Manos sucias - Carlos Quílez - E-Book

Manos sucias E-Book

Carlos Quílez

0,0

Beschreibung

Que en este país no es oro todo lo que reluce ya lo sabemos, y que una parte nada despreciable de la casta política vive del cuento, también. 

Es más, empezamos a conocer la punta del iceberg, pero ignoramos cómo son las entrañas de un Estado que se pudre día a día, expoliado por intereses bastardos, y a menudo coincidentes, de importantes estructuras financieras, partidos políticos y poderes públicos.

Estas MДИOS SUCIДS son las de la impunidad de empresarios y gobernantes vendidos al poder, al sexo y al dinero. Que sean víctimas de sus propias orgías por delincuentes de poca monta o se asocien con la mafia rusa, qué más da. Sus negocios son tan espurios como inmensos en un intercambio de favores que van más allá del escándalo.

Andreu García, de los Mossos d’Esquadra; el comisario Pardina, del CNP; el sargento Vílchez, de la Guardia Civil, y la conocida periodista Patricia Bucana organizan la que será la mayor redada anticorrupción de la historia, lo cual implica exponer sus vidas y enfrentarse a todos los poderes fácticos en juego, enredados en una trama que crece a un ritmo furioso gracias al imperativo de toda investigación policial de esta envergadura: hay que apresar a los malos con las manos en la masa.

Al final, y en el caso de Carlos Quílez, uno de los periodistas de investigación criminal más importantes que hay, la cuestión no es otra que esta: ¿y si la novela fuese el único espacio de libertad que queda para poder contar lo que no se puede decir, por increíble que parezca? A lo que el autor responde con mano experta, persuasiva y veterana, apuntalando el armazón de este nuevo género, el de la novela de no ficción, con el fin de disfrazar la realidad —¿o era al revés?— y convertirla en literatura.

Una novela negra como querríamos leer mas a menudo

CRÍTICAS

- "En las páginas de Manos sucias confluye el trabajo periodístico y de documentación que ha permitido al autor revelar “cómo son los corruptos, como se dirigen entre ellos y cuál es su estructura de valores”. Una historia en la que sus protagonistas hablan muy parecido a como lo hacen mafiosos y criminales." - Economía Digital

EL AUTOR

Carlos Quílez Lázaro (Barcelona 1966), licenciado en Periodismo por la Universidad de Barcelona, máster en Periodismo Judicial por la Universidad Autónoma de Madrid, fue director de Análisis de la oficina Antifraude y Contra la Corrupción de Catalunya entre el año 2009 y 2014, y actualmente es director de investigación del diario Economía Digital.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 354

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Carlos Quílez Lázaro (Barcelona 1966), licenciado en Periodismo por la Universidad de Barcelona, máster en Periodismo Judicial por la Universidad Autónoma de Madrid, fue director de Análisis de la oficina Antifraude y Contra la Corrupción de Catalunya entre el año 2009 y 2014, y actualmente es director de investigación del diario Economía Digital. Es autor de las siguientes novelas y relatos de no ficción: Atracadores, Asalto a la Virreina (junto a Andreu Martín), Psicópata, Piel de policía (también junto a Andreu Martín), Mala vida (ganador del premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, 2009), La soledad de Patricia (premio Crims de Tinta, 2009) y Cerdos y gallinas (2012).

Que en este país no es oro todo lo que reluce ya lo sabemos, y que una parte nada despreciable de la casta política vive del cuento, también. Es más, empezamos a conocer la punta del iceberg, pero ignoramos cómo son las entrañas de un Estado que se pudre día a día, expoliado por intereses bastardos, y a menudo coincidentes, de importantes estructuras financieras, partidos políticos y poderes públicos.

Estas MДИOS SUCIДS son las de la impunidad de empresarios y gobernantes vendidos al poder, al sexo y al dinero. Que sean víctimas de sus propias orgías por delincuentes de poca monta o se asocien con la mafia rusa, qué más da. Sus negocios son tan espurios como inmensos en un intercambio de favores que van más allá del escándalo.

Andreu García, de los Mossos d’Esquadra; el comisario Pardina, del CNP; el sargento Vílchez, de la Guardia Civil, y la conocida periodista Patricia Bucana organizan la que será la mayor redada anticorrupción de la historia, lo cual implica exponer sus vidas y enfrentarse a todos los poderes fácticos en juego, enredados en una trama que crece a un ritmo furioso gracias al imperativo de toda investigación policial de esta envergadura: hay que apresar a los malos con las manos en la masa.

Al final, y en el caso de Carlos Quílez, uno de los periodistas de investigación criminal más importantes que hay, la cuestión no es otra que esta: ¿y si la novela fuese el único espacio de libertad que queda para poder contar lo que no se puede decir, por increíble que parezca? A lo que el autor responde con mano experta, persuasiva y veterana, apuntalando el armazón de este nuevo género, el de la novela de no ficción, con el fin de disfrazar la realidad —¿o era al revés?— y convertirla en literatura.

MДИOS SUCIДS

MДИOS SUCIДS

Carlos Quílez

Primera edición: noviembre de 2014

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© Carlos Quílez, 2014

© de la presente edición, 2014, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño: Ernest Mateu

© Ilustración de portada: Pepe Farruco

ISBN digital: 978-84-15900-83-2

Código IBIC: FF

Depósito Legal: DL B 22486-2014

Produccion del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Muero porque las pulgas me inoculen

la sangre de los perros más rabiosos,

me vuelvan los colmillos venenosos…

Época es de morder a dentelladas,

de hincar enteras las encías,

contagiando mi rabia hasta en la muerte.

RAFAEL ALBERTI,

El perro rabioso

1

Jueves. 16 de mayo del 2013. Madrid.

—¿Y bien?

El teniente fiscal de la Fiscalía Especial contra la Delincuencia Económica y contra la Corrupción, don Santos Javier Ridruejo, arqueó las cejas con gesto de expectación.

Después del preceptivo saludo, el inspector Andreu García Muñoz, segundo jefe del grupo de Delitos Económicos y contra la Corrupción de la División de Investigación Criminal de los Mossos d’Esquadra, se había sentado ya frente a él en la mesa de madera de pino y aluminio lacado en blanco que presidía aquel despacho situado en un búnker protegido por la Guardia Civil en la calle de Manuel Silvela de Madrid.

—Señoría, como ya le adelantó el director general por teléfono, todo nace de la denuncia de la secretaria. —El inspector se detuvo unos instantes mientras echaba mano a unos documentos que llevaba en una cartera de piel y que acabó entregando al fiscal—. Es una historia muy larga y lo que seguro que a usted le interesa, señoría, está en la última parte de este informe que hemos…

—Me interesa todo, inspector —interrumpió Ridruejo con ademán refinado—. Todo. Esta fiscalía tiene que saberlo todo y para ello disponemos del tiempo que sea necesario. Así que explíquese.

El fiscal ni siquiera miró aquellos documentos, que amontonó sobre otros informes que ocupaban la mesa. Entrelazó los dedos de las manos y con un leve vaivén de cabeza le requirió a que empezase con la exposición.

—El asunto comenzó hace un mes, señoría. A las once y pico de la mañana del... Creo que del 14 de abril. —Y dirigió dubitativo su mirada a la carátula del expediente que acababa de entregar.

—Sí, el 14 de abril del 2013, en Barcelona —aclaró el teniente fiscal tras echarle un vistazo de reojo.

—Bueno, pues el día 14, a las once y veinte de la mañana, se presentó en nuestra oficina una mujer: Laura Pérez Romero, de cuarenta años, nacida en Bariloche, Argentina, y secretaria del alcalde de Vilavella, una población de unos treinta y cinco mil habitantes, muy próxima a la ciudad de Barcelona.

—¿A las once y veinte? Dígame… ¿Por qué lo recuerda con esa exactitud?

«Este tío es un tocacojones», pensó García.

—Verá, es que a esa hora exacta es cuando los agentes de mi unidad aprovechan para tomar el café. Inmediatamente después del briefing de cada mañana que el comisario jefe finaliza exactamente a las once y cuarto, porque a esa hora, ni antes ni después, el jefe se desayuna con una manzana siguiendo las indicaciones de su dietista.

—¿Y?

—Pues que ese día, cuando llegó la mujer, nadie bajó a la cafetería que está situada en la planta inferior.

—¿Nadie?

—Nadie —contestó después de un carraspeo, y esbozó una sonrisa—. Verá… Es que la mujer era de esas de armas tomar. Ya me entiende.

—No. ¿Qué es lo que tengo que entender? —inquirió Ridruejo.

—Pues que la señora Pérez es, si su señoría me permite la expresión —y volvió a carraspear—, una mujer despampanante. Vestía un traje chaqueta de color turquesa —continuó—, escote, taconazos y una forma de moverse que…

—Sí, ya, comprendo. Despampanante, despampanante… Siga.

—Por eso me acuerdo de la hora en que llegó…

—Eso ya me ha quedado claro. Ahórrese los detalles y continúe, por favor.

El inspector García ignoraba que a su señoría, por ser del Opus, ese tipo de detalles le resultaban muy incómodos, al menos en público y con un subordinado.

—Bien, pues esa mujer vino a denunciar que era la amante del alcalde, don Josep Antoni Fargas, con quien mantenía relaciones íntimas todas las semanas, a veces incluso en su despacho. Nos dijo que el alcalde estaba casado con una farmacéutica perteneciente a una familia del pueblo de toda la vida, y que, naturalmente, el affaire con su jefe era secreto. Pero después de dos años, y de buenas a primeras, el alcalde rompió con ella y entonces, supongo que herida por el desamor, tuvo un repentino ataque de remordimientos y de legalidad que la condujo a venir a denunciarnos lo que supo durante tantos meses sin ser, mire usted por dónde, consciente de todo.

—Ahórrese la ironía, inspector...

—Ya sabe, señoría —interrumpió sin cejar en su torpeza—. Hablamos de una mujer despechada y, si se me permite la expresión, cargada de mala leche. Mi padre decía que con la bondad al cielo; pero en la Tierra, lo bueno, lo efectivo es lo que se hace con maldad. Y con maldad y resentimiento nos ha venido a ver esta mujer…

El teniente fiscal resopló y miró hacia arriba.

—Su padre no tenía razón. Con la bondad se ha de vivir en la Tierra. Y sin la bondad no hay premio en el cielo.

Se hizo un silencio que sirvió al inspector García para darse cuenta de que su señoría empezaba a percibirlo como a un idiota.

—Bueno, lo que quiero decir es que estaba enfadada y eso la desinhibió y nos fue muy bien.

—Sí, claro, supongo. —El fiscal soltó un soplido de hartazgo y añadió—: ¡Continúe de una vez, por favor!

—Pues nos explicó que cada martes y cada viernes el alcalde se trasladaba a Barcelona para reunirse primero en la Entidad Metropolitana de Residuos, de la que es consejero, y luego en la Diputación, donde es subdelegado de un organismo para la defensa de las cuencas fluviales en la comarca del Vallès. Cada uno de estos días y durante dos años, el alcalde pillaba un billete de quinientos euros de esa cajita que los ediles disponen para sus gastos más inmediatos y cuyo uso, como usted sabe, la Ley Reguladora de Haciendas Locales expresamente recoge, regula y permite.

—¿De cuánto dinero dispone al mes para ese tipo de gastos fungibles?

—En la cajita de la alcaldía de ese ayuntamiento no puede haber menos de 2.750 para disponer de ellos en cualquier momento. Se lo explico en el informe —añadió señalando el expediente amontonado—. Ya sabe que la cuantía depende del número de concejales de cada ayuntamiento, y este, del número de habitantes del municipio. A más concejales, más dinero, y al revés.

El teniente fiscal asintió.

—Prosiga.

—Hemos acreditado que, al acabar esas reuniones, el alcalde siempre acude al restaurante Botafumeiro, una de las principales marisquerías de la ciudad, y se mete entre pecho y espalda medio kilo de percebes gallegos de entrante y a continuación un segundo que varía en función de su estado de ánimo. Todo ello regado con una botella de champán. En total, unos doscientos cincuenta euros por comida, de media. Y además, a cuenta del contribuyente.

—Eso no es delito, inspector.

—No, no es delito, pero sí dice mucho del individuo en cuestión. Claro que, como es natural, hemos evitado en nuestros informes hacer ninguna consideración moral o ética sobre su conducta. No es ese el cometido de la policía.

—¿Entonces? —preguntó el fiscal.

—El problema, señor, es que ese tipo… ¡Nunca devuelve el cambio! —Se detuvo unos instantes para que el silencio subrayase su sentencia y continuó—: Así nos lo explicó primero, y nos lo acreditó después, su secretaria, que es la que llevaba y lleva los números de su, digamos, quehacer doméstico municipal. Sumemos, señoría: doscientos cincuenta euros dos veces a la semana hacen quinientos. Por cuatro semanas, dos mil euritos, que el muy listillo se mete en el bolsillo cada mes de sobresueldo, aparte de montañas de percebes pagados por su vecindad y, naturalmente, su correspondiente sueldo de alcalde.

—Ustedes, por sus medios, ¿lo han acreditado?

—Sobradamente. —García dirigió de nuevo su mirada al dosier que obraba en poder del fiscal—. Está amarrado. Por los cuatro costados, señoría.

—Sí, pinta mal. Una malversación como una casa. —Ridruejo estaba acostumbrado a lidiar con casos de enorme enjundia económica o de gran trascendencia social y política. Ese alcalde caradura y malversador era, para él, un caso insignificante. Por ello, tras escuchar al subordinado policía, y sin esconder un cierto desinterés por lo que acababa de oír, quiso conducir la conversación hacia la cuestión que más le interesaba—: Todo eso está muy bien, pero… ¿Cómo han llegado a lo otro?…

—Lo otro, como dice usted, lo tenemos tan claro que por ahora no hay necesidad de judicializar el asunto para pedir escuchas telefónicas ni registros ni demás. Verá… —Y al decir esto se inclinó hacia el teniente fiscal y este se acercó a él unos centímetros—. En el transcurso de las investigaciones hicimos un estudio patrimonial del alcalde Fargas y detectamos que tiene un apartamento en Miami Platja, Tarragona, y un dúplex de lujo en Urús, un pueblecito de la Cerdanya muy cercano a Puigcerdà. Tirando del hilo, supimos que la empresa que construyó aquella promoción de viviendas dúplex en Francia y la inmobiliaria que más tarde los comercializó forman parte del conglomerado de empresas de la sociedad Construcciones y Encofrados Excellents Corp, la misma que usted está investigando por lo de las donaciones al partido en el Gobierno, partido del que es destacado líder regional nuestro querido alcalde.

El teniente fiscal se aproximó un poco más al inspector.

—¿Y el señor alcalde ha pagado esa casa?

—No. Pero consta a su nombre. No tenemos duda de que se trata de un regalo de Excellents Corp.

—¿Qué más?

—Pues que, a escasos metros del dúplex propiedad del edil, tiene una fastuosa segunda vivienda el vicesecretario segundo y contable del partido en el Gobierno, don Luis Cérdenas, el tesorero, como lo llama la prensa, ese a quien usted y mis colegas de la Comisaría General del Cuerpo Nacional de Policía siguen la pista desde hace dieciocho meses por lo de la financiación ilegal.

Ridruejo asintió y casi sonrió con esa cara de satisfacción que se le pone a uno cuando empieza una película que sabe que le va a gustar.

—Y tampoco consta que la haya pagado…

—Así es. Otro regalito. Señoría… ¿Tenía usted conocimiento de esta propiedad de Cérdenas en Urús?

—No. Su patrimonial aún está pendiente. La verdad es que no lo sabíamos. Al menos yo. —El fiscal sacó una libreta de tapa dura y color negro de uno de los cajones del escritorio y se dispuso a tomar notas—. Siga, por favor.

—Sí, porque la cosa no queda aquí. Es como si hubiéramos tocado una pieza del dominó y las demás cayeran una tras otra frente a nuestras narices.

Ridruejo apartó los ojos de la libreta y clavó las pupilas en las del inspector. Andreu García aprovechó para sacar pecho en detrimento de sus colegas del CNP, una actuación casi inevitable en la carrera que, a codazo limpio, siguen los cuerpos y fuerzas de seguridad, unos contra otros, por llevarse el gato al agua.

—A través de una sociedad holandesa constituida hace ocho meses con un capital social de solo seis euros y administrada por una bióloga belga de setenta años, la Excellents Corp ha comprado al ayuntamiento una parcela de titularidad pública de más de cuarenta mil metros cuadrados que ha dejado libre una empresa química en el término municipal de Vilavella, empresa que recientemente ha bajado la persiana y ha trasladado su producción a un polígono situado en las afueras del municipio de Graus, en Huesca.

—Lo de Vilavella —interrumpió el fiscal— y lo de ese alcalde adúltero no digo que no sea importante, pero le pido que se centre en el tema de las donaciones y en Cérdenas. Lo de la financiación ilegal, los cohechos, las prevaricaciones y las falsificaciones documentales alrededor de la doble contabilidad del partido es lo que nos ocupa. Es la prioridad. De lo otro, ustedes vayan haciendo.

—Entendido, señoría, pero es que lo de Vilavella no es un tema menor. Como le digo, una cosa nos lleva a la otra. —Andreu tomó aire y, tras unos segundos y ante la mirada escrutadora del fiscal, soltó—: Tenemos información fiable de que un sesenta y cinco por ciento de los treinta y cinco millones de euros que Excellents Corp ha pagado al ayuntamiento por esos terrenos de Vilavella han sido aportados a la operación por Yanko Oil, una petrolera radicada en San Petersburgo. Según la policía alemana, que, como ya sabrá, es la organización que más y mejor información tiene sobre el crimen organizado ruso, está en manos de un capo mafioso georgiano llamado Alexander Nikolaevich. ¿Están al corriente de las actividades de Nikolaevich mis colegas del CNP?

García deseaba un «no» por respuesta. Esta vez, sin embargo, el fiscal simplemente no quiso responderle porque entendió que no tenía por qué hacerlo, y, por el contrario, le preguntó:

—¿Están seguros?

—Completamente.

Al fiscal le gustaba lo que estaba escuchando…

—¿Sabía usted —le preguntó al mosso— que los servicios de Inteligencia del Centro Nacional de Coordinación contra el Crimen Organizado y la División de Inteligencia Internacional del CNI nos alertaron hace dos años de que la gente del tal Nikolaevich tenía planes para asesinar a dos fiscales de esta Fiscalía Especial?

García negó con la cabeza a la vez que se sentía satisfecho por haber puesto el dedo en la llaga. Era muy importante para él, para su Departamento de Investigación Criminal y para el cuerpo de Mossos, que la élite de la fiscalía constatase que, a pesar de ser miembro de una policía joven, estaban a la altura de los asuntos del más alto nivel.

—Estos fiscales —continuó Ridruejo— investigaban las conexiones de esas bandas mafiosas rusas en España a partir de lo dispuesto en una rogatoria remitida por la policía francesa sobre una amplia red europea de blanqueo de capitales que dirigía el tal Nikolaevich. Según se nos dijo, los georgianos compraban empresas de todo tipo y, en especial, hoteles y restaurantes en situación de quiebra, en muchos casos pagando una parte sustancial del precio de los inmuebles en efectivo. Cuando obtenían la titularidad, habían convertido en blanco un capital procedente de las drogas, el tráfico de armas y la prostitución. Más tarde lo revendían a un precio aún menor, pero así obtenían líquido legal para su expansión en nuestro país y en otros. Todo quedó interrumpido cuando precisamos colaboración de la policía de San Petersburgo. Tuvimos la sensación de que Nikolaevich había sobornado hasta al conserje de la comisaría criminal, que los tenía en nómina. Sin la ayuda de dicha policía resultó imposible avanzar en la investigación. Nuestros dos fiscales insistieron de forma infructuosa. Incluso se quejaron por vía diplomática. Y esto, a esos mafiosos no les gustó. Poco después supimos que, en alguna conversación captada o interceptada por nuestra Inteligencia, Nikolaevich quería matarlos o al menos trabajaba con esa hipótesis.

—Señoría, algunas de las constructoras que financian al partido en el Gobierno mantienen estrechas relaciones con compañías multinacionales de la antigua órbita soviética en manos o bajo control de la mafia rusa y georgiana —sentenció el mosso.

—Efectivamente, inspector. Hemos tocado hueso. Excellents Corp regala chalecitos a nuestros alcaldes y tesoreros además de financiar a su partido, mientras que, en justa correspondencia, recibe contratos públicos a dedo y, en sus ratos libres, hace, de la mano de los sobornados, macrooperaciones financieras e inmobiliarias con la mafia rusa.

—Sí. Eso es lo que parece, señoría.

Ridruejo se tomó unos instantes, guardó silencio sin apartar la mirada del mosso y le dijo:

—Y no, inspector, no sabíamos que entre Excellents Corp, la mafia georgiana, Yanko Oil, Cérdenas y Nikolaevich hubiera nada de nada.

—Están haciendo negocios en nuestro país a través de políticos de un mismo partido asentados en distintas administraciones. Ahora, señoría, no andan por ahí comprando casinos o restaurantes para blanquear calderilla, sino que su objetivo es el patrimonio público, el patrimonio de todos, como método o estrategia para extender su imperio, su negocio criminal, y lo que es más grave —Andreu se detuvo un instante para acentuar su sentencia—: para acercarse al poder, contaminarlo y, entonces, controlarlo.

El teniente fiscal inhaló oxígeno con lentitud y profundidad, y se separó unos centímetros de la mesa, como buscando una mejor perspectiva.

—¿Cómo ha llamado usted a la secretaria?

—Pérez, señoría, Laura Pérez Romero.

—No, después… ¿Cómo la ha llamado después?

—Eh... ¿Despampanante? —exclamó el inspector algo desconcertado.

—No, no, después… ¿Cómo la ha llamado después…? —dijo apuntando una sonrisa.

—¡Ah! —exclamó García—. Despechada, señoría. Secretaria despechada…

—Pues vaya con la secretaria despechada…

Tras esta concesión, el teniente fiscal volvió a su pose jerárquica. Se puso en pie y no consideró necesario decirle al mosso que aquella reunión había finalizado. Simplemente se limitó a recoger algunos de los informes que había sobre la mesa, incluidos los que el inspector acababa de aportar.

—Póngase en contacto con el comisario Pardina, el jefe de Blanqueo de Capitales de la UDEF.1 Hágalo mañana. Yo lo llamaré hoy. Van a constituir un equipo conjunto de investigación.

El fiscal se puso una chaqueta tipo sahariana de color beige que estaba colgada en una percha junto a la puerta de su despacho. García se irguió, casi en posición de saludo.

—Compartan toda la información, sin fisuras ni medias tintas.

El fiscal abrió la puerta y, antes de abandonar su despacho, dejando al inspector a su espalda, dijo sin mirarlo:

—Buen trabajo, inspector. Buen trabajo.

1 UDEF: Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal, adscrita a la Comisaría General del Cuerpo Nacional de Policía.

2

17 de mayo. Viernes. Un día después. Comandancia de Barcelona, Sant Andreu de la Barca. Ocho de la mañana.

El timbrazo del teléfono situado sobre la mesa del despacho sacó de su ensimismamiento al sargento Luis Vílchez, jefe del grupo EDOA2 de la Guardia Civil.

—A sus órdenes, mi capitán. Sí, mi capitán. Entendido, un diputado… Sí… Sí… Sí, mi capitán… Ya veo, ya… Sin duda… Me hago cargo… Claro… Claro, mi capitán… Delicado, sí, efectivamente… Muy delicado… Claro, claro… Descuide, mi capitán… En todo momento… Descuide… Descuide. Así será. Enseguida salimos hacia allí. Solo una pregunta, mi capitán, ¿cómo sabe el señor diputado que han sido kosovares?

A las seis de la mañana, cinco encapuchados habían asaltado a punta de kalashnikov el domicilio del diputado Jaume Miret i Buch, situado en una urbanización de lujo de Cabrils, en la costa barcelonesa. En el momento del asalto a la vivienda, un chalé con jardín y piscina dotado de las más avanzadas medidas de seguridad, solo se encontraba en su interior, durmiendo, el diputado Miret.

Los cinco encapuchados se abalanzaron sobre él, lo sacaron de la cama y lo golpearon con violencia. Lo amordazaron con cinta aislante y lo esposaron a uno de los radiadores del dormitorio. Todo ello en cuestión de segundos, sin margen posible para reaccionar. Se notaba que eran profesionales, militares, seguramente. Desvalijaron la casa, incluida la caja fuerte. Se llevaron los cuadros de Cugat del recibidor, la colección de monedas situada en el desván y las joyas que la mujer del diputado guardaba en un joyero de terciopelo azul en el lavabo principal.

Se llevaron también los palos de golf del político, cinco o seis botellas de whisky de malta de la bodeguilla situada junto a la cocina y los diez tomos de una enciclopedia ilustrada de la historia del F. C. Barcelona firmada y dedicada de puño y letra por Johan Cruyff.

Eso, con más o menos esa literalidad, es lo que le contó el diputado a la septuagenaria señora Katy, la mujer de la limpieza y demás tareas domésticas, que trabajaba para el matrimonio Miret desde hacía veintiséis años y que encontró al señor de la casa amordazado, sangrando por la boca y por un oído, llorando como un niño, esposado al radiador y encenagado en sus propias heces.

Esa fue la versión que la empleada repitió sobre las nueve de la mañana ante el EDOA de la Guardia Civil, que hizo del enorme salón comedor de la vivienda una especie de centro de control y de mando de la investigación. Los agentes de Vílchez tomaban declaración a aquella afectada mujer mientras de reojo observaban casi boquiabiertos cómo el diputado Miret, una vez aseado y recuperado del shock, y tumbado boca abajo sobre una camilla, se entregaba entre aullidos de dolor a las manos grandes y expertas de un fornido masajista bonaerense que trataba de desentumecer sus contraídos músculos cervicales a base de friegas.

—Gracias, señora Katy, ha sido usted muy amable y de gran ayuda.

Vílchez cogió una silla del salón y tomó asiento frente a la camilla en la que Joan Alberto, el masajista, friccionaba de forma acompasada y sinuosa la nuca aceitada y flácida del diputado.

—Señor diputado, entonces me dice usted que no sonaron las alarmas.

—Sí, eso he dicho. No… No sonaron. Me he dejado medio sueldo en ese dispositivo y ya ve usted de qué me ha servido. A la hora de la verdad no se ha activado ninguna alarma.

—Claro, señor, claro… Y dígame, dice usted que eran cinco agresores, ¿no?

—Sí, sí, seguro. Cinco kosovares.

—¿Kosovares?

—Sí, kosovares, seguro. Hablaban con acento. ¡Ay! —El masajista separó las manos un instante de la nuca de su cliente mientras este le reprochaba con una mirada fugaz de desaprobación—. De los países del Este —continuó—, y con aspecto de comando militar.

—¿Qué quiere decir?

—Pues eso, que actuaban coordinados y con dureza, mire cómo me han dejado. Y con profesionalidad… Ya me entiende usted, ¿verdad, sargento? Una de esas bandas que actúan por ahí. Esta vez me ha tocado a mí.

El masajista apretó como si los alaridos de su cliente le supusieran un premio y el diputado exclamó con una mueca, casi se diría que de orgasmo, un enésimo y prolongado «ay».

Pero Vílchez, hombre templado y prudente tras haber visto casi de todo durante más de veinte años de trabajo en la calle, continuó como si aquella escena, desde luego nada convencional por lo que se refería a una toma de declaración policial, lo distrajese lo más mínimo.

—Y dice usted que iban armados con kalashnikovs.

—Sí, con kalashnikovs, y con capuchas y botas militares.

—Ya veo. Sí, señor Miret, sin duda esa gentuza que tanto daño nos causa responde a esa descripción. Están haciendo estragos en la costa. Sobre todo en las urbanizaciones del Empordà. Ahora se les está detectando, efectivamente, en la costa de Barcelona, como si se desplazasen hacia el sur después de la presión de los Mossos y la nuestra en la zona de Girona. No damos abasto.

El masajista seguía trabajando duro —tampoco parecía que aquel interrogatorio lo distrajera lo más mínimo— y el diputado, poco a poco, parecía recuperar la sonrisa a la vista de sus muecas ambiguas de placer contenido y de dolor placentero.

La Guardia Civil tiene tablas, sabe de buenas formas y de cómo torear asuntos de esos que a priori se antojan delicados. Pero la Guardia Civil no suele estar para demasiadas tonterías. El sargento Vílchez se encendió un Ducados, siendo consciente de no haber pedido permiso al amo de la vivienda. Con el cigarrillo colgando de la comisura de los labios, cerró la libretilla donde acababa de tomar los apuntes, dando por zanjado, de momento, el asunto.

—Señor —dijo Vílchez con un tono próximo a la ironía—, lo mejor es que se recupere. Nosotros sacaremos las huellas y en unos días volveremos a hablar con usted.

—Muchas gracias, sargento… ¡Ay! —Joan Alberto le comprimió el músculo trapecio como quien amasa pan y el diputado Jaume Miret i Buch se quejó con una sonrisa cómplice—. Muchas gracias, y salude de mi parte al general. Yo soy muy catalán, ¿sabe?, pero también español. Muy español. Mi padre luchó con Franco, ¿sabe? —Vílchez lo escuchaba impávido, pero por dentro se moría de ganas por apagarle la colilla de Ducados en la frente—. Sabía que ante un caso así había que avisar a la Guardia Civil. Dígale a su jefe —Vílchez tenía unos dieciocho jefes en su cadena de mando— que espero estar recuperado para la próxima partida de mus en el Ecuestre. Gracias por todo, sargento —le dijo sin mirarlo en ningún momento a la cara—. Gracias, le recomendaré.

—Muchas gracias a usted, señor Miret. Para eso estamos, para servir al ciudadano y a la verdad. No dude en llamarnos si recuerda algún otro detalle que sea de nuestro interés. Nos retiramos y… Le dejamos en buenas manos.

—Gracias… ¡Ay! ¡Ay!

«Gracias a ti, pedazo de gilipollas», pensó Vílchez cuando, en compañía de su equipo, se dispuso a salir de aquel salón habilitado como hammam.

A un paso de abandonarlo, se detuvo, y con él, el resto de guardias, que lo miraron expectantes, como hacen los alumnos ante lo que sospechan va a ser una lección magistral. Y el sargento preguntó, ladeando la cabeza pero de espaldas a la camilla que había dejado unos metros atrás:

—Señor diputado, es solo una curiosidad. ¿Sabe usted lo que es o ha visto usted alguna vez un subfusil de asalto automático AK-47?

Tras unos instantes de silencio, de masaje interrumpido y de miradas entrecruzadas buscando una respuesta al origen de la pregunta, el diputado Miret respondió:

—No, nunca.

Cuando llegaron a la comandancia lo esperaba impaciente el capitán de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la que dependía el EDOA.

Vílchez llegó a la base acompañado por el guardia Jaime Beltrán, su mano derecha, y por el cabo primero Francisco Gavela, Paco, secretario de las diligencias. El sargento pidió permiso para entrar en el despacho de su superior.

—¿Da usted su permiso, mi capitán?

—Pase, sargento. Le esperaba. —El capitán estaba sentado en el sillón principal de su despacho, un recoveco situado en la primera planta del edificio de la comandancia, de paredes de cal añeja, un par de metopas, un mapa de Catalunya, un perchero, un archivador gris metálico de los años setenta, un par de sillas, la mesa de madera doblemente añeja, sus cajones y el sillón—. Deme novedades. No hace falta que le diga que el general está muy interesado en este caso. Su excelencia y el señor diputado son muy buenos amigos.

—Y compañeros de mus, mi capitán. Lo sé porque me lo ha dicho el señor Miret.

—Pues usted dirá, sargento.

El capitán se cruzó de brazos, los apoyó sobre la mesa que lo separaba de Vílchez y de Beltrán y, lentamente, se acercó a ellos mientras Paco se retiraba a las oficinas a continuar el atestado.

—¿Le puedo hablar con franqueza, mi capitán?

—Claro, claro —dijo el oficial, aparentemente contrariado por la pregunta.

—Esta historia huele a mierda desde un principio.

El capitán arrugó la cara, pero no dijo nada.

—No han sido kosovares, ni militares, ni se trata de un asalto como ha explicado el señor diputado —continuó—, ni las cosas han sucedido, créame, mi capitán, como se nos quiere hacer pensar.

—¿De qué se trata, pues?

Vílchez y Beltrán cruzaron la mirada unos segundos. El guardia respondió alto e inequívoco:

—Es una historia de mariconeo.

—¿Mariconeo? ¡¿Sabe lo que está usted diciendo, Beltrán?!

Vílchez intercedió inmediatamente.

—Sí, mi capitán, mariconeo. Le he ofrecido franqueza en la explicación y usted me la ha aceptado. Así que le ruego que nos deje continuar. Para nosotros esto tampoco resulta nada agradable ni nos lo estamos pasando nada bien con ello. Somos conscientes de que se trata de un asunto delicado. Justamente por ello, mi capitán, vamos a llamar a las cosas por su nombre. A usted no le podemos venir con milongas o medias tintas.

—Será posible...

Tras unos instantes de silencio a tres voces, Vílchez remató:

—Mariconeo, mi capitán, nos guste o no reconocerlo, la evidencia es la que es.

El oficial sacó del cajón de la mesa un cigarrillo del interior de una cajetilla marca Fortuna y un encendedor BIC con publicidad de SEAT y prendió un pitillo con parsimonia, como si estuviera escenificando el esfuerzo para contener su arrebato. Tras una prolongada calada y con el humo espeso y blanco saliéndole a continuación por la boca y por la nariz, se reclinó sobre el sillón.

—Continúe, sargento.

—Tenemos la práctica seguridad, vamos, me juego el bigote, mi capitán, de que el señor diputado se ha montado una fiesta en casa con esa banda de chaperos que nos lleva de cabeza a todas las policías desde hace meses.

—¿La del brigada?

—Sí, señor, la misma que zumbó al brigada Hermosilla en su casa, la misma con la que contactó por Internet, la misma con la que el pobre de Hermosilla se corrió alguna juerga y la misma que, cuando se ganaron su confianza y localizaron los objetos de valor de su domicilio, le metieron aquel palizón inhumano y le robaron, además, la placa y la cacharra3 reglamentaria.

—¿Me está diciendo que…?

—Sí, mi capitán —interrumpió Vílchez, seguro de su diagnóstico—. Le estoy diciendo que tenemos la certeza de que el señor diputado conocía a sus agresores, porque hasta ayer, y vaya usted a saber desde cuándo, eran en realidad sus amiguitos de orgía. Mi capitán —tomó aire—, no sonaron las alarmas porque entraron en el chalé tan tranquilos, como en las anteriores ocasiones, por la puerta y la confianza abiertas de par en par. Esos hijos de la gran puta, como en los casos anteriores, localizaron lo que se iban a llevar y luego, cuando su víctima tuvo la guardia baja, ejecutaron su plan robándole de forma selectiva tras darle la del pulpo. Que si las joyas por aquí, que si los palitos de golf por allá… Si se acuerda, capitán, del atestado por el robo y agresión a Hermosilla, es el mismo modus operandi, solo que nuestro brigada, al final y con dos cojones, se derrotó y nos declaró la verdad. Y el señor diputado, sin embargo, se ha montado una película de extraterrestres para disimular lo que pasó, pensando, de paso, que la policía es tonta y que nos chupamos el dedo.

El capitán se echó las manos a la cabeza y resopló como lo hacen los caballos al acabar una carrera, cansado, abatido, derrotado por lo que le venía encima. Sabía que el sargento tenía razón.

—¿Kosovares? ¿Kalashnikov? ¿Por quién nos toma ese tío, mi capitán? ¿Por gilipollas? ¡Le he preguntado qué es un AK-47 y creo que ha pensado que es el último grito en microondas!

Beltrán hizo un ostensible esfuerzo por evitar una sonrisa.

—Y, además, está lo de su esposa, mi capitán.

—¿Qué coño le pasa a su esposa, Beltrán?

—Pues que hoy es sábado y los sábados la señora Miret se las pira. Hemos averiguado que la señora del diputado desaparece durante el fin de semana.

—¿Desaparece?

—Salvo que el diputado tenga algún acto oficial, la señora Miret se baja cada viernes a Murcia para pasar el fin de semana con un empresario con quien mantiene una relación sentimental. El lunes regresa y durante la semana hacen el paripé de parejita ideal.

—¡Ya está bien! ¡Ya tengo suficiente! —El capitán levantó la mano como para buscar silencio, tiempo y espacio para pensar—. Tiene usted razón, Vílchez… —admitió por fin tras unos segundos—. ¡Esto es una gran mierda!

Y agachó la cabeza mientras se frotaba las sienes, pensando seguramente en cómo se lo iba a explicar a su general.

—A sus órdenes, mi capitán.

2 EDOA: Equipo contra la Delincuencia Organizada y Antidrogas de la Guardia Civil adscrito a la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la comandancia.

3 Cacharra: pistola o revólver.

3

Mercado de la Princesa. Barrio del Born de Barcelona. Diez de la noche. Aquel mismo sábado.

El Mercado de la Princesa es un palacio del siglo XV remodelado como mercado gastronómico donde confluyen algunos de los restauradores más renombrados de la ciudad. Podría decirse que se trata de un restaurante formado por pequeños restaurantes cobijados por muros de piedra milenaria que parecen preservar pedazos de la historia de Barcelona en medio de un enclave turístico y bullicioso, donde, además, la moda, el diseño y la cultura confieren a la zona una etiqueta de distinción.

Dentro del mercado se encuentra El Clandestino. Se trata de un comedor reservado, insonorizado y casi camuflado entre el magma de camareros y clientes. Para Patricia Bucana no había mejor forma de pasar inadvertida que hacerlo entre la multitud.

Patricia Bucana, treinta y ocho años, redactora jefa del área policial y judicial del diario Informaciones, se acababa de trasladar a vivir a un apartamento situado en la calle de la Princesa del Born y solía citar a sus fuentes en aquel comedor semioculto cuando de lo que se trataba era de cenar y de departir sobre lo terrenal y lo divino frente a un gin-tonic, especialmente si lo terrenal y lo divino estaban bajo secreto sumarial.

Ella llegó primero. En el hilo musical sonaba un tema de Aretha Franklin, «Matándome suavemente con su canción»:

Strumming my pain with his fingers, singing my life with his words, killing me softly with his song, killing me softly with his song, telling my whole life with his words, killing me softly with his song…

Pidió una botella de San Vicente, dos tapas de ensaladilla rusa y las hamburguesas gigantes y confitadas de Casa Palet. Junto con el vino, como si acabara de ser abducido por el efluvio del tapón recién descorchado, llegó el inspector de los Mossos d’Esquadra Andreu García Muñoz, su mejor amigo; su mejor confidente.

—¿Cómo estásss, infame gacetillera?

—¿Lo preguntas o lo afirmas, aprendiz de madero?

—Lo afirmo, por supuesto, lo afirmo…

Andreu se sentó frente a ella, agarró la botella de Rioja y se sirvió un soberbio copazo.

—Las damas primero…

—¿Las damas?… No veo ninguna aquí —dijo socarrón, mirando a ambos lados.

—Gilipollas. —Patricia sonrió y se sirvió una copa tanto o más elocuente que la de su compañero de mesa—. Así que la ciudad se hunde en manos del crimen, el país entero se resquebraja por culpa de la delincuencia y vosotros, tan panchos… No pilláis un choro4 ni aunque os lo pongan delante.

—Eso es verdad —dijo un flemático Andreu—. Creo que se nos ha olvidado eso de trincar chorizos.

—Bueno, para eso ya tenemos a la Policía Nacional y a la Guardia Civil —añadió ella, sonriente y provocativa.

—No, Patricia. —Y apuró su copa como el que necesitase acabar con el vino para soltar algo gordo—. La Policía Nacional y la Guardia Civil están para la caza mayor. Nosotros —sonrió—, que somos medio tontos, ya sabes, solo nos dedicamos al robagallinas, al yonki y al chuloputas que va montando broncas de aquí para allá. Ellos están para las grandes ocasiones…

—Observo un cierto tono de retintín en tus palabras, inspector.

La entrada en El Clandestino de la ensaladilla rusa y de las hamburguesas de la mano de una servicial camarera interrumpió la conversación. Eso diluyó la ironía con la que ambos amigos acostumbraban a regalarse los oídos y los situó en una situación más trascendente.

—Patricia —dijo su amigo mirándola fijamente a los ojos—, esta vez sí que vamos a jugar la Champions. De tú a tú. Cara a cara con lo más gordo y delicado del crimen organizado. Ahora ha llegado el momento de la verdad.

Andreu la miraba muy serio. Demasiado. Patricia notó en su estómago la fanfarria premonitoria de una gran noticia que empieza a asomar ante sí. Sin saberlo, había soltado el tenedor sobre el plato de ensaladilla.

—Por eso andas viajando tanto a Madrid, ¿no? —Andreu sonrió brevemente y llenó de nuevo ambas copas de vino—. Lleváis algo de la mafia italiana, ¿verdad? Dicen que unos carabinieri y un fiscal de Nápoles andaban haciendo preguntas estos días por la Costa Daurada.

—Ni puta idea, Patricia. A nosotros, en la DIC,5 no nos ha entrado nada de eso y dudo mucho que estén los nuestros de Tarragona liados en un asunto así y no nos hayan informado. Será cosa de los chapas o de los picos6 a través de alguna rogatoria o requisitoria internacional. Ya sabes que, de momento, los que controlan Interpol y Europol son ellos y solo nos pasan las migajas que no quieren o simplemente no les interesa. No, Patricia, la cosa no va por ahí. No va de mafia y de mafiosos. Nosotros ya hemos lidiado en esas plazas. No, la cosa es más sutil, pero yo diría que mucho más escandalosa, si cabe. Algo que no se ve, pero que está ahí. Y lo pudre todo. Como un virus en manos de algún loco poderoso e hijo de puta con carné político o con cargo público.

—¡Corrupción! —exclamó ella sin desclavar sus ojos de los de él.

Andreu levantó la copa. Sonrió, bebió sin que le diera tiempo a saborear el vino y enseguida dejó de sonreír.

—Corrupción —respondió él.

—Tú no has ido a la Audiencia Nacional, tú has ido a la Fiscalía Anticorrupción, ¿a que sí?

—De momento ni una palabrita. Hemos encontrado una conexión entre las actividades irregulares de Cérdenas y algunas empresas petrolíferas controladas por la mafia rusa.

Patricia casi se atragantó con su propia saliva y apuró la copa.

—¡Coño! ¿La mafia rusa financiando al partido en el Gobierno? ¡No me lo puedo creer!

—Pues créetelo. El partido recibe comisiones millonarias de las empresas que, de forma naturalmente ilegal y siempre indirecta, a menudo reciben terrenos públicos o contratos de obras o de gestión pública por importes desorbitados. Una parte de las comisiones va para el partido y otra para el intermediario, esto es, el tesorero o alguno de sus satélites o testaferros.

—¡Coño! —repitió Patricia. Mientras, Andreu volvía a llenar las copas de vino.

—Supongamos una recalificación de terrenos rústicos a terrenos industriales en, pongamos, Tarragona. El contable mueve en esa zona a sus peones, normalmente alcaldes o grandes hombres de negocios conectados de una u otra forma a la alcaldía; es decir, vinculados con la toma directa de decisiones. La empresa, pues, accede a la información privilegiada, puja y se lleva los terrenos con los que seguramente especulará y se forrará. A continuación, la empresa paga las comisiones acordadas con el contable o con alguno de su equipo, un porcentaje que varía según el montante de la operación y de la avaricia del político. Por suerte, algunos de estos mamones abren tanto la boca que se les cierran los ojos y dejan de ver la realidad. Y claro, cuando no ven lo que hacen es más fácil salir retratados.

—¿Cómo funciona?

—El negocio se hace en Tarragona, pero con dinero procedente de Madrid, Emiratos o China. Estas mordidas se pagan en Suiza en unas cuentas de unos bancos señalados a tal efecto. Es decir, yo te invito a comer aquí pero la factura la pago allí con dinero que viene de allá. Estamos mirando de desentrañar el mecanismo. Sabemos cómo acaba la novela, pero aún hay algo que nos falta del nudo. Ahí andamos.

—¿Y los conseguidores? Quiero decir, el contable y su tropa, ¿qué es lo que pillan?

—Evidentemente, también cobran. En efectivo o en especies. Por ejemplo, coches, viajes, operaciones de cirugía estética, o casas, sobre todo segundas residencias. Se delinque en Tarragona, se paga en Suiza y se premia en el Pirineo.

—¿Y los rusos?