Luna de miel pendiente - Cathy Williams - E-Book
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Luna de miel pendiente E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

¿Podía pagar el precio que él le pedía y sobrevivir diez días de luna de miel? Con su matrimonio de conveniencia, el multimillonario Dio Ruiz había cumplido dos fines. Por una parte, había logrado venganza y, por otra, se había llevado a la deseable Lucy Bishop. Sin embargo, desde la noche de bodas, su unión solo se había hecho efectiva sobre el papel. Dos años después, su esposa virgen quería el divorcio. Pero la libertad tenía un precio.... Dolida y humillada después de haber descubierto que su boda no había sido más que un trato de negocios para Dio, Lucy había representado el papel de esposa perfecta en público y se había mantenido fría y distante en privado. Quería dejarlo... ¡no someterse a sus órdenes!

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Seitenzahl: 189

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Cathy Williams

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Luna de miel pendiente, n.º 2536 - marzo 2017

Título original: The Wedding Night Debt

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9713-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Divorcio. Era algo que les pasaba a otras personas. A gente que no daba importancia a su matrimonio, que no entendía que debían cuidarlo, alimentarlo y manejarlo con la delicadeza que se maneja una carísima pieza de porcelana.

En cualquier caso, esa había sido la forma de pensar de Lucy durante toda la vida. Por eso, no comprendía qué hacía allí parada, en una de las casas más grandiosas de Londres, esperando que su marido volviera a casa para proponerle el divorcio.

Cuando miró el reloj de diamantes que llevaba, se le encogió el estómago con ansiedad. Dio volvería dentro de una hora. No podía recordar dónde había ido de viaje la última semana y media. ¿Nueva York? ¿París? Tenían casas en ambos lugares. O, tal vez, había sido en su casa de playa. ¿Quién sabía? Ella no.

Una oleada de lástima de sí misma la invadió.

Llevaba casada casi un año y medio. Había tenido tiempo de sobra para asumir que sus sueños de juventud se habían hecho cenizas.

Al levantar la vista, se vio reflejada en el enorme espejo artesano que dominaba el salón. Era una mujer alta, esbelta, de cabello largo rubio, de hombros rectos y piel color vainilla. Cuando tenía dieciséis años, una agencia de modelos había querido contratarla y su padre la había animado a lanzarse a ese mundo. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer una chica bella con sus talentos? Pero ella se había negado y había insistido en ir a la universidad. De todas maneras, de poco le había servido, pues había terminado allí, en esa enorme casa, sola, desempeñando el papel de ama de llaves perfecta.

Apenas se reconocía a sí misma. Llevaba puestos unos pantalones cortos de seda y una blusa de tirantes a juego, con tacones y algunas joyas de gran valor. Se había convertido en la típica esposa trofeo de un multimillonario, con la excepción de que su marido no volvía pronto a casa cada tarde, preguntando qué había de cenar. Eso hubiera mejorado ligeramente su situación, se dijo con amargura.

Aunque su situación había cambiado en los dos últimos meses, pensó con una pequeña sonrisa. Las cosas no eran tan estériles como antes, se recordó a sí misma, acariciando el pequeño secreto que latía en su interior.

Eso la compensaba por todo el tiempo que había dedicado a vestirse como una muñeca cara, a sonreír con educación en las reuniones, a hacer de anfitriona para los más ricos.

Al fin… el divorcio la liberaría.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que Dio se opusiera. Aunque no tenía razón para negarse, se dijo, sin poder evitar sentirse cada vez más nerviosa.

Dio Ruiz era el prototipo de macho alfa. En los negocios, siempre se salía con la suya. Era el hombre más sexy del planeta y, también, el más intimidatorio.

Pero ella no se iba a dejar intimidar. Se había pasado los últimos días convenciéndose de eso, después de haber tomado una decisión por fin. Poner la mayor distancia posible entre ella y su marido era la mejor opción, se repitió a sí misma.

La única pequeña pega era que Dio no se lo esperaba. Y era la clase de hombre que odiaba lo inesperado.

Lucy oyó la puerta principal y, con el estómago en un puño, se giró para recibirlo. De inmediato, su poderosa presencia física llenó la habitación.

Ella se había fijado en él cuando tenía veintidós años. Le había parecido el hombre más imponente que había visto. Y seguía pareciéndoselo. Tenía el pelo negro como el carbón, piel aceitunada y ojos verdes plateados, enmarcados por gruesas pestañas. Su boca era firme y sensual. Y todo en él advertía que no era la clase de hombre con el que se podía jugar.

–¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que estabas en París… –comentó él y, apoyado en el quicio de la puerta, comenzó a aflojarse la corbata.

Sorpresa, sorpresa. Por lo general, sus encuentros con su esposa eran meticulosamente planeados con anticipación. Eran encuentros formales, previstos, nunca espontáneos. Cuando ambos estaban en Londres, sus agendas estaban repletas de obligaciones y eventos sociales. Tenían habitaciones separadas, se preparaban en sus respectivos territorios y se encontraban en el recibidor, arreglados como pinceles, listos para ofrecer al mundo una engañosa imagen de pareja unida.

De vez en cuando, Lucy lo acompañaba a París, Nueva York o Hong Kong, en calidad de accesorio perfecto.

Inteligente, bien educada y bella. Una buena acompañante para viajes de negocios.

Tras quitarse la corbata, Dio la observó un momento con el ceño fruncido y se acercó a ella. Una vez delante, comenzó a desabotonarse la camisa.

–Bueno… ¿A qué debo este inesperado placer? –preguntó él con voz sensual.

Su aroma, a limpio y a hombre, la invadió.

–¿Interrumpo tus planes para la noche? –inquirió ella a su vez, apartando la mirada de su pecho bronceado.

–Mis planes eran leer un documento legal muy aburrido de la compra de una empresa. ¿Qué planes crees que podías estar interrumpiendo?

–Ni idea –dijo ella, encogiéndose de hombros–. No sé a qué te dedicas en mi ausencia.

–¿Quieres que te lo cuente?

–No me importa, la verdad. Aunque habría sido un poco embarazoso verte entrar con una mujer del brazo –comentó ella, fingiendo una risa distante y fría.

No había sido así siempre. Al principio, había sido lo bastante estúpida como para creer que él había estado interesado en ella de verdad.

Habían salido juntos unas cuantas veces. Lucy le había hecho reír con anécdotas de sus amigas de la universidad, de sus aventuras. También lo había escuchado embelesada cuando él le había hablado de los lugares que había visitado. El hecho de que su padre hubiera dado su aprobación a su relación también había sido decisivo, teniendo en cuenta que siempre había mirado con malos ojos a sus anteriores novios. La verdad era que lo habitual en Robert Bishop había sido criticar todas las elecciones de su hija. Por eso, el que su padre hubiera aceptado a Dio había sido una novedad muy refrescante.

Si Lucy no hubiera estado tan cegada por el enamoramiento, se habría preguntado en su momento por la razón de ese cambio. Sin embargo, había estado demasiado embobada como para cuestionarse la súbita benevolencia paterna.

Cuando Dio le propuso matrimonio después de un excitante romance, ella había estado en las nubes. El intenso aunque casto noviazgo la había emocionado, igual que el hecho de que él hubiera tenido tanta prisa por casarse. Había estado entusiasmada, además, ante la perspectiva de irse de luna de miel a las Maldivas y por la noche de bodas, el momento en el que perdería la virginidad.

Su primera noche juntos, sin embargo, no había sido como Lucy había esperado. Cuando había ido a buscarlo, dejando atrás el ruido de la música, el baile y los invitados, no lo había encontrado en ninguna parte, hasta que escuchó el profundo timbre de su voz en el despacho de su padre.

Para él, no había sido más que un matrimonio de conveniencia. Dio había adquirido la compañía de su padre y ella había sido una especie de trofeo añadido a la compra. O, tal vez, su padre había sido quien había insistido en que se casaran para, de alguna manera, mantener su vieja compañía en la familia.

Gracias a ella, su padre tenía la seguridad de que Dio no lo dejaría fuera de juego. Así se lo había confesado el viejo cuando Lucy lo había confrontado más tarde, diciéndole lo que había escuchado esa noche fatídica. Encima, gracias a su enlace, su padre había logrado reunir sumas de dinero antes inimaginables para él.

De golpe, Lucy había perdido la inocencia esa noche. Y su matrimonio había terminado incluso antes de que hubiera empezado.

Lo malo había sido que no había podido romperlo. Eso le había advertido su padre. No, a menos que hubiera querido que la compañía de la familia se perdiera. Para colmo, había algunos asuntos sucios de dinero que Dio había prometido tapar… Por lo visto, su padre había tomado prestado dinero que no había devuelto y podría haber ido a la cárcel por ello. ¿Había querido eso ella, ver a su padre entre rejas? ¿Había querido que todo el mundo los señalara y se burlara de ellos?

De esa forma, Lucy había consentido formar parte de la farsa. Había logrado salvar a su padre de prisión, a cambio de encarcelarse ella misma.

Eso sí, había decidido estar casada solo en apariencia. Nada de sexo. Nada de carantoñas. Si Dio había pensado que había comprado su cuerpo y su alma, le había demostrado que se había equivocado.

Cada vez que Lucy recordaba cómo se había enamorado de él, cómo había creído que él la había correspondido, se moría de vergüenza.

Por eso, había encerrado sus ilusiones en una caja, había tirado la llave… y allí estaba.

–¿Algún problema con la casa de París? –preguntó él con tono educado–. ¿Quieres beber algo? Podemos celebrar que, por primera vez, estamos juntos en la misma habitación, solos y sin prepararlo con antelación.

Aunque, si Dio lo pensaba bien, habían estado así muchas veces antes de casarse, cuando Lucy había dado rienda suelta a todas sus artimañas para cazarlo.

Dio había puesto los ojos en Robert Bishop y su compañía hacía mucho tiempo. Había seguido su trayectoria, había sabido esperar y había sido testigo de cómo se había ido hundiendo en un pozo de deudas. Entonces, como un depredador hambriento, había atacado en el momento perfecto.

La venganza era un plato que se servía frío.

Pero no había contado con su hija. En cuanto la vio por primera vez, su belleza etérea e inocente había alterado sus planes al instante. Se había quedado prendado de ella sin remedio, algo muy poco común en él.

No había contado con esa complicación. Había creído que Lucy se acostaría con él y, en pocas semanas, podría olvidarla. Sin embargo, tras semanas de cortejo, Dio había comprendido que había querido más que una aventura con ella.

Lo malo era que, casi un año y medio después, su matrimonio era tan estéril como el polvo, caviló Dio. No se había acostado jamás con ella. Y tenía la amarga sensación de que, a pesar de que él había creído tener las de ganar, Lucy y su maldito padre le habían tomado el pelo. En vez de haber enviado a Robert Bishop a la policía por sus delitos de estafa, había tapado los agujeros de la compañía. Lo había hecho por Lucy. Había querido tenerla de su lado y había comprendido que salvar la compañía de su padre había sido parte del trato. Por supuesto, había hecho dinero con la transacción y había dejado fuera de la dirección de la empresa a Robert Bishop, asegurándose de que tuviera suficiente dinero como para no pensar más que en disfrutar de la vida.

Aun así…

Se había dejado engatusar por el discreto y tímido encanto de Lucy. Cuando ella lo había mirado con sus enormes ojos castaño y expresión de embeleso, él se había sentido como si hubiera encontrado el secreto de la vida eterna.

Lucy le había dado pie para cortejarla. Quién sabía si el farsante de su padre la había animado a hacerlo. Pero eso ya no importaba.

Lucy negó con la cabeza ante su oferta de tomar algo. Pero, de todos modos, Dio sirvió un whisky para él y vino para ella.

–Relájate –dijo Dio, dándole su vaso. Acto seguido, se colocó junto a la ventana, donde le dio un trago a su bebida, mientras la observaba en silencio.

En la noche de bodas, Lucy le había dejado claro como el agua que el suyo no era un matrimonio real. Nada de sexo, nada de charlas íntimas, nada de conocerse mejor. De acuerdo, él había adquirido la compañía de su padre. Pero ella no formaba parte del paquete.

A Dio nunca se le había ocurrido tener una conversación seria con ella sobre la naturaleza de su matrimonio. Nunca había hecho un esfuerzo por hablar las cosas. Por otra parte, nadie podía acusar a Lucy de no ser la esposa perfecta. Su hermosura rubia y esbelta no tenía igual, acompañada de un aire de inocencia y exquisitos modales. Era la mejor acompañante que un hombre de negocios podía desear. Y una excelente actriz.

–Si no estás en París, debe de ser que le pasa algo a nuestra casa de allí. Deberías saber que no quiero que me molestes con esos detalles. Es tu trabajo ocuparte de que todo funcione como es de esperar.

Lucy se puso tensa. Trabajo. Era la palabra perfecta para describir lo que aquel matrimonio era para ella.

–La casa de París está perfectamente. Solo he decidido que… –comenzó a decir ella e hizo una pausa para darle un trago a su copa–. Tenemos que hablar.

–¿De verdad? ¿De qué? ¿No me digas que quieres un aumento de sueldo, Lucy? Tu cuenta bancaria goza de muy buena salud. ¿O has visto algún capricho? ¿Quieres una casa en Italia? Cómprala –dijo él y, encogiéndose de hombros, se terminó el resto del whisky–. Siempre que esté en un lugar que pueda ser conveniente para los negocios, no me importa.

–¿Para qué iba a querer yo comprar una casa, Dio?

–Entonces, ¿qué? ¿Joyas? ¿Un cuadro? ¿Qué?

Su tono de indiferencia y desprecio hizo que a Lucy se le encogiera todavía más el estómago. Por lo general, no solían mantener conversaciones de más de cinco minutos, cuando se veían atrapados en el mismo taxi, o regresaban a alguna de sus mansiones, mientras se quitaban los abrigos para desaparecer en alas opuestas de la casa.

–No quiero comprar nada –le espetó ella. Posó los ojos en los caros muebles, los cuadros, las alfombras persas que adornaban el espacio.

Dio nunca reparaba en gastos. El trabajo de Lucy consistía en asegurarse de que todas sus carísimas propiedades inmobiliarias funcionaran a la perfección. En ocasiones, él se las prestaba a algún socio o cliente. Entonces, ella debía ocuparse de tenerlo todo preparado, limpio y con provisiones, para que el invitado quedara satisfecho.

–En ese caso, ¿por qué no vas al grano de una vez? He venido a casa porque tengo que terminar algo en el ordenador antes de acostarme.

–Claro. Si hubieras sabido que yo estaba esperándote aquí, habrías ido a cualquier otro sitio.

Dio se encogió de hombros, sin molestarse en decir lo contrario.

–Siento que… las circunstancias entre nosotros han cambiado desde que mi padre murió hace seis meses.

Sin dejar de mirarla a la cara, Dio dejó el vaso sobre la mesa. En lo que a él respectaba, el mundo era un lugar mejor sin Robert Bishop. No tenía ni idea de lo que opinaba su esposa, era cierto. Desde el día del funeral, en el que ella no había derramado ni una lágrima, todo había seguido igual que siempre.

–Explícate.

–No quiero seguir atada a ti y ya no es necesario –señaló ella, tratando de no dejarse intimidar por la penetrante mirada de su marido.

–También estás atada a un estilo de vida que la mayoría de las mujeres envidiarían.

–Entonces, debes dejarme ir y buscar a una de esas mujeres para que ocupe mi puesto –repuso ella, sonrojándose–. Serías más feliz. Seguro que sabes que yo no soy feliz, Dio. Tal vez, lo sabes y no te importa.

Lucy se sentó, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Dio seguía ejerciendo una poderosa atracción sobre ella, a pesar de lo mucho que ella había tratado de matar esa sensación. Era inadecuado sentirse atraída por un hombre que la había utilizado y que se había casado con ella para exhibirla como trofeo en los negocios. No tenía sentido.

–¿Me estás diciendo que quieres que acabemos?

–¿Cómo podrías culparme? –replicó ella y, al fin, lo miró a los ojos–. No vivimos como un matrimonio. Ni siquiera entiendo por qué te casaste conmigo, ni por qué te interesaste en mí al principio –añadió. Sin embargo, sí lo entendía. Su padre le había explicado que Dio había buscado reconocimiento social a través de tenerla como esposa. ¿Para qué? No tenía ni idea.

Era algo que Lucy nunca le había preguntado a su marido. Era ya bastante humillante pensar que la había convertido en su mujer solo para utilizarla.

–Podrías haber comprado la compañía de mi padre sin necesidad de casarte conmigo –continuó ella, sacando todo su valor para no apartar la mirada–. Sé que mi padre intentó unirnos porque pensaba que, si nos casábamos, no lo enviarías a prisión. Pero tú no tenías ninguna razón para hacerlo. Podías haber elegido a cualquier otra mujer. Seguro que muchas habrían estado dichosas de ser tu esposa.

–¿Cómo te habrías sentido si tu papaíto hubiera terminado en la cárcel?

–Nadie quiere ver a un pariente entre rejas.

Era una respuesta extraña, pero Dio lo dejó correr. La súbita aparición de Lucy lo tenía bastante perplejo y un poco fuera de combate, aunque lo ocultaba a la perfección.

¿Acaso ella creía que podía tratarlo como una marioneta? ¿Creía que podía atraerlo y casarse con él para, luego, rechazarlo en la noche de bodas? Y, después de la muerte de su padre, ¿librarse de él tan fácilmente?

–No, tener a un pariente en la cárcel no queda bien en las reuniones sociales, ¿verdad? –comentó él y se levantó para servirse otra copa–. Dime algo, Lucy, ¿qué opinas del uso que hizo tu padre de los fondos de pensiones de la compañía?

–Él nunca me explicó con detalle lo que había hecho –murmuró ella, incómoda. La verdad era que no había sabido mucho de los asuntos financieros de su padre, hasta que había escuchado aquella conversación detrás de la puerta el día de su boda.

Sin embargo, si su marido le preguntaba qué opinaba de su padre, Lucy le podía responder con más conocimiento de causa. Robert Bishop siempre la había menospreciado. Había sido el típico egocéntrico machista que no había considerado a las mujeres como sus iguales. Su pobre y hermosa madre había vivido una vida de amargura a su lado, antes de haber muerto a los treinta y ocho años de cáncer. Robert Bishop había sido un hombre implacable y cruel que nunca había tenido a su mujer en cuenta. Había sido infiel, había bebido demasiado y había maltratado a Angela Bishop sin ningún reparo.

Lucy se había pasado toda la vida evitando a su padre. No había sido difícil, pues la habían enviado a un internado a los trece años. Pero nunca había dejado de odiarlo por lo que le había hecho pasar a su madre.

Sin embargo, no lo había odiado tanto como para haber querido verlo en prisión. Además, no había querido ver ensuciada la reputación de su madre. Había estado dispuesta a todo con tal de evitar que las amigas de Angela Bishop se hubieran reído de ella tras sus espaldas, cuchicheando que había terminado con un timador.

Dio la observó, preguntándose qué estaría pensando. Un misterioso aire de lejanía inalcanzable excitaba su curiosidad. Y le ponía de los nervios.

–Bueno, responderé yo por ti, si quieres –dijo él con tono brusco–. Tu padre se pasó años robando el fondo de pensiones hasta que no dejó nada. ¿Tenía problemas con la bebida?

Lucy asintió.

–Era un alcohólico. Aunque eso no le impedía tener la destreza necesaria para quitarle el dinero a los demás. Llevó su compañía al borde de la quiebra. Y habría desaparecido si yo no la hubiera rescatado.

–¿Por qué lo hiciste? –preguntó ella. Era algo que siempre se había preguntado. Era uno de los más poderosos multimillonarios del mundo. ¿Por qué se había preocupado por la miserable compañía de su padre?

Dio contrajo el rostro. Era una historia muy larga que, sin duda, no tenía ninguna intención de compartir con ella.

–La empresa tenía potencial –respondió él con una sonrisa seductora–. Tenía tentáculos en las áreas de negocio adecuadas y fue una buena compra. Me ha dado más dinero del que puedo gastar. Además… tú venías en el paquete, recuerda –añadió con gesto cínico–. ¿Qué hombre podía haberse resistido a un bocado tan delicioso? Encima, tu padre estaba ansioso por cerrar el trato y entregarte como premio.

Cuando a Lucy se le humedecieron los ojos, Dio casi lamentó sus palabras. Casi.

–Pero tú nunca te entregaste, ¿verdad? Me sonreías, fingías escucharme con atención, me dejabas acercarme tanto como para darme ganas de una ducha fría cada vez que volvía a mi casa… Entonces, en nuestra noche de bodas, me informaste que no pensabas ser parte del trato. Me atrapaste en la red para luego…

–Yo no… No era mi intención hacer eso… –balbuceó ella. Sin embargo, de golpe, comprendió cómo Dio había visto la situación.

–¿Por qué será que no te creo? –murmuró él, apurando la copa de un trago–. Tu padre y tú me tendisteis una trampa y caí en ella.

–¡Eso no es verdad!

–Entonces, una vez que estuve atrapado, dejaste de fingir. Ahora quieres el divorcio. Tu padre ya no corre peligro de ir a la cárcel y quieres irte –comentó él. De pronto, un pensamiento le asaltó. ¿A qué se había dedicado ella durante sus muchas ausencias?

Podía haberla hecho seguir, pero había preferido no hacerlo. Le había costado imaginarse a aquella fría doncella de hielo haciendo algo a sus espaldas. Aunque, tal vez…

¿Solo había esperado a que su padre muriera para pedir el divorcio? ¿O había otra razón? ¿Había estado saliendo con otro hombre durante ese tiempo?

Aquella idea lo llenó de rabia al instante y comenzó a cobrar fuerza como un veneno.

–Quiero el divorcio porque creo que ambos nos merecemos algo mejor.

–Qué considerada por tomar mis sentimientos en cuenta –observó él con tono burlón–. Nunca pensé que pudieras ser tan compasiva.

Lo primero que iba a hacer el día siguiente por la mañana era mandar que la siguieran, se dijo Dio. Estaba decidido a averiguar si andaba con otro hombre.

–No tienes por qué ser sarcástico, Dio.

–¿Quién es sarcástico? Nada de eso. Pero estaba pensando una cosa… Si quieres dejarme, ¿eres consciente de que te irás sin nada?

–¿De qué estás hablando?