Mal de ojo - Pilar Carrillo Pastor - E-Book

Mal de ojo E-Book

Pilar Carrillo Pastor

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Beschreibung

Si un niño no tiene apetito, vomita y llora sin causa aparente, puede que tenga Mal de ojo; le recomiendo que busque a la tía Liduvina. Ella podrá remediarlo. Si no la encuentra, acuda a otro curandero. Algunos curan con saliva, otros canalizan espíritus de otro mundo; los hay que eliminan el empacho con un pañuelo. No se preocupe, cualquiera podrá ayudarle. Tampoco es extraño que conozca a una anciana que nunca acude a los entierros por temor a que la posean los muertos y a un hombre que durante su trabajo se topa con un fantasma o a una mujer que no duerme porque tiene el don de la predicción en sueños. O a un joven que descubre que es hermano de leche de una culebra. Todo esto roza el misterio, pero a veces lo insólito también surge en nuestra mente cuando nos poseen sentimientos, ideas y adicciones, como la ilusión, el éxtasis, el amor, el juego, el sexo o la melancolía.

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Mal de ojo

Pilar Carrillo

Título original: Mal de Ojo

Primera edición: Enero 2017

© 2017 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autora: Pilar Carrillo

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Pablo Ortega Monge y Daniel I. Ortiz Bieliukas

ISBN: 978-84-16994-06-9

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorpora-ción a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 7021970/93 2720445).

Índice

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

Mal de ojo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

La cansularia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

La serpiente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .21

Camino del oeste. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

Las ánimas santas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

La voluntad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

Amelia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

La hamaca. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

El hermano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

El sueño infinito. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

El niño y el mulero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

El empacho. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

El niño perdido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

El tío Genaro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

El cementerio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103

La aurora boreal. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

La amante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .113

Anica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .121

La rebeca azul. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .127

El miedo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .135

José Luis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .141

La abuela Toneta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .151

La terraza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .161

La herida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .167

Prólogo

La comarca donde nací es uno de los lugares de mayor densidad de sanadores y curanderos de España. Desde la infancia conocí este fenómeno y siempre me pareció algo cotidiano y natural. Algunas veces me he preguntado qué tiene de especial su geografía o el paisaje; tal vez se trate de una fuerza telúrica. No lo sé. Pienso en ello mientras regreso a mi pueblo en coche, al atardecer. Las suaves luces del sol se esconden tras las montañas y el pueblo se cubre de sombras. La carretera traza una línea recta. Es el último tramo y me voy acercando. Esa proximidad siempre me altera. No sé la razón, pero cuando llego soy otra, más sensible, más receptiva, más abierta al miste-rio. Pienso que es el lugar, claro, el lugar.

Las nubes rojizas se mueven a ráfagas gracias al viento, constante e impetuoso. No hay nada como ese viento. Es diferente al resto de vientos que he conocido. Tiene un sonido silbante y a la vez tímido, y de repente se anima y gime para callar de inmediato. Muchas veces creo que me reconoce y me da la bienvenida diciéndome: aquí estás de nuevo y nos perteneces.

Salgo del coche. Las casas ya no son de piedra; ahora están forradas de granito pulido y vistosos azulejos. Solo las montañas permanecen incólumes sujetas al tiempo profundo. Azules. Sigo sintiendo que hay algo especial in-cluso cuando el viento para, cuando no se oye ni un mur-mullo y los sonidos son más humanos. Un portazo, una persiana que cae, unas voces que se acercan.

Soy de este lugar y cuando llego comprendo sin más. Cuando estoy fuera tengo muchas dudas; aquí desapare-cen. Nada de esto se explica con la razón. Por lo tanto, no pienso; dejo los argumentos y me aplico en existir.

b

Mal de ojo

La tía Liduvina era una anciana de gestos pausados, in-cluso al caminar parecía que un pie le pidiese permiso al otro antes de desplazarse. Llevaba el pelo gris peinado hacia atrás y unas lentes de concha cuadradas. Muchas veces te miraba por encima de ellas con sus ojos tur-bios. Entonces sabías que había ahondado en tu memo-ria y ahora compartía tus más íntimos secretos. No era una mujer instruida. No había ido a la escuela y tampoco apreciaba su existencia. Decía que sabía cosas que no se enseñan en ninguna parte. Y así parecía ser porque la tía Liduvina tenía un don y ese don la volvía fuerte, al menos en espíritu.

El día que llevaron a Pablo a la tía Liduvina había nubes negras. Su madre tiraba de su mano y el niño la seguía, pálido y callado.

La casa estaba en penumbra. Una bombilla colgaba de un hilo, pero no daba ninguna luz. Había cuadros de santos en las paredes. Entre ellos, un cristo con el cora-zón atravesado por un puñal. La mujer llamó con insis-tencia:

—¡Tía Liduvina! ¡Tía Liduvina!

La anciana salió arrastrando unas alpargatas gasta-das y secándose las manos con el delantal.

—¿Quién es? —dijo.

Frunció los ojos; el contraluz de la puerta la cegaba.

—¡Ay, tía Liduvina! Mi hijo está muy mal. A ver si us-ted puede hacer algo.

La tía Liduvina no dijo nada, caminó hacia la coci-na por un pasillo oscuro y volvió con un candil encendi-do, una taza con agua y un puñado de sal. Le preguntó al niño cómo se encontraba, pero él no le pudo contestar y agachó la cabeza.

Tomó su mano y le echó aceite del candil sobre el dedo corazón. El aceite resbaló hasta la uña y cayó sobre el agua diluyéndose al instante. Mientras, la tía Liduvina recitaba entre dientes una especie de salmo. No precisaba las palabras, sino que las encadenaba formando solo una, larga e ininteligible.

El niño sintió algo de vértigo. También un vacío in-menso en el estómago que se propaló hasta su garganta y amenazó con provocar un vómito. Respiraba fuerte y el corazón le latía como desbocado. Le hubiera gustado te-ner a mano su espada de madera; con ella se creía seguro e invencible. Pero la había perdido y desde entonces todo le había ido mal. Puede que la tuviera ese niño grande del colegio. Solía ser él. En una ocasión se la quitó de la mano y se burló en su cara. «Qué tonto eres», dijo. Luego co-menzó a luchar contra un enemigo imaginario imitando sus propios juegos y sacándole la lengua. Ante él siempre sentía frío y miedo, como ahora, aunque no era el mismo temor; ahora temía a una fuerza desconocida, interna, sin rostro.

Algunas gotas se precipitaron en la taza y la tía Lidu-vina contó mentalmente seis, siete, ocho. Puso más aceite a lo largo del dedo y cayó una última gota. Nueve. Eran incontables. El aceite había desaparecido.

—Tiene mal de ojo —dijo.

Cogió un pellizco de sal y espolvoreó la taza dibujan-do la señal de la cruz. Enseguida se lo llevo a la cocina.

La madre y el niño se quedaron solos.

—Mamá, me duele aquí.

Y se cogió el vientre.

—Lo sé, hijo. Pronto estarás mejor.

La madre le había preparado una manzanilla hacía un par de horas; desde entonces no había comido nada. Cómo iba a comer, si todo lo vomitaba, si, a veces, en ayu-nas, expulsaba una especie de baba amarilla.

La tía Liduvina trajo agua limpia y volvió a echar aceite sobre el dedo corazón. Recitó su cantinela; el bisbi-seo secreto sonó más rápido y fuerte.

«Espero que lleguemos a tiempo», pensó. «Espero que no le ocurra como a ese otro niño que murió hace solo unas semanas». Tenía mucho mal de ojo; pero se lo trajeron tarde, se lo trajeron cuando ella ya no podía ha-cer nada, cuando solo podía ocurrir un milagro.

El niño miraba cómo caían las gotas, pero no sabía contar y no las contaba. Luego veía puntos blancos en el aire y cómo esos puntos bailaban al son de la cantine-la que recitaba la anciana. Cerró los ojos y recordó los sueños de la noche. Había animales deformes. Un perro como el que tenía su abuelo, pero más grande y fiero y con joroba. Y una serpiente con pústulas que trataba de anudarse a su cuello y que le despertó de un mordisco en la yugular.

La madre recordó aquella tarde. El niño no jugaba con su espada. Le encontró recostado contra la puerta con la cara pálida y los ojos ausentes. Parecía enfermo. «Me duele la cabeza», dijo. Enseguida lo llevó a la cama y lo arropó. Aquella noche se despertó sobresaltado por un mal sueño, fue hasta su madre dormida y le cogió la mano.

Días más tarde, el niño asistió a clase; en el recreo se desmayó en medio de una carrera y el maestro lo llevó a casa. «Señora, tal vez debería llamar al médico» dijo.

El médico era nuevo en el pueblo; había llegado ha-cía algunas semanas. Era joven. Tenía una mirada inteli-gente y algo burlona que le daba un aire vivaracho. Al ver al pequeño entre las sábanas le dedicó una sonrisa y unas palabras amables. Cogió el fonendoscopio y le pidió que respirara fuerte. Pablo lo hizo. El aire salió con dificultad a través de sus labios amoratados. Luego el doctor pre-sionó su estómago con los dedos, pero no encontró nada. Miró al niño. Le impresionó su aspecto melancólico. Al fi-nal de su visita le recetó unas pastillas y mucho descanso.

El pequeño se sumió en un letargo cada vez más pro-fundo y triste. Las pastillas no le hicieron ningún efecto.

La madre no supo qué hacer hasta que recordó la no-vena por aquel niño muerto dos semanas atrás. Allí una mujer dijo que se hubiera salvado si le hubiesen llevado a la tía Liduvina; que ella probablemente hubiese podido hacer algo porque esa enfermedad no era cosa de médi-cos; venía de mala gente y la tía Liduvina sabía quitarla. La madre preguntó dónde vivía y le dieron la dirección. Luego siguieron hablando entre murmullos.

Las mujeres callaron de repente y una comenzó a re-zar una oración. Las demás la secundaron. La madre rezó con ellas.

Quien San Jerónimo fuera

para poder explicar

lo que padecen las almas

que en el purgatorio están.

Allí claman y suspiran

metidas en aquel fuego

y llaman a los mortales

que las saquen del incendio.

La madre miró la taza. Allí estaba el aceite, nueve gotas, pero solo se distinguían cuatro medio perfiladas; el resto se confundía con el agua. Miró después a la ancia-na; sus ojos arrugados y brillantes denotaban inteligen-cia. La vio mover los labios:

—Esto va bien —dijo y salió con la taza hacia la coci-na, no sin antes dibujar con sal la señal de la cruz.

Cuando volvió, su sombra apareció en la pared a la luz de la llama.

—Alguien ha querido muy mal a este niño —susurró.

El niño se estremeció.

De nuevo recitaba misteriosas palabras. El aceite resbaló por el dedo; una gota quedó prendida en la uña un segundo antes de caer al agua.

Pablo miró los ojos claros de la tía Liduvina. De nue-vo una gota amarilla en su dedo.

—¿Me voy a morir? —preguntó.

—No. No. Qué tontería.

Hubo un silencio solemne. Nueve perlas de aceite bailaban en la taza.

El niño pensó en aquel que le robó la espada. Sintió que no le temía. Era extraño, pero ya no le temía. Volvió a revisar esa emoción con sorpresa. Era cierto. No le temía. De repente quiso acudir al colegio, jugar con sus amigos, correr por el patio, saltar, reír. A continuación experi-mentó un vigor repentino y sus pies se balancearon en la silla con ánimo de andar.

La madre dijo:

—¿Te duele la barriga?

—No. No me duele.

—¿Estás bien?

Él asintió.

Le rondaron por la cabeza las palabras, «mal de ojo», «mal de ojo». Vio un ojo enorme que se diluía en su mente y sonrió.

La madre se preguntaba quién podría ser el artífice del mal. Pero no se le ocurrió nadie. Y luego sí, le vino a la memoria un rostro. Tal vez fuese esa mujer, la del mer-cado. Dolores, se llamaba. Tenía los ojos estrábicos. Qué mirada la de esos ojos, aguda, inquietante. La sintió en las mejillas como si la hubiese rozado. Y apartó la cara. Se dio cuenta de su sonrisa; le faltaba un diente y era amplia y amable como las sonrisas sinceras.

Nueve gotas sobre el agua. Flotaban bajo la atenta mirada de la tía Liduvina que interpretaba los signos del aceite.

—Ahora este niño mejorará mucho. Mañana me lo traes otra vez y lo limpiamos del todo. Además le pones un escapulario de la Virgen del Carmen, que es muy pro-tectora, no sea que le vuelva a pasar.

Luego se sentó en una silla y se secó el sudor de la frente con un pañuelo. La madre la miraba con admira-ción.

—Pero tía Liduvina, ¿quién le enseñó a hacer esto?

—Pues ¿quién me va a enseñar? El Señor, hija mía, el Señor.

La madre cogió al niño de la mano y salió a la calle. Había oscurecido y las farolas daban una luz amarillenta. Al volver una esquina se encontraron a Dolores que cami-naba hacia ellos. La madre cogió al crío en brazos, corrió y se cambió de acera.

Dolores se había acostumbrado a que apartaran los niños de su camino, a que dijeran en el pueblo que ella

los enfermaba, incluso que los mataba. Eran crueles. Ella quería a los niños. Le gustaban. Por eso los miraba. Aho-ra que, no podía evitar tener esos ojos.

Una vez las hortensias de su vecina se marchitaron. Ella admiró su belleza de camino a la iglesia. Las tenía en el portal, recién regadas; las macetas todavía goteaban y un reguero de agua se deslizaba por la calle. Solo le dijo:

—Tienes una hortensias preciosas.

Días después la planta moría. La vecina le dijo que las había matado con la mirada. Pero, ¿qué podía tener ella contra unas flores?

b

La cansularia

Yo no pensaba mucho cuando salía de la cantera con la paga en el bolsillo. Tal vez si me hubiese dado por pen-sar no hubiese perdido tanto dinero, quiero decir, que no lo hubiese malgastado en vicios. Pero yo sabía que si me paraba a reflexionar no jugaría y lo que deseaba, por enci-ma de todo, era jugar. Y a veces pensaba en ello, pero en-seguida dejaba de pensar y me concentraba en el billete, nuevecito, todavía sin estrenar; el sueldo de una semana picando piedra al sol del invierno.

En el juego pierdo o gano. Y aunque eso es impor-tante, lo que de verdad me emociona es la espera, la duda, la ilusión. Por ejemplo, yo he apostado por un rey y las manos del banquero cogen la baraja. Ahí está la magia, en esos infinitos segundos. Es entonces cuando me llega pla-cer, no sé de dónde, tal vez de mi propio interior. Por fin la carta cae sobre la mesa con un golpe sordo. Y no es un rey sino una sota de bastos, una vieja carta amarillenta que se pega a los dedos del banquero. Y ahí pierdo mi dinero. Pero ese momento que casi me convierte en ganador es gloria bendita. Eso es lo que me puede, el «casi».

Sobre la mesa se descubren cuatro cartas. Entre ellas se decide la apuesta. A mí me gustan los reyes. Y casi siempre apuesto por ellos, cuando los hay. Entonces digo que va a salir un rey del mazo de cartas; lo pienso, estoy ahí pensándolo continuamente, como si rezase una plega-ria. Y no, por esta vez no. Con la sota de bastos veo como mi dinero se esfuma entre una montaña de billetes que permanece sobre la mesa. Pero no siento pesar.

No siempre pierdo. A veces la suerte me acompaña. Y entonces mi alegría no tiene límites. Se me ilumina hasta la sangre. Es como si tuviera muerto el cuerpo y, de repente, resucitara. Nunca he conocido sensación igual, pueden creerlo. Cojo el dinero de un manotazo y lo meto en el bolsillo de la chaqueta. No dura allí mucho tiempo. Enseguida saco unas monedas y pierdo; después un bille-te y pierdo. Luego mis dedos tantean en un bolsillo vacío. Pero eso tampoco llega a preocuparme.

Porque perder se pierde. Y mucho. Y si no que se lo digan a mi mujer que controla el dinero que entra en casa. Nunca he sabido por qué Dios hizo como hizo a las mu-jeres, con esa mente tan sensata, tan previsora. Siempre pensando en la semana que viene, en qué comeremos o que no, en la ropa que llevaremos el próximo día, en el fu-turo de los hijos. Y si las mujeres son sensatas, la mía las supera a todas. No es que me queje, si lo que me admira es su descaro y su coraje. Mi mujer de valiente se pasa.

Después de varias semanas dándome al juego, pasa-ba que no teníamos nada en casa que llevarnos a la boca. He de confesar que estaba algo poseído por el vicio. No sé ni cómo se las arreglaba mi mujer para darme la fiambre-ra con la comida todas las mañanas. Y yo me iba al traba-jo con el saco al hombro y con algo de remordimiento por ser como era.

La cantera es un lugar de calor. El día es lento y las horas se detienen justo cuando el sol está más alto. Tengo las manos salpicadas de callos, pero ya son tan duros que no me molestan. A golpe de pico voy cortando una pie-dra cuadrada. Con eso tardo varios días, no piensen otra cosa. Es dura la condenada.

A lo que iba; llegaba la hora de comer y estaba des-mayado. Dejaba el pico apoyado en la roca. Me sentaba en

el suelo bajo un sillar y abría la fiambrera para encontrar-me con una torta, seca como una estera.

Pensaba en mi mujer y sonreía.

«¡Hala! Voy a darle a la Cansularia».

Y me la comía con apetito. Así que, si no le daba dine-ro esa semana para el mercado, ya teníamos a la Cansu-laria en la fiambrera. Me estaba acostumbrado a aquellas tortas de harina de cebada sin aderezo de ninguna clase que se enredaban en el paladar. Y eso que apenas podía tragarlas a menos que bebiese un sorbo de agua.

Esto fue así durante semanas, no sé cuántas. Duró mucho tiempo. Los hombres nos juntábamos en aque-lla bodega, esa que había al lado de la fuente, y bajo una bombilla desnuda íbamos echando dinero mientras en-tregábamos nuestra voluntad a una carta.

Al cabo del tiempo, a mi mujer se le acabó la pacien-cia y todo lo demás. Recuerdo que allí estaba yo, con mi fiambrera, sentado en medio de la cuadrilla y cuando le-vanto la tapa me encuentro con un manojo de cartas y una navaja por todo alimento.

Comencé a reír. Vaya si me reí. No podía parar. To-dos mis compañeros me miraban y