Maestros de la escritura - Liliana Villanueva - E-Book

Maestros de la escritura E-Book

Liliana Villanueva

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Beschreibung

Si se intentara armar una historia de la escritura a partir de la influencia de los maestros en la literatura rioplatense la lista sería larga, pero son pocos los escritores creadores que dedicaron gran parte de su tiempo y de sus vidas a la enseñanza directa de la escritura a través de talleres. Abelardo Castillo, Liliana Heker, Hebe Uhart, María Esther Gilio, Mario Levrero, Alberto Laiseca, Alicia Steimberg y Leila Guerriero son los maestros y maestras que con sus talleres ya legendarios han hecho escuela, los que ayudaron a encontrar el rumbo a nuevas generaciones de escritores, cronistas y periodistas. A partir de innumerables entrevistas y de una investigación sobre el origen de los talleres, que surgieron a fines de los sesenta del siglo xx, se exponen en este libro los diferentes procesos de enseñanza de la escritura resumidos en ocho extensos capítulos. "Una y otra vez debo constatar la suerte que tuve de haber contado —no solo en la escritura— con maestros y maestras que me acompañaron en mis procesos de aprendizaje y supieron 'soltarme' en el momento preciso. No sabría decir cuánto de lo que soy les debo a ellos y a ellas".

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Tapa de 'Maestros de la escritura'. Por Liliana Villanueva. Ediciones Godot (2018).

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Ilustración de Felisberto Hernández por Juan Pablo Martínez

Página de legales

Villanueva, Liliana Maestros de la escritura / Liliana Villanueva. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2018. Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-4086-54-9 1. Literatura Argentina. 2. Talleres Literarios. I. Título. CDD 807

Maestros de la escritura Liliana Villanueva

Alejandra López Fotografías de Abelardo Castillo, Leila Guerriero, Liliana Heker, Alberto Laiseca y Hebe Uhart.alejandralopez.com.ar

Ilustración de Felisberto Hernández Juan Pablo Martí[email protected]

Corrección Hernán López Winne

Diseño de tapa e interiores Víctor Malumián

©Ediciones [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina, 2013

Digitalizado en EPUB3/KF8 por

Dedicatoria

a mis maestras María Esther Gilio y Hebe Uhart

No creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro.

Felisberto Hernández,Por los tiempos de Clemente Collins

Índice

I

ntroducción:

A

prender a escribir 

Maestros y alumnos

El origen de los talleres de escritura

Los talleres y la escritura

A

belardo

C

astillo 

La invención de los talleres literarios

La felicidad de la lectura

Un invento argentino

Reinventar la pasión

El sentido de la corrección

El mundo real

Se escribe porque la felicidad no existe

Aprender a escuchar

La forma viene dada

16 Máximas de Abelardo Castillo

L

iliana

H

eker

Un “pequeño ámbito de libertad”

Del taller institucional al taller de escritor creador

Los primeros talleres

La “teoría Heker” del origen de los talleres

“Reductos de resistencia”

Despertar un saber en el otro

Una mezcla de impiedad y generosidad

El primer borrador como un mal necesario

La compulsión de escribir

Una mirada particular del mundo

Encontrar la propia voz, los personajes y la verosimilitud del texto

La primera persona de la narración

Decálogo de Liliana Heker

H

ebe

U

hart

La maestra de la mesura

El “Sócrates” de los cafés

El taller de escritura

Mitos al ponerse a escribir

La curiosidad y la pasión

El trabajo con uno mismo

La mirada de Felisberto Hernández

Felisberto Hernández: “Explicación falsa de mis cuentos”

La crónica de viajes

Incomodidades e indecisiones

24 máximas del taller de Hebe Uhart

M

aría

E

sther

G

ilio

“El periodismo tiene la extensión del océano y la profundidad de un charco” 

Un diálogo entre dos personas

El arte de preguntar

Gente “común”

El placer de entrevistar

Los tipos de entrevista

Todo se aprende escuchando

La preparación de la entrevista

Tipos de entrevistador

El armado

La observación del detalle

Bases para una buena entrevista

M

ario

L

evrero

El mundo Levrero: “El que sabe es el que sueña”

Los juegos con la palabra

Los sueños y la escritura

Escribir a partir de lo vivido

Escribir a partir de la imagen

La capacidad de pensar en imágenes

Escribir desde los sentidos

Encontrar la propia voz

Escribir es comunicar

Explorar las sensaciones

La creación y la corrección

La generosidad del maestro

Consignas y ejercicios de escritura de Mario Levrero

33 Máximas y Consejos de Escritura de Mario Levrero

A

lberto

L

aiseca 

“El maestro Lai o el escritor maldito que hablaba del amor”

A escribir se aprende escribiendo

La corrección y la no-acción

Los mundos compensatorios

El realismo delirante

El desarrollo de la imaginación:

Talleres que hacen escuela

La lectura estudiosa

Los alumnos y las técnicas del taller

El humor salva

La crónica de la infancia

Ejercicios para la vida

El legado del taller

Desarrollar la idea dentro de uno

Algunas consignas de escritura del Maestro “Lai”:

16 Máximas del Maestro Lai 

A

licia

S

teimberg

“El taller no hace al escritor”

Escribir con actitud literaria

La asociación libre

El primer párrafo

La visibilidad en la escritura

El pasado familiar

La literatura erótica

Irse por las ramas

Lecturas de taller y extrañamiento

Los resortes del oficio

L

eila

G

uerriero

“Escribir es construir sentido con las palabras”

Periodismo narrativo o escritura periodística

Un taller te puede cambiar la vida

La realidad contada

El “universal” y el momento previo a la escritura

Metodología, consignas y ejercicios de taller

Qué se está contando

La primera persona de la crónica

La entrevista y el perfil

La crónica de viaje

Los recursos narrativos y los datos “duros”

Lugares comunes

El lugar de la crónica periodística

La pervivencia de la crónica

La voz propia

La edición

Lo que se aprende al dar taller

Homero Alsina Thevenet: “Algunas sugerencias para periodistas modestos”

B

ibliografía

B

ibliografía general

Í

ndice de autores

Guía

Tapa

Inicio de lectura

Índice

Paginación equivalente a la edición en papel (978-987-4086-45-7):

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Introducción: Aprender a escribir

Qui docet discet (El que enseña aprende dos veces)

Séneca

En Ser escritorAbelardo Castillo confesó: “Asistí a un solo taller literario en mi vida que duró alrededor de cinco minutos. Yo tenía dieciséis o diecisiete años, había escrito un largo cuento que se llamaba “El último poeta” y consideraba que era, naturalmente, extraordinario”. Una tarde, el joven Castillo le leyó el cuento a un viejo profesor autodidacta y sin cátedra “que vivía en las barrancas de San Pedro, un personaje excéntrico que estaba aprendiendo ruso para leer a Dostoiévski en el idioma original con una lupa del tamaño de una ensaladera”.

Castillo empezó a leer:

—“Por el sendero venía avanzando el viejecillo…”

El viejo profesor lo interrumpió:

—¿Por qué “sendero” y no “camino”? ¿Por qué “avanzando” y no “caminando”? En el caso de que dejáramos la palabra “sendero”, ¿por qué el viejecillo y no un viejecillo, ya que aún no conocemos al personaje? Y sobre todo: ¿por qué no escribir “El viejecillo venía avanzando por el sendero”, que es el orden lógico de la frase?

Ante la lapidaria crítica del profesor, Castillo se defendió con la altanería propia de su edad:

—Bueno, señor, ¡ese es mi estilo!

Entonces el viejo profesor sentenció:

—¡Antes de tener estilo hay que aprender a escribir!

También Leila Guerriero tuvo en su Junín natal un profesor parecido al viejo sabio y cascarrabias de Castillo. El “Señor Equis”, como ella lo llama, la acompañó en sus lecturas de adolescente, la hizo sufrir y la criticó a más no poder. Guerriero contó: “En el primer encuentro me extendió una hoja con más de cien autores “para una leve cultura general”. Más tarde comenzó el proceso de demolición”. Este proceso duró bastante más que los cinco minutos del taller frustrado de Castillo. Para Guerriero, los maestros “fueron una circunstancia y no un hombre o una mujer”. Al evocar al profesor de Junín sin develar nunca el nombre, Guerriero reflexionó: “Si se hubiera detenido… No hizo nada bien e hizo todo bien”. Un compañero que había asistido a la clase de Guerriero me dijo:

—¡Qué suerte que tienen ustedes de haber tenido maestros! Yo nunca, en ningún ámbito, tuve un maestro.

Pensando todavía en lo antipático que me había resultado el “Señor Equis” y en el constante y demoledor esfuerzo que significa el aprendizaje profundo de cualquier materia, le contesté:

—Para tener un maestro también hay que saber ocupar el lugar del alumno.

En ese momento me di cuenta de la suerte que tuve de contar —no solo en la escritura— con maestros y maestras que me enseñaron con rigor y generosidad, que me acompañaron en mis procesos de aprendizaje y supieron “soltarme” en el momento preciso. No sabría decir cuánto de lo que soy les debo a ellos y a ellas.

El origen de los talleres de escritura

En ningún lugar del mundo el taller de escritura se difundió, floreció y conoció tal boom como en el Río de la Plata. Si bien en Norteamérica existieron cursos de “escritura creativa” desde principios del siglo xx —el primer taller fue organizado por la Universidad de Iowa en 1922— estos workshops tienen lugar en las universidades y no en el ámbito privado, como es el caso de los talleres de los escritores creadores.

Se cree que el primer taller de narrativa colombiano fue inaugurado en 1962 en Cartagena de Indias y que en Cuba surgieron diversos talleres durante los setenta. Desde 1969 Augusto Monterroso dio talleres de cuento en la Universidad de México y de narrativa en el Instituto Nacional de Bellas Artes de ese país. En 1975 el poeta chileno Carlos Alberto Trujillo funda el taller literario Aumen, que sobrevivió hasta el siglo xxi y Roberto Bolaño contó en Nocturno de Chile que en Santiago, mientras se realizaban talleres y veladas literarias en la casa de Mariana Callejas, en el sótano de la misma casa “se torturaba sin piedad”.

Fue en 1976 cuando tuvo lugar en España el primer taller literario entendido como tal. Quizás motivado por la necesidad de contar con interlocutores y animado por la experiencia de haber conocido a los talleres norteamericanos, el escritor chileno José Donoso convocó a un grupo de escritores aficionados en su casa de Sitges, armando a lo largo de dos años reuniones privadas y gratis donde se discutían textos propios. En los ochenta, aún en plena dictadura chilena, Donoso volvió a Santiago de Chile y fundó su taller.

Para esa época los talleres de escritores ya eran largamente conocidos en Buenos Aires. Desde comienzos de la dictadura los talleres se habían convertido en “pequeños reductos de resistencia” en la que se llamó la “Universidad de las catacumbas”, grupos de personas que se reunían de forma semiclandestina para poder practicar la libertad de opinión y de pensamiento. Uno de los temas que más me interesaban al iniciar esta investigación era el del origen y desarrollo de los talleres en el Río de la Plata, que incluí en los primeros dos capítulos dedicados a Abelardo Castillo y Liliana Heker.

Alberto Laiseca creía que los talleres de escritura se habían iniciado con el fin de “buscar un yeite” debido a la endémica falta de dinero que sufren los que se dedican a escribir en nuestras latitudes. Según Laiseca, el taller “empieza por motivos mercenarios y después se da otra cosa: el taller crece y crece”.

Mario Levrero inició sus legendarios talleres a fines de los ochenta en Buenos Aires, al mismo tiempo que Laiseca. Levrero se había quedado sin trabajo luego de que cerrara la revista de entretenimientos donde era director editorial. Poco tiempo después de esa primera experiencia, llevó la práctica de los talleres al Uruguay y hasta su muerte en Montevideo en 2004 se dedicó a preparar a otras personas para la continuidad de su enseñanza. Lo que surgió también por “motivos mercenarios” se convirtió con el tiempo en una tradición que aún sigue viva gracias a sus discípulos, que abrieron sus propios talleres.

Hebe Uhart supone el origen de los talleres en “observar la tradición norteamericana en la que grandes escritores como Carson McCullers han sido maestros y asimismo miembros de distintos talleres de escritura. Hay manuscritos de Cullers marcados con las observaciones que le había hecho su profesor de taller”, ha dicho Uhart. Sin embargo, es difícil imaginar un contacto o una influencia directa entre ambas experiencias. Los talleres de escritura creativa de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (Universidad de Buenos Aires) son relativamente recientes y no explican el boom de los talleres de escritores en el Río de la Plata.

Liliana Heker aporta la explicación más verosímil, una argumentación que a mí me gusta llamar “la teoría Heker”. Según ella, en los años sesenta, jóvenes escritores se reunían en grupos de diez, veinte o más personas alrededor de las mesas de los cafés porteños —en especial el Café de los Angelitos y el Café Tortoni antes de que se convirtieran en lugares turísticos— para debatir apasionadamente sobre literatura y leer textos propios hasta altas horas de la noche. Antes de la dictadura, a mitad de la década del setenta y debido a los decretos relacionados con el Estado de Sitio, los grupos de más de tres o cuatro personas fueron prohibidos en los lugares públicos. Las reuniones de café se convirtieron en una actividad peligrosa y fue así como pasaron al ámbito de lo privado. También influyó el factor económico: muchos escritores que trabajaban en instituciones públicas se quedaron de un día para el otro sin sus puestos por ser considerados “subversivos”. El miedo, la inseguridad física y la persecución ideológica fueron los factores que crearon indirectamente esos “pequeños ámbitos de libertad”, como los llama Heker, lugares “donde se podía decir todo lo que afuera estaba prohibido”. Fue en uno de esos talleres donde se leyó el primer cuento sobre desaparecidos en 1977, en plena dictadura militar.

Los talleres y la escritura

Llama la atención la cantidad de coincidencias de temáticas que se tratan en los talleres a pesar de las diferentes metodologías de trabajo y de los géneros que tocan. Encontrar la propia voz, la visibilidad en la escritura, la imaginación, la verdad y la verosimilitud, la realidad y la ficción, la escritura como forma de comunicación, la construcción de sentido a través de las palabras, el trabajo con la adjetivación, la función de la metáfora, la descripción del detalle, la forma, la transgresión entre los géneros literarios, las elipsis o la importancia de la lectura son algunos de los temas que a lo largo de este libro se mencionarán una y otra vez desde diferentes puntos de vista. Indefectiblemente, algunas de las frases e ideas se repiten en los distintos textos y aún en el mismo capítulo. No se trata de un error de edición. A veces una misma frase aclara diferentes conceptos en contextos diversos. La repetición, la asociación y el asombro son las bases en las que se apoya la construcción de toda enseñanza.

Todos los escritores o guías de taller que aquí se mencionan coinciden en que un taller no hace al escritor. A la pregunta de si se puede enseñar a escribir, Castillo me dijo: “Yo enseño a aprender. Cuando uno empieza a escribir no dispone de palabras, ni de técnicas ni de la experiencia vital necesaria que le dará a esos textos la forma definitiva. Los escritores jóvenes no deberían tirar nada, pero tampoco publicar”. Liliana Heker cree que “nadie puede enseñar a otro a escribir; un escritor que se forma aprende su oficio de las críticas que le hacen otros”.

Los talleres de Abelardo Castillo y Liliana Heker guardan enormes paralelismos y un origen común a partir de las revistas literarias de los sesenta y los setenta, las reuniones y discusiones en cafés. Castillo dio talleres durante 47 años hasta su muerte, en 2017 y los talleres de Liliana Heker están por cumplir cincuenta años de existencia. En estos dos talleres se tratan el cuento y la novela y la dinámica de trabajo es similar: se leen los textos en voz alta y se critica en grupo. Por lo general, el guía del taller hace su crítica al final, después de la opinión de cada uno de los participantes. La crítica puede llegar a ser despiadada, o —en palabras de Heker— “una mezcla de impiedad y generosidad, algo que le sirve sobre todo al que critica”. Participé en el taller de Liliana Heker entre 2004 y 2006 y de las “despiadadas y generosas” correcciones a las que me sometí me quedó la costumbre —o la obsesión— de corregir mis textos hasta diez y siete veces, sino más. El capítulo de Heker empieza siendo un monólogo en la voz de la maestra, con algunas intervenciones de sus alumnos, y termina en forma de entrevista.

En el taller de Hebe Uhart se trabaja sobre todo crónica literaria, crónica de viajes y crónica de la infancia. Para Uhart escribir “es un oficio y educar la atención es una artesanía que se aprende y que requiere una escuela de paciencia”. Un taller es para ella “solo un motivador y no todos van a salir escribiendo, el taller puede servir o no”. En sus clases, Uhart comenta los textos que se leyeron en la clase anterior, luego se leen los textos nuevos. Los alumnos pueden comentar pero no hay obligación de criticar. Al final de la clase se lee un texto de literatura en voz alta y luego Uhart desarrolla algún tema particular como puede ser la adjetivación, el uso de la metáfora, la construcción de personajes, el diálogo o los mitos griegos. Participé en el taller de Hebe Uhart desde 2003 hasta 2016 (con una interrupción de un año) y los temas de sus clases están compilados en un libro1. En el capítulo dedicado a Uhart trabajé algunos de esos temas con más especificidad: la mirada de Felisberto Hernández, el trabajo con uno mismo y la crónica de viajes. Como ejemplo de clase particular recreé a partir de mis notas la clase que ella dedicó al libro de Lydia Davis Ni quiero ni puedo2.

Al iniciar este libro en enero de 2016 entrevisté a Alberto Laiseca en el geriátrico de Flores donde estaba internado. Lo visité tres veces y durante todo ese año entrevisté a algunos de sus ex alumnos. El capítulo del “Maestro Lai” está basado en esa serie de entrevistas y espero que el cariño y la admiración que sus alumnos siguen sintiendo por el maestro equilibre la triste realidad, el desamparo y la vulnerabilidad económica de muchos escritores al final de sus vidas en estas latitudes.

El único de los ocho maestros a quien no conocí personalmente es Mario Levrero. Organicé este capítulo a partir de una entrevista a Helvecia Pérez, que formó parte de su taller durante siete años. Intercalé las respuestas de Helvecia con consignas y ejercicios, con los propios textos de Levrero y citas sobre su metodología de trabajo. La enseñanza del escritor uruguayo está íntimamente relacionada con sus propios procesos y hábitos de escritura y es por eso que en el capítulo sobre el “mundo Levrero” agregué algunas citas del propio autor referidas a su desarrollo como escritor, su relación con las palabras y su experiencia como crucigramista, el hábito de escribir a mano, los juegos de la palabra y los sueños como estímulo para escribir.

A diferencia de los talleres anteriormente mencionados, Levrero y Laiseca trabajaban con consignas y ejercicios de escritura que se reseñan en lista aparte. El “Maestro Lai” y el escritor uruguayo pertenecen —en cuanto a la enseñanza de la escritura— a una constelación aparte, dueños de una obra que se basa en el desarrollo de la imaginación, el trabajo con lo onírico, la estimulación de los textos a través de ejercicios y la observación cotidiana de objetos y situaciones muchas veces disparatadas o delirantes. Estos dos talleres han hecho escuela y a partir de esa experiencia se formaron activos grupos de alumnos que se reúnen para comentar sus textos, organizar lecturas públicas y, como en el caso de Levrero, hasta para contar los sueños que han tenido con su maestro.

Conocí a Alicia Steimberg en el 2008 en un encuentro de taller que organizó Hebe Uhart en su casa. Unos meses más tarde, a principios de 2009, me encontré con Steimberg para participar en uno de sus talleres de verano. La entrevisté ese mismo año sin pensar que ese material se convertiría en parte de este libro. Con ella hablé sobre la enseñanza de la escritura, la “intención literaria” y el trabajo de densificar una frase, la verosimilitud de la historia, los comienzos de los textos, entre otras cuestiones.

Uno de los temas que se repiten en este trabajo es el del límite —a veces inexistente— entre la realidad y la ficción como material de la escritura. En la mayor parte de los talleres se elaboran historias extraídas de la propia vida, vivencias personales o “material real” trabajado con técnicas literarias. Muchos de los entrevistados coinciden en que no existe un límite preciso entre los géneros literarios, que están —como dice Hebe Uhart— mezclados. Castillo también decía: “Los géneros literarios son una ilusión. Imaginamos historias y lo único que podemos hacer es acatar su forma, aceptar sus leyes y tratar de no equivocarnos demasiado”. Para no limitar la enseñanza de la escritura solo al aspecto ficcional, dediqué dos capítulos al periodismo narrativo y su base, la entrevista.

El único material que sobrevivió de las clases de la gran entrevistadora uruguaya María Esther Gilio es un escrito de apenas tres o cuatro hojas mecanografiadas que ella preparó para sus conferencias en escuelas de periodismo en Latinoamérica y que ampliaba con la lectura de sus propias entrevistas. Tuve la maravillosa suerte de conocerla y ser su amiga. En 2010 la entrevisté todas las mañanas durante algunos meses. Para este capítulo elegí nuestras charlas centradas en el tema específico de cómo encarar una entrevista. La preguntas y respuestas están intercaladas con el relato de cómo la conocí en un ómnibus de Colonia a Montevideo, un afortunado encuentro que ella convirtió en una entrevista sin que yo me diera cuenta.

De los talleres de Leila Guerriero, la más joven de esta serie de maestros, ya han salido nuevos periodistas narrativos. Entrevisté a Guerriero en 2016 y con el fin de verla en acción participé en uno de sus talleres intensivos. Su taller privado tiene lista de espera: Guerriero solo admite a periodistas en actividad y con proyectos concretos.

La decisión de incluir en este trabajo al periodismo narrativo deriva del simple hecho de que todo es escritura, más allá de lo que se considere ficción, literatura, narración, o crónica. En los últimos quince años participé en más de veinte talleres de escritura, de corrección, de literatura, periodismo o de crónica de viajes y puedo decir que, sin importar dónde se publique el texto, ya se trate de un periódico, una revista digital o en formato libro, la enseñanza de la escritura poco cambia. Como decía Laiseca: “A escribir se aprende escribiendo”.

Pies de página

1 Villanueva, Liliana, Las clases de Hebe Uhart, Buenos Aires, Blatt & Ríos, 2015.

2 Davis, Lydia, Ni quiero ni puedo [traducción de Inés Garland], Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014.

Abelardo Castillo

La invención de los talleres literarios

A los talleres literarios los inventé yo —me dice Abelardo Castillo al teléfono ni bien se entera de qué va la entrevista. Esta primera frase de Castillo dilapida de un saque las teorías que empiezo a construir sobre los talleres, porque son varias las leyendas sobre el origen de los talleres de escritura en el Río de la Plata.

Castillo me explica cómo son las entrevistas con los aspirantes a su taller, las listas de libros que les hace traer a sus futuros alumnos; me recita un párrafo de la Filosofía de la composición de Poe, habla del teatro de Esquilo y del Cuarteto de Alejandría.

—¿Cómo alguien es capaz de morirse sin haber leído los cuatro tomos de Lawrence Durrel? —se pregunta, me pregunta—, ¿cómo es posible vivir sin haber leído a Kafka, a Esquilo?

Yo no leí a Esquilo y con un inicio de culpa anoto el nombre en una hoja suelta que está sobre la mesa. Me propongo leer los cuatro tomos de Durrel antes de entrevistar a Castillo, si es que me da una entrevista, si es que no empezó él mismo con esta entrevista. Porque él habla sin necesidad de que le hagan preguntas, y aunque yo había preparado más de veinte preguntas centradas en la enseñanza en sus talleres, ahora me parecen insípidas, innecesarias, superfluas. Quizás las preguntas estén de más, no se me ocurre ninguna repregunta mientras Castillo habla de Hemingway y de Cortázar, de las corridas de toros, de la edad que tenía cuando escribió Israfel, de lo que él creía cuando era joven y que no se le ocurrió ninguna idea original desde los veinticinco años, de que intentó ser boxeador, de su pasado alcohólico y de cuando Buenos Aires era una fiesta, de las revistas de literatura que él fundó en los sesenta, de la época de la dictadura, de la necesidad inevitable, irreemplazable, incuestionable de la lectura.

Hace cuarenta minutos que está hablando y lo escucho en un estado parecido al trance. Ya no soy la periodista que quiere entrevistarlo. Soy una alumna que escucha hablar al maestro.

La felicidad de la lectura

—Muchos de los que empiezan a escribir —dice Castillo al teléfono— quieren que los lean. Eso está bien, pero yo les pregunto: ¿Ha leído usted a Tolstói, ha leído a Dostoiévski? No. ¿Ha leído a Sartre? Tampoco. Bueno, ellos también querían ser leídos. Para este año le he pedido a la gente de mi taller que traigan leído Los hermanos Karamázov. El que no ha leído Los hermanos Karamázov no entra a mi taller. Si después de unos años usted no tiene el espacio espiritual suficiente para que quepan los Karamázov en su cabeza, entonces tómese más tiempo, lea el libro de Dostoiévski y después hacemos todos los talleres literarios que usted quiera.

Lo interrumpo. Me quejo de las traducciones del ruso, de que no siempre da placer leer las viejas, malas traducciones a un castellano anquilosado, muchas veces traducidas del francés y no del ruso original.

—Un autor como Dostoiévski o Tolstói está por encima de las malas traducciones —dice un poco ofendido.

Se nota que no le gusta que lo interrumpan, pero enseguida retoma el diálogo —o el monólogo— con más impulso.

—Yo empecé de muy joven a leer a los clásicos. A medida que una persona crece, la lectura se vuelve cada vez más difícil porque el hábito de la lectura, por no llamarlo “la felicidad de la lectura” como alguna vez dijo Borges, se adquiere cuando uno es chico. Es muy difícil inducir a alguien a que lea si no ha leído en toda su vida o si tiene a la lectura como a algo aburrido, como algo que es necesariamente pesado u obligatorio. ¿Usted tiene hijos? Lo que le aseguro que daría buenos resultados es que le prohíba a su hijo leer determinados libros. Si se los prohíbe seguro que va a querer leerlos. Usted dígale: “De acá para acá podés leer, pero de acá para acá, no tocás ni un solo libro porque no son para vos”. Y ahí, en esa prohibición, usted le pone los libros que quiere que él lea. Yo me juego la cabeza de que él se va a trepar a las sillas, de que va a hacer lo imposible para no cumplir con la orden y desobedecerla. Y al desobedecer él va a aprender a leer. Porque si usted le dice a su hijo: “Quiero que leas este libro”, seguramente no lo va a leer. Cuando yo era chico no había televisión, lo que existía era la radio. Se escuchaba únicamente la voz y había que imaginar la cara, la altura del personaje, todo lo que había detrás de los tonos de la voz. Usted, que es muchísimo más joven que yo, seguramente ya creció con la televisión. La televisión empezó a excluir esa zona de la imaginación que está detrás y la lectura es justamente el hábito donde la imaginación trabaja con mucha más fuerza. Juan Forn me dijo una vez: “Lo que pasa es que mi generación creció con la televisión en el living”, y es cierto. Yo en 1950 tenía quince años y debe haber sido en el ‘55 cuando tuve la primera televisión propia. Esa es la mayor diferencia entre mi generación y la de usted o la de su hijo. Y además está la computadora, que ha eliminado no solo la capacidad de la lectura sino de la escritura, por el idioma absolutamente criptográfico que utilizan los chicos ahora para enviar mensajes, un idioma que está rompiendo las normas del lenguaje. No es tan grave en la medida de que no creo que nadie quiera leer a Dostoiévski en la pantalla de una computadora o de un teléfono. En ese sentido, creo que el libro es invulnerable, una invención que nació perfecta y que es casi la única que se conserva tal cual como nació.

Hace una pausa y pregunta:

—Hola, ¿sigue ahí?

Le aseguro que sigo aquí. Entonces, él prosigue.

—Yo llamo “familia literaria” a aquellos libros que cada autor debe sentir como esenciales para él, vale decir que mi familia literaria no es necesariamente la suya. Cada uno construye su propia familia literaria. El consejo que doy a los alumnos es que lean al autor que les gusta, sobre todo las autobiografías, los diarios, si los tiene, como en el caso de Kafka, André Gide, Léon Bloy. Y que se fijen en aquellos autores que cita ese autor. Si uno lee a Hermann Hesse y siente que es un padre espiritual, un abuelo espiritual, bueno, que se fijen en los autores que fascinan a Hesse y ahí se van a encontrar con Hölderlin, Novalis, Nietzsche, e incluso con músicos como Mozart y con músicos no wagnerianos. Todo esto crea una familia espiritual que a la larga es, sin duda, la única familia con la que puede dialogar un escritor. Y no implica el rechazo de aquellos escritores no vinculados a esa lectura.

Mientras Castillo habla, garabateo una de sus frases. Él interrumpe su relato y me dice —me reta—:

—No anote nada.

La birome cae con peso muerto sobre la mesa. ¿Cómo sabe que empecé a tomar notas? Además de haber inventado los talleres literarios, ¿también es capaz de escuchar a través del teléfono el ruido que hace una birome al escribir y caer sobre el papel a varios barrios de distancia?

Y entonces Castillo dice, haciendo un viraje de 180 grados en sus maravillosas digresiones y volviendo al principio, a la repregunta que no llegué a plantearle pero que él va armando de a poco como un subtexto secreto, como si ya conociera todas las preguntas y todas las respuestas:

—Inventé los talleres literarios en 1969.

Un invento argentino

Castillo me habla de la “invención” de los talleres:

—El taller literario es un invento argentino que aparece en los ‘70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria. Con la dictadura desaparecen las revistas literarias y son reemplazadas por los talleres. Hay un crecimiento real y notorio de la literatura argentina que está basado en los talleres. Han venido de España a preguntarme cómo doy mis talleres. Les dije que no hay ningún misterio, que esto es una reunión de escritores que leen sus textos y se critican entre ellos. El taller literario tomado estrictamente como un método de enseñanza es muy dudoso, porque no nació como un fenómeno cultural, educativo o pedagógico sino como un fenómeno histórico. Mi taller lo dan mis alumnos, funciona como una Gestalt: la palabra de los alumnos dirige la clase, yo me limito a dar orientaciones, pautas o claves de lectura. En realidad, lo único que hago es enseñarles, tal vez, a leer. Si de mis talleres sale un escritor es porque ya era un escritor cuando llegó. En lo personal yo busco que a mi taller vengan escritores en potencia, personas para las que la literatura es esencial y no adjetiva ni aleatoria. Es gente que si no escribe no logrará resolver su problema con el mundo. Tienen algo para contar y necesitan contarlo y el único instrumento que tienen para hacerlo es la palabra. Como le digo, a mi taller entran los que yo intuyo ya son autores de ficción, sin importar que sean buenos o malos, porque eso no se lo puede garantizar nadie. Hay escritores de raza que no son necesariamente buenos escritores y personas apasionadas por la literatura que sin embargo no llegan a escribir grandes libros. Son mejores lectores que autores. Es imposible saber quién distribuye talento en este mundo. Lo que alguien puede aprender, no ya en un taller sino en la vida y en los libros que lee, es a contar aquello que quiere contar, a traducir en una forma poética, ya se trate de un poema, un cuento, una novela o un drama, lo que tiene para decir al mundo o lo que ve de ese, su mundo. Eso sí se puede aprender en un taller, al lado de un escritor o en los libros que lee. Sobre todo se aprende de los propios errores.

—Abelardo es una de las personas más generosas que conozco —me dijo Liliana Heker cuando la entrevisté en su departamento de San Telmo—. Pero es de una generosidad peligrosa: todo lo que él sabe te lo da, prácticamente te lo tira por la cabeza. Es eso: o te mata o te vuelve escritor. A mí no me mató y aprendí, realmente, muchísimo. Nos reuníamos primero en el Café de los Angelitos y después en el Tortoni. Era un lugar donde, si alguien acababa de escribir un cuento, lo leía en esas reuniones. Venían Humberto Constantini, Miguel Briante y después, más adelante, vino alguien de mi generación que estaba empezando como yo y que era Ricardo Piglia. Ahí se generaba una discusión acerca del texto: en qué había fallado, qué funcionaba, qué se podía resaltar. Y después se armaban unas discusiones apasionadas. Éramos apasionados, despiadados, pero de esa pasión y de esa impiedad yo aprendí mucho. Supongo que todos los que fuimos a esas reuniones de los viernes a la noche aprendimos mucho. Aprendimos haciendo. Pero más allá de esas reuniones, recuerdo haber terminado un cuento y leérselo a Abelardo. O él terminaba un cuento y me lo leía. Es decir, estábamos acostumbrados a leernos lo que acabábamos de trabajar y a esperar del otro que le dijera qué le parecía ese texto. Así era continuamente, esa lectura y esa devolución aceleraron procesos. Yo siempre digo que todos esos procesos y el taller actúan como catalizadores. No sé si sabés lo que es un catalizador en química: es algo que ayuda a una reacción. Es decir —estamos hablando de química— la reacción se produciría de la misma manera pero tardaría mucho más. Cuando ponés un catalizador, esa reacción se produce más rápido. Seguramente esa experiencia —lo que para mí es un taller— hace que alguien que se está formando vea ciertas cuestiones que a lo mejor terminaría viendo mucho tiempo después, pero las ve de manera directa. En cuanto a mi propio taller vital que fue El escarabajo de Oro, el lugar físico era primero la casa de la tía de Abelardo Castillo, que era donde él vivía al principio. Con Israfel, él se puede comprar un departamento en Corrientes y Pueyrredón. El lugar donde nos reuníamos para trabajar en la revista era la casa de Abelardo y donde discutíamos de literatura eran los cafés.

En un viejo ejemplar de la revista El Escarabajo de oro —el n.º 43, de septiembre de 1971— encuentro un anuncio al final de una nota escrita por Daniel Moyano.

La nota de Moyano termina así: “Nadie responde nada, por creerlo imposible, pero sin duda con alguna esperanza todavía”.

Reinventar la pasión

Tenía razón Clara Anich —ex alumna de Castillo— cuando me dijo que el taller del maestro empieza ni bien él atiende el teléfono. Desde que lo llamé, hace casi una hora, Castillo me da, con su voz sonora y grave, una clase magistral de literatura. Lamento que se pierda en gran parte y para siempre, porque no se me ocurrió grabarla. Lo que detallo aquí es lo que pude rescatar de la memoria y a partir de algunas, pocas notas que garabateé tapando el tubo del teléfono, tratando de no hacer ruido para que Castillo no me retara. En una de sus pausas aprovecho para preguntarle qué consejo le daría a alguien que está por empezar a escribir.

—Una vez dije, en broma: Que desista, la va a pasar mucho mejor. Escribir es un destino como cualquier otro. Un escritor es un hombre como todos los demás —o hasta peor que los demás—, alguien que tiene a veces muchas culpas que pagar y que por eso escribe. Otra de las preguntas que me hacen seguido es cuál es la relación del escritor con la realidad. El mundo real es para vivirlo, las pasiones son para vivirlas. Cuando un sentimiento es muy grande e inmediato no existen palabras para expresarlo. No existe ninguna palabra en literatura para eso. La pasión pura no sirve para escribir. Hay que elegir, combinar, desechar, conseguir determinados efectos. Los grandes escritores, de Rilke a Quiroga, han aconsejado siempre no escribir bajo un estado emocional muy fuerte o sobre algo que nos conmueve demasiado. A la pasión hay que dejarla morir y después reinventarla, que es el único camino para llegar al otro. La realidad no se escribe. Se hace ficción sobre lo que queda o lo que faltó de todo eso. Se escribe sobre los deseos, sobre las culpas, sobre los sueños. Esa es la relación del escritor con la realidad. Cuando uno puede escribir sobre aquello que vivió es porque ya lo ha pulido el tiempo, porque ya no significa lo que significaba en aquel momento. Y muchas veces, siempre, el escritor debe mentir para que resulte verdadero. La realidad contada tal como fue no tiene ningún sentido en la literatura. Entonces, si alguien quiere escribir porque no tiene remedio, que se acuerde del consejo de Rilke, en La carta a un joven poeta: “En la hora más serena de tu noche, pregúntate ¿debo escribir? Si la respuesta es sí, que nada te lo impida. Es una pregunta que hay que contestarla en serio”. Aunque uno de los peores defectos de los escritores es que nos tomamos demasiado en serio. Un buen escritor es alguien que toma muy en serio la literatura pero no se toma en serio a sí mismo.

Le pregunto si se puede enseñar a escribir y si es posible aprender a escribir, que son cosas diferentes. Me contesta:

—Yo enseño a aprender. Se puede aprender a escribir. Todo escritor aprende a escribir. Se aprende de los que están alrededor suyo, no del profesor. El que aprende algo de mí solo aprende lo que me sirve a mí, qué libros debería leer esa persona de acuerdo con sus características, el tono de su prosa o los problemas que le preocupan, o cuáles libros leer en contra de esas características. En cuanto a aprender, se aprende solo. No me voy a poner a explicarle al alumno dónde va una coma o sugerirle yo una historia. Vengan o no al taller, escribir es un acto que se hace en soledad. Lo primero que le digo a alguien cuando viene al taller es: Si a usted lo que le importa es publicar, se equivocó de lugar. Si lo que le importa es buscar una aprobación, también se equivocó de lugar. Si alguien aprende algo, está referido al acto de escribir y no de ser famoso ni publicar. Yo descreo de los talleres literarios. Ahora tengo un solo grupo, preciso y menor. De pocos alumnos. En la primera entrevista les pido tres listas de libros. Y que lean Crónica de un iniciado, una novela que fui escribiendo durante treinta años. Siempre estoy reescribiendo. Nunca se termina de corregir un texto.

Castillo contesta a las pocas preguntas que le hago, pero enseguida su discurso sigue por otros caminos insospechados que él elige. Al final, me propone:

—¿Por qué no viene a mi casa y seguimos conversando? Justamente hoy inicio los talleres de este año. Venga a las 20:30. A las 21:00 empiezan a llegar mis alumnos. No suelen ser puntuales.

El sentido de la corrección

Antes de esa llamada a Castillo releí sus libros y las entrevistas que le habían hecho, buscando cualquier referencia a sus talleres de escritura. Entre esas notas está la de María Esther Gilio, que lo entrevistó en 1998 por segunda vez. Gilio comenta que en el primer encuentro, Castillo le había regalado su libro de cuentos El cruce del Aqueronte. Se trataba de un ejemplar que él había releído críticamente: en los márgenes y sobre las frases había pequeñas, ínfimas correcciones, algunas tachaduras que hacían desaparecer terminaciones en “mente”, palabras o frases enteras y flechitas muy prolijas que conducían de las palabras tachadas a sus sinónimos. Gilio se lo comentó a Castillo y él, algo cohibido, le contestó:

—Es casi como verlo a uno en ropa interior.

En esa segunda entrevista, Castillo afirmó:

—Yo nunca siento que lo hecho está terminado. Y no creo que la corrección pertenezca a la retórica, a lo que trivialmente llamamos “literatura”. Paul Valéry tocó ese tema de la corrección. Él decía que se trataba de algo que uno hacía con uno mismo, llevado por la pasión de acercarse a un modelo ideal al que nunca se llegará. Esto pertenece menos a la literatura que a una zona metafísico-poética. “Es un acto ético, más que estético”, decía Valéry. En definitiva se trata de aproximar ese original todavía indeciso, que está entre el ser y el no-ser, al modelo ideal que uno tiene en la cabeza mucho antes de sentarse a escribir. Uno publica solo por cansancio. Hay un momento en que no se puede más y finalmente llega el día en que uno pone todo en una carpeta y se la lleva al editor. Con lo cual no quiere decir que todo se acabó. Se trata de algo que solo se acaba con la muerte, perdonando lo teatral de la frase. Borges tiene una corrección que es ilustrativa. En la primera versión de un poema, decía: “Y fue por este río con trazas de quillango que vinieron las naos a fundarme la patria”. Y luego de hecha la corrección: “Y fue por este río de sueñera y de barro que vinieron las proas a fundarme la patria”. No solo es más fuerte, “quillango” es una especie de poncho indio, bastante alejado de nosotros. “Naos” es una palabra griega muy retórica, que a nosotros nos hace pensar en la Ilíada. Uno puede ver a las naves que, cortando el agua, se dirigen hacia la tierra donde se levantará la ciudad. Cambios así no se hacen únicamente para embellecer el texto, sino para darle el sentido que uno quiere que tenga. Faulkner decía que si un día llegaba a alcanzar esa perfección, ese ideal al que cada vez aspiraba quien escribía, solo restaba cortarse la garganta. Por eso mejor no alcanzarlo nunca. Recuerdo a Bioy Casares que, hablando del deseo de bellas mujeres, decía: “Lo terrible es que esos deseos, ¡ay! a la larga, se cumplen”.

Clara Anich me habló de los niveles de corrección que se trabajan en el taller del maestro:

—Escribir es sobre todo un trabajo con el lenguaje. En el taller de Abelardo, primero cada uno leía su texto y el resto tomaba notas. Abelardo habla de tres niveles de análisis. Estas son cosas que él explicaba una sola vez y después ya se habilitaba la crítica en ese sentido:

Nivel del lenguaje

. Hay un primer nivel en el lenguaje, más bruto, que es percibido por su sonoridad; si pensás, por ejemplo, en las cacofonías, en las rimas internas, en los tiempos verbales.

Nivel de la estructura

. Tiene que ver con los personajes y con la verosimilitud del texto.

Nivel de sentido