Majayura - Federico Cabello de Alba Hernández - E-Book

Beschreibung

Nadie sabe nunca lo que el destino le depara. Igual que tantas otras personas, el inspector jefe Raúl Hernando se vio sorprendido por una realidad que ni tan siquiera pudo vislumbrar y que derrumbó de un solo golpe toda su vida sentimental. Pero a veces, de las peores circunstancias surgen las mejores expectativas; ¿podría volver a encontrar la felicidad en el entorno de una de las operaciones policiales más difíciles de su carrera profesional y en un país extranjero al que llegó huyendo de sí mismo?

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Federico Cabello de Alba Hernández

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-478-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Madrid, viernes 19 de noviembre de 2021

Raúl Hernando jamás hubiera sospechado que iba a vivir aquellas cuarenta y ocho horas, nunca había imaginado que una situación pudiese arrebatarle de golpe su conexión con la vida; en realidad no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel sillón sin comer ni beber nada y casi sin pensar, pensar le dolía, le dolía hasta el punto de no poder respirar y por eso de forma casi inconsciente y a modo de mecanismo psicológico de defensa, se dejó llevar solo por los recuerdos que de forma intermitente le venían a la mente, sin analizar nada, sin sacar conclusiones.

Las primeras horas estuvo sumido en un estado de semiletargo, luego las imágenes y los sentimientos fueron pasando como en una película, a veces muy rápido otras en cámara lenta, como si el subconsciente quisiera centrar su atención en aquellos pasajes de su vida, como si quisiera mostrarle cuales habían sido las causas del infierno que estaba viviendo.

Esbozó una leve sonrisa pensando en aquel gélido final de febrero del año 2008, ese día la Escuela Nacional de Policía de Ávila tenía una luz especial, se celebraba la jura de la decimonovena promoción de la Escala Ejecutiva de la Policía Nacional y allí estaban en la formación henchidos de gozo Marina y él, ese fue el comienzo de todo y de alguna manera también fue el principio del fin de esa relación que se habían jurado mil veces, paseando por Ávila, que jamás terminaría.

El día anterior habían asistido al acto de elección de destino, ambos eligieron la comisaría general de policía judicial para poder estar juntos, iluso, pensó Raúl viéndolo ahora desde la perspectiva de más de una década, a veces es necesario tomar distancia para ver las cosas más claras y empezó a comprender lo que hasta ahora no fue capaz ni tan siquiera de vislumbrar.

Una vez incorporados, Marina quedó encuadrada en la unidad de investigación tecnológica, se había graduado en ingeniería informática en su Málaga natal y se sentía enormemente atraída por la investigación del ciberdelito; él, graduado en derecho en la Universidad de Córdoba siempre quiso luchar contra la lacra del tráfico de drogas y solicitó la unidad central de droga y crimen organizado (UDYCO) y fue destinado a la brigada central de estupefacientes.

Ambos se entregaron en cuerpo y alma a sus respectivas tareas respetando y apoyando cada uno la trayectoria profesional del otro, todo iba bien en sus vidas y ambos alcanzaron pronto prestigio en sus respectivas Unidades.

Pasados unos años y tras su ascenso a inspector jefe, a Raúl le ofrecieron el mando del GRECO-Galicia, GRECO es el acrónimo de grupos de respuesta especial para el crimen organizado, ambos coincidieron en que era una magnífica oportunidad profesional y Raúl se fue a Vigo. Durante los dos años siguientes se vieron los fines de semana que la intensa actividad de Raúl le permitía, hasta que este viernes, sin ni tan siquiera sospechar que pudiera ocurrir, al llegar a casa encontró a Marina esperándole con las maletas hechas, bastó una mirada y una frase, tu no estas nunca y él sí.

Miró el reloj por primera vez, habían pasado veinticuatro horas desde que Marina pronunciase su última frase a modo de sentencia, unos segundos de silencio, un beso en la mejilla y una caricia, ni tan siquiera recordaba el ruido de la puerta al cerrarse, se sentó en su sillón y el lento paso del tiempo asumió el protagonismo en esas horas, no sabía si había dormido algo pero sentía que recuperaba la consciencia lenta y dolorosamente, la sensación de profundo desconcierto se fue tornando en un claro sentimiento de culpa, era lo único que sentía con claridad, culpa.

Todo en aquel momento era confuso, no había sido capaz de articular palabra desde que llegó a casa y vio las maletas preparadas, no sabía quién había ganado el corazón de Marina y de momento tampoco quería saberlo, él la había perdido.

Entendía que un amor no te lo quitan, sino que tú lo dejas morir por inanición, porque te instalas en la zona de confort de la rutina y dejas que las emociones se vayan durmiendo y son estas últimas las que mantienen viva la llama entre dos personas, posiblemente Marina también era responsable de esto, pero no sentía nada parecido a un reproche, solo sentía culpa, una profunda culpa.

Le costó levantarse del sillón porque tenía las piernas entumecidas por la falta de movimiento, llegó a la cocina y cogió de la nevera una botella de agua mineral, volvió al sillón y bebió más de media botella y de forma inconsciente buscó el móvil en su bolsillo, tenía un WhatsApp de Marina: «¿Cómo estás?». Le contestó con un beso en un emoticono y soltó el teléfono encima de la mesa, decidió darse una ducha y despejarse para poder pensar con mayor claridad.

La ducha no cumplió el objetivo esperado, intentó sin conseguirlo comer un poco de ensalada que encontró en la nevera y finalmente tras beber un vaso de leche se recostó en el sofá, eran las 9 de la noche del domingo 21 de noviembre.

Llevaba cuarenta y ocho horas sumido en sus pensamientos de forma más inconsciente que consciente, encendió la televisión y el presentador del informativo comunicaba que España estaba aumentando el ritmo de vacunaciones contra el COVID con la intención de poder llegar a la Navidad con las menores restricciones posibles, le tranquilizó que la posibilidad del cierre de los aeropuertos fuese prácticamente inexistente porque podría afectar a operaciones que estaban en marcha y aliviado por poder pensar en otra cosa se quedó profundamente dormido.

Se despertó con frío a las cinco de la mañana y tuvo la sensación de sentirse mucho más lúcido después de haber descansado; parecía haber pasado la noche tomando decisiones porque al menos ahora creía saber lo que debía hacer; desde luego Marina tenía razón, él llevaba años sin estar, sin compartir con ella nada que no fuese profesional, pero esa actitud no era solamente suya, era evidente que ambos se habían relajado en el cuidado de su relación, pero él no había traicionado a Marina, ahora empezaba a sentirse traicionado y eso le producía un nuevo y profundo sentimiento de rabia.

Tuvo la tentación de pensar cómo podría recuperar el tiempo perdido y volver a empezar de nuevo, pero sintió con claridad que no quería hacerlo, se sentía culpable de haber dejado morir su relación con Marina, pero también indignado con la relación que ella le había insinuado que existía, esa relación no era de dos días, llevaba probablemente meses si no años ocultándosela y eso le dolía, le ofendía y le desilusionaba, no, no quería luchar por una relación que sentía clínicamente muerta.

Tenía que asumir que su vida sentimental tal y como había transcurrido hasta ese momento había terminado para siempre y cuanto antes lo hiciese antes podría empezar a recuperarse.

A las seis vibró el teléfono, había entrado un WhatsApp del comisario jefe de la brigada central de estupefacientes: «Todo se precipita, reunión en dos horas».

Bogotá, sábado 13 de noviembre de 2021 (ocho días antes)

Cuando sonó la alarma del despertador ya había salido de la ducha, en cuarenta y ocho horas nunca le daba tiempo a recuperarse del dichoso trastorno del jet lag, las seis horas que en esa época del año diferenciaba el horario de España y Colombia le habían hecho despertarse a las tres de la mañana y no volver a conciliar el sueño, llamó a recepción para que a las siete estuviera preparado un coche que le llevara al aeropuerto.

—Con gusto, señor, a las siete estará esperándole su carro, que esté muy bien.

Le agradaba el acento colombiano de la recepcionista y aunque a veces la amabilidad le resultara excesiva nunca le pareció falsa, llevaba años alojándose en el Holiday Inn cuando viajaba a Bogotá, se encontraba cómodo en los alrededores del parque de la noventa y tres jalonado de decenas de restaurantes y cervecerías donde se respiraba ambiente de seguridad, tan escaso en esa ciudad, pero sobre todo le encantaba desayunar en la cafetería de la esquina del hotel en la calle noventa y cuatro con la carrera once donde para su gusto servían los mejores huevos benedictinos del mundo.

Acabó de preparar su mochila con el poco equipaje con el que viajaba y bajó a desayunar, disfrutó de los huevos benedictinos con un zumo de guanábana y un magnífico capuchino de café colombiano y a las seis cuarenta cinco ya estaba ante el mostrador de recepción para hacer el check out.

—El señor Alfonso Cantador, ¿cierto?

—El mismo.

—¿Cancelará en efectivo o con tarjeta?

—Con tarjeta y me envían la factura por correo electrónico como siempre, por favor.

—Claro que sí, señor, con gusto; ¿consumió algo del bar?

—Un par de botellas de agua mineral, con el jet lag no me puedo permitir más lujos —dijo Alfonso sonriendo.

—Espero verle pronto de nuevo —le contestó la recepcionista con su mejor sonrisa al tiempo que le devolvía la tarjeta de crédito; el carro blanco de la puerta es el suyo.

Saludó al conductor, que le esperaba con la puerta abierta.

—Buenos días.

—Buenos días, señor, ¿su merced solo lleva este equipaje?

—Solo este, donde voy todo lo que no sea estrictamente necesario molesta más que ayuda.

—Pues salgamos ya, que a esta hora tenemos trancón seguro.

La camioneta Chevrolet blanca se introdujo en el intenso tráfico bogotano bajando por la noventa y cuatro hasta enlazar con la autonorte, Alfonso había hecho ese recorrido decenas de veces desde que hace cuatro años decidió dejar su puesto de reportero en el diario El País para iniciar una aventura incierta como frilance, Colombia le había ofrecido muchas posibilidades y le era fácil vender a distintos medios sus trabajos de investigación y sus reportajes, le encantaba ese trabajo que le hacía sentirse periodista, lo que nunca consiguió en su anterior etapa profesional.

—Si no es indiscreción, señor. ¿Qué sitio es ese donde va con tan poco equipaje?

—Me dirijo a la Guajira —contestó Alfonso un tanto molesto por haberle sacado de sus pensamientos.

—Es chévere, pero peligroso, aunque imagino que ya lo sabe.

—Sí, esté tranquilo, conozco bien la zona.

Alfonso había estado en la Guajira en dos ocasiones trabajando para National Geographic, una haciendo un trabajo de investigación sobre la influencia del contrabando de hidrocarburos con Venezuela en la economía de la zona y otra realizando un reportaje sobre la ceremonia de huesos en la cultura wayuu, estos indígenas exhuman los huesos de sus difuntos a los ocho años de fallecidos y le ofrecen un segundo velorio como último adiós.

Ahora iba a trabajar en algo mucho más sencillo, la Guajira, y concretamente el Cabo de la Vela se habían convertido desde hacía algunos años en un paraíso para los practicantes de kitesurf por sus vientos permanentes, convirtiéndose en un atractivo turístico de la zona, y la prestigiosa revista International Kitesurf Magazine le había encargado un reportaje sobre la práctica del deporte y las condiciones del lugar.

Cuarenta y cinco minutos en recorrer los escasos diez kilómetros que separan el hotel del aeropuerto de El Dorado es el tributo ineludible que hay que pagar por vivir en una ciudad de diez millones de habitantes donde al no existir metro toda la circulación se desarrolla en la superficie.

Llegando al aeropuerto, al final de la avenida de El Dorado, se fijó en el conjunto escultórico de Isabel la Católica y Cristóbal Colón manchadas con pintura roja y mensajes indigenistas. Colombia nunca había desarrollado ninguna fobia antiespañola, pero en los últimos años parecía haber calado en cierta medida esa aversión a «los conquistadores» que se alimentaba, en su opinión, de forma artificial e interesada por el llamado socialismo del siglo XXI.

Bogotá bullía como cada día desde las seis de la mañana, y esa agitación que siempre le había parecido excesiva también la notó en el aeropuerto, comprobó en los paneles electrónicos que su vuelo a Riohacha con la compañía Avianca figuraba sin retraso.

Eran las ocho de la mañana y su vuelo salía a las nueve, se dirigió a la zona de salidas nacionales y pasó los controles sin ningún problema, tenía tiempo de saborear otro café en el quiosco de Juan Valdez que había en la sala de espera entre las puertas de embarque quince y dieciséis, embarcó con el tiempo justo.

A las diez y cuarenta y cinco tomaba tierra en Riohacha, al bajar del avión sintió la sensación de humedad que ya había experimentado en otras ocasiones y que tanto le molestaba y junto al resto de los viajeros se dirigió andando, a través de la pista, al edificio de la terminal. El Almirante Padilla a pesar de su condición de internacional era un aeropuerto de andar por casa y en pocos minutos estaba saliendo a la calle 30, al otro lado de la calle se encontraba el parqueadero del aeropuerto y enseguida localizó a Toolo.

—Buenos días, hermano —le dijo abrazándolo.

—Buenos días, señor, me alegra volver a verle, ¿dónde desea que vayamos?

—A casa directamente, ya me veo saboreando el friche que tu esposa me prometió preparar cuando volviera, se habrá acordado, ¿verdad?

—Seguro que sí, sabe que le aprecia mucho. —Sonrió Toolo saliendo del parqueadero para buscar la calle quince y la troncal del Caribe hasta enlazar con la carretera de Uribia-Puerto Bolívar que los llevaría al Cabo de la Vela; aunque solo eran 150 kilómetros no tardarían menos de tres horas en la vieja pickup de su amigo.

Toolo significa ‘torito’ en wayuunaiki, el idioma de la etnia wayuu y era la forma en que de manera cariñosa siempre había llamado su madre a José Fernández, José regentaba junto a su esposa Mercedes de la Rosa una ranchería al norte del Cabo de la Vela junto a la carretera que lleva al faro y al Pilón de azúcar.

Los wayuu son la etnia mayoritaria de la Guajira y tradicionalmente se han dedicado al pastoreo, la pesca y la siembra de yuca, maíz o plátano, pero en los últimos años habían proliferado muchas rancherías que atendían las necesidades de hospedaje de quienes empezaron a descubrir ese turismo único que la Guajira ofrece.

La ranchería de Toolo y Mercedes se llamaba Antüshi pía, ‘bienvenido’ en wayuunaiki, y constaba de cuatro edificaciones de bahareque, la residencia de Mercedes y José, una cocina abierta, una especie de nave techada de yotojoro con diez chinchorros colgados del techo, donde dormían los huéspedes, con sus respectivas taquillas para guardar los enseres personales y una zona común, anexa a la cocina, donde se servía la comida y se encontraban los aseos, todo ello con un cercamiento de cactus que servía de resguardo y rompevientos.

Alfonso se había alojado allí las dos ocasiones anteriores en estancias de un mes y había llegado a tomarles un gran cariño que era correspondido por la pareja de indígenas, además, Toolo le había acompañado en muchas de sus excursiones y le había servido para romper el hielo con los wayuu, de por sí reacios a intimar con ningún alijuma, como denominan los wayuu a los extranjeros.

La distancia entre Riohacha y Uribia es de poco más de noventa kilómetros de carretera asfaltada pero aun así se tarda hora y media en llegar a la que se considera la capital indígena de Colombia que en wayuunaiki se denomina Ichitki y fue rebautizada en 1935 como Uribia en honor del caudillo liberal Rafael Uribe.

En Uribia, Toolo aprovechó para llenar el depósito de su pickup sabiendo que ya todos los gastos los asumiría Alfonso, después cruzaron la calle para tomar un tinto, como llaman al café solo, y comprar alimentos para los niños de los peajes.

—Sabe que no es necesario que compre nada, yendo conmigo no le van a parar —comentó Toolo.

—Lo sé, hermano, pero me reconforta la sonrisa que esos niños te pueden regalar por un paquetito de galletas —le respondió Alfonso subiendo a la camioneta que Toolo había puesto en marcha.

La distancia entre Uribia y Cabo de la Vela es de unos setenta kilómetros, pero al tratarse de una trocha o carretera descubierta como la llaman los colombianos te demoras dos horas en el trayecto; es cierto que también influyen los numerosos «peajes» de niños que te cobran en alimentos el paso por sus tierras, pero a la vez te pagan con un dinero de mayor valor, su sonrisa. Cosa distinta son los retenes que a veces te encuentras con encapuchados que te exigen veinte mil pesos y que son muy intimidantes, pero todos conocían el vehículo de Toolo que siempre tenía paso franco, él pertenecía al clan familiar de los Uliana, de gran ascendencia entre los wayuu.

—¿Qué le interesa ver en esta ocasión, don Alfonso?

—Este viaje espero que sea mucho más tranquilo que los anteriores, José, quiero investigar sobre la práctica del kitesurf y su repercusión económica en vuestras vidas, eso os ayudará a que vengan más turistas.

Toolo se mantuvo en silencio como pensando la forma de abordar su respuesta y comentó:

—No crea su merced que es lo que quieren todos, la mayoría de los wayuu ven con recelo la llegada de turistas, al menos de forma masiva, las empresas que lo han intentado se han encontrado siempre con nuestra oposición, y como sabe, los wayuu somos los dueños legítimos de la reserva indígena.

—No te preocupes, eso también pienso reflejarlo y espero que me ayudes a conocer la opinión de tus hermanos. Sabes que yo no trabajo para ninguna multinacional y también pienso que hacéis muy bien conservando vuestra tierra como lo hicieron vuestros ancestros.

—Claro, señor, cuente con mi ayuda en ese caso. En este momento toda la práctica del kitesurf se encuentra en el Cabo de la Vela porque, aunque los vientos son permanentes las aguas son muy mansas y ambas cosas favorecen ese deporte; ya hay tres escuelas en la playa, la de Andrea el italiano y dos de indígenas, primos míos, que aprendieron con él y ya se independizaron.

—¿Entonces todo se circunscribe al Cabo de la Vela? —preguntó Alfonso.

—Bueno, señor, es cierto que últimamente también llegan turistas a practicar windsurf, pero son muy pocos y vienen buscando vientos y aguas más bravas, al norte del faro, sobre todo van a Playa Arcoíris y a las dunas de Taroa.

Hablaron animadamente hasta que vislumbraron las primeras casas; exceptuando las rancherías, la práctica totalidad de las edificaciones se encuentran sobre la playa en una bahía de aguas tranquilas donde puedes encontrar pequeñas tiendas, hospedajes, restaurantes y negocios destinados a cubrir el tiempo libre de los turistas que inician allí el tour que llegará en unas siete horas hasta Punta Gallinas, el punto más septentrional de América del Sur.

Dejaron la población a su izquierda y continuaron hasta el final de la amplia bahía por el camino que conduce al faro y al Pilón de Azúcar, pasado un kilómetro llegaron a la ranchería, eran más de las dos de la tarde y Alfonso y Toolo estaban hambrientos.

Mercedes salió a recibirlos con una alegría poco disimulada, abrazó a Alfonso y besó a Toolo en la mejilla.

—A ti ya te vi hoy —le dijo con una sonrisa pícara—. Lavaos un poco y os espero en el comedor, estoy sirviendo las comidas.

El comedor era una zona abierta con suelo y estructura de madera y techado de yotojoro desde donde se veía la cocina y corría una agradable brisa marina; el yotojoro es una madera que los wayuu extraen del corazón del cactus cuando se seca de forma natural, lo que resulta económico y ecológico; de sus diez mesas solo dos estaban ocupadas por sendos grupos de turistas que degustaban uno de los platos más demandados, langosta con arroz de coco y variados jugos de fruta.

Mercedes había preparado la mesa más cercana a la cocina y allí tomaron asiento Toolo y Alfonso, enseguida Mercedes apareció con una bandeja.

—Zumo de Iguaraya para mi esposo y una póker bien fría para nuestro huésped favorito.

Ella se sirvió otro jugo de Iguaraya, que es el fruto del cactus guajiro, de color rojo intenso y agradable sabor.

—Si me pones cerveza fría es que te has acordado de tu promesa —observó Alfonso riendo.

—¡Obvio! —gritó Mercedes desde la cocina mientras daba el último toque a la paila de friche de chivo, quizás el plato más tradicional de la Guajira que Mercedes hacía aún a la antigua usanza, friendo la carne de chivo en su propia grasa y que desde que lo probó por primera vez dos años atrás se había convertido en el plato favorito de Alfonso.

—Estaba deseando volver a esta casa, sois parte de mi familia.

—Aquí siempre será bienvenido, don Alfonso —dijo Toolo dando buena cuenta del generoso plato de carne acompañado por arepitas de maíz recién hechas que le había servido su esposa.

—¿Cuánto tiempo se quedará con nosotros esta vez? —preguntó Mercedes.

—En principio, unos quince días, pero si encuentro algo interesante sobre lo que escribir, el tiempo que haga falta.

—Ojalá sea mucho tiempo —respondió Mercedes.

—Por cierto, os he traído algo —dijo Alfonso sacando de su mochila dos paquetes envueltos en papel de regalo—: Tabaco de pipa para Toolo y la crema de aceite de oliva que le gusta a mi querida Mercedes, la mejor cocinera de la Guajira.

Hablaron animadamente durante la comida y cuando los dos grupos de comensales se retiraron Mercedes llevó a la mesa una botella de chicha y tres vasitos para agradecer a los dioses la presencia de Alfonso.

—¿Qué tiene pensado para hoy? —preguntó Toolo.

—Descansar, querido amigo, descansar, dormiré algo esta tarde y luego daré un paseo, he echado de menos este mar y sus atardeceres.

—Si no me va a necesitar, he de ir hasta Palomino a recoger un generador que he comprado, este nos está dando ya muchos problemas.

—No te preocupes por mí, y si me disculpáis, me retiro, toca la recuperación diaria del maldito jet lag —dijo Alfonso levantándose de la mesa.

—Descanse, don Alfonso —respondió Mercedes.

Alfonso se dirigió al dormitorio colectivo que estaba vacío en ese momento. Sacó de su taquilla sus dos cámaras fotográficas y el ordenador portátil que junto a su teléfono móvil puso a cargar; a las nueve de la noche se apaga el generador de electricidad y quería trabajar si no podía dormir. Se acostó en su chinchorro de siempre, al fondo del dormitorio y se quedó dormido, eran las cuatro de la tarde.

Se despertó con las risas de unas turistas fuera de la enramada, por su acento diría que eran chilenas, miró el reloj, las cinco de la tarde, solo había podido dormir una hora, pero se encontraba despejado y decidió dar un paseo hasta el Pilón de Azúcar para contemplar desde allí el atardecer más bello que jamás había visto.

El Pilón de Azúcar es un cerro de color blanco que sirvió de guía a los primeros pobladores que navegaban perdidos por las aguas del mar caribe, los wayuu lo bautizaron como Kamaici, ‘Señor de las cosas del mar’ en wayuunaiki, y para ellos es un lugar sagrado donde descansan las almas después de morir.

A paso normal se tarda una hora andando desde la ranchería siguiendo la costa hacia el norte y Alfonso se puso en marcha con una pequeña mochila en la que había metido el móvil y su inseparable cámara fotográfica, la tarde era muy agradable y la brisa del mar anulaba esa sensación de humedad que tanto le molestaba.

Se cruzó con grupos de excursionistas que iban o venían del faro o del mirador de Piedra Tortuga y conforme se fue acercando a la playa de la Cueva del Diablo volvió a sentir la inmensidad de aquel paisaje solo para él; se detuvo para hacer algunas fotografías y le tentó la idea de observar desde aquel impresionante acantilado rocoso la puesta de sol, pero ya quedaba poco para llegar al Pilón de Azúcar y decidió comenzar el ascenso al cerro.

Los últimos quince minutos son de dura subida, que alterna trozos de cuesta empinada con algo parecido a una escalinata esculpida en la roca, pero todo el cansancio se disipa en el momento de llegar a la cumbre, allí se levanta una hornacina de piedra dedicada a la Virgen donde los nativos han ido dejando ofrendas que se acumulan alrededor de la pequeña imagen y la brisa se convierte en rachas de viento permanente que a veces puede tumbarte.

Afortunadamente, no había ya nadie, los turistas prefieren ver la puesta de sol desde el faro o como mucho desde el mirador de Piedra Tortuga por su cercanía a las rancherías y hospedajes de la playa, pero desde donde él estaba se divisaba todo el Cabo de la Vela, al sur la Playa del Pilón de Azúcar con sus aguas mansas, al norte la Playa Arcoíris con sus aguas bravas y ante él y a sus espaldas la inmensidad del mar Caribe y el desierto, todo para él solo.

Se sentó resguardándose del viento junto a la hornacina de la Virgen y contempló el momento en el que según los wayuu el sol baja a beber agua. Se sintió invadido por una inmensa paz en medio de aquel impresionante espectáculo de la naturaleza y esa paz, la subida al cerro y el jet lag le hicieron quedarse dormido.

En realidad, no sabía si soñaba o estaba despierto, oía voces como un susurro lejano y el cielo presumía de millones de estrellas a cuál más rabiosamente brillante, las rachas de viento habían desaparecido y la roca y su mochila le parecían la más cómoda de las camas. Miró el reloj y se sorprendió de la hora. «Casi las once de la noche, de nuevo una mala jugada del jet lag», pensó, y se incorporó dispuesto al paseo de regreso a la ranchería. Era noche cerrada, pero la luz del inmenso cielo estrellado dejaba ver a la perfección un mar y un paisaje que en esas circunstancias le parecía distinto, mágico, en cualquier caso.

A mitad del descenso volvió a oír voces que trajo la brisa al cambiar de dirección, se detuvo y oteó el horizonte, le pareció observar unos brillos extraños en el mar como a doscientos metros de la playa y siguiendo hasta el punto lógico de llegada descubrió en la orilla un grupo de ocho hombres con dos vehículos que parecían preparados para hacer travesías en el desierto, al menos se parecían a lo que había visto en algunos reportajes del Rally Dakar.

Su instinto periodístico le hizo sacar rápidamente su cámara fotográfica e iniciar un nuevo descenso en dirección al grupo de hombres, en diez minutos pudo llegar a un punto desde el que divisaba, oculto por matorrales aquel extraño cuadro que le mantenía en vilo de la curiosidad, dos embarcaciones a motor, de tamaño medio, se acercaban y apagaban los motores antes de alcanzar tierra, se afanó en fotografiarlo todo sintiéndose reportero de guerra, una ocupación que nunca se había decidido a ejercer pero que le atraía enormemente y no descartaba.

Cuando las embarcaciones encallaron en la arena de la playa los hombres se acercaron a ellas y saludaron a sus ocupantes, dos en cada lancha, después de unos minutos todos se ocuparon en pasar a las camionetas un total de veinte fardos que a juzgar por el esfuerzo que percibía debían ser muy pesados; casi no se atrevía a respirar y sentía que el pulso le temblaba hasta tener que apoyar la cámara en la arena.

Respiró profundamente para tranquilizarse y observó como cuatro personas se acercaban por la playa en dirección al grupo que ya había cubierto la carga de las camionetas con sendas lonas, a través del teleobjetivo de su cámara pudo apreciar que eran turistas, dos parejas de jóvenes que caminaban bebiendo de dos botellas que se pasaban de unos a otros.

Al llegar a la altura de las camionetas se detuvieron a charlar y ofrecer bebida al grupo de hombres que aceptaron entre risas, eso le tranquilizó, aunque siguió sacando instantáneas. Casi sucumbió a la tentación de unirse al grupo y hacer el camino de vuelta acompañado cuando observo que los hombres se dirigieron a las embarcaciones quedando uno solo, el más corpulento, con los turistas. Todos reían de forma que podía oírlos con nitidez cuando sonaron cuatro detonaciones que le hicieron encogerse y al reaccionar observó cuatro cuerpos tendidos en la arena y el hombre corpulento se alejaba de ellos con una parsimonia que le heló la sangre.

Los cuerpos estuvieron tendidos en la arena durante los siguientes diez o quince minutos que se le hicieron interminables hasta que los cargaron en una de las embarcaciones y ambas se hicieron a la mar, los ocho hombres de las camionetas se separaron para escudriñar los alrededores, sin duda en busca de algún posible testigo y Alfonso se mantuvo tumbado en la arena, mirando al firmamento y sin saber que hacer ni poder hacerlo en cualquier caso, le pareció ver un haz de luz paseándose cerca de él y cerró los ojos como si así fuera menos probable que pudieran verle, hasta que oyó los motores ponerse en marcha y alejarse las camionetas poco a poco.

Alfonso no podría decir el tiempo que estuvo en aquella posición, más por miedo que por precaución y haciendo un gran esfuerzo se incorporó lentamente observando a su alrededor y cuando comprobó que estaba solo se dirigió al camino que le llevaría hasta la ranchería, estaba seguro de lo que había visto pero no sabía si le habían visto a él.

Acababa de llegar al camino ensimismado en sus pensamientos cuando de pronto se vio deslumbrado por los faros de una camioneta, instintivamente alzó los brazos dejando caer la mochila y la camioneta se puso a su altura. «Me tenía preocupado, don Alfonso», le dijo Toolo.

Esa noche no pudo conciliar el sueño. A Toolo le dijo que se había quedado dormido en el Pilón de Azúcar, pero se guardó muy bien de comentar nada de lo que había observado, le aterrorizaba pensar que había sido testigo de cuatro asesinatos para encubrir quién sabe qué, que estuviera pasando en aquella dichosa playa.

Se sentía desbordado por la situación, lo que había presenciado ya era grave de por sí, pero también le preocupaba, y mucho, su propia circunstancia, se encontraba en la Guajira, una de las zonas más peligrosas de Colombia, donde desaparecer sin dejar rastro es lo más sencillo del mundo, el puesto de policía más cercano se encontraba en Riohacha y además el pánico de aquel momento le impidió sacar fotografías de los cuerpos inertes en la arena, no sabía qué hacer, no sabía de quien fiarse y ni tan siquiera si podía confiar en alguien, decidió esperar a la mañana para ver el contenido de su cámara fotográfica y tomar decisiones con mayor lucidez.

Cabo de la Vela, domingo 14 de noviembre

La luz del día le sorprendió con los ojos abiertos. La noche, a pesar de haberse acostado tarde, se le había hecho eterna.

El grupo de turistas que compartía espacio con él se apresuraban a preparar sus mochilas para iniciar un día de ruta turística, por lo que hablaban irían hasta Punta Gallinas y a las siete de la mañana los recogería el guía que habían contratado; salieron todos para desayunar y Alfonso esperó unos minutos para sacar la tarjeta de memoria de la cámara fotográfica y esconderla debajo de la plantilla de una de sus botas que volvió a guardar en su taquilla, se fue a desayunar, más por guardar apariencia de normalidad que por tener apetito.

Mercedes le preparó unos huevos revueltos con queso y arepas de maíz, jugo de guanábana y café, a pesar de su estado de ánimo comió con ganas y se dio cuenta entonces de que la noche anterior no había cenado. Se despidió de Mercedes y salió en busca de Toolo a quien encontró instalando el generador eléctrico que había recogido en Palomino el día anterior.

—Buenos días, Toolo, no sé si anoche te di las gracias por salir a buscarme.

—No las merece, señor, me preocupaba que pudiera haber tenido algún accidente por esos acantilados.

—Pues ya ves, me dormí con la puesta de sol y desperté casi a la vez que tú llegabas, me ahorraste una buena caminata, hermano.

—¿Todo bien entonces? —preguntó Toolo.

—Todo en orden —mintió Alfonso—. Hoy daré una vuelta por la playa y contactaré con el tal Andrea de la escuela de kitesurf, luego volveré y trabajaré el resto de la mañana, ¿nos vemos para comer?

—Claro que sí, señor, aquí estaré.

—Una pregunta, Toolo, ¿Qué harías tú si uno de tus clientes no vuelve?

—Pasa a menudo, don Alfonso, algunos de los turistas deciden irse sin pagar después de unos días, incluso dejan en las taquillas cosas de poco valor, ni tan siquiera se denuncia a la policía porque ir hasta Riohacha sale más costoso.

—Claro, lo entiendo, solo era una curiosidad.

Salió de la ranchería y se dirigió a la bahía en la que se encuentran la práctica totalidad de las instalaciones del Cabo de la Vela, incluidas las escuelas de kitesurf; enseguida dejó el camino para andar por la playa, la temperatura era fresca aún y no se veía mucho movimiento.

No le costó ningún trabajo localizar la escuela en el extremo norte de la bahía, en realidad era un espacio abierto, cercado por una valla de madera con un arco de entrada donde se podía leer, KiteSchool Guajira, en su interior un hombre de unos cuarenta años sacaba de un cobertizo tablas, arneses y cometas y los colocaba en un expositor exterior a la espera de alumnos que pudieran usarlos.

—Buenos días, eres Andrea, ¿verdad?

—El mismo, ¿en qué puedo ayudarte? —contestó el hombre con un marcadísimo acento italiano.

—Soy Alfonso Cantador, periodista, y estoy haciendo un reportaje para la revista International Kitesurf Magazine, ¿la conoces?

—¿Conoces tú la CNN? —le contestó Andrea con sarcasmo—. Todo profesional del kite que se precie ha leído alguna vez sus páginas.

—Entonces, ¿colaborarías en el reportaje?

—¿Aparecería mi escuela?

—Por supuesto.

—Cuenta con ello entonces —dijo Andrea sonriendo—, pero estoy esperando a unos alumnos. ¿Qué tal si nos vemos esta noche a las ocho? tenemos aquí una pequeña fiesta y podremos hablar de lo que quieras.

Se despidieron hasta las ocho y Alfonso volvió paseando a la ranchería. Ya no quedaba ningún turista y Mercedes y Toolo se afanaban en sus respectivas tareas. Abrió su taquilla y extrajo la tarjeta de memoria de la bota donde la había escondido y con su ordenador portátil y un cuaderno de notas se dirigió a la cocina.

—¿Queda un poco de café para un admirador de la cocinera?

—Para su merced siempre hay café, don Alfonso —le contestó Mercedes—, aquí tiene un pocito con el mejor café de Colombia.

Alfonso eligió la mesa de la esquina opuesta a la cocina y se sentó apoyando la espalda en la pared para que nadie pudiera ver las fotografías sin que él se diera cuenta.

Introdujo la tarjeta en el portátil y localizó las fotografías hechas en la playa del Pilón de Azúcar; utilizando el zoom, escudriñó cada centímetro de cada fotografía guardando en la memoria del PC todo lo que le parecía interesante, caras, matrículas, emblemas y rótulos de los coches. Por primera vez se alegró de haberse decidido a comprar ese teleobjetivo Canon EF-400 con estabilizador de imagen, lo compró por su resistencia al polvo y al agua, para ese viaje a la Guajira, pero le dolió en el alma pagar por él dos mil quinientos euros; ahora, viendo la nitidez de las imágenes ampliadas, pensó que había merecido la pena.

Revisó una por una cada instantánea y cada ampliación que había hecho y lo guardó todo en una memoria externa para liberar espacio de la tarjeta de la cámara; con independencia de las caras y las matrículas, que en principio no le decían nada, pudo apreciar como en el portón trasero de uno de los coches había una pegatina redonda donde parecía poder leerse L. D. Bolívar. Decidió conectarse a Internet y hacer averiguaciones, pero le fue imposible encontrar señal.

—Mercedes, ¿sabes por qué no hay conexión a internet? —gritó Alfonso hacia la cocina.

—Sí, señor —respondió Mercedes—. Hay una avería en la central del Cerro de la Teta que conecta con Uribia y nos han dicho que tardará en arreglarse unos días, pero si le corre prisa, desde la cima del Pilón de Azúcar se suele coger la señal de la antena que se ubica en Puerto Bolívar.

Alfonso agradeció la información y salió en busca de Toolo. Lo encontró junto al generador

—Hermano, ¿puedo usar tu carro una hora? Necesito hacer unas fotografías.

—Claro que sí —contestó Toolo—, tengo aquí labor para todo el día, las llaves están puestas, y vaya con cuidado no se me quede dormido —bromeó Toolo.

Tardó más en el ascenso a pie que en el trayecto en coche y cuando estuvo arriba no pudo contener un escalofrío recordando lo vivido tan solo unas horas antes.

Se sentó en el mismo lugar en el que la noche anterior se había quedado dormido, encendió el ordenador portátil y comprobó que efectivamente llegaba señal suficiente, abrió el buscador y tecleó: L. D. Bolívar.

Comprobó que teclear «Bolívar» en Colombia es la manera más rápida de recibir un aluvión de respuestas y decidió acotar lo más posible, a fin de cuentas, la capacidad de desplazamiento de un coche en aquel terreno era muy reducida, y volvió a teclear «L. D. Bolívar, Uribia». En esta ocasión, el buscador acusó recibo de la concreción y devolvió una respuesta también concreta: Logística y Distribución Bolívar, una empresa de logística integral que se hallaba ubicada en Puerto Bolívar, a poco más de 20 kilómetros del Cabo de la Vela, es un buen sitio para empezar, pensó.

Llegó a la ranchería justo a la hora del almuerzo y Toolo le esperaba en la mesa que Mercedes había preparado junto a la cocina, almorzaron los tres, esta vez con el comedor vacío, lo que permitió a Mercedes disfrutar de una sobremesa que habitualmente le resultaba imposible por tener que atender a los clientes.

—¿Cómo va la instalación del generador? —preguntó Alfonso.

—Ya terminé, este es más potente y nos dará mejor servicio.

—Entonces ¿puedes acompañarme esta tarde a Puerto Bolívar? Quiero dar una vuelta por allí.

—No hay problema, solo está a cuarenta y cinco minutos, ¿a qué hora desea salir?

—Me gustaría salir pronto, esta noche he quedado con Andrea, el de la escuela de kitesurf a las ocho.

Quedaron en salir a las cuatro y Alfonso se levantó para ir a descansar un rato.

—Mercedes, esta noche no cenaré aquí, me han invitado a una fiesta.

—Diviértase, don Alfonso, y sea juicioso —dijo Mercedes riendo.

Decidieron ir por el camino del faro y el Pilón de Azúcar, que era más directo que tener que retroceder para buscar la carretera que une Uribia con Puerto Bolívar.

Puerto Bolívar es el puerto más grande de Colombia y se encuentra situado sobre la cabeza sur de la Bahía Portete a 75 kilómetros al norte de Uribia y su principal actividad es la exportación del carbón de las minas de Cerrejón, 150 Kilómetros más al sur y que presume de ser un ejemplo de minería sostenible y colaboración con la Guajira y en especial con los indígenas wayuu.

Al llegar, Alfonso le dijo a Toolo que quería hacer un reportaje fotográfico de la actividad del puerto, por si era de interés profundizar en los siguientes días.

Toolo, que tenía licencia de guía turístico, le hizo un tour por la estación de descargue, donde llegan los trenes cargados de carbón directamente de las minas, por los tres apiladores, recolectores y por el cargador lineal de barcos que deposita el carbón en las bodegas de los buques; le fue explicando cómo el puerto recibe buques de hasta ciento setenta y cinco mil toneladas de peso muerto, gigantes de trescientos metros de eslora y cuarenta y cinco de manga y que llevan el carbón a todo el mundo. Alfonso lo fotografiaba todo con el pensamiento puesto en otro sitio, casi sin escuchar a Toolo.

Al acabar, pusieron rumbo hacia el aeropuerto de carácter regional que da servicio a Puerto Bolívar, Toolo presumía de que a pesar de ser privado transportaba más de diecisiete mil personas al año y que cada vez más, también transportaba mercancías, Alfonso aprovechó el dato para interesarse por la presencia de empresas de logística.

—Claro —contestó Toolo—, las que hay se encuentran en la carretera que llega al aeropuerto, ahora pasaremos por ellas.

La carretera que llevaba al aeropuerto estaba jalonada de naves industriales y almacenes de todo tipo, no tardó Alfonso en ver el rótulo de L. D. Bolívar y pidió a Toolo que parase el coche, en el lateral de la nave estaba aparcada la pickup que la otra noche había visto en la playa, era una Toyota Hilux pintada de camuflaje y con matrícula RMT 679 de Bogotá DC, la tenía fotografiada y se había construido un relato sobre ella por si llegara a ser necesario.

—¿Te gustan los rallys? —preguntó a Toolo—. A mí me fascinan.

—No entiendo mucho, pero me encantan los carros.

—Pues mira, allí tienes uno de los mejores para ese tipo de competiciones.

Cruzaron la carretera a pie y Alfonso empezó a fotografiar el Toyota.

—Es un Toyota Hilux, el ganador de este año en la prueba más dura del mundo, el Rally Dakar.

—¿Quiere algo, amigo? —oyó decir a su espalda.

Al volverse, reconoció sin duda al individuo que disparó a los turistas.

—No, gracias, le decía a mi amigo que este coche había sido el ganador de este año en el Rally Dakar, celebrado en Perú, ¿verdad? Soy un gran aficionado y me encanta este coche, ¿es suyo? Enhorabuena, tiene un gran coche.

—Oiga, amigo, no puede estar aquí, así que lárguese.

—Vámonos, don Alfonso, se nos hace tarde —intervino Toolo—. Perdone, amigo, ya me llevo al turista.

Toolo puso en marcha la camioneta y se alejó del lugar dirección al puerto.

—No me gusta esta gente —comentó pasado un rato.

—¿Sabes quién es ese tipo? —preguntó Alfonso sin mostrar mucho interés.

—Se establecieron aquí hace algo más de un año, dicen que son de Guatemala, pero no se relacionan con nadie. El dueño de la empresa viene poco y siempre rodeado de matones que más bien parecen sicarios, pero el que anda por aquí siempre es este.

—Sí, parecía tener malas pulgas —dijo Alfonso riendo para disimular la preocupación que le invadía en ese momento—. Volvamos a casa, ya me has enseñado bastante sobre Puerto Bolívar, quizás me sirva para escribir algo.

El camino de vuelta lo hicieron en silencio y llagaron a la ranchería alrededor de las siete.

Eran casi las nueve de la noche cuando Alfonso entraba en el KiteSchool Guajira, después de darse una ducha en la ranchería no se pudo resistir a la oferta de Mercedes de ponerle algo de cenar antes de irse.

—Esas fiestas son de mucho tomar y de poco comer, don Alfonso, hágame caso.

La fiesta estaba animada, no habría más de cincuenta personas que bailaban y conversaban en grupos repartidos por toda la estancia. Andrea había dispuesto una iluminación indirecta que resaltaba la vegetación y un disc-jockey amenizaba la noche con música caribeña; un camarero le ofreció un mojito que agradeció mucho y buscó al anfitrión entre los asistentes.

Al fondo de la pista donde varias parejas bailaban encontró a Andrea hablando con otro hombre que se encontraba de espaldas. Se acercó a ellos.

—¿Interrumpo? —dijo alzando la voz para hacerse oír por encima de la música.

—En absoluto —contestó Andrea extendiéndole la mano—. Le estaba comentando a mi amigo Rolando que hoy he querido invitar a las dos parejas que junto con él forman uno de mis grupos de clase desde hace una semana, pero me han dicho en el hotel en el que se hospedan que anoche no volvieron, aunque sus pertenencias siguen en el hotel, son turistas argentinos muy divertidos, ¿cierto?

—Cierto —contestó Rolando.

—Os presento. Alfonso Cantador es un periodista español que ha venido para escribir sobre el kite y mi escuela —dijo Andrea riendo.

—Ya nos conocemos —dijo Rolando ofreciendo la mano a Alfonso—, pero no sabía que era periodista, qué interesante.

—Es cierto, no te había reconocido —comentó Alfonso sintiendo que se le helaba la sangre y estrechando la mano del hombre al que había visto disparar a los turistas la noche anterior y hacía tan solo unas horas en Puerto Bolívar.

—¿Se quedará por aquí mucho tiempo? —preguntó Rolando, observando fijamente a Alfonso.

—Tan solo el necesario para escribir mi artículo, después no sabría qué seguir haciendo aquí —contestó Alfonso arrepintiéndose al instante del comentario.

—No seas modesto, Alfonso, esta tarde he investigado un poco en internet para saber quién quería escribir sobre mi escuela y he visto comentarios muy elogiosos de tus investigaciones en la Guajira sobre el contrabando, creo que de hidrocarburos, ¿verdad?

Alfonso cada vez se encontraba más incómodo por el rumbo que tomaba la conversación y por sentirse taladrado por la mirada del tal Rolando, que no le quitaba el ojo de encima, ahora al tenerlo cerca, se hacía muy visible una cicatriz que le partía en dos la ceja izquierda y que de alguna forma le inmovilizaba esa parte de la cara dándole una expresión terriblemente fría.

—Sí, así es, esta vez tendrás que ayudarme mucho en mi reportaje para que las críticas vuelvan a ser buenas, ¿cuándo hablamos?

—Ya podemos hacerlo, pero vamos a comer algo, tengo antipasto italiano, ¿nos acompañas Rolando?

—No, voy a dar una vuelta y me iré pronto, mañana trabajo temprano, gracias por la invitación, bonita fiesta.

Ofreció una amplia sonrisa a Andrea y a Alfonso una mirada que le erizó la piel.

—Andrea, cuéntame lo de tus amigos desaparecidos; curiosidad de periodista.

—No sé mucho, son dos parejas de argentinos que me contrataron dos semanas de clases, el mismo día llegó Rolando y formé grupo con ellos, estas fiestas son para mis alumnos y el boca a boca me hace más popular entre los turistas, es puro marketing, ¿entiendes?

—Y ¿sabes por qué no han vuelto al hotel?

—Se habrán quedado en algún sitio y aparecerán en cualquier momento, de todas formas, yo cobro las clases por adelantado para evitar que estas cosas me perjudiquen.

Hablaron animadamente durante más de una hora y quedaron unos días más tarde para una sesión fotográfica.

Alfonso volvió a la ranchería dando un paseo, no se cruzó con nadie durante el trayecto que recorrió disfrutando de la temperatura y la brisa del mar. Al llegar a la ranchería decidió fumar un cigarrillo antes de entrar en el dormitorio, no lo había encendido aun cuando un vehículo aflojó la marcha hasta casi quedar parado al pasar por la ranchería, era un Toyota Hilux.

Se descalzó para no molestar al grupo de turistas con los que compartía dormitorio. Todos se encontraban en sus respectivos chinchorros y cubiertos por las mosquiteras que también colgaban del techo del enramado.

No podía conciliar el sueño pensando en sus vivencias de las últimas cuarenta y ocho horas, parecía que todo se había conjurado para ponerle a él en el centro de una trama que le asustaba, no tenía muy claro que debía hacer, pero sabía que tenía que actuar.

No le había gustado el encuentro con el tal Rolando en la KiteSchool y aún menos de la forma en que había transcurrido la escasa conversación con él, ¿habría detectado su nerviosismo? Su paso por la ranchería poco después de su entrada ¿fue casual?, ¿le había seguido?

Volvió a repasar en su memoria la escena de la playa y el desagradable encuentro en Puerto Bolívar, no le agradaba nada la idea de verse involucrado en aquella situación, pero la realidad era que lo estaba y no sabía cómo salir de ella.

Miró su reloj, la una de la mañana, pensó unos segundos y decidió salir de nuevo para hacer una llamada telefónica, en España eran ya las siete de la mañana.

Ya no se fiaba de nada, me estoy volviendo paranoico, pensó, pero sabía que las llamadas de WhatsApp eran casi imposibles de interceptar, así que buscó el chat de su amigo Raúl Hernando y pulsó llamada.

—¡Querido Alfonso! —sonó al otro lado del teléfono—. ¿Aún vives?

—Hola, Raúl, espero no haberte despertado.

—En absoluto, como sabes, los policías no hacemos nada, pero desde muy temprano —bromeó Raúl—. He madrugado para correr un rato.

—¿Estás solo?

—Sí.

—Entonces, tienes tiempo de escucharme. Por favor, presta atención.

—Soy todo oídos, querido amigo.

Alfonso, que se había alejado de las edificaciones, habló durante casi cuarenta y cinco minutos y, al terminar, se mantuvo en silencio.

—No me gusta, Alfonso —comentó Raúl pasados unos segundos—. ¿Puedes quitarte de en medio unos días?

—Más adelante tenía pensado hacer unas gestiones en Cartagena.

—Pues adelanta esas gestiones y pediré que allí te contacte personal de la embajada, compañeros míos, ¿vale?

—Vale.

—Y sobre este tema, no hagas nada.

—Eso es pedirle a Messi que fiche por el Madrid.

—Hablo en serio, Alfonso, hablo en serio; te llamo en unos días y espero que estés en Cartagena, yo voy a estar pendiente de este asunto, cualquier cosa que creas importante, hazlo llegar a la embajada a mi nombre, es el punto más seguro del que disponemos, no lo olvides, y mantenme informado.

Se despidieron afectuosamente y Alfonso volvió a su chinchorro, le había tranquilizado compartir con Raúl sus preocupaciones y más tranquilo ya, se quedó dormido.

Bogotá, martes 16 de noviembre

El consejero de interior leyó por segunda vez el correo electrónico que había recibido del comisario general de policía judicial, eran de la misma promoción y se conocían desde hacía ya demasiados años, por lo que apreció fácilmente que era un tema que le preocupaba y por el que tenía un especial interés. Se quedó pensativo durante unos segundos y descolgó el teléfono interior de la embajada.

—Buenos días, Ana, ¿el embajador está libre?

—Buenos días, don Fernando. Sí, el embajador está solo en su despacho en este momento.

—Muchas gracias, comunícale que subo de inmediato, por favor.

Fernando Castillo era comisario principal de la policía nacional y desde hacía tres años ejercía como consejero de interior en las embajadas de España en Colombia y Panamá, con residencia en Bogotá; desde allí dirigía un amplio equipo de Policías y Guardias Civiles que a través de la Consejería ejercían como agregados y oficiales de enlace entre las policías de ambos países y sus respectivos cuerpos, todo ello bajo la coordinación del consejero que garantiza la unidad de acción en el extranjero que caracteriza a la misión diplomática.

—Buenos días, embajador —dijo Fernando entrando en el amplio despacho con vistas al jardín interior de la embajada.

—Buenos días, Fernando —respondió el embajador—. Siéntate, por favor, mientras acabo de leer este correo.

El consejero tomó asiento frente a la mesa de despacho y un momento después el embajador apartó la vista del PC y se dirigió a Fernando con una amable sonrisa.

—Perdona, estos días todo parece ser más urgente de lo que en realidad acaba siendo. ¿Qué tenemos hoy?

—Respecto a los temas que están en marcha, no hay grandes novedades sobre lo que te comenté ayer, pero ha entrado un asunto del que quiero que estés al tanto, la comisaría general de policía judicial me informa de un periodista español que se encuentra trabajando en la Guajira y podría estar en una situación delicada.

—¿Podría correr peligro?

—Sí, pudiera estar en peligro.

—¿Has decidido qué hacer?

—Desde España se le ha aconsejado que salga lo antes posible de la Guajira hasta que pueda contar con ayuda. Parece que va a viajar a Cartagena, si no lo ha hecho ya, y yo voy a mandar allí a mi agregado para que se entreviste con él y podamos valorar el riesgo y el apoyo que podemos ofrecerle.

—Me parece bien, en esto, tú decides, y por favor, mantenme informado de lo que estimes que debo conocer.

—Como siempre, embajador, a tus órdenes.