Viento del Este - Liliana Villanueva - E-Book

Viento del Este E-Book

Liliana Villanueva

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Todo viaje es una forma de adaptarse y adoptar, por un tiempo, otros aires, otras costumbres. Viento del Este es el relato de una madre que viaja a China para encontrarse con su hijo y se deja adoptar por la familia china que la recibe. Pronto el viaje inicial se transforma en una serie de descubrimientos inesperados: los caminos de pueblos la llevan a la China de Mao, las autopistas modernas la acercan a la ciudad de Confucio, a ciudades de piedra, a jardines congelados. Este libro es una invitación a un mundo alejado del turismo, en una narración que convierte el natural extrañamiento de lo cotidiano en material literario. Liliana Villanueva nos invita a descubrir China desde la sorpresa y la maravilla de lo nuevo, lo extraño, lo lejano, de la mano generosa de una familia china.  

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Viento del Este

 

 

Liliana Villanueva

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaDedicatoriaEpígrafeViento del EstePrimera parte. El sueño de Foshán29 de enero 2018El sueño de Foshán31 de enero por la mañanaLo distinto, lo extraño, lo exóticoLa familia chinaEn el parque de AsiaPerdida en Foshán1 de febrero 2018,Lo gelatinoso, lo blando, lo crocante1 de febrero por la tardeInstrucciones para cerrar el cierre de una botaUn jardín chino en mi interior2 de febrero al mediodíaEn la voz de Max2 de febrero por la tardesábado 3 de febrero por la mañanadomingo 4 de febrerolunes 5 de febreroSegunda parte. Viaje al Nortecerca de Jĭ-Nīngmartes 6 de febrerocamino a ZāozhuāngZāozhuāng, 6 de febreroZāozhuāngEn la China profundaTucheng, un pueblo de ShandongZhengzhou o Tengzhou, 7 de febrero por la nocheen el hotel en ¿Tengzhou?Zhengzhou, 8 de febreroen alguna ciudad de ShandongZhengzhou o TengzhouLa ciudad de ConfucioTengzhou, viernes por la tardetodavía en Tengzhou, sábado 10 de febreroViejos suicidasZaozhuang, sábado 10 de febreroMe parece chinoZaozhuang, 12 de febreromartes 13 de febreroCinco millones de pueblos chinosmiércoles 14 de febreroEl Gran Míster HuóZaozhuang, 14 de febreroLa ciudad de piedraZaozhuang por la nocheHojarasca de Año Nuevo chinoviernes 16 de febreroLarga vida al ordenEl Che en ChinaNotas sueltas en mi cuaderno18 de febrero por la mañanaLas despedidasLa autopista al Surlunes 19 febreroFoshán, lunes 19 febrero por la nocheMartes 20 de febreroUn bosque de durazneros en florPescado vivoViajes, abrigos, mantasSobre la autoraLiliana Villanueva en Blatt & RíosCréditos

 

 

 

 

对于我的儿子来说

爸爸李刚 和 妈妈小兰

是 非 常 好的父母

 

para mamá XiaoLan y papá Li Gang

por ser tan buenos padres

para con mi hijo

 

 

 

 

Levántate y camina, perturba el rocío.

frase tradicional china

Viento del Este

El mundo se divide entre personas que adoptan y personas que son adoptadas, aunque a lo largo de la vida uno va pasando de un rol a otro según el momento, el lugar o las circunstancias. Yo adopté a un ruso, a dos francesas y a una iraní en Buenos Aires, además de a una alemana en Dakar y a una japonesa en Madrid. Y me dejé adoptar por los padres chinos de mi hijo.

Cuando tenía quince años mi hijo Max decidió pasar un año en China, estudiar en una escuela china y vivir con una familia china. La Organización de intercambio prohibía explícitamente a los padres visitar a sus hijos en el lugar de destino. A fines de enero de 2018 viajé a Foshán, la ciudad del Sur en la provincia de Guangdong que le había tocado en suerte, aun sabiendo que podría verme obligada a quedarme un mes sola en una ciudad desconocida, sin hablar el idioma y sin poder verlo. Si no hubiera sido porque, como yo, los padres chinos se saltaron las reglas y espontánea y generosamente me adoptaron, esta historia habría sido muy distinta; ellos me invitaron a pasar las Fiestas de Año Nuevo chino en la provincia de Shandong con la familia en el Norte, me llevaron a pueblitos, a jardines, a ciudades de piedra, a la ciudad de Confucio. Es a ellos, a mamá XiaoLan y a papá Gang, a quienes dedico este libro.

¿No es el viaje una manera de adaptarse y adoptar, aunque sea por un tiempo, otros aires, otras costumbres? Viajar es experimentar una invalorable porción de vida que compartimos con extraños, personas ‘otras’ que se vuelven cercanas, amigos, familia por adopción, y que pasan a formar parte de nuestra propia historia. Viajar es también dejarse ir para convertirse en una mejor versión de sí mismo. Cuando viajamos somos otros por algún tiempo, viajar es haber estado lejos y volver distinta. Un viaje te puede cambiar la vida.

“Uno de los hechos capitales de nuestra historia es el descubrimiento del Oriente”, escribió Borges en su prólogo a La descripción del mundo de Marco Polo; cada viajero repite y confirma ese descubrimiento y lo transforma en su sueño personal del Oriente, en una nueva versión imaginaria del mundo. Este libro guarda toda la subjetividad de la mirada de alguien que se encuentra con esa cultura tan distinta por primera vez y que, por la magia del viaje, se transforma en niña, una niña-madre que acompaña y es acompañada. En estas páginas aparece también la voz de mi hijo a la manera de monólogos, él me cuenta (y nos cuenta) sobre su experiencia en la escuela, en los techos de los edificios de más de cuarenta pisos, en la noche de China. Es la mirada de un chico de diecisiete años en su particular encuentro con el ‘Oriente’, como decía Borges, “esa palabra espléndida que abarca la aurora y tantas y famosas naciones”.

¿Cuándo empieza el viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que me cambió y cambió mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta? ¿Fue en el momento cuando compré el pasaje o en el encuentro con Miao, la pastelera china de Río perdida en el aeropuerto de Dubái, a quien ‘adopté’ por unas horas? ¿Fue cuando nuestro avión –nótese el plural– aterrizó en la noche de Guangzhou y entonces ella, con su conocimiento del terreno y del dialecto cantonés, me ayudó a encontrar un taxi para salvarme de peores destinos? El lugar cambia al viajero y lo transforma. Como decía Nicolas Bouvier: “Uno no hace el viaje, el viaje lo hace a uno”.

Quizás este viaje se hizo real en el primer encuentro con mi hijo en Foshán, la ciudad que se convirtió en mi casa por algún tiempo, y lo vi tan alto y tan distinto, tan desenvuelto y libre, hablando en chino como si fuera lo más natural del mundo. Contenta de que hubiera tenido tanta suerte con sus padres de destino, le dije:

—¡Al fin una familia normal!

Y él, como si acabara de leer Anna Karénina me contestó, con su voz grave:

—Má, no hay familias normales.

Primera parteEL SUEÑO DE FOSHÁN

 

 

 

 

29 de enero 2018

en algún lugar del cielo de Asia

 

No se trata solamente de una cuestión de distancia, eso sólo explicaría el cansancio, dos días enteros con sus noches perdidos en aviones, en salas de aeropuertos, una corta noche en un hotel en medio del desierto, Arabian Nights y esa nada entremedio, ser parte de la materia que constituye el no-viaje, el no-lugar entre el puerto de partida y el deseo de llegar a destino. Lo único real es el desierto ahí abajo, la arena fina de los relojes, el tiempo que se diluye entre mis manos sin horas, el paisaje vacío y el sol un espejo ciego en las aguas del Mar de Arabia. Y la sensación de no avanzar, de estar quieta entre las nubes y no llegar nunca, nunca. Dos millones de personas surcan el cielo por encima de la Tierra en este mismo momento, no tenemos gobierno ni territorio alguno, nuestra geografía es un mapa efímero de nubes cambiantes que se diluyen en días sin horas mientras las azafatas, Diosas del Sol y de la Luna, Reinas del Sueño y de los desayunos a cualquier hora, van y vienen, apagan y encienden las luces del avión para imitar el ritmo de los días y las noches y descubrir que el tiempo es un cielo azul profundo, ese azul que antecede a las noches de la infancia, las veredas amplias de la mano de mi madre cuando me dejaba quedar despierta hasta tarde y el frescor de la tela de su vestido floreado que me acariciaba la cara. Y éramos cielo y teníamos que hablar despacio, en murmullos, para no despertar al gran animal dormido que vive en este vacío que ahora ella habita.

No tiene que ver con el tiempo ni con la distancia sino con el punto de vista. Sobrevuelo algún punto del cielo de Asia, trato de ubicarme en el plano de la compañía aérea donde el planeta es una bergamota aplastada con centro en Dubái. En el Norte (donde debería estar Escandinavia) está Dakar, en el extremo Sur está Auckland aplastada por Australia, que es una isla pequeñita si se la compara con la inmensa Península Arábiga. A su lado, África se apoya sobre el Índico como una almohada. En el otro extremo de la hoja, un dibujo de formas troqueladas en pop-up como en los libros para chicos, Buenos Aires se recuesta sobre un Chile horizontal y plano como un tatami. En esta caprichosa versión de la Tierra, China todavía es lo suficientemente grande como para dar una idea de su vastedad.

Desayunamos a las dos de la mañana hora de Brasil, en Dubái ya son las diez, en China es mediodía y hacia ahí voy, hacia la noche. Viajo sin centro y sin Norte al Reino del Medio, viajo al Oriente, a lo desconocido y también a mi propio centro que no depende de geografías ni de mapas de compañías aéreas porque el centro de mi mundo está ahí, donde se encuentra mi hijo.

 

* * *

 

Cuando en la escuela de Berlín donde estudia mi hijo preguntaron quién estaría interesado en pasar un año en el extranjero, él fue el único que levantó la mano. Max vivió en Argentina, Uruguay, Israel y Alemania, y desde antes de empezar a hablar tuvo una ñaña de Siberia que le enseñó a cantar canciones rusas. Si la intención era aprender un idioma nuevo había que descartar los idiomas que ya conocía, lo que incluía a España y Latinoamérica, a los países de habla inglesa y a Rusia.

Cuando se acercaba la fecha de la partida aún no tenía destino. Entonces, él mismo se planteó qué era lo que quería.

• No quería ir a un país del Primer Mundo.

• El idioma y la cultura debían ser un desafío.

• Quería vivir una experiencia que recordara por el resto de su vida.

El único país de la lista que cumplía con esos requisitos era China, pero lo que nunca imaginó es que China no sólo pertenece al Primer Mundo, sino que es el mundo del futuro.

Nos enviaron una dirección en Dongfeng, una ciudad en la “puerta oriental de la Ruta de la Seda”. Dong-Feng significa literalmente ‘Viento del Este’, pero no era ahí donde vivía su familia de destino sino su “padrino chino para la ley”. Entonces llegó un largo formulario relleno con los datos de la familia Lǐ en Foshán, de la provincia de Guangdong en el Sudeste de China. Foshán, cuna del Kung Fu, es una ciudad de más de siete millones de habitantes en el delta más poblado del Río de la Perla, donde además de chino mandarín se habla cantonés.

XiaoLan, la madre de recepción, era profesora de chino en la escuela secundaria donde Max iría a clases; el padre, Lǐ Gang, trabajaba como administrador en la misma escuela. Ambos eran apasionados de la fotografía y su único hijo, MinHao, de la misma edad de Max, había anotado en el casillero de ‘hobby’: “lectura silenciosa”. Adoré a esa familia mucho antes de conocerlos.

 

* * *

 

Mi teléfono se conecta con el wi fi de la compañía aérea y en la pantalla empiezan a aparecer mensajes acumulados, siete mails de la Organización exhortándome a volver a casa, quince mensajes de texto, en gran parte en mayúsculas, de una tal Hannah de Hamburgo:

“Usted NO PUEDE, NI DEBE, visitar a su hijo en China”.

“Hemos recibido UNA QUEJA de los padres chinos por no haber sido avisados de su vuelo”.

“Usted debe volver INMEDIATAMENTE a su país”.

Y así.

Mi risa resuena en todo el avión. Pero no me lo tomo tan a la ligera como parece; estoy preocupada, no quiero crearles problemas a los padres chinos. Todo es muy confuso y quizás no llegue a ver a Max. El avión avanza entre las nubes, ya nada de lo que me digan importa.

Contesto en alemán:

Estimada Hannah, fui invitada oficialmente por el Instituto Cervantes de Shanghái a dar una conferencia sobre “Viajeros al Oriente”. Sería poco natural, y hasta descortés, no visitar a la familia que generosamente da cobijo a mi hijo. Además, mi valija está llena de regalos para los padres y el hermano chino.

Lo de los regalos y la invitación es cierto, pero el viaje a Shanghái no es seguro. Son fiestas y todos están de vacaciones.

Llega un mail de vuelta. Las expresiones ‘invitación oficial’, ‘conferencia’, ‘Instituto’ y ‘Cervantes’ han surtido efecto. Pero los alemanes, aunque tolerantes, son inflexibles, y esta Hannah no hace sino confirmar mis prejuicios. Me envía un formulario de diecisiete páginas que debo rellenar con los lugares de mi estadía, horarios, hoteles. Y la orden: “DEBE SER APROBADO por los directores de la Organización ANTES de que usted aterrice en Guangzhou!!! Así, al menos, cumplimos con el protocolo”.

En la ventanilla del avión aparece la nieve, todavía eterna, del Himalaya, el sol dibuja una línea de fuego sobre la cadena de montañas y le otorga una consistencia metálica. ¿Cómo voy a rellenar formularios y perderme este espectáculo?

Me llega un mensaje de Max vía WeChat. No tiene ganas de viajar al Norte, quiere quedarse en Foshán conmigo.

Mamá, los 150 chicos extranjeros en China te aman. Sos la única madre que se saltó la prohibición de visita. Mis dos amigas italianas quieren conocerte y que te emborraches con ellas.

Suena el teléfono. Es Jan, el padre de mi hijo, desde Berlín.

—Los de la Organización están histéricos. Una tal Hannah me está bombardeando desde ayer con mails, me llama a cada rato. —Hace una pausa y agrega—: ¿Estás volando a China? ¡Qué divertido!

Las cumbres doradas del Himalaya desaparecen y mi teléfono enmudece. El avión acaba de entrar en el espacio aéreo de la República Popular China, estoy al otro lado de la Muralla Digital China. Desconectada, no puedo responder mensajes ni rellenar formularios. Mi único plan es ver a mi hijo al menos una vez antes del viaje al Norte, caminar por los senderos serpenteantes de los jardines chinos y emborracharme con dos chicas italianas.

 

* * *

 

Son pasadas las diez de la noche cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Guangzhou. Miao, la pastelera china de Río que conocí en Dubái, ya pasó el trámite de migraciones y me espera al otro lado de los controles para darme una mano con el taxi. Miao me previno: “China es un país seguro. Si no te metes en política ni te subes a un taxi, nada malo va a sucederte”.

Ya con las valijas fuera del aeropuerto, Miao arregla y desarregla con taxistas ávidos de yuanes, se hace la ofendida cuando le dicen el precio del viaje, apura el paso y me dice que son unos vivos, se aprovechan porque me ven extranjera. Ayer por la noche ella parecía una niña perdida y muda, ahora camina como la jefa de personal del aeropuerto. Su tío, que vino a buscarla en auto, nos sigue con las valijas. Al fin cierra trato con un taxista con pinta de prófugo recién escapado de una cárcel.

El hombre guarda mis valijas en el baúl mientras Miao saca una foto de la patente para mayor seguridad. Esa misma noche llamará a los padres chinos para preguntarles si llegué bien a Foshán. Es el momento de la despedida y por un instante querría seguir viaje con ellos, instalarme en el auto del tío y pasar la noche en algún pueblito costero con casas de piedra y un pequeño puerto donde retumban las olas del Mar del Sur de China mientras la luna ilumina las velas de los barcos pesqueros. Pero es tarde, mi hijo me está esperando y tengo que seguir mi camino.

El sueño de Foshán

Miao, hasta ahora mi único puerto seguro en China, quedó atrás. Entramos a la autopista y empieza a llover, es una lluvia de gotas gruesas que convierte el parabrisas en una cascada de inútil belleza, las luces de los semáforos y de los puestos de peaje se borronean en pinturas psicodélicas sobre el vidrio empañado. Llegué al otro lado del planeta, he dormido tres horas en dos días y mi cuerpo tiembla de cansancio y de frío.

El limpiaparabrisas vuelve a crear la realidad de nuevo pero la insistente lluvia la borra una y otra vez y anula todo contorno fijo. Lo único que parece más o menos real es la pantalla del GPS sobre el tablero, un plato rectangular y plano de espaguetis brillantes, conexiones de autopistas enredadas, enredaderas que se cruzan en una salsa luminosa de números y caracteres chinos que cambian de lugar y se modifican a cada instante. En algún punto de esa realidad tecnológica está Foshán. Ahí está mi hijo. Y me espera.

Estoy en China, me abrazo a mí misma para no temblar de emoción y de frío, abrazo este cuerpo que no parece mío. El auto y el movimiento me arrullan, hace dos días empezó el viaje y todavía no llegué del todo. Pero estoy tan cerca, atravesé medio planeta y todavía tengo fuerzas, a pesar de mi inoperancia llegué y falta muy poco, este es el último tramo, no debo quedarme dormida por ningún motivo.

Para darme fuerzas y porque no puedo creerlo me repito: ¡Estoy en China!

El taxista me observa por el espejo retrovisor. Prende un cigarrillo sin preguntar siquiera, abre la ventanilla y acelera. La lluvia entra empujada por la velocidad y el viento, llega hasta mi asiento y me salpica la cara pero no me quejo, el agua helada me despierta. No hablo chino y perdí toda autoridad, no sé dónde estoy ni adónde me llevan. Estoy en sus manos: el taxista lo sabe. Me muevo en su territorio de luces y autopistas, en la oscuridad de un paisaje inexistente. Más allá de la ruta hay un inmenso y negro vacío, el tipo acelera y la lluvia golpea más fuerte. A la derecha, un interminable e hipnótico paisaje de camiones, unos pegados a los otros como en un tren infinito y rápido, las ruedas superan en altura el techo del taxi, el movimiento centrífugo aplana la lluvia sobre el asfalto. El taxista-preso-reformado adelanta temerario y se escucha un estruendo de cláxones y bocinas que se suman al ruido de las ruedas y del limpiaparabrisas.

Además de fumar, el tipo habla por teléfono. Habla con dos personas al mismo tiempo. Desde el iPhone del tablero se escucha la voz ronca del que parece ser su jefe, la foto del tipo en la pantalla no deja lugar a dudas, es el capo de la mafia de los taxistas, llama desde la cárcel, desde su celda le da indicaciones sobre el estado de las rutas. Pronto le dirá dónde doblar, le dará instrucciones de cómo y en qué lugar parar el auto para robarme el pasaporte y todos mis yuanes, las cajas de alfajores que traje de regalo. Acabará conmigo pronto, quizás tienen piedad de mí y no me matan, el taxista me dejará en la banquina, tirada en un campo de arroz inundado de lluvia helada.

En su oreja izquierda tiene pegado su teléfono privado, está en altavoz y se escucha una vocecita de mujer, seguramente su novia o su amante. Al taxista le cambia la voz cuando habla con ella, por el tono se la nota triste o deprimida y él la consuela. Además de ex-criminal es bipolar y tiene una personalidad esquizo. No entiendo una palabra de chino pero me hago la película, el taxista le dice que pronto volverá a casa y le llevará mis yuanes, los que logré conseguir con mucho trámite y esfuerzo en la única casa de cambio que los vendía oficialmente en Buenos Aires. Pero a ella no le interesa la plata, está deprimida y se va a tirar desde el piso veinte, el ex-preso taxista le da una pitada a su cigarrillo y la consuela, además de ser una chimenea, con ella es capaz de dulzura, le dice que la ama, que la vida es bella.

El jefe de la mafia también fuma todo el tiempo en su celda. Dice: “¿Wei? ¿Wei?”.

El ex-preso esquizo se da vuelta y, altivo, me habla con tono amenazante, se le nota el desprecio en la voz, soy una tonta, no hablo chino y encima le hago perder su valioso tiempo lejos de su amante. Señala su GPS y me dice, o entiendo que me dice, que la calle de mi hotel en Foshán no existe. Y como le doy mucho trabajo y su honor de taxista chino se lo exige me sube el precio, cuenta yuanes imaginarios con los dedos y empieza un juego en el que sé que tengo todas las de perder, no conozco las cartas ni sé barajar la situación y ni siquiera sé a cuánto está hoy la cotización del yuan. La única noción de precios que tengo es a partir del arreglo que hizo Miao, en comparación con lo que habría costado el pasaje de metro. Hago cuentas, el tipo me está exigiendo cuatro veces el valor del pasaje en subte, tiene su lógica. Le digo que está okey, hasta cinco veces el valor del subte, aceptaré. Seis es el límite. Claro que eso no se lo digo, aparte de que no entiende inglés. El taxista parece contento pero veinte kilómetros más tarde me vuelve a subir el precio.

—No more money —digo meneando con la cabeza y haciéndome la dura mientras desvío la vista hacia el vacío, hacia la oscuridad que ahora parece haberse convertido en una tumba más allá de la ventanilla y de la lluvia.

Intento mostrarme digna, inaccesible pero magnánima, esquivo la noción del miedo que me ataca, la sensación de estar enferma. Debo tener algo de fiebre, mis cachetes están calientes. Me caigo de cansancio y de sueño pero me mantengo despierta con todas las alarmas encendidas. Si me durmiera sería una presa fácil, sería mi fin, lo mismo si me mostrara transigente con el nuevo aumento de precio. El tipo me mira con odio pero no vuelve a insistir. Por el momento.

Avanzamos a toda velocidad a través de una cortina de agua, el ruido de las ruedas que patinan sobre el asfalto, el limpiaparabrisas con su ritmo nervioso no da abasto. Nos rodean cientos, miles, quizás millones de camiones, transportan mercancías de todo el planeta, en las lonas plásticas cientos, miles, millones de propagandas de alimentos, dulces, yogures, comida, petróleo, camiones largos como barcos de carga, contenedores inmensos. Pasamos sobre un río (una caverna), las venas oscuras del Gran Delta de la Perla nos rodean desde la oscuridad absoluta.

En cualquier momento el tipo atraviesa la autopista en diagonal hacia la derecha, estaciona en la banquina, me apunta con un revólver y me hace salir del auto. Me saca la cartera y los dos pasaportes, me deja sin mis valijas. Me aferro con las manos al asiento mientras lo miro de costado sin que se dé cuenta: el tipo es flaquito pero tiene fuerza. Lo veo, arrastrándome de los pelos por la ruta, levantándome en el aire sobre la baranda en el cruce con otra autopista, tirándome al vacío. Si sobrevivo tendré que pasar la noche bajo el puente, herida y sin mis cosas. Empapada pero con un resto de dignidad haré dedo bajo la lluvia fría, las ruedas inmensas de los camiones levantarán olas de agua sucia y me empaparán aún más, y llegará la mañana y estaré interminablemente sola, abandonada en medio del tránsito más asesino del próspero Sur de China.

Los únicos caracteres que sé de memoria son los de la ciudad de Foshán, 佛-山, Fo-Shán. Según el traductor significa ‘montaña de Buda’. A esta hora de la noche sólo quiero llegar a la montaña de Buda, a mi hotel que se llama ‘El sueño de Foshán’, quiero alcanzar la cima de la montaña, perderme en las mesetas de las altas cumbres, amplias y planas como una cama King; llevaré la lejanía en mí y registraré el silencio para después conectarme a un wi fi y llamar a mi hijo. Quiero poder decirle que llegué bien, sana y salva, y mientras escucho su voz suave y tibia como una casa cerraré los ojos aliviada mientras en el fondo, detrás de la ventana, el viento del Este con su suave arrullo de lluvia sacudirá vidrios y cortinas y blackouts y me susurrará una canción de cuna.

Durante un segundo estuve a punto de dormirme. Abro bien los ojos, parpadeo varias veces para despertarme y entonces lo veo, a la derecha. Es un cartel inmenso con los caracteres de Foshán, 佛-山, Fo-Shán, ahí está mi montaña de Buda, reconozco sus formas, el contorno concentrado y limpio de los pictogramas impresos sobre la pintura reflejante.

Le señalo el cartel al taxista y le doy órdenes en inglés de que tiene que salir de la autopista. Pero él ni me mira ni me entiende, es de los que sólo creen en lo que dice su GPS y sigue el fluir del tránsito. Le toco el hombro suavemente, insisto con que debe girar a la derecha, le señalo otra vez el cartel y grito: Fo-Shán. El tipo se da vuelta dos segundos y me mira como si me hubiera vuelto loca. Quizás esté loca pero no importa, no sé si en China funciona la premisa de que el cliente siempre tiene la razón. Al menos logré poner inseguro al taxista porque desacelera, los camiones frenan alrededor, los camioneros tocan bocina y putean desde las alturas, los ecos de los cláxones retumban en la lluvia y a último momento, cuando la autopista se bifurca en dos direcciones, el taxi se mete, casi estaciona, en el triángulo en el medio. El auto tiembla sobre las anchas franjas blancas y negras, el motor todavía encendido carraspea en medio de la isla triangular, en su celda de viento, es un viento provocado por los camiones que no dejan de asediarnos con sus ruidos y sus quejas. Estamos a punto de provocar un accidente de tráfico de consecuencias insospechadas.

El taxista se da vuelta, me señala con el dedo índice con olor a nicotina que sacude amenazadoramente a tres centímetros de la punta de mi nariz y me da un discurso en chino como a una nena que se porta mal. Con gestos me dice, entiendo que me dice, que si doblamos a la derecha es un desvío y por eso me va a cobrar todavía más. Ya no me importa, van cinco pasajes de metro, afirmo con la cabeza y el tipo acelera, mete el taxi entre los camiones en un nuevo concierto de bocinazos y ya estamos en la ruta que hace una gran curva hacia la derecha, hacia un cielo que centellea en luces enloquecidas como un arbolito de navidad.

Otra vez un cartel con los caracteres amables, 佛-山, Fo-Shan, son mi única guía en la noche de China. Veinte minutos más tarde la autopista se abre hacia la salida y no soy yo la que estoy llegando sino que es la ciudad la que llega a mí y se acerca aceleradamente a mis brazos. Ahí está la alfombra mágica de luces, y entre esas luces está mi hijo. Ya falta poco, ya falta nada.

Avanzamos por una gran avenida, el taxista vuelve a llamar a su jefe. El mafioso se muestra preocupado, parece que no encuentra la calle de mi hotel. Le alcanzo al taxista mi mapa de Google, lo imprimí sobre papel con la última tinta cian que me quedaba en la impresora que anda mal, el tipo mira el papel lavado y no entiende nada, los nombres chinos de las calles están en la traslación al inglés de Google y no en caracteres chinos. El taxista putea, o me parece que putea, estaciona el auto en una avenida con ficus inmensos de hojas brillantes y le pregunta a alguien que pasa por la amplia vereda. Estoy maravillada por las luces y las lámparas de diseño, por los brillos y las torres de vidrio que surcan el cielo, ha dejado de llover y todo es nuevo y fresco y tan distinto, las avenidas perfectas, los árboles relucientes recién plantados, las hojas se balancean tranquilas con paciencia budista y milenaria.

Damos vueltas por la ciudad dormida y al fin llegamos a la avenida donde debería estar mi hotel, mi sueño de Foshán. Hace más de dos horas que partimos del aeropuerto y es casi la una y media de la noche. El taxista para el auto en medio de una calle no transitada, deja la puerta abierta y corre apurado hasta una garita a la entrada de un estacionamiento donde una chica muy abrigada ocupa todo el espacio. El tipo le muestra mi plano con los datos del hotel, ella dice que sí con la cabeza y señala algún punto en la oscuridad, al fondo de una calle sin salida. Sí, sí, sí, dice el taxista cuando se acerca al auto, abre la puerta de la baulera, saca mis valijas, las tira en un charco y me exige la paga. Todavía insegura de estar en el lugar adecuado le pago, y en menos de lo que parpadea un tigre, el tipo se va rajando con su taxi hacia los brazos de su amada.

Hace un frío de morirse y mi hotel no está por ningún lado. Inicio una conversación en inglés con la chica de la garita pero no habla inglés, me sonríe y señala en la oscuridad al final de la calle sin salida. El traductor de su teléfono me dice, en inglés americano: “Siga hasta el fondo”.

Sigo hasta el fondo, hasta la oscuridad sin fin de este viaje, llego a la última entrada de las tres torres pero son edificios de viviendas, imposible que en esta calle exista un hotel. Vuelvo a la garita cargando mis pesadas valijas, las ruedas rompen el silencio de la noche y pronto van a tirarme tomates y huevos podridos desde los balcones. No hay ningún hotel, le digo a la chica abrigada, hay solamente apartamentos de viviendas, cientos, miles de apartamentos. La chica insiste, le pido disculpas, ella también se disculpa. Su traductor me dice que no puede salir de la garita para acompañarme, lo que haría con gusto si no estuviera prohibido. Me dice que vuelva a intentarlo. Vuelvo, como un Papá Noel desorientado y solo hasta el fondo de la calle, me quedo esperando en la entrada frente a la puerta de vidrio cerrada. Adentro, en el elegante palier, hay un sofá de cuero negro vacío y amplio como una cama. Con qué ganas me tiraría a dormir ahí para descansar de dos días de aviones en este interminable viaje hacia la oscuridad y la noche.

Mi salvador, el genio de la lámpara, es un muchacho que a esta hora, casi las dos, reparte comida a domicilio. Entre los cientos de timbres encuentra uno chiquitito que dice, en chino y en inglés: Foshan Dream Apartment. ¿Cómo no lo vi antes? Estoy a punto de abrazarlo pero respeto las distancias para no asustarlo. Sonriendo me dice que lo siga, lo sigo como una sonámbula, el muchacho me ayuda con la valija. Entramos al salón con el sofá que podría haber sido mi cama por una noche, detrás del palier están los cuatro ascensores. Una de las naves espaciales de aluminio, espejos y brillos nos lleva con una velocidad inusitada hasta el piso 31, el último de la torre. La puerta se abre y entre decoraciones de Año Nuevo aparece un cartel que dice ‘Apartment’. Con una mínima reverencia le doy las gracias al repartidor de comida y me disculpo también por las personas a las que se les enfrió la comida. El muchacho ríe y dice que no importa. Y me desea, o entiendo que me desea, un buen descanso.

En la recepción hace igual de frío que en la calle, treinta y un pisos más abajo, pero es otro frío, un frío arisco y ventoso de montaña. La recepcionista está abrigada con una campera de plumas, del cuello asoma un pullover de peluche blanco y suave como su voz suave. Tampoco habla inglés pero ubica su iPhone entre nosotras mientras intenta leer mi pasaporte y busca en la lista de las reservas mi nombre, que no encuentra. La chica le habla en chino al micrófono de su teléfono, otra voz de mujer traduce al inglés: “¡No tiene usted una reserva en nuestro hotel!”. Le hablo al teléfono, a partir de ahora tendré que hablar sólo con teléfonos, digo mi nombre y una voz dulce de mujer habla en chino por mí, transforma mi apellido en una interminable oración hecha de sílabas con acento norteamericano. Repito la pronunciación correcta y realmente parece otro idioma. De repente soy una chica de cinco años que empieza la escuela y silabea su nombre, Li-li-aa-naa—Vi-lla-nu-e-vaa… La chica me mira sin entender nada. Como yo, está muerta de cansancio; como a mí, se le cierran los ojos de sueño. Pero hace su trabajo, mira mis labios y repite aplicada: ¿Li-Li-Làn-Li-Lá?

Al final me alcanza la lista de reservas para que yo misma busque mi nombre. Entonces veo que me han anotado como Li-Lián. Claro, en China se escribe primero el apellido y después el nombre, y el mío es, de todas maneras, impronunciable y demasiado largo para los chinos. Me han anotado como la señora Li (como los padres chinos de mi hijo, como media China) y han descartado por completo mi tan español apellido.

Son las dos de la noche cuando al fin entro a mi habitación del piso 31 (treinta y uno, no conté mal). Estoy en una nube por encima de los techos, de la ciudad de luces. Le envío un mensaje a Max pero no contesta, quizás se quedó dormido o está en una autopista viajando hacia el Norte de China con su familia. Pero al fin llegué, estoy en Foshán en una habitación limpia, un poco fría pero limpia y el milagro es estar aquí, en mi cápsula espacial suspendida entre las nubes. También es un milagro que el adaptador de mi teléfono se adapte sin problemas a los enchufes chinos, después de horas sin batería se abrazan como grandes amigos.

Salgo al balcón protegido con una fina mampara y me miro las manos, todavía están las marcas de los pastos y malezas que crecen en las macetas de mi terraza, en el verano del otro lado del planeta. Me parece insólito que las huellas de mi terraza también hayan llegado conmigo hasta este balcón entre las nubes. Y cuando vuelvo a entrar a la habitación mi teléfono despierta, entran todos los mensajes acumulados desde que crucé la Muralla Digital China. El timbre del teléfono suena distinto, con una música nueva. Atiendo y escucho la voz de mi hijo que me dice que está muy feliz de que haya venido a China a visitarlo. Y que sus padres chinos también están contentos de que haya llegado bien. Mañana por la mañana me estarán esperando para darme la bienvenida.

—Con el viaje al Norte no hay problema, má —me dice—. A mis padres chinos les gustaría mucho si venís con nosotros.

31 de enero por la mañana

Abro los ojos después de una noche demasiado corta, el aire frío de la mañana entra, luminoso y claro, por la ventana, un cielo gris de nubes bajas augura lluvias y más frío. Dormí cinco horas exactas en mi habitación-cápsula y el jet lag ocupa cada parte de mi cuerpo pero no lo llena, estoy colgada en el aire, sin raíces, a treinta pisos por encima de la calle. Como en Rusia, aquí a la planta baja la llaman ‘primer piso’.

Después de una ducha caliente me pongo en capas todo el abrigo que traje. Salgo de mi cápsula al amplio pasillo desierto, las puertas de las habitaciones están abiertas y a ambos lados las ventanas dan a otros vacíos. Un viento gélido que parece llegar directamente de la Mongolia Interior me recibe con sus cientos de brazos como alas punzantes, heladas. Soy la única pasajera de esta nave espacial rectangular y plana estacionada en el último piso de una de las torres más altas, entre las nubes de una ciudad sin turistas.

En la recepción todavía está la chica de anoche, igual de abrigada pero más dormida, es la joven capitana de nuestra nave quieta abandonada. Pago otra noche y le cuento de mis planes un poco inciertos, no sé todavía cuántos días me quedo, dependo de los planes de mi hijo que va a una escuela en Foshán, sus papás chinos pronto se irán de viaje hacia el Norte y quizás ya hoy me entere de cómo y hasta cuándo. La chica me señala con su dedo índice enguantado y me pregunta, de repente despierta:

—¿Vos tener hijo chino?

Intento explicar el malentendido pero ella no entiende mi inglés hablado, me ofrece su iPhone con el traductor y de repente, curiosa, me pide que vuelva a explicarle. El fondo de pantalla es un chico muy lindo vestido de médico, un joven actor de una serie de televisión con quinientos millones de fans o quizás su novio, investigador de un reconocido laboratorio que estudia el comportamiento del cuerpo humano: la chica abrigada forma parte de un programa que investiga cuántos días es capaz de trabajar una persona sin dormir a temperaturas extremas y con un viento que cala.

Como en el cuadro de Velázquez, en el fondo detrás de la recepción una señora ancha y bajita con abrigo de guata azul plancha pilas de sábanas en un cuartito minúsculo, la ventana refleja el cielo blanco luminoso y a mi derecha desde el pasillo aparece otra menina, es la mujer de limpieza que también viste un abrigo azul de guata como las obreras chinas de las películas. Quizás estoy siendo testigo de las últimas muestras del comunismo en la República Popular China, como las comunistas lámparas de mi habitación que se encienden solamente de forma centralizada desde el tablero de la entrada, o el aire acondicionado que no acondiciona ni tiene control remoto. Sí, hay algo trabajador y comunista en esta escena del hotel vacío en la que soy la única pasajera y empiezo a preguntarme si el Sueño de Foshán será estatal y mi frío y mi necesidad de regular lámparas y aparatos de aire acondicionado una debilidad occidental y capitalista. ¿Tendré que rellenar formularios para que me reconozcan una lámpara individual para la mesita de luz o prendan la calefacción de mi habitación-heladera-cápsula?

No hay traductor del inglés que traduzca mis dudas e inseguridades al chino y por eso la señora que plancha deja de planchar y la mujer de limpieza apoya el escobillón en la pared y me acompañan –me escoltan– hasta mi habitación, me llevan de la mano como a una nena que no entiende el funcionamiento de las cosas, de los aparatos, los secretos del mundo. Un mando a distancia sale milagrosamente del bolsillo de la planchadora, el aparato de aire acondicionado se prende, el aire tibio susurra sobre nuestras cabezas. Tan fácil se soluciona el problema, muchachita capitalista, parecen decirme las señoras con sus risas. Me pregunto por qué motivo tenían que venir las dos para algo tan simple o quizás es necesario un testigo para la entrega del control remoto, que más parece una ofrenda o un trofeo que un simple instrumento de común uso.

Las señoras me dejan sola, sus risas se alejan por el pasillo y mi habitación empieza a entrar en calor. Pero mis pies siguen helados. Como las manos de una campesina china en los campos de arroz mis manos, todavía con las marcas y rasguños de las malezas de mi ya lejana terraza, pasan del blanco azulado a un tono gris blancuzco. Todavía no sé que el aire acondicionado es un lujo ‘oriental’ en el invierno del Sur de China, aquí las casas no cuentan con calefacción: la mayor parte del año impera el calor tropical húmedo y extremo con su régimen autoritario de tifones y lluvias.