Mañana ya no hablaremos de nada - Montse Bizarro - E-Book

Mañana ya no hablaremos de nada E-Book

Montse Bizarro

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Beschreibung

Los personajes de esta historia se aferran a la amistad en un mundo que les ha arrebatado su futuro, mientras habitan una Barcelona vibrante donde predominan las drogas, la violencia y los desafíos psicológicos. La protagonista enfrenta el desafío de amar a Lorena porque, al contrario de lo que imagina, el amor a los veinte no es un cuento de hadas, sino una herida abierta que supura celos, abandono y frustraciones. Con un ritmo vertiginoso y una escritura descarnada que desafía a los lectores, Mañana ya no hablaremos de nada pone en evidencia de qué modo la neurodiversidad determina nuestra percepción del mundo –la calle, el amor, la diversión, el autoconcepto– y las relaciones con los otros. Montse Bizarro nos muestra con habilidad, sensibilidad y compasión que habitamos una época en la que la estabilidad psicológica se ha convertido en un bien preciado. Y, ante la implacable autoexplotación de nuestro tiempo, nos plantea una pregunta crucial: ¿quién posee una salud mental intacta?

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MONTSE BIZARRO

MAÑANA YA NO HABLAREMOS DE NADA

DERECHOS RESERVADOS

© 2023Montse Bizarro Amat

© 2023Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

© Imagen de portada: Júlia Lladó

© Diseño de portada y portadillas: Alejandro Magallanes

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: 2024

eISBN: 978-607-8851-66-9

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

¿De modo que esta desazón

estas ganas de huir a ningún lado

este aburrimiento de la gente

y aun de las cosas amadas

este malhumor matinal

eran, al fin de cuentas, la vida?

CRISTINA PERI ROSSI

Me niego a vivir en el mundo

ordinario como una mujer ordinaria.

A establecer relaciones ordinarias.

Necesito el éxtasis.

Soy una neurótica, en el sentido de

que vivo en mi mundo. No me adapto

al mundo, me adapto a mí misma.

ANAΪS NIN

Ser maldito es saber que tu discurso

no puede tener eco,

porque no hay oídos

que lleguen a entenderte.

ROSA MONTERO

ÍNDICE

PARTE I

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VIII

PARTE II

CAPÍTULO IX

CAPÍTULO X

CAPÍTULO XI

Parte I

CAPÍTULO I

–Tía, tiene el coño de pavo.

–¿Qué coño dices? ¿Qué es un coño de pavo?

Alguien ríe: han dicho la palabra coño dos veces seguidas.

–¿En serio no sabes lo que es? ¿Y tú te haces llamar bollera?

Una chica de unos veinticuatro años, con el culo apoyado en la barra del aparcabicicletas, se incorpora dando tumbos y se acerca hacia nosotras. Sostiene una cerveza desbravada en una de sus manos y, con la otra, en un gesto teatral, patético, se quita unas gafapastas verdes y redondas de la pechera de su chaqueta y se las coloca en la punta de la nariz.

–A ver, no quisiera ofenderos, pero aquí la única bollera de oro soy yo. Nunca he estado con un tío. No creo que vosotras podáis decir lo mismo.

–Venga, Joana, no jodas. No has estado con un tío ni con nadie. Desde que te dejó tu ex te has vuelto muy modosita.

–Paula, ¿tú sabes qué es un coño de pavo?

–Claro que lo sé, imbécil. Son los coños feos, tristes, solitarios, los coños que viven en cuevas húmedas y oscuras…

–Corta el rollo, tía.

Inés intenta reírse pero tiene la boca llena de Voll-Damm. Se atraganta un poco, empieza a toser y le roba el piti a Paula para fumárselo compulsivamente; es su manera de recuperar la respiración, de que sus pulmones reconozcan el humo turbio del cigarro que circula a todas horas por su tráquea y vuelvan a la normalidad.

–Está bien, está bien. Son coños de pavo porque despliegan sus plumas cuando hay intrusos. Sus plumas, ¿lo pillas?

–Tía, que a Lorena le cuelgan los labios de abajo como si su coño fuera una red de pesca submarina. Vamos, que si tuviera el coño al aire y pasara una ráfaga de viento, los labios te golpearían en toda la cara.

Creo que ya he tenido suficiente. Agarro mi vaso de plástico del suelo, les suelto un “voy adentro” sin más explicaciones y me dirijo a la entrada de Aire.

Cuando atravieso la puerta del local recuerdo una de mis canciones favoritas de Vetusta Morla, aquella que dice algo así como: “ser cuchillo y presa a la par”. Yo también estoy participando de todo esto, así que no puedo quejarme. Aunque a veces me gustaría clavarle la montura de las gafas en el entrecejo a Joana, o decirle que no es mejor que las demás por trabajar un par de horas al día y presumir de ser bollera las otras veintidós. No puedo quejarme porque yo también soy bollera. Soy una de ellas. Y esto, lo que me hace sonreír sin ganas cuando escucho “coño de pavo”, lo que me hace respirar entrecortadamente cuando se aproxima un viernes, un sábado o incluso un jueves, es el mundo de la noche. Un derroche de energía, tanto física como mental, completamente inútil. Pero entonces, ¿por qué sigo aquí?

–Mar, ¿dónde te habías metido? Lorena está fatal. Dice cosas muy chungas, tía, y hemos tenido que inmovilizarla porque se estaba pegando cabezazos contra el espejo del baño. Ya le han caído varios insultos…

Por Lorena. Sigo aquí por Lorena. Porque la necesito tanto como ella a mí. La necesito tanto como a la cerveza que ahora me bebo compulsivamente, como Inés con el cigarro de Paula. Aunque seguramente recurrimos a esas técnicas de evasión por motivos completamente distintos.

–Tranquilo, yo me encargo.

Y Sergi suspira aliviado porque él tampoco quiere “cargar con el muerto”. Siempre me ha gustado esta expresión, y, en este caso, es casi literal: Lorena, cuando bebe, o cuando se mete speed, coca, o cualquier droga que encuentre, desaparece. Sus ojos se vuelven translúcidos, opacos. Parece paradójico, pero no: yo he visto cómo el verde-lago de sus ojos se funde con el blanco de su alrededor hasta que se quiebra. Su sonrisa se tuerce en un gesto de superioridad casi imperceptible, en una mueca de fastidio, de agotamiento, que anuncia el fin de algo. Lorena siempre está de regreso. Y estuvo sola en el camino de ida. ¿Alguien puede ayudarla ahora, un 15 de febrero de 2022? Yo empiezo a sospechar que no. Pero prefiero no pensarlo y agarrarme a esta Xibeca fría que tengo en mi mano como si fuera lo último que me queda en esta vida.

Intento abrirme paso a través de la marabunta de gente que se agolpa en el pasillo de Aire. Hoy es Stupendas, y eso significa que todas las lesbianas de la ciudad, y sus respectivos amigos gays, maricas, bisexuales, personas queer o de género fluido nos reunimos en esta pequeña sala que apesta a sudor y a humedad.

A veces me repugna el mundo de la noche, pero ya hace tiempo que mis ideas y mis actos no coinciden. Ahora solo me importa Lorena; necesito reconstruir el trayecto que recorrió durante su infancia mientras se dirigía, sola, a este mundo cruel e inhabitable. Y no me importa perderme a mí misma en el camino si es necesario.

–¿Me pones un Jägger Cola?

La camarera me hace un gesto afirmativo con el pulgar, sin mirarme, y saca un vaso de tubo del mostrador. En ese momento pienso: “Todas las camareras guapas son unas estúpidas”. Y, si se han acostado con tu ex –con Lorena, para ser exactos–, aún lo son mucho más. Y eso que yo no tengo la culpa de nada. Supongo que habrá percibido cómo mi cara pasa del “me lo estoy pasando de puta madre” al “quiero salir corriendo de aquí” en cuestión de segundos, en la pista, cuando Eric o Sergi van al baño. Cuando pienso que nadie me ve. Pero Ester siempre me ve, al otro lado de la barra, y se aprovecha de mi debilidad para acostarse con Lorena cuando ella necesita un respiro, cuando no puede soportar la intensidad de las mañanas sobrias. Yo soy como una mañana sobria. Algo así me dijo una vez. Me imagino a Ester emborrachándola en una mañana de abril, a pleno sol, para sofocar la revolución que intento crear en ella, en nosotras, para dejar de sortear el campo de minas que es este antro sucio y lleno de lefa.

De fondo suena la canción “Usted”, de Juan Magán. Qué oportuna. Aquí siempre ponen pachangueo del malo –ni siquiera la música me gusta–, pero esta canción… esta canción tiene algo que siempre me emociona. “Yo no puedo sanarla si por gusto miente”. ¿Quizá nunca aprendió a decir la verdad? O, en todo caso, nunca le sirvió para nada. “Yo no puedo sanarla si ella no quiere”. ¿Acaso una persona, si no estuviera condicionada por años de maltrato doméstico y de violencia autoinfligida, escogería no curarse? No me lo creo. No quiero creérmelo.

Me he bebido la mitad del cubata, ahí, sola en la barra, y cuando estoy planteándome salir a hacerme el noveno piti de la noche, alguien me toca la espalda. Me giro y ahí está Lorena, con su media melena castaña que huele a hachís y a Moussel; con sus ojos tristes y ausentes, esos ojos que miran hacia adentro buscando nada, y con un cuerpazo espectacular, aunque repleto de cicatrices. Hoy le han caído un par de insultos, pero hace un par de meses fueron un par de navajazos; no puede controlar su impulsividad cuando va ebria, esto es, casi siempre, “yo y mi ebriedad contra el mundo” y se ríe, la tía, como si fuera el tío misterioso de las películas de Lynch. Me coge la mano y me sonríe con dulzura. Su pequeña nariz, chata, pequeñísima, preciosa, me perturba. Es como La mujer que llora de Picasso. Una nariz discreta, dulce, una nariz de mujer inocente, desplazada del resto, de una belleza sensual, brutal, de una belleza que no pasa desapercibida en este mundo de bolleras carroñeras. Alguien tendría que criogenizar esa nariz, para salvarla de la coca y de las volutas de humo que suelta noche sí y noche también.

–Mar, lo siento. Te quiero. Vámonos a casa. Por favor, Mar, vámonos a casa.

–¿Qué te pasa?

–No lo sé, no puedo respirar. Abrázame. Por favor, vámonos a casa.

Y me abraza fuerte, muy fuerte, con una fuerza sobrehumana. Noto los ojos de Ester perforándome la nuca, o quizá el lado rapado de mi cabeza. El corazón le va a mil por hora, le tiemblan las manos y los pies, como a mí cuando no puedo dormir después de mezclar speed y alcohol del malo, o como a mí sin mezclar nada caminando por la calle, pensando en nosotras y en la ansiedad que me generan nuestras discusiones; nuestros juegos dialécticos, pero también sus agresiones físicas, desesperadas, contra sí misma. Yo también suelo recibir algún golpe, al final, por interponerme entre ella y ella. El cuerpo tiene memoria, dicen. Si sigo así me moriré de un infarto a los treinta y cinco.

De repente su mirada cambia completamente; sus ojos se encienden como el amarillo ámbar de los mecheros en combustión, y su nariz se arruga hacia arriba, como si quisiera juntarse con sus pestañas. Se deshace de mis brazos y me empuja contra la barra. Me agarro como puedo a esa superficie plana y tiro un par de vasos de tubo. En milésimas de segundo tengo las mangas de mi camisa completamente encharcadas.

–Desaparece de mi vida de una puta vez. Te odio, joder. ¿Por qué coño me abrazas? No me toques. Eres lo peor que me ha pasado nunca.

Y se agarra la cabeza con las dos manos, se intenta alisar el pelo hacia abajo, como si temiera que se le evaporara el cerebro, como si quisiera aplastar sus recuerdos, no lo sé, la verdad es que no sé nada; me quedo mirándola sin reaccionar, como un espantapájaros. Sí, en ese momento me siento como un espantapájaros: nadie sabe para qué sirven, pero siguen ahí, mirando desde su pedestal de tela cómo se pudren las cosechas a su alrededor.

Alguien ha avisado a seguridad. Uno de los gorilas de la entrada, alto, calvo, con tatuajes en todas las partes visibles de su cuerpo, coge a Lorena del brazo y la arrastra hacia afuera. Ella ni siquiera hace el esfuerzo de resistirse, porque sabe que no está bien lanzar a tu ex contra la barra como si fuera un proyectil, y porque sabe que no es normal golpearse la cabeza así, con esa fuerza, a pesar de que no puede evitarlo. A veces pienso que tiene la necesidad enfermiza de buscar conflictos para que venga cualquier gorila a castigarla y le diga algo así como: “Oye, tú, deja de hacer tonterías”. Y que toda esta pesadilla fuera simplemente eso: una tontería.

Ojalá yo pudiera darle puñetazos hasta que me sangraran las manos. Ella me miraría con odio, fingiendo que me odia. Se le da tan bien fingir: llegué a pensar que podía sentir amor, aunque solo fuera por mí. Qué estupidez. Y ella se sentiría aliviada, al fin, porque dejaría de recordarle que tiene razón, que hay algo de verdad –una verdad preciosa– en sus ataques de ira por el suicidio de su madre, por la muerte de su hermana, por el alcoholismo de su padre, por sus veinte años de niña medio huérfana luchando por dejar de parecerse a ellos y empezar de cero. Y la verdad duele, duele tanto que no puede soportarla: “solo quiero negarme, agotarme, destruirme”. Y yo le ofrezco comprensión, cariño, confianza. “Vaya mierda de ex”, tal y como me dijo una vez cuando me amenazó con tirarse al metro si no le pagaba un chupito. Y quizá es cierto, soy una mierda de ex porque no puedo ofrecerle lo que me pide, aunque mi amor nos esté costando la vida.

Un grupo de chicas andróginas se han quedado mirando hacia el pasillo y comentando lo que acaba de pasar: “Qué fuerte, nunca había visto nada igual”, “¿Habéis visto la peli de El Exorcismo de Emily Rose? Clavadita”, “Seguro que se ha metido de todo”, “A mí nunca me ha pasado algo así, ni siquiera en el Arenal Sound”. Y empiezan a imitar sus convulsiones, poniendo los ojos en blanco, sacando espuma por la boca. No me hace ninguna gracia. Podría rodearlas, pero decido apartarlas de un manotazo y abrirme camino hacia la entrada. Todos me miran porque yo soy la agredida y tengo permiso para estar afectada. Odio ser el centro de atención, pero en estos momentos, con seis cubatas encima y un par de birras, mi ansiedad social se ha reducido al mínimo y mi cabeza es como un mar de burbujas con sabor a Voll-Damm.

Mi lengua está medio dormida y, cuando lo noto, mi sistema de hipervigilancia empieza a contar mis latidos, uno por uno; me molesta mi corazón, ese pedazo de órgano deforme y de sangre oscura y coagulada tan poco parecido a los emojis de WhatsApp. La ansiedad me había dado una tregua momentánea, supongo que debido a la adrenalina y al alcohol, pero ha vuelto a reaparecer con más fuerza que nunca. Creo que voy a desmayarme, así que intento agarrarme como puedo a la repisa de la pared que hace las veces de guardarropa.

No puedo parar de pensar en mi lengua y en mi corazón, y no en un sentido metafísico o trascendental, sino sintiendo que van a fallar en cualquier momento y que debo controlar mi respiración para evitar que mi cabeza se nuble con la inminencia de una muerte por asfixia o por un infarto fulminante. Qué ridículo me parece el amor cuando el dolor físico es tan real. Intento concentrarme en lo que me dijo mi psicólogo: “No puedes autoprovocarte derrames cerebrales o ataques al corazón, por mucha ansiedad que tengas”. Lo sé, lo sé perfectamente, pero no puedo sentir que sus palabras son reales, por mucho que las entienda. “Tus obsesiones no son profecías, el pensamiento y la voluntad no tienen nada que ver”. ¿Quiero matar a mi madre por imaginarme cien mil situaciones en las que un cuchillo le recorre lentamente las varices azuladas de sus piernas? Él me asegura que no. Yo creo que sí, o siento que sí. “Repítete que tus pensamientos, por muy delirantes que sean, son tonterías. No intentes evitarlos o encontrarles alguna explicación lógica; ríete de ellos”. Son tonterías, son tonterías, son tonterías, son tonterías, son tonterías… No sirve para nada.

En ese momento entra Sergi y me encuentra ahí, respirando entrecortadamente, coleteando como un pececillo sin oxígeno, y sudando como si me acabaran de rociar gas lacrimógeno en los pómulos, las axilas e incluso en la entrepierna.

–Ya me lo han contado. Tranquila, te puedes quedar a dormir en mi casa.

Le agradezco el gesto, aunque, en realidad, pienso que es mucho más fácil “cargar con el muerto” si te unen quince años de amistad con el sujeto en cuestión. Dejo caer todo el peso de mi cuerpo en su hombro peludo, que ha quedado al descubierto porque se ha arremangado la camiseta como si fuera un acordeón, y en cuestión de segundos estoy atada a un cinturón que me sostiene medio inconsciente en un asiento cómodo y confortable.

Abro la ventanilla, a pesar de que mi mandíbula ha empezado a traquetear como los carruseles de las ferias por culpa del frío, e intento pensar en algo. Pero ya no sé qué prefiero, si morir congelada porque la lluvia gélida que está cayendo me va a reventar las mejillas o volver a mis rumiaciones y a mis devaneos mentales, donde todo es seguro e insoportable a la vez. Es como una canción de cuna: lengua, corazón, palpitaciones. Y vuelta a empezar. Duérmete niño, duérmete ya… Me parece perturbador que mis canciones de cuna sean tan gores e incluyan sangre, varices, cuchillos… ¿Qué clase de persona soy, que intenta relajarse recurriendo a imágenes de su madre agonizando o de enchufes enrollados en el cuello de sus hermanas pequeñas? ¿Y si soy mala persona y ya está? ¿No sería mejor que existiera una mala persona menos en el mundo?

Me bajo del coche llorando, completamente agotada. Han sido solo tres horas de fiesta, pero he sentido un pánico salvaje y desmedido acechándome en todo momento y he temido en varias ocasiones que me reventaran una botella en la cabeza, sin ningún tipo de indicio de que esto fuera a ocurrir; cuando salgo de fiesta temo incluso a los unicornios de colores porque, si me los imagino, los siento reales. “No pienses en un elefante rosa”. El elefante quiere matarme. Está absorbiendo todo el tiempo del que dispongo para distraerme, salir a tomar algo, ir a hacer un brunch en cualquier sitio pijo del centro, ser feliz. Y ahora el elefante me acelera el corazón, otra vez. Que alguien apriete el gatillo en la bala correcta de la ruleta rusa y me deje morir en paz, aunque solo sea esta noche.

Sé perfectamente que mis obsesiones son una forma de evasión, una de las mil y una trampas que diseñan las células de mi cerebro para ayudarme a huir de todo aquello que me hace daño. Y en este caso el dolor es Lorena.

Pero, ¿acaso las personas con actitudes tóxicas, maltratadas por la vida y por las circunstancias no se merecen ser amadas?

Mamá,

Tu leche siempre fue cálida

Y sin embargo

Nunca supiste dármela

Fui yo la que me alimenté de sapos y de moscas

Y me hice grande como el cielo

Con el alimento de las estrellas negras

Quise crecer con el viento

Y elevarme por encima de ti

Y de los brazos retorcidos de los puentes

Pero ahora ya es tarde

Alguien ha avanzado el reloj

Los miembros han crecido desgarbados

Y los coches colisionan antes de cruzar

Mi aliento los detiene y destroza las ventanas

Y yo me hago un puñal con los cristales

Para resistir el frío de tu olor

Porque me dabas leche y en realidad no tenías alma

Y yo siempre la busqué en tu pecho

Donde el alma aún se hacía más pequeña

Pero nunca sospeché que no existía

Y durante un tiempo desdoblado

Cuando yo fui como tú y mis dientes se invirtieron

Quise volver al templo oscuro del paladar

Y solo me quedaron las encías blancas de tu vientre

Y fue entonces cuando cogí el puñal

Y reventé los suelos con mi llanto

Para que los coches se desplomaran por mi garganta

Y se unieran a los sapos y a las ranas

La rana ahogada en su veneno

Y con un hierro oxidado en su ojo de canicas negras

Trepando por mi laringe

Para escapar al mundo exterior

Y queriendo saltar hacia atrás para volver a la madre

Acunarse en sus brazos como una niña enferma

Desoyendo las voces que la invocan en otros lugares

A una velocidad tibia y estancada

Como un lago maldito en el que crecería mejor

Porque tendría alma

Y porque los puentes tienen alma

Y tú pudiste tenerla

Pero se te escapó en la leche que derramabas encima de mis pechos

Y de mis bragas ardiendo

Mis bragas ardían con tu leche derramada

Al final el sapo se hundió en tus brazos

Y yo me alimenté de él para que no recibiera tu leche

Y luego vinieron las moscas y el zumbido triste de su melancolía

Flotando alrededor de tu cuerpo inerte

Mostrándole al mundo que te fuiste por nuestra culpa

Por mi aliento contra las ventanas de los coches

Porque ya no tenías provisiones

Y yo era una niña mala que jugaba con insectos y con sapos

Al final conseguimos matarte

Y todo fue más duro que la muerte

Porque nos quedamos sin leche

Y nos devoramos unos a otros

LORENA GONZÁLEZ23/02/2022

CAPÍTULO II

Estoy volviendo a casa antes de lo previsto. Hoy me he metido M y he sentido que mis emociones fluctuaban entre la euforia y el desconcierto; mi piel se erizaba, las lágrimas inundaban mis ojos sin previo aviso. La intensidad de las luces, el sudor de los cuerpos y el dring-dring de los hielos en las copas me han recordado al libro Quiero dejar de ser un dentrodemi, del autista Birger Sellin. No sé si el título lo pensó él, o si lo pensó él pero no pudo expresarlo, pero me parece un título genial; Birger explica que no es fácil gestionar tus reacciones cuando cualquier estímulo –el ruido de un monopatín, la trayectoria desigual de un carrito de la compra, la estridencia de unos intermitentes con las luces mal graduadas– es como una bofetada en toda la cara.

La cotidianidad, para Birger, es un túnel del terror con la bruja mala rozándote la nuca con su escoba. Y tú eres ese niño pequeño que va caminando por la calle con la cuchara entre los dientes, deseando que el huevo no se caiga, rezando para que nadie interactúe contigo en el trayecto hacia tu casa porque tu misión es llevar el huevo hasta el final del día y eso es lo único que importa.

Decido dar una vuelta para relajarme un poco antes de ir a mi portal. Me enciendo un piti y el amarillo de la llama me quema las retinas y me deja una mancha verde parpadeante en los ojos. Aún tengo los efectos del M en mi cuerpo. Los árboles de la avenida Mistral son enormes y amenazantes y se abren como garras por encima de un suelo que, por culpa de esas garras, nunca ha podido ser otra cosa. Hay terrazas a ambos lados de la avenida y algunos parterres muy bien recortados con meadas de perro que brillan bajo la luz anaranjada de las farolas.

Agradezco que aún sea de noche porque puedo caminar sin definir demasiado las formas que me rodean. Solo yo y mi cigarro contra el mundo, como Lorena y su locura contra todos nosotros. El aire frío que viene desde el final de la avenida, cerca de Plaza España, me tira el pelo hacia atrás y me humedece un poco los ojos. Empiezo a estar un poco más calmada. Pero sé que tengo que concentrarme en el frío y en el compás de mis pasos para que el huevo llegue sano y salvo a casa.

En la esquina entre Entenza y la avenida noto una presencia que perturba por un momento la tranquilidad de la noche. Un niño pequeño está jugando con un diábolo a pocos metros de una señora vestida con un mono tejano y unas sandalias de tela. Los dos tienen la cara sucia y llena de algo que parece gravilla o arena mojada, como si se hubieran intentado limpiar la mugre con unas manos aún más sucias que su cara. Pero parecen felices. Felices y viviendo en la calle. Yo tengo todo lo que quiero y me meto M por las noches porque quiero demasiadas cosas y soy totalmente incapaz de conseguirlas. “Para de autocompadecerte”, me diría mi psicólogo. Quizá si me hubieran enseñado a no desear nada podría dejar de hacerlo.

El niño me mira con una sonrisa abierta, despreocupada, y la madre le acaricia la cabeza y lo empuja un poco hacia ella en un gesto de “no molestes a la chica”. Y acto seguido coge la guitarra que tiene en el banco de su derecha, junto a un bote de plástico con monedas de veinte céntimos, y empieza a tocarla. Flojito, para no despertar a los vecinos que pueden permitirse un piso en esta calle céntrica y peatonal de Barcelona.

Yo tocaría normal, fuerte, como si no fueran las dos de la mañana. Y si pudiera le reventaría los tímpanos al del parterre del número 25. Pero no sé tocar la guitarra ni hacer nada mínimamente artístico; me dedico a estudiar las obras de arte de otros, de Van Gogh, Kandinsky, de las vanguardias en general, de todo lo rompedor y alternativo que yo no he conseguido ser, para presumir de intelectual. Pero supongo que esto tampoco me importa, porque me sigo metiendo M, o speed, o coca, para olvidar lo que Lorena y yo hemos aprendido en nuestros años de carrera.

Los primeros acordes de la mujer me transportan a un lugar un poco más seguro que el de la discoteca de esta noche, e incluso más seguro que mi casa; a un lugar menos claustrofóbico que el mundo entero cuando no sé adónde ir, hacia dónde encaminar mis siguientes pasos. A veces siento que la realidad me queda grande y pequeña a la vez, como en esas norias infinitas que, a pesar de ser gigantes, no pueden compararse con la eternidad, o con el vértigo de las experiencias que nos atraen y nos perturban a partes iguales, que en mi caso son todas, o casi todas. Como a Birger. En estos momentos siento que estoy demasiado viva.

Oh, where have you been, my blue-eyed son?

And where have you been, my darling young one?

(…)

And it’s a hard, it’s a hard, it’s a hard, and it’s a hard

It’s a hard rain’s a-gonna fall.

Su hijo la escucha hipnotizado y yo me enciendo otro piti. No me importaría morir esta noche de una sobredosis de nicotina; ojalá fuera posible, y no esa muerte lenta y dolorosa del cáncer de pulmón. Me quedo observando a ese crío precioso con pecas diminutas en su nariz y unos ojos enormes de berenjena madura. Alguien me dijo una vez que los niños no son inocentes; sus gamberradas pueden destrozar la autoestima de otros compañeros de clase y condicionar su vida para siempre.

Que alguien te llame “tonta” con tres años, en tu primer día de clase, puede ser tu perdición. O pudo haber sido la mía –y quizá lo fue, el problema es que no lo recuerdo–, porque a estas alturas seguiría preguntándome por qué, en qué momento mi cara y mis gestos y todas las manías visibles que conforman mi personalidad hicieron que alguien me llamara “tonta”. Y a mí no se me ocurriría pensar en un error de percepción por su parte; esa persona tendría razón, porque estaría viendo a través de todo lo que vendría después y que me convertiría en tonta, y en egoísta, y en cosas mucho peores. Al final, ese “tonta” en labios de un niño desconocido conformaría todo lo que soy hoy en día.

De repente, una imagen que no consigo identificar atraviesa mis pensamientos y se instala en mi tráquea. Empieza a fallarme la respiración. No sé de qué se trata, pero intuyo que es algo terrible. Como si estuviera a punto de inmolarme en la parada de Paseo de Gracia, en la línea 3, a las ocho de la mañana.

Piensa en el huevo, piensa en el huevo, piensa en el huevo… No sirve para nada. Como siempre. Si al menos pudiera identificar por qué he empezado a sentir miedo, y culpa, y vergüenza, quizá podría hacer algo para anticipar las respuestas de mi cuerpo… Y entonces lo veo: la imagen de un niño desnudo, con los pezones como pequeñas aureolas de ángel, y con un pene diminuto que es todo piel y pellejo y pequeños huevos de codorniz adornando su pelvis. Siento cómo el M se expande por mis ingles y me excita hasta que me duele la vagina. Y la imagen del niño –ahora por fin comprendo que el rostro de ese niño es el mismo que el del diábolo– es simultánea al efecto del M. Y ya no se qué viene antes, si el huevo o la gallina, o qué es consecuencia de qué.

¿Me he excitado por los efectos del M o por el cuerpo desnudo de un niño pequeño? “Es un pensamiento intrusivo, tú no tienes la culpa de nada. Déjalo ir”. “Déjalo ir”, como si estuviera despidiéndome de un amor de verano. Y en cualquier otra situación quizá podría, “intenta relativizarlo, todos pensamos cosas malas alguna vez”, pero la cuestión es que me he excitado. ¿Por qué me he excitado? ¿Existe la posibilidad de que la cremallera interior de los tejanos me haya rozado el clítoris justo en este momento? O quizá solo han sido los efectos del M, pero, ¿por qué justo ahora y de esta forma tan intensa?