María - Jorge Isaac - E-Book

María E-Book

Jorge Isaac

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Beschreibung

Más allá del rótulo "romántico" que la literatura le ha impuesto, María es la visión idealista, mas no escéptica, del amor. Es también una novela que toca de manera aguda la problemática social latinoamericana de su época, resultante del establecimiento, por parte de los terratenientes locales, del modus vivendi europeo de comienzos del siglo xix. A pesar del cambio que las formas eróticas, culturales y sociales han experimentado desde finales del siglo xix hasta nuestros días, el lector que acepte involucrarse en el mundo descrito por Isaacs, quedará gratamente asombrado al descubrir tanta sensualidad tan bellamente dispuesta capítulo tras capítulo.

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Isaacs, Jorge, 1837-1895.

María / Jorge Isaacs. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2022.

1. Novela colombiana 2. Novela amorosa colombiana 3. Novela costumbrista colombiana I. Tít.

Co863.5 cd 22 ed.

Primera Edición Digital, noviembre 2023

Segunda edición, noviembre de 2022

Vigesimoprimera reimpresión, febrero de 2019

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,septiembre de 1993

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Diagramación

CJV Publicidad y Edición de Libros

Ilustración de carátula

© Shutterstock-Chepurko Ekaterina

Ilustración de guardas

© Shutterstock-Polina Raulina

Diseño de carátula

Martha Cadena

ISBN DIGITAL 978-958-30-6719-8

ISBN IMPRESO 978-958-30-6520-0

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

PRÓLOGO

LA literatura colombiana, especialmente su novelística, está constituida de logros y triunfos bastante locales. La publicación de María en 1867 representa el primer gran momento en que nuestra literatura rompe sus límites provincianos y alcanza dimensión universal. Casi un siglo después, en 1967, Gabriel García Márquez con Cien años de soledad, continuará esa senda abierta por Isaacs y continuada por José Eustasio Rivera con La vorágine (1924).

Las causas para que María se convirtiera en un best seller de la época (múltiples impresiones se hicieron desde México a Argentina), cuando el analfabetismo de nuestros países alcanzaba cifras de por lo menos el 80 % de la población, son bien particulares. El romanticismo latinoamericano —­corriente literaria en la cual se ubica a María— tiene notorias diferencias con el romanticismo europeo. Frecuentemente se suele hablar de la influencia de María de obras de autores franceses o ingleses: Pablo y Virginia (1784) de Bernard de Saint-Pierre y Atala (1802) de Rene de Chateaubriand. Se citan elementos comunes: la idolatría por la naturaleza campesina, la idealización de la sociedad desconociendo los conflictos sociales, la presencia del amor como un imposible. Pero los argumentos para igualar ambos romanticismos son imprecisos.

En el romanticismo latinoamericano no se encuentran las búsquedas estético-filosóficas de Goethe, el culmen del romanticismo alemán. Tampoco se halla el retorno al mundo cultural de la Grecia clásica, elemento central en la obra de Hölderlin. Ni menos la sensibilidad místico-religiosa del gran poeta inglés John Keats o las feroces diatribas histórico-revolucionarias de Victor Hugo en Francia. Quien ha logrado valorar en su preciso contexto al romanticismo latinoamericano ha sido el dominicano Pedro Henríquez Ureña en Las corrientes literarias en la América Hispánica (1945). Con certitud ha dicho que a nuestro romanticismo lo caracterizan elementos específicamente nacionales: es el movimiento estético paralelo a las revoluciones de Independencia (1810-1830) y que canta sus triunfos. El escritor romántico latinoamericano —a diferencia radical del europeo— participa activamente en asuntos políticos de su país (caso Sarmiento o Alberdi en Argentina, Isaacs y José Eusebio Caro en Colombia). Además nuestro romanticismo es idealista —nada escéptico o individualista como el europeo— y busca reflejar una utopía de cambio permanente, entrevista en el canto a la naturaleza, como en María de Isaacs o en la superación de los conflictos raciales, sociales y políticos como en Martín Fierro (1872) del argentino José Hernández, o en Facundo (1854) del magistral Domingo Faustino Sarmiento.

De cualquier modo, María se erige como la cumbre de la novela romántica idílica latinoamericana, y sus lectores —pese al cambio de formas eróticas, culturales y sociales que va de finales del siglo xix a finales del siglo xx— siempre la leerán con gustoso asombro. Con razón el crítico colombiano Eduardo Camacho Guizado ha dicho: “Por sus ascendencias, por su tema, por sus personajes, por su paisaje, María es una novela romántica. Sin embargo, es una obra profundamente colombiana. Desde luego, esto último es más importante que su clasificación literaria. María tocó fibras vitales del hombre colombiano de la época: sus sentimientos y sus paisajes. Los colombianos vieron en la novela de Isaacs la comprobación de que su sentir y su ámbito vital podía adquirir universalidad”.

Cada época histórica tiene sus propias formas de amar. Por ello es necesario comprender el contexto en el cual fue publicada la obra. En 1867 Colombia era todavía un país provinciano, profundamente influido por las costumbres religiosas católicas heredadas de la colonia, y afectado por las convulsiones sociales surgidas a raíz de las guerras civiles entre federalistas y centralistas republicanos. Ello tuvo que generar un ambiente amoroso bastante conservador. Basta observar un álbum de fotos de la época para comprobar el recato en el vestuario de las mujeres, su papel social secundario, las jerarquías sociales delimitadas abiertamente: al frente los patricios y detrás los esclavos. En María todo esto aparece, pero con una diferencia: la sociedad allí retratada es una sociedad idealizada, sin conflictos sociales o culturales, nada contradictoria cuando en verdad sí lo era. ¿Rebaja esta ausencia el nivel de la obra? Creemos que no. Isaacs no se propuso denunciar nada, sino recrear una trágica historia de amor en un medio natural demoledoramente hermoso, el de la hacienda El Paraíso en el valle del Cauca.

Esta edición de María sigue demostrando su actualidad, su perpetua vivacidad, ese llamativo encanto que atrapa a los lectores. Todavía sentimos un extraño placer al entrar en ese mundo a través de laprimera frase: “Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna…”. Reconocemos entonces, que la frase “Ya nadie se ama como María y Efraín”, posiblemente no está nada cerca de la verdad…

Efraín niño aún, viaja del Valle del Cauca a Bogotá para adelantar sus primeros estudios. Con verdadero dolor se aleja de su familia y de María, por quien ya tiene un sentimiento amoroso que se vislumbra casi eterno. Después de seis años vuelve al hogar, y entonces renace con verdadero ímpetu y en toda su plenitud ese sentimiento que de niño ya lo inquietara. Aunque sabe que su permanencia en la casa solo se prolongará unos meses, pues el joven deberá viajar a Europa a concluir sus estudios de medicina, María y él comprenden que su amor los mantendrá unidos para siempre, no importa el fastidio de la distancia. Este amor secreto al comienzo y muy cuidado por los implicados, cuenta con el favor de Emma, hermana de Efraín, quien desempeña su papel de cómplice a las mil maravillas.

Aparece en escena Carlos, un condiscípulo de Efraín y vecino de la familia, quien visita la casa con la intención de comprometerse con María. Sin embargo, es tal la identidad existente entre los enamorados, que la presencia del amigo no significa ninguna amenaza para el idilio. Al poco tiempo, el fracaso en los negocios quebranta la salud del padre de Efraín. Y a medida que se aproxima el momento del adiós, el muchacho evoca con fervor y frecuencia las dulces horas que ha pasado al lado de María, y de la hermosura de las tierras que ha de abandonar. Pero al fin debe partir.

Estando en Londres, y luego de recibir continuas cartas de María, es informado de que la joven ha tenido un nuevo ataque de la enfermedad que ha llevado a la tumba a su propia madre y que ya en el pasado se ha manifestado con alarma. María misma le indica que el único alivio para su salud es su presencia a su lado. Nada más saber esto para que el muchacho cruce el océano para llegar a tiempo y salvar a María de la muerte. Sin embargo, al llegar a casa, luego de muchas penurias en el viaje, las premoniciones oscuras se han cumplido: María ha muerto. Efraín, desconsolado hasta el extremo de plantearse el suicidio, llora aferrado a la cruz de la tumba de su novia y solo es arrancado de allí por un viejo amigo. Un ave negra que ha perseguido a los enamorados presagiando desastres, ocupa su lugar en la cruz y aletea sobre ella en una especie de sarcasmo contra toda ilusión de felicidad.

LEYENDO MARÍA

¡PÁGINAS queridas, demasiado queridas quizá!

Mis ojos han vuelto a llorar sobre ellas.

Las altas horas de la noche me han sorprendido muchas veces con la frente apoyada sobre estas últimas, desalentado, para trazar algunos renglones más.

A lo menos en las salvajes riberas del Dagua, el bramido de sus corrientes arrastrándose al pie de mi choza, iluminada en medio de las tinieblas del desierto, me avisaba que él velaba conmigo.

La brisa de aquellas selvas ignotas venía a refrescar mi frente calenturienta. Mis ojos, fatigados por el insomnio, veían blanquear las espumas bajo los peñascos coronados de chontas, cual jirones de un sudario que agitara el viento sobre el suelo negro de una tumba removida

Aquí el silencio forzado de la ciudad, las paredes de mi pobre albergue por horizonte. Las campanadas del torreón, centinela tenebroso, importunándome con el golpe de las horas en que necesito reposar para vivir…

Vuela tú, entristecida alma mía: cruza las pampas, salva las cumbres que me separan del valle natural. ¡Cuán bello debe estar ahora entoldado por las gasas azules de la noche!

Ciérnete sobre mis montañas; vaga otra vez bajo esos bosques que me niegan sus sombras…

Como en orilla juncosa de la laguna solitaria, cuando llega la noche, se ve un grupo de garzas dormidas juntas, en pie y escondidos los cuellos bajo las alas; así blanquea a lo lejos en medio de sotos umbríos la casa de mis padres.

¡Descansa y llora sobre sus umbrales, alma mía!

Yo volveré a visitarla cuando las malezas crezcan enmarañadas sobre los escombros de sus pavimentos; cuando lunas que vendrán, bañen con macilenta luz aquellos muros sin techumbre ya, ennegrecidos por los años y carcomidos por las lluvias.

¡No! Yo pisaré venturoso esa morada a la luz del mediodía: los pórticos y columnas estarán decorados con guirnaldas de flores; en los salones resonarán músicas alegres; todos los seres que amo me rodearán allí. Los labradores vecinos, y los menesterosos, irán a dar la bienvenida a los hijos de aquel a quien tanto amaban; y en los sotos silenciosos reinará el júbilo, porque los pobres encontrarán servido su festín bajo esas sombras.

Exótico señor de aquella morada. ¿Qué mano invisible arroja de allí a los suyos? Sirven las riquezas al avaro para ensañar a los malos contra el bueno; sirven hasta para comprar las lágrimas de una viuda y de huérfanos desvalidos. Pero hay un juez a quien no se puede seducir con oro.

¡No tardes en volver, alma mía! Ven pronto a interrumpir mi sueño, bella visionaria, adorada compañera de mis dolores. Trae humedecidas tus alas con el rocío de las patrias selvas, que yo enjugaré amoroso tus plumajes; con las esencias de las flores desconocidas de sus espesuras, venga perfumada la tenue gasa de tus ropajes, y cuando ya aquí sobre mis labios suspires, despierte yo creyendo haber oído susurrar las auras de las noches de estío en los naranjos del huerto de mis amores.

Jorge Isaacs

A LOS HERMANOS DE EFRAÍN

HE aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: “Lo que ahí falta tú lo sabes: podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado”. ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.

ASara, Miriam, Thamar, Esther, Ruth, Jezabel—de la Escuela Normal de Cali—, que conservan el embrujo de la tierra de Jorge Isaacs.

A Leticia B., flor del Tolima bravo.

I

ERA yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la república por aquel tiempo.

En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró en mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.

Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Estos cabellos quitados a una cabeza infantil, aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.

A la mañana siguiente, mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas, al decirme sus adioses, las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.

Pocos momentos después seguía mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.

II

PASADOS seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido; hacia el Oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el Sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U… ¡Los perfumes que aspiraba eran tan gratos, comparados con el de los vestidos lujosos de ella, al canto de aquellas aves sin nombre tenía armonías tan dulces a mi corazón!

Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados de susurros; de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquella con quien hemos soñado a los dieciocho años y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras de sí esencias desconocidas, entonces caemos en una postración celestial; nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella a la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es su leve paso sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el mundo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas; es necesario que vuelvan al alma, empalidecidas por la memoria infiel.

Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa de mis padres. Al acercarme a ella contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.

Respiraba al fin aquel olor nunca olvidado del huerto que me vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible, era la voz de mi madre; al estrecharme ella en los brazos y acercarme a su pecho, una sombra me cubrió los ojos: el supremo placer que conmovía a una naturaleza virgen.

Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía, a las hermanas que dejé niñas, María estaba en pie junto a mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fue su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún al sonreír a mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.

III

Alas ocho fuimos al comedor, que estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir a juguetear con los rosales que nos rodeaban.

El viento voluble dejaba oír por instantes el rumor del río. Aquella naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir a un huésped amigo.

Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar a su derecha; mi madre se sentó a la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente a mí.

Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce a un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas, y se sonrojaba aquella a quien dirigía una palabra lisonjera o una mirada examinadora.

María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos o tres veces que, a su pesar, se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron solo un instante el velado primor de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño oscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado.

Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual solo se descubría parte del corpiño y la falda, pues un pañolón de algodón fino, color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta, de blancura mate. Al volver las trenzas a la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella a servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.

Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padrenuestro, y sus amos completamos la oración.

La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.

María tomó en brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron a los aposentos; ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto.

Ya en el salón, mi padre, para retirarse, les besó la frente a sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas ya, querían observar que efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa; su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales a acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y campanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas a las columnas con cintas anchas de color de rosa, y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y hermoso juego de baño completaban el ajuar.

—¡Qué bellas flores! —exclamé—, al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.

—María recordaba cuánto te agradaban —observó mi madre.

Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.

—María —dije— va a guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.

—¿Es verdad? —respondió—; pues las repondré mañana.

¡Qué dulce era su acento!

—¿Tantas así hay?

—Muchísimas; se repondrán todos los días.

Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía; esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles, sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.

IV

Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los lindos cuentos del esclavo Pedro.

Soñé que María entraba a renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.

Cuando desperté las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarrosos, y los azahares llenaron mi estancia con su aroma tan luego como entreabrí la puerta.

La voz de María llegó entonces a mis oídos dulce y pura; era su voz de niña, pero más grave y lista ya para prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la pasión. ¡Ay, cuántas veces, en mis sueños, un eco de ese mismo acento ha llegado después a mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto en que tan bella la vi en aquella mañana de agosto!

La niña cuyas inocentes caricias habían sido todas para mí, no sería la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas del verano estaría en los paseos a mi lado; en medio del grupo de mis hermanas; le ayudaría yo a cultivar sus flores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.

Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana y divisé a María en una de las calles del jardín acompañada de Emma: llevaba un traje más oscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado a la cintura, le caía en forma de banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, ocultaba a medias parte de la espalda y pecho: ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía las mejillas, más frescas que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma; María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón, y cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas núbiles de los patriarcas no fueron más hermosa en las alboradas en que recogían flores de sus altares.

Pasando el almuerzo, me llamó mi madre a su costurero.

Emma y María estaban bordando cerca de ella. Volvió esta a sonrojarse cuando me presenté; recordaba, tal vez, la sorpresa que involuntariamente le había dado en la mañana.

Mi madre quería verme y oírme sin cesar.

Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigía que le describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las más bellas mujeres que figuran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus labores. María me miraba algunas veces al descuido, o hacía por lo bajo observaciones a su compañera de asiento, y al ponerse en pie para acercarse a mi madre a consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados: su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana. Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseos de que yo diese a las muchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio a las lecciones pasados seis u ocho días, durante los cuales podría yo graduar el estado de los conocimientos de cada una.

Horas después me avisaron que el baño estaba preparado, y fui a él. Un frondoso y corpulento naranjo agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas; sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; semejábase a un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana había recogido María.

V

Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre a visitar sus haciendas del Valle, y fue preciso complacerlo; por otra parte yo tenía interés real a favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante mis preparativos de viaje.

En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos bien vestidos y contentos hasta donde es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres a los que, niños poco antes, me habían enseñado a poner trampas a las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques; sus padres y ellos volvieron a verme con inequívocas señales de placer. Solamente a Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrarlo: él había derramado lágrimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: “Amito mío, ya no te veré más”. El corazón le avisaba que moriría ante de mi regreso.

Pude notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso a sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba a los niños.

Una tarde, ya a puestas del sol, regresábamos de las labranzas a la fábrica, mi padre, Higinio (el mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; a mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; la greguería de los loros en los guaduales y guayabalesvecinos; el tañido lejano del cuerpo de algún pastor, repetido por los montes; las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente de las labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos, todo me recordaba las tardes en que, abusando mis hermanas, María y yo, de alguna licencia de mi madre, obtenida a fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.

Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre a un joven negro de notable apostura:

—Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?

—Sí, mi amo —le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el mango de su pala.

—¿Quiénes son los padrinos?

—Ña Dolores y ñor Anselmo, si su merced quiere.

—Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?

—Todo está ya, mi amo.

—¿Y nada más deseas?

—Su merced verá.

—El cuarto que te ha señalado Higinio, ¿es bueno?

—Sí, mi amo.

—¡Ah, ya sé! Lo que quieres es baile.

Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo a mirar a sus compañeros.

—Justo es; te portas muy bien. Ya sabes —agregó, dirigiéndose a Higinio—: arregla eso, y que queden contentos.

—¿Y sus mercedes se van antes? —preguntó Bruno.

—No —le respondí—, nos damos por convidados.

En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche, a las siete, montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos a oír. Cuando llegamos, Julián, el esclavo capitán de la cuadrilla, salió a tomarnos el estribo y a recibir nuestros caballos. Estaba lujoso con su vestido de domingo y le pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas; en una araña de madera suspendida en una de las vigas, daba vueltas media docena de luces; los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal, había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes, los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto dilettante hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y sombreros. Bailaban en ese momento Remigia y Bruno; ella con follao de boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y zarcillos de cristal color de rubí, danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta, camisa blanca aplanchada y un cabi-blanco nuevo a la cintura, zapateaba con destreza admirable.

Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos a cada pieza de baile, tocaron los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin a bailar unos momentos con mi padre; pero entonces no se atrevía a levantar los ojos, y sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.

Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos a las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome a su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar a favor mío su bienestar, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempo atrás de enviarme a Europa a concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaje a más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que regresábamos a la sierra. Empezaba a anochecer, y de no haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo en silencio. ¡Cuánfeliz hubiera yo vuelto a ver a María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento entre mis esperanzas y ella!

VI

¿Qué había pasado en aquellos cuatro días en el alma de María?

Iba ella a colocar una lámpara en una de las mesas del salón, cuando me acerqué a saludarla, y ya había extrañado el no verla en medio del grupo de la familia en la gradería donde acabábamos de desmontarnos. El temblor de su mano expuso la lámpara, y yo le presté ayuda, menos tranquilo de lo que creía estarlo. Parecióme li­geramente pálida, y alrededor de sus ojos había una leve sombra, imperceptible para quien las hubiese visto sin mirarla. Volvió el rostro hacia mi madre, que hablaba en ese momento, evitando así que yo pudiera examinarlo bañado por la luz que teníamos cerca; noté entonces que en el nacimiento de una de las trenzas tenía un clavel marchito; y era sin duda el que le había dado yo la víspera de mi marcha para el Valle. La crucecilla de coral esmaltado que había traído para ella igual a la de mis hermanas, la llevaba al cue­llo pendientede un cordón de pelo negro. Estuvo silenciosa, senta­da en medio de lasbutacas que ocupábamos mi madre y yo. Como la resolución demi padre sobre mi viaje no se apartaba de mi me­moria, debí de parecerle a ella triste, pues me dijo en voz casi baja:

—¿Te ha hecho daño el viaje?

—No, María —le contesté—; pero nos hemos asoleado y hemos andado tanto...

Iba a decirle algo más, pero el acento confidencial de su voz, la luz nueva para mí que sorprendí en sus ojos, me impidieron hacer otra cosa que mirarla, hasta que, notando que se avergonzaba de la involuntaria fijeza de mis miradas, y encontrándome examinado por una de mi padre (más terrible cuando cierta sonrisa pasajera vagaba en sus labios), salí del salón con dirección a mi cuarto.

Cerré las puertas. Allí estaban las flores recogidas por ella para mí; las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aro­mas, buscando en ellos los de los vestidos de María, bañélas con mis lágrimas... ¡Ah, los que no habéis llorado de felicidad así, llo­rad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis a amar ya!

¡Primer amor!... Noble orgullo de sentirnos amados; sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida; felicidad que comprada para un día con lágrimas de toda una exis­tencia, recibiríamos como un don de Dios; perfume para todas las horas del porvenir; luz inextinguible del pasado; flor guardada en el alma y que no es dado a los desengaños marchitarla; único teso­ro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres; delirio de­licioso... inspira-ción del Cielo... ¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!

VII

CUANDO hizo mi padre el último viaje a las Antillas, Salomón, primo suyo a quien mucho había amado desde la niñez, acababa de perder a su esposa. Muy jóvenes habían venido juntos a Sudamérica, y en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navío, que, después de haber deja­do el servicio por algunos años, se vio forzado en 1819 a tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de España, y que murió fusilado en Majagual el 20 de mayo de 1820.

La madre de la joven que mi padre amaba, exigió por condición para dársela por esposa, que renunciase él a la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano a los veinte años de edad. Su primo se afi­cionó en aquellos días a la religión católica, sin ceder por eso a sus instancias para que también se hiciese bautizar, pues sabía que lo que hecho por mi padre le daba la esposa que deseaba, a él le impe­diría ser aceptado por la mujer a quien amaba en Jamaica.

Después de algunos años de separación, volvieron a verse, pues, los dos amigos. Ya era viudo Salomón, Sara, su esposa, le ha­bía dejado una niña que tenía a la sazón tres años. Mi padre lo en­contró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva religión le dio consuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarle. Instó a Salomón para que le diera a su hija a fin de educarla a nuestro lado, y se atre­vió a proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole: “Es verdad que solamente mi hija me ha impedido emprender un viaje a la India, que mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza; también ha sido ella mi único consuelo después de la muerte de Sa­ra; pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y bue­nas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en lasdesgracias supremas el alivio que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada a mi hija dejándola judía. No lo digas a nuestros pa­rientes; pero cuando llegues a la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambien el nombre de Ester por el de María”. Esto decía el infeliz derramando muchas lá­grimas.

A pocos días se daba a la vela en la bahía de Montego la goleta que debía conducir a mi padre a las costas de Nueva Granada. La ligera nave ensayaba sus blancas alas como una garza de nuestros bosques antes de emprender un largo vuelo. Salomón entró a la ha­bitación de mi padre, quien acababa de arreglar su traje de a bordo, llevando a Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña; esta tendió los bracitos a su tío, y Salomón, poniéndola en los de su amigo, se dejó caer so­llozando sobre el pequeño baúl. Aquella criatura, cuya cabeza pre­ciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás. A Salomón le fue recorda­da por su amigo, al saltar este a la lancha que iba a separarlos, una promesa, y él respondió con voz ahogada: “¡Las oraciones de mi hi­ja por mí y las mías por ella y su madre, subirán juntas a los pies del Crucificado!”.

Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje por admirar aquella ni­ña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento en que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo: “Esta es la hija de Salomón, que él te envía”.

Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron a mo­dular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una lin­da boca de mujer y en la risueña de un niño.

Habrían corrido unos seis años. Al entrar yo una tarde en el cuarto de mi padre, lo oí sollozar: tenía los brazos cruzados sobre la mesa y en ellos apoyaba la frente; cerca de él mi madre lloraba, y en sus rodillas reclinaba María la cabeza, sin comprender ese dolor y casi indiferente a los lamentos de su tío; era que una carta de Kingston, recibida aquel día, daba la nueva de la muerte de Salo­món. Recuerdo solamente una expresión de mi padre en aquella tarde: “Si todos me van abandonando sin que pueda recibir sus úl­timos adioses, ¿a qué volveré yo a mi país?”. ¡Ay, sus cenizas de­bían descansar en tierra extraña, sin que los vientos del océano, en cuyas playas retozó siendo niño, cuya inmensidad cruzó joven y ardiente, vengan a barrer sobre la losa de su sepulcro las flores se­cas de los aromas y el polvo de los años!

Pocos eran entonces los que, conociendo nuestra familia, pudie­sen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva e inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que a mis hermanas y a mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.

Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color cas­taño claro, suelta y jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros; el acento con algo de melancólico que no tenían nues­tras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la ca­sa paterna; así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de la ventana de mi madre.

VIII

A prima noche llamó Emma a mi puerta para que fuera a la mesa. Me bañé el rostro para ocultar las huellas de mis lágrimas, y me mudé los vestidos para disculpar mi tardanza.

No estaba María en el comedor, y en vano imaginé que sus ocu­paciones la habían hecho demorarse más de lo acostumbrado. No­tando mi padre un asiento desocupado, preguntó por ella, y Emma la disculpó diciendo que desde esa tarde había tenido dolor de ca­beza y que dormía ya. Procuré no mostrarme impresionado; y ha­ciendo todo esfuerzo para que la conversación fuera amena, hablé con entusiasmo de todas las mejoras que había encontrado en las fincas que acabábamos de visitar. Pero todo fue inútil: mi padre es­taba más fatigado que yo, y se retiró temprano; Emma y mi madre se levantaron para ir a acostar a los niños y ver cómo estaba María, lo cual les agradecí, sin que me sorprendiera ya ese mismo senti­miento de gratitud.

Aunque Emma volvió al comedor, la sobremesa no duró largo tiempo. Felipe y Eloísa, que se habían empeñado en que tomara parte en su juego de naipes, acusaron de soñolientos mis ojos. Aquel había solicitado inútilmente de mi madre permiso para acompañarme al día siguiente a la montaña, por lo cual se retiró descontento.

Meditando en mi cuarto, creí adivinar la causa del sufrimiento de María. Recordé la manera como yo había salido del salón des­pués de mi llegada y cómo la impresión que me hizo el acento con­fidencial de ella fue motivo de que le contestara con la falta de tino propia de quien está reprimiendo una emoción. Conociendo ya el origen de su pena, habría dado mil vidas por obtener un perdón suyo; pero la duda vino a agravar la turbación de mi espíritu. Dudé del amor de María. ¿Por qué, pensaba yo, se esfuerza mi corazón en creerla sometida a este mismo martirio? Consideréme indigno de poseer tanta belleza, tanta inocencia. Echéme en cara ese orgullo que me había ofuscado hasta el punto de creerme por él objeto de su amor, siendo solamente merecedor de su cariño de hermana. En mi locura pensé con menos terror, casi con placer, en mi próximo viaje.

IX

Levanteme al día siguiente cuando amanecía. Los resplandores que delineaban hacia el Oriente las cúspides de la cordillera cen­tral, doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas de las otras para alejarse y desaparecer.

Las verdes pampas y selvas del valle se veían como al través de un vidrio azulado, y en medio de ellas algunas cabañas blancas, humaredas de los montes recién quemados elevándose en espiral, y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de Occidente, con sus pliegos y senos, semejaba mantos del terciopelo azul oscuro suspendidos de sus centros por manos de genios velados por las nieblas. Al frente de mi ventana, los rosales y los follajes de los ár­boles del huerto parecían temer las primeras brisas que vendrían a derramar el rocío que brillaba en sus hojas y flores. Todo me pare­ció triste. Tomé la escopeta; hice una señal al cariñoso Mayo,que, sentado sobre las piernas traseras, me miraba fijamente, arrugada la frente por la excesiva atención, aguardando la primera orden; y saltando el vallado de piedra, cogí el camino de la montaña. Al in­ternarme, la hallé fresca y temblorosa bajo las caricias de las últi­mas auras de la noche. Las garzas abandonaban sus dormideros formando en su vuelo líneas ondulantes que plateaba el sol, como cintas abandonadas al capricho del viento. Bandadas numerosas de loros se levantaban de los guaduales para dirigirse a los maiza­les vecinos, y el diostedé saludaba al día con su canto triste y mo­nótono desde el corazón de la sierra.

Bajé a la vega montuosa del río por el mismo sendero por don­de lo había hecho tantas veces seis años antes.

El trueno de su raudal se iba aumentando, y poco después des­cubrí las corrientes, impetuosas al precipitarse en los saltos, con­vertidas en espumas hervidoras en ellos, cristalinas y tersas en los remansos, rodando siempre sobre un lecho de peñascos afelpados de musgos, orlados en la ribera por iracales, helechos y cañas de amarillos tallos, plumajes sedosos y semilleros de color de púrpu­ra.

Detúveme en la mitad del puente, formado por el huracán con un cedro corpulento, el mismo por donde había pasado en otro tiempo. Floridas parásitas colgaban de sus ramas, y campanillas azules y tornasoladas bajaban en festones desde mis pies a mecerse en las ondas. Una vegetación exuberante y altiva abovedaba a tre­chos el río, y al través de ella penetraban algunos rayos del sol na­ciente, como por la techumbre rota de un templo indiano abandonado. Mayoaulló cobarde en la ribera que yo acababa de dejar, y a instancias mías se resolvió a pasar por el puente fantásti­co, tomando enseguida antes que yo el sendero que conducía a la posesión del viejo José, quien esperaba de mí aquel día el pago de su visita de bienvenida.

Después de una pequeña cuesta pendiente y oscura, y de atra­vesar a saltos por sobre el arbolado seco de los últimos derribos del montañés, me hallé en la placeta sembrada de legumbres, desde donde divisé humeando la casita situada en medio de las colinas verdes, que yo había dejado entre bosques al parecer indestructi­bles. Las vacas, hermosas por su tamaño y color, bramaban a la puerta del corral buscando sus becerros. Las aves domésticas albo­rotaban recibiendo la ración matutina; en las palmeras cercanas, que había respetado el hacha de los labradores, se mecían las oro­péndolas bulliciosas en sus nidos colgantes, y en medio de tan gra­ta algarabía oíase a las veces el grito agudo del pajarero, que desde su barbacoa y armado de honda espantaba las guacamayas ham­brientas que revoloteaban sobre el maizal.

Los perros del antioqueño le dieron con sus ladridos aviso de mi llegada. Mayo,temeroso de ellos, se me acercó mohino. José sa­lió a recibirme, el hacha en una mano y el sombrero en la otra.

La pequeña vivienda denunciaba laboriosidad, economía y lim­pieza; todo era rústico, pero estaba cómodamente dispuesto, y cada cosa en su lugar. La sala de la casita, perfectamente barrida, poyos de guadua alrededor cubiertos de esteras de junco y pieles de oso, algunas estampas de papel iluminado representando santos y prendidas con espinas de naranjo a las paredes sin blanquear, tenía a derecha e izquierda la alcoba de la mujer de José y la de las mu­chachas. La cocina formada de caña menuda y con el techo de ho­jas de la misma planta, estaba separada de la casa por un huertecillo donde el perejil, la manzanilla, el poleo y las albahacas mezclaban sus aromas.

Las mujeres parecían vestidas con más esmero que de ordinario. Las muchachas, Lucía y Tránsito, llevaban enaguas de zaraza mo­rada y camisas muy blancas con golas de encaje, ribeteadas de tren­cilla negra, bajo las cuales escondían parte de sus rosarios, y gargantillas de bombillas de vidrio con color de ópalo. Las trenzas de sus cabellos, gruesas y de color de azabache, les jugaban sobre sus espaldas al más leve movimiento de los pies desnudos, cuida­dos e inquietos. Me hablaban con suma timidez, y su padre fue quien, notando eso, las animó diciéndoles: “¿Acaso no es el mismo niño Efraín, porque venga del colegio sabido y ya mozo?”. Enton­ces se hicieron más joviales y risueñas: nos enlazaban amistosa­mente los recuerdos de los juegos infantiles, poderosos en la imaginación de los poetas y de las mujeres. Con la vejez, la fisono­mía de José había ganado mucho; aunque no se dejaba la barba, su faz tenía algo de bíblico, como casi todas las de los ancianos de buenas costumbres del país donde nació; una cabellera cana y abundante le sombreaba la tostada y ancha frente, y sus sonrisas revelaban tranquilidad de alma. Luisa, su mujer, más feliz que él en la lucha con los años, conservaba en el vestir algo de la manera antioqueña, y su constante jovialidad dejaba comprender que esta­ba contenta de su suerte.

José me condujo al río, y me habló de sus siembras y cacerías, mientras yo me sumergía en el remanso diáfano desde el cual se lanzaban las aguas formando una pequeña cascada. A nuestro re­greso encontramos servido en la única mesa de la casa el provocati­vo almuerzo. Campeaba el maíz por todas partes: en la sopa de mote servida en platos de loza vidriada y en doradas arepas espar­cidas sobre el mantel. El único cubierto del menaje estaba cruzado sobre mi plato blanco y orillado de azul.

Mayose sentó a mis pies con mirada atenta, pero más humilde que de costumbre.

José remendaba una atarraya mientras sus hijas, listas pero ver­gonzosas, me servían llenas de cuidado, tratando de adivinarme en los ojos lo que podía faltarme. Mucho se habían embellecido, y de niñas loquillas que eran se habían hecho mujeres oficiosas.

Apurado el vaso de espesa y espumosa leche, postre de aquel almuerzo patriarcal, José y yo salimos a recorrer el huerto y la roza que estaba cogiendo. Él quedó admirado de mis conocimientos teó­ricos sobre las siembras, y volvimos a la casa una hora después pa­ra despedirme yo de las muchachas y de la madre.

Púsele al buen viejo en la cintura el cuchillo de monte que le ha­bía traído del reino,al cuello de Tránsito y Lucía, preciosos rosa­rios, yen manos de Luisa un relicario que ella había encargado a mi madre. Tomé la vuelta de la montaña cuando era mediodía por filo, según el examen que del sol hizo José.

X

Ami regreso, que hice lentamente, la imagen de María volvió a asirse a mi memoria. Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, sus flores, sus aves y sus aguas, ¿por qué me hablaban de ella? ¿Qué había allí de María? En las sombras húmedas, en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río... Era que veía el Edén, pero faltaba ella; era que no podía dejar de amarla, aunque no me ama­se. Y aspiraba el perfume del ramo de azucenas silvestres que las hijas de José habían formado para mí, pensando yo que acaso me­recerían ser tocadas por los labios de María: así se habían debilita­do en tan pocas horas mis propósitos de la noche.

Apenas llegué a casa, me dirigí al costurero de mi madre: María estaba con ella; mis hermanas se habían ido al baño. Después de contestarme el saludo, María bajó los ojos sobre la costura. Mi ma­dre se manifestó regocijada por mi vuelta, pues sobresaltados en casa con la demora, habían enviado a buscarme en aquel momento. Hablaba con ellas ponderando los progresos de José, y Mayoquita­ba con la lengua a mis vestidos los cadillos que se les habían pren­dido en las malezas.

Levantó María otra vez los ojos, fijándolos en el ramo de azuce­nas que tenía yo en la mano izquierda, mientras me apoyaba con la derecha en la escopeta; creí comprender que las deseaba, pero un temor indefinible, cierto respeto a mi madre y a mis propósitos de por la noche, me impidieron ofrecérselas. Mas me deleitaba imagi­nando cuán bella quedaría una de mis pequeñas azucenas sobre sus cabellos de color castaño luciente. Para ella debían ser, porque habría recogido durante la mañana azahares y violetas para el flo­rero de mi mesa. Cuando entré a mi cuarto no vi una flor allí. Si hu­biese encontrado enrollada sobre la mesa una víbora, no hubiera yo sentido emoción igual a la que me ocasionó la ausencia de las flo­res: Su fragancia había llegado a ser algo del espíritu de María que vagaba a mi alrededor en las horas de estudio, que se mecía en las cortinas de mi lecho durante la noche... ¡Ah! ¡Conque era verdad que no me amaba! ¡Conque había podido engañarme tanto mi ima­ginación visionaria! Y de ese ramo que había traído para ella, ¿qué podía yo hacer? Si otra mujer, bella y seductora, hubiese estado alli en ese momento, en ese instante de resentimiento contra mi orgu­llo, de resentimiento con María, a ella lo habría dado a condición de que lo mostrase a todos y se embelleciera con él. Lo llevé a mis labios como para despedirme por última vez de una ilusión queri­da, y lo arrojé por la ventana.

XI

HICE esfuerzos para mostrarme jovial durante el resto del día. En la mesa hablé con entusiasmo de las mujeres hermosas de Bogotá, y ponderé intencionalmente las gracias y el ingenio de P... Mi pa­dre se complacía oyéndome; Eloísa habría querido que la sobreme­sa durase hasta la noche. María estuvo callada; pero me pareció que sus mejillas palidecían algunas veces, y que su primitivo color no había vuelto a ellas, así como el de las rosas que durante la no­che han engalanado un festín.

Hacia la última parte de la conversación, María había fingido ju­gar con la cabellera de Juan, hermano mío de tres años de edad a quien ella mimaba. Soportó hasta el fin; mas tan luego como me puse en pie, se dirigió ella con el niño al jardín.

Todo el resto de la tarde y en la prima noche fue necesario ayu­dar a mi padre en sus trabajos de escritorio.

A las ocho, y luego que las mujeres habían ya rezado sus oracio­nes de costumbre, nos llamaron al comedor. Al sentarnos a la me­sa, quedé sorprendido al ver una de las azucenas en la cabeza de María. Había en su rostro bellísimo tal aire de noble, inocente y dulce resignación, que como magnetizado por algo desconocido hasta entonces para mí, en ella, no me era posible dejar de mirarla.

Niña cariñosa y risueña, mujer tan pura y seductora como aque­llas con quienes yo había soñado, así la conocía; pero resignada an­te mi desdén, era nueva para mí. Divinizada por la resignación, me sentía indigno de fijar una mirada sobre su frente.

Respondí mal a unas preguntas que se me hicieron sobre José y su familia. A mi padre no se le podía ocultar mi turbación; y diri­giéndose a María, le dijo sonriendo:

—Hermosas azucenas tienes en los cabellos; yo no he visto de esas en el jardín.

María, tratando de disimular su desconcierto respondió con voz casi imperceptible:

—Es que de estas azucenas solo hay en la montaña.

Sorprendí en aquel momento una sonrisa bondadosa en los la­bios de Emma.

—¿Y quién las ha enviado? —preguntó mi padre.

La turbación de María era ya notable. Yo la miraba; y ella debió de hallar algo nuevo y animador en mis ojos, pues respondió con acento más firme:

—Efraín botó unas al huerto; y nos pareció que siendo tan raras, era una lástima que se perdiesen: esta es una de ellas.

—María —le dije yo—, si hubiese sabido que eran tan estimables esas flores, las habría guardado... para vosotras; pero me han pare­cido menos bellas que las que se ponen diariamente en el florero de mi mesa.

Comprendió ella la causa de mi resentimiento, y me lo dijo tan claramente una mirada suya, que temí se oyeran las palpitaciones de mi corazón.

Aquella noche, a la hora de retirarse la familia del salón, María estaba casualmente sentada cerca de mí. Después de haber vacila­do mucho, le dije al fin, con voz que denunciaba mi emoción: “Ma­ría, eran para ti: pero no encontré las tuyas”.

Ella balbucía alguna disculpa cuando tropezando en el sofá mi mano con la suya, se la retuve por un movimiento ajeno a mi voluntad. Dejó de hablar. Sus ojos me miraron asombrados y huyeron de los míos. Pasóse por la frente con angustia la mano que tenía li­bre, y apoyó en ella la cabeza, hundiendo el brazo desnudo en el al­mohadón inmediato. Haciendo al fin un esfuerzo para deshacer ese doble lazo de la materia y del alma que en tal momento nos unía, púsose en pie; y como concluyendo una reflexión empezada, me dijo tan quedo que apenas pude oírla: “Entonces... yo recogeré to­dos los días las flores más lindas”; y desapareció.

Las almas como la de María ignoran el lenguaje mundano del amor pero se doblegan estremeciéndose a la primera caricia de aquel a quien aman, como la adormidera de los bosques bajo el ala de los vientos.

Acababa de confesar mi amor a María; ella me había animado a confesárselo, humillándose como una esclava a recoger aquellas flores. Me repetí con deleite sus últimas palabras; su voz susurraba aún en mi oído: “Entonces, yo recogeré todos los días las flores más lindas”.

XII

Laluna, que acababa de elevarse llena y grande bajo un cielo pro­fundo sobre las crestas altísimas de los montes, iluminaba las fal­das selvosas blanqueadas a trechos por las copas de los yarumos, argentando las espumas de los torrentes y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo del valle. Las plantas exhalaban sus más suaves y misteriosos aromas. Aquel silencio, interrumpido sola­mente por el rumor del río, era más grato que nunca a mi alma.

Apoyado de codos sobre el marco de mi ventana, me imaginaba verla en medio de los rosales entre los cuales la había sorprendido en aquella mañana primera; estaba allí recogiendo el ramo de azu­cenas, sacrificando su orgullo a su amor. Era yo quien iba a turbar en adelante el sueño infantil de su corazón; podría ya hablarle de mi amor, hacerla el objeto de mi vida. ¡Mañana, mágica palabra la noche en que se nos ha dicho que somos amados! Sus miradas, al encontrarse con las mías, no tendrían ya nada que ocultarme; ella se embellecería para felicidad y orgullo mío.

Nunca las auroras de julio en el Cauca fueron tan bellas como María cuando se me presentó al día siguiente, momentos después de salir del baño: la cabellera de carey sombreado suelta y a medio rizar, las mejillas de color de rosa suavemente desvanecido, pero en algunos momentos avivado por el rubor, y jugando en sus la­bios cariñosos aquella sonrisa castísima que revela en las mujeres como María una felicidad que no les es posible ocultar. Sus mira­das, ya más dulces que brillantes, mostraban que su sueño no era tan apacible como había solido. Al acercármele noté en su frente una contracción graciosa y apenas perceptible, especie de fingida severidad que usó muchas veces para conmigo cuando después de deslumbrarme con toda la luz de su belleza, imponía silencio a mis labios, próximos a repetir lo que ella tantosabía.