Lucero - Aníbal Malvar - E-Book

Lucero E-Book

Aníbal Malvar

0,0

Beschreibung

Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero es y no es una novela sobre la vida y el tiempo de Federico García Lorca. Quizá sí el relato de cómo un país se confabula para conceder a un poeta el derecho a morir asesinado. Es 1916 en la Vega de Granada, la tierra más rica de Andalucía y escenario de incendiarios conflictos sociales y políticos, donde los alpargateros pasan hambre y los terratenientes –como el padre del Lucero– se hacen inmensamente ricos con el contrabando de alimentos básicos hacia los frentes de la Gran Guerra. Es tiempo de jinetes y pistolas, revientahuelgas sanguinarios, bolchevistas iracundos y guardiaciviles borrachos. En ese paisaje se forjará la primera agitación poética del Lucero antes de sumergirse en el vanguardismo irreverente de la madrileña Residencia de Estudiantes, con Dalí y Buñuel y las "sinsombrero". Vivirá estrepitosos fracasos teatrales y hasta el mordisco censor de la dictadura de Primo de Rivera. La persecución al maricón de la tenebrosa España. El éxito internacional. La singladura de la Barraca, su compañía teatral, llevando a Lope y a Cervantes por los pueblos bajo la constante amenaza de los falangistas... Con mezclas de realidad, jaleo, ficción, noticias de prensa, cartas, entrevistas y publicidades, Lucero se convierte en un puzle cubista donde cabe todo. Quizá, también, el correcto manual de instrucciones para asesinar a un poeta.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 535

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Akal / Literaria / 83

Aníbal Malvar

Lucero

Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero es y no es una novela sobre la vida y el tiempo de Federico García Lorca. Quizá sí el relato de cómo un país se confabula para conceder a un poeta el derecho a morir asesinado.

Es 1916 en la Vega de Granada, la tierra más rica de Andalucía y escenario de incendiarios conflictos sociales y políticos, donde los al­par­gateros pasan hambre y los terratenientes –como el padre del Lucero– se hacen ricos con el contrabando de alimentos básicos hacia los frentes de la Gran Guerra. Es tiempo de jinetes y pistolas, revientahuelgas san­guinarios, bolchevistas iracundos y guardiaciviles borrachos.

En ese paisaje se forjará la primera agitación poética del Lucero antes de sumergirse en el vanguardismo irreverente de la madrileña Re­sidencia de Estudiantes, con Dalí y Buñuel y las «sinsombrero». Vivirá estrepitosos fracasos tea­trales y hasta el mordisco censor de la dictadura de Pri­mo de Rivera. La persecución al ma­ricón de la tenebrosa España. La singladura de La Barraca, su compañía teatral, bajo la constante amenaza de los falangistas...

Con mezcla de realidad, jaleo, ficción, noticias de prensa, cartas, entrevistas y publicidades, Lucero se convierte en un puzle cubista donde cabe todo. Quizá, también, el correc­to manual de instrucciones para asesinar a un poeta.

Aníbal Malvar nació una noche de martes 13 y nordés en A Coruña. Con 26 años publicó su primer libro y empezó a trabajar en los periódicos, especializándose en asuntos de narcotráfico, ETA y otras mafias. Aquí yace un hombre (Ronsel, 1994) fue su primera novela, una ficción negra sobre la búsqueda de un escritor desaparecido durante la dictadura y cuyo fantasma enturbia el presente de los protagonistas. En 2008, Inéditor publica, traducida del gallego, su novela Una noche con Carla, radiografía de la corrupción política en la Galicia de los 90, por la que recibió el premio Xerais 1995. Y en 2012 ve la luz en Akal La balada de los miserables, cuya traducción al francés recibió el premio Violeta Negra 2015. En esta misma editorial ha publicado también Ala de mosca, ficción negra sobre los servicios secretos españoles, el 23–F, el narco... Ha trabajado en El Correo Gallego, Antena3 Radio, Radiovoz y El Mundo. En la actualidad es columnista en Público y colaborador de otros medios.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Aníbal Malvar, 2019

© Ediciones Akal, S. A., 2019

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4773-5

El historiador colecta datos para retratar la realidad.

El poeta y las sinsombrero los deforman para entenderla.

Las vidas de los poetas malditos están sometidas al capricho de quien quiera interpretarlas. Lucero no es una biografía de FGL. Ni falta que le hace.

ACM

Lo que no sabía lo inventaba y coincidía con la verdad

(Dámaso Alonso sobre FGL)

La palabra maricón, en español, tiene una fuerza terrible.

El odio hacia los homosexuales en España es terrible.

Si eres rojo y al mismo tiempo maricón de

mierda –que es como habla esta gente, y

sigue hablando–, esto ya es tremendo.

(Ian Gibson)

ATRIO

Asquerosa, 1906

El Lucero cojea por la calle de la Iglesia, en Asquerosa, Granada, caminito de casa de tía Aurelia. El Lucero es algo cojo. Los luceros tienen defectos, como todas las cosas que dan luz. Se le quedó, de nacimiento, una pierna más corta que otra, y por eso alabea los brazos como un funambulista para no perder el equilibrio.

Al llegar ante la puerta de tía Aurelia, casa baja enjalbegada y con exceso de macetas balconeras, el Lucero se queda quieto. Firme como un soldado de plomo. Casi ridículo con el pantalón corto de paño negro, la blusa de lino blanco y la pajarita gris de niño rico. El polvo que levanta el viento de la Vega granadina enturbia los aires de Asquerosa, de Pinos Puente, de Pulianas y de Viznar, y se pelea con los ojos oscuros del niño.

La tía Aurelia canta como habla, envuelta en notas bemoles, como si de pequeña se hubiera tragado un pájaro de risa.

—¿Pero qué haces, Lucerito? No te quedes quieto ahí. Que el viento se te va a llevar por el aire arriba.

—El peligro –dice el niño.

—¿No ves que no pasa nada? –responde tía Aurelia saltando el peligro de atrás adelante con el halda arremangada.

—Ya. Y, entonces, ¿por qué lo llaman el peligro?

Se cuenta que el Lucero siempre le tuvo pavor al peligro. Así se llamaba al escalón que protege del polvo los umbrales de las puertas de las casas de pueblo: el peligro. El Lucero necesitó siempre, o eso se cuenta, una mano adulta para superar el peligro. Lo relatan incluso los historiadores, que casi nunca se fijan en estas naderías. Y, si lo relatan algunos historiadores, es porque el peligro debe de tener algo de importancia en esta historia.

***

Fue por el año 1906. Mi tierra, tierra de agricultores, había sido arada por los viejos arados de madera, que apenas arañaban la superficie. Y, en aquel año, algunos labradores adquirieron los nuevos arados Brabant –el nombre me ha quedado para siempre en el recuerdo–,que habían sido premiados por su eficacia en la Exposición de París del año 1900. Yo, niño curioso, seguía por todo el campo al vigorosoarado de mi casa. Me gustaba ver cómo la enorme púa de acero abría un tajo en la tierra, tajo del que brotaban raíces en lugar de sangre.Una vez el arado se detuvo. Había tropezado con algo consistente.Un segundo más tarde, la hoja brillante de acero sacaba de la tierra un mosaico romano. Tenía una inscripción que ahora no recuerdo, aunque no sé por qué acude a mi memoria el nombre de los pastores Dafnis y Cloe. Ese mi primer asombro artístico está unido a la tierra. Los nombres de Dafnis y Cloe tienen también sabor a tierra y a amor.

FGL

ACTO I

NO-DO

«Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y por fin puesto en la frontera.» Esto lo escribió Alfonso XIII el día de su decimosexto cumpleaños, en 1902. Catorce años más tarde, en 1916, era gobernado por sus ministros y ya iba camino de ganarse el pasaporte a la frontera. En su favor decir que, de adolescente, el Borbón no había sido tonto del todo, pues al menos acertó a profetizar su destino.

Desde el mes de abril de aquel 1916 presidía el Gobierno el conde de Romanones, liberal, que intentaba desarrollar un plan de obras públicas y otro de educación para sacar a España de su sucia pereza eclesial y terrateniente. Romanones lo intentaba sin mucha convicción ni demasiado éxito. Los condes liberales, aunque al principio parezcan un ímpetu subido a un alazán, son gentes que se cansan enseguida.

Tampoco es que la Historia se lo pusiera fácil al tal Romanones en su tibio afán por modernizar España. La Restauración de la monarquía española en el ya lejano 1874 sólo fue posible gracias al apoyo de la Iglesia a los Borbones. A cambio,los obispos exigieron a Cánovas que volviera a suprimir la libertad de cátedra. Así la Iglesia se aseguraba el control del sistemaeducativo para que la incultura se expandiera como Dios manda. En 1875, los mejores cerebros del país fueron expulsados de las universidades. Algunos se rebelaron. Como Francisco Ginerde los Ríos, que fundó la Institución Libre de Enseñanza,abriendo un pequeño resquicio de racionalidad entre tanto acientífico fervor sotanero. Cuarenta años después, Romanones se daba cuenta de que España no se desbravaría si no se ponía algo de coto a la educación superchera y sin método que administraban curitas poco preparados o muy pudorosos con su saber.

En la confusión de la Gran Guerra, los empresarios, industriales y terratenientes de nuestro neutral país se dedicaron a vender y traficar materias primas y alimentos hacia los frentes, hacia cualquier frente, dependiendo de quien mejor pagara. A pesar de la bonanza económica, la escasez de productos básicos en España provocó un enorme repunte en los precios: el pan subió un 40 por ciento, mientras los sueldos se estancaban. En consecuencia, obreros y campesinos pasaban hambre y protestaban iracundos, ignorantes de que sus estómagos vacíos estaban alimentando los vientres de la Historia. Quizás el hecho de que el 60 por ciento de la población fuera analfabeta explique un poco esta desatención popular hacia las necesidades siempre urgentes del progreso. Los que se obcecan en comer algo son inevitablemente destruidos por aquellos que se limitan a vestir mejor.

***

Asquerosa, 3 de septiembre de 1916

Depende del río Genil. Si el río Genil viene con prisas de invierno desde Sierra Nevada, la fiesta del Corpus Chico se jode. Todo se llena de niebla algodonosa y de hielos flotantes, y la fiesta dura lo que mandan las mujeres frioleras. Otros años, por el contrario, el Genil trae nostalgia de llanura y pide más verano, y entonces el Corpus Chico de Asquerosa es la fiesta menos refajona de la Vega granadina. Se ven escotes, los hombres bailan con los párpados caídos y las mujeres le enseñan los dientes a la Luna haciéndose las tontas.

Las que tienen dientes.

Las mujeres que tienen dientes se ríen en la mitad derecha de la plaza, donde están los ricos. Las que no tienen dientes, se ríen en la mitad izquierda. Las separa un cordón protegido por guardiaciviles borrachos. Es ley, en muchos pueblos de España, que un cordón separe en las fiestas a unos españoles de otros. En la mitad izquierda de la plaza, los gitanos y los alpargateros han plantado tres hogueras. En la mitad derecha, como la gente va mejor abrigada, no hace falta lumbre.

Un Ford T negro entra a la plaza desde la calle de la Iglesia esputando humos. La orquestina desafina, ensordecida por los pistones violentos del motor del coche. Frasquito se acerca a don Federico García, 56 años, alto y fuerte, elegante y patricio.

—Papá, ¿por qué no te compras un coche como ése?

—Porque nosotros no vamos por la vida haciendo ruido.

Cuando el coche apaga el motor, la orquestina recupera la afinación del tango. Las estrellas son tan grandes que, si se caen, nos van a deslomar. Y la Luna es redonda como un vientre indescifrable. El pueblo huele a pueblo y a viento mal domado que trae desde lejos sahumerio de establos y granjas, de cerdos y gallinas, de arrayán y aligustre. Pero a Lucero ya nada le huele a nada.

—¡Es Horacio!

—Mira quién es –Vicenta Lorca aprieta el brazo musculado de don Federico–. Quéguapo ha salido este niño –dice coqueta–. Parece mentira que sea hijo de Alejandro.

—Calla, loca –Federico García tuerce la cara para que el insulto sólo llegue al oído de su mujer; ayudan el estrépito desafinado de la charanga, las voces de los borrachos, los gritos de los niños. La noche se va abovedando, aunque nadie se dé cuenta.

Horacio Roldán sale del Ford T torpemente, a pesar de ser el dueño. O el hijo del dueño, mejor dicho. Del otro lado intenta bajar, sin despeinarse el traje, el diputado provincial conservador Juan Luis Trescastro, un tipo fornido y muy perfumado que siempre apesta a sí mismo. El Marranero, uno de los criados de los Roldán, se queda sentado ante el volante del Ford T, mascando una paja con la ventanilla abierta. Trescastro y Horacio sonríen al descubrir entre el gentío a la familia García. El Lucero también sonríe. Don Federico se limita a esbozar con sus arrugas un mapa de ironía liberal. Y doña Vicenta, que ya sabe que su hijo le ha salido maricón, intenta no mirar a Horacio bajando la sonrisa.

—¿Qué tal está tu padre? –don Federico es uno de esos hombres que no pierden el tiempo en saludar.

—Enfadado con usted, como siempre.

—¿Y esta vez por qué? –se ríe don Federico.

Horacio levanta un hombro cómico sin contestar.

El diputado Juan Luis Trescastro se acerca a Vicenta y le besa la mano, y después abre su sonrisa llena de dientes hacia don Federico.

—Tenemos que hablar, don Federico.

—Pues aquí me tienes, diputado.

Horacio Roldán y el Lucero se sonríen y se dan palmadas casi violentas en el hombro, como queriendo ser adultos.

—Hola, primo.

—Hola, Horacio.

—¿Por qué nunca me llamas primo?

—Porque tengo doscientos primos. O trescientos. Si te llamara primo, no sabría qué Horacio eres.

El Marranero escupe la pajita por la ventanilla del Ford T al ver abrazados a los chicos. Al Marranero lo llaman asíporque, a pesar de sus quince años, no hay en la Vega mejor criador de marranos. Sus cerdos ganan todos los concursos comarcales y municipales de Granada. Todos. Se rumorea que el Marranero conoce el lenguaje de los guarros. Que les susurra a las cerdas palabras seductoras antes de lanzarlas al semental. Es como el Cyrano de la piara, endulzando a la dama con sus versos para humedecer la embestida del bello Christian. Los cerdos del Marranero tienen nombre y apellidos: así, el Marranero controla la pureza genealógica de las camadas y evita los riesgos dinásticos de la consanguinidad. Conoce de memoria los nombres y apellidos de decenas de animales. No puede apuntarlos porque no sabe escribir. Fuera de la piara, le basta entender sucintamente las órdenes que le dicta siempre a voces el diputado Trescastro. Y, si él mismo ha de aparearse, busca soluciones fáciles y que no requieran mucho verbo, aunque a veces cuesten unos reales.

Al Marranero no le gusta que el señorito Horacio pase la mano sobre el hombro del Lucero mientras se ríen las gracias. Don Federico García es liberal, y ya se conoce la propensión de los liberales a engendrar niños maricones. El Lucero tiene las caderas anchas y nunca se le vio abatir un conejo o una perdiz, ni montar uno de los caballos de don Federico.

—Palo que nacedoblao,jamás su tronco endereza –mista el Marranero desde dentro del Ford T, sacando otra pajita del bolsillo y colocándosela entre la paleta y el colmillo derechos.

Don Federico García también echa un reojo al abrazo de su hijo con Horacio, pero le distrae la insistencia del diputado Trescastro, que lo empuja hacia un aparte intentando esquivar parejas de baile, perros y niños. Los guardiaciviles que protegen el cordón que divide la plaza empiezan a bostezar, pero también bosteza la lucha de clases, según han dicho algunos intelectuales estos días en los periódicos.

—¿Cuándo? –Trescastro quiere ser tan confidencial que se entera todo el mundo.

—Me han dicho que el Tío Paje estáal llegar –susurra don Federico.

—¿Su Majestad vuelve a la Vega? –a Trescastro se le han agrandado los ojos como dos coronas.

—A Láchar. A la finca del conde de Benalúa. A cazar.

—Eso puede traernos complicaciones –medita Trescastro.

—Al contrario, diputado. Los caminos van a estar limpios. Hay miedo en la corte. Quieren cerca del Tío Paje a todos los guardiaciviles de la comarca, por si pasa cualquier cosa.

—Dios no permita daño al Rey –apostilla el diputado conservador alzando su voz mitinera y viril.

—No hables como los alcaldes de Calderón, Juan Luis. Sólo eres diputado provincial –don Federico le guiña un ojo.

—¿Cuándo y dónde?

—Almacenamos en el camino de Casa Real, llegando al río, donde la alquería del Fanega, que está vacía. Ya está avisado y pagado. El tren sólo espera quince minutos, así que hay que andar ligeros.

—Es poco tiempo.

—El que hay. ¿Qué tal están los caminos?

—Si no llueve, están bien.

—Mañana me ando a Granada a pagar a los ferroviarios. Trescientas pesetas. Díselo a tu patrón y que mande recado a los Alba.

—¿Mil doscientos reales? ¿Pero qué se han creído?

Al otro lado de la plaza, más cerca de la charanga, a Horacio y al Lucero se les ha unido Frasquito. El Lucero y Frasquito no parecen hermanos. Frasquito, a sus catorce años, se atreve a pedir baile a chicas hasta de dieciocho. Frasquito es recio y nervudo, y el Lucero es blando. El Lucero es cabezón y Frasquito de cráneo breve. Frasquito es el único de la familia que no ha aprendido a tocar guitarra ni piano, y por eso la madre Vicenta teme que acabe degenerando en conservador.

Lucero se ha sonrojado en cuanto Frasquito les ha presentado a tres chicas que ha colectado en el baile. La de nariz aguileña se llama María, la de los pechos más grandes se llama Matilde, y a la mujer perfecta le han puesto Adelaida, nombre que le queda muy largo y muy bien. Frasquito saca a bailar a María y Horacio a Matilde.

—¿No bailas? –le pregunta Adelaida a Lucero.

—No.

—¿No te gusta la música?

—No. Es un torpe disimulo del silencio.

—Qué tontería más cursi acabas de decir. Eres un poco guapo, pero también un poco raro.

—Tú también eres un poco guapa.

—Gracias –se ríe Adelaida–. ¿Sólo un poco?

Matilde y Horacio, bailando como trompos tropezones, se han acercado mucho.

—¿Quéte ha dicho? –pregunta, a voces, Matilde.

—Que no soy más que un poco guapa –pucherea Adelaida.

—¡Yo no he dicho eso!

—Y que la música es el disimulo del silencio o algo así.

—¿Mi hermano ha dicho eso? –irrumpe Frasquito dejando de bailar.

—Lo ha dicho –apuntilla solemnemente Horacio.

Frasquito se queda inmóvil entre las parejas que orbitan pasodobles alrededor, levantando el polvo de la plaza. Mira a los ojos de su hermano.

—No –suplica Lucero.

—Sí –dice Horacio.

—Vamos –ratifica Frasquito.

—¿Adónde os vais? ¿Y nosotras? –grita María con su nariz anzuelo.

—Ataos bien las enaguas, no se os vayan a caer. Volvemos enseguida –le susurra Horacio.

—¡Maleducado! –protesta María.

Pero se queda. Con su nariz anzuelo de pescar marido observando al Lucero, el único de los tres hombres que permanece a mano. Frasquito y Horacio se han internado en el baile y proponen a otros muchachos, al oído, alguna gamberrada.

—Tú eres al que llaman Lucero. El hijo de don Federico.

—Sí –el Lucero ha puesto cara de tomate blando.

—¿Bailas conmigo?

—No sé bailar.

—Qué rico, ay. Y qué soso.

—Adelaida dice que es guapo –dice Marta.

—Eso no es verdad –protesta Adelaida–. Sólo dije que es un poco guapo.

—¿Soy un poco guapo? –pregunta Lucero desde el centro de sus hombros encogidos.

—Sí –se ríe Marta.

—Sí –se ríe María.

—No –contesta muy seria Adelaida.

Y después se ríe también.

Frasquito y Horacio han reunido a otros seis o siete chavales de la edad.

—Vosotras nos esperáis aquí –dice Frasquito.

—No –suplica el Lucero, pero los chavales ya lo han levantado y lo conducen camino de la calle de la Iglesia. En volandas.

Don Federico se cansa ya de la verborrea del diputado Trescastro.

—Tiene usted mucha confianza en Pétain –alardea Trescastro–.

—La guerra durará más, a pesar de Pétain y a pesar de Verdun.

—Bendita guerra.

—Diputado Trescastro, es usted un botarate.

Como cada vez que es insultado por alguien más poderoso que él, el diputado Trescastro simula no haber entendido o haber entendido otra cosa, suelta una carcajada y desvía la conversación.

—No sé qué tiene contra esta guerra. ¿Cuánto ha ganado usted desde que asesinaron al pobrecito archiduque Francisco, que Dios tenga en la gloria? Menosprecia usted alReich,como todos los liberales.

—La diferencia entre liberales y conservadores es que nosotros menospreciamos y vosotros despreciáis.

—No sé qué será mejor –tercia el diputado con cara de no comprender.

—Lo vuestro es mejor. Os evita cargos de conciencia.

—La conciencia es para débiles –replica Trescastro.

—¿Y la falta de conciencia?

—Eso sólo se lo pueden permitir los ricos. Como usted.

—¿Y tú qué te puedes permitir, amigo Trescastro?

—La voluntad. ¿Suena peligroso?

Don Federico prefiere ignorar la expresión irónica e inteligente del diputado y volver la cara. Su mujer, Vicenta, le devuelve la mirada entre el gentío bailongo. La niña Conchita, a su lado, lleva toda la noche con los brazos cruzados, porque le han salido de repente dos tetas inesperadas. Algunas noches, doña Vicenta despierta a su marido y caminan furtivos por el pasillo hasta la puerta de su hija para oírla llorar.

—¿Por qué llora siempre Conchita?

—¿Qué harías tú, Federico, si de repente te dijeran que tienes que convertirte en mujer? Llorar, llorar y llorar. Y más en Granada. Y aún mucho más en Asquerosa.

—¿Por qué más en Asquerosa, mujer?

—Ay, marido. ¿Cómo llaman a las mozas de Asquerosa?

Don Federico responde con un gruñido derrotado. Antes de casarse con el viudo, Vicenta era maestra y había aprendido a tener siempre razón. Ahora da clases a los hijos de los alpargateros para desanalfabetizarlos un poco antes de que los manden al surco. A las mozas de Asquerosa las llamanasquerosas, claro, y eso les da mucha vergüenza. Pero Vicenta sabe que el pueblo de Asquerosa se llamaba, originariamente,Aquae Rosae, agua de rosas.Acquerosa. Asquerosa. Las etimologías son como espejos valleinclanescos: lo malforman todo.

—¿Bailas? –es uno de los chavales de los Alba, bastante feo.

—No, gracias –Conchita aprieta más los brazos sobre sus pechos.

—Yo sí bailo –irrumpe Isabelita, la pequeña de los García Lorca.

Isabelita tiene siete años, pelo castaño a lo paje, un vestido blanco con ribetes de organdí y una caradura enorme. Un año atrás, cuando quisieron escolarizarla en el mismo centro al que acudía Conchita, montó tal bronca que don Federico, quizá inspirado también en su rampante anticlericalismo, gritó para disgusto de la muy católica doña Vicenta: «Se acabaron las monjas. Ninguna de las dos vuelve a semejante colegio, donde son capaces de torturar». Y puso a las niñas una maestra particular. Desde entonces, Isabelita se cree que la libertad es algo relativamente fácil de conseguir. Que basta con llorar, gritar o patalear para alcanzarla.

—¡Yo sí bailo!

—Tú eres muy chica, Isabelita. Déjame a mí –irrumpe doña Vicenta y arroja al joven Alba al centro de la pista al compás del novísimo pasodoble El gato montés, del maestro Penella.

Échale más valor,

búscale sin temor.

Anda, recréate en la suerte

y olvida que la muerte

acecha a perderte.

Piénsalo y párate.

Mátalo a volapié.

Anda, no ves que ya se humilla,

busca que ruede sin puntilla.

Suena un ¡olé! y la plaza entera

es un clamor toda puesta en pie.

El flácido adolescente no sabe qué hacer, pero se deja arrastrar a la pista con la cara encarnada y los labios apretados. Vicenta tiene 46 años y es la esposa del hombre más poderoso de la Vega. Los que la conocen poco, dicen que está medio loca desde hace quince años, cuando me perdió por una mala fiebre. Otros, que conocen su historia aún menos, rumorean que Federico envenenó en 1894 a su primera esposa, Matilde, rica e infértil, para quedarse con su dinero y contraer con la atractiva maestra, que había llegado a Fuente Vaqueros un año antes. Matilde nunca había estado enferma. Se la llevó de repente, y con sólo 33 años, una obstrucción intestinal que fácilmente pudo haber sido provocada por la ingesta de ruibarbo o abrótano, plantas que proliferan en los campos de la Vega granadina. Con esos antecedentes, es comprensible que el chaval baile el pasodoble con la espalda más estirada que un mármol, con miedo a que don Federico le reviente el corazón de una puñalada por bailar unagarraocon su mujer desvariada.

—¿Tú sabes quién soy yo? –le pregunta Vicenta.

—Claro, señora.

—¿Y tú sabes que yo también sé quién eres tú?

—No, señora.

—«Piénsalo y párate. Mátalo a volapié. Anda, no ves que ya se humilla» –canta la señora acompañando a la orquesta.

Al adolescente bailaor Alejandro Alba le empiezan a dar temblores. La mujer de Federico García, es verdad, está rematadamente loca. Quizás el hijo perdido, quizás el asesinato de su antecesora en el lecho conyugal.

—Tienes... diecisiete años. ¿Verdad, Alejandro?

—Sí...

—¿Qué tal la tía Frasquita?

—Bien...

—¿Te gusta mi hija Concha?

El chaval no sabe qué decir. Esas preguntas no se hacen.

Negro carbón del toril,

igual que un ciclón,

el torito aquel pisa el redondel

y es un león.

La canción se acaba, pero Vicenta Lorca sigue bailando. Mamá es ciclotímica. O algo peor. A veces se empoza en una tristeza de niebla densa. Otras parece un jilguero escapado de la jaula. El Lucero dice que madre es como Granada: tenebrosa o flameante, sin términos medios. Hoy Vicenta se ha levantado con el ánimo jilguero, y al chaval Alejandro Alba, de los Alba de Romilla, le toca pagar el pato en la pista de baile.

Sale a correr con alegría,

sueña la plaza es mía,

y el matador, que desconfía,

dice al pasar con valentía:

«Sin compasión te he de matar».

—Uy, Conchita. Conchita no necesita un pretendiente. Necesita un domador de circo sin látigo. ¿Entiendes?

—No, doña Vicenta. A decir verdad, no entiendo nada.

El diputado Trescastro es de los que alimentan especies acerca de los García Lorca, aunque ahora se ha acercado al bar para traerle a don Federico una copa de chinchón. Según el testaferro de Alejandro Roldán, aficionado a la Cábala, las fechas delatan la conspiración asesina. El padre de Matilde, el acaudalado Manuel Palacios, muere en 1891. Sólo un año más tarde, Vicenta gana plaza de maestra en Fuente Vaqueros, un traslado fácil de conseguir cuando se tiene la influencia política de la que goza el liberal don Federico. Apenas dos años después, Matilde fallece repentinamente con 33 años y una salud portentosa, sólo tiznada por su esterilidad. Había redactado su testamento la víspera misma de su muerte, dejándolo todo asu marido. Don Federico se convierte, por herencia de su esposa, en un viudo rico y le bastan 30 meses de luto para volver a pasar por vicaría de la mano de Vicenta, maestra pobretonapero dotada de excelentes virtudes conejiles para la conservación de la especie. A medida que el tiempo pasa, el bulo se va llenando de invenciones y detalles, y en algunas esquinas he oído versiones que alcanzan el rango de verdadera poesía popular.

Don Federico conoce los chismes, pero le importan un carajo. A Federico García Rodríguez le importan otras cosas.

—Algún día habrá que cambiarle el nombre a este pueblo –dice mirando la parte pobre de la plaza, donde bailan y hacen hogueras los gitanos y los alpargateros.

—¿Cambiarle el nombre a Asquerosa? ¿Qué dice usted? –pregunta Trescastro con la copa de coñac recalentándose en su mano y una mueca incrédula bajo el bigote.

—Mi hija Conchita me lo ha pedido. Dice que en Granada la llamanasquerosa.

—Los de Asquerosa sonasquerosos. Es el gentilicio. ¿Ha bebido usted, patrón?

—Yo no bebo –responde Federico echando un trago al chinchón–. Una adolescente no debe tener casa en un pueblo que se llame Asquerosa. Y yo no pienso vender la huerta ni la casa. Así que el pueblo de mi hija se va a dejar de llamar Asquerosa.

—¿Y cómo va a llamarse?

—Villarrubio. Voy a plantar tanto tabaco rubio en Asquerosa que no va a quedar otro remedio que llamarlo Villarrubio. Villarrubio es bonito y original y... –se atusa el gran bigote–. Lo llevo pensando un tiempo. No está bien que nuestras muchachas se críen en un pueblo que se llama Asquerosa, coño.

Desde el lado pobre de la plaza, el campesino José Daza intenta llamar la atención de don Federico, pero éste anda demasiado abstraído en su rebeldía toponímica como para ver otra cosa que no sean las hogueras. Acompañado de un campesino joven, alto y fuerte, con un niño colgado de la pernera del pantalón, Daza se acerca al cordal clasista que divide la plaza.

—Eh, vosotros. A no molestar –les relincha uno de los guardiaciviles que protegen la frontera.

Olmo le devuelve al tricorneado una mirada fusilera desde sus ojos grandes y de hondura líquida y agitanada. Al sentir el revuelo, don Federico repara en ellos.

—Disculpa, diputado. Voy a saludar a un amigo.

—No se mezcle usted con los alpargateros, don Federico. No le conviene.

—¿Me estás dando un consejo, diputado provincial?

—Siento haberle ofendido –responde Trescastro sin dejar de sonreír.

—No me ofendes nunca –posa la mano García en el hombro de Trescastro–. Respecto a lo que viniste a averiguar, dile a Roldán que sí, que me presento en noviembre a concejal por Granada. Con los liberales, por supuesto.

—Por supuesto. Don Alejandro se llevará una gran alegría –ironiza Trescastro.

Don Alejandro Roldán, el patrón de Trescastro, es un conservador recalcitrante y va a estallar en ira en cuanto se le comunique la decisión de Federico García. Se puede decir que, tras don Federico, Roldán es el segundo cacique más poderoso de la Vega. Los García y los Roldán son primos lejanos. Pero los años han ido resquebrajando la armonía familiar a fuerza de disputas sobre lindes, negocios y, sobre todo, política. Un escalafón patrimonial más abajo están los Alba, terratenientes vegueros cercanos a las inclinaciones conservadoras de Roldán. Don Alejandro jamás se acercaría, como está haciendo ahora don Federico, a saludar a un par de alpargateros como Daza y Olmo.

—Daza, hombre. No agites así los brazos, que vas a despegar.

José Daza se limpia la palma de la mano en el pantalón antes de estrechar la que le tiende don Federico.

—Que tengo que hablar con usted, patrón. Si es posible.

—Claro que sí, Daza. Pasad por aquí.

Don Federico, ante la estupefacción del cabo de la Guardia Civil, levanta el cordón fronterizo para facilitar la entrada de Daza, Olmo y el niño que lleva colgado de la pernera del pantalón.

—Don Federico, por favor. No pueden pasar.

—Se equivoca, cabo. Este cordón se ha puesto aquí para que los lechuguinos no incordien a mis braceros. ¿Lo entiende usted?

—Lo que usted mande –responde el cabo sin simpatía.

Daza entra tímidamente. Olmo inclina su altura, imponente como la de don Federico, con cara de acecho pero sin temor. El niño no se descuelga de su pernera. Tiene el brazo izquierdo atrofiado. Apenas treinta centímetros de hueso separan el hombro de una manita asténica. Sin que le dé tiempo a sorprenderse, don Federico se inclina y lo alza en brazos.

—¿Y tú quién eres, gitanillo?

—No es gitano –replica Olmo con arrogancia alpargatera.

—Aquí todos somos gitanos. Mi abuela Paula era gitana. Y dicen que muy bella. Y mi abuelo, Antonio, era Vargas de madre. ¿Y tú quién eres?

—Yo soy Olmo.

—Encantado. Chócalas –don Federico se vuelve de nuevo al niño–. ¿Y tú, gitanillo?

—Que no soy gitanillo. Me llamo Ricardo Rodríguez Jiménez.

—¡Ricardo Rodríguez Jiménez! –brama el cacique–. ¡Qué cantidad de nombres tienes! ¿Y qué quieres ser de mozo?

—Violinista del Corpus Chico, con la comparsa.

—¡Hombre!

—Tú eres el papá del Lucero.

—¿Conoces al Lucero?

—Sí. Y me ha dicho que me va a fabricar un violín para mi brazo malo. Que, si mi brazo no crece, los violines tendrán que achicar.

—¡Gran verdad te ha dicho el Lucero! Anda, baja. Que ya estás muy grande y pesas mucho. ¿Qué es eso tan urgente, Daza?

—La mujer se ha puesto mala y...

—Muy mala.

—Bueno, no, muy mala no, ya está bien, pero...

—Me alegro de que esté bien. Dale saludos. Que no tienes las sesenta perras de la renta, me vienes a decir. Ni las cuarenta del fiado.

José Daza no contesta. Don Federico observa cómo el niño clava sus ojos alucinados en los columpios que hay instalados en el lado rico de la plaza.

—No te preocupes, Daza. ¿A quién le preocupa hoy el dinero?

—A los que no lo tienen, disculpando –responde Olmo.

—¡Venga, Ricardo Rodríguez Jiménez! –el cacique vuelve a levantar al gitanillo en brazos–. Vamos a jugar.

Da la espalda a los dos alpargateros y se dirige con paso irrevocable hacia los balancines, las cucañas, los columpios, los toboganes, las petancas donde juegan los niños sin miedo. Daza y Olmo no tienen más remedio que seguir al patrón entre el gentío danzante, que se aparta instintivamente al ver el avance de los dos braceros enfundados en sus camisas domingueras y ajadas y en sus pantalones recosidos. Cuando don Federico planta al niño Ricardo en el centro de las atracciones, varias madres corren a recoger a sus vástagos mientras don Federico, una a una, las obsequia con reverentes inclinaciones de cabeza. Eso sí, acompañadas de un indisimulado visaje guasón.

—Buenas noches, doña Amparo... ¿Qué tal su marido, doña Josefa...? Viene usted muy guapa esta noche, doña Abundia... ¿Se recoge ya, Ausencita...?

El niño tullido se queda solo y algo perdido en medio del improvisado parque, pero enseguida trepa a un balancín equilibrado sobre un tronco, y sube y baja aprovechando el contrapeso de un niño invisible que se ha sentado al otro extremo. Olmo hace ademán de ir en busca del niño, pero don Federico lo detiene posándole la mano en el pecho.

—Déjalo un rato, por favor, Olmo.

—Haz caso a don Federico, hombre –apoya Daza.

Muy pausadamente, Olmo aparta la mano de don Federico.

—No se ofenda. Yo le estoy muy agradecido a doña Vicenta, patrón. Gracias a ella el niño es el primero de mis castas que sabe leer y escribir. Pero éste no es su sitio, y me lo voy a llevar.

—Como quieras, Olmo. No sabía que tu hijo venía a mi casa.

—Hace dos años que acude. Doña Vicenta es una buena mujer. ¿Me permite?

—Haz lo que quieras, Olmo. Ya nos veremos. Espero.

Don Federico se aparta del camino del joven bracero. Ésterecoge a su hijo, que no chista a pesar de que se le han mojadolos ojos al ser alzado del columpio. La pareja regresa al lado pobre bordeando la plaza para evitar el contacto con los patronos y con los guardiaciviles. Daza se queda junto a don Federico.

—Disculpe a Olmo. Es un poco bolchevista.

—Túquieres algo más de mí. ¿No es verdad, amigo Daza?

—El Rey llega mañana.

—Lagarto.

—¿No podría...?

—¿Lo de todos los años? ¿No te cansas, Daza?

—Mejor así a que me saquen de mi casa por la fuerza. Un día me voy a crecer con esos cabrones y va a pasar una desgracia.

—No vengas antes de las diez. Esta noche pienso emborracharme hasta que Vicenta me mande a dormir a las cuadras.

—Se lo agradezco mucho, don Federico. ¿Me permite irme a mí también?

—Lo que gustes. Hasta mañana, entonces.

Cada año sucede lo mismo. Cuando Alfonso XIII llega a la Vega a cazar, José Daza se hace detener por la Guardia Civil para evitar que, en caso de cualquier desorden, lo puedan acusar a él sólo por cubrir el expediente, como ya ocurrió en varias ocasiones. Y es que Daza, todo el mundo lo sabe, también es bolchevista.

Por razones ignotas, la Vega es anticlerical y antimonárquica desde antañazo, y los braceros están mucho mejor organizados que en otras comarcas de Granada y de España. Un travieso gen libertario anidó en ellos hace generaciones. De otra forma,no se explica. O tal vez sea herencia del no menos travieso conde don Julián, aquel que en el sigloviiiabrió las puertas traserasde España a los musulmanes, y cuya hermosa y ultrajada hija, Florinda la Cava, habitó la vecina aldea de Romilla, y quizá desde allí esparció por la atmósfera el polen de su insurrección, y el ábrego se encargó de ventearlo después sobre todos los vegueros, contagiándoles su rebeldía. No se sabe.

Don Federico se ha quedado solo. A veces vuelve la cabeza para observar los juegos danzarines de Vicenta e Isabelita o la quietud tímida de Concha, que no ha retirado los brazos cruzados del pecho en toda la noche. La charanga se ha volcado en la imitación, bastante indigna, de un cuplé que ha hecho famoso Raquel Meller. Pero una asonancia extraña llega desde lo profundo de la calle de la Iglesia.

—No jodas, Federico... –musita para sí el cacique.

Don Federico se da la vuelta y se enfanga en la barra del bar ambulante cuando distingue a su hijo tocando un piano, encaramado sobre su carro. Dos de sus jamelgos arrastran la yunta y Horacio Roldán y Frasquito, ayudados por la media docena de jóvenes que han encimado el piano a la carreta, van brincando alrededor como bufones. La charanga se silencia, maravillada del espectáculo y del ruido. La aguileña María, la tetona Marta y la bella Adelaida se llevan las manos a las bocas, asombradas de la audacia de sus galanes y risueñas por los gestos histriónicos y desarticulados del Lucero mientras toca. Doña Vicenta e Isabelita salen corriendo hacia ellos y se encaraman al carro. Horacio y Frasquito han levantado en vilo a la reacia Concha y la elevan también junto al resto de los García Lorca. Don Federico, que lo ha visto todo de reojo, no puede evitar media sonrisa ensimismado en su copita de chinchón. El Lucero introduce los acordes inconfundibles de un cuplé. Los cuatro García Lorca inflan al unísono los pechos y rompen a cantar a voz en grito.

Se dice que muy pronto,

si Dios no media,

tendremos las mujeres

que ir a la guerra.

Y yo como medida

de precaución

ya estoy organizando

mi batallón.

Chis-pón.

Batallón de modistillas

de lo más retebonito

y lo más jacarandoso

que pasea por aquí...

La concurrencia, sin distingos de clase, se vuelve hacia ellos y sigue el baile. Don Federico se pide una copa más. Y otra. Y otra. Es un hombre de palabra.

***

Han dado las cuatro de la mañana y los únicos que permanecen en la calle son Horacio y el Lucero. Están sentados en el peligro de la casa de los García Lorca, fumando cigarros prohibidos que Horacio le ha robado a su padre y contando estrellas fugaces.

—Odio Granada, Horacio. Me estoy pudriendo aquí.

—Esa chica. La tenías en el bote.

—No puedo ni escribir, como si se me secaran en Granada la tinta y la sangre.

—Además, me gusta su nombre –enfatiza Horacio–. Adelaida. Suena a flor. Adelaida, alhucema, Adelaida... eh... lavándula. Adelaida...nomeolvides.

—Me aburro, me aburre Granada, son provincianos, me llaman paleto... –habla el Lucero por encima de las palabras de su primo.

—¿Por qué no te casas con Adelaida?

—Y mi padre se ha vuelto insoportable. Todo el día hablando de política: que si liberales, que si conservadores... Todo por culpa de Granada. ¿Qué?

—Que por qué no te casas con Adelaida, primo.

—¿Con Adelaida? Si mi padre me diera la Huerta de regalo de bodas, me casaba con Adelaida. Y con la de la nariz de aguilucho, también.

—Eso, primo. Y yo os iría a visitar a la Huerta todos los días, aunque para que me admitieran tus mujeres tuviera que casarme con Marta. ¿Te has fijado? ¡Qué barbaridad!

—¿Si me he fijado en qué?

Horacio dibuja sobre su pecho una parábola exagerada emulando las tetas de Marta.

—No, no me he fijado –responde, indiferente y abstraído, el Lucero.

—Túno les haces ni caso y ellas están todas locas por ti. ¿Cómo haces para tener tanto éxito con las chicas, primo?

Por primera vez, el Lucero simula interés en la conversación y contesta con dicción cuidadosa, gesto teatral de mano y sus pupilas clavadas en las de Horacio.

—Porque a las mujeres les encantan los problemas. Y adivinan que yo se los podría traer todos.

La noche ha refrescado y las estrellas no se cansan de temblar.

***

Se acabó el Corpus Chico. Los feriantes recogen bártulos en la plaza de Asquerosa. Poco a poco, los carromatos se retiran, algunos camino de Zujaira, otros de Pinos Puente, unos pocos de Obeilar y los menos de La Loma. De la fiesta de la noche anterior va quedando sólo en recuerdo el cordón guardiacivilero que segregaba a los ricos de los pobres. José Daza atraviesa la plaza con aire cansino. Ya no lleva el traje de fiesta. Su camisa de sarga viene sucia y los pantalones de saco remendados se le desparejan a cada paso, como si no consintieran acomodarse a su cuerpo enjuto.

En casa de los García Lorca hay un trajín cocinero impropio de las horas. Vicenta trabaja febril y dirige constantes mandados a las criadas de la casa. Petra, no envolver el queso en periódico, que se requiebra la corteza. Trapo de algodón fino y húmedo. De algodón. Los jamoncitos en estraza, ¿eh? No, así no. Así. Saca los huevos, Rosita, que ya hace un minuto que se ríe el agua.

Al Lucero le hizo siempre mucha gracia eso de que el agua se ríe. Al Lucero, dice siempre su madre, le hacen mucha gracia todas esastontás. Y hasta las anota en sus cuadernos.

En el salón, don Federico trastea hábilmente con la guitarra, yéndose por seguiriyas hasta que el reloj de cuco canta las diez. Entonces, juega con las notas para adaptarse al canto del pájaro artificial y escucha con atención hasta que la aldaba de la puerta exterior golpea tres veces.

—Daza, puntual como un esbirro de Wellington –grita hacia la cocina–. Abrid esa puerta.

Isabelita atraviesa el salón y corre hacia la entrada gritando y dando brincos.

—¡Es el ladrón! ¡Es el ladrón! ¡Viene el ladrón!

Isabelita desatranca la falleba con dificultad y alzándose de puntillas. Daza tiene que ayudarla a empujar el portón de roble.

—Buenos días, Isabelita. ¿Está tu padre?

—Dame la mano, que yo te llevo. ¿Por qué todos los años tienes que venir a robar a casa?

—Porque llega el Rey a la Vega, Isabelita. Y prefiero hacer un pecado pequeñito y que me encierren, a tener la tentación de cometer otro más gordo.

—Ah, entiendo–dice resabiadamente la niña.

Don Federico no puede disimular la ternura cuando la pareja irrumpe en el salón. La imagen del alpargatero desharrapado de la mano de la niña de siete años, vestida con su camisón inmaculadamente blanco de ribetes angélicos, resulta conmovedora y cómica.

—Me voy a avisar a mi mamá. Tú espera aquí con papá,¿eh? –le dice Isabelita a Daza antes de echar a correr hacia la cocina al grito de:– ¡Ya ha venido el ladrón, mamá! ¡Ya ha llegado el ladrón! ¡De prisa, que ya ha llegado!

—Vaya gritos da esta niña. Con la cabeza que yo tengo esta mañana.

—¿Durmió usted en los establos?–pregunta Daza aceptando la mano que le tiende don Federico.

—Casi. Siéntate.

—No, estoy bien.

—Que te sientes, hombre. ¿Has desayunado?

Daza se sienta dejando entre el sillón y el culo dos centímetros de aire. Nunca está cómodo en el salón de la casa de don Federico, con sus cortinajes, el piano, las pesadas lamparonas que cualquier día se van a caer sobre la cabeza de alguno, los sillones con relieves de falso oro y brazos curvos, las alfombras con tacto a hierba aplastada cuando las alpargatas las hollan. Vicenta entra con un morral pesado.

—Buenos días, José. ¿Has desayunado ya?

—Sí, señora. Gracias.

Doña Vicenta le planta el pesado morral en los brazos.

—Toma, esto para pasar los días. El embutido no lo saques del morral ni de los envoltorios, que se amojama enseguida. El queso y el pan los dejas también dentro, que se conservan mejor. Las truchas las aireas y te las comes entre hoy y mañana. No las dejes más tiempo, que te puede dar un miserere. ¿Has oído?

—Sí, doña Vicenta. No hacía falta...

—Anda, déjate, tonto. Que prefiero que te lo comas tú a que se lo zampe el Rey .

—¡Lagarto! –grita don Federico–. No vuelvas a mentar al Tío Paje en esta casa, Vicenta, que te repudio.

—Anda, calla, baldomero–lo reprende la mujer–. Que buena noche nos has dado.

En casa de los García Lorca, cada vez que alguien se emborracha en vísperas, es irremediablemente apodado baldomero. Mientras dure la resaca. La tradición sigue vigente, incluso después de que el tal Baldomero, tío paterno de don Federico, pasara a mejor vida un 4 de noviembre de 1911, dejando atrás setenta y un años bien bebidos, bien vividos, bien holgados y mejor cantados. Excéntrico, marrullero, poeta, músico, católico, fandanguero, seductor, borracho y jaranero, dejó obra escrita y tradición oral que aún se rememora en las ferias vegueras:

Tengo una novia pura

que Purita se llama

no porque fueran puras

ni sus acciones ni sus palabras.

El tío Baldomero es, por supuesto, el ídolo indescabalgable del Lucero. En su entierro nadie lloró. Toda la familia fue al cementerio como si acudieran a una última fiesta. El tío Baldomero nunca digirió las caras largas. Y, por la noche, sus coplas se rememoraron al piano.

—¿Por qué le ha dicho baldomero, patrón?

—Por nada. Anda, vamos, Daza. Que tengo que ir a Granada y se me hace tarde.

La Zaína y la Zoraida, yeguas jóvenes, ya esperan con las monturas calzadas. Don Federico y Daza salen a trote hacia Pinos Puente, donde el cuartelillo. Atraviesan el río Cubillas bien pasadas las diez y observan en silencio cómo los castaños, las encinas, los chopos, los melojos y los sauces empiezan a bosquejar, cada uno en su estilo, las acuarelas del otoño inminente. La voz corta del acéntor trina en los ramajes. Dentro de poco, el vientre anaranjado del pájaro será indistinguible entre las hojas doradas. También algún roquero se baja desde la sierra huyendo del frío montañés, para pavonear su plumaje multicolor en los sembradíos de tabaco y entre las manzanillas.

En las márgenes de los caminos, grupos de braceros esperanansiosos la llegada de mayorales que les ofrezcan un jornal. Son malos tiempos. Los patronos de la Vega prefieren traerse en manada ganapanes extremeños, gallegos y portugueses, que vienen de más miseria, son menos levantiscos y no pactan exigencias como los vegueros. Los ojos de los braceros hambrientos se clavan en la figura alta de don Federico cuando pasa junto a ellos a lomos de la Zaína. El patrón no les esquiva la mirada y, de vez en cuando, saluda a alguno con un leve y distanciador gesto senatorial de mano, sin alimentarle expectativas.

Descabalgan frente a las puertas del cuartelillo de Pinos Puente, en la calle Real, a menos de cuarenta metros del ayuntamiento. Don Federico no se despoja de su guardapolvo negro. Sabe que le confiere autoridad. Aunque no la necesita. Desde su fundación en 1904, es el máximo accionista de la azucarera Nueva Rosario. Buena parte de los pineros bendecidos por la posibilidad de llevar todos los días pan a casa trabaja para él. No hay persona que se le cruce en Pinos Puente que no incline, a su paso, la cabeza.

El recibidor del cuartelillo es fresco y oreado, aunque un leve aroma a pólvora y a humanidad perfuma el aire. Un número, aburrido, fuma tras el mostrador de madera, más propio de un tasco, sentado en una silla y con los pies apoyados en otra. No tendrá más de veinte años. El bigotillo aún no espesa sobre sus labios finos y las mejillas son lampiñas y enfermizamente incoloras. Se levanta de un brinco cuando ve la cabeza contundente de don Federico asomar sobre su holganza.

—Llama al sargento Biescas. Ligero, que no tengo todo el día –ordena don Federico sin énfasis.

El número entra hacia las celdas y, casi de inmediato, asoma por la puerta la corpulencia descamisada de un hombre de unos treinta años. Biescas está afeitándose y deja la pilación a medias en cuanto comprueba que sí, que es don Federico. Mientras saluda, abandona la navaja sucia de jabón sobre el mostrador vacío y se seca la cara, medio rostro aún desafeitado. La sonrisa se le apelmaza cuando ve el cuerpo menudo de Daza bajo la sombra del cacique.

—Buenos días, Biescas.

—¡Pero don Federico! ¿Otra vez?

—He encontrado a este hombre robando en mi casa. José Daza es su nombre.

—Ya sé que es Pepe Daza, don Federico. Pero esto no puede ser. Bastante lío tenemos ya con la llegada de Su Majestad a la Vega para que me venga usted con estos juegos.

—Cumple con tu deber, redacta la denuncia y arréstalo. En caso contrario, tendré que dar parte de tu conducta en Granada, sargento –recita el cacique.

—Hay que joderse, con perdón –rezonga el sargento inclinándose bajo el mostrador para buscar papel y pluma.

—La culpa es vuestra. Antes os lo traíais de malos modos cada vez que venía el Tío Paje. Ahora que os lo traigo yo, te quejas.

—Hombre. Sus razones hubo. Todo el mundo en la Vega sabe que Daza es bolchevista.

—Pues lo sigue siendo. Y ahora, además, es ladrón –don Federico consulta al bracero–. Porque sigues siendo bolchevista, ¿verdad?

—No es del todo exacto. Internacionalista, soy internacionalista...

—Bueno, da igual. Es delito lo mismo –zanja el cacique.

—A ver, nombre, apellidos y edad...

Don Federico responde sucintamente al cuestionario. Detrás de él, Daza asiente a cada respuesta con un gesto tímido de cabeza.

—¿Y qué es lo que ha robado este año, Daza?

—Pues... –don Federico duda–. Doscientos reales.

—¡Yo nunca le robaría tanto, don Federico! –protesta, aunque con tono menestral, el bracero internacionalista.

—Bueno, Biescas. Pon cincuenta reales –se vuelve hacia Daza–. ¿Cincuenta está bien?

—Está mejor –asiente Daza–. Gracias.

—A mandar, hombre.

El sargento Biescas pide la firma de don Federico en la denuncia y rubrica él mismo. Da una voz hacia la puerta que conduce a las celdas.

—¡Niño! Mete a Daza en la tres. Vete entrando tú, Daza.

—Quiero ver yo antes la celda –irrumpe don Federico con autoridad.

—Lo que usted quiera, García –Biescas arrastra cansina su claudicación.

En el interior, un pasillo de terrazo se abre a dos hileras de celdas. Las puertas de madera no son muy sólidas. Don Federico las va abriendo una a una. Las mazmorras son cuadradas, de paredes mugrientas, oscuras, con un estrecho respiradero casi a la altura del techo que no logra aventar el sahumerio de orinas viejas, viejas cagadas, lejanos vómitos.

—¿No hay nadie?

—Hemos soltado a todo el mundo. Hasta a los gitanos. Por si hay lío.

—Mételo en la del fondo. La grande. La que tiene el ventanuco con barrotes.

—Eso no puede ser, patrón. Ésa es para los especiales. Y ahí caben cinco o seis.

—Éste es especial. Bolchevista y ladrón. E internacionalista, además.

—Lo que usted mande.

Cuando don Federico ya va a atravesar la puerta del cuartelillo para recoger los caballos, Biescas le da una voz y don Federico se vuelve.

—¿Sí?

—Una última cosa, don Federico.

—Ligerito, que me esperan en Granada.

—Nada, que... cuándo piensa retirar la denuncia, si no es mucho preguntar.

—Tú suéltalo en cuanto el Tío Paje se vuelva a Madrid. Ya me acerco yo a firmar lo que necesites, cuando tenga un rato. Ya sabes dónde está tu casa.

—Saludos a doña Vicenta, don Federico.

—De tu parte.

Don Federico monta a Zoraida después de atar largo a la cincha las riendas de la Zaína. Lleva prisa y sale a trote. Enseguida, espolea a la jaca. Le gusta la violencia del aire frío en el rostro. Esta vez ni siquiera vuelve la mirada cuando los corrillos de braceros, que esperan trabajo en las lindes camineras de los sembradíos, levantan la vista hacia él.

***

En la estación ferroviaria de Granada hay siempre ajetreo. Patatas, azúcar, tabaco y madera viajan a diario hacia Madrid, Sevilla, Valencia, Barcelona. Descargadores, costaleros, faquines, esportilleros, maleteros y porteadores sudan camisas viejas o enseñan pecho sin detener ni un momento su trajín anarquizante por andenes, cobertizos, apartaderos y barracones. Don Federico remolonea junto a las vías fumando un cigarro y aguardando a que su contacto lo vea. Eugenio, el factor pequeño y ratonil –le apodan Ratón–, enciende otro cigarro y se acerca a su vera.

—Buenas tardes, don Federico. Ya me estaba preocupando.

—Hay queja por la subida, Ratón .

—El Rey viene a la Vega. Va a haber mucha guardia real en los campos. Más riesgo.

Don Federico, con un movimiento ágil de mano, extrae del bolsillo trescientas pesetas que el Ratón despista al vuelo y guarda sin contarlas. Trescientas pesetas. El equivalente al jornal de cien braceros.

—En el apeadero viejo de El Trébol –el factor habla entre dientes–. Yo suelto la máquina a las doce y cuarto con seis furgones vacíos y abiertos. No se espera. A las menos cinco, el maquinista tiene orden de arrancar, estén como estén las cosas. Lleve bastantes hombres. Y procure que no sean de por aquí. Hay mucha lengua y los alpargateros están nerviosos.

Don Federico asiente en silencio, con la vista extraviada en los perfiles lejanos de la sierra de Huétor y el cigarro apagado en la boca. Se da la vuelta sin despedirse y se va. Al atravesar los andenes, distingue a Olmo cargando fardos junto a otros costaleros. Intercambian un gesto levísimo de reconocimiento y continúa cada uno a lo suyo.

***

Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de lo perseguido. Del gitano, del negro, del judío..., del morisco que todos llevamos dentro. Granada huele a misterio, a cosa que no puede ser y, sin embargo, es. Que no existe, pero influye. O que influye precisamente por no poder existir, que pierde el cuerpo y conserva aumentado el aroma.

FGL

***

El Cervantes reestrenó esta tarde la zarzuelaEl arte de ser guapa,del maestro Giménez y Bellido. La función ha terminado hace ya casi dos horas. El Lucero se refugia frente a la entrada del teatro, al amparo de los soportales, con un papel desplegado que lee y relee una y otra vez moviendo los labios y gesticulando levemente. De vez en cuando, tacha una palabra y escribe algo, y vuelve a mover los labios y a gesticular.

Mientras medita rimas y cuenta versos, observa al otro lado de la plaza del Campillo los movimientos más o menos subrepticios de los hombres que entran al teatro. Merodean. Fuman y vuelven a merodear. Consultan la hora en sus relojes de cadena y merodean otra vez. Los menos tímidos, simulan que leen el cartel que anuncia la zarzuela. Marisa Riquelme es la actriz que goza, hoy en Granada, del arte de ser guapa, tarea nada fácil. Después, inexorablemente, los hombres elegantemente vestidos hinchan el pecho de aire vigoroso y entran al teatro en dos zancadas rezumando virilidad. Es la cara oscura del Cervantes. Por la noche, cuando la función familiar de zarzuela ha concluido, un espectáculo pornográfico toma el relevo y empujaelarte de ser guapahacia el pudoroso olvido. Es el gran secreto a voces de las braguetas de la ciudad.

Lucero también mira la hora. Se ha puesto elegante. Traje negro, camisa blanca, pajarita azul y aceite en el pelo apelmazado, con un rizo falsamente rebelde cayendo frente abajo. Dobla el folio, lo guarda en el bolsillo interior de la chaqueta y avanza con su paso zambo hacia un coro de luces que anuncia algo. Como todas las noches, repara en el cartel que cuelga a la entrada del Café Alameda:

Abre la puerta y echa un vistazo. Las más de veinte mesas de mármol blanco no se han quedado totalmente huérfanas de gentes, aunque el reloj marca ya las once y diez. A pesar de que la techumbre está a más de cuatro metros de altura y el local es amplio, humo denso de tabaco indica que hasta no hace mucho el café estuvo abarrotado. Dos chicas, una guapa y otra fea, estudiantes sin duda de Filosofía y Letras, beben chocolate y le observan en el reflejo de los grandes espejos que cubren toda la pared derecha del Alameda. Hombres aburridos y de grandes bigotes, con la espalda cansina recostada en las sillas almohadilladas en cuero, sorben licores fuertes, fuman puros eternos y escuchan sin interés la música del quinteto de piano y cuerda que alimenta a diariolas veladas del Alameda . Sus mujeres sígorgotean entre ellas. O solas. O con el cadáver prematuro desus adinerados, abotargados y sordos maridos. Jóvenes estudiantes acaudalados, con los dos codos apoyados en la mesa y gesticulando con un cigarro en la izquierda y un combinado en la derecha, discuten la idoneidad de una huelga que retrase, con cualquier excusa, el inicio del curso académico. Hacia el tablao donde está instalado el quinteto se dirige Lucero. Él también acepta la oferta de los grandes espejos para comprobar la perfecta esclavitud del rizo rebelde en su exacto lugar.

A medida que se acerca al tablao, el estruendo de voces crece.

—¡¡¡Músico!!! –grita José Mari CarrilloLa Locadesde detrás de su martini con aceituna–. ¡Bienvenido a mi torre de marfil, joven acústico, aunque hoy vistas un traje caciquil, bastante rústico!

—Joven príncipe –le saluda Paquito Soriano levantando de la silla su metro noventa y sus 130 kilos de peso como si fuera una ágil bailarina: eso significa que ya está borracho–. Sólo a poeta y mujer con tardanza, se puede recibir con alabanza. Y tú no eres poeta ni mujer: pues págate una ronda o a barrer.

—Muy malo, Paquito –replica el Lucero palmeando con cariño la cara enorme del gigantón–. Si Wilde levantara la cabeza...

—¡Te la chupaba! –grita CarrilloLa Locaderramando su martini y tosiendo sobre su propiaboutade.

—¿Tú qué dices de Wilde, músico? –brama Paquito simulándose ofendido–. Tú no te has leído a Wilde. Si tú no sabes inglés, ni sabes nada.

—Pero me lo has contado entero, Paquito.

—No, no. Entero no. Si te lo hubiera contado entero, te hubiera gustado demasiado.

Hoy están doce. Con Lucero, trece. Otras veces son veintitantos y los peores días pueden ser tres. Siempre ocupan el mismo sitio, las tres mesas esquinadas al fondo izquierdo del Alameda, medio escondidos tras el tablao del quinteto.

—No nos escondemos de la gente. Escondemos a la gente para no verlos nosotros –le había dicho Paquito, el patriarca fundador, la primera vez, hace ya tres años, que le permitieron sentarse allí.

Ellos se autodenominan tertulia. La tertulia de El Rinconcillo, ya famosa en Granada. Se consideran tertulia intelectual ungida con la sagrada misión de revolver ferozmente los cimientos culturales, políticos y sociológicos de la caduca y putrefacta Granada. Aunque los granadinos no están muy de acuerdo con esta descripción. Para los granadinos liberales, son simplemente una panda de gamberros. Según los conservadores, siempre más inclinados al matiz, los miembros del Rinconcillo son, aparte de una panda de gamberros, un hatajo de maricones.

Paquito Soriano se vuelve a levantar, enorme, borracho e inclinado como la torre de Pisa, y alza la copa. Todos callan. Paquito Soriano es, en El Rinconcillo, la autoridad. Siempre vestido de chaqué negro y plastrón –tiene más de veinte idénticos–, a sus veinticuatro años maneja con soltura seis idiomas y atesora una biblioteca de más de 4.000 volúmenes, todos leídos, que han encogido sus ojos de rana hasta casi borrarlos del fondo de sus inmensas gafas de miope. Su colección de literatura pornográfica es mítica entre los libertinos municipales. Las buenas gentes de Dios, entre misa y cuchicheo, vocean por Granada que en su casa, millonaria de heredad, Paquito Soriano organiza orgías innombrables al gusto de multitud de sexos. Además, es socialista. De los de Pablo Iglesias. Y eso sí que ya resulta imperdonable en los más probos cenáculos granadinos.

—Silencio, silencio –brama, aunque ya todos se han callado–. Músico, músico –hace una pausa enfática–.

Levanta de la silla tu arquitectura,

y pon gesto simpático, como un cura.

Prepara tu rico verbo y tu protocolo

que te voy a presentar al nuevo: ¡Manolo!

Paquito señala con el dedo, y pose inconfundible de Cristóbal Colón, a un joven que se sienta al fondo de las tres mesasdel Rinconcillo. El nuevo miembro del clan se levanta y seacerca, evitando cuidadosamente molestar al resto, hacia donde se encuentra el Lucero. Es joven, dieciséis años, aspecto formal que contrasta con las extravagantes indumentarias de los cofrades del Rinconcillo. Pero su mirada y su sonrisa son firmes, y no parece acogotado por atmósfera tan escasamente recomendable como la que se respira en el santuario disparatante del Alameda.

—Manuel Fernández Montesinos. No me gusta que me llamen Manolo.

—Vasallajes de la rima. Perdona a Paquito. Yo soy Federico García Lorca. Es un placer. ¿Quieres tomar algo?

—Manzanilla, gracias.

—«Manzanilla La Guita. / Gran borrachera. / No se te quita» –grita, desde el fondo de la mesa, CarrilloLa Loca.

Lucero levanta la mano para llamar la atención de un barman maduro, delgado y recio, de ojos vivos y boca despectiva que abre, al acercarse, para airear su sorna de dientes disparejos.

—Buenas noches, Navarrico.

—Buenas noches tenga usted, señor Lucero.¿Qué va a ser?

—Una manzanilla....

—¡Dos! –grita alguien.

—¡Tres! –grita otro.

—Señores –les reprende el camarero.

—¡Cuatro! –grita CarrilloLa Loca.

—¡Adjudicada! –aplaude el periodista Constantino Ruiz Carnero.

—Eso. Cuatro manzanillas y un vodka con aceituna para mí, Navarrico –consigue rematar Lucero.

—Marchando –se da la vuelta Navarrico con su insobornable tiesura y camina a paso eléctrico hacia la barra lejana.

—Vaya personaje, ese camarero –comenta Manuel Fernández Montesinos.

—¿Te queda aún capacidad de asombro después de haber conocido a esta fauna?–se ríe Lucero–. Ven aquí.

Lucero acompaña del brazo a Montesinos hacia el fondo de las mesas, donde hay una pared plagada de retratos de toreros, cupletistas, actrices de vodevil y aviadores con casco. Le señala una reproducción al óleo delDon Sebastián de Morrade Velázquez.

—Coño –exclama Montesinos–. Es Navarrico, el camarero.

—¿A que sí?

—¿Velázquez? –pregunta Montesinos.

—Buen ojo.

Lucero vuelve la cabeza y comprueba que Navarrico ya trae las consumiciones en la bandeja. Deja tres manzanillas en la mesa y se acerca a ellos equilibrando el vodka con aceituna y la última La Guita.

—¿A que eres tú, Navarrico? –se chotea con cariño el Lucero señalando el retrato de Velázquez.

—Soy yopintao. Pero el malángel que lo hizo me pudo poner una ropa decente y no esas ropas de payaso.

—Se llamaba Velázquez.