, dotadas de cierta elevada lucidez, gracias a ello se convierten en todo un carácter; a consecuencia de lo cual sus tejemanejes, sus sufrimientos o lo que fueren, asumen, lo doy por sentado, importancia. En Una vida londinense, Laura Wing posee, como Fleda Vetch, agudeza e intensidad, reflexividad y pasión, posee por encima de todo un operativo y participante punto de vista sobre la situación en que se halla envuelta; al igual que, en La «carabina», Rose Tramore disfruta, casi hasta la insolencia, de prácticamente el mismo ramillete de atributos y características. Pertenecen así a la misma familia, familia que también para nosotros tendrá aún, parece advertírsenos, más miembros, y de ambos sexos.

En cuanto a nuestra muchacha de Los tesoros, entretanto, brevemente regreso a mi pretensión de que existe una cierta distinción de belleza en el peculiar efecto logrado mediante su ayuda. Mi problema debía ser resuelto decentemente: el de conseguir que los otros personajes resultaran vividos en su apariencia de relativa estupidez, el de situarlos plenamente en la espesa penumbra de la periferia que rodea a la luz central, manteniendo al mismo tiempo sus movimientos, dentro de ella, nítidos, coherentes y «entretenidos». Pero es que por supuesto éstas son precisamente las cosas más «entretenidas» de hacer; nada, por ejemplo, es más remunerador desde un punto de vista artístico que el matiz de logro a que se aspira en una figura como la de la señora Gereth. También ella es todo un carácter, sin lugar a dudas, y sin embargo constituye el exacto reverso de un espíritu libre. Me he sentido tan complacido, lo confieso, al reanudar mi trato con ella, que, completa y en absoluto equilibrio como me parece que se yergue y se mueve allí, me resisto a lanzar cualquier rumor de reserva respecto de ella; sin el cual, no obstante, me veo incapaz de demostrar mi alegato de que, gracias al «valor» representado por Fleda, y a la posición a que se ve relegada debido a tal irradiación la mujer de más edad, esta última es en el mejor de los casos un carácter «falso», enredada como se ve en la oscuridad de una pasión desproporcionada. Ella es toda una figura, oh, vaya si lo es… lo cual es asunto muy diferente; pues se puede ser una figura estando a merced de toda la cegadora, toda la obstaculizadora pasión imaginable, y se puede poseer un aire grandioso sin salirse de lo que una visión más fina (que una vez más Fleda, por ejemplo, podría desplegar en cualquier instante) no calificaría sino como un absoluto remolino de torpeza. La señora Gereth estaba hecha, obviamente, con su orgullo y su coraje, de una pasta de admirable calidad; pero no era inteligente, tan sólo era lista, y por consiguiente no nos habría servido para nada como centro arquitectónico de nuestro proyecto (comparada con Fleda, que tan sólo era inteligente, no especialmente artera). En todo caso el pequeño drama ratifica de forma excelente, me parece a mí, aquella afirmación de la antigua sabiduría en el sentido de que la cuestión de la voluntad personal tiene mucho más que decir que ninguna otra en lo tocante a la verosimilitud de estas representaciones. La voluntad que dirige la crisis de modo más absolutamente triunfante es la de la terrible Mona Brigstock, que es toda ella voluntad, sin desviar la menor de sus energías hacia el buen gusto o la sensibilidad o la fantasía, hacia ningún sentido de los matices o las relaciones o las proporciones. No malgasta ni un solo instante en esa percepción de incongruencias en la cual se derrocha y se extravía la mitad del celo de Fleda, y hacia la cual la señora Gereth, para su infortunio práctico, o sea por culpa de esa virtud fatídica que es su sentido del humor, se ve ocasional y desinteresadamente descarriada. Todo el mundo, todos los objetos, en esta historia, son como consecuencia de ello estériles excepto la muy económicamente constituida Mona, capaz en todo momento de cargar de inmediato con la totalidad de su peso muerto sobre cualquier diminuta pulgada de superficie resistente. Fleda, que no tiene más remedio que negligir las pulgadas, no ve y siente sino en términos de acres y extensiones y azules perspectivas; a la señora Gereth también, en comparación, mientras su imaginación especula, se le escapan la mitad de los puntos de la telaraña que se propone tejer.

H ENRYJ AMES

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La señora Gereth había dicho que iría al mismo tiempo que los demás a la iglesia, pero de repente le pareció que no iba a ser capaz de esperar para buscar alivio ni siquiera hasta la hora de la misa: en Waterbath el desayuno era una colación que se servía siempre a la hora exacta, así que aún tenía una hora por delante. Consciente de que la iglesia se hallaba cerca, se atavió en su cuarto para un corto paseo campestre, y al volver a bajar, mientras recorría los pasillos y observaba los desatinos de la decoración, la miseria estética de la mansión grande y espaciosa, sintió que retomaba la marea de la irritación de la noche anterior, sintió que resurgía en ella todo el sufrimiento secreto que podían causarle la fealdad y la estupidez. ¿Por qué se estaba sometiendo a semejante compromiso?, ¿por qué se exponía tan temerariamente? Ella había tenido, bien lo sabía Dios, sus razones para ello, pero la experiencia entera iba a resultar más aguda de lo que se había temido. Precipitarse fuera de aquello y hacia el aire libre, hacia la presencia de cielo y árboles, flores y pájaros, era una necesidad que le exigía cada nervio. En Waterbath probablemente las flores se habrían equivocado de color y los ruiseñores desafinarían; mas recordó haber oído describir el lugar como poseedor de los atractivos que se acostumbra calificar de naturales. Había sobrados atractivos que era patente que el lugar no poseía. Le era muy difícil creer que una mujer pudiese tener un aspecto presentable tras haberse pasado una serie de horas insomne a causa del papel pintado de su habitación; y no obstante, mientras crujían sus recias ropas de viuda cuando atravesaba el vestíbulo, la reconfortó la conciencia, que siempre contribuía al esplendor de sus domingos en sociedad, de que ella era, como de costumbre, la única persona en toda la casa incapaz de llevar en sus atavíos el horrible sello de esa misma elegancia única que haría las delicias de la esposa de un tendero. Habría preferido morirse a parecer endimanchée.

Por fortuna no se la requirió, pues el vestíbulo se hallaba vacío del resto de las mujeres, que estaban entretenidas precisamente en emperifollarse con ese calamitoso fin. Ya en el exterior admitió que, teniendo un terreno, una vista, que sentaba la pauta, que les daba ejemplo a todos los moradores de la casa, Waterbath habría debido ser encantadora. ¡Con semejantes elementos en sus manos, cómo habría aceptado ella las delicadas sugerencias de la naturaleza! Inopinadamente, en un recodo de un sendero, se encontró con una de las invitadas de la mansión: una muchacha sentada en un banco en meditación profunda y solitaria. Ya había estado observando a aquella muchacha durante la cena y posteriormente: la señora Gereth siempre se fijaba en las muchachas en referencia, aprensiva o especulativa, a su hijo. En lo profundo de su alma estaba convencida de que Owen, a pesar de todos los sortilegios que ella había lanzado, al final se casaría con una birria; y esto no porque ella dispusiera de pruebas que pudieran describirse como fehacientes, sino sencillamente debido a la profunda ansiedad que ella experimentaba, debido a su creencia de que una sensibilidad tan sumamente especial como la suya sólo había podido serle infligida a una mujer como fuente de angustias. Iba a ser su destino, su castigo, su cruz, que le metieran vilmente en casa una birria. Esta muchacha, una de las dos Vetch, no tenía hermosura, pero la señora Gereth, en su empeño por encontrar algún signo de vida entre lo insulso, en un abrir y cerrar de ojos había sido capaz de clasificar a este personaje como la menor de sus aflicciones en ese momento. Fleda Vetch vestía con cierta idea, si bien tal vez no con mucho más; y eso representaba un vínculo en ausencia de cualquier otro, especialmente dado que en este caso la idea era genuina y no imitación. Desde hacía tiempo la señora Gereth había establecido como verdad general que la idiosincrasia de las birrias va fácilmente aparejada a cierta clase de belleza ordinaria. En la mansión había presentes cinco muchachas, y la belleza de ésta, delgada, pálida y de cabellos negros, probablemente daba menor pábulo que la de las otras a que alguna vez se produjera uno de esos típicos intercambios de perogrulladas. Las dos Brigstock menos creciditas, hijas de la casa, eran en especial cargantemente «preciosas». Una segunda mirada, penetrante, dirigida a la muchacha que ante sí tenía, le inspiró a la señora Gereth la balsámica seguridad de que asimismo ésta no había incurrido en el estigma de parecer ardiente y melindrosa. Aún no habían intercambiado las dos ni una sola palabra, pero aquí había una nota que podría servir eficazmente de presentación si la muchacha se mostraba mínimamente consciente de sus mutuas coincidencias. Esta última se levantó de su asiento con una sonrisa que no disipó sino parcialmente la postración que la señora Gereth había entrevisto en su postura. La mujer de más edad la hizo sentarse de nuevo, y por un instante, mientras tornaban asiento ambas, sus miradas se encontraron y se sondearon mutuamente. «¿Se encuentra usted a salvo? ¿Le importa que lo exprese así?», le dijo cada una de ellas a la otra, identificando con celeridad, y casi proclamándola, su común necesidad de escabullirse. El tremendo encaprichamiento, como posteriormente habrían de llamarlo, de que la señora Gereth estaba destinada a hacer objeto a Fleda Vetch comenzó virtualmente con este descubrimiento de que la pobre muchacha se había sentido impelida a huir aún más prontamente que ella misma. Que la pobre muchacha percibió con no menor rapidez lo lejos que ahora podía llegar, quedó de manifiesto por la enorme cordialidad con que espetó al instante:

—¿No es verdaderamente espantoso?

—¡Horrible, horrible! —exclamó riéndose la señora Gereth—; y es realmente un alivio poder decirlo. —La señora Gereth tenía la creencia, pues tal cosa era lo que ambicionaba, de que lograba mantener competentemente en secreto aquella embarazosa excentricidad que constituía su propensión a sentirse desdichada en presencia de lo feo. La causa de la misma era su pasión por lo exquisito, pero se trataba de una pasión que a su propio ver ella jamás manifestaba y de la cual no se vanagloriaba, contentándose con dejar que marcara su nimbo y asomara sutilmente en su existencia, recordando en toda ocasión que pocas cosas hay menos ruidosas que una devoción profunda, Por consiguiente se quedó impresionada ante la agudeza de aquella jovencita que había puesto tan de sopetón el dedo en su oculta llaga. Lo que era feo en esta ocasión, lo que era atroz, era la esencial espantosidad de Waterbath, y de tal fenómeno fue de lo que hablaron estas damas mientras permanecían sentadas a la sombra y extraían consuelo del vasto cielo tranquilo, del cual no colgaba ningún barato plato azul. Se trataba de una fealdad íntima y sistemática, resultado de la anormal naturaleza de los Brigstock, de cuya composición había sido excluido de forma extravagante el principio del buen gusto. En la decoración de su hogar algún otro principio, notablemente activo, aunque oscuro y misterioso, había operado en lugar de aquél, con consecuencias desasosegantes de considerar, unas consecuencias que adoptaban la forma de una banalidad absoluta. La casa era mala a conciencia, pero habría podido pasar de haberse limitado a dejarla en paz. Esta salvífica misericordia había estado más allá de sus alcances: la habían agobiado de ornamentos grotescos y de arte propio de un álbum de recortes, de extrañas excrecencias y colgaduras en manojo, de chucherías que bien habrían podido ser regalos para criadas y artículos indescriptibles que bien habrían podido ser premios para ciegos. Habían llegado espantablemente lejos con las alfombras y las cortinas; poseían un instinto infalible para las equivocaciones crasas y estaban tan cruelmente condenados a lo impresentable que aquello los volvía casi seres trágicos. Su salón —la señora Gereth bajó la voz para mencionarlo— la hacía sonrojarse, y estas dos nuevas amigas se confesaron mutuamente que en sus respectivos aposentos habían llegado a derramar lágrimas. En el de la mujer de más edad había una colección de acuarelas cómicas, broma familiar de algún genio familiar, y en el de la más joven un recordatorio de algún centenario u otra Exposición de esa ralea, cosas a las cuales aludieron con repelús. La casa estaba contumazmente atiborrada de souvenirs de sitios aún más feos y de objetos cuyo olvido habría sido piadoso deber. El peor de los horrores lo eran los miles de acres de barniz, elemento notorio y apestoso, con que estaba untado todo: Fleda Vetch abrigaba la convicción de que la aplicación del mismo, con sus propias manos y empujándose unos a otros de forma hilarante, constituía la diversión de los Brigstock en los días lluviosos.

Cuando, conforme se fue haciendo más profunda la labor de crítica, Fleda dejó caer la insinuación de que acaso algunas personas encontraran seductora a Mona, la señora Gereth la interrumpió con un gruñido de protesta, exclamando ahogada y familiarmente un «¡Oh, cielos!». Mona era la mayor de las tres señoritas Brigstock, y aquella de quien más recelaba la señora Gereth. Ésta le confió a su joven amiga cómo habían sido precisamente esos recelos lo que la había traído a Waterbath; y confesar esto fue ir muy lejos, pues sobre la marcha, a modo de refugio, de remedio, la señora Gereth se había aferrado a la idea de que quizá pudiera sacarse cierto partido de la muchacha que tenía delante. De todas formas había sido su previsto riesgo lo que había agudizado su conmoción, lo que con un escalofrío terrible la había hecho preguntarse si de veras estaría maquinando el hado endilgarle una hija política educada en semejante lugar. Había visto a Mona en su apropiado marco y había visto a Owen, apuesto y torpe, mariposear alrededor de ella; mas por fortuna el efecto de estas primeras horas no había sido ennegrecer el panorama. Para la señora Gereth estaba todavía más claro que ella jamás podría darle su visto bueno a Mona, pero al fin y al cabo no era nada seguro que Owen fuera a pedírselo. Durante la cena él se había sentado junto a otra persona distinta y más tarde se había puesto a charlar con la señora Firmin, que era tan horrenda como todas las demás, pero que como detalle redentor ya estaba casada. La torpeza de Owen, que en su necesidad de espontanearse sacó ella generosamente a relucir, presentaba dos aspectos: uno era su monstruosa carencia de buen gusto y el otro su exagerada timidez. Si era cuestión de conquistar avasalladoramente a Mona no había por qué preocuparse, pues raras veces procedía él de semejante modo.

Instada por su compañera, que le había preguntado si no era toda una maravilla, la señora Gereth había comenzado a pronunciar algunas palabras sobre Poynton; mas oyó un sonido de voces que la hizo callar de súbito. Se irguió inmediatamente, y Fleda vio entonces que su alarma no cedió en absoluto. Detrás del lugar donde se habían sentado el suelo se inclinaba en terraplén, formando una larga pendiente de hierba por la cual, vestidos para ir a la iglesia pero tomándoselo con campechano humor, en aquel momento estaban gateando Owen Gereth y Mona Brigstock ayudándose mutuamente. Cuando éstos hubieron arribado a terreno llano, Fleda consiguió inteligir el sentido de la exclamación con que la señora Gereth había expresado sus reservas acerca de la personalidad de la señorita Brigstock. La señorita Brigstock había estado riéndose y aun retozando, pero tal circunstancia no había aportado ni sombra de expresión a su semblante. Alta, derecha y bella, de largas extremidades y adornada de un modo insólito, se quedó allí de pie sin mirada en los ojos ni intención perceptible alguna en ningún otro de sus rasgos. Pertenecía a la tipología para la que hablar consiste únicamente en emitir sonidos, en la que el secreto del ser está guardado de modo impenetrable e incorruptible. Probablemente su expresión habría sido hermosa si la hubiese tenido, pero lo que ella comunicase lo comunicaba, de una manera que sólo ella comprendía plenamente, sin gestos. Tal no era el caso de Owen Gereth, quien sí que hacía muchos, y todos bien sencillos y directos. Robusto y desmañado, eminentemente espontáneo y sin embargo perfectamente correcto, parecía insustancialmente activo y agradablemente estólido. Al igual que su madre y que Fleda Vetch, aunque no por los mismos motivos, este par de jóvenes había salido a darse un garbeo antes de misa.

El encuentro entre ambas parejas resultó sensiblemente embarazoso, y Fleda, que era perceptiva, y cuyas percepciones se intensificaban ahora por momentos, advirtió las dimensiones del golpe que le había sido inferido a la señora Gereth. Había habido intimidad —oh sí, tanta intimidad como puerilidad— en aquella juerga de la que acababan de tener un atisbo. Se agruparon todos juntos para encaminarse hacia la casa, y nuevamente Fleda cobró conciencia de la rápida operatividad de la señora Gereth por la forma como los amantes, o lo que quiera que fuesen, se vieron separados. Fleda caminó en retaguardia junto con Mona, mientras que la madre se apoderó por su cuenta del hijo, resultando empero vívidamente inaudible, mientras andaban, su intercambio de observaciones con él. Aquella miembro del grupo en cuya conciencia, más profunda, buscaremos más provechosamente un reflejo del pequeño drama que nos ocupa, sacó una impresión aún más nítida de las intervenciones de la señora Gereth por el hecho de que diez minutos más tarde, camino de la iglesia, se hubiera efectuado otro nuevo emparejamiento. Owen caminaba junto a Fleda, y la muchacha se sintió divertida al experimentar la certidumbre de que ello sucedía bajo la égida de la madre. Asimismo Fleda se sintió divertida por otros motivos: por ejemplo, al advertir que la señora Gereth iba ahora junto a Mona Brigstock; al observar que era toda afabilidad hacia dicha joven; al reflexionar que la señora Gereth, dominante y hábil, dotada de un gran espíritu lúcido, era uno de esos seres que se imponen, que se interponen; y finalmente al sentir que Owen Gereth era absolutamente guapo y deliciosamente tonto. Esta muchacha extraía incluso de sí misma maravillosos secretos de sutileza y orgullo; pero llegó más cerca de una absoluta convicción de lo que nunca había llegado en sus reflexiones sobre estos temas cuando ahora abrazó la idea de que era de buen efecto y bastante admirable ser estúpido sin ofender… de mejor efecto y realmente más admirable que ser inteligente e insoportable. En cualquier caso Owen Gereth, con su estatura, sus facciones y sus lapsus, no era ninguna de estas dos últimas cosas. Ella misma estaba dispuesta, si alguna vez se casaba, a aportar toda la inteligencia, y gustaba de imaginarse a su marido como una fuerza agradecida ante una dirección. A su humilde modo, ella era un espíritu de la misma casta que la señora Gereth. Aquel domingo emocionante y pletórico sucedió algo trascendental; la insignificante vida de Fleda Vetch fue consciente de un singular avivamiento. Su pasado exiguo se zafó de ella cual vestido anticuado, y mientras regresaba a la capital el lunes lo que contempló fijamente desde el tren en los campos del extrarradio fue un futuro lleno de las cosas que ella más amaba.

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