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Washington Square, de Henry James, es una novela sutil y emocionalmente compleja que aborda temas como el deber, el engaño y el crecimiento personal dentro de la sociedad neoyorquina del siglo XIX. La historia sigue a Catherine Sloper, una joven tímida y reservada atrapada entre las expectativas de su autoritario padre y el interés de un pretendiente cuyas intenciones resultan cuestionables. A medida que Catherine enfrenta lealtades en conflicto y manipulaciones emocionales, la novela examina las restricciones impuestas a las mujeres y las dinámicas de poder en el ámbito familiar. Desde su publicación en 1880, Washington Square ha sido elogiada por su profundidad psicológica y su prosa contenida pero incisiva. Henry James construye un relato centrado en los personajes que revela las tensiones silenciosas bajo la apariencia de la vida social respetable, destacando la fuerza interior de una heroína aparentemente pasiva. La ambigüedad moral y el drama sutil reflejan la habilidad del autor para explorar los matices del comportamiento humano. La relevancia perdurable de Washington Square reside en su reflexión sobre la dignidad, la resiliencia emocional y el precio de la independencia. Con personajes finamente elaborados y dilemas éticos silenciosos, la novela sigue siendo un estudio penetrante del carácter y de las fuerzas invisibles que moldean el destino individual.
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Seitenzahl: 326
Veröffentlichungsjahr: 2025
Henry James
WASHINGTON SQUARE
PRESENTACIÓN
WASHINGTON SQUARE
Henry James
1843 – 1916
Henry James fue un escritor estadounidense naturalizado británico, ampliamente considerado una de las figuras más importantes del realismo literario del siglo XIX. Nacido en Nueva York, pasó gran parte de su vida en Europa y es conocido por su agudeza psicológica, su prosa refinada y su exploración de la conciencia y la percepción. Sus obras abordan con frecuencia los encuentros entre estadounidenses y europeos, revelando los contrastes culturales entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Su contribución a la novela como forma literaria sigue siendo profundamente influyente.
Infancia y Educación
Henry James nació en una familia adinerada e intelectual: su padre, Henry James Sr., era teólogo y filósofo, y su hermano William James se convirtió en un renombrado psicólogo y filósofo. Fue educado tanto en Estados Unidos como en Europa, recibiendo una formación cosmopolita que marcó su visión del mundo. Ingresó brevemente a la Facultad de Derecho de Harvard, pero pronto abandonó los estudios jurídicos para dedicarse a la literatura, publicando su primer cuento en 1864. Sus primeras experiencias en Europa y su exposición a la cultura europea serían temas centrales en su obra.
Carrera y Contribuciones
La carrera literaria de James abarcó más de cinco décadas e incluyó novelas, cuentos, ensayos y crítica literaria. Sus primeras obras, como Daisy Miller (1878) y Retrato de una dama (1881), introdujeron uno de sus temas más recurrentes: el choque entre la inocencia estadounidense y la sofisticación europea. Estas narraciones suelen presentar protagonistas norteamericanos enfrentados a sociedades extranjeras, revelando las ambigüedades morales y complejidades psicológicas de sus experiencias.
El estilo narrativo de James evolucionó con el tiempo, especialmente en su etapa tardía, caracterizada por una prosa más densa e introspectiva. Obras como Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904) son reconocidas por su exploración psicológica profunda y su compleja estructura narrativa. Además de ficción, James escribió ensayos críticos, entre los que destaca El arte de la novela (1884), donde defendió la novela como una forma artística seria y legítima.
Influencia y Legado
Henry James fue un pionero en la exploración de la vida interior de los personajes, ayudando a forjar la novela psicológica moderna. Su enfoque en la conciencia, la percepción sutil y la complejidad moral influyó en escritores como Virginia Woolf, James Joyce y Edith Wharton. Aunque su estilo ha sido criticado por su densidad, su precisión estilística e innovación narrativa lo han consolidado como una figura clave de la literatura.
James también desempeñó un papel importante en la tradición literaria transatlántica, conectando las sensibilidades estadounidenses y europeas. Sus representaciones matizadas de la sociedad, la identidad y los límites del conocimiento anticiparon muchas de las preocupaciones del modernismo literario. El término "jamesiano" se ha utilizado para describir obras con profundidad psicológica y elegancia formal.
Henry James murió en Londres en 1916, tras sufrir un derrame cerebral. Poco antes de su muerte, adquirió la ciudadanía británica, en un gesto simbólico que reflejaba su profundo apego a la cultura europea. Aunque en vida no siempre fue el escritor más popular, su prestigio creció de forma constante después de su muerte.
Hoy, Henry James es considerado una figura fundamental en el desarrollo de la novela moderna. Sus obras siguen siendo objeto de estudio por su profundidad psicológica, su innovación narrativa y su análisis de la identidad cultural. Con un legado literario que une dos continentes y dos siglos, James sigue siendo una presencia esencial en los cánones literarios de Estados Unidos y el Reino Unido.
Sobre la obra
Washington Square, de Henry James, es una novela sutil y emocionalmente compleja que aborda temas como el deber, el engaño y el crecimiento personal dentro de la sociedad neoyorquina del siglo XIX. La historia sigue a Catherine Sloper, una joven tímida y reservada atrapada entre las expectativas de su autoritario padre y el interés de un pretendiente cuyas intenciones resultan cuestionables. A medida que Catherine enfrenta lealtades en conflicto y manipulaciones emocionales, la novela examina las restricciones impuestas a las mujeres y las dinámicas de poder en el ámbito familiar.
Desde su publicación en 1880, Washington Square ha sido elogiada por su profundidad psicológica y su prosa contenida pero incisiva. Henry James construye un relato centrado en los personajes que revela las tensiones silenciosas bajo la apariencia de la vida social respetable, destacando la fuerza interior de una heroína aparentemente pasiva. La ambigüedad moral y el drama sutil reflejan la habilidad del autor para explorar los matices del comportamiento humano.
La relevancia perdurable de Washington Square reside en su reflexión sobre la dignidad, la resiliencia emocional y el precio de la independencia. Con personajes finamente elaborados y dilemas éticos silenciosos, la novela sigue siendo un estudio penetrante del carácter y de las fuerzas invisibles que moldean el destino individual.
En la primera mitad del presente siglo, y más en concreto en sus últimos años, ejerció y prosperó en la ciudad de Nueva York un médico que acaso gozara de una cuota excepcional de esa consideración con la que, en Estados Unidos, se ha retribuido invariablemente a los miembros distinguidos del gremio. Dicho gremio, en América, se ha tenido siempre por muy honorable, y más que en ningún otro lugar ha reclamado para sí el calificativo de "liberal". En un país en el que para ocupar una posición social debe uno ganarse la vida o cuando menos hacer creer que se la gana, el arte de la curación da la impresión de haber reunido en alto grado dos reconocidas fuentes de mérito. Se inscribe en el terreno de la práctica, cosa muy estimable en Estados Unidos, y está tocado por la luz de la ciencia: un valor muy apreciado por una sociedad en la que el amor al conocimiento no siempre ha ido de la mano del ocio y la oportunidad.
Contribuyó a la reputación del doctor Sloper la circunstancia de que su ciencia y su habilidad se hallaran equilibradas a partes iguales. Era lo que podría llamarse un médico erudito, y al mismo tiempo no había en sus remedios ninguna abstracción: siempre ordenaba a sus pacientes algún remedio. Aunque pasaba por ser un hombre muy concienzudo, no se enzarzaba en teorizaciones farragosas y, si a veces se explicaba con más detalle de lo que el enfermo necesitaba, nunca llegaba al extremo (como otros galenos de los que uno ha tenido noticia) de fiarlo todo a su exposición, sino que siempre dejaba una inescrutable receta. Había médicos que recetaban sin molestarse en ofrecer explicaciones, pero él tampoco pertenecía a esta clase, que era a fin de cuentas la más vulgar. Pronto se verá que hablo aquí de un hombre inteligente, y ésa es la verdadera razón por la que el doctor Sloper se había convertido en una celebridad local.
En la época que nos incumbe tenía alrededor de cincuenta años y se hallaba en la cumbre de su popularidad. Era muy ingenioso y en la mejor sociedad de Nueva York se lo tenía por hombre de mundo, pues de cierto lo era cumplidamente. Me apresuro a añadir, en anticipación de posibles equívocos, que no era ni por asomo un charlatán. Era un hombre honrado a carta cabal: honrado hasta un extremo de cuya grandeza quizá no tuviera la ocasión de dar la medida exacta; y, aun considerando el buen talante que distinguía al círculo social en el que practicaba su oficio, donde todos presumían de contar con el médico más "brillante" del país, Sloper justificaba a diario los talentos que el sentir popular le atribuía. Era un observador, y hasta un filósofo, y ser brillante era una cualidad tan natural en él, tan fácil le resultaba (de acuerdo con el sentir popular), que jamás buscaba causar sensación ni recurría a las argucias y las pretensiones de las celebridades de segunda. Bien es verdad que la fortuna le había favorecido, de ahí que pudiera transitar cómodamente por las sendas de la prosperidad. Se había casado a los veintisiete años, por amor, con una muchacha encantadora, la señorita Catherine Harrington, de Nueva York, que aportó al matrimonio, además de sus encantos, una dote sustancial. La señora Sloper era afable, grácil, inteligente y elegante, y en 1820 figuraba entre las jóvenes hermosas de la pequeña aunque prometedora capital que, arracimada en torno a la batería de cañones, dominaba la bahía y se extendía hacia el norte hasta Canal Street, donde la hierba crecía al borde del camino. Ya a la edad de veintisiete años Austin Sloper había dejado huella suficiente para mitigar la anomalía de ser el elegido entre una docena de pretendientes por una joven de la alta sociedad, dueña de una renta de diez mil dólares anuales y de los ojos más bonitos de la isla de Manhattan. Aquellos ojos, sumados a otras cualidades, fueron por espacio de cinco años una fuente de honda satisfacción para el joven médico, que era un marido tan devoto como feliz.
Casarse con una mujer rica no alteró las pautas que se había trazado, y el doctor Sloper cultivó su profesión con un propósito tan firme como si no dispusiera de más recursos que la parte del modesto patrimonio que, a la muerte de su padre, se dividió entre los hermanos. No era su principal afán ganar dinero, sino más bien aprender algo y hacer algo en la vida. Aprender algo interesante y hacer algo útil; tal era, en líneas generales, el plan que había esbozado y cuya validez no juzgó que debiera verse en modo alguno menoscabada por la circunstancia de que su mujer gozase de una renta muy apreciable. Disfrutaba con la práctica y el ejercicio de una habilidad de la que era gratamente consciente, y tan patente resultaba que nada sino médico podía haber sido, que médico se empeñó en ser en las mejores condiciones posibles. Claro es que su holgada situación familiar le ahorró no pocos engorros, y que las relaciones de su mujer con "la mejor sociedad" le procuraron numerosos pacientes cuyos síntomas, sin ser en sí mismos más interesantes que los de las clases bajas, sí se exhibían con mayor rotundidad. Deseaba experiencia, y en un lapso de veinte años la cosechó en abundancia. Debe añadirse que dicha experiencia, al margen de cuál pudiera ser su valor intrínseco, se reveló en ocasiones todo lo contrario de agradable. Su primer hijo, un niñito sumamente prometedor conforme a la sólida opinión del padre, que era poco proclive a entusiasmos gratuitos, murió al cumplir los tres años, a despecho de los incontables recursos que la ternura materna y la ciencia paterna idearon para salvarlo. Dos años después la señora Sloper dio a luz a un segundo retoño; un pobre retoño que, en razón de su sexo, así lo entendía el doctor, no podía sustituir a su llorado primogénito, a quien el padre se había prometido convertir en un hombre admirable. La llegada de la niña supuso una decepción; pero esto no fue lo peor. Una semana después del parto, la joven madre, que hasta el momento parecía recuperarse satisfactoriamente, como reza el dicho, empezó a presentar de buenas a primeras síntomas alarmantes, y antes de que hubiese pasado una semana Austin Sloper había enviudado.
Tratándose de un hombre cuya profesión consistía en salvar vidas, ni que decir tiene que con su propia familia había fracasado estrepitosamente; y un médico brillante que en el plazo de tres años pierde a su mujer y a su hijo acaso debiera haberse preparado para ver cómo su reputación o su habilidad profesional se ponían en entredicho. Nuestro amigo, sin embargo, se libró de la crítica ajena, aunque no de la propia, que era con mucho la más autorizada y la más severa. Soportó el peso de esta íntima censura para el resto de sus días, y llevó por siempre las cicatrices del castigo que la mano más cruel que hasta la fecha había conocido le infligió la noche siguiente a la muerte de su mujer. El mundo, que, como ya se ha dicho, lo apreciaba, se compadeció demasiado de su desgracia para incurrir en ironías. Su infortunio le volvía más interesante si cabe, y hasta contribuyó a ponerlo de moda. Se señaló que ni siquiera las familias de los médicos se libraban de las enfermedades más insidiosas y, además, el doctor Sloper ya había perdido a otros pacientes antes que a los dos mencionados, lo cual constituía un honroso precedente. Le quedaba su hijita y, aunque la niña no era lo que él deseaba, se propuso hacer cuanto pudiese por ella. Disponía de una reserva de autoridad intacta, de la cual la pequeña pudo beneficiarse en abundancia en sus primeros años de vida. Se la bautizó, naturalmente, con el nombre de su pobre madre, y ni siquiera en su más tierna infancia el doctor la llamó otra cosa que no fuese Catherine. Creció fuerte y saludable, y, al mirarla, su padre se decía que, siendo así, al menos no debía temer por su pérdida. Digo "siendo así" porque, a decir verdad… Pero ésta es una verdad cuya revelación prefiero postergar.
Cuando la niña tenía alrededor de diez años, el doctor Sloper invitó a su hermana, la señora Penniman, a pasar una temporada con él. Dos habían sido las señoritas Sloper y ambas se habían casado jóvenes. La menor, la señora Almond, era la esposa de un próspero comerciante y madre de una floreciente familia. Ella misma se encontraba en plena floración y era una mujer guapa, tranquila y razonable, y la favorita de su inteligente hermano que, en punto a mujeres, aun cuando le uniese a ellas un estrecho parentesco, era un hombre de preferencias muy marcadas. Prefería a la señora Almond antes que a su hermana Lavinia, quien se había casado con un pobre presbítero de constitución enfermiza y ampulosa elocuencia que, a los treinta y tres años, había dejado a su mujer viuda, sin hijos y sin fortuna, sin nada más que el recuerdo de su verbo florido, cuyo aroma impregnaba vagamente la conversación de la propia viuda. Sea como fuere, el doctor le ofreció cobijo bajo su techo y Lavinia lo aceptó con la presteza de una mujer que había pasado los diez años de su vida conyugal en la pequeña localidad de Poughkeespsie. Su hermano no le había propuesto que se instalara con él indefinidamente; sólo le había sugerido que hiciera de su casa un asilo mientras encontraba una vivienda sin amueblar. No está claro que la señora Penniman llegase a emprender la búsqueda de tal vivienda: lo que es incuestionable es que nunca la encontró. Se estableció con su hermano y allí se quedó para siempre, y, al cumplir Catherine los veinte años, su tía Lavinia seguía siendo uno de los rasgos más llamativos del entourage inmediato de la muchacha. La versión de la viuda era que se había quedado para hacerse cargo de la educación de su sobrina. Al menos ésa era la razón que daba a todo el mundo, menos a su hermano, que jamás pedía explicaciones si él mismo podía imaginarlas cuando se le antojara. Además, aunque a la señora Penniman no le faltaba en absoluto cierta clase de seguridad artificial, por razones imprecisas se acobardaba ante el doctor Sloper y se abstenía de presentarse ante él como una fuente de instrucción. No tenía demasiado sentido del humor, aunque sí el suficiente para no caer en tal error; el doctor, por su parte, tenía el suficiente para disculparla, a la vista de su situación, por verse obligado a mantenerla buena parte de su vida. Así, aceptó tácitamente la propuesta que la señora Penniman formuló tácitamente, en el sentido de que era importante que la pobre huérfana tuviese cerca a una mujer brillante. La aceptación de Sloper no podía ser sino tácita, pues el lustre intelectual de su hermana jamás le había deslumbrado. Lo cierto es que, salvo cuando se enamoró de Catherine Harrington, jamás se había dejado deslumbrar por ninguna característica femenina, y aunque hasta cierto punto era lo que se conoce como un médico de mujeres, no tenía una opinión exaltada del sexo más complicado. Consideraba sus complicaciones más curiosas que edificantes y tenía un concepto de la belleza de la "razón" que, por lo general, rara vez se veía satisfecho con lo que observaba en sus pacientes. Su esposa había sido una mujer sensata, si bien constituía una indudable excepción; ésta acaso fuera, entre otras certezas suyas, la principal de todas. Tal convicción, como es natural, poco hizo por paliar o abreviar su viudez, y, en el mejor de los casos, puso un límite preciso al reconocimiento tanto de las posibilidades de su hija como de los métodos de su hermana. No obstante, al término de seis meses aceptó la presencia permanente de Lavinia como un hecho consumado y, a medida que Catherine iba creciendo, se percató de que había, en efecto, buenas razones para que la muchacha tuviese una compañera de su propio e imperfecto sexo. El doctor Sloper era de una corrección extrema con la señora Penniman, de una corrección escrupulosa y formal, y ella sólo lo había visto enfadarse una vez en la vida, cuando perdió los nervios al calor de una discusión teológica con su difunto marido. Con ella jamás discutía de teología, ni de nada en realidad. Se contentaba con poner en claro, valiéndose de un lúcido ultimátum, cuáles eran sus deseos para Catherine.
En cierta ocasión, cuando la niña tenía cerca de doce años, el doctor Sloper habló con su hermana.
— Procura convertirla en una mujer inteligente, Lavinia — le dijo — . Me gustaría que fuese una mujer inteligente.
La señora Penniman se quedó un momento pensativa tras oír estas palabras.
— Mi querido Austin — preguntó entonces — , ¿crees que es mejor ser inteligente que ser bueno?
— ¿Bueno para qué? — replicó el doctor — . Nadie que no sea inteligente es bueno para nada.
La señora Penniman no vio razón para disentir. Es posible que diera en pensar que su gran utilidad en el mundo se debía a su capacidad para aceptar muchas cosas.
— Claro que quiero que Catherine sea buena — dijo el doctor al día siguiente — , pero por no ser tonta no será menos virtuosa. No la creo capaz de ser mala; nunca habrá en su carácter una pizca de maldad. Es un pedazo de pan, como se suele decir, pero no me gustaría tener que compararla dentro de seis años con el alimento básico.
— ¿Temes que pueda ser insípida? Mi querido hermano, ya me ocupo yo de poner la mantequilla. No tienes de qué preocuparte — respondió la señora Penniman, que se arrogaba los "logros" de Catherine porque supervisaba sus ejercicios al piano, un instrumento en el que la muchacha demostraba cierto talento, y la acompañaba también a sus clases de baile, donde no tenía más remedio que reconocer que la estampa de su sobrina no pasaba de ser discreta.
La señora Penniman era una mujer alta, delgada, rubia y bastante apagada, de amabilísima disposición, muy notable gentileza, aficionada a la literatura fácil y con un temperamento algo reconcentrado y tortuoso que no venía a cuento. Era romántica, era sentimental, tenía verdadera pasión por los misterios y los secretos sin importancia, una pasión sin duda inocente, pues sus secretos habían sido hasta la fecha tan poco aprovechables como un huevo podrido. No era sincera a ciencia cierta, claro que este defecto no entrañaba grandes consecuencias, pues nunca había tenido nada que ocultar. Le habría gustado tener un amante y cartearse con él bajo un nombre supuesto, dejando sus misivas en algún comercio. He de decir que su fantasía nunca llevó la intimidad más allá de esta correspondencia imaginaria. Nunca tuvo un amante, pero su hermano, que era muy perspicaz, adivinaba estos deseos. "Cuando Catherine cumpla los diecisiete — se decía — , Lavinia tratará de persuadirla de que algún joven con bigote está enamorado de ella. Y será del todo falso: ningún joven, con bigote o sin él, se enamorará jamás de Catherine. Pero Lavinia lo dará por descontado y hablará con ella; y hasta es posible que, si no se impone esa inclinación suya por lo clandestino, me lo diga también a mí. Catherine no se dará cuenta, y tampoco lo creerá, por fortuna para su paz de espíritu. La pobre Catherine no es romántica."
Catherine era una niña sana y bien criada, sin rastro alguno de la belleza de su madre. No es que fuera fea: tenía un rostro anodino, corriente y delicado sin más. A lo sumo se decía de ella que tenía una cara "agradable" y, a pesar de su condición de heredera, a nadie se le había pasado por la cabeza que fuese una beldad. La opinión que su padre tenía de la pureza moral de la muchacha estaba sobradamente justificada. Era asombrosa e inquebrantablemente buena: cariñosa, dócil, obediente y adepta a la verdad. De pequeña había sido bastante revoltosa y, aunque ésta sea una confesión incómoda sobre una heroína, debo añadir que fue también algo glotona. Nunca, que yo sepa, llegó a robar las uvas pasas de la despensa, pero gastaba su asignación en pastelillos de nata. En este sentido, sin embargo, una actitud crítica estaría fuera de lugar, pues no es sino una alusión exenta de malicia a sus primeros años de vida. Decididamente, Catherine no era inteligente, no destacaba en sus estudios; en realidad no destacaba en nada. Tampoco era torpe y logró aprender lo necesario para desenvolverse dignamente en las conversaciones con sus contemporáneos, entre los cuales, todo hay que decir, ocupó siempre un lugar secundario. Es bien sabido que, en Nueva York, una joven puede ocupar un lugar principal. Catherine, en razón de su modestia, no tenía deseo alguno de brillar y, en la mayoría de lo que se conoce como ocasiones sociales, siempre se agazapaba en un segundo plano. Quería muchísimo a su padre y lo temía en la misma medida. No había para ella hombre más inteligente, más atractivo y más famoso. Tan en serio se tomaba la pobre muchacha el ejercicio de sus afectos que el leve y temeroso temblor que en ella se mezclaba con la pasión filial introducía en el asunto una nota de sabor, en lugar de restárselo. Era su más profundo deseo complacer a su padre, y consistía su noción de la felicidad en saber que lo había conseguido. Nunca lo consiguió más allá de cierto punto. Aunque el doctor Sloper la trataba muy bien en general, Catherine era muy consciente de la situación y hallaba una razón para vivir en el objetivo de superar dicho punto crítico. Lo que no alcanzaba a discernir, desde luego, era la decepción que representaba para él, y eso que en tres o cuatro ocasiones se lo había manifestado casi a las claras. La muchacha creció en un ambiente tranquilo y próspero, pero llegó a los dieciocho años sin que la señora Penniman hubiese logrado hacer de ella una mujer inteligente. Al padre le habría gustado poder sentirse orgulloso de su hija, mas no había nada de lo que enorgullecerse en la pobre Catherine. Tampoco había nada de lo que avergonzarse, por supuesto, pero eso no le bastaba al doctor, que era un hombre orgulloso y al que le habría agradado pensar en su hija como una muchacha excepcional. Lo suyo era que Catherine hubiese sido guapa y dotada de gracia, inteligente y distinguida — pues su madre había sido la mujer más encantadora de su tiempo — , y, en cuanto a sí mismo, el doctor era consciente de su valía. Por momentos le irritaba haber engendrado una hija tan corriente, e incluso llegaba al extremo de alegrarse al pensar que su mujer no había vivido para conocerla. Naturalmente, el doctor Sloper tardó en llegar a esta conclusión y no quiso dar el asunto por zanjado hasta que Catherine se hubo convertido en una señorita. Le concedió el beneficio de innumerables dudas; no tenía ninguna prisa por sacar conclusiones. La señora Penniman le aseguraba a menudo que la joven tenía un carácter delicioso, pero él sabía cómo interpretar estas afirmaciones. En su opinión significaban que Catherine carecía de la agudeza suficiente para discernir que su tía era mema, una limitación mental que por fuerza debía agradar a la señora Penniman. Sea como fuere, tanto el padre como la tía exageraban las limitaciones de la muchacha, pues aunque ésta quería mucho a su tía y era consciente de la gratitud que le debía, no le inspiraba ni un ápice del dulce temor que era el distintivo de la admiración que profesaba a su padre. No había, para Catherine, nada infinito en la señora Penniman. La caló de inmediato, por así decir, y lo que vio en ella no la deslumbró, mientras que las notables virtudes de su padre parecían alejarse hasta perderse en una suerte de luminosa vaguedad, no porque allí se esfumaran, sino porque Catherine era incapaz de seguirlas más lejos.
No debe suponerse que el doctor descargara su decepción sobre la pobre muchacha, ni tan siquiera le daba a entender que le hubiese jugado una mala pasada. Muy al contrario, por miedo a ser injusto, cumplía su deber con un celo ejemplar y reconocía que Catherine era una hija cariñosa y leal. Además, él era un filósofo: diluyó su decepción en el humo de incontables cigarros puros y, con el paso del tiempo, terminó por acostumbrarse. Se complacía en no haber albergado ninguna esperanza, bien es verdad que su razonamiento en este punto tenía algo de extraño. "No espero nada — se decía — ; por eso, si me da una sorpresa, todo serán ganancias netas. Si no me la da, no habrá pérdidas." Esto ocurría más o menos cuando Catherine había cumplido los dieciocho años, lo que demuestra que su padre no se había precipitado. A esas alturas, la muchacha no sólo era incapaz de dar sorpresas, sino que casi cabía cuestionarse su capacidad para recibirlas, de tan callada y poco receptiva como era. Había quienes, hablando en plata, la tildaban de imperturbable. Pero su falta de respuesta obedecía a que era tímida, inquietante y dolorosamente tímida. No todo el mundo lo entendía, de ahí que a veces pasara por insensible. En realidad, no había en el mundo un ser más tierno.
De niña prometía ser alta, pero a los dieciséis años dejó de crecer, y su estatura, como otros rasgos de su constitución, no llegó a destacar. Era, de todos modos, una muchacha fuerte, bien formada, y gozaba por fortuna de una excelente salud. Ya se ha señalado que el doctor era un filósofo, aunque no habría respondido yo por su filosofía de haber sido la pobre chica enfermiza y delicada. Su aspecto saludable constituía su principal certificado de belleza, y tenía una piel lozana y clara, en la que el rojo y el blanco se combinaban armoniosamente, que daba gusto verla. Los ojos eran pequeños y serenos, las facciones más bien toscas, el pelo castaño y suave. Los críticos más severos la calificaban de normal y corriente, mientras que los más imaginativos veían en ella a una joven elegante y silenciosa, pero ni los unos ni los otros se molestaban demasiado en hablar de ella. Cuando, según lo inculcado, comprendió que era una señorita — tardó mucho en llegar a convencerse — , despertó en ella un llamativo gusto por la moda. Llamativo es el término más exacto. Se me antoja que debiera escribirlo en letra muy pequeña, pues su criterio no era ni mucho menos infalible; se prestaba a confusiones y a situaciones embarazosas. Su indulgencia en este extremo respondía a los deseos de expresión de una naturaleza desorientada: ambicionaba vestir con elocuencia y compensar su retraimiento con la rotundidad de su indumentaria. Y, si de veras se expresaba a través de sus vestidos, a nadie puede culparse por no pensar que Catherine era una chica ingeniosa. Debe añadirse que, aun cuando tenía expectativas de heredar una fortuna — el doctor Sloper llevaba muchos años ganando veinte mil dólares anuales y ahorrando la mitad de sus ingresos — , la cantidad de la que disponía para sus gastos no era muy superior a la asignación de muchas jóvenes de condición más humilde. En el Nueva York de aquella época, aún podía verse una trémula llama en algunos altares del templo de la sencillez republicana, y al doctor le habría complacido mucho ver a su hija presentarse, con gracia clásica, como sacerdotisa de esta atemperada creencia. En privado hacía una mueca de disgusto al pensar que Catherine, además de ser fea, vestía con demasiada ostentación. Él, por su parte, disfrutaba con las cosas buenas de la vida y las utilizaba en abundancia, pero le aterraba la vulgaridad, e incluso albergaba la hipótesis de que era un fenómeno creciente en la sociedad que lo rodeaba. Por otro lado, el lujo en Estados Unidos no había alcanzado hace treinta años ni mucho menos las cotas de hoy, y el sagaz padre de Catherine tenía una visión algo anticuada de la educación de los jóvenes. No había llegado a formular una teoría precisa sobre el particular, pues, por aquel entonces, las personas no se veían en la necesidad de pertrecharse con una colección de teorías. Sencillamente encontraba más acertado y más razonable que una muchacha bien educada no cargase con la mitad de su fortuna sobre sus hombros. Catherine tenía unos buenos hombros y habría podido cargar con una cantidad de peso muy estimable, mas, por consideración hacia su padre, jamás se permitió manifestarlo, y nuestra heroína ya había cumplido los veinte cuando se dio el capricho de comprar un vestido de noche de satén rojo, adornado con flecos dorados, tras largos años codiciando esta prenda en secreto. Cuando se lo ponía parecía una mujer de treinta. Lo curioso es que, a pesar de esta afición por los vestidos, no había en Catherine ni una pizca de coquetería, y lo único que le preocupaba cuando los lucía era que la ropa, y no ella, causara una buena impresión. Aunque la historia no ha sido explícita sobre este punto, las conjeturas están justificadas. Con tan espléndidas vestiduras se presentó en una reunión organizada por su tía, la señora Almond. La joven tenía a la sazón veinticinco años y aquella fiesta iba a ser el comienzo de algo muy importante.
Tres o cuatro años antes de esta ocasión, el doctor Sloper había trasladado sus lares a la zona residencial de la ciudad, como se dice en Nueva York. Había vivido, desde que se casó, en un edificio de ladrillo rojo, con albardillas de granito y un espléndido montante en forma de abanico encima de la puerta, situado a cinco minutos andando del Ayuntamiento, en una calle que conoció sus mejores días, en el aspecto social, en torno a 1820. Poco después empezó a imponerse la moda de instalarse en el norte, pues, a decir verdad, la estrecha vía por la que fluye la ciudad de Nueva York no ofrecía otra alternativa, y el sonoro zumbido del tráfico se propagó aún más a derecha e izquierda de Broadway. En la época en la que el doctor Sloper cambió de residencia, el murmullo del comercio se había tornado en poderoso rugido, que sonaba como música en los oídos de los ciudadanos de bien interesados en el crecimiento de la actividad comercial, como se complacían en denominarla, de su afortunada isla. El interés del doctor por este fenómeno era sólo tangencial — aunque a la vista de que la mitad de sus pacientes fueron convirtiéndose con el paso de los años en hombres de negocios sobrecargados de trabajo, tal vez debiera haber sido más inmediato para él — y cuando buena parte de las casas de sus vecinos (igualmente decoradas con albardillas de granito y grandes montantes en forma de abanico) se transformaron en oficinas, almacenes, agencias mercantiles y otros negocios relacionados con los usos comerciales, resolvió trasladarse a un lugar más apacible. El ideal de tranquilidad y de retiro elegante, en 1835, se encontraba en Washington Square, y allí se hizo construir el doctor una casa bonita, moderna, con una amplia fachada en la que habilitó una gran terraza junto a las ventanas del salón, y un tramo de blancas escaleras de mármol que conducían hasta el porche, también revestido de mármol blanco. Esta estructura, como muchas de las viviendas colindantes con las que guardaba un parecido exacto, pasaba por incorporar, hace cuarenta años, los últimos avances de la ciencia arquitectónica, y todas ellas siguen siendo, a día de hoy, construcciones honorables y de probada solidez. Se erguían alrededor de una plaza cercada por una valla de madera y provista de abundante vegetación silvestre, lo que acrecentaba su sencilla apariencia rural. A la vuelta de la esquina se encontraba la zona más distinguida de la Quinta Avenida, que partía de allí con un aire confiado y espacioso en el que se adivinaba un destino prometedor. Tal vez se deba a la ternura que inspiran sus orígenes, pero lo cierto es que esta zona de Nueva York es para muchos la más exquisita. Ostenta una suerte de consolidada serenidad que no se observa con frecuencia en otros barrios de la larga y bulliciosa urbe. Tiene un aire más maduro, más rico y más distinguido que cualquiera de las ramificaciones hacia el norte del gran eje vertical: la apariencia de haber albergado algo de historia social. Fue aquí, como seguramente saben de buena tinta, donde llegaron ustedes a un mundo que parecía ofrecer una abundante variedad de intereses; fue aquí donde en otro tiempo vivieron sus abuelas, en venerable aislamiento, y donde éstas dispensaron una hospitalidad tan apreciada por la imaginación como por los paladares infantiles; fue aquí donde, con paso inseguro, se adentraron ustedes por vez primera en territorios desconocidos de la mano de sus niñeras, donde aspiraron el peculiar olor de los ailantos que a la sazón proporcionaban a la plaza su principal fuente de sombra, esparciendo un aroma que, a falta del criterio suficiente, no podían ustedes rechazar como se merecía; fue aquí, en definitiva, donde su primera escuela, regentada por una anciana provista de una férula, de amplio pecho y sólidas raíces, que bebía té a todas horas en una taza azul con un platito desparejado, amplió el círculo tanto de sus observaciones como de sus sensaciones. Fue aquí, en todo caso, donde mi heroína pasó muchos años de su vida, lo cual constituye mi excusa para esta digresión topográfica.
La señora Almond vivía bastante más al norte, en una calle muy larga que aún se encontraba en estado embrionario: una zona donde el ensanche de la ciudad empezaba a adoptar un aire teórico, donde los álamos crecían junto a las aceras (si es que las había), mezclándose su sombra con los tejados en punta de las desganadas construcciones holandesas, y donde los cerdos y las gallinas retozaban en el arroyo. Estos pintorescos rasgos del ambiente rural que hoy han desaparecido por completo del escenario urbano de Nueva York perviven todavía en la memoria de las personas de mediana edad que en su día habitaron en barrios cuya mención hoy podría causarles rubor. Catherine tenía muchos primos, y con los hijos de su tía Almond, que llegaron a ser nueve, estableció estrechas relaciones de intimidad. Cuando era pequeña inspiraba en sus primos cierto temor: la tenían, como suele decirse, por una niña educadísima, y una persona que vivía en la intimidad de su tía Lavinia por fuerza reflejaba una parte de la grandeza de aquella mujer. La señora Penniman era, para los hermanos Almond, un objeto más susceptible de admiración que de simpatía. Sus maneras se les antojaban formidables y extrañas, y su luto — vistió de negro veinte años a partir de la muerte de su marido, y una mañana, de buenas a primeras, apareció con rosas en el sombrero — se complicaba en lugares insólitos con aditamentos tales como hebillas, abalorios y alfileres, muy desalentadores para la confianza. Era demasiado estricta con los niños, para lo bueno y para lo malo, y los abrumaba con esa manera de esperar de ellos comportamientos sutiles. De ahí que visitarla fuese muy parecido a ir a la iglesia y tener que sentarse en el primer banco. Pasado algún tiempo se descubrió, sin embargo, que la tía Lavinia era un mero accidente en la existencia de Catherine y no una parte de su esencia, y que, cuando la niña iba a pasar un sábado con sus primos, se prestaba a "jugar a lo que hace el rey" e incluso a saltar a pídola. Así las cosas, no fue difícil llegar a un buen entendimiento, y Catherine confraternizó con sus primos por espacio de muchos años. Digo primos porque siete de los hijos de los Almond eran chicos, y Catherine tenía preferencia por los juegos que se practican mejor en pantalones. Poco a poco, los pantalones de los niños se fueron alargando y sus portadores dispersándose y abriéndose camino en la vida. Los mayores superaban a Catherine en edad, y los que no fueron a la universidad se colocaron en contadurías. Una de las hijas se casó puntualísimamente, mientras que la otra se comprometió con idéntica puntualidad. Para celebrar este último acontecimiento organizó su tía Almond la mencionada fiesta. Su hija iba a casarse con un tenaz agente de bolsa, un joven de veinte años: se tuvo por muy buena cosa.
La señora Penniman, con más hebillas y abalorios que nunca, acudió naturalmente a la celebración, acompañada por su sobrina. También el doctor había prometido asistir algo más avanzada la velada. Comenzó el baile, y no había pasado mucho tiempo cuando Marian Almond se acercó a Catherine escoltada por un joven de gran estatura. Presentó al muchacho como persona con grandes deseos de conocer a nuestra heroína y como primo de Arthur Townsend, su prometido.
Marian Almond era una encantadora jovencita de diecisiete años, con una figura menuda y una enorme banda en el vestido, a cuyos elegantes modales nada tenía que añadir el matrimonio. Ya entonces se comportaba como una perfecta anfitriona que recibía a los invitados abanico en mano, diciendo que, con tantas personas a las que atender, no le quedaría tiempo para bailar. Pronunció un largo discurso sobre el primo del señor Townsend, a quien propinó un golpecito con el abanico antes de retirarse para continuar con sus ocupaciones. Catherine no llegó a entender todo lo que dijo Marian; su atención estaba puesta en disfrutar de la naturalidad de su prima y el fluir de sus ideas, tanto como en contemplar al joven, que era notablemente apuesto. Había logrado, de todos modos, registrar el apellido del caballero — cosa que con frecuencia no conseguía cuando le presentaban a alguien — , que al parecer era el mismo que el del joven agente de bolsa con el que su prima iba a casarse. Siempre se atolondraba con las presentaciones; le resultaban difíciles y le asombraba que a algunos — su nuevo conocido, sin ir más lejos — les afectasen tan poco. No sabía qué decir, ni qué consecuencias podía tener el que no dijese nada. Las consecuencias fueron en esta ocasión muy agradables. Sin darle tiempo para sentirse incómoda, el señor Townsend empezó a hablar con una sonrisa natural, como si se conociesen desde hacía un año.
— ¡Qué fiesta tan deliciosa! ¡Qué casa tan bonita! ¡Qué familia tan interesante! ¡Qué muchacha tan guapa su prima!
Estas observaciones, que en sí mismas no revestían gran profundidad, parecía ofrecerlas el señor Townsend por lo que valían y como tributo a una persona conocida. Miraba a Catherine a los ojos. Ella no respondía; sólo escuchaba y lo observaba. Y el joven, como si no esperase ninguna réplica en particular, siguió hablando de otros muchos asuntos en el mismo tono cómodo y espontáneo. Catherine, aunque se había quedado muda, no se sentía incómoda. Parecía indicado que él se explayara y ella se limitara a mirarlo. Lo que hacía que todo resultase tan natural era que él fuese tan atractivo o, mejor dicho, así lo pensó Catherine, tan guapo. La música, que había cesado unos momentos, no tardó en sonar de nuevo. Y entonces, con una sonrisa más amplia y más acentuada, el joven le preguntó si le haría el honor de bailar con él. Ni siquiera a esta solicitud respondió ella con un asentimiento audible. Simplemente dejó que él le pasara un brazo por el talle — en ese momento se le ocurrió, con más intensidad que nunca, que aquél era un lugar muy singular para que en él descansara el brazo de un caballero — y al momento se dejó conducir, siguiendo la armoniosa rotación de la polca. Terminado el baile, se sintió acalorada y dejó de mirarlo unos instantes. Se abanicó y contempló las flores pintadas en su abanico. El joven le preguntó si le apetecía seguir bailando, y Catherine vaciló antes de responder, con la mirada puesta en las flores.
— ¿Se marea? — preguntó él, con exquisita amabilidad.